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Cultura, Artes y Humanidades

INSTITUTO COLOMBIANO PARA EL FOMENTO DE LA EDUCACIÓN SUPERIOR

ICFES

CULTURA, ARTES Y HUMANIDADES

CARLOS AUGUSTO HERNÁNDEZ


JULIANA LÓPEZ CARRASCAL

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ICFES

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Cultura, Artes y Humanidades

Presidente de la República
ALVARO URIBE VELEZ

Vicepresidente de la República
FRANCISCO SANTOS CALDERÓN

Ministra de Educación
CECILIA MARÍA VELEZ WHITE

INSTITUTO COLOMBIANO PARA EL FOMENTO


DE LA EDUCACIÓN SUPERIOR

Director General
DANIEL BOGOYA MALDONADO

Secretario General
GENISBERTO LÓPEZ CONDE

Subdirector Académico
CARLOS PARDO ADAMES

Subdirector de Logística
FRANCISCO ERNESTO REYES JIMÉNEZ (E)

Subdirector de Fomento y Desarrollo


de la Educación Superior
FRANCISCO ERNESTO REYES JIMÉNEZ (E)

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INSTITUTO COLOMBIANO PARA EL FOMENTO DE LA EDUCACIÓN SUPERIOR - ICFES

SUBDIRECCIÓN DE FOMENTO Y DESARROLLO DE LA EDUCACIÓN SUPERIOR

PROYECTO ESTÁNDARES MÍNIMOS DE CALIDAD

DIRECCIÓN GENERAL PROYECTO - ICFES


MARÍA PATRICIA ASMAR AMADOR

COORDINACIÓN PROYECTO - ICFES


MARÍA TERESA REYES ZAMBRANO

Autores
CARLOS AUGUSTO HERNÁNDEZ
JULIANA LÓPEZ CARRASCAL

Agradecimiento especial por su colaboración a

GRUPO ASESOR DEL PROYECTO

MARÍA PATRICIA ASMAR AMADOR


MARIO DÍAZ VILLA
VÍCTOR MANUEL GÓMEZ CAMPO
ANA CRISTINA MIRANDA CÁRDENAS
MARÍA DOLORES PÉREZ PIÑEROS
PEDRO P. POLO VERANO
MARÍA TERESA REYES ZAMBRANO

COPYRIGHT: ICFES 2002


Serie de Calidad N° 11
ISBN: 1657-5725
CULTURA, ARTES Y HUMANIDADES
1ª edición: 2003

Diagramación, pre-prensa digital, impresión y terminados:


SECRETARÍA GENERAL - PROCESOS EDITORIALES.
Tranversal 42B No. 19 - 73. ICFES: Calle 17 Nº 3-40 A.A. 6319
Teléfonos: 2696528/29 ICFES: 3387338/60
Fax: 2473193 ICFES: 2836778
Bogotá, D. C. Colombia
Los autores expresan su gratitud a los
docentes de artes y humanidades con los
cuales tuvieron oportunidad de conversar
y, en particular, al profesor Miguel Ángel
Hernández, cuyas sugerencias fueron muy
importantes para este texto.
ICFES

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Cultura, Artes y Humanidades

CONTENIDO

Presentación 9
Advertencia 11
Introducción 19

I
CULTURA
La cultura de la imagen 31
La imagen fragmentada 37
Cultura, artes y humanidades 42
Etica y estética, libertad y necesidad 51

II
ARTES
Observación del hombre y del arte 65
Sobre la obra de arte 70
Arte y poesía 84
Ciencia, técnica y arte 87
Sobre la formación de los artistas 94
Arte y sociedad 104

III
HUMANIDADES
La naturaleza de las humanidades 117
Studia humanitatis y humanismo 123
Hermenéutica, reflexión, lectura y escritura 130
Las humanidades hoy 134

Bibliografía 153

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ICFES

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Cultura, Artes y Humanidades

PRESENTACIÓN

El campo de la educación superior es extraordinariamente complejo. En este cam-


po se establece el diálogo y la contrastación de conocimientos e intereses muy
diversos. En algunos terrenos se han logrado consensos básicos que aseguran la
coherencia y la continuidad del trabajo de las comunidades académicas; en otros
coexisten representaciones y formas de trabajo muy diferentes. Esta diversidad no
es necesariamente un inconveniente que deba ser superado; corresponde a la
naturaleza específica de los problemas y de los proyectos de conocimiento.

Las artes y las humanidades constituyen un territorio especialmente fascinante,


pero también inabarcable por la diversidad de las prácticas y los discursos. Toda
la educación se encuentra en un proceso de transformación que refleja el creci-
miento acelerado de los conocimientos y los cambios en la vida material y social
que se derivan de los procesos de globalización y de desarrollo científico-técni-
co; pero las transformaciones en el mundo del arte en el último siglo han sido
especialmente radicales y las mutaciones culturales actuales obligan a repensar
el papel de la formación en humanidades.

Inevitablemente estos problemas aparecen cada vez que se discute sobre el sen-
tido de la formación integral y desbordan los límites de las facultades de artes y
de humanidades. Los autores son conscientes de que los lectores potenciales de
esta publicación no son sólo los miembros de las comunidades académicas di-
rectamente aludidas y se han esforzado por utilizar un lenguaje que llegue a
quienes, desde diferentes formaciones e intereses, se sientan convocados a la
discusión sobre estos aspectos de la formación integral.

Más que ofrecer soluciones, se trata aquí de plantear problemas. Las reflexiones
contenidas en el texto se ofrecen a la comunidad académica como aportes a la
discusión sobre las tareas actuales de las artes y las humanidades y apuntan a
hacer visible la necesidad de una formación ética y estética y a poner de presen-
te la importancia de que toda la educación, en sus diferentes campos y niveles,
reflexione sobre la importancia estratégica de las artes y las humanidades. Es
claro que los puntos de vista que se plantean o se sugieren comprometen a los

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ICFES

autores y no expresan una posición institucional del ICFES. El libro cumplirá su


papel si contribuye a alimentar el debate que resulta necesario en el proceso
colectivo de pensar los problemas de la educación superior y sus transformacio-
nes posibles.

Los lectores encontrarán en este texto un panorama de tendencias y un conjun-


to de reflexiones con los cuales podrán hacer el ejercicio de una verdadera lectu-
ra, es decir, un diálogo, una discusión o, como dicen los autores siguiendo las
propuestas de la hermenéutica, una conversación.

DANIEL BOGOYA
Director General del ICFES

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Cultura, Artes y Humanidades

ADVERTENCIA

Siempre que he hojeado libros de estética, he tenido la incómoda


sensación de estar leyendo obras de astrónomos que jamás hubieran
mirado a las estrellas. J. L. Borges

El territorio de las humanidades y las artes es, como se sabe, ilimitado. Se trata
precisamente del universo de símbolos en donde se afirma más clara y visible-
mente la dimensión inabarcable de la creación. Aquí las herramientas mismas
se transforman en el contacto con lo que aparece como fruto del trabajo; las
pautas y las técnicas se ponen al servicio de lo incondicionado y toda sujeción
se orienta a ampliar el campo de la libertad. Las lecturas posibles de la obra de
arte son inagotables. El sentido del cuadro, del poema o de la obra de teatro se
crea de algún modo en cada mirada, en cada lectura, en cada contexto de su
aparición. “Así, podría decirse que la poesía es, cada vez, una experiencia nue-
va. Cada vez que leo un poema, la experiencia sucede. Y eso es la poesía.”(Borges,
2001). También el acontecimiento histórico y el texto filosófico se abren a los
múltiples significados que hace visibles la interpretación.

La teoría y el método cumplen una función central, sin duda, en el campo de las
artes y las humanidades y son más importantes allí donde se aspira a construir
un discurso sistemático que oriente las tareas de la crítica y la reconstrucción
racional; pero se ofrecen ante todo como herramientas útiles para el trabajo de
los creadores y como formas elaboradas de lectura de ese trabajo. En cada área
se han decantado algunas pautas básicas de trabajo, algunos temas y conceptos
centrales, algunas perspectivas de análisis que se han revelado fructíferas; estos
elementos, que podríamos llamar “paradigmas”, recogiendo un concepto de
Kuhn elaborado para las ciencias, constituyen una referencia obligada para la
construcción de los programas de formación en las distintas áreas; pero pueden
darse y coexistir distintos enfoques en un campo y esos distintos enfoques pue-
den implicar elecciones distintas de lo fundamental.

En todo caso, quienes más legítimamente pueden participar en la discusión so-


bre métodos y contenidos son quienes han venido trabajando y reflexionado
sobre su trabajo en los distintos campos de las humanidades y las artes: las
comunidades académicas en algunos casos, los críticos y estudiosos en otros,

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ICFES

aquellos que han alcanzado la experiencia y el reconocimiento necesario para


formar una escuela, en otros. No pretendemos sustituir a los expertos en estas
tareas ni nos consideramos en capacidad de hacerlo; por tanto no se encontra-
rán aquí propuestas específicas de contenidos para los programas de artes y
humanidades.

Con razón se han criticado algunas historias del arte por centrarse en las artes
plásticas, descuidando la música y las artes representativas; aunque hemos in-
tentado hablar del arte de un modo muy general, esa misma falta de atención se
puede reconocer en los ejemplos a los que hemos acudido. En particular, puede
señalarse la ausencia de una reflexión cuidadosa sobre la música entre las ca-
rencias que es necesario reconocer por adelantado en este texto. Sobra decir
que esa ausencia no se debe a una jerarquización arbitraria de las artes, sino al
reconocimiento de que se requiere mucho trabajo y un gran desarrollo de la
sensibilidad para hablar con propiedad de algunas artes.

Las limitaciones mencionadas aparecen también en el contexto de la discusión


sobre lo enseñable en artes y humanidades. La discusión sobre lo enseñable es
crucial en el campo del arte y permanece abierta, aunque nadie cuestiona la
necesidad de desarrollar la sensibilidad, de conocer la historia y de aprender las
técnicas. Esa discusión conduce a repensar las estrategias pedagógicas y a crear
otras nuevas; las actitudes y disposiciones son fundamentales en los campos
que nos interesan y los caminos para el desarrollo de esas actitudes y disposicio-
nes deben ser objeto de una indagación interdisciplinaria que requiere aún mucho
trabajo de las distintas comunidades académicas. Las palabras “intuición” y
“talento”, que no son fáciles de traducir en términos teóricos o técnicos, pueden
ser importantes a la hora de discutir sobre la enseñanza en las artes plásticas y la
literatura, pero también en la filosofía, la filología y la historia. La discusión
sobre lo enseñable es central para los maestros y para los constructores de currí-
culo; intentaremos intervenir en ella, pero tampoco en este campo será mucho lo
que podremos aportar a quienes se han formado en los distintos territorios y han
adquirido, a través del estudio y la experiencia, un conocimiento muy amplio y
afinado de su campo de trabajo y de los modos de transmisión y construcción
de conocimiento en esos campos. Por otra parte, este es un tema particularmen-
te difícil aún para los expertos.

La tarea que asumimos en este texto es la de llamar la atención sobre la necesi-


dad del trabajo y de la formación en artes y humanidades. Consideramos que el

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Cultura, Artes y Humanidades

descuido de la formación o la subvaloración del trabajo en estos campos cons-


tituye un síntoma de debilitamiento de la conciencia y la vitalidad de las comu-
nidades humanas que puede llevarlas a la pérdida de su autonomía y al sacrifi-
cio de sus posibilidades de imaginar y configurar su identidad y su destino. Las
artes y las humanidades son espacios de creación simbólica en los que la subje-
tividad no renuncia a sí misma y en donde se plantean y se resuelven de distin-
tos modos las contradicciones entre lo universal y lo singular, entre lo temporal y
lo permanente, entre la libertad y la necesidad. Son espacios en donde se juega
lo propiamente humano, en donde se establecen los vínculos y las tensiones
entre las emociones, los valores y las ideas, en donde se rescata la complejidad
y el misterio de la existencia.

Las artes y las humanidades, como las ciencias y las técnicas, como la religión
y la política, pertenecen al territorio de la cultura. La cultura es el campo de lo
humano, el universo de símbolos en el cual nos reconocemos y reconocemos a
los otros. En ese universo, el nuestro, aparece la naturaleza como el espacio de la
acción humana, como material de trabajo y fuente de subsistencia. Aparecen
también los otros como miembros de una organización social susceptible de ser
conocida y transformada. Actuamos en ese espacio, pero también somos cons-
tituidos y transformados por él. Damos forma a las cosas e incidimos en la vida
de los otros; pero también nos abrimos a la sociedad y a las cosas y somos
transformados por ellas. Actuamos sobre el mundo con nuestro saber y nuestras
técnicas y el mundo actúa sobre nosotros gracias a nuestra sensibilidad y a
nuestra disposición a aprender. De este modo no sólo construimos y modifica-
mos el entorno sino que establecemos un diálogo con el mundo y con los otros.
Las artes y las humanidades ponen de presente aspectos esenciales de ese diá-
logo. Obligamos a la naturaleza a someterse a nuestros dictados una vez que el
lenguaje adecuado nos revela las regularidades que podemos poner a nuestro
servicio, pero también reconocemos la belleza -esa forma de humanidad que
instalamos en las cosas- y nos embriaga la conciencia de sentir que hay algo
misterioso que se revela en la palabra y en la obra de arte que escuchamos y
contemplamos con la actitud de quien está dispuesto a recibir. Nuestra capaci-
dad de crear y transformar en los campos de las artes y las humanidades depen-
de de nuestra capacidad de abrirnos poniendo en juego nuestra sensibilidad y
disponiéndonos a comprender. Inevitablemente somos actores y receptores y
sólo como herederos de la cultura podemos actuar en el mundo con posibilida-
des de realizar nuestros fines.

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ICFES

Nuestras necesidades materiales han evolucionado con la cultura; están atrave-


sadas por símbolos; no es posible separar nuestra necesidad de alimento y habi-
tación de las determinaciones de la cultura. Nuestras necesidades materiales
están determinadas por nuestras necesidades simbólicas: la necesidad de ser
reconocidos, la necesidad de experimentar el placer frente a lo bello o la expe-
riencia de comprender. Habitamos en un mundo de interacciones sociales y de
fenómenos naturales, pero las interacciones y los fenómenos se nos dan en el
universo del lenguaje. Con el lenguaje heredamos un modo de relación con el
mundo que es resultado de lo que, precisamente gracias al lenguaje, se ha acu-
mulado en un proceso histórico.

Una vez que reconocemos los distintos modos de trascender interactuando con
los otros, dando forma a los objetos del mundo, descubriendo nuestras huellas
en lo que hacemos y nuestra imagen en un proyecto de humanidad que hereda-
mos y transformamos, se nos hace evidente la temporalidad propia de la memo-
ria individual y colectiva y del futuro presente, y experimentamos la conciencia
de una colectividad extendida en el espacio y el tiempo vinculada por el lengua-
je. Cuando examinamos las fuentes de nuestros sueños y el origen de nuestras
ideas sobre el bien, la justicia y la belleza y advertimos la naturaleza de lo que
compartimos con nuestros semejantes y el material de que están hechas nues-
tras convicciones y nuestras dudas, advertimos que no sólo existimos aquí y
ahora, sino que lo que somos y lo que hacemos se nos da en un universo de
sentidos, el lenguaje, que nos instala en la historia colectiva.

Como herederos de una cultura a la cual han contribuido pueblos distintos y


sensibilidades diversas, podemos adquirir la disposición al goce de las creacio-
nes simbólicas en donde los seres humanos de todo el planeta reconocen la
grandeza de que son capaces, las creaciones que la humanidad ha cuidado y
respetado como su obra más lograda a través de los siglos, las creaciones que
ha aprendido a discernir y admirar, frente a las cuales siente respeto por su
historia y orgullo por su condición de habitante del lenguaje, lo que ha logrado
construir de universalidad, el universo cada vez más amplio y diverso de lo que
es posible a través del trabajo y el talento.

En ese universo, gracias a las técnicas de reproducción y circulación de las


imágenes y gracias al trabajo de los artistas que han educado sus sentidos par-
tiendo de sus herencias culturales propias y rompiendo las barreras de sus pro-
pias culturas, entran hoy las creaciones estéticas de Oriente y de África, las de

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Cultura, Artes y Humanidades
Introducción

los pueblos más jóvenes y las de los más antiguos. Algunas obras, partiendo del
suelo nutricio de las culturas locales, se han levantado tan alto que se convierten
en patrimonio de la humanidad. Las artes plásticas y la literatura han llevado la
vanguardia, pero hoy se recatan las músicas y las concepciones filosóficas de
los diversos pueblos. En el campo de tensiones de la cultura, las fuerzas crecien-
tes que disuelven la diversidad se enfrentan al reconocimiento también creciente
del valor incalculable del “patrimonio intangible” de la humanidad.

Esta riqueza extraordinaria no se brinda gratuitamente a todos. Exige una edu-


cación cuidadosa de los sentidos. Aprender a ver las múltiples articulaciones
posibles de las formas, aprender a escuchar la música más elaborada y la más
diversa, pero también la música de la palabra, exige una preparación, una for-
mación de la sensibilidad; del mismo modo, el placer de comprender un argu-
mento construido con elegancia y penetración o de descubrir la sutileza e inteli-
gencia de una bella demostración puede exigir dedicación y un largo proceso de
apropiación de lenguajes.

Todo goce estético es fruto de la educación y se transforma con la educación.


Pero la educación es un proceso permanente de la vida humana y no se reduce,
claro está, a la formación en el ámbito de la escuela. Por otra parte, lo que
reconocemos como arte no agota el universo de lo estético ni circunscribe al arte
considerado en la riqueza y pluralidad de sus manifestaciones. Dicho lo ante-
rior, se hace indispensable señalar que cuando este libro habla del arte, intenta
aproximarse a un campo de la vida académica; aunque en ocasiones intenta ir
más allá de lo que se reconoce formalmente como arte, en general recoge sólo
un fragmento de lo que es el arte como espacio de la creación y del goce estético.
El arte es mucho más que lo que se ha reconocido como tal siguiendo pautas y
criterios históricamente determinados y académicamente consagrados como
principios. Como se sabe, lo que determina el reconocimiento de una obra como
obra de arte es un gusto modelado por determinaciones sociales que cambian
con el tiempo. La visibilidad cada vez mayor de la diversidad de las culturas y la
exploración histórica amplían el campo de la mirada académica sobre el arte,
pero a pesar de la flexibilidad de los criterios actuales sigue existiendo un univer-
so del arte que aún no se nombra como tal en las aproximaciones teóricas y que
aquí también queda en silencio.

Justamente se ha dicho que la academia aporta elementos de la historia y la


técnica del arte e instala a quienes forma en el presente del gusto para que quienes

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ICFES

son artistas por vocación, quienes de algún modo están destinados a ser artistas,
puedan enriquecerse con esos elementos recogidos y organizados en una tradi-
ción; la afirmación del talento y la vocación no invalida en absoluto los aportes de
la academia; las biografías de los creadores nos dejan ver el modo como los artis-
tas plásticos o los poetas recogen con avidez en la academia las pautas que incor-
poran, con las que dialogan críticamente o de las que se distancian radicalmente.
En todo caso, es importante reconocer que los discursos sobre el arte son algo
distinto del arte mismo y que toda aproximación teórica al arte como problema
(ésta entre otras) se dirige hacia el arte, mira al arte, pero no necesariamente lo
conoce de forma suficiente.

La educación de la sensibilidad a las creaciones simbólicas es un derecho de los


seres humanos en tanto que herederos de la cultura. El argumento de que si esta
riqueza no es de todos es porque pertenece a una cultura de élite sólo señala, en
la época de la globalización económica y cultural, que el goce consciente y pleno
de la riqueza simbólica acumulada por las sociedades sigue estando reservado
a unos pocos porque los procesos de formación que permiten acceder a esa
riqueza están diferenciados según niveles económicos y usos culturales. A pesar
de que los símbolos no están sometidos a la dinámica de desaparición o de
desgaste en el consumo a la cual están sometidos los bienes materiales, el goce
de algunas creaciones simbólicas está determinado por el carácter de mercan-
cía que adquieren la educación y los productos culturales. Ocurre entonces que,
a pesar de que todas las comunidades poseen su propia riqueza simbólica, el
goce de lo simbólico, como la riqueza material, está desigual e injustamente
distribuido en el mundo.

Lo dicho hasta aquí no suena extraño ni novedoso a quienes se han familiari-


zado con los discursos de las artes y de las humanidades. Pero no se expresa con
la misma claridad en las jerarquías que se establecen entre las preocupaciones
mayores de la educación superior. El descuido de las dimensiones de lo humano
puede ser grave porque nuestra supervivencia como especie depende tanto de
nuestras acciones como de nuestra sensibilidad, tanto de nuestra capacidad de
actuar como de nuestra disposición a interpretar. Las artes y las humanidades
no son un espacio más del trabajo escolar. Son el lugar en donde se forma lo
específicamente humano.

La intención de este trabajo es, entonces, lanzar una mirada sobre la naturaleza
de esas prácticas humanas que aporte elementos para mostrar la importancia

16
Cultura, Artes y Humanidades

del acceso -del acceso de todos los miembros de la sociedad- a esos lugares
privilegiados de la cultura y, por tanto, la importancia de la formación y el traba-
jo en artes y humanidades, desde el comienzo de la vida consciente hasta los
niveles más altos de una educación que se extiende a lo largo de la vida.

Aún así es legítimo preguntarse si en lugar de plantear problemas no sería mejor


asumir, por ejemplo, la tarea de proponer un sistema de clasificaciones de los
procesos de formación en humanidades y en artes que aportara elementos míni-
mos para el reconocimiento de los distintos territorios. El problema es que toda
clasificación exige una reflexión que la justifique en términos de la naturaleza de
los objetos considerados y de los criterios empleados para agruparlos y distin-
guirlos; y esa fundamentación, por su parte, no puede hacerse sin un estudio
juicioso de las tradiciones, los debates y prácticas de producción de conoci-
miento y cultura en los distintos campos de las humanidades y las artes. Esa
fundamentación requiere un conocimiento complejo que sólo puede poseer un
equipo interdisciplinario mucho más amplio que el que conforman los autores y
los profesores de artes y humanidades que generosamente han leído y criticado
los textos.

Sin dejar de lado esa tarea de largo aliento, consideramos que es urgente inter-
venir, en estos tiempos de grandes transformaciones en la educación superior,
en la discusión orientada a satisfacer la necesidad reciente de legitimación de
las artes y las humanidades en la cual inevitablemente están comprometidos los
programas y las comunidades académicas de estas áreas. Con razón se dirá
que es absurdo que tareas tan cruciales para la humanidad deban justificarse;
pero la cultura social contemporánea ha llevado a más de uno a considerar las
humanidades y las artes como algo superfluo, como un adorno o como un saber
muerto, útil sólo para evitar el tedio del tiempo libre o para hacer más seductora
la conversación.

Por último, es posible que algunas personas puedan sentirse extrañadas o mo-
lestas por el lenguaje empleado: hemos acudido a unas formas de expresión que
pueden resultar imprecisas a quienes están acostumbrados a plantear proble-
mas en el lenguaje técnico de las comunidades académicas. Sabemos que los
lenguajes académicos son necesarios para precisar el significado de los discur-
sos, pero quisiéramos que este texto sirviera a personas que, como nosotros, se
preocupan por el papel de las artes y las humanidades en el proceso de forma-
ción de todos los ciudadanos y no sólo en los campos específicos cuyas reglas

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ICFES

de juego conocen y dominan las distintas comunidades ocupadas en los proce-


sos de formación especializada, de investigación y de creación cultural de las
artes y las humanidades. Confiamos en que el texto pueda leerse a pesar de las
opciones problemáticas que hayamos hecho y que no comprometen a nadie
más que a los autores. Hemos leído las fuentes según nuestro criterio y hemos
atendido las sugerencias generosas de quienes han aceptado aconsejarnos, tra-
tando de mantener la coherencia sin traicionar nuestros propios puntos de vista.
Por lo demás, sabemos que la salud académica y el reconocimiento de las hu-
manidades y de las artes en la educación superior no dependen en últimas de
esfuerzos tan precarios como el nuestro.

18
Cultura, Artes y Humanidades

INTRODUCCIÓN

“Escuchad atentamente, Padres, el sentido de la condición humana, prestan-


do vuestra humanidad a mi empeño. Dios, padre y sumo arquitecto, había
construido ya esta casa del mundo que vemos, templo augustísimo de la divi-
nidad, según las leyes de su secreta sabiduría. Y había adornado las regiones
sidéreas de inteligencias; poblando las esferas etéreas con almas inmortales,
llenando las partes fétidas y pútridas del mundo inferior con toda clase de
animales. Pero, acabada su obra, el gran Artífice andaba buscando alguien que
pudiera apreciar el sentido de tan gran maravilla, que amara su belleza y se
extasiara ante tanta grandeza. Por eso, una vez acabada la obra, como atesti-
guan Moisés y Timeo, pensó en crear al hombre.

No había ya arquetipo sobre el que forjar una nueva raza, ni más tesoros
que legar como herencia a la nueva criatura. Tampoco un sillón donde
pudiera sentarse el contemplador del universo. Todo estaba lleno, todo
ordenado en órdenes sumos, medios e ínfimos. Pero no podía faltar en
este parto postrero, por agotada, la potencia creadora del padre. Ni podía
titubear su sabiduría en cosa tan necesaria como carente de consejo. El
amor generoso de aquel que un día ensalzaría la generosidad divina en los
hombres no consentía condenarla en sí mismo.

El mejor Artesano decretó por fin que fuera común todo lo que se había
dado a cada cual en propiedad, pues no podía dársele nada propio. En
consecuencia dio al hombre una forma indeterminada, lo situó en el cen-
tro del mundo y le habló así: “Oh Adán: no te he dado ningún puesto fijo,
ni una imagen peculiar, ni un empleo determinado. Tendrás y poseerás por
tu decisión y elección propia aquel puesto, aquella imagen y aquellas
tareas que tú quieras. A los demás los he prescrito una naturaleza regida
por ciertas leyes. Tú marcarás tu naturaleza según la libertad que te entre-
gué, pues no estás sometido a cauce angosto alguno. Te puse en medio del
mundo para que miraras placenteramente a tu alrededor, contemplando lo
que hay en él. No te hice celeste ni terrestre, ni mortal ni inmortal. Tú
mismo te has de forjar la forma que prefieras para ti, pues eres el árbitro de
tu honor, su modelador y diseñador. Con tu decisión puedes rebajarte has-
ta igualarte con los brutos, y puedes levantarte hasta las cosas divinas”.”1

Pico della Mirándola. Sobre la dignidad del hombre.


1
- Humanismo y Renacimiento. Selección de Pedro R. Santidrián. Alianza editorial. Pág 122-123.

19
ICFES

Eso de que el ser humano se forma a sí mismo ha llegado a ser una sentencia
muy problemática. Para empezar, ¿qué es el ser humano? ¿No se sabe, acaso,
que los seres humanos están separados en clases, que se distinguen entre sí a
veces de manera radical e inconciliable por razones religiosas o políticas, de
modo que las ideas que inventaron para unirse las usan para oponerse y distan-
ciarse? Por lo demás ¿qué sería “levantarse hasta las cosas divinas”? Si acepta-
mos una naturaleza espiritual o simbólica de la especie humana, ¿acaso, en el
siglo XXI, es un proyecto válido para cada ser humano (dada la dificultad de
hablar de la humanidad en general) hacerse siempre más espiritual? ¿En que
consistiría en un mundo secularizado, “desencantado”, desarrollar las posibili-
dades del reino del espíritu? ¿Se trata acaso de acceder a las creaciones más
admiradas en el pasado de siglos en que se han construido los caminos del
lenguaje humano (el arte, la ciencia, la filosofía)? ¿Consistiría esa espiritualidad
elevada en el goce pleno de una sensibilidad estética enriquecida en el contacto
con múltiples manifestaciones de la belleza y en la satisfacción de una existencia
coherente con ideales éticos universales? ¿Quizás se trata de ejercer libremente
la facultad de crear universos simbólicos? Estas preguntas aluden a las cosas
cuyo reconocimiento compartimos tal vez con los filósofos del Renacimiento y
con los pensadores de la antigua Grecia. Pero, en cualquier caso, no es tan fácil
afirmar que el conjunto de los seres humanos está cerca hoy, más de cinco siglos
después de Pico della Mirándola, de poder ejercer libremente su capacidad de
levantarse a las cosas divinas.

El mundo se ha hecho cada vez más inmediato, se ha vuelto aparentemente


cada vez más plano y menos misterioso. Aparece más plano en la medida en
que se ocultan las jerarquías que eran claras para Pico: señores y siervos en el
campo, maestros y trabajadores en el taller, cultos e iletrados en el diálogo; pero
quizás no es el caso de celebrar demasiado pronto esa condición de la disolu-
ción aparente de las jerarquías: que hoy no sean tan evidentes como antaño no
quiere decir que no existan. Sabemos que ni en el siglo XV ni en los albores del
siglo XXI es verdad que cualquier ser humano se pueda forjar la forma que
prefiera, pues ser el propio “modelador y diseñador” no depende sólo de la
voluntad de cada uno; la libertad depende de condiciones sociales, culturales y
económicas que no se escogen. Por otra parte, algunas diferencias de las que
Pico tenía clara conciencia aludían a experiencias valiosas o sublimes. Con
razón el platonismo del Renacimiento veía en el arte un espejo de la perfección
que inflamaba al alma con un furor divino y encontraba en la música y en la
poesía un eco del canto perfecto de las sirenas que viajan en las esferas celestes.

20
Cultura, Artes y Humanidades

Con razón sospechaba Montaigne, un poco más tarde, de los virtuosos por el
placer que les proporcionaba su virtud. Las jerarquías de orden más espiritual
hablan de experiencias inefables que proporcionan el arte y el conocimiento y
que no están desdichadamente a disposición de todos en el mundo difícil que
vivimos, pero que no queríamos ver desparecer en el mismo movimiento que
convierte al arte en subsidiario del diseño o de la publicidad y que amenaza de
muerte a las utopías de la libertad y la trascendencia del género humano. Esto es
ya un problema, porque puede alegarse otra vez que las jerarquías espirituales
aludidas son propias de un sector social específico que está en posibilidad de
dedicarse a la apropiación de esos bienes simbólicos y que la oportunidad de
vivir esas experiencias no necesariamente es prioritaria para todo el género hu-
mano.

En este contexto problemático, el territorio de las ideas y el mundo de las crea-


ciones simbólicas (imágenes, sonidos, palabras) se ha convertido en un espacio
de oposiciones fascinantes. Algunos celebran con entusiasmo la pérdida de las
jerarquías que había establecido la hegemonía de una cultura y aplauden la
visibilidad de las diferencias que hace posible el abandono de las pretensiones
de universalidad de un sistema de valores. Otros se preocupan porque temen
que la visibilidad de unas diferencias oculte otras diferencias menos deseables.
Estos últimos piensan que el mundo se ha hecho más plano gracias a la conver-
sión todas las cosas, incluidas las dignidades y los reconocimientos sociales, en
productos del mercado; piensan que, aunque las diferencias y las jerarquías
parecen diluirse en la oferta de acceso libre a una información disponible para
todos gracias a las herramientas técnicas que permiten convertir en mensajes
las ondas electromagnéticas que pueblan el espacio, esas diferencias subsisten
en la apropiación de los lenguajes y en el acceso a los instrumentos que hacen
posible adquirir esa información y utilizarla; no creen que sea lo más deseable
que el mundo se haya hecho más plano gracias a la transformación de la políti-
ca en espectáculo o debido a la utilización de un lenguaje público aparentemen-
te más sencillo y más claro, cuya capacidad de ocultamiento se ha sofisticado
enormemente y cuya eficiencia en la creación de necesidades ha aumentado
vertiginosamente.

Algunos celebran que en este mundo plano ya casi nadie envidia a los pocos
que acceden a los lenguajes de la argumentación elaborada de la teoría, a los
que experimentan la presencia del milagro al oír el sonido un instrumento toca-
do por un virtuoso o la voz de una garganta privilegiada por el talento y el estu-

21
ICFES

dio, a los que sienten resonar en la piel y los huesos los ecos de una metáfora;
celebran que ya no es el caso de creer que esas personas son especialmente
afortunadas porque ahora hay imágenes y sonidos para todos. Otros piensan
que esto estaría bien, sin duda, si las mercancías del arte no fueran, como las
demás, de calidades tan dispares, si las voces populares tuvieran para todos la
tercera dimensión de la cultura y de la historia que las hace únicas y al mismo
tiempo masivamente compartidas, si la divulgación de la ciencia y de la técnica
fuera un puente a su significado vital y no un mecanismo para la generalización
de un culto irracional.

Unos hacen la fiesta de la llanura, de la visibilidad que iguala todas las cosas en
la evidencia inmediata; otros defienden la dificultad del ascenso porque quieren
y conocen la enorme profundidad de la mirada que se proyecta al infinito desde
la altura. Unos se sienten libres en un mundo sin ataduras donde la fascinación
no se instala en lo grandioso sino que se difunde de tal modo que se asiste al
espectáculo de la competencia generalizada de las imágenes y de las cosas por
captar un instante el interés antes de disolverse en el ruido uniforme de las
invocaciones desoídas; otros se empeñan en distinguir entre la abundancia de
los ofrecimientos aquellos que exigen una contemplación silenciosa, una dedi-
cación respetuosa, una admiración más allá de las palabras. Unos celebran la
igualdad triunfante que rompe las jerarquías protegidas por una selección aris-
tocrática de lo valioso en la cultura; otros insisten en que lo valioso debe ser
reconocido y diferenciado, aunque aceptan que se requiere una nueva
jerarquización que destaque lo excepcional como fruto de un talento o un acu-
mulado temporal que no es privativo de un pueblo o de un sector social o de una
formación escolar determinada. Unos se sienten dichosos en lo que se les ofrece
como un espacio sin direcciones ni fronteras; otros piensan que el espacio infi-
nito de lo plano está negando la experiencia de una tercera dimensión del espí-
ritu. Unos se alegran de la muerte de los demonios de la inconformidad, que
somete el espíritu a dolorosas tensiones, y del abandono de la pretensión de
infinitud, que no corresponde al tiempo y al espacio reservado a los hombres;
otros se niegan a renunciar a esas tensiones que según ellos convierten la vida
en algo mucho más digno y deseable a pesar del dolor y del esfuerzo constante.
Unos han decidido crear obras que luchan por ser vistas un instante y que no
pretenden cambiar una mirada o dejar huellas en una sensibilidad; otros se
empeñan en conmover, en penetrar profundamente con sus creaciones hasta
resonar en los estratos más ocultos y tal vez más antiguos de la conciencia de
aquellos que pueden ser tocados por su lenguaje. Cada grupo tiene sus pregone-

22
Cultura, Artes y Humanidades

ros. Cada grupo tiene sus seguidores y sus detractores. No es difícil para el lector
imaginar desde ahora el lugar de este texto en el universo de las oposiciones
planteadas.

La jerarquía entre los dioses y las bestias de las que hablaba Pico parece hoy, en
todo caso, bastante cuestionable. Pero ¿qué quiere decir Pico con eso de que el
hombre mismo “forja su forma”, que es “modelador y diseñador” de sí mismo?
Las palabras hablan el lenguaje del artista, del artesano, del creador de una
“naturaleza” que no está dada previamente. ¿Es justo hablar de la humanidad
en esos términos? Si aceptamos el lenguaje del universal que está implícito en la
figura del Adán de Pico, ese creador, que recibe un patrimonio de ideas y de
sueños para la insólita tarea de formarse a sí mismo, se levanta en un mundo de
lenguaje para el cual no hay un mapa instalado en el instinto y, dado que es muy
frágil en el comienzo de la vida, debe aprender a ver sus destinos posibles y
recibir de otros las armas acumuladas para descubrirse y conducirse. Con la
herencia de la especie que el lenguaje hace posible recoger y transmitir, esa
criatura a quien se asigna la tarea llena de riesgos de crearse a sí mismo sin
cesar, ha llegado a controlar el planeta y a definir su destino.

Sin embargo, hablar de esa criatura parece una generalización indebida porque
el destino de la especie está en manos de unos pocos. Si se piensa en la especie,
las palabras de Pico resuenan como un modo justo de comprender la historia y
no son una metáfora sino un modo preciso de nombrar la aventura del ser hu-
mano; pero el problema es que tal vez no es legítimo hacer discursos sobre el
poder de la especie, aunque sea posible hacerlos sobre el peligro que corre. La
especie, cuya unidad no se cuestiona en el terreno de la biología, está fragmen-
tada en los terrenos de la economía, la cultura y la economía en los que se
instala este animal simbólico. El que esto sea así lleva a algunos a afirmar que la
libertad es un sueño. Otros recuerdan que la verdad es el sueño compartido y no
hay duda de que la libertad es un sentimiento común y específico de los seres
humanos.

La libertad como posibilidad de elegir y de autodeterminarse no está equitativa-


mente repartida en el mundo; pero muy probablemente todos los seres humanos
se ven avocados a hacer decisiones morales; todos viven la experiencia de juz-
gar que hubieran podido actuar de otro modo en determinadas ocasiones. El
goce de la belleza es experimentado en mil formas diferentes, pero es razonable
pensar que todos los seres humanos conocen alguna forma de placer estético.

23
ICFES

Aceptando las diferencias y la necesidad de pensar críticamente en ellas, parece


que es posible todavía hablar en términos genéricos del Adán de Pico. Las dife-
rencias exigen discutir críticamente el significado de las artes y de las humani-
dades; pero aún es posible decir muchas cosas sobre ellas a propósito del géne-
ro humano. Cuando se toma conciencia de que el arte habla (en los mil lengua-
jes en que puede hacerlo) y de que el ser humano aprende a escuchar su lengua-
je de formas o de signos, de movimientos o de sonidos e incluso de olores,
sabores y contactos, cuando se advierte que el ser humano se reconoce a sí
mismo en lo que crea y que en modo particular algunas obras suyas le devuelven
una imagen que lo sobrecoge o lo fascina y en todo caso toca su corazón, cuan-
do se advierte que su libertad (con todas las modalidades y grados que deban
reconocérsele) depende de su capacidad de descifrar sus destinos posibles (en el
marco de las múltiples formas y grados de restricción que enfrenta) y de imagi-
nar esos destinos a partir del universos de símbolos que crea en el contacto con
los otros seres humanos a través de la lengua y en la historia, se comienza a
advertir que hacerse humano es una tarea que implica un complejo proceso de
formación y que esa formación (cuyas múltiples posibilidades deben ser recono-
cidas) es una tarea delicada y esencial.

En la tarea de hacerse humano, cada uno acude a las herramientas que tiene a
disposición para entender y comprender su lugar en el tiempo y el espacio de la
vida social y para imaginar un futuro; algunas ideas e imágenes le permiten intuir
cómo puede instalarse y moverse en el mundo habitado que le rodea, otras le
ayudan a encontrarse a sí mismo. En los espejos creados para verse y reconocerse
a lo largo del camino de siglos del cual proviene como buscador de sentido y como
criatura viviente, el ser humano (los seres humanos diferentes entre sí y aún en-
frentados unos a otros) ha visto su pasado, su presente y su futuro. En la voz que
instaura y renueva la memoria y en los símbolos simples y asombrosos de la escri-
tura, el ser humano (al menos una parte muy importante de los pobladores del
mundo) ha podido escuchar claramente su voz antigua y por ello ha empleado
parte de su energía creadora en descifrar los mensajes que se fue dejando a sí
mismo desde que comenzó la tarea prodigiosa de ocuparse de su naturaleza y de
su destino. El que las herencias y las lenguas sean distintas, el que por ello los
mundos sean diferentes y haya al menos tantos mundos como culturas, no debilita
la verdad general de lo dicho y señala nuevamente la necesidad de que existan
procesos de formación en todas las culturas que reconcilien a cada ser humano
con su pasado y le aseguren el goce de lo construido colectivamente. Por ello se
nos excusará el uso frecuente de los términos genéricos.

24
Cultura, Artes y Humanidades

El ser humano ha visto el mundo desde la altura de las ciencias y, gracias a ellas,
ha podido comprender la naturaleza, mirarse a sí mismo desde fuera y recono-
cer en la distancia el movimiento de las colectividades a las que pertenece; ha
afirmado su dominio sobre las cosas gracias a la técnica y ha construido mapas
e instrumentos de navegación muy precisos para los muchos caminos que ha
ido abriendo. Y gracias a las artes y a las humanidades no cesa de descubrirse
y de asombrarse (y a veces de preocuparse) con la obra de arte que es él mismo.

En su “Discurso sobre la estética” de 19372, Paul Valéry mostraba el horizonte


inabarcable de los espacios en que el arte hace presencia; el poeta imaginaba el
“infinito innumerable de las técnicas. De la talla de las piedras a la gimnástica
de las bailarinas, de los secretos de la vidriera al misterio de los barnices de los
violines, de los cánones de la fuga a la fundición de la cera perdida, de la dicción
de los versos a la pintura al encauste, al corte de los trajes, a la marquetería, al
trazado de los jardines...” (p. 46). En su consideración Valéry dejaba de lado la
multiplicidad de las relaciones entre el Arte y el Bien, y se detenía en las respues-
tas que la filosofía busca dar a las complejas cuestiones planteadas por el fenó-
meno del arte. Entre estas cuestiones está una cierta clase de placer. “Un placer
que se ahonda a veces hasta comunicar una ilusión de comprensión íntima del
objeto que la causa; un placer que excita la inteligencia, la desafía, y le hace
amar su derrota; aún más, un placer que puede exacerbar la extraña necesidad
de producir, o de reproducir la cosa, el acontecimiento o el objeto o el estado, al
que parece vinculado, y que se convierte con ello en una fuente de actividad sin
término cierto, capaz de imponer una disciplina, un celo, tormentos a toda una
vida, y de llenarla, si no desbordarla...” (p. 49). El placer estético parece evadir
el ejercicio de sistematización de una ciencia, dado que no hay una ciencia de
lo particular y el placer estético “no existe más que en el instante; nada más
individual, más incierto, más incomunicable. Los juicios que hacemos no per-
miten ningún razonamiento, pues lejos de analizar su sujeto, por el contrario, y
en verdad, añaden un atributo de indeterminación: decir de un objeto que es
bello es darle valor de enigma” (p. 52). A pesar de lo cual sigue siendo posible,
para Valéry, imaginar una ciencia de lo bello que contendría una Estésica, un
estudio de las sensaciones, y una Poiética, en la que cabría incluir dos tipos de
problemas; en una parte “el estudio de la invención y de la composición, el
papel del azar, el de la reflexión, el de la imitación; el de la cultura y del medio; en

2
Discurso inaugural del Segundo Congreso Internacional de Estética y Ciencia del Arte, París,
1937 (Valéry, 1998)

25
ICFES

otra parte, el examen y el análisis de las técnicas, procedimientos, instrumentos,


materiales, medios y agentes de acción” (p. 65); lo que, sin embargo, no resuelve
el problema de “una forma de placer que no se explica; que no se circunscribe;
que no se acantona ni en el órgano del sentido en el que nace, ni siquiera en el
dominio de la sensibilidad; que difiere de naturaleza, de intensidad, de impor-
tancia y de consecuencia, según las personas, las circunstancias, las épocas, la
cultura, la edad y el medio; que excita a acciones sin causa universalmente
válida, y ordenadas para fines inciertos, a individuos distribuidos como al azar
en el conjunto de un pueblo; y esas acciones engendran productos de orden
diverso cuyo valor de uso y valor de cambio dependen muy poco de lo que son”
(pp. 65-66). En el arco del tiempo que nos separa de Valéry, el arte ha roto todos
los esquemas y todas las fronteras y el problema de comprenderlo se ha hecho
todavía más complejo. Toda reflexión sobre el arte tendrá pues que partir del
reconocimiento de la imposibilidad de rodearlo con el discurso y de la precarie-
dad de las afirmaciones a las que se llegue.

La discusión sobre el sentido de las Humanidades hoy no es menos compleja.


Asistimos a lo que Vattimo (1987) ha llamado la crisis del humanismo. El huma-
nismo estaba centrado en la idea de un sujeto racional que apropia sus objetos
a través del concepto y que les da una forma a través de la técnica. El mundo
aparece frente a ese sujeto como su campo de dominio, su “cuerpo inorgánico”,
y como el objeto de su ciencia. La técnica debería ser el espacio abierto de la
afirmación de lo humano. Pero el debate de las ciencias parece oponer la racio-
nalidad de la técnica a los modos de comprensión propios de las humanidades.
La lógica de la técnica parece debilitar el reconocimiento del sentido de la re-
flexión sobre el destino y sobre la naturaleza de lo humano. El progreso de la
técnica no corre paralelo a un progreso moral de los individuos de la especie y,
ya hemos dicho, la noción misma de especie humana se vuelve problemática
tan pronto como se reconoce que no es suficiente distinguirla con los conceptos
de la ciencia natural y se considera la multiplicidad y contradictoriedad de las
formas de existencia y de las acciones humanas. Esta pluralidad arroja un man-
to de incertidumbre sobre la legitimidad de elegir alguna de las propuestas vita-
les posibles como proyecto general de la humanidad y, por lo tanto, sobre los
propósitos y los contenidos de la formación humanística.

Pensar en el hombre y el arte es, pues, abrirse a la consideración del misterio.


Esto no quiere decir que no sea posible examinar algunos de los problemas
relacionados con la formación en las artes y las humanidades, buscando sim-

26
Cultura, Artes y Humanidades

plemente participar en el debate sobre el sentido de esa formación. Quizás el


más fascinante de esos problemas es precisamente el del modo como esa forma-
ción debe hacer frente a los grandes retos que le plantea el mundo contemporá-
neo. Tratar de pensar ese problema desde el reconocimiento de su carácter abierto,
significa para nosotros admitir que más que plantear soluciones es necesario
reconocer y proponer interrogantes que ayuden a pensar la tensión entre forma-
ción intelectual y desarrollo de la sensibilidad y entre tradición e innovación. En
este sentido, concebimos este texto sólo como parte de un esfuerzo más prolon-
gado y colectivo que desarrolle algunas de las ideas aquí expuestas y otras que
circulan en el debate actual sobre la formación en artes y humanidades.

27
I
CULTURA
ICFES

30
Cultura, Artes y Humanidades

LA CULTURA DE LA IMAGEN

La cultura, como el entramado de significaciones que da sentido a las acciones


humanas (Geertz, 1992), determina las relaciones entre los miembros de la so-
ciedad y entre ellos y los objetos del mundo circundante. El auge de lo que po-
dría llamarse la “cultura audiovisual”, favorecido por el desarrollo tecnológico
que transforma la vida cotidiana y las formas del trabajo, y la expansión acele-
rada del mercado han transformado radicalmente nuestras formas de vida y de
pensamiento. Se ha llamado “posmodernidad” al abandono de las grandes teo-
rías sobre la naturaleza y la sociedad y de grandes ideas que orientaron la ac-
ción social colectiva y dieron forma a las utopías. La reivindicación de la diver-
sidad cultural no ha transformado las condiciones difíciles de vida de las socie-
dades no “occidentales” pero ha acompañado la crisis de los grandes valores
que sirvieron de orientación al pensamiento de la modernidad y que ahora apa-
recen como expresiones de una determinada cultura que se erosiona por conse-
cuencia de su propio desarrollo. Las actitudes frente a las nuevas formas de
pensamiento y de expresión varían desde el entusiasmo frente al derrumbamien-
to de las ideologías con pretensiones totalitarias hasta la preocupación creciente
por el debilitamiento radical del pensamiento crítico y la pérdida problemática
del sentido de la realidad y de la conciencia histórica a que está llevando la
dinámica de la sociedad de consumo.

La cultura contemporánea parece instalarse en un reconocimiento del tiempo


como puro presente y de los fenómenos como pura presencia. Nada hay, apa-
rentemente, detrás de la imagen. En el reino de la disponibilidad, las cosas no
tienen secretos; son objetos de consumo sin nada que deba ser construido o
develado. Los objetos de la ciencia se presentan como accesibles a quienes
dominen el lenguaje y los procedimientos adecuados y, aunque sólo unas pocas
personas comprendan cabalmente sus formulaciones, no poseen un carácter
sagrado. Sólo algunos objetos creados por el arte exigen un esfuerzo de interpre-
tación en el cual el espectador no puede ser sustituido. Al menos esa era la
característica del arte de las “vanguardias” y, en general, del arte abstracto del
siglo XX. Recientemente, sin embargo, tal vez desde el Pop Art, en la segunda
mitad del siglo XX, se han producido obras que buscan intencionalmente no ser
vistas como algo que deba ser interpretado y que exija un trabajo de construc-
ción de sentido, a pesar de los esfuerzos de los críticos que captan en esas crea-
ciones ironía y belleza formal. Artistas como Ad Reinhardt han sido explícitos en
que no hay nada en su obra más allá de lo que es directamente visible. “En su

31
ICFES

regla n° 12, Reinhardt lo resumía todo: ‘Ningún objeto, ningún sujeto, ninguna
materia, ningún símbolo, ninguna imagen, ningún placer, ninguna pena’” (Cal-
vo, 2001, p. 298). Las obras de esos artistas están vacías de intenciones y de
significados ocultos; lo que son está en la superficie. En la cultura contemporá-
nea, en la cual la imagen ha invadido todos los espacios de la vida cotidiana,
señala Baudrillard (1998), todo es visible. Lo que existe sólo existe en el horizon-
te de una mirada.

Pese a que en la vida cotidiana la existencia de las cosas no se pone en tela de


juicio, en el modo de darse hoy el mundo, lo real aparece en una multitud de
perspectivas que compiten o se complementan. El mundo es un presupuesto de
la acción y de la comunicación, pero pierde consistencia en el proceso de mul-
tiplicación de las imágenes que pone permanentemente en evidencia la facili-
dad con que se engañan los sentidos. Las cosas son un punto de encuentro de
múltiples miradas, cada una de ellas condicionada por sus principios y sus mé-
todos. Lo verdadero, lo justo, lo bello son conceptos relativos. El Hombre, la
Humanidad parecen una ficción del intelecto fascinado con la idea del género.
Sólo hay personas y grupos que se reconocen en un entorno cercano de relacio-
nes y en un período del tiempo que apenas alcanza la historia de una vida. La
Historia de la Humanidad es una construcción ideal que puede dividirse en
distintas secuencias y en interpretaciones antagónicas. La pluralidad de las his-
torias multiplica las posibilidades de hacer sensible el pasado y de comprender
el presente; pero la ampliación radical de la mirada de quienes acceden a estos
universos simbólicos corre paralela con una pérdida de conciencia histórica de
las grandes colectividades que viven en un mundo de imágenes que renuncia al
espesor del tiempo. La ética corre el riesgo de ser suplantada por la estética,
pero no al modo radical que soñaron Nietzsche, Schiller, o Bergson, sino como
un ablandamiento de exigencias que renuncia a la pretensión de universalismo
de Kant y asume una perspectiva menos exigente y más placentera según la cual
lo bueno es simplemente lo “bien visto” (Valcárcel, 1998).

Si es cierto que la sociedad contemporánea corresponde al triunfo de la estética


sobre la ética, podría entonces esperarse que el arte alcanzara ahora su máxima
expresión. Pero no parece que sea eso lo que ocurre. El arte del siglo XX comen-
zó convirtiendo los objetos en obras de arte (como en los “ready-mades” de
Marcel Duchamp), buscó conectar el arte a la vida y cumplir una función peda-
gógica crítica (como en las acciones y propuestas políticas de Joseph Beuys) y
terminó en algunos casos produciendo objetos con valor estético para el merca-

32
Cultura, Artes y Humanidades

do, invirtiendo, en cierto sentido, la idea de convertir en obras de arte algunos


objetos de la vida cotidiana. Comenzó tomando como objeto al arte mismo,
realizando una exploración de su sentido, de sus elementos constitutivos, de su
forma y su materia (como en las “vanguardias” artísticas) y terminó rechazando
esas exigencias puristas y mezclando los estilos y las propuestas. La
posmodernidad en el arte no es un movimiento único sino una pluralidad, inclu-
so desde el punto de vista ideológico. Algunos críticos, como Charles Jencks,
caracterizan el arte postmoderno por una especie de pluralismo que aparecería
después de la retórica crítica de las vanguardias. “Si la modernidad hacía énfa-
sis en la integridad estilística del artista, al igual que enfatizaba la integridad
autogeneradora de un edificio, la posmodernidad rompe con esta norma al tra-
tar numerosos estilos y métodos. Esto puede conducir a cierta artificialidad,
aunque ahora ya no forma parte de la búsqueda de un ensimismamiento ideal y
completo en la obra de arte. Por el contrario, conduce a la adaptación persisten-
te e irónica de otros modos, históricos y contemporáneos” (Connor, 1996, p.68).
Otros artistas y críticos (como Rosalind Krauss) plantean, en cambio, la exigen-
cia de un vínculo más estrecho entre el arte y el contexto y un compromiso
mayor con la creación de nuevas formas (ver Connor, pp.70-74).

Para algunos críticos, asistimos hoy al debilitamiento de las pretensiones de


pureza y autonomía crítica que tuvo el arte desde la aparición de las vanguar-
dias hasta el arte conceptual: el arte de las vanguardias exploraba la línea, el
color, el signo, el carácter de lo plano y buscaba librarse de la teatralidad, de la
ficción de la tercera dimensión, de la exigencia de representar objetos reales; el
nuevo arte corresponde a las pautas de pluralidad y evidencia de la sociedad
posmoderna; por una parte, recupera distintos estilos, vuelve al realismo e inclu-
so al hiperrealismo, y, por otra parte, plantea una pluralidad de posiciones en las
que es significativa la renuncia al papel crítico del arte que habían radicalizado
las vanguardias. Baudrillard (1998) señala que “...vivimos en un mundo de si-
mulación, en un mundo en el que la más alta función del signo es hacer que
desaparezca la realidad y a la vez esconder esta desaparición (...) Detrás de la
orgía de imágenes, algo se esconde. El mundo, al escamotearse detrás de la
profusión de las imágenes, es otra forma de la ilusión, quizá una forma irónica
que despunta. Pero la ilusión que provenía del poder de arrancarse de lo real -la
ilusión del arte- que era la de inventar otra escena, la de oponerse a lo real, la
ilusión que inventa otro juego y otras reglas para el juego, ya no es posible por-
que las imágenes han pasado a formar parte de las cosas; las imágenes ya no
son el espejo de la realidad sino que más bien están en su centro y la han trans-

33
ICFES

formado” (pp. 21-22). Baudrillard recuerda cómo en una ópera china el espec-
tador debía realizar la tarea de construcción que exige el arte: los movimientos
de los personajes que se desplazan en una barca inexistente, en un río invisible,
eran el material con el cual el espectador construía el balanceo de la barca y el
ruido y el movimiento del agua. En el realismo contemporáneo una barca real se
movería sobre toneladas de agua o los efectos tecnológicos nos harían ver el
agua y la barca y nos evitarían el esfuerzo de construirlos.

Baudrillard (1996, 1998, 2000), Lipovetsky (1986), Virilio (1997) y otros estu-
diosos de la cultura contemporánea parecen asaltados por una gran preocupa-
ción en relación con una pérdida de profundidad y de sentido de la existencia
que puede debilitar el potencial de transformación de la sociedad hacia una
vida más solidaria y más plena. El “pensamiento débil” (Vattimo) puede ser un
salto adelante hacia la flexibilidad y apertura que requiere la comprensión del
mundo presente, pero puede ser un retroceso, una adaptación a la hegemonía
de un modelo de organización social, el del mercado generalizado, que está lejos
de resolver los desequilibrios sociales y de satisfacer las necesidades materiales
y simbólicas que podrían efectivamente satisfacerse en la época de la informa-
ción y de la explosión de la productividad del trabajo. Para Baudrillard, el desa-
rrollo de un individualismo cada vez más radical y la pérdida de la confianza en
la capacidad de las sociedades humanas de construir un mundo y un futuro en
función de ideales compartidos, nos instalan, en la cultura contemporánea, en
plena “aldea global” y en el punto más alto del desarrollo científico, en la super-
ficie de las cosas y en un círculo estrecho de relaciones. Los sueños contempo-
ráneos son en parte producto de la educación y en parte producto de la industria
de la imagen o del mercado que propone metas próximas; son casi siempre
sueños realizables para quienes no tienen historia y sueñan sólo con lo efectiva-
mente alcanzable.

Para muchos, estamos asistiendo, en el momento de auge de la estética, a una


fusión entre el arte y la vida que no es la vida convertida en obra de arte; es la
conversión de la ética en estética y la agonía del arte. La continuidad entre las
imágenes del mercado y las imágenes orientadas a cumplir una función estética
disuelve las diferencias entre arte y publicidad. Si aceptamos esta mirada, se
hará posible pensar que hoy el arte (al menos desde la perspectiva del gran
público) pierde su diferencia específica del mismo modo en que, gracias a la
informática, el conocimiento (también para el gran público) pierde su especifici-
dad porque existe un saber disponible para todos a través de las redes electróni-

34
Cultura, Artes y Humanidades

cas. El conocimiento superficial de la red satisface el deseo de saber y deja el


conocimiento sistemático y profundo exclusivamente a los trabajadores de la
academia, instalados en la lectura y la discusión, de modo que todo el mundo se
siente bien informado y todos creen que conocen, cuando sólo algunos, a través
de la crítica y de la disciplina, adquieren una comprensión teórica en los distin-
tos campos. Esta situación difiere en un punto importante de la situación prece-
dente de malestar por la inequitativa distribución de la riqueza cultural: se está
logrando una satisfacción generalizada sin demasiada inversión en educación.
Para algunos este puede ser el cumplimiento posible del sueño de la democracia;
para otros se está renunciando a la posibilidad de difundir el verdadero placer
que hacen posibles las grandes creaciones simbólicas; del mismo modo como la
información generalizada oculta la ignorancia generalizada, la abundancia de
las imágenes debilita el discernimiento que permitiría reconocer, en el mundo de
las imágenes, la especificidad de las obras de arte.

En todo caso, la fórmula del arte como develación de la verdad (Heidegger),


como forma de hacer visible lo invisible o de hacer visible la invisibilidad de lo
visible, parece disolverse en la exigencia de las obras contemporáneas que se
esfuerzan en hacerse visibles ellas mismas en el caudal creciente de las imáge-
nes. Para hacerse ver en el universo donde compiten las imágenes, el arte renun-
cia algunas veces a su especificidad y acude con frecuencia a la excentricidad,
al escándalo, a la repetición, deja de ser propuesta y se transforma en respuesta
a un mercado posible.

Las formas de la trascendencia (la utopía política, la supervivencia de la especie,


la metafísica) tienden, por su parte, a disolverse en la inmediatez y el relativismo
que caracterizan la cultura contemporánea. La disolución de las fronteras entre
arte y publicidad, entre la cosa y su representación, entre lo dado y lo posible,
entre lo bueno y lo “bien visto”, la opción por la superficie y por lo inmediato
pueden estar llevando a la cultura a optar, sin reticencias, por lo dado y por lo
banal. Insistimos en que esta mirada pesimista no es la única posible. Recorde-
mos que, contra quienes afirman los valores de la modernidad o se esfuerzan en
lamentar la pérdida del potencial crítico de la cultura que distinguía y destacaba la
gran obra de arte y la ética universalista, hemos dejado aquí oir las voces que
señalaban que la cultura que había afirmado esas diferencias estaba instalada
ella misma sobre otras diferencias mucho menos nobles: las diferencias entre élite
y gente del común, entre cultos e incultos, entre instruidos e ignorantes, entre fuer-
tes y débiles, entre ricos y pobres, y que es precisamente el debilitamiento de esas

35
ICFES

diferencias lo que ha debilitado, a su vez, las pretensiones diferenciadoras de la


cultura moderna. Pero el modo como se ha llevado a cabo esa “democratización”
de la cultura resulta para algunos muy problemático; para quienes no se sienten
satisfechos con la estética y la ética de la cultura hegemónica contemporánea no
se trata de una apropiación generalizada de la riqueza acumulada en el desarrollo
de la historia humana, sino de la generalización de un modo de ver que no va más
allá de la superficie y del presente (el futuro cuenta como futuro que se asegura o
que puede asegurarse en el presente).

Es posible que esos críticos se equivoquen en sus análisis sobre el debilitamiento


de la cultura actual y sobre la muerte posible del arte; pero habría que aceptar
que tienen razón en su preocupación por el consenso afirmativo de la cultura
contemporánea, porque no se ha eliminado la pobreza, ni se ha acabado la
ignorancia, ni se ha logrado extirpar la guerra; simplemente se las oculta, aún
mostrándolas, de manera sistemática y eficaz. Si esta perspectiva crítica es co-
rrecta, lo que se ofrece a la humanidad, contemporáneamente, es la satisfacción
hedonista de necesidades inmediatas y una libertad individual que es posibili-
dad de actuar en contextos cuyas restricciones radicales permanecen, en buena
medida, invisibles. La libertad del consumidor contemporáneo sería una ficción
que se construye en un contexto de competencia y en unas formas de asocia-
ción que niegan la solidaridad como disposición a hacer renuncias por el bien
de los demás. Esta libertad tendría más de egoísmo que de posibilidad efectiva
de creación.

La ideología del individualismo permite a cada uno ignorar, sin dolor, sin ver-
güenza y sin indignación, el dolor de los otros. El hambre y la enfermedad, la
incertidumbre y la cotidianidad de la violencia, son temas de discusión o mo-
mentos ocasionales de la reflexión, pero no maltratan sino ocasionalmente al
que se libra de esos flagelos ni inciden verdaderamente en su proyecto vital. El
hombre contemporáneo no sueña en un paraíso colectivo sino que aspira a
construirse un rincón, aislado físicamente pero conectado electrónicamente con
el resto del mundo, donde pueda satisfacer sus necesidades básicas y sus nece-
sidades aprendidas. La realidad de los otros se disuelve en la imagen. La noción
de realidad se hace precaria para quien asiste a través de la imagen a todos los
acontecimientos sin participar realmente en ellos, para quien recibe las versio-
nes más dispares de los hechos y escucha a quienes mienten públicamente sin
ningún pudor. El mundo imaginario de la película “The Matrix” comienza a
parecerse al mundo que llamamos real.

36
Cultura, Artes y Humanidades

La historia de la cultura parece mucho más problemática que la de las discipli-


nas académicas en donde se reconoce un progreso asociado al dominio técnico
de la naturaleza. Algunos han hablado de una “nueva edad media” de la confu-
sión y la fragmentación de la imagen del mundo que quizás anuncia una nueva
existencia impredecible, de la vaga conciencia de que se han roto las referencias
para la acción y de que, en la multiplicación de los lenguajes especializados y en
la banalización del lenguaje común, el mundo humano no se hace más propio,
sino más ajeno. Más que una humanidad que construye su futuro, lo que sigue
existiendo en el tiempo de la globalización es la multiplicidad de los seres huma-
nos reunidos en sociedades distintas en cuyo interior se jerarquizan y se sepa-
ran, se niegan y se enfrentan unos a otros. No se trata de cuestionar una diver-
sidad que es fuente de una enorme riqueza simbólica; se trata de reconocer que,
pese al aumento de la productividad del trabajo y al vertiginoso desarrollo de las
tecnologías de la información y la comunicación, persisten las oposiciones y
desequilibrios sociales, y que las prodigiosas creaciones científicas y artísticas
de la especie están vedadas para la mayor parte de sus miembros. Seguramente
no se trata del fin de la utopía ni del fin de la historia que predican algunos
filósofos. Todavía es posible, gracias a la educación, cambiar el rumbo que pue-
de conducir a la negación de lo humano. Pero hoy los sueños de un orden social
soportado en el equilibrio y la justicia parecen fantasmas que se diluyen ante el
espectáculo de la ampliación permanente de las diferencias sociales y ante el
enorme poder de los símbolos del mercado y de los instrumentos de la guerra.
Los grandes medios masivos de comunicación son un espejo donde por vez
primera la humanidad puede contemplarse como un todo; pero la guerra y los
desequilibrios sociales han puesto monstruos en el espejo en donde la humani-
dad contempla su imagen. Cada uno reconoce en su semejante a un competidor
que puede arrebatarle lo que ha obtenido o impedirle alcanzar lo que busca.
Cada generación se descubre muy lejos de la que le precede y siente ajena la
herencia que recibe. El ser humano desconfía de sí mismo con razón y abando-
na el sueño de ser imagen de la divinidad. Se resigna a esos mismos límites que
transgrede gracias a sus creaciones y se descubre ajeno al mismo universo sim-
bólico que ha construido como su habitación, su mapa y su espejo.

LA IMAGEN FRAGMENTADA

Que existan perspectivas distintas de aproximación a los objetos del mundo no


es algo novedoso. Sin duda hemos estado siempre instalados en contextos que

37
ICFES

nos dan pautas para la acción y la representación. Lo que llamamos “realidad”


corresponde a la evidencia que tenemos de las cosas y esta evidencia depende
de modos particulares de darse la experiencia en ámbitos diferenciables. La
literatura, el juego, la imaginación, el sueño, definen ámbitos de realidad que
nos comprometen y nos producen emociones. Poco importa que el personaje de
una novela exista o no, sentimos solidaridad o repulsión hacia él; perderíamos
una parte importante del goce de la lectura si no asignáramos una forma de
realidad al mundo construido por el texto. Los ámbitos de realidad son múltiples
y su número se amplía en el transcurso de la historia (el cine posee una forma de
realidad inimaginable antes del invento del cinematógrafo). Lo importante es
que esos ámbitos son internamente coherentes y distinguibles.

Entre los ámbitos de la realidad existe uno, el de la vida cotidiana, en donde se nos
dan las cosas como existentes; en donde no formulamos ninguna duda sobre la
existencia de las personas y los objetos con los cuales entramos en relación. El tipo
de realidad de la vida cotidiana corresponde a una evidencia que no se pone en
tela de juicio. No dudo de que existo entre otros cuerpos, no dudo de que otros que
me rodean son conscientes como yo, ni de que existen cosas comunes para todos
los seres humanos que entramos en relación. No dudo de que me puedo entender
con mis semejantes en un mundo social y cultural dado ni de que el universo que
se me ofrece solo en parte depende de mí (Schutz, 2001). Los mundos de las
ciencias constituyen modelos de racionalidad y consistencia, pero son descripcio-
nes, mapas construidos para dar razón de distintas formas de experiencia. La
realidad de los mundos puede ser siempre cuestionada y se somete sin cesar a
prueba; pero el mundo de la vida cotidiana es el mundo al cual se retorna siempre
al despertar, al suspender la lectura, al terminar la jornada de la investigación
científica, al apagar el televisor o salir del cine. La realidad del mundo de la vida
cotidiana, esa realidad que no se discute y se asume de modo pragmático, consti-
tuye una referencia para la acción técnica y para la acción social. La filosofía
pone en tela de juicio esa realidad e interroga por su fundamento, pero eso no la
hace menos sólida y compartida; el arte la cuestiona al obligar a mirar las mismas
cosas en contextos significativos distintos, al cambiar el significado de acciones y
objetos, pero él mismo aparece como un mundo construido dentro del mundo
simplemente dado de la cotidianidad. El que uno de esos ámbitos (la ciencia, el
arte, la filosofía) llegue a un punto de desarrollo en que cuestiona su tradición y
deja de reconocerse en sus fundamentos no significa necesariamente que los otros
ámbitos de la realidad pierdan su consistencia. Sin embargo, puede ocurrir que
un nivel muy fundamental de lo real (la moral, la religión, la cotidianidad misma)

38
Cultura, Artes y Humanidades

sufra cambios demasiado drásticos o que simultáneamente varios de esos ámbi-


tos entren en crisis. Entonces se descubren las diferencias y conexiones entre unos
y otros y se hace visible la importancia esencial de algunos ejes articuladores que
soportan una imagen del mundo; estos ejes son, por ejemplo, las ideas de bien, de
justicia, de humanidad o de verdad.

Las formas de darse las cosas a la conciencia son diversas y dependen de los
vínculos que establecemos con ellas. Eso no es un problema; no nos lleva a
imaginar que el mundo está fragmentado. Pero si las pautas mas básicas para
orientarnos en la vida diaria dejan de aplicarse, si no se cumplen unas mínimas
expectativas en relación con los otros y las certezas sobre las cuales se ha actua-
do siempre dejan de operar, si se pretende buscar refugio en la ciencia o en la
religión para reconstruir las certezas y se descubre la duda o la fragilidad en esos
ámbitos, el universo en cierto sentido se desarticula y se fragmenta. Es lo que
pudo haber pasado en las ciudades europeas, entre el final de la edad media y
los comienzos de la modernidad. Es lo que mas seguramente ocurrió en la Euro-
pa de las guerras mundiales. Algo similar puede estar ocurriendo con la emer-
gencia súbita de la cultura de la imagen.

Podemos imaginar que así ha sido desde hace mucho tiempo, al menos desde el
nacimiento de las civilizaciones. Han existido épocas de desconcierto en que las
referencias mas sólidas se debilitan. La muerte de las civilizaciones, la crisis de la
conciencia religiosa o el fin de un orden social generan grandes incertidumbres en
que la realidad cotidiana parece desestructurarse sin renunciar a los principios
básicos de reconocimiento de la existencia de las cosas y los otros. El desconcierto
proviene de la disolución de un orden, de la pérdida de ejes articuladores de la
experiencia. Es como si existir solamente no bastara, como si lo real fuera habita-
ble porque en cierto sentido está ordenado; como si una parte importante de la
existencia de las cosas se soportara en las relaciones que se establecen entre ellas
y los seres humanos, en la claridad de esas relaciones.

Vivimos una época de crisis en todas sus manifestaciones, la imagen del mundo
deja de ser permanente y segura. Se disuelve en perspectivas distintas más o
menos coherentes, más o menos eficaces, más o menos satisfactorias, siempre
incompletas. Se tiene la impresión fascinante de que se abre el espacio para la
creación y para la pasión que generan las preguntas más esenciales y, al mismo
tiempo, se vive la experiencia intelectual desconcertante de que, utilizando una
expresión de Nietzsche, “Dios ha muerto”.

39
ICFES

La pérdida de la certeza metafísica era inevitable porque el ejercicio de la razón


no se detiene; la reflexión teórica ha puesto de presente que todo conocimiento
de los objetos del universo y de la cultura es el resultado de una aproximación
que selecciona lo que desea conocer y lo instala en un horizonte conceptual
constituido por una determinada perspectiva. Desde Kant es claro que las cosas
en sí mismas son inaccesibles al conocimiento y que construimos representacio-
nes determinadas por nuestras formas de conocer. Los fenómenos de la natura-
leza y las mismas creaciones humanas se dan a la experiencia dentro del con-
texto de las determinaciones materiales y culturales de esa experiencia. El hom-
bre moderno sabe o intuye que todo aquello que contemplamos, todo aquello
con lo cual interactuamos, está determinado por la mirada y por la acción. Sabe
o intuye que los mismos acontecimientos pueden tener un significado distinto
según la perspectiva desde la cual se los reconoce, que existe una fractura inevi-
table entre la cosa y su representación. Para el filósofo y el científico es claro que
se ha perdido la convicción de que existe una analogía estructural entre el mun-
do y la representación que construimos de él, que el conocimiento es inevitable-
mente provisional y que se corrige permanentemente. Cualquiera que haya se-
guido la historia de la modernidad se sorprendería de que ahora se mencione
este problema como algo típicamente contemporáneo. Esta comprensión fue
una conquista de la modernidad y sus primeras expresiones tienen casi cuatro
siglos. Pero la modernidad construyó unos ejes articuladores muy sólidos para
sustituir el vínculo perdido de la fe religiosa. Las ideas de Libertad, de Hombre,
de Historia (y Progreso) promovieron y resistieron grandes cambios sociales.
Las revoluciones científicas no significan una crisis de la verdad porque ofrecie-
ron nuevas evidencias y se asociaban al desarrollo continuo de la técnica. No es
que hayamos perdido la posibilidad de un conocimiento válido, sino que la va-
lidez está en los métodos y en el acuerdo social, más que en la adecuación entre
el discurso y la cosa. Asistimos en el mundo de la academia a la multiplicación
de las perspectivas de análisis, pero hemos avanzado en lo que podríamos lla-
mar la objetividad, en la medida en que crecen nuestras referencias para darle
un significado a los acontecimientos.

El problema es el significado que adquiere esta dinámica del desarrollo científi-


co para quien busca en la ciencia las certezas que ha perdido en la cotidianidad.
Para el científico que se instala en un campo de la reflexión sistemática sobre la
naturaleza, sobre el lenguaje o sobre la sociedad, esta conciencia de la perspec-
tiva es un avance. Para quien desde fuera busca, a falta de otras verdades, la
certeza absoluta de la ciencia, la noticia de la relatividad del conocimiento, que

40
Cultura, Artes y Humanidades

es ahora parte del patrimonio cultural disponible para todos, aumenta un senti-
miento de irrealidad. La historicidad y relatividad del conocimiento puede ser
una muestra de fragilidad para quien carece de las herramientas lingüísticas
adecuadas para comprender su significado y habita en un mundo en donde
todas las certezas se diluyen.

Existe un aspecto de la validez de nuestros conocimientos que sería comprensi-


ble para todos si fuera objeto de discusión en la educación formal general; esa
validez radica en su capacidad de orientar las acciones y de hacerlas
comprensibles, y en su coherencia interna. El problema es que las contrucciones
de la ciencia no son en el mundo contemporáneo expresiones de un orden esen-
cial que sirva de pauta para el equilibrio social. La ciencia aparece como una
construcción metodológicamente controlada, colectivamente construida y per-
manentemente sometida a prueba, cuya verdad consiste fundamentalmente en
su capacidad de representar, explicar o predecir los fenómenos naturales o so-
ciales que son objeto de investigación. Pero no orienta la vida. Da información
y permite un cálculo racional de las consecuencias de la acción pero no da
orientaciones para la decisión moral. El optimismo que parecía desprenderse de
los triunfos de la ciencia moderna se rompió con la reiteración de la violencia y
la explotación potenciadas por esa misma ciencia. Aunque la razón que hizo
posible el desarrollo vertiginoso del conocimiento, ofrece la perspectiva de una
sociedad ordenada en términos de consensos de los ciudadanos que argumen-
tan sus puntos de vista y los contrastan con el interés general y aunque algunos
pensadores (como J. Habermas) aspiran aún a que esa razón pueda cumplir
ese papel histórico fundamental, no parece que ese sea el futuro real cercano de
la organización social. Ni la Ciencia, ni la Historia, ni la Razón, parecen ser lo
que la modernidad creyó que eran: referencias seguras y últimas para la acción.

Si las cosas fueran en general como se han venido planteando, tendríamos un


panorama muy crítico de la cultura. Pero esta es una imagen de lo predominan-
te. Recordemos que la cultura de nuestro tiempo permite una enorme multiplici-
dad de posiciones. Existen grupos sinceramente preocupados por el potencial
destructivo de la tecnología en el medio ambiente. Existen grandes colectivida-
des conscientes de los peligros de la guerra, que se manifiestan en contra de los
delirios bélicos. Existen muchas personas preocupadas por el destino de la edu-
cación y aún muchos experimentan horror ante el hambre y la violencia del
mundo. Existe el arte que devela y conmueve y hace posible la experiencia de lo
sublime. Existen artistas capaces de crear ese arte. Sin embargo, eso que hemos

41
ICFES

caracterizado con preocupación como la cultura contemporánea se extiende y


gana reconocimiento y aceptación en el mundo.

CULTURA, ARTES Y HUMANIDADES

La descripción que hicimos de la cultura nos coloca muy lejos del optimismo de
algunos de los humanistas y de los artistas del Renacimiento que estaban con-
vencidos de que podría hacerse de la sociedad una obra de arte. Muchas cosas
han cambiado desde los tiempos del humanismo renacentista y sin duda hemos
avanzado en el conocimiento de la condición humana. Sin duda hemos logrado
el progreso material que requería la multiplicación de los individuos de la espe-
cie, pero no es seguro que nuestro progreso moral haya sido igualmente notable.
En todo caso, ahora, como antes, el arte y las humanidades configuran un mun-
do complejo e increíblemente diverso de símbolos activos y misteriosos que
develan las múltiples dimensiones irreductibles de la experiencia. Explícitamen-
te, con conceptos y preceptos, o implícitamente, a través de las imágenes, el arte
y las humanidades preguntan de modos diversos por el universo de lo humano y
responden a esas preguntas, o las someten a escrutinio crítico, sin cerrarlas ja-
más. Ese universo de creaciones simbólicas, que abarca la filosofía y la teología,
la historia, las indagaciones sobre el lenguaje y la comunicación, la literatura,
las artes plásticas, las artes escénicas y la música, es la huella del hombre que
pregunta por sí mismo y por lo que le es propio como ser instalado entre el cielo
y la tierra, entre lo universal y lo particular, entre la materia y la idea, en el río del
tiempo.

El mundo contemporáneo ha planteado nuevas y agobiantes preguntas a quie-


nes reflexionan sobre lo humano y a quienes crean imágenes artísticas que am-
plían el territorio del significado. Ya hemos hecho alusión a algunas de ellas; se
trata de los efectos culturales del desarrollo vertiginoso de las tecnologías de la
información y la comunicación y de la transformación y proliferación de las
imágenes; se trata también del impacto inevitable, en el territorio de la cultura,
de la violencia que es noticia cotidiana, de los abusos asociados a las grandes
concentraciones de riqueza y capacidad bélica, del desequilibrio entre el enor-
me poder de la técnica y la pobreza moral que se expresa en las más crudas
desigualdades sociales, del espectáculo de la destrucción de grandes riquezas
naturales y la contaminación creciente del planeta; factores que, en conjunto,
parecen haber destruido el optimismo de la modernidad en relación con la posi-

42
Cultura, Artes y Humanidades

bilidad de realizar el ideal humano. Las humanidades y las artes vienen buscan-
do formas de nombrar o representar todos estos cambios. También ellas han
cambiado notablemente en los últimos tiempos gracias a la investigación y a las
relaciones que establecen entre sí y con otras ciencias. Si se las juzga desde los
cánones válidos hasta comienzos del siglo XX, habrá que decir que están en
crisis. Pero no han cesado de enriquecerse aunque, en particular las artes, han
pasado por etapas de negación radical de las adquisiciones anteriores.

Si lo dicho antes es al menos parcialmente acertado, aunque subsisten los espa-


cios para la reflexión crítica y para la creación, éstas siguen siendo prácticas de
unos pocos; la democratización de la escuela no ha significado tanto una apro-
piación masiva de la cultura como acumulado histórico, como una forma de
masificación de lenguajes sin profundidad. Valdría la pena reflexionar si las
teorías decimonónicas sobre la alienación no pueden, efectivamente, ayudar-
nos a comprender muchas cosas que ocurren en el mundo contemporáneo. Sin
pretender recuperar sin crítica esas teorías, valdría la pena explorar si ellas per-
miten acceder a aspectos problemáticos del mundo contemporáneo. Toda re-
presentación caduca o se relativiza con el tiempo, pero tal vez la misma lógica
que reúne momentos distintos del arte en la obra, nos permitiría acudir hoy a
algunos conceptos aparentemente superados que podrían aportar elementos para
una comprensión mejor del momento histórico que vivimos.

El carácter social del lenguaje y su papel configurador de la realidad resultan


claros para quienes se ocupan de la reflexión sobre la lengua desde la perspecti-
va de la pragmática y de la comunicación; pero, como han puesto en evidencia
filósofos, sociólogos, semiólogos y antropólogos contemporáneos, la visibilidad
total del mundo contemporáneo no hace igualmente visibles el carácter social de
la vida y la naturaleza vinculante del lenguaje. La disponibilidad aparente de las
mercancías no pone igualmente en evidencia su carácter de trabajo colectivo.
La individualidad desconoce o subvalora el carácter social de su génesis y de su
sentido. El ser humano de hoy, orgulloso de su ciencia y su técnica, pierde para-
dójicamente la conciencia de su papel de constructor que se hace oscuro por la
mediación de la técnica.

Se estaría tentado a celebrar la liberación del individuo de las responsabilidades


ligadas a la trascendencia si no fuera porque el más elaborado de los conoci-
mientos de que disponemos, el conocimiento científico, nos previene en relación
con el descuido de los efectos de largo plazo de nuestro modo de intervenir en el

43
ICFES

mundo. La destrucción de las reservas de oxígeno del planeta, la contaminación


ambiental que amenaza la salud de distintas formas, el calentamiento global, el
debilitamiento de la protección natural contra las radiaciones peligrosas para la
vida, la perspectiva en el largo plazo de la escasez de alimentos y reservas ener-
géticas y el peligro global asociado al desarrollo extraordinario de la industria de
la guerra han despertado una gran preocupación en muchos miembros de las
comunidades científicas y han propiciado formas de asociación en el trabajo de
producción de conocimientos y reflexiones sistemáticas, más allá de las fronte-
ras disciplinares, que se obligan a considerar el largo plazo y a tener el cuenta el
conjunto de la sociedad. El problema de la paz, el cuidado del planeta, la impor-
tancia de formar una conciencia solidaria y universal, no son el resultado de
una opción ideológica particular sino de una toma de conciencia de los peligros
que globalmente enfrenta la especie.

Este contexto de contradicciones es, al decir de algunos pensadores contempo-


ráneos, el contexto cultural en el cual se piensan y se desarrollan hoy las artes y
las humanidades. Para muchos, plantear orientaciones críticas para estos espa-
cios de la creación artística y de la comprensión de lo humano resulta equivoca-
do o inactual. Pero ese contexto es para otros un reto, un espacio que puede ser
transformado, una evidencia de que hoy mas que nunca las artes y las humani-
dades tienen una tarea crucial que cumplir. ¿Acaso somos puro presente y pura
evidencia? ¿Acaso es verdad que nada hay detrás de las imágenes? ¿Acaso es
posible concebirnos por fuera de los vínculos que nos constituyen como seres
sociales? ¿Estamos despertando de los sueños dogmáticos de la modernidad o
estamos renunciando a la condición de sujetos sociales construida en miles de
años de historia? En todo caso, no vivimos por fuera de las colectividades hu-
manas ni por fuera de una temporalidad que está hecha de historia y de futuro.
La tarea de la formación en artes y humanidades parece demasiado grande y
difícil. Pero es en ellas en donde es necesario encontrar las pistas para una
comprensión de las paradojas contemporáneas y para un develamiento de lo
posible.

Las artes y las humanidades no han desconocido su tarea de comprender el


presente y sus raíces. No estamos planteando nada nuevo. La conciencia filosó-
fica que nos permitió romper con la dependencia de poderes extramundanos
aportó además los elementos necesarios para reconstruir el carácter trascenden-
tal de nuestra experiencia, sus formas de manifestación, sus límites y sus posibi-
lidades. La historia identifica las dinámicas de las distintas formas de experien-

44
Cultura, Artes y Humanidades

cia humana, da cuerpo y consistencia al acontecimiento que era sólo fantasma


o fragmento y reconoce los vínculos entre los discursos, los acontecimientos, las
ideas y las prácticas sociales. El estudio de las lenguas permite descifrar el senti-
do en el contexto de los símbolos de una cultura y recuperar los significados que
sólo se reconocen en el horizonte de esos contextos. Las artes develan aspectos
ocultos al trabajo del concepto, no ignoran su tarea de convocar y de desarrollar
la sensibilidad y de crear nuevos vínculos, nuevas miradas y nuevas formas de
vida.

Es necesario que las sociedades tomen conciencia de su responsabilidad histó-


rica. En este contexto, resulta indispensable pensar sobre el lenguaje y su carác-
ter vinculante, recuperar la historia y desarrollar la sensibilidad frente a dimen-
siones de los productos del trabajo humano que van más allá de la utilidad
inmediata y que tienen que ver con el desarrollo de la sensibilidad, con una
apertura a las posibilidades de creación de mundos posibles y con un replantea-
miento de ideas asociadas a la armonía y el equilibrio global. Estamos hablando
sobre reflexiones urgentes en torno al lenguaje, en torno a la historia, en torno a
los problemas de la cultura y de la trascendencia que han ocupado largamente a
la filosofía. Estamos hablando de la importancia crucial de la educación estéti-
ca, de la posibilidad de reconocer vínculos no sólo a nivel de la razón sino en el
terreno de la sensibilidad; de la posibilidad de creaciones simbólicas que hagan
visibles esos vínculos, los fortalezcan y creen nuevos vínculos.

Las reflexiones anteriores, si en alguna medida son justas, implican una tarea
fundamental para las humanidades y las artes en la época contemporánea; una
tarea pedagógica sin la cual podemos seguir avanzando en la destrucción in-
consciente de nuestras reservas de vida hasta que sea demasiado tarde. Las
humanidades y las artes no pueden ser hoy solamente una oportunidad para
enriquecer el espíritu y cualificar el discurso. Les compete una tarea histórica
fundamental: la tarea de despertar a las sociedades de la fascinación de lo inme-
diato. Esta tarea no es completamente nueva. Está por reconstruirse el papel que
las artes y las humanidades han cumplido en la historia de las civilizaciones
humanas. Apenas comienza a develarse su papel en la transformación que algu-
nos atribuyeron sin mucho análisis a la sola acción de la técnica. Pero en el
mundo contemporáneo, el desconocimiento de estos espacios de desarrollo de
la conciencia y de apertura de nuevas posibilidades vitales, puede ser uno de los
más graves errores de las sociedades actuales. Este desconocimiento se hace
visible ya en formas de educación que renuncian al proyecto de formación en

45
ICFES

aras de un pragmatismo cómodo que pone una aceptación de los “clientes”


jóvenes por encima del proyecto de apropiación de la riqueza acumulada en la
cultura. El abandono del proyecto educativo de una humanización basada en
la conciencia histórica puede ser, en el largo plazo, terriblemente costoso para la
especie.

Desde las humanidades y las artes es posible denunciar los peligros contempo-
ráneos. Pero también es posible mirar el mundo de hoy como oportunidad y no
como tragedia. Los recursos disponibles en las artes se han multiplicado en los
últimos tiempos. Las artes se transforman tan radicalmente que es el concepto
mismo de arte lo que se pone en tela de juicio. Las viejas separaciones entre
pintura, escultura, artes escénicas y música desaparecen en las propuestas ac-
tuales que combinan estos distintos elementos. La fotografía, el cine y el video
entran a formar parte de las herramientas de que dispone el artista para su
creación. El ideal de permanencia desaparece, la obra única se pone en tela de
juicio, la diferencia entre el objeto artístico y el objeto cotidiano se disuelve, el
arte sale del museo y mezcla técnicas y estilos, rompe los criterios de diferencia-
ción entre los distintos campos. Se combinan en una misma obra distintas mo-
dalidades de trabajo y distintas propuestas estéticas. La idea de totalidad es
desplazada o transformada por la fuerza de la experimentación de nuevas for-
mas de expresión. Se asiste en todas partes a una ruptura de los límites que
antes aseguraban la unidad y la identidad de la obra. Todo esto sorprende; pero
no expresa el fin del arte. Quizás la imagen del “bricoleur”, que sirve a Lévi-
Strauss para dar razón del método que emplea en El Pensamiento Salvaje, nos
ayude a pensar mejor el modo como se construyen las nuevas unidades: “El
“bricoleur” es aquel que utiliza “los medios de a bordo”, es decir, los instrumen-
tos que encuentra a su disposición alrededor suyo, que están ya ahí, que no
habían sido concebidos con vistas a la operación para la que se hace que sir-
van, y a la que se los intenta adaptar por medio de tanteos, no dudando en
cambiarlos cada vez que parezca necesario hacerlo, o en ensayar con varios a
la vez, incluso si su origen y su forma son heterogéneos, etc.” (Derrida, 1989, p.
391)

Podría decirse que el hombre moderno contemplaba en sus creaciones su pro-


pia unidad. Pero hemos visto que en el mundo contemporáneo el espejo de la
modernidad parece haberse roto en mil fragmentos. El hombre contemporáneo
se descompone en una multiplicidad de perspectivas; lo que ha aprendido e
interiorizado como moral se opone con frecuencia a las costumbres; debe aten-

46
Cultura, Artes y Humanidades

der más a la imagen que proyecta que a la coherencia de sus puntos de vista;
instalado en el corto plazo, debe acudir más a las expectativas locales que a la
experiencia acumulada para conducirse. Todo cambia tan rápidamente que las
referencias más establecidas y probadas pueden ser insuficientes para actuar.
Hasta la multiplicidad cultural, cuya importancia es cada vez más evidente en la
política contemporánea, pone en cuestión las ideas universales sobre la natura-
leza humana.

En el cine y en la literatura es visible el modo como se rompe la secuencia tem-


poral y se introducen saltos y retrocesos o se plantean desarrollos temporales
alternativos y se examinan los mismos acontecimientos desde distintas perspec-
tivas. Esto no es algo tan nuevo. Lo hicieron Durrell, Joyce y Faulkner, entre
otros maestros de los escritores contemporáneos, y no fueron los primeros en
hacerlo en la historia de las letras, pero ahora es más visible en la literatura la
pluralidad de los modos de uso de una misma lengua; incluso es necesario co-
nocer ciertas expresiones propias de determinados grupos o sectores sociales
para comprender adecuadamente algunos textos. Entran en los mundos crea-
dos por la literatura las jergas de sectores sociales que antes estuvieron exclui-
das del lenguaje “culto” literario. Se escriben obras compuestas de fragmentos
que podrían componerse de formas diferentes y podrían leerse en distintas se-
cuencias. La unidad de la reflexión sistemática se enfrenta hoy a la pluralidad
de las miradas. En todos los terrenos se vive la tensión entre la unidad y la
multiplicidad, entre la totalidad y el fragmento.

Pero probablemente la articulación que antes se instalaba en el “Sistema” debe


ser buscada ahora en el encuentro de los discursos que hace posible el “bricola-
ge”. El ejemplo del arte, en el cual se disuelven las fronteras entre las distintas
formas de expresión estética, el proceso de hibridación en las ciencias, el intento
de examinar simultáneamente distintas aproximaciones, llevarían a pensar que
paralelamente a la fragmentación de los grandes sistemas se está dando la inte-
gración de múltiples dimensiones. Lo complejo aparece como un lugar de en-
cuentro con límites flexibles y en proceso de transformación.

En cierto sentido, este modo de ser abierto y múltiple recuerda la naturaleza de


la obra de arte. La obra de arte se configura en la pluralidad de las miradas que
construyen permanentemente sus diversos significados. En el encuentro de to-
das esas miradas es posible seguir hablando de la unidad de la obra de arte,
siempre y cuando se conciba esa unidad como algo múltiple que se enriquece y

47
ICFES

cambia en el tiempo. ¿Se trata de una condición excepcional de la obra de arte?


Cabría pensar con Heidegger que lo que se nos ha ocultado, y el arte pone de
presente, es que es posiblemente de este modo como se construye (y se ha cons-
truido siempre) la unidad de todas las cosas humanas. Lo que tal vez ocurre es
que ese modo de ser cambiante se hace más visible ahora, cuando la novedad y
la pluralidad se convierten en exigencias centrales del mundo de la producción y
del universo de la imagen.

Es importante en todo caso que esta posibilidad no se convierta en una imagen


tranquilizadora que inhiba la crítica. Es verdad que la gran mayoría de las cosas
que conocemos, lugares, personas, acontecimientos relevantes, pertenecen al
universo de las imágenes. Es como imagen -y como imagen sin permanencia,
como fragmento- como se nos da el mundo. Hasta la vida cotidiana se hace
imagen en el “reality show”. La imagen rompe las distancias y burla el tiempo;
penetra la intimidad y define patrones de apariencia y de comportamiento sin
renunciar a su naturaleza efímera y fragmentaria. Gracias a la imagen, la plura-
lidad de creencias, gustos y costumbres se hace visible para todos. El mundo
que la imagen hace accesible se reconoce y se realiza en la diversidad. Pero,
precisamente porque las cosas no pueden verse desde una sola perspectiva, es
necesario recordar que, paralelamente a la diversificación, se alcanzan ahora
niveles de masificación y homogenización nunca imaginados. Paralelamente a
la pluralidad de las historias, se da la homogeneidad de los esquemas
dramatúrgicos; paralelamente a la pluralidad de los discursos literarios se da la
hegemonía de una literatura “fácil”, de un lenguaje más superficial y más “pla-
no”, de una literatura internacional que no exige esfuerzo ni pretende sacudir al
lector. Al fin y al cabo, la literatura, como las artes plásticas y la arquitectura,
como el cine y la televisión dependen del mercado.

En todo caso, si amplios sectores de la cultura se banalizan, otros se hacen


más complejos; en el mundo de quienes tienen acceso a distintos lenguajes
elaborados gana fuerza actualmente el reconocimiento de la complejidad de
ciertos problemas y la consecuente exigencia de un pensamiento que reconoz-
ca distintas perspectivas y distintas dimensiones en el análisis y en la elabora-
ción de explicaciones o en la construcción de modelos. Ese intento puede acu-
dir, sin duda, a las teorías de sistemas o a las herramientas de la información
para construir cuadros consistentes, teóricos, de fenómenos irreductibles a
una sola disciplina. Pero lo que importa aquí es que la pluralidad de aspectos
debe ser considerada en muchos casos si se aspira a reconocer la naturaleza

48
Cultura, Artes y Humanidades

de los problemas y a hacer un análisis de consecuencias responsable. Parte


del debilitamiento de las grandes teorías puede provenir del hecho de que,
consecuentemente con su vocación de universalidad y de abstracción, habían
resultado insuficientes en algunos casos para dar razón de la complejidad de
algunas situaciones, a lo cual parece no estar dispuesta la reflexión académi-
ca contemporánea.

Podríamos reconocer como algo propio de la dimensión estética la actual recu-


peración del presente, de lo particular, de lo sensible. Esto ha sido central en la
experiencia, pero no se ha examinado en las lenguas académicas tradicionales
con la atención que requiere. Sin embargo, en las humanidades y en las artes, la
razón no implica una renuncia al examen directo de lo particular. En la vida
humana, lo particular es complejo. Los nexos entre distintas formas de experien-
cia (lo estético, lo político, lo científico, lo técnico, lo moral) y de conocimiento
(lo teórico, lo práctico, lo sensible) se dan en todas las prácticas humanas, pero
se convierten en temas explícitos de reflexión en las humanidades y en las artes.
Asumir la complejidad de los asuntos y de las obras humanas implica ubicarlos
en el contexto de conceptos y teorías que contribuyen a darles un significado;
pero los universos significativos se han multiplicado; pero la historia, la filosofía,
la literatura, la lengua están dejando de concebirse como universos separados.
Los problemas sociales revelan cada vez más su naturaleza compleja y su trata-
miento requiere razón y sensibilidad, apertura a la diversidad de los lenguajes y
de las miradas. Esto no significa abandono de la teoría. Al mismo tiempo que se
atiende a lo particular, el examen del trabajo actual en las ciencias humanas
muestra una recuperación de algunos de los grandes filósofos (Marx, Nietzsche,
Heidegger, Wittgenstein) (ver Prior, 2002) y el aprovechamiento de corrientes
sistemáticas del pensamiento moderno como la fenomenología y la hermenéuti-
ca. La situación contemporánea de la universidad es fascinante: mientras que
las comunidades académicas de las ciencias naturales y sociales siguen explo-
rando y encontrando el orden en las teorías, las comunidades que se ocupan del
arte y de la reflexión sobre lo particular (de la cultura, de los significados, de las
vivencias), entrando y saliendo de la crisálida de la teoría pura, establecen y
exploran nuevos vínculos y ponen en evidencia la posibilidad de reconocer nue-
vos tejidos.

El humanismo, centrado antes en la unidad del género humano, se plantea aho-


ra nuevas perspectivas al reconocer la pluralidad de la existencia humana. Po-
dría hablarse de un nuevo humanismo que se niega a renunciar a la pluralidad,

49
ICFES

al presente, a lo local. Frente a las hegemonías consolidadas de las teorías que


pretendieron dar una razón única del orden histórico, económico o político, las
artes y las humanidades contemporáneas, al poner en evidencia la pluralidad, al
reconocer, frente a la presunción de totalidad, el carácter de lo fragmentario,
cumplen una función crítica. Probablemente sólo la pluralidad de las historias,
de los aspectos sobre los cuales es posible construir conexiones temporales di-
versas, pueda dar un sentido al acontecimiento.

Pero, pese a que la diversidad cultural, la imagen y la comunicación son objeto de


estudio sistemático, y a pesar de los esfuerzos que realizan autores como Bourdieu
(1999), Baudrillard (2000) y Virilio (1997) para anclar la reflexión en lo concreto
y pensar desde el acontecimiento, pese a la voluntad expresa de partir de lo coti-
diano y de acudir a la narrativa, sigue existiendo un divorcio entre la reflexión
académica y la cultura de masas. La situación general contemporánea, en plena
expansión global de la cobertura del sistema educativo, podría ser pensada como
un debilitamiento de la reflexión que, en lugar de acercarse a lo particular con las
herramientas de la teoría, abandona el rigor del sistema para instalarse en la pura
superficie de las cosas y en la atención fugaz a los acontecimientos. Sin duda, en
algunos espacios, esta cultura de lo superficial describe correctamente el tipo de
atención que reciben las cosas y los acontecimientos. Cosas y acontecimientos se
nos dan, como hemos dicho, como imágenes, y el mundo de las imágenes es, en
creciente medida, el mundo de la publicidad. Cada vez con mayor eficacia, la
publicidad configura el universo de las necesidades y orienta la mirada. La publi-
cidad requiere estrategias de impacto cuyo objetivo central es captar la atención
de los observadores. El universo de imágenes de la publicidad contemporánea es
múltiple y fragmentario, y no aspira a una atención reflexiva. El universo icono-
gráfico es un espacio de competencia radical por la atención momentánea de los
observadores; un espacio en el cual cuenta, ante todo, el instante en que se captu-
ra la mirada, dada la clara conciencia de que esa conexión que puede establecer-
se durará, precisamente, un instante, pero dejará una huella en elecciones poste-
riores. La academia interpreta y comprende la vida social, pero está muy lejos de
incidir tan eficazmente como la publicidad en la construcción del mundo social-
mente compartido.

Distintas perspectivas son posibles en esta forma de complementarse y oponer-


se la cultura académica y la vida social. Puede ocurrir que la fuerza de la ima-
gen, la crisis de la razón unitaria y el debilitamiento de la idea de progreso uni-
versal hayan conducido simplemente a una peligrosa renuncia de las mayorías

50
Cultura, Artes y Humanidades

al pensamiento crítico y a la reflexión teórica. Puede ocurrir que la pluralidad y


la fugacidad de la nueva cultura de la imagen hayan puesto en crisis las bases
mismas de la cohesión social y que asistamos a una peligrosa exaltación de lo
individual y a una renuncia problemática al proyecto de construcción de una
sociedad más justa y más coherente con las posibilidades del desarrollo huma-
no. Puede ocurrir que las hegemonías consolidadas en todos los sectores no
dejen otra alternativa a la búsqueda de la individualidad que un refugio en lo
inmediato, y una pérdida del sentido histórico. Puede ocurrir, en síntesis, que la
actual “estetización” de la cultura, la actual cultura del fragmento sea un mo-
mento grave de confusión en el cual se renuncia a los valores elaborados por la
modernidad, sin que exista una tabla de salvación alternativa.

Pero puede ocurrir también que se esté haciendo visible una dimensión funda-
mental de la experiencia (la pluralidad, el fragmento) que la teoría había deste-
rrado de la academia y que debe ser pensada y recuperada en el universo de la
expresión. Tal vez la idea de Hombre resultaba demasiado unilateral y opresiva
e impedía el reconocimiento de la pluralidad efectiva de los seres humanos. De
cualquier modo, es posible que la academia tenga que recurrir a las artes y a las
humanidades para tender un puente con la vida más verdadero y más adecua-
do a la complejidad de lo humano que el de la ingeniería social.

ÉTICA Y ESTÉTICA, LIBERTAD Y NECESIDAD

Las humanidades y las artes constituyen un campo de acción cuyo objeto es lo


específicamente humano como ejercicio de la libertad. Las acciones humanas
tienen sin duda una dimensión técnica en la cual se considera la eficacia de la
acción, pero tienen también una dimensión ética y una dimensión estética que
aluden a la libertad de elegir y a la libertad de crear. Sin pretender agotar con ello
el universo de las humanidades, podría decirse que ellas constituyen un espacio
de referencias que dan sentido a las acciones cuyo significado va más allá de la
respuesta a las necesidades materiales y que pueden ser pensadas en relación
con las ideas de humanidad y de bien. El universo de las humanidades está
constituido por un acumulado histórico que no se agota en la dimensión de lo
ético, pero que constituye un horizonte para que lo ético pueda ser pensado.

La ética contemporánea se constituye en un contexto de crítica de los valores


tradicionales y de emergencia de nuevas propuestas vitales que aparecen en un

51
ICFES

mundo cambiante donde las instituciones más tradicionales, la familia, la es-


cuela, el Estado, entran en crisis y en donde se ponen en cuestión los “grandes
relatos”: la historia como progreso del género humano, la técnica como solución
a las necesidades humanas básicas, la ampliación permanente de la conciencia
y de la razón, la civilización como triunfo sobre las formas de violencia que
ponen en riesgo la vida y la libertad. Pero sigue siendo cierto que las interacciones
humanas no se orientan sólo por criterios técnicos o por análisis racionales de
conveniencia y que se obra de acuerdo con criterios morales. Hemos sugerido
antes que este sólo hecho basta para aceptar que, sin negar las restricciones
objetivas de la acción, existe un espacio de decisión que se orienta por criterios
morales y que corresponde al campo de la libertad. Que la universalidad de tales
criterios se haya vuelto problemática no quiere decir que no existan como orien-
taciones para la acción. Lo que parece relevante reconocer es que la importan-
cia creciente de lo particular y del contexto pone nuevas exigencias a la reflexión
moral e implica considerar, más allá de las normas y de los principios universa-
les, dimensiones de la acción para las cuales existen valiosas referencias en el
universo de lo simbólico en el arte, en la literatura, en la historia. En todo caso,
aunque a posteriori sea siempre posible encontrar las razones y los motivos y
explicitar los condicionamientos de las acciones, estas reconstrucciones no nie-
gan la experiencia del dilema y de la decisión como ejercicio de la libertad.

Por otra parte, si aceptamos que lo estético, en su sentido más general, corres-
ponde a la dimensión de la sensibilidad, la estética como estudio de las ideas
sobre lo bello y sobre la naturaleza del arte aparece como reflexión teórica sobre
un modo específico de experiencia estética. El arte corresponde, dentro de lo
estético, a una forma de acción y de expresión finalizada en sí misma, cuya
determinación esencial es reconocerse y orientarse como creación simbólica
capaz de impactar y transformar la sensibilidad. La creación está condicionada
por las determinaciones culturales y por la materialidad a la cual se da forma,
pero como creación constituye un campo de ejercicio de la libertad. Los cam-
bios actuales en el arte no pueden comprenderse cabalmente sin el contexto del
todo de la cultura, pero no son sólo reflejos o manifestaciones del cambio cultu-
ral; el arte trabaja con la materia del mundo y con la reserva simbólica acumu-
lada. Tiene recursos de un valor ilimitado en su propia historia. Esos recursos
amplían el campo en el cual el artista hace uso de su libertad.

En el último siglo se han dado cambios notables en el sentido y en las formas del
arte que se manifiestan en el abandono de los criterios clásicos de la belleza y en

52
Cultura, Artes y Humanidades

la apertura del significado. Estos cambios están asociados a la pérdida de la


confianza en las ideas más universales de la modernidad, pero no se expresan
sólo como desencanto. Son manifestaciones de la capacidad del artista de supe-
rar siempre las limitaciones de los cánones y de proponer nuevas formas de
goce y de producción de lo artístico. El arte se revela ahora indefinible y cam-
biante porque lo que predomina es la exploración y el empleo de formas nuevas
de expresión que se buscan y se encuentran más allá de los límites establecidos
como norma para el reconocimiento de lo bello. Ya habíamos hablado de esos
cambios; ahora nos interesan como expresión de la libertad del artista. Gracias
a la libertad del artista, los límites internos y externos del arte se disuelven y las
distintas manifestaciones del arte se combinan y se transforman mutuamente,
de modo que sería difícil llamar pintura o escultura a algunas obras que juegan
con el color y el volumen y con la mezcla de materiales y texturas, del mismo
modo que sería difícil, en algunos casos, distinguir entre danza y teatro. Incluso
deja de ser simplemente una metáfora hablar de la poesía de las imágenes cine-
matográficas. Gracias a la libertad del artista, se abre espacio a la mezcla de
propuestas de tiempos y culturas diversas para darles un nuevo significado, a la
incorporación de nuevas posibilidades de creación que la técnica ha hecho fac-
tibles, particularmente en los terrenos de la imagen en movimiento y el sonido.
Los “objetos encontrados”, el “arte de la tierra”, y otras manifestaciones del arte
contemporáneo ponen en tela de juicio las ideas tradicionales sobre el artista y
el concepto mismo de obra de arte, pero son también manifestaciones de la
libertad del creador.

Tanto en el terreno de lo ético como en el terreno de lo estético, se ponen en


cuestión normas y valores e, incluso, principios fundamentales; se relativizan las
ideas más consolidadas de la tradición y se proponen nuevas formas de vida y
de identidad. El arte es un espacio del ejercicio de la libertad cuya naturaleza es
muy diferente del de la ética, aunque sea posible preguntar por la ética del artis-
ta y aunque haya artistas cuya obra se orienta explícitamente por decisiones
éticas. Así, junto al arte que pregona su independencia de todo compromiso
ideológico, existe un arte que sin dejar de ser arte en el sentido que hemos veni-
do afirmando, sin convertirse en caricatura o panfleto, asume la tarea de consti-
tuir referencias para la crítica del orden existente y de sus formas de ocultamien-
to de las posibilidades de una vida humana más equilibrada y solidaria. Las
formas de la crítica pueden ser muy variadas y, en todo caso, lo que hace arte al
arte no es su función crítica. Algunas de las creaciones artísticas contemporá-
neas parten de una desconfianza en relación con las formas de lenguaje que

53
ICFES

legitiman una vida social que niega otras posibilidades de convivencia y se ex-
presan, por ello, en un lenguaje hermético o pretenden hacerse visibles por fuera
del universo lingüístico que rechazan, tratando de impactar al espectador de
modo que no pueda refugiarse en los significados conocidos que han domesti-
cado su mirada. Los artistas pueden crear haciendo uso de su libertad estética
en el contexto del ejercicio de su libertad ética.

Algunas de estas búsquedas parten de la conciencia de que las formas de domi-


nación contemporáneas se ejercen muy eficazmente en el campo de la sensibi-
lidad y de la idea de que también el arte puede llegar a esas regiones de la
experiencia a donde pretende llegar también el discurso crítico de la academia
que busca hacer un análisis de la existencia. En la sensibilidad resuenan los
ecos de la poesía y de la música. Allí se juegan sus cartas la publicidad y la
política. La sensibilidad no es inmune a estas contradictorias influencias. Los
estímulos se han multiplicado y diversificado, pero no es claro el sentido del
desarrollo de la sensibilidad en el mundo contemporáneo; en la cultura de hoy se
ha afirmado la individualidad de tal modo que, paradójicamente, el sentimiento
de soledad se ha hecho parte esencial del mundo superpoblado que hoy habita-
mos, del mismo modo que el tedio o el fastidio se imponen en un mundo en
donde se multiplican las ofertas para llenar el ocio y el tiempo se ha hecho un
bien escaso. Existen razones históricas que hacen justo dudar del progreso mo-
ral de la especie y de la capacidad del hombre de trascender su condición de
animal violento; pero tal vez el síntoma más grave de la ética contemporánea es
el debilitamiento de sentimientos morales como la vergüenza, la indignación y la
solidaridad.

En todo caso, las dudas sobre el progreso no deben hacernos olvidar la


historicidad esencial de las vivencias y de las relaciones sociales y la posibilidad
de incidir en su transformación. Esas transformaciones dependen de condicio-
nes objetivas, pero también de la posibilidad de descubrir y promover formas de
desarrollo de la sensibilidad. La novedad radical de las actuales confrontacio-
nes en el terreno de lo ético y lo estético está vinculada, a nuestro parecer, a la
naturaleza de esas dos dimensiones fundamentales de la experiencia humana
como espacios simbólicos, como realidades históricas, como campos de ejerci-
cio de la libertad.

Para proponer un terreno propio de las humanidades y de las artes en el contex-


to de las producciones simbólicas, podríamos recurrir a la vieja distinción entre

54
Cultura, Artes y Humanidades

la naturaleza, como reino de la necesidad, y lo humano, como espacio de la


libertad. La naturaleza, señalaba Galileo, sigue inexorablemente un conjunto de
leyes. La acción humana obedece, sin duda, a necesidades, pero está caracteri-
zada por la intención y por la elección. Esa elección está determinada en múlti-
ples modos, y es a su vez determinante de secuencias de acontecimientos, pero
obedece a una decisión que no está sometida a la necesidad propia de la natu-
raleza. Kant distinguía justamente entre la causalidad por necesidad y la
causalidad por libertad.

Sin duda, como ha mostrado desde hace mucho la filosofía, libertad y necesi-
dad están indisolublemente conectadas y no pueden separase abstractamente.
Vale la pena recordar aquí la feliz expresión de Hegel de la libertad como con-
ciencia de la necesidad. Es libre quien puede elegir porque conoce las determi-
naciones y las consecuencias posibles de sus acciones. Cuanto más se tenga
conciencia del contexto en el cual se actúa, de los determinantes de ese contex-
to, de lo que se da o puede darse, necesariamente, como consecuencia de la
acción, tanto más la elección es libre; quien más claramente puede predecir las
consecuencias, es decir, quien más claramente conoce los vínculos necesarios
entre acciones y resultados, más consciente y libremente actúa. No hay libertad
sin necesidad; el conocimiento de la necesidad es condición de la libertad. Esto
es algo que no se ignora en los espacios en los cuales se ejerce más ampliamente
la libertad del creador: las artes plásticas y la literatura. Los artistas y los escrito-
res conocen bien la importancia de las técnicas que aseguran el dominio de los
materiales a través de los cuales se da la expresión plástica y la necesidad de un
conocimiento suficiente del lenguaje y de sus reglas (incluso en el caso en el cual
se transgreden intencionalmente esas reglas) para llevar a cabo la creación lite-
raria. El dominio de los lenguajes y de las técnicas amplía la libertad creadora y
es, por tanto, una tarea permanente de quienes aspiran a dedicar su vida a la
construcción de significados en la dimensión de lo estético.

Pero hagamos ahora el intento de diferenciar, acudiendo a los conceptos de


libertad y necesidad, las producciones simbólicas que se han abierto espacio en
la academia y han logrado consolidarse como campos de formación. Las cien-
cias son representaciones sistemáticas de fenómenos naturales o sociales cons-
truidas por comunidades que se empeñan en la creación de universos simbóli-
cos capaces de ampliar la comprensión y de orientar las acciones en distintos
sectores de la experiencia. En este sentido, las ciencias son un ejercicio perma-
nente de creación colectiva. Si, siguiendo la distinción establecida inicialmente

55
ICFES

entre necesidad y libertad, aceptáramos oponer el reino de lo humano, como


reino de la libertad, al reino de la naturaleza, como reino de la necesidad (opo-
sición que, como hemos visto, sólo puede tomarse como un momento del análi-
sis), podríamos partir de que toda creación simbólica es una forma de ejercicio
de la libertad.

Así, las ciencias naturales serían el fruto del ejercicio de la libertad del construc-
tor de universos simbólicos, que toma como objeto la necesidad (esto es, que
busca leyes y regularidades) en el campo de la necesidad (esto es, en la natura-
leza). Las ciencias sociales serían el fruto de un ejercicio de la libertad de crea-
ción simbólica, que toma como objeto la necesidad (esto es, la búsqueda de
elementos universales, de pautas y regularidades) en el campo de la libertad
(esto es, en el terreno de las acciones humanas). Las humanidades y las artes
serían el fruto del ejercicio de la libertad de creación de símbolos, que toma
como objeto las posibilidades mismas de esa libertad, en el campo de la liber-
tad. Corresponderían al ejercicio de creación de símbolos que encuentran su
justificación en su propio valor simbólico. La libertad aparece así como la con-
dición de posibilidad y, al mismo tiempo, como el tema y el campo de trabajo en
las humanidades y en las artes.

La naturaleza misma de la libertad, como se ha dicho, la asocia a una concien-


cia de las consecuencias y la enfrenta a dos tipos de límites: el que se deriva de
las determinaciones del contexto de la acción libre, y el que libremente se impo-
ne quien realiza la acción a partir de las orientaciones de su conciencia moral y
sobre la base del conocimiento de las consecuencias posibles de esa acción. En
la representación previa de las consecuencias tiene un papel importante el co-
nocimiento del cual se ocupan las ciencias sociales; pero en el examen de esas
consecuencias hay una dimensión que vincula sensibilidad y conocimiento y
que alude a la capacidad de “ponerse en el lugar del otro” o “experimentar con
la imaginación la alegría o el dolor del otro”. Esta dimensión, que vincula senti-
miento y razón, no puede desligarse del tipo de saber que exploran las ciencias
sociales, pero se soporta en un sistema de valores y en una sensibilidad que se
reconoce y se amplía en el campo de las humanidades. La acción ética es,
entonces, más o menos libre, y el grado de libertad con que se realiza depende
tanto de la conciencia de las determinaciones o límites externos como de la
capacidad de quien actúa de imponerse sus propias orientaciones. El sentido de
la acción ética no es sólo externo (por ejemplo, la obediencia a la norma o la
aceptación de una idea de bien común); la acción ética se juzga en relación con

56
Cultura, Artes y Humanidades

el ideal que uno se traza en su proyecto de sí mismo. Ese proyecto determina la


acción y está determinado a su vez por una historia y un contexto; ello no impi-
de reconocerlo como fruto de una decisión autónoma, como resultado del ejer-
cicio de la libertad. La decisión de orientarse por normas que puedan pretenderse
universales, es fruto de un proceso moral que va de la heteronomía a la autono-
mía. Hoy es difícil partir de la universalidad de la ley moral, pero eso no significa
que la elección dependa de la circunstancia y que no se pueda aspirar a una
ética más universalista. Cuanto más amplio sea el sistema de referencias para la
acción, tanto más será posible actuar libremente en términos de lo que es bueno
y justo para la humanidad. Sobra señalar el papel que pueden cumplir las hu-
manidades en este contexto.

Existe un vínculo muy problemático, según Valcárcel (1998), entre la ética y la


estética en la cultura contemporánea. Hemos reconocido tres órdenes normati-
vos, tres ámbitos determinantes de la acción social: la ley, la costumbre y la moral
(Arendt, 1995, encuentra ya los dos primeros en Montesquieu). Valcárcel (1998)
añade a los tres mencionados un cuarto ámbito normativo: “El primer analogado
de orden normativo explícito, es el derecho en su positividad; quiero con ello decir
que la fundamentación del derecho, aunque pueda ser explícita, puede no serlo o
en todo caso pertenece a otro orden. El criterio por excelencia para que una ac-
ción sea correcta en este ámbito es que sea legal, lo que no implica que sea justa
o, aún menos, buena. El segundo de los órdenes, semiexplícito, es lo que se llamó
eticidad en tanto que sistema necesariamente difuso e incompleto en el que se
articulan pautas sociales y normas no estrictamente jurídicas que mantienen el
ámbito de las costumbres. (...) Un tercer ámbito normativo es el propiamente
moral, que puede ser explícito, pero no se asimila a la positividad del derecho,
puesto que su sistema de sanciones es divergente respecto a aquél, ni a los mores.
Lo que en él vige es que la acción sea buena y puede serlo aunque contradiga al
derecho explícito o a las costumbres. (...) Hay, sin embargo, un cuarto ámbito
normativo, al que solemos prestar menos atención, es el estético. Puede pensarse
que la compulsividad estética es un fenómeno reciente si es que estamos conside-
rando por ejemplo, sin la profundidad debida, aspectos como la moda. Afirmo
que sin la profundidad debida porque bajo lo que el término moda esconde po-
dríamos llegar a narrar la historia casi completa de las formas de cultura y las
teorías que las han validado. (...) El caso es que en nuestras vidas hay una serie de
órdenes potentes y por lo general inexplícitas que provienen del ámbito completo
que llamo estética. ¿Qué las caracteriza? justamente que son inexplícitas y no hay
deber alguno de que sean explicitadas. Son manifiestas, pero no se argumentan.

57
ICFES

Y una de dos, o es que gozan del general consenso, o es que son el inargumentado
fundamento de todo lo demás”. (pp. 93-95).

En ocasiones la ética y la estética se fortalecen mutuamente; se es ético por la


belleza y coherencia de la acción ética y no sólo por los resultados prácticos que
se derivan de ella. Pero en la cultura contemporánea la estética sustituye a la
ética. Ética y estética se oponen. El problema es que la estética ofrece más gra-
tificaciones inmediatas y es más flexible que la ética. Además, una ética con
pretensiones de universalidad se acompaña de un ejercicio de reflexión que la
estética en principio no requiere. Resulta muy provechoso para quienes tiene el
control de los medios masivos de comunicación y manejan la publicidad pro-
mover una estética de las acciones “bien vistas” que asegure los comportamien-
tos adecuados para el control social y para el éxito del mercado. A la ley, la
moral y la costumbre se superpone actualmente una estética que reemplaza la
ética pública, que puede coexistir muy bien con una moral pragmática e indivi-
dualista y que asegura el mantenimiento y la reproducción de las organizacio-
nes sociales sin el enorme trabajo de corregir los desequilibrios que siguen exis-
tiendo. “Nuevas morales y nuevas estéticas. Predominio del juicio de gusto, pero
universalizándolo, es decir, haciéndolo ético. Por lo tanto, encubriendo la ética
bajo la estética. Individualismo a la par que obscenización del yo. Desconfianza
en el carisma. Políticas en el límite de lo posible social. Aumento de la presencia
del término “ética” en el discurso público. Etica emotivista para el uso privado”
(Valcárcel, 1998, p.146).

No toda estética es fácil. El goce de muchas de las obras de arte más grandes
creadas por los hombres es resultado de un largo trabajo de educación de la
sensibilidad que no está exento de sacrificios. Pero la estética ofrece una viven-
cia extraordinaria a quien se prepara para ese goce: la experiencia sobrecogedora
de lo sublime. Recordemos las distinciones planteadas por Kant (1992) entre lo
bello y lo sublime: “Lo bello de la naturaleza atañe a la forma del objeto, que
consiste en la limitación; lo sublime, por el contrario, también se hallará en un
objeto desprovisto de forma en la medida que es representada la ilimitación en
él o bien a causa de él, añadiéndosele, empero, el pensamiento de su totalidad
(...) (Lo bello) conlleva directamente un sentimiento de promoción de la vida y
es aunable, por eso, con atractivos y con una imaginación lúdica, y en cambio
aquélla (el sentimiento de lo sublime) es un placer que sólo surge indirectamen-
te, a saber, de modo tal que es generado por el sentimiento de un momentáneo
impedimento de las fuerzas vitales y de una tanto más fuerte efusión de ésas

58
Cultura, Artes y Humanidades

inmediatamente consecutiva; por tanto, no parece ser, como emoción, un juego,


sino seriedad en el quehacer de la imaginación. (...) ... la belleza natural (la
independiente) conlleva en sí una conformidad a fin en su forma, a través de la
cual el objeto parece, por decirlo así, predestinado para nuestra facultad de
juzgar y constituye en sí, de ese modo, un objeto de la complacencia; en lugar de
ello, lo que despierta en nosotros, sin raciocinar sutilmente, sólo en la aprehen-
sión, el sentimiento de lo sublime, podrá parecer ciertamente contrario a fin en
su forma para nuestra facultad de juzgar, no conforme a nuestra facultad de
presentación y, por así decir, violentador de la imaginación, aunque sólo para
ser juzgado como algo tanto más sublime”(pp. 158-159).

Valcárcel plantea, frente al panorama actual, la necesidad de una ética capaz de


ofrecer la experiencia de lo sublime. Eso era posible cuando había una referen-
cia de lo ético más allá de lo particular y lo sensible, en el territorio de lo sagrado.
El bien supremo, la promesa de acceder a la presencia de la Divinidad, podían
orientar la acción de un espíritu religioso antes del proceso de secularización
que debemos a la modernidad. ¿Existe algo similar en las propuestas éticas
contemporáneas?

En Nostalgia del absoluto, G. Steiner (2001) hace una aproximación a la obra


de tres grandes pensadores que tienen una influencia significativa: Freud, Marx
y Levy Strauss. Ellos pertenecen a un tiempo que se extiende a lo largo de un
siglo. Estos pensadores tienen como proyecto un pensamiento de lo universal,
exploran formas de la universalidad humana. El individuo, en este tipo de re-
flexión, está instalado en el todo, y configurado por él; está determinado por el
complejo social. Por otra parte, el hombre, de alguna manera, es autor colectivo
de ese mundo, que funciona para él como un organismo extendido.

Lo que hay en estos pensadores, para Steiner, es la búsqueda del absoluto, en el


sentido de la reflexión sobre una totalidad que hoy parece bastante abstracta,
cuando el pensamiento de lo universal sigue siendo válido para el análisis de
algunos problemas pero revela enormes limitaciones frente a la pluralidad de los
intereses y a la llamada “crisis de los grandes discursos”. Aún cuando exploran
las diferencias (de clase, de carácter, de cultura), lo que sirve de eje articulador
de estos pensadores es aquello que hace hombre al hombre, aquello que lo hace
trascender y que lo instala como ser social en un todo más amplio: en una cultu-
ra, en una sociedad. Esta posición, que alude a ese universal llamado humani-
dad, se expresa políticamente, aún hoy, en postulados como los derechos huma-

59
ICFES

nos, y en proyectos como el de la democracia real, más allá de la democracia


representativa, y de alguna manera dio fundamento a nociones como civiliza-
ción y a formas de Estado como construcción colectiva.

Siguiendo la línea de Steiner, se podría decir que el hombre que los buscadores
del absoluto intentaron construir con las herramientas de la modernidad y asu-
miendo una postura crítica ante la cultura es la imagen de una trascendencia
que antes de ellos se llenaba con la propuesta religiosa. Ha habido una sustitu-
ción de imágenes de la trascendencia que habían encontrado su expresión en el
mundo religioso por propuestas, interpretaciones y análisis que intentan recoger
esos elementos de la trascendencia en descripciones secularizadas, en descrip-
ciones racionales que niegan una trascendencia en el otro mundo, en el mundo
del espíritu, y la afirman en el mundo de lo posible, del futuro, de la comunidad
universal.

Lo que ha ocurrido, paradójicamente, en el último siglo, es la construcción prác-


tica de una comunidad universal (el mercado mundial, la aldea global) que nie-
ga la trascendencia. La comunidad, el hombre, el futuro posible, la cultura, eran
lo sagrado: eso que llevaba al hombre más allá de sí mismo y que le proponía un
paradigma que inspiraba respeto y que llenaba sus expectativas en la dimensión
de lo ético y de lo estético, y también de lo cognoscitivo. De alguna manera, el
hombre completo, universal, sustituía el proyecto de la trascendencia del alma,
llenaba el espacio dejado por la religión.

Según Steiner, en el pensamiento de estos buscadores de lo absoluto, lo sagrado


adquiere nuevas formas, pero persiste como lo sagrado, como proyecto social,
como secreto trascendente dentro de nosotros mismos, o como conjunto de re-
laciones, prácticas y creencias cuya coherencia se comprende al examinar el
conjunto de la colectividad.

A lo que se asiste en el mundo contemporáneo es a un retiro radical de lo sagra-


do. Pero este retiro no es total. Persiste, naturalmente, una serie de creencias que
agrupan a individuos en comunidades religiosas o en comunidades políticas;
persiste un cierto fetichismo, que instala en símbolos o en objetos esa dimensión
de lo sagrado.

El arte se ubica, precisamente, en la dimensión de lo sagrado. La tarea que


propone Gadamer (1991) para el arte, la tarea de construir comunidad, la tarea

60
Cultura, Artes y Humanidades

de acercarnos a la presencia de lo universal, es la tarea de lo sagrado. El arte


como símbolo (trascendencia), como juego (participación) y el arte como fiesta
(celebración) aparece en el tiempo y se reconoce en el tiempo, pero está más allá
del tiempo que gobierna las acciones humanas prácticas, en un tiempo indepen-
diente del cumplimiento de objetivos, en un tiempo cercano en su naturaleza al
tiempo que no se mide, al tiempo de la eternidad, expresa claramente esa idea
del arte como lo sagrado; la obra de arte es, precisamente, la expresión concreta
de lo sagrado. Tal vez la fragilidad de las propuestas que pretenden disolver el
arte en la vida, fundir arte y publicidad, despojar a la obra de arte de su “aura”,
consista precisamente en el desconocimiento de que el hombre necesita un es-
pacio para pensar y reconocer su trascendencia o para experimentarla, un es-
pacio para lo sagrado.

Quizás existe una forma de recuperar la experiencia de lo sagrado también en el


territorio de la ética. Valcárcel (1998) acude a Kant quien, en la Crítica del juicio
vinculando la ética y la estética, señala que “...el sentimiento moral se halla
emparentado con la capacidad de juzgar estética...en cuanto puede servir para
que la legalidad de la acción procedente de un deber se haga representable a un
tiempo como estética, es decir, como sublime, y también como bella, sin que
pierda nada de su pureza” (p. 166). Por eso Valcárcel encuentra en la idea de
humanidad posible una referencia para lo sublime. “Lo que como humanidad
somos, y lo que a la luz de los ejemplos de muchos podríamos ser, esa distancia,
que constituye la tensión esencial entre ser y deber ser, ético-estética, siempre
presente e inalejable de cualquier concepción moral, cuando se plantea
intelectivamente, es sublime. Y nadie puede renunciar a plantearla” (p. 167).

De distintos modos se vinculan, entonces, libertad y necesidad en la ética y en la


estética. La responsabilidad que surge como fruto de la conciencia de los efec-
tos en el río de la necesidad que los liga con las causas es una forma de la
necesidad libremente asumida que orienta la acción. Pero la responsabilidad no
se aplica sólo a las consecuencias externas de la acción. A través de las accio-
nes nos damos una determinada forma humana que llena nuestras expectativas
o las traiciona. Esa forma merece el mayor cuidado, la mayor atención. Ética y
estética se funden en el proceso permanente de hacerse humano.

Sin duda, esta unidad dialéctica de libertad y necesidad no siempre se realiza


como multiplicación de posibilidades o como apertura de horizontes: la ética
puede darse también como un límite relativamente externo de la libertad de

61
ICFES

acción, y condicionar la vida en lugar de expandirla; una determinada estética


puede aparecer como un límite ilegítimo de la libertad de creación de significa-
dos. Ahora precisamente se da el caso de una estética (Valcárcel) que sirve
como imposición ética. La historia nos muestra repetidamente las luchas contra
una orientación ética que ha perdido ya su capacidad de orientar válidamente
las acciones humanas, o que se revela ligada a una estructura de poder cuya
caducidad se ha puesto en evidencia. En el arte es visible también esta dialécti-
ca entre libertad y necesidad; los nuevos movimientos aparecen con frecuencia
como formas de oponerse a orientaciones estéticas que han dejado de ser he-
rramientas para la creación y se han transformado en formas de restringir la
libertad.

62
Cultura, Artes y Humanidades

II
ARTES

63
ICFES

64
Cultura, Artes y Humanidades

En el arte es difícil decir algo que sea tan bueno como no decir nada.
Wittgenstein. “Aforismos sobre Cultura y Valor”

OBSERVACIÓN DEL HOMBRE Y DEL ARTE

Observatio significa en latín observación, reparo, atención, circunspección, con-


sideración, miramiento. Esta palabra está asociada en su significado a la pala-
bra griega theoria, que significa también observación, y deriva de theoros (es-
pectador), palabra que a su vez proviene de la raíz thea (la mirada, la vista), de
donde deriva también theatron (el lugar destinado a los espectáculos). La raíz de
theoría y theatron es la misma de thayma: admiración, maravilla. El conocimien-
to filosófico es teórico, no sólo por oposición a un conocimiento práctico, sino
porque constituye una mirada detenida, una observación atenta dirigida a reco-
nocer lo universal en los fenómenos particulares que se ofrecen a la experiencia.
Tomar en consideración, examinar atentamente, detenerse a observar es lo que
permite hacer ciencia o filosofía a partir de la multiplicidad de la experiencia. La
observación cuidadosa, que caracteriza la mirada filosófica, es un modo espe-
cial de establecer relaciones con el mundo y la vida. También los fenómenos
humanos: la historia, el lenguaje, la moral, son susceptibles de este tipo de con-
templación detenida que permite representarlos de una manera sistemática en
el universo de los conceptos. Las ciencias son el fruto del trabajo de la razón
sobre el material que ofrece una mirada que se ha vuelto atenta. Esa mirada ha
sido, a su vez, la consecuencia de un sentimiento de admiración que vincula el
conocimiento con la atracción de lo maravilloso. Aristóteles, en la Metafísica,
ponía el asombro en el origen del conocimiento.

Ante el asombro que algo produce, es posible reaccionar buscando una explicación;
también es posible fascinarse y entregarse y aceptar el silencio al que invita lo que
sobrecoge por su magnificencia o su belleza. Alguien puede ser conocido atendien-
do a sus cualidades externas o a sus talentos particulares; pero puede ser visto tam-
bién como una manifestación, como un particular modo de hacerse presente el
género humano. Esa mirada se abre al misterio de la conciencia, al misterio del
lenguaje a través del cual cada ser humano establece vínculos consistentes con los
otros seres humanos, a la encarnación de una existencia antigua cuya identidad es
historia. Al contemplarlo así, como razón y sensibilidad, como historia y lenguaje, el
ser humano aparece como objeto de una contemplación detenida y asombrada,
como objeto de la teoría y, al mismo tiempo, como fuente de la maravilla.

65
ICFES

No todos los objetos del mundo parecen dignos de la contemplación detenida, de


la observación cuidadosa que exige la teoría o que impone la belleza. La belleza se
impone porque detiene la mirada y exige el recogimiento y la atención, porque
provoca la disposición, la apertura, que le permite hablar en el lenguaje silencioso
de la resonancia entre la imagen y la sensibilidad que despierta a lo maravilloso.

La teoría exige dedicación y compromiso, disciplina y vocación; cualifica la


observación con el esfuerzo y el cuidado, descifra lo permanente en el cambio y
reconoce vínculos invisibles entre las cosas. El arte, por su parte, impone un
recogimiento similar; aunque en el tipo de atención respetuosa que despierta se
experimente la fascinación de modo más intenso en la sensibilidad que en la
reflexión sistemática. La teoría permite observar detenidamente, a través de un
acumulado histórico, y remite la multiplicidad de la experiencia a la unidad de la
explicación. El arte convoca la totalidad de la experiencia, la idea y la emoción
y su universalidad no se instala en un lenguaje elaborado a través del cual se
haría accesible, como ocurre -por ejemplo- con las ciencias, sino que corres-
ponde a una experiencia que no es posible descomponer en una multiplicidad
de perspectivas y que, en su particularidad, parece universal e inagotable.

En todo caso, la actitud de quien se enfrenta a la teoría o a la obra de arte es la


de quien se ha detenido a contemplar y, de este modo, se esfuerza por entender
descubriendo la universalidad del fenómeno o se abre a un universo de signifi-
cados, tocado por la maravilla. Al igual que el arte y la naturaleza, lo humano ha
sido objeto de una contemplación detenida al menos desde el comienzo de la
civilización occidental.

La actitud del theoros, del contemplador, ha sido modificada notablemente en la


época moderna con la expansión de la perspectiva de la técnica. El científico
moderno enfrenta el mundo no sólo como contemplador, sino como constructor
de fenómenos cuyo carácter paradigmático le permite dar razón de una plurali-
dad ilimitada de acontecimientos de cierto tipo y predecir una cantidad también
ilimitada de nuevos acontecimientos del mismo tipo. En la actitud de la moder-
nidad confluyen la contemplación y la acción. Se contempla para actuar; se
analizan las condiciones de lo dado con la intención de producirlas artificialmente
en lo construido.

También en el arte se da el acto de la construcción, pero en el resultado del


trabajo del artista no predomina, al menos en primera instancia, como en la

66
Cultura, Artes y Humanidades

técnica, un criterio de utilidad y de manipulación de los fenómenos. El artista es


un creador ocupado en la poiesis, en la producción; pero lo que emerge de esa
actividad productiva no es un instrumento o un objeto para ser usado en alguna
de las múltiples actividades productivas o en la satisfacción de algunas de las
urgencias de la cotidianidad, sino una obra que exige un observador atento, que
aparece sólo, o preferentemente, para ponerse de manifiesto, para ser admira-
da, para afectar a quien la descubre de modo similar a como somos afectados
por lo maravilloso.

Las teorías que aparecieron antes de la hegemonía de la mirada de la técnica,


examinaban al hombre desde la perspectiva de lo universal y develaban, como se ha
dicho, a partir de la atención cuidadosa a lo inmediato, la dimensión misteriosa de
lo trascendente. Estas teorías intentaron comprender lo universal (filosofía), dar un
sentido a la memoria de la colectividad (historia) y comprender el origen misterioso
de las palabras (filología). En esas teorías coincidían la atención sistemática y la
disposición a la maravilla. Esos modos de pensar al hombre, la historia, el concepto,
la palabra, tenían un valor por sí mismos y no sólo por su utilidad para la vida
práctica. A lo largo del tiempo, en estas áreas de trabajo se desarrollaron instrumen-
tos y estrategias para resolver los problemas del conocimiento y la experiencia y del
significado de los textos y los acontecimientos, pero la disposición a ordenar los
fenómenos con representaciones simbólicas coexistía con la voluntad de compren-
der dejando hablar a los textos. El que estos conocimientos teóricos pusieran en
evidencia también una utilidad para otros usos (la conquista o la conservación del
poder, el reconocimiento social) no disminuye el valor que tienen en sí mismos como
experiencias de conocimiento, como fruto del detenimiento de la observación que
transforma y enriquece la observación misma.

Entre las cosas específicamente humanas que despiertan admiración y convocan


la mirada teórica, el lenguaje ocupa un lugar privilegiado. En un mundo donde el
ser humano se distingue de los demás seres vivos por el lenguaje que le permite
establecer vínculos y encontrar formas de satisfacción simbólicas inaccesibles a
las otras especies, hablar de lo humano exige atender a aquello que distingue a la
especie. Y el estudio del lenguaje y de las creaciones que hace posibles es un
camino por el cual es legítimo tratar de comprender y realizar las potencialidades
específicas de lo humano. Dada la naturaleza de las comunidades humanas que
se constituyen gracias a las ideas y se vinculan a través de las imágenes (y no sólo
por la necesidad de supervivencia, el trabajo y el intercambio), no es extraño que
el hombre se reconozca como espíritu y como tal aspire a la trascendencia. En la

67
ICFES

práctica, el ser humano va siempre más allá de sí mismo a través del lenguaje que
vincula a cada uno de los miembros de la especie no sólo con aquellos otros con
los cuales puede establecer relaciones directas en el trabajo y en la vida social,
sino incluso con los que han muerto hace tiempo y continúan existiendo en la
memoria colectiva condensada en la palabra. El lenguaje que hace de la especie
un gran organismo que permanece y que cambia puede ser objeto de una mirada
teórica o puede ser material para la creación. En ambos casos la atención se
detiene sobre la palabra, se pregunta por su sentido; en el primer caso, en la teoría,
se pregunta por la naturaleza del significado o por la estructura de la lengua o
indaga, a través del lenguaje, por el hombre mismo; en el segundo caso, en el
proceso de creación, se atiende a la palabra para escuchar su música, para sentir
más claramente la emoción que despierta.

El arte contemporáneo parece abandonar la idea de belleza como adecuación a


un paradigma, a una forma, a un canon. En sus manifestaciones más visibles, el
arte de hoy ha abandonado proyectos como la búsqueda de la semejanza entre
la representación y lo representado; y se abre paso una estética de lo no bello e
incluso de lo feo. Pero ello no significa otra cosa sino que lo esencial al arte, más
que la belleza concebida como antaño se pensó la verdad, esto es, como ade-
cuación, es esa relación que vincula al contemplador con un objeto, con una
imagen o con un acontecimiento, que le impone la observación atenta que exige
el descubrimiento de algo único cuyo destino es su propia manifestación y le
ofrece una experiencia de encuentro sensible y espiritual que se justifica en sí
misma. Lo esencial en el arte es la existencia de una creación humana que no se
deja disolver en la determinación homogenizante de lo útil y que arranca a quien
se rinde ante su evidencia de la temporalidad en la cual transcurre la vida prác-
tica para ponerlo en contacto con el misterio de lo que aún siendo efímero se
revela inagotable.

No se trata sólo del placer que se experimenta en la resonancia entre la aspira-


ción secreta y la presencia que la hace evidente en el momento en que la satisfa-
ce; se trata también de la fascinación por una experiencia en la cual la mirada
atenta no agota el asombro sino que, en cierto sentido, lo multiplica. El arte
puede, en todo caso, renunciar a la idea de belleza, pero no desaparecerá mien-
tras pueda, en ocasiones, ofrecer la experiencia de lo sublime.

El arte, así concebido, aparece y se renueva en las manifestaciones principales del


arte contemporáneo que paradójicamente asumen la tarea de cuestionar el arte

68
Cultura, Artes y Humanidades

mismo, siempre y cuando esas manifestaciones puedan ser contempladas como


obras de arte. Cuando son verdaderamente arte, estas formas de protesta contra
la belleza descubren lo excepcional en lo cotidiano, dan permanencia a lo efímero,
se quedan en la sensibilidad como el impacto de una improvisación musical subli-
me. La extrañeza que experimentamos en relación con lo que ocurre en algunos
movimientos de las artes plásticas, en ciertas manifestaciones de la música con-
temporánea y de las artes representativas de nuestros días y en algunas formas
relativamente recientes de hacer literatura se debe muy probablemente en parte a
la discontinuidad radical entre las manifestaciones del arte actual y las formas
familiares de darse las cosas en la vida cotidiana y en parte a la necesidad de
disponer de unas claves de lectura que no se han adquirido y que son necesarias
para que las obras puedan llegar a constituirse en fuentes de la experiencia del
arte. No es sólo metáfora decir, parodiando a Borges, que los signos vacíos o
mudos despiertan al sentido cuando el lector da vida al poema; el espectador
construye un sentido y su tarea es crucial, incluso cuando algunas de las obras
que más requieren de la educación estética de la mirada pregonen que no guar-
dan nada más de lo que inmediatamente ofrecen al ojo desprevenido.

Como forma de darse la presencia a la mirada, el arte puede extenderse mucho


más allá de los límites del universo de los objetos creados para el goce estético.
Cuando en los comienzos del Renacimiento el ser humano vivió con emoción
estética y orgullo la sensación de la libertad y cantó su condición de animal divino
en la voz de Pico della Mirándola, en la filosofía estética de los Neoplatónicos y en
el arte que conciliaba la realidad y la idea, cuando sintió la fascinación del proyec-
to de realizar las potencialidades ilimitadas que descubría dentro de sí y buscó en
su pasado lo mejor de sus obras y las imágenes de sí mismo que le parecieron más
valiosas, es muy posible que estuviera evadiendo la angustia del azar y la guerra
buscando acercarse a lo que consideraba las cosas divinas. Pero, en todo caso, el
intelectual del Renacimiento imaginó el Estado como una obra de arte, recogió en
los restos de su pasado las pautas de lo más noble y encontró en las bellas artes el
modelo de experiencia que lo llevaba más allá de sí mismo. Arrastrado por la fe en
sus posibilidades, se sintió intérprete de un orden universal que hacía de la natu-
raleza una obra de arte del Divino Arquitecto y, para hacerse mejor, para vivir
más intensa y noblemente, cultivó las artes de la palabra y trató de tender un
puente entre el ideal práctico de incidir sobre los demás y el goce de la belleza. El
discurso debía ser eficaz. Pero la eficacia de la retórica dependía de la fuerza
avasalladora de la riqueza y la coherencia del discurso y, en últimas, de su belleza.
La lógica y la gramática no eran sólo conjuntos de reglas o pautas, sino también el

69
ICFES

orden que subyace al discurso y, en últimas, como dice Steiner, la música de la


palabra. La filología significa precisamente amor a la palabra, al modo como a
través de sus resonancias de sentido se revela la unidad de la especie a través de
los tiempos. La historia es la biografía de una especie que ha dado forma en su
devenir a las cosas y a las ideas y que ha dado muestras incontestables de su
propia grandeza.

SOBRE LA OBRA DE ARTE

Lo que las cosas son para nosotros depende de las relaciones que establecemos
con ellas y de las representaciones que hemos construido y empleado a lo largo
de la historia, a través de las cuales las reconocemos. Las relaciones entre las
cosas y sus representaciones han cambiado en el tiempo y están determinadas
culturalmente. Dentro de esas determinaciones es muy importante el conjunto
de medios y de criterios con los cuales construimos las representaciones y reco-
nocemos en ellas imágenes de las cosas. Quien juzga la calidad de la represen-
tación utilizando como criterio la semejanza entre la imagen y el modelo podrá
descubrir y apreciar la belleza en las obras del Renacimiento y del Neoclásico,
pero experimentará una sensación de extrañeza frente a una representación en
la cual no pueda descubrir esa semejanza. Si se considera que el valor de la
obra radica en la fidelidad lograda por un Rafael o un Velásquez, parecerá que
algo falta en un retrato de Modigliani o de Picasso o en una obra del expresionismo
alemán. Tampoco una pintura clásica nos garantiza la semejanza, puesto que
no conocemos el modelo, pero suponemos que existe o que es posible. Si busca-
mos la semejanza entre el modelo y la imagen, si nos produce placer el recono-
cimiento que permiten las imágenes clásicas y la fotografía, la ausencia de ese
reconocimiento posible nos producirá cierta insatisfacción. Es verdad que la
proliferación de imágenes de distinta naturaleza nos dispone cada vez más a
aceptar distintas formas de representación y que el criterio de la semejanza se
hace menos excluyente cada día, pero las obras no figurativas del arte contem-
poráneo resultan menos accesibles al gran público que las obras de arte del
Renacimiento. La conquista de la perspectiva y de la técnica del óleo dotaron a
los pintores del Renacimiento de instrumentos para alcanzar como nunca antes
la fidelidad en la representación de lo “real”. El universo de imágenes que surgió
de ese nuevo dominio de la práctica artística desde el Siglo XV acostumbró al
ojo y lo distanció de otras formas de expresión por lo menos hasta comienzos de
este siglo. El gusto moderno nos permite admirar masivamente a Van Gogh pero

70
Cultura, Artes y Humanidades

ello no ocurría cuando él vivía y junto a otros pintores se enfrentaba al paradig-


ma del arte clásico. Convertido en paradigma, el arte clásico no nos distancia
sólo del arte contemporáneo, puede distanciarnos del arte medieval o del arte
africano. Para ganar un espacio dentro del conjunto de obras reconocidas como
arte, la pintura moderna no figurativa, tuvo que enfrentar las resistencias de un
gusto domesticado por la satisfacción de pasar del fenómeno a su representa-
ción sin la crisis de la ausencia del reconocimiento. La semejanza entre el mode-
lo y la representación es, en todo caso, fruto de un trabajo de la mirada sobre la
imagen; el arte figurativo exige también un ejercicio de reconstrucción del signi-
ficado por parte de quien lo contempla. Experimentamos la tercera dimensión
en un cuadro clásico, pero sabemos que el paisaje que se extiende hacia el
fondo del cuadro en una gran distancia es en realidad el resultado de la distribu-
ción de formas y colores en una superficie de dos dimensiones.

El papel activo del espectador puede pasar desapercibido cuando el proceso de


reconocimiento de lo real en lo representado se cumple sin dificultades, sosteni-
do por una tradición cultural que orienta la mirada. Las anécdotas fantasiosas
sobre los pintores que engañan a los pájaros3, ponen en evidencia la creencia en
que un determinado tipo de representación coincide con la percepción “natu-
ral” del mundo de las cosas y en que la percepción humana coincide con la de
los otros seres del mundo animal, sobre el supuesto de que instalados todos en el
mismo mundo lo vemos directamente “tal como es”. Así, se nos oculta la cons-
trucción que llevamos a cabo en la percepción. Se piensa que lo dado en el
mudo circundante y en las imágenes de ese mundo puede ser aprehendido de
modo transparente, sin una intervención configuradora de nuestra parte. Esta
inmediatez aparente tiene sus costos. Puede ocurrir que la mirada sólo busque
lo que espera encontrar en la obra, que se concentre en la admiración de la
técnica. Así, puede pasar desapercibida la dimensión de lo inefable que perte-
nece a la obra de arte y que, allí donde la técnica de la reproducción fiel de lo
percibido no es empleada, el resultado no despierta interés ni admiración.

3
Se cuenta que Xesius pintó unas frutas con tal realismo que los pájaros venían a picotear el
lienzo (Gubern, 1996). Cuenta Plinio que Apeles pintó a Alejandro Magno sosteniendo un rayo
de modo que “los dedos parecían sobresalir y el rayo estar fuera del cuadro” (Gombrich, 1982,
p.44). Se dice también que Giotto pintó una mosca sobre un rostro pintado por su maestro
Cimabue y que el maestro intentó varias veces ahuyentarla antes de descubrir que estaba
pintada.

71
ICFES

Se sabe que somos educados para mirar de un cierto modo y que las imágenes
que construimos de las cosas son parte del universo de referencias que nos per-
mite ver esas mismas cosas. Sin duda, empleamos las herramientas de nuestra
percepción cotidiana para examinar una obra de arte. Hemos aprendido a re-
conocer los objetos en el espacio y las relaciones entre las ubicaciones y el tama-
ño aparente de las cosas. Es menos claro cómo el conjunto de las imágenes que
nos rodean determina el modo como contemplamos, en general, el mundo; pero
precisamente la extrañeza que puede inspirar una obra de arte no figurativa es
un síntoma del modo como se aprecian las imágenes desde una mirada educa-
da por otras imágenes. En este sentido, el arte contemporáneo cumple una fun-
ción esencial en la transformación de la mirada. No es sólo que “después de
visitar las salas de un museo de arte moderno somos más sensibles a la belleza
de los íconos medioevales”, porque el arte moderno relativiza nuestra preten-
sión de reconocer en la imagen las mismas formas y colores que aparecen en la
percepción directa de las cosas; es que el cuestionamiento radical de los crite-
rios de construcción y de apreciación de las obras de arte naturalistas nos hace
sensibles a otras formas de expresión y a otras manifestaciones de la belleza.
Las pinturas de Chagall, Modigliani o Van Gogh no pretenden “copiar” exacta-
mente la naturaleza; son muy diferentes de las de Rafael o Caravaggio, pero
hemos aprendido a descubrir su belleza. Hoy admiramos a Van Gogh y la difu-
sión de sus imágenes las ha hecho familiares y bellas para el gran público, pero,
como se sabe, en su tiempo Van Gogh fue un incomprendido que no podía
vender sus cuadros.

La satisfacción de la mimesis de que son capaces las obras de arte del Renaci-
miento o el Clasicismo, nos permite establecer una conexión intensa con la re-
presentación a través del modo como ella nos hace reconocer lo representado, y
no sólo por la similitud sino porque, gracias a ella, “se arranca de la muerte” a
un personaje desaparecido y admirado o se despiertan, por resonancia, emo-
ciones como la compasión, la indignación, la admiración o el recogimiento.
Aquí también es necesario distinguir entre la copia y la representación pictórica.
Los cuadros de J. L. David representan a Napoleón, pero no sólo como hombre,
también como símbolo. El pintor no sólo contribuye a la eternidad de Napoleón,
ayuda a convertirlo en símbolo. Otro David, el David de Miguel Angel, no tiene
que parecerse a ningún modelo real, es originalmente un símbolo de la perfec-
ción imaginada en el Renacimiento y de la belleza y el valor de Florencia y está
allí para ser “leído” por generaciones de espectadores que le asignarán nuevos
significados.

72
Cultura, Artes y Humanidades

El arte, como “ventana” al mundo, cumplía en el Renacimiento su papel de


mimesis produciendo la impresión más cercana posible a una experiencia
directa de los sentidos en la relación con el objeto. Se trataba de aproximar
lo más posible la representación al objeto. Inconsciente del proceso de sínte-
sis que realiza en la experiencia cotidiana, construyendo a partir de las im-
presiones una imagen del mundo, y de las personas y de las cosas, el espec-
tador trasladaba esa inconsciencia a la contemplación de la obra de arte,
que parecía estar en continuidad con su experiencia del mundo. Pero hay
algo más en la obra que la simple reproducción; “algo más” por lo cual se la
reconoce como arte. Algo que no es solamente ser el fruto de la habilidad de
un artesano de la imagen, que es algo más que su fidelidad al modelo repre-
sentado, que asombra y conmueve, y convierte la “copia” en algo más signi-
ficativo y universal que el original que intenta representar. Ese “algo más”
permite distinguir al gran artista del artesano hábil que conoce todas las
estrategias y técnicas de su oficio. Quizás ese “algo más” requiere de una
preparación para ser reconocido, quizás sólo una mirada educada reconoce
el arte en la obra, pero esa es otra dimensión de lo artístico que nos ocupará
más adelante.

Herramientas como la perspectiva, que “engaña al ojo” con la sensación de


profundidad (engaño relativo, porque aunque sea posible imaginar la profun-
didad es claro para el contemplador que ésta no existe), se convierten en for-
mas de dar un significado a las relaciones entre los elementos de las imágenes,
en clave de lectura de las imágenes. Erwin Panopsky, en La perspectiva como
forma simbólica (1999), ha señalado, desde el título de su famoso ensayo, el
carácter de “forma simbólica”, esto es, el carácter configurador de la perspec-
tiva. Como señala Merleau-Ponty, el árbol muy pequeño, en relación con los
otros árboles, dentro del cuadro, sólo se hace árbol cuando lo ubicamos en la
lejanía. La perspectiva, como forma simbólica, ordena el mundo del cuadro
dando unidad y sentido a los elementos reunidos mediante la ilusión de la
profundidad. Es sólo porque el contemplador del cuadro es capaz de descifrar
el código de la perspectiva y de unificar los elementos imaginando la profundi-
dad, por lo que el cuadro se convierte en una ventana a un universo de tres
dimensiones. Pero el papel constructor del observador, su condición de artífi-
ce de la profundidad, a partir de la aplicación de los códigos de la perspectiva,
puede pasar fácilmente desapercibido. El cuadro le devuelve, como si miste-
riosamente estuviera construida en él, la profundidad que el espectador cons-
truye al realizar la síntesis de los elementos.

73
ICFES

Esta invisibilidad del papel activo del espectador de la obra de arte se rompe en
las obras contemporáneas. Incluso una escultura hiperrealista, como las de Duane
Hanson, sólo se revela como obra de arte en el instante en que se descubre el
engaño inicial de la mirada. Si el engaño persistiera, una obra de este tipo des-
aparecería en el río de los acontecimientos mundanos. Sólo cuando se revela
distinta de la experiencia cotidiana que tenemos de los objetos y las personas,
cuando obliga a preguntarse por su sentido como fruto del trabajo del artista y,
por tanto, a realizar una tarea de construcción de significado, la obra hiperrealista
pasa a ser arte.

No era posible restringir el reconocimiento de la belleza a los criterios estableci-


dos por el tipo de mimesis de la semejanza. La conquista de nuevas formas de
expresión que ha llevado a cabo el arte moderno es, en sí misma, digna de
admiración; pero, posiblemente, la tarea más importante que ha cumplido esta
revolución de las formas de representación es la de ampliar la mirada y, por
tanto, las posibilidades de satisfacción estética al proponer nuevas formas de
experiencia estética y al expandir, de ese modo, nuestra sensibilidad a las crea-
ciones humanas.

El arte moderno revela aspectos del encuentro entre el espectador y la obra que
podían escapar a la atención del contemplador cuando el juicio se orientaba
por criterios como la similitud y el dominio de la técnica. El arte en general, y el
arte moderno en particular, exigen un esfuerzo de quien contempla. El especta-
dor debe sintetizar los elementos presentes para construir un significado. Este
acto, que puede pasar desapercibido en la contemplación de la obra de arte
naturalista, se hace explícito en el ejercicio de desentrañamiento de significado
o de construcción de significado que exige el arte abstracto y cualquier tipo de
arte distinto (y distante) del que busca intencionalmente la mayor proximidad
entre arte y naturaleza. En este tipo de arte, la obra debe aparecer, más allá de
cualquier intención comunicativa del artista, como el resultado de un proceso
de construcción que es obra del espectador. El espectador interviene activamen-
te en la construcción de la respuesta a la pregunta de qué es lo que aparece o
qué es lo que se devela en la obra de arte. En distintos grados y formas, en el arte
moderno el espectador es obligado a participar en el ejercicio de la construcción
de sentido. La calidad de la obra puede incluso juzgarse por su capacidad de
provocar múltiples interpretaciones. La obra de arte misma es el resultado de la
relación que el producto del trabajo del artista establece con las múltiples mira-
das (Ver El origen de la obra de arte, en Heidegger, 1996).

74
Cultura, Artes y Humanidades

Quien entra en una galería de arte contemporáneo sabe, de antemano, que


debe trabajar para sintetizar los elementos y construir el sentido de lo que con-
templa. Sin duda, sigue existiendo el papel receptivo de quien “se abre” para
recibir la obra de arte. Sin duda, sigue siendo importante la disposición a ser
impactado por la obra, a acoger la obra para que ella pueda manifestarse en su
esencial pluralidad de tensiones y posibilidades que, de alguna manera, le son
propias; pero tal vez nunca como en el arte contemporáneo ha sido tan claro
que la recepción de la obra de arte está mediada por la previa apropiación de
unas herramientas básicas de lectura.

Como hemos dicho, estas herramientas eran indispensables también para com-
prender el código de la perspectiva. Pero la voluntad del arte clásico era estable-
cer una comunicación significativa con todos los contempladores posibles. Sin
duda, sólo una minoría está en capacidad de desentrañar muchos de los símbo-
los contenidos en las obras clásicas, de modo que las distintas lecturas se dife-
rencian, entre otras cosas, por los grados de apropiación de los códigos que
trabajaba el artista, pero aparentemente la obra está a disposición de todos, por
la mencionada continuidad aparente entre la experiencia directa de las cosas y
la experiencia de las imágenes.

Rota esa continuidad, resulta claro que el espectador debe “aprender a leer” la
obra de arte. Esta experiencia de lectura es activa, además, porque el significa-
do de la obra no se agota en una intención del autor ni en una construcción del
crítico, sino que se configura en cada mirada. En cierto sentido, se trata de “leer
algo que aún no está escrito”; se trata de saber lo suficiente sobre el lenguaje de
la obra, para que ésta se abra al proceso de creación de significado en que
consiste la contemplación activa. La historia del arte, la estética y la crítica
inteligente aportan elementos del leguaje en el cual puede leerse la obra, pero la
sensibilidad que permite establecer una comunicación con ella, no depende sólo
de estos elementos académicos. Depende de una “vecindad” del espectador
con la obra de arte.

Esta vecindad tiene dos aspectos que nos parecen esenciales. Por una parte, se
trata de reconocer la obra en su condición de resultado de un trabajo de crea-
ción material de significados, esto es, como algo que tiene un sentido y una
finalidad en sí mismos; algo que no responde a la pregunta ¿para qué sirve?,
sino que impone la pregunta ¿qué quiere decir? Plantear de este modo esa pre-
gunta es instalarla en un contexto de sentido muy específico y muy elaborado

75
ICFES

que es el del lenguaje verbal; pero utilizamos esta expresión para nombrar una
impresión, un efecto de la obra en la conciencia, que no se agota en las palabras
y que no necesariamente se formula como una pregunta sino que aparece como
una tensión de la sensibilidad que es llamada sin palabras, pero exigentemente,
por la obra. Para aquellos que sienten la fuerza de la poesía (lo que también
requiere una educación de la sensibilidad), la lectura del poema es un encuentro
con un significado que está más allá del sentido literal de los términos y toca,
como la música, algo anterior a la diferenciación de las lenguas; para esos lecto-
res resulta cierta la sentencia de Hölderlin según la cual “la poesía es la lengua
materna de la humanidad”.

Por otra parte, la vecindad de la obra se expresa como familiaridad con el arte.
La obra de arte tiene un significado mayor cuando se la puede relacionar con
otras obras de arte. Cuando se ha tenido la experiencia de contemplar otras
obras de arte, la nueva obra, que no necesariamente guarda alguna conexión de
significado con las otras previamente vistas, se instala en un espacio abierto por
las experiencias artísticas previas.

Podría decirse que la obra de arte no es tal por fuera del múltiple juego de las
miradas que hacen realidad su apertura a la pluralidad de significados. Tam-
bién las obras más naturalistas comparten esta polisemia. Si se busca un signi-
ficado más allá de la representación de un objeto, las interpretaciones pueden
multiplicarse. Italo Calvino imagina, en El castillo de los destinos cruzados (1977),
una situación en la cual los interlocutores, enmudecidos, se ven obligados a
contarse sus historias a través de las cartas del Tarot. El lector de este texto no
puede evitar intentar descifrar la historia en las cartas que se le ofrecen y descu-
bre que hubiera sido prácticamente imposible construir el mismo relato que des-
cifra el autor. El relato del cuadro naturalista no es tampoco transparente, a no
ser que previamente se conozca la historia. El historiador del arte ve en la obra
significados que escapan a la mirada no informada. Si se examina un cuadro
muy conocido, como La última cena de Leonardo, y se atiende a las expresiones
de los apóstoles, los distintos observadores pueden atribuir significados diferen-
tes a los gestos sin descubrir que el cuadro representa un momento de impacto
que conmueve a la concurrencia. El escándalo que se descubre en los gestos y
en los ademanes resulta probablemente de que Cristo acaba, precisamente, de
pronunciar unas palabras terribles, tal vez: “uno de vosotros me ha de traicio-
nar” (Gombrich, 1982). El significado de las obras ligadas al poder, al culto
religioso o a la representación de ideas o acontecimientos ha cambiado con el

76
Cultura, Artes y Humanidades

tiempo. Es clara la diferencia entre el papel que jugó la obra en el momento


histórico de su creación, el contexto cultural y espacial en el cual fue instalada
inicialmente y el papel que juega hoy como realidad del museo en el contexto de
una cultura despojada de muchos de los elementos que fueron esenciales para
darle su significado original. Cualquier obra de arte del pasado invita a pensar
esa diferencia entre su presencia actual y su sentido originario; se convierte en
un nexo entre el pasado y el presente, en una puerta abierta entre el mundo en el
cual fue concebida y construida y el mundo del contemplador.

La constatación de la diferencia esencial entre el arte contemporáneo y el arte


de otras épocas pone en evidencia el sentido histórico de la noción misma de
arte. Ese sentido histórico implica la conciencia de lo que cambia, pero también
la intuición de lo que permanece. La clasificación de las diferencias corre para-
lela con el descubrimiento de los vínculos.

La apertura que se hace posible en presencia del arte contemporáneo, y que es


más clara aún si se asume radicalmente la exigencia de construir un significado y
se adopta la disposición necesaria para ser impactado por la obra, amplía la
sensibilidad que requiere descubrir el valor estético del arte de otras épocas o de
otras culturas. La apropiación del arte prehistórico o del arte de los pueblos africa-
nos por parte de un Picasso o de un Modigliani pone de presente una “resonan-
cia” o un elemento común entre las sensibilidades de personas separadas por el
tiempo, por el espacio o por la red de significados que da sentido a las acciones de
una comunidad. Una vez que el espectador contemporáneo del arte moderno
descubre la belleza de una obra que recoge elementos estéticos de otros tiempos,
su mirada se abre a los valores estéticos de otras obras que, de otro modo, hubie-
ran permanecido cerradas al gusto limitado por unos cánones definidos. De este
modo, el arte contemporáneo hace posible un contacto más rico y más profundo
con formas de expresión artística que hubieran resultado ajenas a la mirada de un
hombre del siglo XVI o del XVIII. Algo vincula el arte prehistórico con el arte con-
temporáneo. Gaugin, Picasso, Brancusi y otros han rescatado síntesis formales
universales logradas por otras culturas o en otros momentos de la historia. Un
vínculo se construye o se pone de presente cuando se accede con nuevos ojos al
arte oriental, al arte africano o a las expresiones estéticas de comunidades indíge-
nas de distintas partes del mundo.

El arte pone en evidencia la diferencia esencial que resulta de las mutaciones


producidas en la historia y, al mismo tiempo, la comunidad esencial que vincula

77
ICFES

culturas y épocas enormemente separadas, gracias a su capacidad de expresar


lo diferente y lo común, no sólo en el terreno del concepto sino en el terreno de la
sensibilidad. Lo que se expresa en la historicidad de la obra de arte es lo propio
del ser humano mismo, construido con la materia del tiempo; es el cambio y la
permanencia en la razón humana; es el cambio y la permanencia en la sensibi-
lidad humana; es la presencia actual del pasado; es la expresión del modo de ser
lo humano; del modo como es humano el mundo; del modo como el ser humano
deja sus huellas en las cosas y se reconoce más tarde en esas huellas; el arte es
la puesta en evidencia de la humanidad que crea.

Pero en el arte no se manifiesta sólo ese reconocerse del ser humano en su


mundo a través de las representaciones que hace posible el ejercicio de su
poder creativo y que se hacen visibles en el horizonte de la receptividad de la
contemplación. No se trata sólo de la huella del hombre en las cosas transfor-
madas por su ejercicio creador; se trata de un modo humano de hacer apare-
cer las cosas con una relativa autonomía. En una obra de arte algo se pone de
presente, algo se des-cubre, pero la naturaleza de la relación que se establece
con la obra de arte obliga a suponer que existe siempre algo oculto que puede
revelarse en una nueva mirada y que, tal vez, nunca se manifieste. Un cuadro,
una obra de teatro, un poema o una película pueden aparecer siempre diferen-
tes en el contexto de interpretaciones diferentes, y esta pluralidad de significa-
dos sugiere la multiplicidad ilimitada de relaciones que es posible establecer
con algo que, por fortuna, no se deja atrapar completamente. La obra de arte
es inagotable porque son inagotables las relaciones que es posible establecer
con ella. Esta inagotabilidad expresa una “autonomía” de la obra y la hace
existir en su radical diferencia con los objetos que se usan para satisfacer las
necesidades cotidianas.

El objeto externo aparece siempre en un horizonte de interpretaciones que per-


mite que “algo sea tomado como algo”. El objetivismo que asume la separación
radical entre sujeto y objeto -y que alimenta subterráneamente la pretensión de
aproximarse sin mediaciones al objeto en el proyecto de conocer la naturaleza o
de hacer del arte una ventana donde ella se manifieste sin ninguna deformación,
tal como es- confunde sencillamente las cosas con sus representaciones. El obje-
to se confunde así con una forma particular de percibirlo que se presume perfec-
ta y adecuada. El arte moderno, en cambio, impide esa identificación fácil entre
el objeto y su representación al poner en evidencia la existencia de múltiples
representaciones de un mismo objeto.

78
Cultura, Artes y Humanidades

¿Qué es lo que hace de una obra de arte lo que ella es? En distintos sentidos, la
respuesta a esta pregunta está determinada históricamente. Es posible, por una
parte, que algunas creaciones muy antiguas, que hoy se nos aparecen como
obra de arte, fueran en el momento de su creación objetos de culto o utensilios
que expresaban riqueza o poder. El mundo antiguo conoció profesiones como la
del escriba y la del arquitecto. Pero aunque una tumba egipcia pueda ser con-
vertida en una expresión increíblemente rica del arte egipcio (la impactante abun-
dancia de objetos encontrados en la tumba de Tutenkamon bastaría para hacer
del Museo de El Cairo uno de los más ricos del mundo), y aunque la construc-
ción de los templos y el culto a los muertos convocara necesariamente una gran
cantidad de artistas, no era el arte como tal, sino el vínculo entre arte y religión
lo que determinaba el significado de esas creaciones. Hoy, esas divinidades a
las cuales se apuntaba a través de la imagen, esos poderes a los cuales servía la
imagen han perdido relevancia frente a la fuerza estética de las imágenes mis-
mas. En este caso, el objeto del culto se ha convertido en obra de arte porque la
mirada ha dejado de orientarse más allá de la imagen y se ha detenido en ella.

Recordemos las tres palabras claves de Gadamer para comprender la relación


con la obra de arte: “juego”, “símbolo” y “fiesta”. Hemos dicho que la obra de
arte está finalizada en sí misma, esto es, que, como tal obra de arte no está allí
para cumplir una tarea que le es externa, y hemos dicho también que nos com-
promete inevitablemente como espectadores en la medida en la cual la reconoz-
camos como arte. En el juego, que es natural en la infancia y en las primeras
etapas de la humanidad, se trata de un “automovimiento que no tiende a un
final o a una meta, sino al movimiento en cuanto movimiento, que indica, por
así decirlo, un fenómeno de exceso, de la autorrepresentación del ser viviente”
(Gadamer, 1991, p. 67).

Sin duda, se aprende en el juego, se gana o se pierde y se lo puede utilizar para


distintos fines; pero el juego útil para comprender la naturaleza del arte es el
juego que se ordena por unas reglas pero no persigue otros fines que la dinámi-
ca del juego mismo. Ahora, el papel activo del contemplador de la obra puede
ser pensado como el de quien participa en un juego. La obra de arte implica esa
participación. La obra de arte busca esa participación. El significado de la obra
se construye, al menos en parte, en la relación con el espectador que participa
del juego que ella propone; que acepta el reto de interpretarla o de leerla, que
entra en el juego de la síntesis de los elementos y de la construcción del sentido.

79
ICFES

Pero la obra de arte es también símbolo. En cierto sentido, nos “reconocemos”


en ella, nos “completamos” en ella: “el símbolo, la experiencia de lo simbólico
quiere decir que este individual, este particular, se presenta como un fragmento
de Ser que promete complementar en un todo íntegro al que se corresponda con
él o, también, quiere decir que existe el otro fragmento, siempre buscado, que
complementará en un todo nuestro propio fragmento vital” (Ibid p. 85).

Gadamer recuerda aquí a Platón que, en el Fedro, plantea la experiencia del


encuentro con la obra de arte como una especie de contacto con un orden esen-
cial, con una totalidad, con una plenitud que no requiere ni acepta nada más.
En el platonismo del Renacimiento, la belleza absoluta de la idea no podía ser
contemplada porque inflamaría el espíritu y enceguecería con su luz, pero nos es
dado algo similar a esa experiencia en la relación que establecemos con la obra
de arte. En su particularidad, la obra vincula al espectador con un universo;
sugiere una totalidad más allá de ella misma; devela y oculta a un tiempo una
infinitud y una trascendencia. Gadamer recuerda aquí a Heidegger al decir que
la verdad que nos habla desde el arte se da “en el doble movimiento de descu-
brir, desocultar y revelar, por un lado, y del ocultamiento en el retiro por el otro
(Ibid p.89).

Este develarse y ocultarse en el arte se da como una representación que remite a


sí misma, que no está, como representación, en el lugar de lo representado, sino
que se representa a sí misma, tiene en sí misma su significado. Gadamer formu-
la aquí una posición radical: para él, el artista no habla el lenguaje que ha apren-
dido en la comunidad a la cual pertenece, sino que crea, a partir de los vínculos
que establece su obra, su propia comunidad con pretensiones de universalidad.
Hacemos parte de la comunidad creada por los sueños de Chagall o de la comu-
nidad creada por las Pasiones de Bach, que no son comunidades que compar-
ten un momento histórico o una geografía determinada, sino una emoción y
una pluralidad abierta de significados.

La fiesta, como el juego, reúne e invita a la participación. Pero la fiesta es ade-


más celebración. En múltiples sentidos, la fiesta está más allá del tiempo que nos
acosa en el mundo de la producción, del tiempo que debe ser empleado con la
máxima eficacia posible en el trabajo, y del tiempo vacío del tedio, del fastidio y
del aburrimiento. El tiempo de la celebración, como nos recuerda Gadamer,
además de ser el tiempo de la vida en el cual nos encontramos y estamos efecti-
vamente presentes (un tiempo que tiene más que ver con nuestra experiencia de

80
Cultura, Artes y Humanidades

seres humanos capaces de reconocernos como individuos y como miembros de


una colectividad que con la posibilidad de cumplir una tarea) es un tiempo que
no se presenta como una sucesión de acontecimientos, como una línea en la
cual se oponen esencialmente el pasado y el futuro, sino como un retorno, como
una actualidad que no se agota (la fiesta de las navidades y del año nuevo, la
fiesta de los cumpleaños, la época del carnaval).

El tiempo de la contemplación activa de la obra de arte es un tiempo esencial-


mente distinto del transcurrir cotidiano, en el cual algo se construye para una
finalidad que está más allá del presente y algo se pierde irremediablemente. La
celebración se justifica en sí misma; su repetición une presente y pasado. Del
mismo modo, el arte es su propio fin y en el arte se unen el presente y el pasado.
Incluso, las llamadas “artes del tiempo” la literatura, la música y, en cierto senti-
do, el cine, poseen una temporalidad que tiene poco que ver con el tiempo de los
relojes. El tiempo propio de la música es distinto del tiempo real de la interpreta-
ción. Lo que es común a las distintas interpretaciones de una obra musical es
una relación de elementos que configura una totalidad. Estos elementos se orde-
nan en el tiempo y están constituidos, a su vez, de duraciones coordinadas.

Pero lo que constituye la obra es una dimensión de la temporalidad que se repi-


te, como una celebración, en cada interpretación. La obra de arte invita al es-
pectador a detenerse contemplándola. Si se está dispuesto a vivir la experiencia
de la construcción de sentido y de la apertura al efecto que la obra busca produ-
cir, no se puede determinar previamente el tiempo de contacto con la obra.
Gadamer habla de la silenciosa contemplación del grupo de espectadores que
se detiene en presencia de la obra y alude, precisamente, a ese silencio como un
elemento de la celebración que da a la fiesta del arte el carácter de un encuentro
íntimo que nos compromete con la trascendencia.

La idea de que la obra de arte sea símbolo, juego y fiesta, es una manera de
decir que “la esencia de la obra de arte es su capacidad de convocar un esfuerzo
de interpretación, un recogimiento alrededor de lo que se manifiesta alrededor
de la obra de arte, una participación gozosa del espectador”. Se trata, en todos
los casos, de construir comunidad. El momento en el cual escribe Gadamer es
un momento en el cual las vanguardias artísticas mantienen cierta vigencia y el
arte asume una posición crítica en relación con el poder y con la cultura. Allí la
obra de arte es un símbolo, tiene un mensaje, pero conserva los elementos de la
celebración y la excepcionalidad que hereda de su historia, es decir, no se agota

81
ICFES

en una lectura ni en un momento histórico. La diferencia que puede existir entre


el momento en el cual habla Gadamer y en el momento en el cual habla de eso
Baudrillad es que, al menos en algunas corrientes contemporáneas, la obra ya
no es símbolo, o no quiere serlo, se abstiene de sugerir, de invitar al juego abierto
de la interpretación y afirma lo está explícito.

La filosofía de algunas tendencias del arte contemporáneo pone en evidencia la


complejidad del momento que vivimos en el terreno de las artes. Se celebra la
independencia actual en la cual el artista se supone libre de las ataduras im-
puestas por los cánones de la belleza y de las imposiciones ideológicas. Parte
siginificativa del arte de hoy no cuenta una historia ni realiza un ideal de belleza;
asume que el arte se sirve sólo a sí mismo. Los artistas de estas tendencias no se
sienten obligados a denunciar una situación o a aparecer como “lo otro”, como
un gesto único, en un mundo atravesado por las imágenes de la publicidad.
Podría decirse incluso que no tiene un mensaje ni aspira a tener un significado.
Ni siquiera aspira en ocasiones a provocar una experiencia excepcional. Pre-
tende ser indiferente en un mundo indiferente, asume la indiferencia haciéndose
imagen inocua. Aunque aún busca hacerse visible, la obra no pretende desper-
tar la admiración o invitar al recogimiento, ni postula otra realidad u otro modo
de ver la realidad.

Cuando estas propuestas del arte contemporáneo afirman la ausencia de in-


tenciones o de mensajes que deben desentrañarse y niegan el carácter simbó-
lico de la obra, su dimensión política, su naturaleza conceptual, su carácter de
crítica de lo existente, se instalan, paradójicamente, en relación con las van-
guardias artísticas del siglo XX, en una posición de crítica y de rechazo al
pasado. Pero la dinámica histórica de la producción artística permite recono-
cer, por una parte, que esa posición no es común a los distintos actores del
campo de posiciones encontradas en el cual aparecen las obras de arte y,
permitir predecir, por otra parte, que esa negación será, a su vez, negada por
nuevas posiciones que, sin retornar necesariamente a las propuestas de las
vanguardias, se distanciarán de esa neutralidad relativa. Aún está por verse lo
que puede surgir de la revolución actual en el campo de la estética. La literatu-
ra y el arte estuvieron mucho tiempo inscritos en el culto de lo sagrado y, luego
de un proceso de secularización en que asumieron como objeto las distintas
manifestaciones de la existencia humana, siguieron siendo un lugar de crea-
ciones admirables.

82
Cultura, Artes y Humanidades

En más de una ocasión se ha hablado de la “muerte del arte”, sea porque apa-
rentemente la obra de arte renuncia a su pretensión de verdad o de universali-
dad, sea porque las obras afirman su caducidad, negando la pretensión de un
arte fuera del tiempo (de las obras eternas), sea porque aparentemente el arte se
deja manejar por el gusto, que es múltiple y efímero, o sea porque las propuestas
radicales parecen negar, en ocasiones el conjunto global de referencias que per-
mitían distinguir las obras de arte. Pero siempre el arte se ha levantado, renova-
do, de la aparente muerte diagnosticada por la crítica. El arte afirmó su especi-
ficidad al entrar al museo. El arte del museo conserva el presupuesto de la eter-
nidad de algunas obras; el nuevo arte, que sale del museo, no niega el arte mis-
mo sino sólo una forma histórica de su manifestación. La dinámica del arte
obliga permanentemente a repensar el concepto mismo de arte, y ello ha sido
más claro desde la aparición de las vanguardias que convirtieron al arte mismo
en objeto de la obra de arte.

Si esto es así, la disolución de los límites entre arte y publicidad puede ser mo-
mentánea, pese a las grandes capacidades de la técnica, que alcanza niveles de
perfección en el manejo de las materias y de las formas, y pese a la difusión de
una cultura que homogeniza la percepción al buscar presentar como excepcio-
nales todas las cosas que compiten en el mercado y todas las imágenes que
pugnan por conquistar la mirada.

El arte hoy puede optar libremente por afirmarse como mercado como hizo el
Pop-Art que recogió elementos del gusto popular para asegurarse un consumo
masivo, o puede intentar sustraerse a la lógica del consumo como hizo el arte
conceptual que buscó proponer ideas y no objetos-mercancías. La suprema
libertad del arte contemporáneo le permite repetir, reunir fragmentos recogi-
dos de su propia historia sin preocuparse por la originalidad y por la coheren-
cia, renunciar a intervenir de manera crítica o afirmativa. Mientras que algu-
nos celebran esta libertad sin límite, otros se preocupan porque temen que de
ese modo el arte deje de ser una experiencia que crea nuevas formas de ver el
mundo y de establecer vínculos con él, una experiencia que despierta del deam-
bular inconsciente entre imágenes y cosas que han perdido su capacidad de
interrogar. Ven en las vanguardias y en las creaciones que asumen una dispo-
sición crítica una fuerza que cuestiona la homogenización y sacude la indife-
rencia y se preocupan por un posible triunfo de la banalidad porque temen
que, en su aparente indiferencia, el arte cumpla una función afirmativa de la
cultura. Temen que, al negar todo compromiso con una apertura de la sensibi-

83
ICFES

lidad, el arte mismo se disuelva en la publicidad y en la tecnología de la ima-


gen y simplemente desaparezca.

Por último, puede pensarse que el arte no muere y que, sencillamente, las pro-
ducciones de los artistas se han hecho más visibles, pero menos diferenciables,
en un mundo donde se multiplican las imágenes, y la técnica sustituye a la ima-
ginación. En este contexto puede muy bien ocurrir que las obras de arte real-
mente valiosas tengan un impacto muy localizado o se mantengan ocultas a las
miradas que han desplazado sus asombros del mundo de las creaciones estéti-
cas al mundo de la tecnología. Si así fuera, el arte seguiría siendo accesible sólo
a unos pocos que han aprendido los códigos de lectura, a pesar de llegar a todas
partes gracias a la reproductibilidad técnica.

ARTE Y POESÍA

En el arte y en la literatura el papel de las imágenes es esencial. Para conside-


rar el carácter de la imagen en estos territorios, es útil pensar, con Cassirer,
que mientras la imagen en el mito es concebida como algo real, de modo tal
que se establece una identidad entre la imagen y el objeto, en la religión la
imagen es representación de una idea. Recordemos que en el arte la imagen
no es sólo representación de algo fuera de ella (aunque sea un retrato o aluda
a un acontecimiento histórico o sagrado); Independientemente de su conteni-
do figurativo o de su papel de expresión del poder o de conmemoración del
acontecimiento, en tanto que arte, la imagen exige ser reconocida como ima-
gen. Quien examine un retrato en términos de su fidelidad con la apariencia
externa del individuo representado en él, no lo está examinando en cuanto
obra de arte y no podrá reconocerlo como tal mientras sus referencias de sen-
tido se limiten a la aproximación entre el original y la copia. La obra de arte
sólo es descubierta en el momento en el que se la examina en términos de su
coherencia como un producto estético que se soporta en sí mismo, que es en sí
mismo cumplimiento y finalidad alcanzada y que no depende, para ser valo-
rada como tal, de su fidelidad a un modelo o de su capacidad de satisfacer
algún tipo de interés político o ideológico. La imagen no es la cosa que “con-
tiene”, ni es representación de algo fuera de ella.

Cassirer establece una importante distinción entre el mito, la religión y el arte.


En todos los tres, la “fuerza de la configuración” de que es capaz el hombre se

84
Cultura, Artes y Humanidades

expresa como la construcción de una unidad. Pero mientras que el mito recono-
ce a las imágenes como una forma de realidad objetiva, material, en donde la
imagen tiene una eficacia independiente de lo que le es exterior, en donde la
imagen es cosa, en la religión, que triunfa sobre el mito, se establece una separa-
ción entre la imagen y la verdad espiritual; incluso, en ocasiones, la religión se
alza contra la imagen; el arte, por su parte, se detiene en la imagen como ima-
gen; la intuición artística no mira a través de la imagen sino que se detiene y se
instala en ella; la apariencia, en el terreno del arte, contiene su verdad.

Es interesante examinar, a la luz de lo planteado sobre el mito y la religión,


nuestro modo particular de relacionarnos con la divinidad o la trascendencia.
Podría decirse que el protestantismo es más cercano a la idea de religión aquí
propuesta, que el catolicismo. En este último, podría decirse que no sólo se rinde
culto a la divinidad a través de las imágenes, sino que se rinde culto a las imáge-
nes, o por lo menos a algunas de ellas (las imágenes “milagrosas”), de modo tal
que se establece con la imagen una relación en la cual se sintetizan la actitud
mítica y la actitud religiosa. Lo que en todo esto resulta significativo para nues-
tro propósito de comprender el arte es cómo la dimensión de lo mítico aporta
una especificidad, una identidad, a algunas formas de producción artística. El
realismo mágico de García Márquez o de Isabel Allende, los universos construi-
dos por Julio Cortázar o por Ernesto Sábato o la literatura de Juan Rulfo, así
como la pintura de Wilfredo Lamb o de Frida Kahlo, se distinguen por la presen-
cia del mito. Sin duda, este realismo mágico, o esta pervivencia del mito, no son
sólo latinoamericanos. Pero constituyen una alternativa de creación que puede
ser comprendida a través del examen de nuestra relación con el mito.

El arte puede ser visto como algo distinto de la religión y del mito, como es
distinto, obviamente también de la ciencia y de la filosofía, pero puede también
ser visto como una superación de las barreras que separan el mito, la religión, la
ciencia y la percepción cotidiana. La idea de que el arte es una superación de
barreras entre mundos es aplicable también a las distinciones establecidas por
la filosofía entre mundo objetivo, mundo subjetivo y mundo social (Habermas).
Tanto en la lectura de la obra de arte, donde se compromete integralmente la
experiencia del observador, como en la construcción de esa obra, donde la sub-
jetividad del artista se compromete también de modo pleno, se pone en eviden-
cia la imposibilidad de separar el mundo objetivo del mundo subjetivo en pre-
sencia de la obra de arte. La obra de arte, que existe objetivamente, se constitu-
ye, según hemos señalado, como un espacio de construcción de significados

85
ICFES

que no se agota, porque siempre es posible que un nuevo espectador descubra


en ella lo que no ha sido visto por los otros espectadores, ni por el creador. El
carácter abierto de la obra de arte la convierte en algo cuyo sentido se construye
en las múltiples miradas que le reconocen un significado en relación con un
mundo de vivencias subjetivas. Esto no significa que no pueda hablarse de as-
pectos de la obra en los cuales es fácil reconocer consensos: el material emplea-
do, algunas características de forma y contenido, un conjunto de otras obras
con las cuales comparte elementos o intenciones expresivas (un “movimiento”).
Pero más allá de ese territorio común, la obra de arte, como señala Gadamer,
instituye su propio lenguaje y se abre a un diálogo múltiple que la hace ser lo que
es, inseparable de las miradas, una fuente de nuevos significados. De este modo,
resultan vinculados el mundo subjetivo, el mundo objetivo y el mundo social, y la
unidad de la obra se construye en la ilimitada pluralidad de síntesis posibles
entre estos tres mundos.

Esta manera abierta y “subjetiva” de constituirse la obra de arte puede resultar


poco visible en algunos casos, porque los seres humanos compartimos muchos
elementos en el terreno de lo sensible y en el terreno de lo intelectual. Lo “objeti-
vo”, como decía A. Gramsci, es lo “universalmente subjetivo”, de modo que las
cosas cuyas representaciones se comparten pueden aparecer como objetos que
no han sido modificados o determinados por ninguna representación. Pero lo
sensible no puede ser separado de lo intelectual en la relación que se establece
con la obra de arte; uno y otro están abiertos a una construcción plural y perma-
nente. Su carácter abierto no agota, sin embargo, el sentido de la obra. En ella
hay una forma de universalidad que subyace a la pluralidad de la construcción
del significado y que la hace obra de arte. Aunque exista una multiplicidad de
ideas sobre la belleza, aunque la apreciación de la obra esté determinada histó-
ricamente, la obra “habla” significativamente a un universo de espectadores o
de lectores que no pertenece a una sola cultura o a un determinado momento
histórico.

La referencia a la poesía nos permite reconocer otra frontera que se quiebra en


la obra de arte, la frontera entre la obra y su modo de representación. Del mismo
modo como en la música una parte esencial de la obra es la interpretación, el
sonido de la voz que resuena en la mente del lector, no puede ser completamente
separado de lo que hace a un poema ser lo que es. En la poesía se recupera la
materialidad de la palabra; mientras que en la ciencia los símbolos se orientan a
un sentido que va más allá de su propia materialidad (aunque esa materialidad

86
Cultura, Artes y Humanidades

visual sea, en cierto sentido, condición de acceso al territorio del mundo, que
adquiere una forma gracias al lenguaje), en la poesía no es posible separar el
sonido del sentido. Aquí aparece una cuestión complicada, la de la traducción
de la poesía. Al cambiar de lengua la poesía cambia de música; se transforma el
modo como en ella “vibra el sonido”. La traducción puede conservar una “in-
tención expresiva”, pero parece extraordinariamente difícil que conserve la “voz”,
la melodía de los acentos, que le es propia en la lengua original. Las palabras
traducidas pueden producir evocaciones similares. Pero en cierto sentido, la
traducción es otra obra.

A pesar de lo dicho, perdida la voz, existe una secreta armonía en la vinculación


de las imágenes y en el modo como se producen las evocaciones y las resonan-
cias en lo sensible y en lo intelectual. De este modo, podría decirse que más allá
de la música de los acentos, determinada por la especificidad sonora de la len-
gua, existe una música esencial del poema que es capaz de traspasar (si la
traducción se ha hecho con inteligencia y sensibilidad) las barreras lingüísticas
así como traspasa en el entorno de una misma lengua las barreras culturales. Es
quizás a esta música de las imágenes y los significados a la cual se refiere Hölderlin
cuando habla de esa “lengua materna del género humano”.

CIENCIA, TÉCNICA Y ARTE

Sin duda existen vínculos muy diversos entre la ciencia y el arte y nadie puede
ignorar hoy el modo como la técnica sirve al arte. Pero quisiéramos partir de
una diferencia esencial entre la tarea del artista y la de quienes se proponen dar
razón de lo real desde la teoría o dominar técnicamente el mundo material:
aunque el artista deba dar razón de su obra y requiera del dominio técnico para
realizar su trabajo, su modo de vincularse con el mundo en el cual se instala
tiene una diferencia específica que hemos tratado de pensar con la palabra
“apertura”.

Las ciencias, y las teorías en general, construyen redes conceptuales que se


“proyectan” sobre el mundo. Estas redes conceptuales ordenan la experiencia y
construyen imágenes de las cosas, adecuadas a los lenguajes que emplean. Las
ciencias empírico-analíticas proyectan los fenómenos en el espacio del vínculo
entre la matemática y la experiencia sistemáticamente organizada. Las cosas
son despojadas de su naturaleza particular para entrar en el universo de los

87
ICFES

lenguajes con los cuales se exploran las conexiones generales y se formulan leyes
y teorías. Los fenómenos de la ciencia empírico-analítica son fenómenos prepa-
rados y examinados desde la teoría. La mirada renuncia a la multiplicidad ex-
traordinaria de lo dado para captar la unicidad de lo que se comprende como
manifestación de una universalidad o en relación con una universalidad, de lo
que corresponde como material de trabajo al sistema de los conceptos. Como se
sabe, el mundo traducido al lenguaje de las ciencias empírico-analíticas es dis-
tinto al que se ofrece a la mirada ingenua que capta las cosas más que las
relaciones, la variedad más que la variación, la utilidad más que la universali-
dad abstracta.

Que esta forma de apropiación del mundo tiene su propia legitimidad, resulta
incuestionable cuando se piensa en el vínculo entre la ciencia y la técnica. La
renuncia inicial a las cualidades sensibles de las cosas nos ha llevado a una re-
construcción del mundo tan eficaz y potente que una mirada a nuestro entorno
sólo nos muestra cosas artificiales o cosas naturales intervenidas por la acción
humana. La técnica ha transformado extraordinariamente la vida cotidiana, no
sólo por el modo como modifica el trabajo, sino porque sus productos constituyen
nuestro entorno; por su capacidad de configurar la realidad y de construir herra-
mientas para la organización y la circulación de la información; por el modo como
hace disponible el mundo y da forma a las interacciones y al lenguaje en que éstas
se llevan a cabo, muchos pensadores coinciden en que la técnica es el fenómeno
humano que requiere la mayor atención.

La forma en que trabaja la técnica corresponde a la ejecución de un plan, a la


construcción material de un diseño previo que es el fruto de la intención racional
de satisfacer una necesidad o un deseo, y que obedece a unas pautas soporta-
das en el desarrollo de la ciencia y en la historia anterior de la técnica. La forma
como ciencia y técnica apropian el mundo es claramente la del dominio de los
fenómenos a partir de la comprensión de las relaciones más generales que es
posible establecer entre ellos. El mundo que la ciencia y la técnica hace aparecer
es un mundo ordenado y controlado, sometido a un orden racional que aspira a
extenderse sin dejar grietas (otra cosa es que en las ciencias y en las técnicas
sigan existiendo, necesariamente, preguntas no respondidas y contradicciones
no resueltas).

En la medida en la cual aumenta el dominio del hombre sobre las cosas, el


mundo de las cosas mismas se ha vuelto inaccesible y extraño. La división del

88
Cultura, Artes y Humanidades

átomo ha llevado a la construcción de fuentes prodigiosas de energía y también


ha conducido a espantosos genocidios en la locura de la guerra. Poco importa
que se nos aclare que no son las cosas sino el uso que hacemos de ellas lo que
nos resulta terrible y contradictorio. Las pesadillas de las máquinas rebeladas
contra los hombres y de la destrucción de los últimos restos de vida en el planeta
son efectos de la impresión de que el mundo construido se ha vuelto extraño.
Paradójicamente, nuestro creciente dominio sobre las cosas nos aleja de las
cosas.

El vínculo que establecemos con el mundo, a través del arte, es esencialmente


distinto. Aunque la tarea del artista es dar forma, y en esto su acción es análoga
a la de la técnica, en el proceso mismo de su trabajo, su actitud no es la de quien
domina, sino la de quien espera y vigila atentamente la aparición de unas for-
mas cuyo significado no puede predecir exactamente.

Heidegger, en el contexto de su reflexión sobre la técnica, ha mostrado cómo el


mundo se nos ofrece en la época contemporánea como un conjunto de elemen-
tos que pueden ser organizados y empleados para cumplir tareas. El sentido de
las cosas se remite inmediatamente a la utilidad que prestan. El río se convierte
en una fuente de energía; dará fuerza a la hidroeléctrica y, aún como objeto de
contemplación, puede ser parte de los elementos de que dispone una industria
turística. El automóvil puede ser “bello” como una manera de asegurar su éxito
en la competencia de las mercancías, pero no existe para ser contemplado sino
para trasladarnos de un lugar a otro. La estética se pone al servicio del mercado.
Es en la competencia de las mercancías donde la forma cumple una tarea rela-
tivamente distinguible de la que la vincula con la función. En la competencia
publicitaria las mercancías muestran sólo sus mejores galas o acuden a las imá-
genes más sugestivas. Las cosas se reconocen por su valor de uso, y las formas
muy elaboradas de hacer visibles los productos destinados al consumo atienden
a ese valor de uso y a la dinámica del intercambio.

Baudrillard añade al valor de uso y al valor de cambio de las mercancías un


valor de símbolo y un valor de signo. Como símbolos, las mercancías represen-
tan algo (sin duda el regalo es una cosa que tiene alguna utilidad, pero es más
que eso; representa un sentimiento; es la forma de hacerse presente una perso-
na). Como signos, las mercancías compiten entre sí en un espacio que asigna
un valor al reconocimiento alcanzado por una marca cuyo prestigio depende en
parte de la calidad y en parte de la publicidad. El valor de los objetos creados

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ICFES

por la técnica remite así a algo exterior a esos mismos objetos. La estética de las
mercancías se impone a través de la publicidad y configura la sensibilidad de los
consumidores en un mundo donde los valores de los objetos se definen, más allá
de su belleza y su utilidad, por su lugar en la jerarquía de las “marcas” que es
una jerarquía establecida por el valor de signo. Se establecen así distinciones
entre las mercancías sin que se haya renunciado a la producción masiva de
objetos idénticos.

Tampoco la ciencia, como se ha visto, se detiene en la particularidad de los


objetos. La red de los conceptos permite orientarse en el mundo subsumiendo lo
particular en lo universal o reconociéndolo en su condición de elemento de esa
universalidad. Ni el mercado que remite a la jerarquía de los signos, ni la técnica
que remite a los usos, ni la ciencia que reconoce lo particular como elemento de
lo universal, establecen una relación con sus objetos como la que se establece
entre el creador y la obra de arte o entre el contemplador y esa obra.

La actitud del contemplador frente la obra implica una acción de su parte: la


“lectura” de la obra; pero, una vez apropiados los códigos de lectura, se tiene la
impresión de que la obra puede ser mejor interpretada cuanto más se la deje
manifestarse sin imponerle un significado. El creador que construye la obra sabe
en qué momento debe detenerse cuando descubre en ella un significado que, en
cierto sentido, puede atribuirse a la obra misma. Lyotard habla de un “gesto
secreto” que la obra hace al autor cuando alcanza una forma que la constituye
como obra de arte. Es posible que sea necesario reformar algunas de las afirma-
ciones hechas hasta aquí para dar razón de algunas propuestas del arte contem-
poráneo pero, en principio, hay en el arte una actitud receptiva, tanto de quien
contempla la obra de arte como de quien la construye, que es esencialmente
distinta de la actitud del científico o del usuario de la tecnología.

Estas diferencias no pueden llevarse al extremo porque existen algunos elemen-


tos comunes a las distintas tareas humanas. Como dice Paul Valéry “el arte del
ingeniero... requiere ya largos estudios y conduce, al que se distingue, a una
compleja actividad: hay que manjar al hombre, inspeccionar la materia, toparse
con problemas imprevistos, en los cuales la técnica, la economía, las leyes civi-
les y las leyes naturales introducen exigencias que contradicen las soluciones
satisfactorias. Ese género de razonamiento sobre sistemas complejos no se pres-
ta a tomar forma general. No existen fórmulas para casos tan particulares, ni
emociones entre dos temas tan heterogéneos; nada se hace sobre seguro, en

90
Cultura, Artes y Humanidades

incluso los tanteos no son aquí otra cosa que tiempo perdido si no los orienta un
sentido muy sutil. A los ojos de un observador que sepa ignorar las apariencias,
esta actividad, esas dudas meditadas, esa espera en la tensión, esos hallazgos,
son bastante comparables a los momentos interiores de un poeta. Pero hay po-
cos ingenieros, me temo que sospechen estar tan próximos como sugiero a los
inventores de figuras y a los ajustadores de palabras...” (Valéry, 1998, p. 21) .
Pese a la verdad contenida en esta reflexión de Valéry, pese a la dimensión de
arte que puede haber en el trabajo del ingeniero, pese a la raíz histórica común
al ingeniero y al artista, lo cierto es que artistas e ingenieros asumen frente a sus
tareas actitudes muy diferentes.

El que los ingenieros no reconozcan en sus trabajos las tensiones e incertidumbre


del artista, no es sólo una elección psicológica particular; corresponde a la natura-
leza de la técnica, cuya característica fundamental es predecir lo más exactamen-
te posible y actuar en consecuencia con la predicción realizada. El técnico se
relaciona con su trabajo como un constructor que sabe de antemano lo que quiere
y que conoce la mejor manera de lograrlo; no establece necesariamente una rela-
ción de diálogo con la obra en la cual pueda sorprenderse porque prefiere tener
cada paso calculado de antemano. Su actitud es distinta entonces de la actitud de
apertura permanente, de la disposición receptiva que asume el artista frente a su
trabajo (aunque existan artistas que en ocasiones trabajen como ingenieros e
ingenieros que en ocasiones trabajen como artistas).

Sin embargo las relaciones entre técnica y arte pueden ser mucho más profun-
das de lo que inicialmete se piensa. La ciencia y la técnica son las expresiones
más reconocidas de esa capacidad de dar forma al entorno; ellas ponen en
evidencia la fuerza creadora que hace del mundo una extensión del hombre.
Frente a la técnica, que llega a todas partes y transforma la vida de todos los
pueblos, el arte parece una actividad suplementaria y excéntrica. Pero Heidegger,
en La pregunta por la técnica, invita a pensar el origen de la palabra que nombra
en griego el acto de creación del cual es capaz el ser humano: la techné. En el
origen de la palabra, techné es técnica y arte. Ahora el arte y la técnica se han
separado de modo que la técnica es una creación que se orienta a satisfacer
necesidades prácticas; mientras que el arte es una creación que vale por sí mis-
ma, que expresa un sentido en sí misma, que detiene en ella misma la mirada.
Para Heidegger, comprender el tiempo en que vivimos, captar la esencia de la
época moderna, corresponde precisamente a comprender la esencia de la técni-
ca. Comprender la técnica más allá de la pura eficacia que reduce el sentido de

91
ICFES

la acción a sus resultados implica recuperar el significado originario de la técni-


ca, su dimensión de arte. Pero lo propio de la imagen del mundo construida
sobre la hegemonía de la técnica es precisamente el olvido de la esencia de la
técnica como arte.

También entre arte y ciencia hay vínculos esenciales. La metáfora de la apertura


describe bien una forma de relación con las cosas, en la cual no se trata de
dominarlas sino de crear el espacio para que se pongan de manifiesto, para que
lleguen a ese abierto de sentido y de historia que somos. Hemos señalado ésta
como una diferencia específica del arte, pero nuevamente aquí debemos relativizar
nuestras distinciones. Muchas cosas vinculan al artista con el científico; algo de
ese manifestarse en la apertura construida por la disposición y el trabajo hay en
el descubrimiento de una solución matemática o de una interpretación novedosa.
Sería justo decir que hay algo de arte en toda creación genuina en cualquiera de
los territorios de la práctica humana.

Nos hemos referido, hablando del arte, a una forma de manifestación que no es
controlada técnicamente, ni científicamente comprendida, y hemos dicho que
para que esta manifestación pueda darse es necesario construir una apertura
con esfuerzo y dedicación. Sin duda el artista realiza una investigación cuida-
dosa para llevar a cabo su obra. Sin duda prepara su camino y organiza los
elementos que requiere para producirla, incluso se construye un juicioso plan de
trabajo. Pero no hay contradicción entre la rigurosa tarea de exploración del
artista y su disposición a ser interpelado y sorprendido por su obra. Se requiere
dedicación y esfuerzo para despejar el horizonte en el cual la obra de arte puede
ser reconocida. La sensibilidad del artista debe desarrollarse en el contacto con
las ideas y las obras de quienes lo han precedido en la construcción del campo
al cual pertenece. El artista se enriquece con el conocimiento de la historia, de la
filosofía, de los aportes de la crítica, de las teorías que ayudan a la comprensión
del fenómeno de la recepción, y se arma con las técnicas que le permiten dar
forma a la materia. Pero el conjunto de todos estos elementos debe hacerlo más
sensible al significado insospechado, nuevo para él mismo, de las formas que
produce. Trabaja para dominar la materia, para apropiarse de su arte, pero
también para dejarse convocar y, en cierto sentido, conducir por el arte mismo.

En otro lugar (Hernández y López, 2002), se ha hecho un análisis de la produc-


ción científica que pone en evidencia formas nuevas de trabajo en la produc-
ción de conocimientos. En los nuevos contextos los científicos deben establecer

92
Cultura, Artes y Humanidades

relaciones de comunicación y de trabajo conjunto no sólo con otros científicos


sino también con personas y grupos sociales cuyos intereses y competencias no
son específicamente académicas. En estos contextos la producción de conoci-
mientos está determinada no sólo por la historia anterior de una disciplina o de
una problemática, sino también por las necesidades y los intereses o conflictos
de intereses de lo posibles beneficiarios del conocimiento. De manera análoga,
los creadores de las obras de arte a lo largo de la historia han tenido que conci-
liar sus propios intereses con los de sus mecenas o los de los potenciales usua-
rios de los productos culturales que hacen posibles.

Se ha planteado que la formación actual de los científicos debe ser cada vez más
sensible a estas exigencias del trabajo colectivo y del diálogo transdisciplinario. La
red en la cual los productos científicos adquieren un significado ha conectado
siempre a los creadores de estos productos con sus posibles usuarios y con quie-
nes contribuyen a legitimar el trabajo de la generación de ideas y estrategias de
acción, pero sólo ahora esa conexión se hace visible porque se establece un corto-
circuito entre la producción y la aplicación de los conocimientos. Podría decirse
que se ha hecho explícita para los científicos la dimensión pragmática, sociológi-
ca, de su trabajo, y que ello obliga a reestructurar los procesos de formación intro-
duciendo espacios de reflexión sobre las relaciones entre ciencia, técnica y socie-
dad y a desarrollar las competencias necesarias para asumir las exigencias de un
diálogo más complejo y más heterogéneo.

También el artista se ve abocado en el mundo contemporáneo a trabajar con-


juntamente con otros, a negociar sus propuestas. Muchos artistas se conciben a
sí mismos o piensan las exigencias de un usuario posible, de una institución o
de una agencia cultural o publicitaria como la negación de la libertad necesaria
para la creación autónoma o como la condición ingrata que hay que cumplir
para acumular los recursos indispensables para un futuro trabajo libre. Pero ello
no significa que ese trabajo por encargo sea algo realmente ajeno a su profe-
sión. Aún suponiendo que el artista decida defender radicalmente su autonomía
y despreocuparse por la recepción social de su trabajo, su libertad de acción
dependerá en buena medida del reconocimiento que alcance. Aquello que de-
terminará el reconocimiento de su obra como obra de arte dependerá, a su vez,
del espacio en el cual esa obra pueda ser expuesta, de las posibilidades que
tenga de ser interpretada y de las lecturas que un público orientado por la crítica
y los medios de comunicación pueda hacer de esa obra.

93
ICFES

SOBRE LA FORMACIÓN DE LOS ARTISTAS

De la continuidad de ciertas técnicas y estilos podemos inferir que en el arte ha


habido siempre maestros y aprendices. Ignoramos qué imagen de sí mismos
tuvieron los artistas antes del florecimiento de la civilización griega, pero sin
duda se formaban como tales artistas aprendiendo las técnicas y siguiendo las
pautas de sus antecesores. Sin duda, hubo períodos de cambio, reconocibles
porque las figuras se hacen más expresivas o más estilizadas o porque se amplía
el espectro de los objetos representados; pero es fácil reconocer tradiciones que
duran siglos y que ponen en evidencia la existencia de una escuela.

El tipo de relación que el artista establece con la tradición cambia, a su vez,


históricamente. Algunos movimientos, como el manierismo en el siglo XVI y las
vanguardias del arte moderno a comienzos del siglo XX se plantean como una
ruptura con la tradición. En el caso del manierismo, tal ruptura aparece luego de
que se han incorporado las herramientas de la tradición, cuando se considera
indispensable romper esos cánones y acudir a nuevas herramientas. En todo
caso, la relación de apropiación o de conflicto con la tradición es parte esencial
de las propuestas estéticas.

La obra de arte se constituye en su especificidad en esa relación de apropiación


y diferenciación con la tradición frente a la cual es valorada. En ocasiones, se
exige de la obra la apropiación de la técnica recientemente descubierta, que
sirve de soporte a un ideal de belleza vinculado a esa técnica. Es el caso de la
perspectiva en el Renacimiento. Otras veces, la obra de arte irrumpe distinguién-
dose esencialmente de la tradición. Es el caso de creaciones como “Les
mademoiselles d´Avignon” de Picasso o “La fuente” de Duchamp. Pero la rela-
ción entre tradición e innovación es siempre muy compleja. El rescate del color,
que atraviesa obras como las de Van Gogh, Cezanne, Seurat, Matisse y los
expresionistas alemanes, tiene en cada uno de ellos una expresión tan única y
original que el principio de la recuperación de la pureza y de la dignidad del
color no podría alegarse como índice de continuidad entre estas diversas crea-
ciones.

Pero lo que hace grande a un artista es algo que va más allá de su capacidad
de apropiar una tradición o de enfrentarse a ella. Con frecuencia se utiliza el
ejemplo de van Gogh para hacer referencia a algunas notas esenciales del
trabajo del artista. Van Gogh es un artista enorme por su particular manejo

94
Cultura, Artes y Humanidades

del color y de las formas, por las atmósferas que es capaz de crear, por la
novedad de su mirada que hace aparecer los objetos y los paisajes en un
modo jamás visto; pero también es un gran artista por la selección de lo que
representa y el significado que da a lo que representa; Van Gogh pinta campe-
sinos y obreros, y no es el primero que lo hace; él mismo admira a Millet por
ser capaz de expresar esa vida esforzada y simple que el arte, sólo ocasional-
mente, había reconocido a lo largo de su historia; pero Van Gogh, más allá de
los trabajadores, pinta el trabajo; el trabajo como tal, universalmente consi-
derado, el cansancio del trabajo, la experiencia vivida por el trabajador. Au-
sente del cuadro, el campesino cuyos zapatos han inspirado al pintor ha deja-
do en esos zapatos la huella de su esfuerzo, la expresión más acabada de su
rutina y de su cansancio (ver Heidegger, 1996).

En otro cuadro de Van Gogh, los campesinos que comen patatas en la humilde
habitación, bajo la luz de la lámpara, no son sólo las cinco figuras reunidas en el
cuadro, ni los campesinos franceses del último tercio del siglo XIX, ni los campesinos
del mundo en aquel período histórico, sino los trabajadores de todos los lugares que
comparten penas y alegrías, sueños y derrotas al final de la jornada, incluso en
nuestros días, y tal vez desde la Edad Media. Van Gogh da al trabajo una dimensión
universal y encuentra en el trabajo un modo universal de ser el ser humano. Además,
Van Gogh es una encarnación del compromiso radical del artista.

Aunque pueda decirse de las obras de Van Gogh lo que decía Aristóteles de la
belleza, esto es, que lo bello es aquello a lo cual no puede añadirse ni quitarse
nada; para van Gogh mismo es claro que se trata de “buscar siempre sin encon-
trar jamás la perfección”; esta búsqueda incesante caracteriza también la vida
de otro pintor cuya obra asombra por su inefable grandeza: Leonardo Da Vinci.
También Leonardo persiguió la perfección convencido de que no había logrado
alcanzarla, y dedicó su vida a esa tarea sobrehumana. No se comprende el
significado de la obra científica de Leonardo hasta que no se la pone en relación
con su proyecto de vida como pintor. Leonardo, el científico, es, antes que todo,
un pintor que busca conocer para pintar. Como científico, no resiste la exigencia
de rigor y sistematicidad del historiador de las ciencias; pero como pintor, el
conjunto de sus obras revela la exigencia extraordinaria de un oficio que de-
manda una entrega que no admite restricciones.

Se ha hablado de la vocación del artista y de la entrega que exige la tarea del


creador. Esta disposición a asumir las exigencias del trabajo, a comprometerse

95
ICFES

radicalmente, a poner en tela de juicio todos los presupuestos, a someterse a los


más profundos cuestionamientos, a llegar a los límites de la razón y de la sensi-
bilidad, condena en ocasiones al artista a una relativa soledad en el trabajo,
pero no se contradice con una afirmación de su identidad social, con el recono-
cimiento de su pertenencia esencial a un proyecto colectivo, a una comunidad o
a una cultura. “Si se quiere crecer, decía Van Gogh, es preciso hundirse en la
tierra”.

El cocnocimiento del acumulado histórico en el campo y el compromiso con la


tarea sugieren pautas para la educación artística, pero no completan el horizon-
te de esa educación. Cuando se piensa en la formación de artistas, la atención
se dirige ante todo a las competencias que debe reunir el creador de la obra de
arte. La extraordinaria riqueza y diversidad del universo de lo artístico plantea el
problema de la dificultad de determinar esas competencias. Cuando la obra de
arte seguía ciertas pautas, o ciertos cánones generales, era posible al menos
asegurar la adquisición de las herramientas necesarias para llevar a cabo la
obra en el contexto de esas orientaciones básicas; pero el arte contemporáneo
parece empeñado en rebasar todos los límites y en poner en cuestión todas las
pautas. Como se señaló antes, los criterios de la obra clásica, han sido puestos
en tela de juicio radicalmente por el arte contemporáneo.

Es claro que el dominio de las técnicas y el conocimiento de las teorías y de la


historia del arte siguen siendo fundamentales para asegurar, precisamente, la
libertad del artista sobre la base del dominio de estos aspectos de su producción.
Pero resulta muy difícil caracterizar el arte y definir las condiciones que debe
reunir para ser considerado como tal desde que los “objetos encontrados”, como
el botellero de Duchamp, se arrancaron del espacio cotidiano y se convirtieron
en obras de arte por la mirada transmutadora del artista y su ubicación en el
entorno del museo; desde que el arte se vuelve sobre sí mismo para explorar sus
elementos constitutivos: el espacio, el color, la línea, como hicieron las vanguar-
dias a comienzos del siglo XX; desde que se dan mezclas entre la pintura y la
escultura, entre éstas y la literatura, entre las anteriores y la música y el teatro,
como ocurre en las “acciones” y en los “happenings”, y el artista acude a me-
dios como el video; desde que se plantea la posibilidad de una estética de lo feo
o se relativizan radicalmente los criterios de belleza, históricamente consolida-
dos hasta principios de siglo XX; desde que el arte se concibe en un proceso de
disolución de sus límites con otras prácticas, de extensión de su territorio y de
cuestionamiento de su naturaleza y de la especificidad del artista, como ocurre

96
Cultura, Artes y Humanidades

en la obra de J. Beuys y en el “arte de la tierra”, y desde que se decreta el fin de


las corrientes o tendencias y cada artista decide en libertad el tipo de arte que
realiza, como ocurre después de la muestra Documenta Kassel de 1982.

Resumamos de todos modos algunos elementos cuya apropiación sería una


condición para afrontar los retos contemporáneos de la creación. En primer
lugar, es claro que la dinámica misma de la transformación de las artes se ali-
menta de las obras y de las perspectivas que han ido apareciendo a lo largo de
la historia. Las tendencias que se han enfrentado en distintas épocas, las ideas
que han circulado sobre la naturaleza de lo artístico y las creaciones que han
servido de modelo o de referente para la obra de arte constituyen todas ellas,
además de la experiencia vital de los artistas y de las exigencias y motivos de su
entorno, un horizonte para la creación. El contacto con las imágenes afina la
percepción y constituye un alimento valioso para el desarrollo de la sensibilidad;
la historia del arte amplía la perspectiva y aporta herramientas para la traduc-
ción de sensaciones y de emociones en acciones y representaciones.

Entre los documentos de la historia del arte, resultan especialmente valiosas las
reflexiones de los artistas sobre su trabajo y sobre las experiencias e ideas que
alimentan ese trabajo. Las reflexiones sobre el arte, sistemáticas algunas, frag-
mentarias otras, teóricas o autobiográficas, permiten traducir en conceptos in-
tuiciones valiosas y reconocer interlocutores (vivos o muertos) para las nuevas
propuestas. Por otra parte, aunque no sea posible encerrar la creación en una
teoría, no hay duda de que las teorías estéticas nos acercan a las obras de arte
aportando elementos para la construcción de significados. La estética, las teo-
rías del signo y, en general, las conceptualizaciones que permiten aproximacio-
nes a la obra de arte son elementos valiosos del proceso de formación que pue-
den apropiarse a lo largo de la vida del artista, pero que deben introducirse de la
manera más sistemática y amplia posible a lo largo del proceso de formación
académica.

El maestro de arte, enfrentado a la tarea de enseñar a los jóvenes artistas, se


hace una pregunta importante: ¿qué es lo enseñable y qué no puede ser enseña-
do en el arte? Y señalábamos que, en primera instancia, es necesario reconocer
que lo que puede ser enseñado depende del maestro y depende del alumno. La
pedagogía tiene siempre mucho de arte, pero podría decirse que la pedagogía
del arte, y más aún la pedagogía del arte contemporáneo, es más un arte que un
conjunto de técnicas.

97
ICFES

Para hablar de lo que distingue al artista del aficionado o del estudioso que no se
destaca como creador, se utiliza una expresión que alude a una potencialidad
que se realiza en la obra: el talento. Pero la discusión sobre el significado y la
naturaleza del talento está lejos de llegar al consenso. Incluso existen posiciones
radicales que plantean que todos los estudiantes poseen talentos. El plural alude
a la existencia de potencialidades distintas en una misma persona. De este prin-
cipio se desprende como tarea central del maestro la exploración y el descubri-
miento de los talentos y la creación de condiciones que favorezcan su desarrollo.

Es claro que estos talentos son de diferente naturaleza y la escuela debe ser lo
suficientemente flexible para abrir a cada cual espacio para desarrollar alguno
de sus talentos. Así, aunque no todos los estudiantes de la escuela de arte lleguen
a convertirse en artistas destacados, en cierto sentido, todos podrían ser artistas.

Luego de que se ha planteado la cuestión de la diversidad de talentos, resulta


inevitable plantearse la pregunta por cuáles serían las estrategias para evitar
pasar por alto un talento cuyo desarrollo cabría favorecer.

Al multiplicarse las posibilidades de hacer arte, al multiplicarse los medios de


expresión y los proyectos de creación posible hasta la gran apertura que presen-
ciamos hoy (donde no todo vale como arte, pero no se ponen límites de escuela
o paradigma a las formas de hacer arte), las vías posibles de desarrollo del talen-
to se han multiplicado también. El maestro de artes se enfrenta a la tarea de
reconocer talentos extraordinariamente diversos y su intuición (enriquecida en
la experiencia y en el estudio) se hace tan definitiva como sus criterios raciona-
les y su capacidad crítica de reconocer lo valioso.

¿Qué es entonces lo enseñable? Sin duda hay acuerdo en que las técnicas son
enseñables y en que las referencias racionales de la estética y de la historia del
arte son también enseñables. Pero es claro también que es posible abrir espa-
cios al desarrollo de imaginación y de la sensibilidad. Sensibilidad, imaginación
y razón trabajan juntas y se transforman juntas en el proceso de formación y de
creación del artista. “No importa cuán bellas o sublimes, agradables o aterrado-
ras formas de realidad pueda proyectar la imaginación, ellas se “derivan” de la
experiencia sensorial. Sin embargo, la libertad de la imaginación es restringida
no sólo por la sensibilidad, sino también, en el otro polo de la estructura orgáni-
ca, por la facultad racional del hombre, por su razón. Las más atrevidas imáge-
nes de un mundo nuevo, de nuevas maneras de vida, son guiadas todavía por

98
Cultura, Artes y Humanidades

conceptos, y por una lógica elaborada en el desarrollo del pensamiento que se


transmiten de generación en generación.” (Marcuse, 1969, p. 35).

La sensibilidad y la razón son históricas. Mucho se ha escrito sobre los modos


como los nuevos medios y las nuevas tecnologías transforman la sensibilidad
(son muy conocidos los nombres de W. Benjamín, H. Marcuse, G. Steiner, P.
Virilio, P. Baudrillard, R. Goubern, G. Lipovetsky, A. Mattelart y N. García
Canclini). Las operaciones y construcciones de la razón se transforman con los
contenidos de esa misma razón. Muy temprano en la historia humana se reco-
noció que la educación resulta fundamental también en el proceso de la trans-
formación de la sensibilidad.

Decíamos en otra parte que no vemos a través del ojo, vemos, a través de la
historia y la cultura, con la ayuda del ojo. La educación de los sentidos humanos
es un proceso permanente en la historia de la humanidad. Marx (1974) es muy
claro al respecto:

El ojo se ha hecho ojo humano así como su objeto se ha hecho un


objeto social, humano, creado por el hombre para el hombre. Los senti-
dos se han hecho así immediatamente teóricos en su práctica. Se rela-
cionan con la cosa por amor de la cosa pero la cosa misma es una rela-
ción humano objetiva para sí y para el hombre y viceversa. Necesidad
y goce han perdido por ello su naturaleza egoísta y la naturaleza ha per-
dido su pura utilidad, al convertirse la utilidad en utilidad humana... El
hombre se afirma en el mundo objetivo no sólo en pensamiento, sino con
todos los sentidos... así como la más bella música no tiene sentido alguno
para el oído no musical, no es objeto, porque mi objeto sólo puede ser la
afirmación de una de mis fuerzas esenciales, es decir, sólo es para mí en la
medida en que mi fuerza es para él como capacidad subjetiva porque el
sentido del objeto para mí llega justamente hasta donde llega mi sentido,
así también son los sentidos del hombre social distintos de los del no
social. Sólo a través de la riqueza objetivamente desarrollada del ser hu-
mano es, en parte cultivada, en parte creada, la riqueza de la sensibilidad
humana subjetiva, un oído musical, un ojo para la belleza de la forma.
En resumen, sólo así se cultivan o se crean sentidos capaces de goces
humanos, sentidos que se afirman como fuerzas esenciales humanas.
Pues no sólo los cinco sentidos, sino también los llamados sentidos espiri-
tuales, los sentidos prácticos (voluntad, amor, etc.), en una palabra, el

99
ICFES

sentido humano, la humanidad de los sentidos, se constituyen única-


mente mediante la existencia de su objeto, mediante la naturaleza huma-
nizada. La formación de los cinco sentidos es un trabajo de toda la histo-
ria universal hasta nuestros días (pp. 148-150).

Las estrategias a las cuales acuden los maestros de arte son múltiples: cerrar los
ojos y palpar para identificar algo que extraña también al tacto porque en la
vida corriente se ve y no se toca, o se toca, pero se toca en ciertas condiciones
de temperatura y consistencia que han sido cambiadas; examinar lo que nunca
se atiende, los espacios vacíos entre las cosas, los vínculos que hacen identifica-
ble un espacio y que pueden ser cambiados por vínculos no pensados previa-
mente; el descubrimiento o la invención de imágenes ocultas detrás de otras
imágenes o de interpretaciones que hacen aparecer lo que antes estaba oculto
en una imagen; reconocer y guiarse por el olfato y recordar gracias a él o a los
demás sentidos otras experiencias en tiempos y lugares distantes, imaginar múl-
tiples historias de las personas que se ven por la calle o de los lugares que se
recorren, descubrir los olores de los rincones de la ciudad, el cambio del color de
las cosas en distintos momentos del día y en distintas épocas del año; inventar o
averiguar nombres para los matices del color o para los cambios de luz o de
entonación; imaginar el modo como un paisaje puede ser visto por alguien muy
distinto a quien lo mira; adivinar lo que el ojo de un hombre de otra cultura o de
otro tiempo vio en el objeto creado por él y que ahora se contempla en el espacio
aséptico del museo, intentando reconocerse en esa mirada distante y distinta,
etc. Se trata, en todo caso de producir cambios en los modos de ver, de sentir, y
por tanto de comprender el mundo.

Los ejercicios de desarrollo de los sentidos, que se han hecho cada vez más
frecuentes en los talleres de formación artística, son sin duda importantes en el
proceso de desarrollo de la sensibilidad. Pero los sentidos se transforman tam-
bién con lo que podría llamarse la educación de la mirada. Las imágenes que
nos rodean se convierten en referencias para descifrar otras imágenes. Por eso
el artista, como el crítico de arte, debe detenerse a contemplar y a dejarse impre-
sionar por las imágenes.

Más que de percepción, resulta legítimo aquí hablar de experiencia. En la obra


de arte los silencios y los vacíos son significativos; lo que no es, se hace presente,
es activo. El artista ofrece la posibilidad de una experiencia diferente o de una
ampliación de la experiencia. La forma y el color, el sentido oculto de la palabra

100
Cultura, Artes y Humanidades

y de la acción, la polisemia del gesto, aparecen en la obra de un modo que se


impone, sin que en muchos casos sea posible nombrarla, una presencia sin
palabras.

En más de una ocasión los artistas se han presentado como mediadores de fuer-
zas que los trascienden. Quizás esta actitud fue frecuente en la creación de objetos
sagrados en la prehistoria y en la Edad Media. Pero es posible que en los tiempos
de la gran escultura griega y, más tarde, a partir del Renacimiento el artista fuera
mucho más consciente de su papel de creador, de constructor libre y activo y de la
belleza, a pesar de las restricciones que ha impuesto el mecenazgo o el poder
establecido. En todo caso, se estaría tentado a plantear que en muchos casos el
artista pone en evidencia, a través de su obra, la radicalidad con que vive una
experiencia que, por fuera de esa sensibilidad, no existiría o serviría de un modo
menos directo, o menos comprometido, o menos consciente.

La aventura permanente de la creación puede, sin embargo, resultar muy difí-


cil de asumir. Muchos artistas, una vez logran una posición que les permite
ofrecer una experiencia nueva, se instalan en el terreno conquistado con toda
su energía y la fuerza de su razón. Si el lenguaje instaurado por la obra es
suficientemente rico y original, los artistas podrán seguir creando en el conti-
nente abierto que carece de límites. Pero puede ocurrir que el reconocimiento
logrado por una obra lleve aparejado el temor a nuevas exploraciones, que
fascinados por un primer éxito, algunos artistas inviertan la actitud audaz que
los llevó a superar sus propios límites y caigan en la repetición; reiteren la
forma “exitosa” y sacrifiquen, en cierta medida, la posibilidad de continuar
creando. Otros artistas, como Picasso, están tan seguros de sí mismos que
continúan sin cansancio explorando territorios nuevos. Si algo exige un com-
promiso sin limitaciones, una vocación sin restricciones, una entrega total es,
precisamente, la condición del artista. Ninguna otra profesión ofrece, en cam-
bio, la embriagadora sensación de estar ejecutando la tarea de la divinidad.
Ningún esfuerzo de la academia es demasiado cuando se orienta al desarrollo
de la voluntad de crear, a la formación de una actitud más autocrítica, a la
disposición a la investigación y la experimentación, a fortalecer el espíritu contra
la tentación de claudicar cuando se ha alcanzado una relativa aceptación.

Se ha señalado que no es posible enseñar el talento, pero se ha insistido en la


necesidad de crear las condiciones para que éste pueda desarrollarse. Por otra
parte, el destino posible de los estudiantes de una carrera de artes no es sólo el de

101
ICFES

la producción de signos materiales sino que puede ser el de la interpretación de


esos signos. El talento que requiere quien se fija como destino ser artista puede ser
muy diferente del que exige el trabajo de la crítica, aunque en ambos casos sea
importante una gran sensibilidad y se requiera lucidez en el ejercicio de la inter-
pretación. La crítica de arte puede abrir la obra a un público que requiere algunas
orientaciones para desentrañar el lenguaje de la misma; puede, incluso, establecer
vínculos entre producciones aparentemente muy diferentes para reconocer un pro-
pósito común y poner en evidencia la existencia de un movimiento artístico en el
cual las obras de diferentes artistas se iluminan mutuamente y configuran, en
conjunto, una propuesta expresiva, una propuesta vital. El papel del crítico tanto
en el arte como en la sociedad es, pues, muy importante.

El talento del crítico debe permitirle realizar una “segunda creación”, en cierto
sentido una segunda obra de arte. Es lo que han hecho literatos como Baudelaire,
Valéry, Octavio Paz, y muchos otros. Estos ejemplos nos invitan a pensar en
distintas formas posibles de la crítica, entre una crítica “científica” y una crítica
“poética”. En todo caso, el crítico de arte cumple una tarea predominantemente
intelectual. Cada vez más frecuentemente, los críticos realizan su lectura de la
creación artística a partir de un conocimiento sistemático de la historia y la
filosofía del arte y de una posición estética, reflexionada y enriquecida con las
herramientas de la lingüística y la semiótica, de la historia de las ideas y de la
tradición de la crítica. El crítico requiere un talento distinto del que exige la
creación de una obra de arte. Con frecuencia, las obras de arte de los grandes
críticos que se aventuran en el terreno de la creación, son inferiores a sus cons-
trucciones intelectuales alrededor de otras obras de arte, aunque muchas veces
el talento del crítico y el del creador se dan en una misma persona, como en los
casos de los escritores anteriormente mencionados.

La relación entre los artistas y los críticos es bastante compleja y muchos artis-
tas temen una interpretación de sus trabajos en la cual no pueden ni quieren
reconocerse. Por otra parte, aunque distintos críticos compartan los mismos
recursos históricos, científicos y filosóficos, es posible que lleguen a conclusio-
nes diametralmente opuestas. Esto no expresa una falla esencial de la crítica,
sino que corresponde a la polisemia propia de las obras de arte.

Pero tanto el crítico como el artista contribuyen a la construcción de interpreta-


ciones y de necesidades y a la ampliación de la sensibilidad de sus lectores (en
el sentido amplio de “lectura” como desciframiento de significados).

102
Cultura, Artes y Humanidades

Tan importante como las vivencias, la vecindad de las imágenes, las técnicas, la
historia o las teorías del arte es la formación ética de los artistas. La enorme
heterogeneidad de la obra de arte no impide reconocer su capacidad de ampliar
la experiencia ofreciendo aspectos nuevos de las cosas vistas y representaciones
de lo que no se ofrece directamente a la percepción común. Sin duda el arte
griego, el arte del Renacimiento, el Barroco, el Neoclásico y el Romanticismo
establecieron proyectos de creación cercanos al realismo y se inscribieron en
propuestas estéticas que en cierto sentido son duplicaciones del universo visible,
pero mucho de lo que en este arte conmueve e invita a la admiración es algo que
va más allá de la fidelidad de la representación y que constituye una perspectiva
vital o una forma de conciencia que se hace visible a través de la obra. Si en el
Renacimiento el arte podía ser visto como una ventana hacia la naturaleza, de
lo que no cabe duda es de que lo que se hacía visible en esas “ventanas”, en la
medida en la cual podía ser reconocido como obra de arte, era un modo de ser
distinto de los personajes, los objetos y las acciones. A pesar de la vecindad
entre lo representado y la percepción, la obra de arte afecta de un modo particu-
lar al espectador y alcanza zonas de la sensibilidad que permanecen inaccesi-
bles a la percepción cotidiana.

Las imágenes contribuyen, sin duda, a configurar la realidad. Esas imágenes


pueden develar las contradicciones u ocultarlas. Ahora, cuando expresiones ar-
tísticas importantes siguen el criterio de distanciarse de las propuestas ideológi-
cas y niegan la existencia de una intención o un significado político, resulta
importante reconocer el papel que esos artistas y esas obras juegan en un uni-
verso de imágenes que optan entre el develamiento y el ocultamiento de las
tensiones sociales. No se trata de que el artista esté obligado a optar por una u
otra tendencia, ni mucho menos de ponerle límites a las creaciones artísticas
por consideraciones políticas coyunturales, pero es claro que el artista debe te-
ner la conciencia crítica suficiente para reconocer el papel que puede cumplir la
obra y la distancia posible entre sus intenciones y los efectos sociales posibles de
lo que crea. Si es cierto que el artista no debe ser sometido a presiones ideológi-
cas o políticas externas, es cierto también que su libertad de creación no se
soporta en la inocencia de los efectos sociales, ni en la negativa a considerarlos.
Esa libertad depende, sobre todo, de su talento y de su conocimiento de los
medios de que dispone para expresarse.

Tanto el artista creador como el crítico de arte deben, entonces, poseer el cono-
cimiento y el criterio suficientes para instalarse conscientemente en el universo

103
ICFES

de contradicciones en el cual tienen que trabajar. Y no es sólo para una com-


prensión mayor de la propia tarea que es importante acudir a la historia o a la
filosofía o detenerse en el examen cuidadoso de algunas tradiciones artísticas y
culturales, es que los elementos teóricos y metodológicos que iluminan la inter-
pretación son también medios para potenciar la creación.

Tanto el artista como el crítico “enseñan a ver”, hacen visibles aspectos que
pasan desapercibidos a la mirada cotidiana. Explícita o implícitamente, cons-
ciente o inconscientemente, el artista y el crítico orientan la mirada, expresan su
tiempo y contribuyen a una lectura de la realidad.

ARTE Y SOCIEDAD

La idea del artista solitario, del creador inspirado por su musa que, al final de un
paciente trabajo o por virtud de un milagroso talento, crea el objeto que obliga al
recogimiento y a la admiración, ha mantenido ocultas las contradicciones aso-
ciadas a la supervivencia del artista y al reconocimiento que se le otorga. Las
escuelas de arte se ocupan con frecuencia de la relación entre el artista y la obra,
del significado de la obra en relación con otras obras con las cuales comparte
preocupaciones o formas de expresión o frente a las cuales se reconoce como
diferente u opuesta. Parten del principio de que el artista debe educar su espíritu
y desarrollar su sensibilidad, debe dominar las técnicas que dan forma a la ma-
teria que trabaja, debe conocer otras lecturas que a lo largo de la historia han
ido configurando una aproximación conceptual a las obras de arte, debe tomar
posición en el conflicto de las propuestas en el cual va a intervenir con sus crea-
ciones, y debe adquirir, para ello, las herramientas conceptuales que le permitan
hacer sus elecciones del modo más consciente posible y debe, entonces, formar-
se como creador y eventualmente como interlocutor de otros creadores o como
interlocutor de quienes contemplan o de quienes juzgan la obra.

Sin duda, este conjunto complejo de herramientas, de conocimientos y de habi-


lidades le permite al artista establecer un vínculo racional y sensible enriquecido
con su propio trabajo; sin duda todos estos elementos son importantes en el
proceso de formación del artista. Sin embargo, en la academia se piensa poco,
cuando no se ignora completamente, el espacio de tensiones, de lucha por el
reconocimiento que define las complejas relaciones entre los artistas y entre
ellos y su público. La obra de arte aparece en un contexto de producciones

104
Cultura, Artes y Humanidades

humanas que compiten por la atención de potenciales consumidores y se en-


frenta a una diversidad de expectativas que no pueden ser completamente com-
prendidas en relación con una tradición artística. Estas expectativas resultan de
historias particulares y colectivas en donde la relación que se establece con los
objetos artísticos determina en algún grado un reconocimiento social que es
básico en la definición, el mantenimiento y la lucha por determinadas posicio-
nes en el todo social.

En el arte se produce una gran diversidad de obras para una gran diversidad de
consumidores; esta producción, según Bourdieu (2000), no puede comprender-
se cabalmente desde la sola figura del artista o desde el análisis de la obra. En la
producción artística, además del artista, intervienen los críticos, los intermedia-
rios, los mecenas, los teóricos e historiadores del arte, los responsables de los
espacios en los cuales las obras de arte se exponen o se interpretan y, en síntesis,
un conjunto heterogéneo de profesiones cuyo objeto de trabajo fundamental es
el arte. Este conjunto de personas ocupadas del arte constituye el campo del
arte, en donde el artista aparece y en donde se ubica en relación con otros
artistas y otros profesionales que determinan el reconocimiento y la visibilidad
de su trabajo. El campo de la producción artística tiene su propia unidad, su
propia dinámica, sus contradicciones internas y sus relaciones específicas con
otros campos, como la política, la ciencia, la religión, etc.

Puesto que el trabajo del artista depende de todas esas relaciones y no sólo de su
historia personal, el verdadero sujeto de la obra de arte sería, desde esta pers-
pectiva sociológica, el campo y no el creador individual. A su vez, el objeto de
una reflexión teórica sistemática sobre el arte, de una ciencia del arte, “...sólo
puede ser el conjunto de los dos espacios inseparables, el de los productos y el
de los productores (artistas o escritores, pero también críticos, editores, etc.),
que son como dos traducciones de la misma frase (Bourdieu, 2000a, p. 214).

La tarea de la historia del arte debería ser la reflexión sobre esa dinámica del
campo, que establece relaciones con el mundo externo de los potenciales consu-
midores de las obras de arte. En un determinado momento histórico, quienes
participan de la producción artística plantean posiciones y se confrontan alre-
dedor de ellas, configurando la problemática que caracteriza el arte de ese mo-
mento histórico. Las complejas relaciones entre el arte y el contexto social deben
pensarse teniendo en cuenta un mundo externo al campo artístico, que propone
temas, problemas y posibilidades, y una dinámica interna, una historia propia

105
ICFES

del campo, que impide que la producción artística se convierta en una imagen
más o menos fiel de su contexto, o en una simple afirmación o negación de ese
contexto.

La dinámica interna del campo del arte, que determina en buena medida su
desarrollo histórico, se establece como un diálogo entre el presente y el pasado
del arte, en el cual los nuevos artistas, como se ha dicho, establecen diferencias
con aquello que reciben como tradición y, con frecuencia, rechazan el pasado
en el mismo momento en el cual lo toman como referencia para sus creaciones.
La dinámica del mundo contemporáneo, reiterémoslo, está dada por una com-
petencia generalizada y por la voluntad de hacerse visible y diferente. En todos
los productos, y particularmente en los productos culturales, la dinámica de dife-
renciación es permanente. Esta es una razón para que, con mucha frecuencia,
los artistas se relacionen con sus antecesores afirmando su diferencia con ellos y
negando, en este sentido, las propuestas estéticas de las cuales partieron en su
proceso de formación. Ya recordamos que esta dinámica de diferenciación o de
rechazo al pasado es visible en la historia del arte en la sucesión de los movi-
mientos y en el enfrentamiento entre las escuelas. Gracias a esta dinámica en la
cual el arte trabaja sobre su historia, diferenciándose, la obra de arte se
independiza, relativamente, de su contexto y transforma de modos nuevos lo
que se le ofrece como material de trabajo.

Para Bourdieu, el campo de producción artístico produce la obra de arte y al


artista como creador de esa obra* . El campo asigna a la obra un valor como
objeto sagrado, como fetiche, y al artista un valor como “maestro”, como pro-
ductor de fetiches. Por otra parte, el campo no sólo responde a las expectati-
vas de un público, no sólo produce artistas y obras de arte, produce también
consumidores, crea su propio público. Pareciera que, desde el punto de vista
crítico de Bourdieu, todos los misterios asociados a la obra de arte pudieran
resolverse a través de un análisis histórico de la construcción y el desarrollo del

* “Los determinismos sociales, señala Bourdieu (2000a), que dejan su impronta en la obra de
arte se ejercen, por una parte, a través del habitus del productor, remitiéndonos así a las
condiciones sociales de su producción como sujeto social (familia, etc.) y como productor
(escuela, contactos profesionales, etc.), y, por otra parte, a través de las demandas y
constricciones sociales que se hallan inscritas en la posición que ocupa en un campo
determinado. Lo que se llama la “creación” es el encuentro entre un habitus constituido
socialmente y una determinada posición, instituida o posible, en la división del trabajo de
producción cultural...” (p. 208).

106
Cultura, Artes y Humanidades

campo, y a través de un examen del modo como el habitus del artista determi-
na su posición en el campo. Esta propuesta de trabajo des-sacraliza la obra de
arte; no despoja a la obra de su carácter de fetiche pero buscaría develar el
mecanismo que la convierte en tal fetiche. Incluso se trataría, en esta perspec-
tiva, de explicar la trascendencia histórica de algunas obras por los procesos
de transformación de estas obras en paradigmas del trabajo artístico y por la
tarea de la educación de utilizar siempre estos mismos referentes y de enseñar
a ver a través de ellos.

J. Baudrillard, por su parte, se ocupa de examinar el modo como el arte y la


publicidad en el mundo contemporáneo compiten en el mundo de las imágenes.
Vivimos en un mundo en el cual la imagen es la realidad. La proliferación de las
imágenes es de tal naturaleza que todo puja por ser visto; el mundo donde reina
la imagen de la publicidad es un mundo de visibilidades. Lo que no es visible, en
cierto sentido, no existe.

La comunidad que busca crear la imagen de la publicidad es una comuni-


dad de consumidores. Para Baudrillard, la mercancía debe hacerse visible
porque es gracias a la visibilidad como, en últimas, puede realizarse como
consumo, a través de la llamada de atención que hace al usuario potencial;
esa llamada de atención se da en la competencia entre las mercancías por
hacerse ver. La imagen de la publicidad es una imagen que en cierto sentido
no tiene secretos; o, más bien una imagen que, en cuanto tal, revela sus
secretos; de tal manera que estamos en un mundo en el cual prácticamente
todo está dicho. No hay campo para la ilusión, porque no hay nada detrás
de lo que se pone de presente. La presencia de los objetos de la publicidad es
tan evidente que de alguna manera el papel activo está en esos objetos. En
este sentido, el objeto está autodeterminado. Es tan explícito que su apari-
ción parece independiente de la acción del sujeto; se da como resultado de
la naturaleza misma del objeto, que es todo él imagen sin secreto. Baudrillard
sostiene que tanto la publicidad como el arte contemporáneo están conde-
nados a un mismo destino, a una especie de desaparición en la homogenei-
dad de la pura aparición. En esta mirada pesimista del arte contemporáneo,
no hay lugar para el secreto que se devela en la obra de arte, porque no hay
secreto. Pero, en ese sentido, podría decirse que desaparece la obra de arte
al transformarse en pura evidencia. Es decir, estaría toda expresada en su
ser mismo, en su ser objeto mismo.

107
ICFES

La trascendencia, como conquista de la perfección de la imagen, ha sido puesta


aparentemente a disposición de todos, gracias a la técnica, en un mundo efíme-
ro en donde todo se agota, y el arte, por lo menos en algunas de sus tendencias
actuales, responde aceptando el juego de negar su propia trascendencia, reta la
distinción de lo sagrado convirtiendo los objetos más distantes de lo sagrado en
objetos de arte; reta la presunción de trascendencia que tienen incluso las artes
del tiempo como la literatura y la música, obras eternas cuya materia es el tiem-
po, construyendo en todas partes obras efímeras; juega las cartas de la publici-
dad, que todo lo homogeniza detrás de la apariencia de la búsqueda de diferen-
cias, reproduciendo sus objetos; juega a hacerse puramente evidente, a negar
su carácter simbólico. Se hace puro signo sin secreto, sin algo que deba ser
develado, o lo pretende y, en esa misma medida, renuncia al papel de develar lo
que estaba oculto. En el arte de las vanguardias se trataba aún de «hacer visible
lo invisible», de hacer explícito eso que está frente a nosotros y no puede ser
visto, de cambiar la mirada sobre las cosas. La toma de distancia con las van-
guardias que intentan algunas manifestaciones del arte contemporáneo expresa
la voluntad de renunciar a lo sagrado.

La descripción de Baudrillard señala una condición actual del arte que pone en
cuestión las afirmaciones de las secciones anteriores, como si apareciera una
grave contradicción entre el ser y el deber ser en el arte contemporáneo, como si el
concepto académico de arte no pudiera dar ya razón de las prácticas artísticas.

La idea de que la obra de arte levanta el velo de lo que ya está allí y lo pone de
presente, y crea el lenguaje creando la forma de aproximación a las cosas acom-
paña la creación estética hasta las vanguardias artísticas, hasta las propuestas
de Duchamp, del surealismo, de J. Beuys y de los artistas críticos contemporá-
neos. Pero es una idea que, de alguna manera, está siendo abandonada en las
tendencias del arte contemporáneo que juegan a la repetición y que persiguen
intencionalmente la banalidad.

Lo que ocurre, para nosotros, con estas tendencias del arte mismo, y con la
publicidad, es que la publicidad desde afuera y el arte desde dentro, expresan la
posibilidad de destruir lo sagrado del arte; se trata de un movimiento de secula-
rización radical del arte, que corresponde a una pretensión de secularización
radical del hombre, a una aceptación de los límites del presente, a una acepta-
ción del momento vital sin necesidad de referirlo a un pasado, a un futuro posi-
ble, a un proceso, a una historia.

108
Cultura, Artes y Humanidades

Sin rechazar las posibilidades de una ciencia del arte que ayude a comprender
los fenómenos de la recepción de las obras y la dinámica de la formación de los
valores estéticos, es necesario reconocer que existe una dimensión de la expe-
riencia de la relación con la obra y de la creación de la misma que continúa
manteniendo el carácter del misterio, y que permite una forma de vínculo con la
trascendencia que mantiene la fuerza de lo sagrado.

Posiblemente muchas de las dimensiones históricas, técnicas, filosóficas y so-


ciológicas de la obra de arte se irán clarificando con el desarrollo de aquellas
disciplinas que toman como objeto las distintas formas del trabajo humano.
Pero, como ocurre con la mayoría de las cosas con las cuales entramos en rela-
ción, las dimensiones posibles, los modos de reconocimiento posibles, de la obra
de arte seguirán siendo inagotables y la pregunta filosófica por la naturaleza de
la obra de arte, continuará siendo vigente y enriqueciéndose, sin cancelarse
nunca, con las herramientas que aportan las distintas disciplinas. La obra de
arte obliga, tal vez más que ninguna otra cosa, a asumir una posición que
Heidegger ha formulado sintéticamente como “apertura ante el misterio”.

El arte, en la medida en la cual amplía la sensibilidad y penetra en la vida cotidia-


na, cumple una tarea fundamental en el enriquecimiento de la experiencia y en la
creación de una disposición a reconocer el valor de la diferencia. Ello supondría
que el arte dispone a una comprensión mayor que extiende las posibilidades de
coexistencia solidaria y hace posible una «fusión de horizontes» (Gadamer) que
enriquece las posibilidades de la experiencia, fortalece los vínculos que forman
emociones y sentimientos y la conciencia de pertenecer a una comunidad y da un
sentido más profundo a las acciones y a las percepciones. En este sentido, el arte
cumpliría una función esencial en el desarrollo de lo humano. Muchos ejemplos se
han dado de que esto no es así, particularmente en el caso de algunos fascistas
cultos que utilizaron métodos degradantes en la segunda guerra mundial y fueron
sensibles a la música y a la poesía. Pero esos ejemplos no invalidan otros, más
numerosos, de desarrollo de una sensibilidad solidaria.

Dentro del problema de la función social del arte, vale la pena preguntarse
por las relaciones entre arte y comunidad. Hemos dicho que el arte revela
nexos invisibles entre el espectador y la humanidad. Ahora nos interesa exa-
minar el modo como el arte vincula a los espectadores entre sí. Esto es más
claro en la música y el teatro, pero es propio también de las otras manifesta-
ciones artísticas.

109
ICFES

En la Edad Media hay una forma de arte que es integradora de la comunidad.


Reúne en torno a sí, e incluso dentro de sí -en el caso de la iglesia- a la comuni-
dad; convoca alrededor de la imagen que representa una divinidad a la comuni-
dad. La comunidad reconoce algo que la integra en la obra de arte. La obra de
arte representa, por ejemplo, ese otro mundo que se ofrece como sentido al
mundo presente; como equilibrio, como justicia, como solución estética a los
elementos contradictorios que son sensibles, visibles en la experiencia. Esa for-
ma de construcción de comunidad de la Edad Media, en cierto sentido, se man-
tiene en el Renacimiento y en el arte figurativo, en tanto hay una comunidad que
descifra claramente lo que está contenido en la imagen, reconoce allí algo que le
pertenece y se reconoce en cierto sentido en esa imagen.

Hay una forma también de construcción de comunidad de este tipo en la re-


construcción que es posible hacer por parte de sujetos activos que sintetizan los
elementos en la obra de arte, incluso en la época del cubismo. Pero el arte mo-
derno, que comienza con el cubismo y el impresionismo, que exige una lectura
activa de la obra, abre camino a una relación entre los espectadores y la obra en
la cual ya no podría decirse que lo que está contenido y reúne a los espectadores
es un elemento común que debe ser descifrado y que podría reconocerse como
tal en la comunidad de los observadores. En cierto sentido la obra convoca y
configura un público; pero ya no puede decirse que ella expresa un proyecto de
comunidad o una idea integradora de belleza, de justicia o de equilibrio; sin
embargo, el vínculo que se establece entre el espectador y el género humano a
través del arte no se ha perdido.

Buena parte de lo que se ha llamado el arte moderno se plantea explícitamente


el objetivo de ampliar la experiencia. Es cierto, como se ha señalado antes, que
el arte debe competir por la atención de los espectadores en un universo en
donde la novedad y la contradicción y, en general, los elementos que suscitan
asombro son puestos al servicio de la lucha entre las mercancías en el terreno de
las imágenes. Pero esta «estetización» del universo iconográfico cotidiano no
significa la disolución de la identidad de la obra de arte que está finalizada en sí
misma, cuya sola existencia la justifica suficientemente, y que no está orientada
por un interés que la pone al servicio de objetivos distintos de su propio hacerse
presente.

Todo contacto con el arte cualifica la mirada y, en algún sentido, amplía la


experiencia, pero el arte moderno en particular, en la medida en la cual exige

110
Cultura, Artes y Humanidades

de quien lo contempla un proceso de construcción de significados que obliga a


formular la pregunta sobre su existencia y su sentido, cumple la función crítica
de explicitar el carácter configurador de la interpretación que acompaña a la
experiencia del espectador. Hace esta experiencia más consciente de su di-
mensión activa, promueve una inquietud (que alude a una pregunta que tal
vez no llega a formularse concientemente: ¿qué es? ¿qué significa? ¿qué veo?
¿qué entiendo?) y lleva la atención a la fuente misma de la significación. Por
su naturaleza, el arte está en posibilidad de ser la crítica más radical de la
experiencia.

Sin duda, paralelamente, el arte puede cumplir una función de afirmación de


una determinada cultura. El arte religioso de la Edad Media, el retrato del Rena-
cimiento y muchas expresiones del Barroco y del Neoclásico cumplen la función
de proyectar una imagen del gobernante o de los símbolos hegemónicos. No
obstante, la función crítica del artista es ampliamente reconocida: “Cuentan
que Miguel Angel respetaba tan poco los protocolos que regían para el Papa
Julio II, su mayor comprador, que en cada sesión de trabajo éste siempre inten-
taba acomodarse antes de que Miguel Angel lo retratara a su antojo. El asunto
sería continuar con esta tradición inaugurada por Miguel Angel, una tradición
de distancia con respecto al poder del momento y, especialmente, con respecto
a las nuevas potencias que actualmente se encargan en las alianzas de poder
entre el dinero y los mass media”. (Bourdieu, 2002, p. 22). En efecto, un sector
significativo del arte contemporáneo establece un modo diferente de relación
con el poder y con los símbolos. Buena parte de este arte se instala precisamente
en el polo opuesto a la afirmación y se propone, intencionalmente, como crítica
de lo establecido. Ocurre también que algunas creaciones del arte contemporá-
neo se instalan en espacios en donde se afirma la magnificencia de una institu-
ción o de una idea pero, si pueden ser calificados legítimamente como arte,
surgen como creaciones autónomas que reclaman la atención sobre sí mismas
más que sobre las estructuras ideológicas que acompañan (lo que no niega su
función legitimadora en ese espacio).

Tampoco el arte orientado al servicio del poder o de la fidelidad formal de la


representación se agotó nunca en ese objetivo aparente. Es aquello que excede
a la intención explícita de la representación del poder y de sus símbolos, y aque-
llo que excede a la conquista de la semejanza con el modelo, lo que mantiene
viva, a través de los siglos, la obra de arte. El personaje representado, al cual
aludió la obra en el momento de su producción, apenas tiene una existencia

111
ICFES

más allá de esa obra; en muchos casos la única huella de su presencia en la


tierra es, precisamente, la imagen que no tiene otro significado ni otro carácter
que los que el autor puso en ella. Los personajes representados existen como
existen los personajes creados por la imaginación de un autor.

El arte trasciende su intención representativa original y se transforma en el en-


cuentro con las miradas que se detienen sobre el lienzo, sobre el relieve de la
escultura o sobre la imagen en movimiento, buscando explorar un contenido
estético como fin en sí mismo. La intención del poder pierde fuerza frente al
sentido que se transforma mientras la obra permanece. Los contenidos políticos
iniciales se disuelven en esa forma de contemplación o pasan sencillamente a
hacer parte del conjunto de significados que contribuyen a dar un valor a la
obra de arte. El arte antiguo y medieval, como el arte prehistórico, se han des-
prendido de las mediaciones del poder que los hicieron posibles. Sobreviven
como expresión de lo que podría llamarse universalidad del espíritu como for-
mas elevadas de lo específicamente humano. Una forma de la divinidad que
trasciende las diferencias entre la pluralidad de las religiones y la multiplicidad
de los cultos habita en La Alambra de Granada y produce emociones inefables
en los visitantes de todas las culturas.

Una característica fundamental del arte del siglo XX es que se vuelve sobre sí
mismo; se pregunta radicalmente sobre su función y su sentido; se niega a la
identificación apresurada que lleva de la obra a lo representado como una pre-
sencia ausente, y obliga a la mirada a cuestionarse, no sólo sobre la naturaleza
de lo representado, sino sobre el carácter y el sentido de la representación. La
reiterada referencia al escándalo producido por Marcel Duchamp, que presentó
un orinal al que había añadido una firma como una obra de arte para ser exhi-
bida en un museo, se debe precisamente a que lo insólito de ese objeto en ese
espacio y la dificultad de reconocerlo dentro de ese espacio obligaba a una
pregunta esencial (tampoco explícita o necesariamente consciente en este caso)
que iba del ¿qué es esto?, ¿qué hace esto aquí? a las preguntas más fundamen-
tales de ¿qué es el museo?, ¿qué es la obra de arte?.

Las nuevas corrientes de la creación artística han avanzado en el camino de la


indagación por los elementos que se ponen en juego en la construcción de la
obra, por lo que ella produce en el espectador, por las barreras que se levantan y
se derrumban entre las distintas formas de expresión y las distintas maneras de
hacer arte, por los límites de lo que puede ser considerado como arte y por la

112
Cultura, Artes y Humanidades

identidad misma del creador y el sentido de su práctica. Sin duda el cine abrió
nuevos espacios a la creación; sin duda el derrumbamiento de las barreras entre
las distintas artes plásticas, y entre las artes plásticas, las artes escénicas y la
música, multiplicó las posibilidades de la creación artística; sin duda a esa aper-
tura de posibilidades vino a sumarse, de manera significativa, la apropiación
por parte de los creadores de las nuevas tecnologías de la información y de la
comunicación visual; sin duda constituye una gran revolución en el sentido mis-
mo de lo artístico la salida del arte del museo y del lugar de atención de un grupo
social especialmente cultivado en las posibilidades del goce estético y su ingreso
en el paisaje cotidiano y en las distintas formas de relación con la naturaleza y la
sociedad (Beuys es un ejemplo de la voluntad de hacer arte en la relación pro-
ductiva con la naturaleza, en la política y en la escuela); pero lo que es más
relevante en el conjunto de estas novedades radicales es el modo como el arte
contemporáneo transforma la mirada sobre el arte mismo, sobre la naturaleza y
la sociedad; el arte cambia las maneras de ver, las maneras de pensar y las
maneras de sentir. El compromiso de los artistas contemporáneos con el sentido
mismo del arte puede darse en formas y en direcciones distintas; lo que ya no es
posible es que los artistas ignoren o evadan ese compromiso.

En el mismo acto de explicitarse, el arte expresa la permanencia de un secreto;


eso que se devela en el arte, esa otra mirada posible, es una forma de la trascen-
dencia. El objeto capaz de plantear esa nueva relación con las cosas, siendo él
mismo una cosa, es una cosa sagrada; una puerta a la trascendencia. Podría
decirse que el arte sobrevive a pesar de la voluntad explícita de algunos artistas,
porque posee la virtud de nombrar lo innombrable y recuperar lo sagrado en el
mundo de los fenómenos, porque satisface una necesidad de trascendencia que,
en el fondo, estructuralmente, no es demasiado diferente de la trascendencia
religiosa.

La muerte de la trascendencia no es un triunfo de la razón (la razón misma


como universalidad sería sepultada junto con la trascendencia), ni una dolorosa
derrota de las pretensiones de los seres humanos en su lucha contra la finitud; la
muerte de la trascendencia es una ilusión; la ilusión resultante de creer que es
posible convertir al ser humano, que es historia y proyecto, en puro presente,
recortando el horizonte temporal de la conciencia; la ilusión resultante de creer
que es posible reducir el potencial crítico del lenguaje haciéndolo banal e inme-
diato. Los seres humanos estamos unidos por una red de lenguaje que nos vin-
cula con otros seres humanos que están muy lejos o que han muerto. Vivimos en

113
ICFES

la cultura, esto es, en el lenguaje y la comunicación. Vivimos en el contexto de


una herencia simbólica que se enriquece sin cesar. Esta es nuestra verdadera
trascendencia. La ilusión del olvido de lo trascendente se propaga; pero para
triunfar tendría que extender un manto de olvido sobre universos simbólicos
inmensos como las artes y las humanidades.

114
Cultura, Artes y Humanidades

III
HUMANIDADES

115
ICFES

116
Cultura, Artes y Humanidades

“Si miro a una estatua de las mejores, me digo a mí mismo: “¿Acaso


sabrías eliminar lo sobrante de una pieza de mármol y descubrir la figu-
ra tan bella que encerraba? ¿O mezclar y extender sobre una tela o
pared diversos colores, y con ellos representar todos los objetos visibles,
como un Miguel Angel, un Rafael, un Tiziano?”. Si observo lo que han
descubierto los hombres respecto a la distribución de los intervalos mu-
sicales, en el establecimiento de preceptos y reglas para poderlos mane-
jar con extraordinario placer para el oído, ¿cuándo podré acabar de
asombrarme? ¿Qué decir de tantos y tan diversos instrumentos? ¿Y la
lectura de los mejores poetas que llenan de asombro a quien analiza
atentamente su invención de conceptos y su desarrollo? ¿Qué diremos
de la arquitectura? ¿Del arte de la navegación? Pero por encima de to-
das las excelentes invenciones ¡qué grandeza de mente la de aquel que
se las ingenió para encontrar el modo de comunicar sus más recónditos
pensamientos a cualquier otra persona, por más alejada que estuviera
en el espacio y en el tiempo, hablar con los que están en las Indias,
hablar con los que aún no ha nacido ni nacerán hasta dentro de mil o
diez mil años! ¡Y con qué facilidad: con las distintas mezclas de veinte
caractercitos sobre un papel”.

Galileo Galiei

LA NATURALEZA DE LAS HUMANIDADES

Hemos preferido hablar de Humanidades conscientes de que existe una impor-


tante tradición que habla de “Ciencias Humanas”, “Ciencias del Espíritu” y
aún de “Ciencias Filosóficas” para referirse al conjunto que componen las Cien-
cias del Lenguaje (incluida la Literatura), la Filosofía, la Historia y las Ciencias
Religiosas. Una razón de nuestra elección podría encontrarse en la preocupa-
ción por las ideas asociadas con el término “ciencia”. Esta palabra arrastró
durante mucho tiempo la carga de una elección metodológica que, asumiendo
un modelo excesivamente simplificado del trabajo en las ciencias naturales y
extendiéndolo a todos los terrenos de la construcción de conocimiento, llevó a
desconocer el valor de otras formas de aproximación conceptual a la experien-
cia. Este sesgo, hasta cierto punto superado, llevó al rechazo dogmático de mo-
dos legítimos de construir conocimiento acerca de lo humano.

117
ICFES

Se dirá justamente que ésta es una situación del pasado y que las relaciones
actuales entre las ciencias humanas y las ciencias exactas son de mutuo enri-
quecimiento y de apoyo a partir de la conciencia de la complejidad de algunas
problemáticas; se dirá que la noción de ciencia que hoy tiene más adeptos es
aquella que reconoce el ejercicio diverso y continuado de las distintas comuni-
dades académicas y que la palabra ciencia permite reconocer el trabajo acumu-
lado, metódico y permanentemente abierto a la crítica de las comunidades aca-
démicas que desarrollan las disciplinas humanas; que esas comunidades han
constituido campos problemáticos validados como espacios de formación y de
investigación y han creado estrategias de trabajo productivas y rigurosas para
trabajar en esos campos. Pero no es por desconocimiento de la legitimidad de
hablar de ciencia en los asuntos humanos, sino porque queremos aludir a una
problemática que en sus distintos aspectos constituye el campo propio de las
ciencias humanas, pero que no es privativa de los miembros de las comunida-
des académicas porque se plantea a los seres humanos una vez que se inicia la
reflexión sobre el lenguaje, sobre la historia y sobre los vínculos que establece-
mos con nuestros semejantes. Además, no nos parece necesario partir del su-
puesto de que es necesario emplear ese término (que algunos todavía quisieran
hacer equivalente a “ciencia natural”) en asuntos humanos para referirnos a un
modo óptimo de conocimiento por el cual valga la pena correr el riesgo de dejar
de lado lenguajes y saberes elaborados que no se dejan circunscribir a determi-
nadas exigencias metodológicas o formales.

No existe siempre en estos campos la pretensión objetivista que en otros acom-


paña la idea de ciencia, ni está el lenguaje siempre tan clara y distintamente
separado como en otras áreas de la apertura que posibilitan las metáforas, sin
que ello signifique una debilidad o una limitación, sino, por el contrario, la deci-
sión de negarse a guardar silencio por razones metodológicas sobre lo que es
apropiable en el lenguaje y se ha revelado esencial para la reflexión.

La conciencia de las tensiones y diferencias entre los sectores sociales, entre las
culturas y las lenguas y tradiciones; la increíble pluralidad de las formas de exis-
tencia humana, de las ideas y de las prácticas y las diferencias que es posible
asociar a las distancias en el espacio y en el tiempo han hecho bastante visible
la dificultad de referirse al género humano como algo universal, más allá de las
determinaciones biológicas. Las pretensiones de universalidad han caído con
frecuencia en extensiones abusivas que convierten lo que una comunidad reco-
noce y desea para sí en identidad y proyecto del ser humano en general. De

118
Cultura, Artes y Humanidades

hecho el dominio material de un pueblo sobre otro se expresa en la pretensión


de imponer a los dominados los valores y las costumbres del dominador. Las
culturas sometidas sobreviven parcialmente a través de hibridaciones y media-
ciones más o menos complejas, pero son sometidas a cambios radicales en
nombre de la universalidad. No deja de ser una paradoja que Occidente, que ha
desarrollado una cultura de la ciencia y de la crítica y que ha predicado el valor
de la tolerancia, haya dado en ocasiones gran reconocimiento a posiciones dog-
máticas y arbitrarias que consideran que las diferencias culturales son distan-
cias en el desarrollo de la “civilización común de los hombres”.

Hay pues razones de sobra para prevenirse en relación con la pretensión de


hablar del género humano. Pero es aún posible preguntarse, reconociendo todas
esas diferencias, por lo que necesariamente aparece en donde quiera que se
encuentren las colectividades humanas.

Si se pregunta por lo que pertenece a todas las sociedades humanas, se encon-


trará que en las colectividades conocidas existe siempre el lenguaje, que las
personas que pertenecen a esas colectividades han alcanzado alguna concien-
cia del tiempo y que tienen algún discurso sobre el orden del mundo y el de la
sociedad. De distintas formas se da razón de los acontecimientos y se estable-
cen nexos entre las personas a través de símbolos compartidos que orientan las
acciones y les dan un determinado significado. Si resulta difícil hablar, a propó-
sito de algunas sociedades humanas, de filosofía, de religión o de historia, tal
como las hemos separado en Occidente, es posible en cambio reconocer en el
lenguaje de sociedades separadas en el tiempo y el espacio referencias a los
grandes problemas de los cuales se ocupan las disciplinas humanas. Los seres
humanos son donde quiera hablantes que heredan cultura en el proceso de su
devenir histórico.

La pregunta por lo humano aparece con la conciencia de las relaciones más


generales entre los seres humanos y entre ellos y la naturaleza. No es extraño que
las llamadas Ciencias Humanas o Humanidades sean disciplinas antiguas, que
la historia, la reflexión sobre el lenguaje y la filosofía hayan construido una tra-
dición desde la Grecia Clásica y que en todos estos terrenos haya preguntas que
se recogen y replantean a lo largo de la historia como interrogantes que no es
posible decidir cabalmente y que tampoco es posible abandonar. Los seres hu-
manos no pueden evitar reflexionar sobre lo que les pertenece esencialmente
como seres que existen en el tiempo y en el lenguaje. Lo humano es motivo de

119
ICFES

asombro y de atención. Es lo más cercano a nosotros y, a la vez, algo misterioso.


Como señala Aristóteles, todo hombre por naturaleza desea saber. El asombro
lo mueve a indagar, a buscar una explicación a lo que lo sorprende. A veces las
preguntas se ocultan tras las respuestas de la religión o del mito; a veces lo
humano se proyecta en la divinidad o se instala en el lugar del misterio, pero en
todo caso no puede ser completamente ignorado. Lo que llamamos Humanida-
des responde a preguntas sobre lo humano que ha formulado la tradición cultu-
ral de Occidente. Las preguntas que responden las distintas disciplinas huma-
nas son múltiples, pero tienen una raíz común en la preocupación por lo que es
propio del ser humano.

Aunque los terrenos de las Humanidades se hayan venido precisando cada vez
más, no es posible evitar que cuando se plantean las preguntas de la filosofía se
interrogue al mismo tiempo por el lenguaje, por la religión o por la historia y
tampoco parece deseable evitar que aparezcan interrogantes que son objeto de
la filosofía o de la historia al preguntar por el lenguaje. Las Humanidades se
enriquecen mutuamente no sólo explorando en un campo aspectos que ilumi-
nan las preguntas propias de otro campo, sino compartiendo interrogaciones
fundamentales. Dentro de las ciencias humanas, los caminos de una disciplina
iluminan formas de proceder en otras disciplinas (es lo que ha ocurrido, por
ejemplo, con la Fenomenología y, con la Hermenéutica, que desde la filosofía
abrieron nuevos caminos a la historia, a la filología y al análisis literario). Tam-
bién estas conexiones inevitables invitan a pensar en un lugar de encuentro de
las preguntas por lo propiamente humano.

Por otra parte, en cada uno de los campos de trabajo de las humanidades exis-
ten perspectivas distintas, a veces antagónicas, muchas veces complementa-
rias. La pluralidad de enfoques y de métodos es una riqueza irrenunciable don-
de la hegemonía absoluta de un punto de vista significaría la renuncia a un
conocimiento significativo y quizás fundamental para la vida de las sociedades.
No ocurre aquí, como en otros campos problemáticos, que el nacimiento de una
teoría o de un método signifique el abandono definitivo de otra teoría o de otra
forma de indagación. Las humanidades son campos de debate en los que inter-
vienen sabiamente muchas voces del pasado.

A lo largo de la historia se han producido y aceptado en las disciplinas humanas


algunas respuestas a interrogantes básicos que luego se revelan insuficientes o
inapropiadas y, por ello, las preguntas originales surgen con nuevas apariencias.

120
Cultura, Artes y Humanidades

Muchas de las preguntas cruciales se hicieron ya en la antigüedad en textos


cuya lucidez y frescura se han mantenido a través del tiempo. Estos textos se
revelan inagotables por la pluralidad y riqueza de las lecturas que hacen posi-
bles. Quizás por eso en las humanidades se vuelve siempre a algunos autores.
Se vuelve siempre a Aristóteles en la escuela de filosofía; se lee una y otra vez a
Sófocles en la escuela de literatura. En cambio, aunque tal vez sería deseable
hacerlo, sólo muy raramente se leen los textos originales de Newton o de Maxwell
en la escuela de física. La autor-idad del autor es de distinta índole en las cien-
cias empírico-analíticas que en las ciencias histórico-hermenéuticas porque en
las ciencias empírico-analíticas se logran cada vez síntesis más completas, ela-
boradas y elegantes, mientras que los grandes textos originales (lo que Gadamer
llamaría las obras de arte del lenguaje) en las humanidades son inagotables. En
las ciencias naturales las preguntas se responden en horizontes teóricos cuyos
presupuestos están precisamente definidos; la investigación abre espacio a nue-
vos presupuestos, a nuevos fenómenos que se hacen accesibles con el desarrollo
tecnológico, a nuevos contextos teóricos; las preguntas cambian aunque se usen
ocasionalmente las mismas palabras con contenidos diferentes. En las humani-
dades se vuelve siempre a las mismas preguntas porque las preguntas más valio-
sas están siempre abiertas, aunque se avanza en la comprensión y se encuen-
tran formas nuevas de indagar y responder.

La vuelta reiterada a los textos en las humanidades pone de presente la vigencia


de preguntas antiguas y de descubrimientos sobre nosotros mismos que tienen
mucho que decirnos aún en el día de hoy; testimonia algo común que conecta el
presente y el pasado, pese a las evidentes transformaciones, e invita a reconocer
tensiones y urgencias que permanecen a lo largo de la historia de las comunida-
des humanas. Es verdad que la actitud con la cual nos asomamos a esos textos
es de atenta escucha; es verdad que estamos dispuestos a pensar que cada frase
tiene un mensaje que debe ser descifrado para confirmar la densidad
“incuestionada” del texto; pero, más allá de la actitud de escucha, hay la certi-
dumbre de que existe una voz que tiene mucho que decirnos porque ese saber
de lo humano capta lo que nos une a pesar de las distancias.

El que la tragedia griega, la sentencia presocrática, el diálogo platónico o el


relato bíblico tengan algo que decirnos sobre nosotros mismos invita a pensar
en una forma de vínculo entre los seres humanos a través de los siglos.

121
ICFES

STUDIA HUMANITATIS Y HUMANISMO

Los humanistas del Renacimiento entendieron así el papel de los textos de los
grandes escritores antiguos: como medios de comunicación que permitían al ser
humano encontrarse consigo mismo y establecer una comunicación inteligente
a través de los siglos. Los textos eran voces que hablaban desde más allá de la
muerte de sus creadores testimoniando un lenguaje común de la especie. En
una época signada por la guerra entre naciones (la Guerra de los Cien Años
duró desde 1337 a 1453) y los conflictos religiosos, por las pestes y las hambrunas
y, por tanto, por la conciencia de la fragilidad de la vida humana, cuando las
referencias para la acción tambaleaban y el futuro se hacía impredecible, los
intelectuales de los siglos XIV y XV buscaron las fuerzas para enfrentar un desti-
no incierto en la propia condición humana. No era necesario ir muy lejos para
encontrar las fuentes de la dignidad del ser humano. Era posible reconocer la
gran obra de la especie humana, su ilimitada capacidad creadora y la enorme
potencia de su intelecto en las maravillas artísticas que sobrevivieron al deterio-
ro de siglos y en los textos admirables de los sabios de la antigüedad. Esas crea-
ciones eran obra del género humano, testimonio de su fuerza y de su capacidad
de trascender.

En la Edad Media, el destino de los seres humanos estaba en buena parte deter-
minado por su pertenencia a un estamento que aseguraba el inmovilismo social;
eran señores o siervos desde su nacimiento hasta el fin de sus vidas. Perdida ya
la identidad con el estamento, los habitantes de la ciudad vivían la aventura y los
problemas de una nueva forma de vida y encontraban, junto a la conciencia
reciente de la libertad, algunos motivos para aspirar a un destino relativamente
independiente de su origen y muchas razones para el pesimismo, por culpa de la
guerra y la enfermedad. El orden feudal que se derrumbaba se correspondía con
la autoridad incuestionada de la Iglesia en cuestiones de moral; los desequilibrios
sociales propios de ese orden se habían vivido como una condición temporal
que tenía una compensación más allá de la muerte. En el contexto de incerti-
dumbre existencial del nuevo orden que se iba decantando en la ciudad, donde
el poder y la miseria se mostraban sin máscaras y perdía fuerza la fe en la justi-
cia eterna, los humanistas del Renacimiento encontraron razones para seguir
confiando en lo que Pico llamó la Dignidad del hombre, estableciendo un diálo-
go con los poetas, los artistas y los filósofos muertos, que seguían sorprendiendo
y fascinando gracias a la resistencia de la piedra y al invento prodigioso de la
escritura.

122
Cultura, Artes y Humanidades

Los humanistas del Renacimiento rescataron los estudios literarios como un


lugar de encuentro del ser humano consigo mismo sorteando la finitud de la
existencia. La filosofía, la poesía, la ciencia, el conocimiento de lo humano que
se habían desarrollado en la antigüedad, en Grecia y Roma, eran obra del mis-
mo ser que en los albores del Renacimiento desentrañaba el sentido de los textos
conservados en las bibliotecas de los árabes y traducidos al latín para hacerlos
accesibles a los espíritus instruidos y curiosos. La escolástica había reconocido
cómo la filosofía testimoniaba y ejercitaba la razón heredada y ofrecía los más
elevados motivos de reflexión. Aristóteles había sido admitido en las universida-
des como el más sabio de los seres humanos, gracias a las lecturas de Alberto
Magno y Tomás de Aquino y a los juiciosos comentarios de los filósofos árabes.
La literatura de un tiempo en que el mundo era otro tenía aún y siempre, por su
parte, la virtud de abrirse a interpretaciones que iluminaban las vivencias pre-
sentes de los lectores. El poeta griego o romano cantaba al oído del humanista
del Renacimiento un canto siempre vigente.

La literatura, la historia, la filosofía y la ciencia antiguas eran la presencia evi-


dente de una especie que trascendía en el lenguaje. Platón, Horacio, Lucrecio y
Virgilio establecían con el intelectual humanista un diálogo lleno de experiencia
y de sugerencias profundas, cuyos secretos no acababan nunca de develarse
completamente. Platón, cuyo lenguaje metafórico quizás impacientaba a los
profesores de las universidades de París o de Padua donde Aristóteles había
vencido todos los obstáculos para consagrarse como el Filósofo sin par, volvía a
atraer adeptos en las huestes del humanismo precisamente por ese lenguaje que
tenía la belleza perenne de lo literario y la fascinación del misterio.

El encuentro del humanista con la gran cultura de la antigüedad era el resultado


de un proceso que tuvo un punto crítico mucho antes del Renacimiento, en el
cruce de espadas entre los cristianos y el Islam. El contacto de las civilizaciones
enfrentadas por la diferencia de la fe religiosa no trajo sólo dolor y sangre; los
seguidores del Islam habían sabido reconocer y conservar los textos de la filoso-
fía y la ciencia griegas que Occidente desconoció por siglos. En Bagdad y en
Córdoba podían encontrarse aspectos desconocidos de la sabiduría de Aristóteles
y de la poesía filosófica de Platón. Allí podían aprenderse la matemática de
Arquímedes y las claves numéricas de la música y del orden del cosmos; allí se
ponía en evidencia la capacidad humana de elevarse sobre lo efímero y pesado
de su envoltura corpórea y hacer posible el encuentro de las inteligencias, allí se
hacía visible la inteligencia universal que Averroes leyó en Aristóteles, una inte-

123
ICFES

ligencia compartida por los hombres de religiones y culturas antagónicas. No


resulta extraño entonces que aparecieran desde los siglos XII y XIII las defensas
de la tolerancia de Abelardo y Lullio, humanistas antes del humanismo, defenso-
res de la autonomía de la razón y del diálogo intercultural.

Sin renunciar a su fe cristiana, los Goliardos, intelectuales literatos, trovadores


del amor profano y críticos del orden feudal, que se dieron cita en París, los
pensadores que recuperaron y ampliaron en Chartres la tradición de las “artes
liberales” y defendieron el ejercicio de la razón y la investigación del orden de la
naturaleza, los intelectuales de la ciudad que se sentían viviendo un mundo nue-
vo y que se vieron a sí mismos como artesanos del intelecto, se reconocieron,
desde el siglo XII, separados de sus antecesores más cercanos y herederos de los
filósofos de la antigüedad. Esta distancia no significaba que se abandonaba
completamente un saber escolar que podía servir a la nueva orientación de los
estudios hacia los asuntos humanos. La retórica que se enseñaba en el medioe-
vo se reveló muy útil para tareas como la redacción de cartas y discursos, tareas
esenciales para la supervivencia de los Estados y para la construcción de identi-
dades colectivas que desempeñaron los humanistas; la gramática latina resultó
fundamental a la hora de recuperar los textos clásicos.

El humanismo hunde sus raíces en la Edad Media pero es en los siglos XIV y XV
cuando adquiere su identidad. Los estudios del siglo XII dan un gran énfasis a
las “siete artes liberales”, incluyen la gramática, la retórica y la dialéctica (o la
lógica) dentro del trivium, y se ocupan de la aritmética, la geometría, la astrono-
mía y la música en el cuadrivium4. La formación humanística, en cambio, aban-
dona en gran medida el cuadrivium y se ocupa de la filosofía moral y, fundamen-
talmente, de la literatura. La gramática y la retórica son objeto de estudio en
tanto contribuyen a la elocuencia y permiten la lectura rigurosa de la literatura
clásica.

4
“Siete son las disciplinas de las artes liberales. La primera es la gramática, o sea, la pericia del
decir; la segunda la retórica, que se considera sumamente necesaria en las cuestiones civiles
por la nitidez y la riqueza de la elocuencia; la tercera es la dialéctica, llamada también lógica, que
con sutilísimas disputas distingue lo verdadero de lo falso; la cuarta es la aritmética, que
comprende las causas de números y sus divisores; la quinta es la música; que consiste en los
cantos y en los cármenes; la sexta es la geometría, que abarca las medidas y dimensiones de la
Tierra; la séptima es la astronomía, que contiene las leyes de los astros. (Isidoro de Sevilla
citado por Garin, 1987, p. 40)

124
Cultura, Artes y Humanidades

La preocupación por captar el sentido original de los textos llevará al humanista


a explorar cuidadosamente el significado de las palabras y a preocuparse tam-
bién por la historia. El conjunto de estos estudios (gramática, retórica, filosofía
moral, poética, historia) se llamará los studia humanitatis. Los maestros ocupa-
dos de estos temas (y quienes aún no siendo maestros se ocupan de ellos) se
llamarán “humanistas”, del mismo modo como los alumnos y maestros de juris-
prudencia se llaman “juristas” y los que se dan cita en la facultad de artes se
llama “artistas” (Cfr. Kristeller, 1986).

El modo como estos humanistas esperaban contribuir a la formación de los


ciudadanos del Renacimiento era recuperando el saber clásico. Los textos en-
cuentran su verdadero significado en sus contextos y el humanista quería recu-
perar esos significados. La crítica de las versiones disponibles en latín de los
textos griegos ponía de presente la necesidad de una disciplina del análisis de
textos que implicaba explorar la historia, recuperar los símbolos, descubrir en
las imágenes y en los objetos de uso y de culto las huellas de Grecia y Roma que
ayudaban a construir el escenario de la interpretación. No todos los humanistas
conocieron bien el griego, pero aquellos que aprendieron a leerlo y lo reconocie-
ron como la voz de los poetas y los sabios antiguos tradujeron al latín, y pusieron
de este modo a disposición de Occidente, la mayor parte de los textos griegos de
los cuales se alimentarían más tarde los creadores del pensamiento moderno y
los pensadores de la Ilustración: “Como resultado de la actividad traductora de
los humanistas renacentistas, el occidente dispuso por vez primera de un amplio
cuerpo de escritos griegos antiguos: todos los poetas, incluido Homero y los
trágicos; todos los historiadores, incluidos Heródoto y Tucídides; y todos los
oradores, incluido Isocrátes y Demóstenes. Incluso en los campos que habían
abundado los textos griegos en la Edad Media, se tuvo ahora acceso a muchí-
simos más textos: no sólo Aristóteles y Proclo y un poquito de Platón, sino todo
Platón y Plotino, junto a Epicuro, Epicteto y Sexto Empírico; no sólo algunos,
sino todos los escritos griegos sobre medicina, matemáticas y astronomía; ade-
más de todos los autores patrísticos griegos”. (Ibid, p. 23).

Los humanistas no han sido reconocidos como grandes filósofos, a pesar del res-
peto que hoy sentimos por Erasmo, por Montaigne, por Alberti o por Pico della
Mirandola, pero el culto a los griegos y el ejercicio de la crítica, tan valorados en la
tradición cultural que se inicia en el Renacimiento, deben mucho a estos pensado-
res que han sido maestros de Occidente. Este olvido que empieza a superarse
puede ser culpa, en parte, de los mismos humanistas. El culto de lo antiguo llevó a

125
ICFES

los humanistas a verse como simples portavoces de una sabiduría capaz de orien-
tar el pensamiento y dar pautas fundamentales para la vida. La tradición de la
ciencia y de la filosofía sistemática ha ignorado a los maestros del Renacimiento
para volverse a los textos originales tomando muy en serio la idea que Juan de
Salisbury pone en boca de Bernardo de Chartres: que los pensadores que recogie-
ron la cultura clásica eran “enanos en espaldas de gigantes” (Garin, 1987).

El énfasis en los estudios del Neoplatonismo del Renacimiento, el examen del


modo como los humanistas influyeron en el gran arte del Renacimiento, los de-
sarrollos en los campos de la historia de las ideas que se ocupan del origen de la
modernidad, la lectura crítica de la correspondencia y de los discursos de oca-
sión como documentos esenciales para la comprensión del pensamiento de una
época, la recuperación de la poesía y el teatro de los humanistas y la historia de
las disciplinas humanas han abierto hoy el camino a una nueva valoración del
trabajo de los humanistas. Pero tal vez corresponde a una historia crítica de la
educación rescatar la importancia de estos pensadores para el mundo moderno.

Valdría la pena, en todo caso, poner el énfasis en un punto básico para nuestra
tarea de pensar el papel de las humanidades hoy: los humanistas establecieron
un diálogo con la tradición que debía no sólo desarrollar la sensibilidad y educar
en el dominio de la lengua hablada y escrita; se trataba de encontrar elementos
para reconocer las posibilidades de lo humano y para pensar orientaciones de
la vida social, de proponer referencias para construir la identidad de los indivi-
duos y de los pueblos. Es cierto que para los humanistas esta tarea sólo era
posible a través de la lectura de los textos clásicos y que esta elección resulta
insostenible hoy, pero en términos generales sigue siendo válido y necesario
para la vida social explorar en la historia y en el lenguaje referencias para la
construcción de la identidad.

Aunque el humanismo derive su nombre de los studia humanitatis y de quienes


se ocupan de estos estudios, los “Humanistas” reciben legítimamente este nom-
bre porque sus intereses apuntan al examen del universo de signos en el que ha
ido plasmando su imagen la especie humana. Esto implica el desplazamiento de
Dios como tema central de la reflexión teológico-escolástica, para poner en su
lugar al ser humano, entendido a la vez como individuo y como especie. Por otra
parte, la atención a la historia se detiene en la recuperación de los elementos
que constituyen la referencia para la reconstrucción del modo como el ser hu-
mano ha llegado a ser lo que es. La historia es la historia de lo humano. El

126
Cultura, Artes y Humanidades

intelectual del Renacimiento se ocupaba con mucha frecuencia de los negocios


del Estado y de las circunstancias del lugar y el tiempo de su existencia, pero era
el heredero de la historia universal.

Aunque tuvo vocación de cortesano y en algunos casos ejerció como aristócrata


de la palabra, el humanista heredó la actitud del intelectual de la ciudad que se
consideraba “artesano del espíritu”, que concebía su tarea de trabajo con los
signos como una techné, como un arte, y reconoció el valor de las técnicas. Su
apertura a la pluralidad de las dimensiones de la existencia humana implicaba
también la aceptación de la atención a la naturaleza como campo legítimo de
ejercicio de la reflexión filosófica y una nueva valoración de las tareas cuya
eficacia depende del conocimiento de los materiales y de las regularidades de
los fenómenos naturales.

Se ha caracterizado como “antiintelectualismo”5 (Le Goff, 1957) el rechazo de


la tradición de la metafísica y de las preocupaciones científicas de los herederos
de la escolástica que caracterizaron a los intelectuales humanistas, pero el tra-
bajo que realizaron en la recuperación y el análisis de los textos clásicos y su
dedicación al estudio del lenguaje exigirían una toma de distancia respecto de
esta posición. El escaso interés de los humanistas por el estudio de la naturaleza
es más el resultado de una elección que un rechazo. Más bien cabría reconocer
en los humanistas un cierto escepticismo y una actitud crítica que prefiguran
precisamente el modo como la modernidad va a apropiarse de la tradición que
la alimenta y de la cual busca diferenciarse.

Por otra parte, la opción por la poesía y no por la scientia, el deseo de los huma-
nistas de reconocerse como literatos más que como filósofos, está fundamenta-
do en el lugar que el humanismo reconoce a la poesía. Dante, a finales del siglo
XIII y comienzos del XIV vive en la antesala histórica del humanismo y piensa el
significado de la poesía. E. Grassi (1993) muestra dos facetas de Dante: el
defensor de la “inalterable uniformidad del lenguaje de los distintos tiempos y
lugares”, que se expresa en latín, y el orador y poeta que recoge el valor del

5
El humanista es profundamente antiintelectualista; es más literario que científico y más
fideista que racionalista. Al binomio dialéctica-escolástica opone, para sustituirlo, el de
filología-retórica. Platón que como filósofo no había sido tomado en cuenta por Alberto
Magno, a causa de su lenguaje y de su estilo, es ahora redescubierto, vuelve a gozar de
favor y, puesto que además es poeta, se lo considera como Filosofo Supremo ( Le Goff, 1957,
p. 214).

127
ICFES

lenguaje histórico, el italiano de su tiempo, con el cual hablan sus antepasados y


sus contemporáneos “de la misma forma que el fuego transforma el hierro del
que hace el herrero el cuchillo” (Ibíd., pp. 29,30), el medio por el cual las socie-
dades de cada tiempo y lugar crean los instrumentos históricos para transformar
su mundo.

Dante reconoce cuatro propiedades básicas del lenguaje poético: “la poesía
tiene una misión “esclarecedora” (illuminans); en ella se simenta (cardo) la co-
mún lengua “vulgar”; ella crea el “espacio” (aula), la “corte”, como base de una
comunidad, a la vez que el “foro” (curia), donde se fijan los normas por las que
se rige el lenguaje” (Ibíd. p. 33). La poesía entonces ilumina una realidad ha-
ciendo visible su significado, constituye el soporte del habla de un pueblo, crea el
espacio simbólico en el que se reúne la comunidad y es la fuente de las reglas de
la lengua del pueblo. Cervantes y Shakespeare, como Dante, cumplieron estas
funciones en sus lenguas respectivas. Dante, consciente de su propia grandeza
(se hace reconocer en el primer círculo del Infierno de su Comedia por los gran-
des poetas como uno de ellos -Divina Comedia, Infierno, Canto IV-), es explícito
en la formulación de esta misión enorme que instala la Comedia entre las obras
eternas.

Dante, filósofo y político, busca un fundamento estable para el discurso sobre


las cosas y encuentra en la forma universal de la lengua latina, que revela lo que
permanece, la palabra que hable del ser. Dante, el poeta, hace realidad, por su
parte, lo que la lengua vulgar tiene en potencia como expresión y soporte de una
comunidad histórica. La posición del filósofo reitera el punto de vista de la me-
tafísica, afirma la perspectiva de la escolástica; la posición del poeta hace existir
al Dante que admirará la posteridad y prefigura la relación con el lenguaje del
humanista del Renacimiento.

Poesía y filosofía, en la época del humanismo, se oponen en relación con la


verdad. La filosofía, partiendo de la verdad como adecuación, determina, con-
forme a ello, el significado de las palabras. La poesía crea nuevos significados,
instaura un modo nuevo de relación con la verdad. Cuando el poeta, como
Petrarca, reconoce un lugar ya establecido para la verdad fuera de la poesía, se
ve obligado a ver en su obra un modo bello de “velar” la verdad (velar no es
aquí emplear el velo para negar o esconder sino hacer ver de modo figurado).
La poesía debe buscar la verdad, someterse ella. En términos que no son los de
Petrarca, podríamos decir que el velo, que aquí revela la forma de lo que cubre la

128
Cultura, Artes y Humanidades

palabra poética, se instala entre la verdad y la conciencia para que la verdad, en


palabras de Petrarca, “no hiera el ojo”. Mussato, contemporáneo de Dante, afir-
ma en cambio la virtud creadora de la poesía como fundamento de la verdad.
La poesía tiene la función de iluminar el pasado, lo que significa, prácticamente,
crearlo: “antes de que estuviera el dárdano en Troya, estuve yo allí”. (citado en
Grassi, op., cit., p. 35)

Es Salutati, a finales del siglo XIV, quien planteará una argumentación sólida
para defender el carácter fundante de la poesía en relación con la verdad. Para
él, la scientia no es el fruto de la sola razón, simbolizada en la musa Terpsícore,
sino de la acción conjunta de las nueve musas. El afán de gloria (Clío), el placer
(Euterpe), la perseverancia (Melpómene), la percepción (Talía) y la memoria
(Polimnia) no podrían llegar a la ciencia sin el ingenio (Erato), que permite
descubrir lo semejante -esta es la tarea de la metáfora-. Gracias a Erato son
posibles el ejercicio de la razón (Terpsícore) que hace posible el juicio, el descu-
brimiento de la unidad (Urania) que ordena y, por fin, la poesía (Calíope) que
hace presentes los dioses, las cosas y los seres animados en su significado origi-
nario (Grassi, op. cit.).

Pero quizás se expresa mejor la perspectiva del humanismo en el reconocimien-


to que hace Bruni, al comienzo del siglo XV, de la pluralidad del significado de
las palabras que obedece a la diversidad de los contextos en que algo se enuncia
y a la multiplicidad de situaciones existenciales a las que ese enunciado respon-
de. La filosofía, según esto, es una lectura posible, pero el humanista opta por la
pluralidad de significados que surge del reconocimiento de las relaciones entre
el lenguaje y la vida, pluralidad que se pone de manifiesto en la literatura y que
revela la de los contextos históricos y existenciales de la interpretación.

Queremos enfatizar en el vínculo entre los estudios contemporáneos en este campo


y las preocupaciones de los humanistas del Renacimiento, pero somos cons-
cientes de las grandes diferencias entre las humanidades de hoy y la actitud de
esos humanistas, en particular en la relación con la tradición que se expresa en
la lectura de los textos. Algunos humanistas del Renacimiento querían encontrar
en los textos clásicos las pautas más confiables para la acción y la forma más
acabada de las expresiones en el lenguaje. Aunque hubiera en su pensamiento
rasgos de escepticismo, buscaron en los textos clásicos las expresiones más ela-
boradas de la obra humana; su actitud fundamental era la de apropiar esa ri-
queza que se había diluido a lo largo de las “edades oscuras” del Medio Evo; se

129
ICFES

trataba de recoger en los textos un saber altamente valorado. El “humanista”


contemporáneo tiene una actitud mas activa en relación con la lectura: los tex-
tos pueden ser su campo de inspiración pero son, sobre todo, su material de
trabajo.

Por otra parte, las relaciones entre los humanistas y la ciencia han cambiado
radicalmente. Aunque los humanistas contemporáneos, igual que sus colegas
en el Renacimiento asumen una actitud crítica frente a posibles pretensiones
totalitarias de algunos de quienes se ocupan de la ciencia, su actitud general en
relación con sus campos de trabajo se orienta a reconocer las ventajas del ma-
yor aprovechamiento de las tradiciones académicas, de la organización siste-
mática de los conocimientos y del control de la legitimidad de los productos por
parte de las comunidades consolidadas en las distintas áreas de sus estudios.
Muchos académicos ocupados hoy en el campo de las humanidades conside-
ran como un valor central de su trabajo la objetividad (como corrección perma-
nente y empleo de las fuentes críticamente examinadas y de los métodos más
rigurosos y sistemáticos coherentes con la complejidad de las preguntas formu-
ladas) y aspiran al reconocimiento de la cientificidad de su quehacer; por ello se
han distanciado de sus predecesores del Renacimiento que hallaban una impor-
tante justificación de sus estudios en la dimensión de la elocuencia y valoraban
en alto grado lo literario.

HERMENÉUTICA, REFLEXIÓN, LECTURA Y ESCRITURA

La exploración del origen del humanismo en el Renacimiento nos permite reco-


nocer una perspectiva que ilumina, a nuestro parecer, el destino posterior de las
humanidades. Se trata de lo que llama E. Grassi (1993) la “preeminencia de la
palabra”. El humanismo cambia la pregunta por el ser, por lo que son los entes,
por lo que permanece detrás del fluir incesante de las cosas que trae y lleva el
tiempo; cambia la pregunta tradicional de la metafísica que guió el trabajo de la
escolástica por la pregunta por el lenguaje. Pero no se instala en una contempla-
ción “científica” del lenguaje; no se aproxima al lenguaje desde la lógica o la
estructura (al menos no prioritariamente), sino que atiende fundamentalmente
al modo como el lenguaje aparece en la vida, al modo como cumple una función
y se constituye en escenario para la manifestación de lo que cambia en el tiem-
po: la historia, la vivencia. La palabra admirable en esta perspectiva, la palabra
que debe ser escuchada en el alma preparada para recibirla, es la palabra poé-

130
Cultura, Artes y Humanidades

tica. La filosofía más digna de ser atendida es la que se expresa poéticamente,


como en Platón o en Lucrecio. La Teología habla en parábolas como en los
Evangelios. La gramática, la retórica, la lógica, son herramientas para abrirse a
los significados de la palabra que reúne a los hombres y que los pone en contac-
to con su historia; que vincula las experiencias de un lector ubicado en un lugar
del tiempo y el espacio con las experiencias de otros hombres en otros lugares y
en otros tiempos.

La lectura, que nos pone en contacto con el texto nacido en otro contexto, nos
enfrenta a distintos problemas. El significado que el texto tiene puede ser explo-
rado en relación con un entorno lingüístico, en comparación con otros textos; la
palabra tiene un significado en el contexto del discurso y el discurso adquirió un
sentido en un contexto histórico; expresa una intención del autor. Pero el texto
tiene un sentido también en relación con la interpretación que, desde su tiempo
y su espacio y desde sus intereses vitales, hace un lector. Se puede preguntar por
lo que el texto quiere decir imaginando el interés del autor o partiendo de unas
referencias conceptuales que vinculen el texto a una tradición y deriven de esa
tradición un significado para las palabras; pero se puede interpretar el texto
desde las preguntas, las intuiciones, las expectativas del lector. Estos problemas
no fueron ajenos a la reflexión de los humanistas. Lo fundamental es que ellos
partían del reconocimiento de que las palabras no están unívocamente conecta-
das a las cosas, y se interesaron por la pluralidad del significado de las palabras
y reconocieron el modo como ese significado respondía a contextos distintos y a
las expectativas del lector.

La palabra habla desde el texto y cumple una función social. En ambos casos
hay una enunciación y una disposición a la escucha, pues leer es una forma
atenta de escuchar. Como dice Gadamer (1998): “los textos recuperan su ca-
rácter de palabra solo mediante la realización viva de su comprensión”; la pala-
bra que existe potencialmente en el texto “habla” en la lectura, adquiere sentido
en la interpretación.

Los humanistas entablan un diálogo con sus lejanos antepasados griegos y latinos
y son plenamente conscientes de la tarea en que consiste dar un sentido a los
textos. Atender al texto clásico como se atiende a un interlocutor que tiene algo
que decirnos sobre la vida que vivimos no significa una devaluación de un conte-
nido originario que posiblemente se tergiversa, es más bien el esfuerzo por com-
prender lo que el texto puede decir y lo que dice en el momento de la lectura. La

131
ICFES

exploración del contexto histórico de la producción del texto, el rigor de la filología


y la gramática que busca recuperar el significado original de la expresión escrita
no se orientan sólo, ni principalmente, a la fidelidad a un contenido “propio” que
cumpliría la intención del autor; se trata, más bien, de reunir los elementos que
iluminan el significado de una enunciación que debe ser interpretada desde las
expectativas de un lector; se trata de escuchar lo más atentamente posible una voz
que habla desde otro lugar y otro tiempo para descubrir lo que dice hoy, para
rescatar lo que vincula el presente y el pasado, para sacar a la luz la historicidad
del lenguaje que establece el lazo entre lo original y lo vigente, pues sólo la interpre-
tación permite a los textos antiguos hablar el lenguaje de los lectores, aludir a sus
vivencias, aclarar las relaciones de los intérpretes consigo mismos y con sus pro-
pios contextos.

Los humanistas intuyeron lo que la hermenéutica contemporánea comprende


cabalmente: que la lectura es una conversación, que es una forma de comunica-
ción; que la palabra “habla”, dice algo, se hace propiamente palabra en un
proceso de comunicación (lectura, diálogo). Y sea porque partían del reconoci-
miento de la sabiduría de los antiguos, sea porque experimentaban un profundo
respeto ante la misteriosa vigencia y penetración de la palabra poética, lo im-
portante es que asumieron la actitud de la escucha. En este sentido fueron fieles
al principio básico de la hermenéutica: oír con atención lo que dice el texto para
abrir un diálogo con él.

La interpretación responde al texto, expresa la naturaleza dialógica de la lectura;


es un momento de una conversación que continúa cuando se ha suspendido la
lectura. Leer es también formular preguntas a partir de los textos. El texto res-
ponde muchas veces a preguntas del lector; pero también formula sus propias
preguntas, de modo que una vez abandonado el texto, el diálogo continúe como
diálogo interno, como reflexión.

Un rápido recorrido por distintas formulaciones filosóficas del concepto de re-


flexión (Ferrater Mora, 1941), permite advertir el modo como la reflexión cumple
una tarea central en el campo de la humanidades. Kant llamo reflexión a “la
conciencia de la relación entre la representaciones dadas y nuestras diversas
fuentes de conocimiento”. La reflexión hace posible la comparación de concep-
tos (Kant), es la vía para volver al Yo auto consciente y consciente de lo otro
(Hegel) y permite el análisis de los fenómenos como se dan en la conciencia
(Hodgson). La vuelta a sí mismo que se da a través de la reflexión no es una

132
Cultura, Artes y Humanidades

ruptura de los vínculos con el mundo y con los otros; es un reconocimiento y


una exploración de estos vínculos.

Lo que la reflexión implica es la superación de la separación entre el sujeto y los


objetos que conoce, la superación de la separación entre el mundo interior y el
mundo social. En la ciencia natural la separación entre sujeto y objeto es un
desideratum; el científico aspira a examinar sus objetos sin perturbarlos; en oca-
siones pasa por alto el modo como los transforma al recogerlos en la red del
lenguaje y los selecciona y determina desde una pregunta. Nadie sostiene hoy
que las representaciones construidas por las ciencias coinciden con las cosas
mismas, pero la ciencia aspira a una universalidad de la perspectiva; sus obje-
tos son objetos para un sujeto, pero ese sujeto es cualquiera; un sujeto universal
representado en la práctica por la comunidad que comprende la representación.

La reflexión implica la toma de conciencia de la historicidad de toda representa-


ción, de los vínculos entre conocimiento e interés; del aquí y el ahora que dan
sentido a la representación. La reflexión que aquí hemos distinguido de la inter-
pretación, con el objeto de enfatizar la dimensión constructiva de la tarea de las
humanidades, pertenece, para los filósofos de la interpretación, a la dinámica
misma de la hermenéutica. La hermenéutica descubre en el diálogo la totalidad
de la experiencia y ello da un lugar fundamental a las humanidades en la com-
prensión de todas las dimensiones del conocimiento y de la vida.

“En todo caso, el proceso de la comunicación no debe ser interpretado como un


procedimiento metódico al que uno recurre contra el interlocutor, sino que se
realiza entre los dos interlocutores a modo de la dialéctica de pregunta y res-
puesta abierta a ambos lados. Es este un proceso que no parte nunca de cero y
que no finaliza nunca con la suma de una cantidad total. También el texto, y
especialmente aquel texto que es una “obra”, es decir, una obra de arte del
lenguaje que desligada de su “creador” se encuentra ante nosotros, equivale a
alguien que responde en forma incansable a un esfuerzo nunca completo de
comprensión interpretativa, y equivale a alguien que pregunta y se encuentra
siempre frente a alguien permanentemente carente de respuestas (Gadamer,
1998b. p. 35).

Las construcciones simbólicas de las humanidades convierten en tema el modo


como los contextos determinan el significado, el modo como el lenguaje está
ligado a la interacción. El campo de las humanidades es entonces el de todos los

133
ICFES

discursos que, en relación con lo humano, requieren una interpretación. Cierto


es que no todas las interpretaciones son equivalentes. La historia, la filología, la
lingüística, la filosofía han construido herramientas para la crítica de las inter-
pretaciones y para elegir entre ellas.

La exploración que permite desentrañar el carácter y la legitimidad de la inter-


pretación es un ejercicio de la reflexión. En las humanidades se trata de escu-
char y comprender (hermenéutica), de abrirse a la manifestación de un interlo-
cutor (una voz, un texto, una expresión) y de trabajar sobre esa manifestación
(reflexión).

Si se nos planteara la pregunta por el método propio de las humanidades po-


dríamos entonces responder que en ellas se ejercitan la hermenéutica y la re-
flexión. En ambos casos se trata de un diálogo; en ambos casos se escucha y se
elabora un discurso. La reflexión conduce a una producción simbólica que se
expresa no sólo como expresión oral (como en la lección), sino también como
escritura. Los estudiosos de las humanidades son lectores atentos pero se reali-
zan como escritores. La “sabiduría” que recogen de los textos alimenta nuevos
textos. El diálogo que se inicia con la lectura continúa en la escritura. Se acude
a la tradición y se la enriquece. En la lectura se recoge el material simbólico con
el cual se adelanta un proceso de reflexión que constituye nuevos significados.
El humanista (el estudioso de las humanidades) construye vínculos sociales y
referencias para la identidad, alimenta la vida social de sus contemporáneos e
instruye a sus sucesores a través de la escritura.

LAS HUMANIDADES HOY

El concepto de cultura admite, como se sabe, múltiples aproximaciones y defini-


ciones relativamente diversas. Sin duda algo relaciona estos distintos significa-
dos, y es el vínculo esencial entre la cultura y lo humano. De una manera muy
general podríamos considerar la diferencia establecida en el terreno de la antro-
pología entre cultura y naturaleza. Según esta distinción, la cultura corresponde-
ría al universo de lo simbólico, al universo del lenguaje entendido en el significa-
do más amplio posible de ese término, como universo del sentido. C. Geertz
(1991), siguiendo a Weber, concibe la cultura como un “entramado de signos”.
Este entramado de signos es, precisamente, lo que sostiene la sociedad huma-
na, lo que soporta el edificio social.

134
Cultura, Artes y Humanidades

Esta es la dimensión de la cultura, como determinación de lo humano, a la cual


hemos hecho referencia al hablar de las Humanidades. Pero la cultura puede ser
vista, también, como el universo de significados distintivos de una sociedad;
como aquello que da identidad a una colectividad y la diferencia de las otras y
como aquello que permite a cada miembro de la sociedad identificarse como
perteneciente a la misma; pero también diferenciarse como individuo conscien-
te de sí mismo. La cultura recoge elementos propios del conjunto de la especie
humana (es en este sentido como se la opone a la naturaleza), recoge también
expresiones de una determinada colectividad que la diferencian de otras colec-
tividades (lo que permite hablar de pluralidad cultural) y tiene una expresión
particular en el universo simbólico en el cual cada individuo se mueve y se reco-
noce. Acudiendo a una distinción de Kant, podríamos decir que la primera de
esas dimensiones alude a la posibilidad de reconocer una herencia común que
en un determinado momento histórico configura el universo de lo que se recono-
ce como verdadero; la segunda alude a un sistema de símbolos, de creencias y
de pautas de acción que se expresan en los espacios de la moralidad y la política
y que se vincula a la idea de bien; la tercera incluye el espacio en el cual se
configura lo deseable y se da un contenido al placer y al dolor, por tanto podría
ponerse en relación con la noción de belleza.

En su acepción más general, la cultura expresa la universalidad de lo humano.


Como base de una identidad colectiva, la cultura alude en cambio a la diferen-
cia específica de una sociedad. Las sociedades se reconocen en la creación
simbólica que heredan y que se ocupan de transmitir. Esta creación simbólica
es vista como una riqueza acumulada; transmitirla a las nuevas generaciones
es indispensable para la supervivencia del cuerpo social y su apropiación por
parte de los nuevos miembros de una sociedad es, precisamente, el objeto
principal de la educación. Como universo de lo específicamente humano y
como riqueza simbólica de una sociedad, la cultura aparece como fuente de
referencias para el juicio y para la acción. Este conjunto de referencias incluye
el conocimiento de las condiciones que determinan las posibilidades reales del
cumplimiento de los fines y el conjunto de orientaciones de valor que orienta
la elección entre distintos caminos posibles.

La cultura aparece así como el universo de conocimientos, sentimientos y refe-


rencias valorativas que orientan la acción humana. Es en el universo de la cultu-
ra donde existen las ideas fundamentales de bien, de verdad y de belleza. La
ciencia, como creación simbólica pertenece al universo de la cultura. La ética,

135
ICFES

que orienta las interacciones humanas, es una dimensión de la cultura. El arte y


las humanidades son creaciones de la cultura.

Las reflexiones anteriores invitan a pensar en la cultura como un universo ex-


traordinariamente complejo que constituye el soporte plural, contradictorio y
cambiante de lo humano. Estamos constituidos de la materia de la cultura, esta-
mos instalados en la cultura y cultura es el horizonte en el cual reconocemos
nuestro pasado y configuramos nuestros proyectos vitales.

El modo como apropiemos el universo simbólico que nos configura como seres
humanos, y en el cual habitamos inevitablemente como tales, determina la ri-
queza posible de nuestras elecciones, esto es, el ejercicio que podemos hacer de
la libertad. La conciencia que se haya adquirido sobre la historia, sobre la natu-
raleza del lenguaje y sobre los elementos a partir de los cuales se toman decisio-
nes morales y se reconoce la belleza determina lo visible y lo invisible en el hori-
zonte de lo posible. El campo de conocimientos que alude específicamente a los
problemas esenciales (e inevitables) que acabamos de mencionar es, precisa-
mente, el campo de las humanidades.

Los diferentes campos de trabajo intelectual definen una problemática que de-
termina lo que puede llamarse su “objeto” y, puesto que las problemáticas son
distintas, los objetos son también diferentes. Cabría pensar, sin embargo, en un
referente común a partir del cual se determinan los aspectos que ocupan a las
distintas prácticas de producción simbólica que llamamos humanidades. Este
objeto sería precisamente la humanidad.

Hemos hecho referencia en forma muy genérica a lo humano y, en ese sentido,


resulta difícil distinguir el campo de las humanidades del de otras disciplinas
que estudian dimensiones de lo humano como las ciencias sociales, el derecho
y la economía. Los modos de organización de los estudios en las instituciones
de educación superior son múltiples y es común reconocer lo que podría llamar-
se las ciencias sociales (sociología, antropología) como estudios adscritos a una
facultad de ciencias humanas o encontrar a las ciencias humanas (historia,
filosofía, ciencias del lenguaje) dentro de una facultad que recibe el nombre de
ciencias sociales.

Vale la pena recordar aquí algunas distinciones establecidas que nos permiten
diferenciar entre ciencias humanas y ciencias sociales. Las ciencias sociales

136
Cultura, Artes y Humanidades

son de reciente aparición en la academia; ganan su lugar y reconocimiento a


lo largo del siglo XIX; mientras que las ciencias humanas pueden rastrearse
hasta sus orígenes en la antigüedad clásica. Las ciencias humanas se ocupan
fundamentalmente de interpretar textos, y de construir conceptualmente “ha-
ciendo hablar a los textos”; las ciencias sociales construyen modelos y buscan
elaborar un conocimiento sistemático de las regularidades de las acciones so-
ciales y de los comportamientos humanos. Las ciencias sociales pueden tener
un interés orientado hacia las generalizaciones, en la medida en que éstas
sean legítimas y factibles; las ciencias humanas encuentran una forma de uni-
versalidad que se pone de manifiesto gracias a la atención cuidadosa a lo
particular. En otras palabras, a pesar de que las ciencias sociales se orienten
en algunos campos más a la comprensión que a la explicación, se interesan
por la exploración de la necesidad y por la construcción de vínculos causales;
las humanidades en cambio se comprometen prioritariamente con el sentido
(hermenéutica) y se mueven en el campo de la libertad. La inclinación de
algunas tendencias en las ciencias sociales hacia la hermenéutica proviene en
buena medida del reconocimiento de que los sentidos se generan y se transfor-
man en un proceso que puede legítimamente recibir el nombre de interacción
comunicativa, en donde la idea de la construcción de sentido en la comunica-
ción permite comprender tanto lo que se juega en la interacción entre las per-
sonas como las relaciones que es posible establecer con los textos en una lec-
tura comprendida como reconstrucción de sentido, como diálogo. En la medi-
da en la cual algunas tendencias de las ciencias sociales eligen la herméneutica
como enfoque, se diría que atraviesan las fronteras entre ciencias sociales y
ciencias humanas. Lo mismo ocurre, en sentido contrario, en el caso de las
tendencias de las ciencias humanas más proclives a definirse por un ideal
universal de cientificidad.

Las ciencias humanas se desarrollan en el campo de interés práctico, recono-


ciendo en la noción de lo “práctico” la especificidad que señala J. Habermas,
esto es, el campo de la construcción de sentido en el cual adquieren significado
las acciones humanas en tanto que específicamente humanas. Llamar “prácti-
co” al interés que anima la vida social, como hace Habermas, puede resultar, a
primera vista, extraño cuando se señala que este interés se orienta más a la
comprensión de situaciones y a la interpretación de símbolos que al control de
procesos. Pero algo aparece, algo se transforma dondequiera que se lleven a
cabo las interacciones humanas, de modo que, sea creando vínculos o dando
nuevos significados a las cosas al reconocerlas bajo una nueva luz, en la vida

137
ICFES

social se abren posibilidades nuevas a través del encuentro con los otros y del
sentido que en ese encuentro se construye.

Habermas establece una distinción entre el campo del trabajo y el campo de la


interacción. En el campo del trabajo resolvemos técnicamente las necesidades
de la supervivencia y desarrollamos instrumentos y procesos para la producción
material; el campo del trabajo es el campo de las relaciones directas entre el
hombre y la naturaleza, en el cual los conocimientos de las ciencias empírico-
analíticas se traducen en instrumentos y operaciones eficaces. El campo de la
interacción es el campo de las relaciones sociales en las cuales se dan procesos
de comunicación de distintos tipos y se construyen acuerdos a través de la edu-
cación, de la cooperación en el trabajo y del intercambio de argumentos. La
interacción es el campo de la vida práctica, de la cual se ocupan, fundamental-
mente, las ciencias sociales y las humanidades.

Muchos de los problemas que la sociedad contemporánea debe enfrentar afec-


tan a los miembros de esa sociedad de distintos modos. Las soluciones que se
implementan son importantes para quienes resultan afectados por esas solucio-
nes; pero no todos los afectados están en condiciones de someter a discusión los
efectos posibles de las resoluciones técnicas en su propia vida. Los lenguajes en
los cuales se formulan algunas de las propuestas de solución de los problemas,
no son accesibles a una parte importante de la población que, sin embargo,
resulta directamente afectada, para su provecho o para su perjuicio, por las
soluciones y sus consecuencias. Dada la complejidad de los lenguajes que se
emplean en la toma de decisiones, muchos de los participantes posibles, y que
deberían intervenir en el debate, quedan excluidos de él. La ciencia como expli-
cación hermética puede ser empleada para reducir el espacio de la interacción
al debate de los expertos cuyos intereses no son necesariamente los más genera-
les, y cuyo trabajo depende, en buena medida, de las estructuras de poder. Da-
das estas circunstancias, la ciencia y la técnica, cuya función central es aclarar
y dominar el mundo, se convierten en mecanismos de exclusión y funcionan
como ideología.

La tarea central de las reflexiones sobre lo social es, para Habermas, ampliar el
universo de la interacción. En los años 60´s Habermas realiza una crítica siste-
mática de la educación universitaria en Alemania. Para él, los estudiantes reci-
ben una formación técnica que les permite responder a las expectativas sociales
en el campo de su profesión, pero no reciben una formación práctica que les

138
Cultura, Artes y Humanidades

permita conducirse de manera más racional en el contexto de sus interacciones


sociales. “En todo caso, dice Habemas, nuestros estudiantes, en la medida en
que son instruidos en los procedimientos analíticos y empíricos de una ciencia
positiva, reciben ciertamente información técnicamente indispensable sobre pro-
cesos que hay que dominar, pero no reciben prácticamente ninguna orientación
provechosa para situaciones vividas” (Habermas, 1964, p. 550).

Las ciencias humanas tendrían, en este contexto, la tarea de orientar a la socie-


dad en la comprensión y el manejo de las situaciones de la vida, en el espacio de
la interacción. Se trataría de aportar razones que permitieran conducirse si-
guiendo pautas que no se derivan solamente de la tradición, o de la “buena
educación”, sino de una comprensión compartida sobre lo que es legítimo y
necesario para la supervivencia de la sociedad y para mejorar la calidad de la
vida. “Sólo cuando pudiéramos alcanzar normas de este tipo únicamente con la
fuerza del conocimiento teóricamente elaborado y de un consenso alcanzado en
forma racional y no mediante tradiciones naturales ni mediante situaciones ex-
ternamente impuestas, se habría satisfecho la máxima de la educación por la
ciencia” (ibid, 1964, p. 550, 551).

Tal vez hoy sería más importante hablar de una educación en lo humano que de
una “educación por la ciencia”. Las Humanidades permiten reconocer las cien-
cias como prácticas humanas que tienen un significado en el conjunto de la
cultura; que, como educación de una mirada, como solución a un conjunto
determinado de problemas y como ampliación del universo simbólico en el que
nos reconocemos, construyen horizontes para la determinación de futuros posi-
bles y para el reconocimiento de determinaciones de la acción y de la experien-
cia. “...de esta manera se descubre el otro lado de la cultura científica que domi-
na nuestra civilización, apareciendo como cultura de las “humanidades” ... hu-
manidades que abarcan en realidad la totalidad de nuestra conformación hu-
mana de la vida. Sirve a una tarea a todos nosotros encomendada: encontrar el
justo equilibrio entre el poder del conocimiento dominador y la sabiduría socrática
del no saber acerca de lo bueno” (Gadamer, 1998b, p. 36).

La comprensión del significado de las acciones sociales y de las razones para


actuar es fundamental para orientarse racionalmente en las interacciones hu-
manas y debe hacer parte central de los procesos de formación en todos los
niveles. Se trata de desarrollar la conciencia reflexiva sobre lo que es necesario
en la vida social y debe ser hecho para el mejoramiento de esa vida.

139
ICFES

Esta conciencia reflexiva no sólo permitiría construir un horizonte racional para


la acción, sino que además aportaría las herramientas para discutir y contrastar
la función política de la ciencia como ideología. La formación en el espacio de
las ciencias humanas debería aportar elementos, no sólo para recoger lo valioso
de las tradiciones y para construir perspectivas legítimas de vida colectiva, sino
para poner en evidencia la falsedad de la autonomía absoluta de la teoría y para
establecer las conexiones entre ciencia, técnica y sociedad, de modo tal que la
ciencia y la técnica sean pensadas en relación con la praxis social y estén deter-
minadas por esa praxis.

Hoy se ha vuelto problemática la suposición de que, dado que la ciencia aclara


el mundo y que la tecnología mejora el trabajo humano, ciencia y tecnología
evolucionan naturalmente en la dirección de un dominio de la naturaleza nece-
sariamente favorable al ser humano. La presunción de que el desarrollo tecnoló-
gico es esencialmente bueno constituye otra expresión de la ciencia y la técnica
como ideología que corre paralela con una gran fragmentación en el terreno de
las ciencias y de las técnicas. La especialización radical con descuido del desa-
rrollo de las dimensiones de lo ético y lo estético no necesariamente aporta a
quienes alcanzan la mayor comprensión en un territorio una perspectiva sufi-
cientemente amplia que les permita prever reflexivamente las implicaciones de
una determinada propuesta. El “experto” puede tener un punto de vista local. Su
observación puede construirse en un horizonte tan restringido que conexiones
fundamentales, determinantes para la comprensión de las consecuencias socia-
les de sus propuestas de acción, resulten invisibles para él mismo.

Weber distingue entre las funciones técnica y crítica de la ciencia. La función


técnica corresponde al trabajo del investigador que responde a solicitudes ex-
ternas orientadas por finalidades que él acepta como presupuestos de la tarea
que debe cumplir. El científico que realiza una función técnica se ocupa de ex-
plorar el mejor camino para satisfacer las necesidades que se le plantean y, en
general, para resolver los problemas que se le proponen. El científico, sin embar-
go, desempeña una función crítica cuando somete a juicio los fines que se le
plantean, cuando interviene en la formulación de los fines y se hace responsable
de los mismos. En el ejercicio de la función crítica el científico va más allá de sus
pretensiones de objetividad y juzga desde un horizonte más complejo en donde
asume una perspectiva ética y un punto de vista que lo obliga a pensar sus
acciones desde la perspectiva universal de lo humano. A través del desempeño
de la función crítica, el científico se transforma en intelectual. En la figura del

140
Cultura, Artes y Humanidades

intelectual se funden el científico social y el humanista. Las decisiones que este


intelectual hace implican la reflexión tanto de las ideas como de los valores. El
intelectual observa, conceptualiza, elabora interpretaciones y teorías, pero, so-
bre todo, en un sentido fuerte, reflexiona.

Habermas señala tres intereses de distinto tipo, asociados a formas distintas de


conocimiento. Las ciencias empírico-analíticas estarían asociadas a un interés
de tipo técnico de investigación de regularidades y de predicción de aconteci-
mientos, orientado a un dominio técnico de la naturaleza, es decir, a una cons-
trucción racional de fenómenos clara y precisamente predecibles. El interés aso-
ciado a las ciencias empírico-analíticas es el interés técnico. Pero existen tam-
bién las ciencias histórico-hermenéuticas, cuyo interés central es de tipo prácti-
co de comprensión de las situaciones sociales y de apropiación de criterios para
juzgar y conducirse, en relación consigo mismo y con los otros, y para dar un
significado a las acciones en el contexto de un proceso histórico y de unas
interacciones sociales. Un tercer tipo de interés estaría asociado a las ciencias
de la acción, orientadas al reconocimiento de determinaciones que pueden ser
cambiadas en la dirección de ampliación de la libertad. En este caso no se trata
de descubrir regularidades que puedan ser utilizadas en el dominio de la natura-
leza, como en el interés técnico, ni de comprender situaciones, como en el inte-
rés práctico, sino de cambiar condiciones de vida para ampliar las posibilidades
de la acción. Este interés es llamado por Habermas “interés emancipatorio”.

Los tres tipos de interés se vinculan en el conjunto de las acciones humanas, pero
deben ser diferenciados porque ello permite advertir los peligros de que el interés
técnico sea el que predomine en el campo de las acciones sociales como sería
imaginable desde una perspectiva que supusiera que las ciencias humanas deben
estar sometidas al mismo tipo de necesidad que las ciencias empírico-analíticas.
Afortunadamente las ciencias humanas en la mayor parte de sus desarrollos han
mantenido su especificidad y han sido coherentes con los métodos que le son
propios, aunque han incorporado herramientas, como la estadística, que pueden
servirles para reconocer situaciones y tendencias. El diálogo entre las ciencias es
cada vez más rico y será siempre más fuerte gracias a que las humanidades no
renuncian a las preguntas que se formulan en el horizonte de las interacciones
sociales en el cual son insustituibles en su trabajo de comprensión.

Si en los años 60´s y 70´s, cuando Habermas realiza sus primeras reflexiones
sobre ciencia y sociedad, las ciencias humanas debían, de alguna manera, de-

141
ICFES

fender su especificidad frente al paradigma de las ciencias naturales, hoy nos


encontramos con una situación distinta que es extraordinariamente interesante.
Las humanidades de hoy se mueven en un espacio en el cual se ha multiplicado
el dominio técnico de la naturaleza y se han desarrollado nuevos instrumentos
de comunicación planetaria y nuevas conexiones entre los habitantes de las
regiones más apartadas. Estamos conectados, gracias a los desarrollos de la
informática y las comunicaciones, en modo tal que podemos asistir a los acon-
tecimientos más distantes, a través de los medios masivos de comunicación, y
podemos conocer sin salir de nuestro entorno más inmediato formas de vida
social muy distintas de la nuestra.

La nueva situación debe ser pensada. Los distintos aspectos de esta situación
deben hacerse visibles y comprensibles. Y hoy se pregunta si las humanidades
están preparadas para esa tarea. En la respuesta a esa pregunta se juega algo
esencial si se considera que la desconfianza en las grandes ideas de Historia y
Verdad, la negación recurrente de la universalidad en aras de la afirmación de la
diferencia y la afirmación de lo local y de lo fragmentario pueden llevar al des-
concierto y a la inacción o si se concluye que con la disolución de la verdad se
disuelve cualquier posibilidad de construir consenso sobre un mundo mejor.

Se podría creer que, al menos en los países más ricos, se ha llegado a una
situación en la cual es legítimo mantener un sano escepticismo frente a las
pretensiones de verdad, porque de alguna manera lo básico está resuelto y las
diferencias son de tal naturaleza que no podemos imaginar que nadie tiene
razón; así que lo que tenemos que hacer es tratar de llegar a acuerdos básicos
que nos permitan, simplemente, estar juntos. Pero, como se sabe, en nuestro
medio estamos lejos de esa situación. Los acontecimientos más recientes en la
esfera planetaria ponen en evidencia la superposición entre la lucha por las
reivindicaciones “posmaterialistas” (las reivindicaciones que van más allá de
las necesidades básicas y que refieren a las necesidades simbólicas de cultura,
comunicación y apertura de sentido) y el temor a la fragilidad de la vida que
pone en evidencia la presencia del fantasma de la guerra. Lo más grave en la
política contemporánea, que se ha hecho visible en acontecimientos recientes,
es el predominio de la fuerza sobre el acuerdo racional, la pérdida de la pers-
pectiva de supervivencia de la especie en el largo plazo.

Entonces basta mirar el entorno y lo que se siente es la imposibilidad de renun-


ciar a pensar en un mundo más pacífico y más equilibrado. Hemos asistido a

142
Cultura, Artes y Humanidades

grandes movilizaciones contra la guerra que no han cambiado la mentalidad de


quienes disponen de la tecnología bélica más avanzada. Por otra parte, lo que
está pasando -y esto es tal vez lo más grave- es que grandes colectividades en
esta cultura de la fragmentación y del puro presente en la cual estamos instala-
dos, deciden, masivamente, dejar las cosas como están. La pregunta, cuando se
piensa en la pobreza del mundo es ¿no hay algo, distinto de explotar y de impo-
ner formas de vida, que debe ser hecho? Y ese algo que debe ser hecho ¿no
funciona como una idea que deber coordinar acciones y comprometer volunta-
des en todo el planeta?

Se trataría de plantear hoy la pregunta sobre el sentido de las humanidades y las


artes en este contexto. Varias respuestas son posibles. Una posición muy exten-
dida diría que las humanidades y las artes no estarían obligadas a plantear una
salida posible a una situación, sino que su tarea es la de constatar el momento
histórico que se vive, poner en evidencia los elementos de ese momento históri-
co y ofrecerse no como una alternativa de solución sino como una visión posi-
ble, entre otras; aceptar el carácter de la pluralidad de las aproximaciones posi-
bles a las cosas; mantenerse ellas mismas como perspectivas plurales. La otra
posición diría que, de todas maneras, dada toda esa hiperrealidad imaginaria
en la cual estamos instalados, que no propone una pista para la ética, que no
ofrece tampoco una pista para la estética, resulta difícil permanecer neutrales
frente a esa neutralidad que invade todo. Esta posición podría hacer suya la
observación de la escuela de Frankfurt de que no bastan los juicios hipotéticos
de la ciencia y la técnica porque se debe partir de un juicio de existencia: la
existencia de un sufrimiento que tiene razones históricas, pero que puede ser
legítimo en términos de la riqueza acumulada en el mundo y de las imágenes de
humanidad que podrían derivarse precisamente de una toma de conciencia
histórica. Para una posición de ese tipo vale preguntar: si el acumulado cultural
y material es tan grande, ¿por qué vastos sectores de la humanidad padecen
aún la miseria y la ignorancia?

Difícilmente el arte y las humanidades pueden sustraerse al debate entre estas


dos posiciones, una que se limita a constatar el universo de contradicciones
sociales y de imágenes y objetos que pugnan por hacerse visibles, y otra que
cuestiona una situación humana en la cual el hombre se contempla a sí mismo
desagarrado, no solamente como sujeto cultural, sino también en términos de
las diferencias enormes de acceso a la riqueza material y simbólica.

143
ICFES

Entre tanto, el desarrollo de las disciplinas y de las profesiones ha llevado a


la comprensión de que muchos de los problemas más acuciantes del mundo
contemporáneo sólo pueden resolverse mediante el trabajo interdisciplinario
y transdisciplinario. La novedad de la situación que vivimos, en el terreno de
los vínculos entre academia y producción, entre conocimiento y solución de
las necesidades sociales, es lo que podríamos llamar la emergencia de lo
complejo.

Se ha puesto en evidencia la conexión entre el desarrollo tecnológico, la vida


en general y la vida humana en particular y los procesos de transformación
del planeta, lo que ha dado espacio a una comprensión del modo como las
decisiones técnicas actuales inciden en el destino de las futuras generacio-
nes y pueden tener efectos enormes en el largo plazo. Vivimos en un mundo
donde, precisamente por el desarrollo tecnológico, el futuro de la especie se
ha vuelto impredecible. Fenómenos como el agotamiento posible de los re-
cursos naturales, el crecimiento de la contaminación, la superpoblación del
planeta, la utilización de la tecnología en forma destructiva, la concentra-
ción del poder y la riqueza y el correspondiente empobrecimiento de vastas
zonas del mundo, nos alertan sobre la necesidad de un pensamiento global y
de unas responsabilidades que trascienden con mucho, los límites del hori-
zonte inmediato en los cuales transcurren nuestra vida y nuestro trabajo.
Aparecen movimientos sociales que denuncian los peligros de la irracionali-
dad económica y política en el medio ambiente y en el destino de las socie-
dades y comienza a surgir una preocupación sin precedentes por la supervi-
vencia de la especie.

Como señala C. Villa (2001): “Las tecnologías han dado pie a un nuevo tipo de
revolución: la del hombre “simbiótico”, es decir, nuestra idea de hombre tendrá
que adaptarse a las manifestaciones concretas de una nueva forma de ser hu-
manos, fruto del gran organismo mezclado y complejo en que se ha convertido
el planeta... La unión de la biosfera y de la tecnosfera en su forma más avanza-
da y más desmaterializada está en el origen de la constitución del cerebro plane-
tario de la sociedad en tiempo real... la idea quizá más interesante de esta con-
cepción de lo humano, es la de comprender el hombre como una pieza u orga-
nismo, entre otros, en estrechas relaciones con las plantas, los animales, los
entornos arquitectónicos naturales, o también, con la macrovida y las máquinas
de todo tipo.” (pp. 55, 58).

144
Cultura, Artes y Humanidades

El llamado paradigma “ecológico” que propone al hombre tareas como proteger


los nichos vivientes, reconocer y proteger la diversidad y la diferencia y pensar el
futuro, en términos de la supervivencia global de la especie, parece una necesi-
dad inaplazable del mundo contemporáneo, y propone a las humanidades una
alternativa práctica que las obliga a establecer vínculos estrechos con la ciencia.
Todas las tareas anteriormente mencionadas siguen siendo esenciales, y a ellas
se añade ahora esta comprensión de lo global.

Dadas las condiciones planetarias de la interdependencia entre las ciencias, las


tecnologías, las sociedades y la vida en general, vale la pena preguntarse en qué
sentido deben transformarse hoy las humanidades. Para ello, podría hacerse un
rápido balance de las tareas que han venido cumpliendo las humanidades y
reconocer la actualidad de esas tareas.

En primer lugar, las humanidades han recogido los aportes que a lo largo de la
historia se han hecho para construir imágenes de la humanidad a través de las
cuales el hombre pueda tener una mayor comprensión de sí mismo, de sus raí-
ces y de sus posibilidades. Esta tarea continúa vigente y en ella las humanidades
parecen insustituibles, aunque otras ciencias, como las que se relacionan con el
medio ambiente, puedan hacer aportes definitivos.

Una segunda tarea que han cumplido las humanidades es la de constituirse en


espacios de desarrollo de la sensibilidad que permite gozar la riqueza simbólica
acumulada a lo largo de la historia. Las humanidades como campos de cons-
trucción de referencias para el desarrollo de la sensibilidad frente al arte y, en
general, frente a las producciones simbólicas que constituyen la especificidad de
lo humano. Esta segunda tarea tampoco puede ser abandonada.

La vida en sociedad requiere un trabajo de formación que no se agota en el


dominio de los instintos agresivos, sino que debe desarrollar los valores que
requiere la vida en comunidad. Las humanidades tienen la tarea de construir
una conciencia colectiva y de desarrollar valores ciudadanos. Sólo la existencia
de propósitos comunes y el desarrollo posible de sentimientos de solidaridad
permiten ser optimistas frente a la supervivencia de las sociedades humanas.
Tampoco esta tarea puede eludirse.

Otra tarea de las humanidades consiste en enriquecer las fuentes y las referen-
cias para el desarrollo de la capacidad creadora. Actualmente asistimos a una

145
ICFES

explosión de la creatividad, en todos los terrenos y, pese a las contradicciones


que en otra parte hemos señalado con relación a las propuestas más recientes
en el terreno de la producción artística, el campo de la creación se legitima cada
vez más, y se revela como una fuente esencial de sentido para la vida.

Precisamente, la construcción de un sentido para la vida, constituye la cuarta y


tal vez más importante tarea para las humanidades; una tarea que actualmente
se hace más urgente. Paralelamente con un gran desarrollo tecnológico que au-
menta la duración de la existencia y con el auge de la “juventud eterna” crece el
gusto por el riesgo y el olvido del dolor ajeno. La vida se justifica en sí misma en
un contexto de hedonismo y de individualismo que no satisface las expectativas
de trascendencia que inevitablemente se forman dada la naturaleza del lenguaje
y de la vida social. Las humanidades tienen un papel central en relación con la
necesidad de enriquecer la vida misma y de encontrar en ella posibilidades que
amplían el horizonte de lo humano y que la hacen digna de ser respetada y de
ser vivida.

Además de las tareas anteriores, las humanidades tienen un papel importante


en el proceso de hacer comprensibles las relaciones entre los hombres, las rela-
ciones entre el hombre y la naturaleza y, lo que es fundamental hoy en día, las
relaciones entre el hombre y la técnica.

Las relaciones entre los hombres se dan a partir de una disposición al encuen-
tro, de una disposición a la escucha, de la capacidad de “instalarse en el lugar
del otro”. Esta dimensión de la comprensión no es sólo el método propio de las
humanidades sino que se revela como una necesidad social, fundamental, que
no puede ser descuidada.

El conjunto de todas estas tareas pone en evidencia la importancia de una for-


mación humanística para todos los miembros de la sociedad, que debe hacer
parte de la formación básica generalizada. Pero, por otra parte, es claro que la
formación humanística debe desarrollarse para recoger la herencia cultural al
mismo tiempo que se renuevan asumiendo las contradicciones y complejidades
del mundo contemporáneo.

En todo caso, la comprensión de lo contemporáneo se ha hecho indispensable y


urgente. El hombre de hoy está orgulloso de su poder, de su ciencia y de su
tecnología, pero no se diferencia demasiado de quienes lo antecedieron, en el

146
Cultura, Artes y Humanidades

sentido de que continúa viviendo en una sociedad con graves desequilibrios y


terribles injusticias. Y, pese al optimismo que deriva del crecimiento del conoci-
miento y del dominio sobre la naturaleza, es probable que se encuentre, como
en algunos momentos de la historia, en una situación de crisis en la cual vuelve
a ser asaltado por la incertidumbre total en relación con su destino y tiene difi-
cultades para construir su identidad.

Tal vez sea precisamente ahora cuando se hace más prioritaria la formación
humanística y se revelan más claramente los peligros de su ausencia; ahora,
cuando muchos ignoran o subvaloran su papel decisivo, cuando se impone en el
mercado un paradigma de lo nuevo y una ideología de la juventud como bien
supremo y se descarta lo que pueda reconocerse como “viejo”, cuando se aban-
dona la lectura disciplinada y reflexiva para gozar los placeres de la imagen,
cuando se desconfía de todo lo dicho y se relativizan todos los discursos, cuan-
do se concluye que no existen principios ni convicciones sostenibles y que las
opiniones son en cierto sentido equivalentes, cuando se experimenta la vecin-
dad del abismo de la soledad y la indiferencia, es cuando se hace necesario
reconocer lo que las humanidades y las artes ofrecen como fuente de sentido
para la vida.

Aquí es oportuno señalar una paradoja: el hecho de que la estética aparezca


también como una dimensión esencial de la cultura ha llevado, en ocasiones, a
un concepto extraordinariamente reductivo de cultura, según el cual la cultura
es un “complemento” de la formación, un “barniz estético”, el conjunto de acti-
vidades que se ofrecen para llenar el tiempo libre en el proceso de formación. Se
llega al extremo de asignar la tarea de la formación cultural a una oficina que
realiza actividades complementarias que se conciben más como una carga
inútil, como un innecesario gasto de energía y recursos, que como un espacio de
ampliación del universo de lo humano, de ampliación de las referencias para el
ejercicio de la libertad.

Esta definición negativa de la cultura (la cultura como “lo otro” de la formación
profesional) corresponde, en lo social, a una pérdida de conciencia histórica y,
en la academia, a la formación de profesionales que pierden, en la etapa de su
vida universitaria, una ocasión única de ampliar su sensibilidad y de hacerse,
en un sentido amplio, verdaderamente humanos. La perversión asociada a una
definición restringida de la cultura (la cultura como lo “complementario”) lleva a
la formación de profesionales ciegos para las creaciones de la plástica, sordos

147
ICFES

frente a la riqueza acumulada en el universo de la música, insensibles a las


imágenes del mundo de otras comunidades y al dolor o al placer de otros seres
humanos y, por tanto, incapaces de reconocer los valores de muchos otros y de
aprender de ellos.

La literatura y el arte, la reflexión sobre lo ético, sobre el propio proyecto vital y


sobre el modo como ese proyecto nos hace más o menos humanos, aparecen en
este contexto como tareas improductivas y excéntricas y no como las oportuni-
dades que son de ampliar el universo de la acción y de la interacción, de acce-
der a formas de pensar y sentir distintas de las propias del estrecho marco de las
relaciones inmediatas y, por tanto, como posibilidades de transformación y de
crecimiento. Difícilmente puede aspirarse a una solidaridad con los sectores
sociales económica o culturalmente desposeídos, difícilmente puede aspirarse a
comprender al que se orienta por valores distintos y con quien es forzoso convi-
vir, difícilmente puede llegar a experimentarse la sensación de una libertad de
múltiples dimensiones que lleva a respetar la libertad del otro si no es posible
reconocer territorios de identificación con alguien relativamente ajeno y se si-
guen pautas rígidas según las cuales se despoja al distinto (el miserable, el ex-
tranjero, el violento) de su carácter de ser humano.

El desarrollo de la sociedad depende, sin duda, de la riqueza material que ella puede
producir. Pero su supervivencia y su mejoramiento cualitativo dependen también de
las herramientas que haya podido construir para el desarrollo de la solidaridad,
para la ampliación de la comprensión y para hacer posible la reconciliación. Las
humanidades y las artes no son lo complementario, son el universo más rico de
referencias para la construcción de los vínculos que sostienen la sociedad.

Por otra parte, la propia realización, la satisfacción de la tarea cumplida depen-


de del sentido que se reconozca a esa tarea. La intensidad de la vida, la riqueza
de la vida, depende del significado que logre dársele a las acciones y a las
interacciones a lo largo de la existencia. El arte y las humanidades permiten
ampliar el universo de los otros con los cuales es posible establecer alguna forma
de identificación (o de comprensión de las diferencias). El arte y las humanida-
des permiten acceder a una multiplicidad de perspectivas vitales que admite
una mayor pluralidad y una mayor profundidad de las vivencias.

El otro, con el cual no se establece una comunicación directa a pesar de estar


cerca de él todos los días, puede hacerse sentir en el universo de la literatura y el

148
Cultura, Artes y Humanidades

arte. Se adquiere una mayor conciencia de las propias limitaciones y posibilida-


des a través del otro y a través de lo otro, gracias a la palabra oral y a la palabra
escrita que permiten “dialogar con los muertos y con los que no han nacido”
(Galileo, Diálogo, Jornada primera). La formación humanística multiplica las
posibilidades de encuentro y de reconciliación. Las artes y las humanidades
enriquecen el sentido de lo humano del cual reciben su significado las acciones
y las decisiones.

La hermenéutica nos ha enseñado que no existe conocimiento sin interpreta-


ción. Algo existe para mí en la medida en que le doy un significado, en la medida
en que lo interpreto. Nadie posee la verdad absoluta. Nadie conoce lo que algo
es en sí mismo. Esta forma de conocimiento es una contradicción en los térmi-
nos: equivaldría a decir que se conoce lo que algo es por fuera del conocimiento.
Pero los objetos e ideas susceptibles de conocimiento pueden ser abordados
desde perspectivas más o menos amplias. Las referencias del conocimiento pue-
den ser permanentemente ampliadas. En el campo de las ciencias nadie duda
de que el proceso de aprendizaje es un proceso de corrección permanente de la
mirada, de cambio de la mirada, de cambio del significado. En cambio, en el
universo práctico de las interacciones humanas se olvida con frecuencia que
crecer es cambiar la mirada, es encontrar nuevos significados a las acciones
propias y ajenas. Extrañamente es posible, incluso, creer que el dogmatismo y la
rigidez en los modos de juzgar puede ser una virtud. El espacio de la explicación
de la naturaleza se concibe como un espacio abierto, y la imagen del mundo
como algo que debe ser cambiado por la investigación. El espacio de las orien-
taciones sociales se supone comprendido, se cree que se cuenta de antemano
con el conjunto de referencias necesarias para las decisiones morales, se piensa
que se ven las cosas tal como son, y se presume que no es indispensable cam-
biar los puntos de vista o enriquecer la sensibilidad.

Mientras se avanza en la ampliación del universo simbólico de las distintas áreas


del conocimiento académico, se deja la ampliación del universo de lo ético y de
lo estético al juego de las influencias de la “cultura social”: la cultura difundida
por los medios masivos de comunicación, por la divulgación científica y cultural
fragmentaria y superficial y por la publicidad en sus diferentes manifestaciones.
Esta cultura social forma consumidores y no ciudadanos, promueve el indivi-
dualismo y la competencia y no la solidaridad, y se mueve en un presente
atomizado y fugaz que impide la formación de una conciencia histórica y redu-
ce los proyectos vitales a perspectivas individuales de futuro próximo. En vez de

149
ICFES

una comprensión histórica de lo social y de la propia construcción de la identi-


dad, se propone una forma de caducidad asociada a lo efímero de todas las
satisfacciones y a la modificación permanente de la oferta de las mercancías.

En este contexto es difícil pedir a quienes esperan realizarse como profesionales,


pero ignoran sus posibilidades de formarse como seres humanos, el tiempo y la
dedicación que exige la lectura reflexiva de un texto filosófico, el proceso de
maduración de los significados que requiere el contacto íntimo con la dimen-
sión de lo poético, la pausa y la reiteración de la mirada que exige la construc-
ción de significados de una obra plástica, la intimidad y el recogimiento que
permiten la emergencia de los valores estéticos. Ya se ha dicho que no basta
instalarse frente a las obras de arte, es necesaria la educación de la mirada.

Es la riqueza de la cultura lo que se niega a la mirada poco educada de algunos


expertos. Es el placer inefable que esa riqueza hace posible, lo que se sustituye
por la ansiedad del consumo y la entrega a lo efímero disponible. Cuando la
experiencia de la temporalidad pasa a ser pura caducidad, imperio de lo efíme-
ro, y, en este sentido, renuncia a la dimensión histórica, la caducidad misma no
basta para dar un significado a la dinámica de la vida y se transforma en pérdi-
da de sentido.

Pero la formación en las dimensiones de la ética y la estética implican sensibili-


dad y no sólo inteligencia. Las dimensiones de lo ético y de lo estético pueden
ser nombradas; es posible construir un discurso que dé razón de las opciones
morales y de las creaciones artísticas (la ética como territorio de la filosofía, los
discursos asociados a la ley y a las costumbres, la historia del arte, la teoría del
arte), pero estas dimensiones no se agotan en el discurso.

Aunque la historia y la teoría pueden ampliar la sensibilidad, el sentido de las


acciones y el significado de las obras de arte no están necesariamente mediados
por un discurso racional. Las artes y las humanidades constituyen universos de
sentido que amplían los referentes, no necesariamente explícitos para la deci-
sión y para la creación, y que nos hacen más humanos y no sólo más raciona-
les, aunque sin duda amplían también el universo de la razón.

Con el material disponible a la razón y a los sentidos construimos una “posi-


ción”, un punto de vista, desde el cual examinamos nuestras posibilidades y
tomamos conciencia del significado de las acciones. Las ciencias empírico-ana-

150
Cultura, Artes y Humanidades

líticas amplían nuestras posibilidades de acción en el mundo al revelarnos regu-


laridades de los fenómenos que nos permiten predecir y controlar los fenóme-
nos; las ciencias sociales dan pautas para la acción social; las humanidades y
las artes amplían nuestras perspectivas sobre el sentido ético y estético de las
acciones y enriquecen la experiencia poniendo en evidencia dimensiones del
mundo objetivo, del mundo social y del mundo subjetivo que son esenciales
para dar sentido a la existencia y hacer mucho más rica y significativa la expe-
riencia.

“Un gran poema, una novela clásica nos acometen; asaltan y ocupan las fortale-
zas de nuestra conciencia. Ejercen un extraño, contundente señorio sobre nuestra
imaginación y nuestros deseos, sobre nuestras ambiciones y nuestros sueños más
secretos. Los hombres que queman libros saben lo que hacen. El artista es la
fuerza incontrolable: ningún ojo occidental, después de Van Gogh, puede mirar
un ciprés sin advertir en él el comienzo de la llamarada.”(Steiner, 1994, p. 32).

151
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