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¿Pequeños dioses o pequeños fraudes?

Hace años escuché la historia de un joven muchacho llamado David, quien estaba muy ocupado
en construir el castillo de arenas de sus sueños.1 No se trataba de un ordinario castillo de arena;
éste tenía que ser el castillo de arena más grandioso que jamás se hubiera construido.
David trabajó duro y por mucho tiempo. Trabajaba desde las primeras horas de la mañana y
durante las horas calurosas del sol de mediodía. Gradualmente su castillo de arena empezaba a
cobrar formas. El cavó una profunda hondonada para proteger a su castillo de cualquier
"invasor".
El construyó una imponente fortaleza con gran despliegue de consistencia. Yañadió altas y
firmes torres, adornadas con multicolores banderas que brillaban y que flotaban gallardamente
al ritmo de la suave brisa marina.
Estaba David tan absorto en su labor que no se dio cuenta de que el sol estaba lentamente
desapareciendo en el horizonte. Ignoró las nubes negras que estaban formándose y no prestó
atención a la marea que inexorablemente se acercaba más y más.
Finalmente ocurrió lo inevitable. Las aguas crecieron sobre la orilla y de pronto un fuerte
torrente de olas se despeñó contra su cuidadosamente construida hondonada y barrió después
con el castillo de sus sueños. David se detuvo allí, arena y agua corriendo por sus dedos,
mirando con triste incredulidad cómo su formidable castillo había desaparecido en la misma
arena de la que estaba construido. Las torres se habían derrumbado, el foso había sido anegado y
las banderas yacían mustias en la arena.
¿Una triste historia? Quizás. Pero nunca tan triste como el hecho de que esa historia refleja
la era en la que estamos viviendo. Como David, nosotros estamos muy ocupados en el
compromiso de construir los castillos de arena de nuestros propios sueños. Y parecemos estar
completamente ajenos al sol que se oculta, a las nubes que se forman y a la cercanía inexorable
de las olas.
Sin duda la ola más destructiva que se ha lanzado contra las ya erosionadas arenas de
nuestra cultura es la fuerza de la marea que ha barrido a Norteamérica desde la "era de Piséis"
(la supuesta era del cristianismo) hasta la llamada "era de Acuario".
Sin que se haya disparado un solo tiro, Norteamérica ha sido convertida a una nueva
religión, una religión en la cual la humanidad se ha promovido a sí misma a la altura de la
divinidad. Uno apenas puede olvidar la temeraria proclamación que en la película para la
televisión, Out on a Limb, hiciera Shirley MacLaine. Con sus brazos alargados hacia el cielo,
erguida en las costas de Malibú, gritó a toda voz, "!Yo soy Dios!"
Durante los últimos años, el misticismo oriental y el ocultismo, junto a multitudes de
grupos sectarios, han ganado un alarmante nivel de credibilidad en los Estados Unidos. De las
ciencias de la menta hasta el movimiento de la Nueva Era, los norteamericanos estamos siendo
constantemente bombardeados por la idea de que "todos somos uno, todo es Dios y el hombre es
Dios".
Uno pensaría que la gente que profesa el nombre de Cristo debería estar opuesta a
considerar tales sentimientos. Pero tristemente, eso no es actualmente cierto. Las ondas radiales
y televisivas están invadidas por una nueva legión de maestros religiosos que toman gran placer
en proclamar sus propias deidades, y todo mientras usan el nombre de Cristo.
Los maestros de la Fe gozosamente promueven esto y más. En su universo vuelto al revés,
el hombre es elevado a la deidad, mientras que DIOS es degradado al nivel de la servidumbre;
Satanás es exaltado a la órbita de Dios, mientras a Cristo lo hunden en las entrañas de la tierra.

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