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Patrimonio cultural de Oaxaca: investigaciones recientes
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Patrimonio cultural de Oaxaca: investigaciones recientes

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La presente publicación reúne investigaciones sobre el patrimonio cultura de Oaxaca de las áreas de antropología social, arqueología, antropología física, etnohistoria, lingüística, conservación, restauración, museos comunitarios, y monumentos históricos, todas las investigaciones publicadas en esta obra son inéditas.
LanguageEspañol
Release dateSep 30, 2020
ISBN9786075393131
Patrimonio cultural de Oaxaca: investigaciones recientes

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    Patrimonio cultural de Oaxaca - Laura P Sánchez

    PATRIMONIO CULTURAL DE OAXACA:

    INVESTIGACIONES RECIENTES

    PATRIMONIO CULTURAL DE OAXACA:

    INVESTIGACIONES RECIENTES

    JOEL OMAR VÁZQUEZ HERRERA

    PATRICIA MARTÍNEZ LIRA

    COORDINADORES

    SECRETARÍA DE CULTURA

    INSTITUTO NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA


    Vázquez Herrera, Joel Omar y Patricia Martínez Lira, coords.

    Patrimonio Cultural de Oaxaca: investigaciones recientes [recurso electrónico] / coord. de Joel Omar Vázquez Herrera y Patricia Martínez Lira. – México : Secretaría de Cultura, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2020.

    1 Unidad documental : 24.8 Mb. il.

    ISBN: 978-607-539-313-1

    1. Monumentos históricos – Oaxaca 2. Oaxaca – Construcciones, estructuras, etc. 3. Patrimonio cultural – Oaxaca I. Martínez Lira Patricia, coord. II. t. III. Ser.

    F1391.O12 V145


    Primera edición: 2020

    Producción:

    Secretaría de Cultura

    Instituto Nacional de Antropología e Historia

    D. R. © 2020, Instituto Nacional de Antropología e Historia

    Córdoba, 45; 06700, Ciudad de México

    informes_publicaciones_inah@inah.gob.mx

    Las características gráficas y tipográficas de esta edición son propiedad

    del Instituto Nacional de Antropología e Historia de la Secretaría de Cultura

    Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción

    total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,

    comprendidos la reprografía y el tratamiento informático,

    la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización

    por escrito de la Secretaría de Cultura/Instituto

    Nacional de Antropología e Historia

    ISBN: 978-607-539-313-1

    Hecho en México

    Índice

    Oaxaca, ayer, ahora y siempre

    Diego Prieto Hernández

    ANTROPOLOGÍA SOCIAL

    Introducción a la Mesa de Antropología Social

    Alicia M. Barabas, Miguel Alberto Bartolomé y María del Carmen Castillo Cisneros

    La fábrica del patrimonio: Más allá de una concepción arqueológica de la cultura

    Saúl Millán

    El patrimonio cultural de los pueblos originarios de Oaxaca

    Salomón Nahmad y Sittón

    Los pueblos indios y las artes en Oaxaca

    Miguel Alberto Bartolomé

    El territorio: Patrimonio cultural indígena tangible e intangible

    Alicia M. Barabas

    Monumentos, aniversarios y emblemas en algunas comunidades oaxaqueñas

    Salvador Sigüenza Orozco

    Experiencias en torno a la salvación y protección del sitio de arte rupestre Ba’cuana, Istmo de Tehuantepec

    Fernando Berrojalbiz, María Luisa Rivas Bringas e Isela Peña

    Maestros, nación y patrimonio cultural en Oaxaca

    Benjamín Maldonado Alvarado

    El Circo de Calder: Etnografía, creatividad y colaboración como estrategias para la difusión del patrimonio y la cultura en Oaxaca

    María del Carmen Castillo Cisneros

    El quesillo de Reyes Etla: Una calidad ligada al territorio

    Laura Patricia Sánchez Vega y Angélica Espinoza Ortega

    El mezcal como activo patrimonial y el papel del consumidor en su preservación

    Carolina López-Rosas, Angélica Espinoza-Ortega y Santiago Amaya-Corchuelo

    Patrimonio cultural tangible e intangible en la conmemoración de la Semana Santa, en Santo Domingo Yanhuitlán, Oaxaca

    Donají Reyes Espinosa

    ANTROPOLOGÍA FÍSICA

    Introducción a la Mesa de Antropología Física

    Sergio López Alonso

    Los ancianos de Monte Albán: Condiciones de vida y salud

    Ernesto González-Licón y Lourdes Márquez Morfín

    La dinámica demográfica de la ciudad de Monte Albán durante el periodo Clásico

    Lourdes Márquez Morfín, Ernesto González-Licón, Geraldine Granados y Patricia Hernández Espinoza

    Las enfermedades que dejaron huella en los enterramientos humanos de Copalita en la época prehispánica

    Mirna Isalia Zárate Zúñiga y Raúl Noé Matadamas Díaz

    Revaloración de un patrimonio histórico: Monte Negro y los posibles contactos meso-sudamericanos

    Carlos Serrano Sánchez y Eduardo Corona Sánchez

    El cuerpo humano, patrimonio autoconstruido, hoy amenazado por la obesidad y la diabetes

    Sergio López Alonso

    Estado de crecimiento y nutrición de preescolares de una comunidad del Valle de Tlacolula, Oaxaca

    Héctor Iván López Calvo

    La construcción de la identidad a partir del fenotipo como patrimonio cultural: Afrodescendientes de la Costa Chica de Oaxaca

    Zalma Victoria Pardo Alvarado

    ARQUEOLOGÍA

    Introducción a la Mesa de Arqueología

    Marcus Winter y Cira Martínez López

    Sociedad y ritual en Monte Albán (300-900 d.C.)

    Javier Urcid

    La Plataforma Norte de Monte Albán

    Marcus Winter, Cira Martínez López y Robert Markens

    Restos óseos de fauna y subsistencia en Monte Albán, Oaxaca

    Patricia Martínez-Lira, Marcus Winter y Joaquín Arroyo-Cabrales

    El agua que escurre de Monte Albán: Uso de arroyos y espacios públicos como estrategia en la protección del patrimonio arqueológico

    Araceli Rojas y Nahuel Beccan Davila

    Arqueología e iconografía de la cuenca de Manialtepec, Costa de Oaxaca

    Sarah B. Barber, Ángel Iván Rivera Guzmán y Victoria L. Menchaca

    La orfebrería mixteca: Nueva evidencia de Tututepec sobre la producción metalúrgica en el Posclásico tardío

    Marc Levine

    Evocación del fuego, la lluvia y los ancestros: La vasija efigie de San Miguel Tlacotepec, Mixteca Baja

    Ángel Iván Rivera Guzmán

    Escasez y producción de navajas de obsidiana en Nejapa y Tavela, Sierra Sur

    Andrew Workinger y Stacie M. King

    La arqueomusicología como herramienta para la difusión del patrimonio sonoro

    Gonzalo Sánchez Santiago y Vanessa Rodens

    ETNOHISTORIA

    Introducción a la Mesa de Etnohistoria

    María de los Ángeles Romero Frizzi

    Xoxocotlán y Monte Albán, una representación complicada

    Marlen Donají Palma Silva

    LINGÜÍSTICA

    Introducción a la Mesa de Lingüística

    Ausencia López Cruz

    Los demostrativos del zapoteco de San Pablo Güilá

    Ausencia López Cruz

    Los mecanismos gramaticales de la posesión en el zapoteco de Zoochina

    Óscar López Nicolás

    MONUMENTOS HISTÓRICOS

    Introducción a la Mesa de Monumentos Históricos

    Raúl Pacheco Pérez

    Los monumentos históricos zapotecos en el Istmo Sur de Tehuantepec, Oaxaca

    Raúl Alejandro Mena Gallegos

    La urgencia de rescatar la vivienda en los centros históricos. Caso: El Centro Histórico de la ciudad de Oaxaca

    Alejandro Calvo Camacho

    MUSEOS COMUNITARIOS

    Introducción a la Mesa de Museos Comunitarios

    Cuauhtémoc Camarena Ocampo y Teresa Morales Lersch

    El movimiento museístico comunitario

    Eleazar García Ortega

    Patrimonio natural y cultural. Notas para profesores y alumnos de educación básica

    Manuel Esparza Camargo

    RESTAURACIÓN Y CONSERVACIÓN

    Introducción a la Mesa de Restauración y Conservación

    Marina Corres Tenorio

    Los jugadores de pelota de Dainzú. Registro y documentación con escáner 3D

    Mónica Vargas Ramos, María Fernanda López Armenta, Gilberto García Quintana y Celedonio Rodríguez Vidal

    Oaxaca, ayer, ahora y siempre

    E

    sta espléndida publicación, Patrimonio Cultural de Oaxaca: investigaciones recientes, logra reunir un amplio espectro de conocimientos y enfoques sobre la sociedad, la cultura y la historia oaxaqueñas, que abarcan la antropología física y social, la arqueología, la lingüística, la historia y etnohistoria, los museos comunitarios, así como el cuidado y la restauración del patrimonio cultural.

    Este volumen compila las contribuciones más destacadas que presentaron (y más adelante sometieron a revisión) diversos colegas del INAH y de otras instituciones académicas en el Primer Encuentro Internacional sobre Patrimonio Cultural del Estado de Oaxaca, organizado por el Centro INAH Oaxaca del 7 al 10 de diciembre de 2016, el cual tuvo lugar en tres espacios culturales privilegiados de la entidad: el Museo de las Culturas de Oaxaca, el antiguo convento de Cuilapam de Guerrero y la Zona Arqueológica de Monte Albán.

    En el marco del XXIX Aniversario de la Inscripción de la Zona Arqueológica de Monte Albán y el Centro Histórico de Oaxaca en la Lista Representativa del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural de la UNESCO, tuvo lugar esta relevante iniciativa de intercambio, deliberación y socialización de investigaciones recientes sobre Oaxaca, teniendo como hilo conductor transversal el patrimonio cultural de esta región, que representa sin duda la expresión concentrada de la condición pluricultural de la sociedad mexicana.

    Los trabajos que se llevaron a cabo en aquel primer encuentro —que convocó a decenas de especialistas de primera línea y de enorme prestigio internacional— incluyeron tres conferencias magistrales, 62 ponencias, ocho talleres y una sesión de carteles. El encuentro devino en un importante foro, que abrió un espacio de alta calidad académica y de considerable profundidad crítica, favoreció la aparición de nuevas voces que enriquecieron el diálogo y retomó el interés de los asistentes en la publicación de los artículos, los contenidos y los avances de investigación de los especialistas en cada una de las disciplinas que, desde sus particulares enfoques, se ocupan del análisis, la interpretación, el conocimiento, la valoración, el manejo y la divulgación del patrimonio cultural oaxaqueño.

    El INAH asumió el compromiso de impulsar la publicación y difusión de este volumen con el fin de compartir con un público más amplio las reflexiones de este Primer Encuentro Internacional sobre Patrimonio Cultural del Estado de Oaxaca.

    Esta suma de esfuerzos ha dado como resultado una publicación de gran valor para los estudiosos de Oaxaca y sus culturas, ancestrales y contemporáneas, que permite conocer los intereses y las aportaciones de especialistas, investigadores, promotores culturales y ciudadanos comprometidos con los usos, las representaciones y los saberes que atesoran los pueblos de Oaxaca en su diversidad y su vitalidad. El patrimonio cultural —que nos vincula a la memoria, a la identidad y a la singularidad de las comunidades— es una fuente viva para encontrar respuestas a los desafíos propios de un estado pluriétnico, multilingüe y pluricultural, que desempeña un papel fundamental en la búsqueda de una sociedad más justa, igualitaria y plural.

    Diego Prieto Hernández.

    Antropología Social

    Introducción a la Mesa de Antropología Social

    ALICIA M. BARABAS, MIGUEL ALBERTO BARTOLOMÉ Y MARÍA DEL CARMEN CASTILLO CISNEROS*

    A

    comienzos de 2016 el delegado del Centro Oaxaca, antropólogo Joel Omar Vázquez Herrera, y la subdirectora de la Zona Arqueológica de Monte Albán, doctora Patricia Martínez Lira, ambos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), propusieron al pleno de los investigadores la realización del Primer Encuentro Internacional sobre Patrimonio Cultural de Oaxaca que, después de muchas juntas de trabajo y toma de decisiones, se llevó a cabo en la ciudad Oaxaca, en el Centro Cultural Santo Domingo, en noviembre de ese año. A la entusiasta y eficaz gestión de Omar y Patricia se sumaron los esfuerzos de todos los investigadores y de muchos otros trabajadores de nuestro centro, que veíamos en esta iniciativa académica la oportunidad de que el INAH fuera relanzado en Oaxaca, después de muchos años de invisibilidad en la escena institucional y pública del estado. Cabe señalar que el encuentro fue exitoso, tanto por la excelente organización y la amplia concurrencia local, nacional e internacional, como por la calidad académica de las ponencias magistrales de cada especialidad y de las presentadas en las diferentes mesas de trabajo. De la coordinación de la Mesa de Antropología Social nos encargamos Alicia M. Barabas, Miguel Bartolomé y María del Carmen Castillo. En esta ocasión se decidió incorporar otra forma de comunicación, a través de los talleres de especialidad, tal vez más frecuentes en arqueología o en antropología física, pero no tanto en antropología social y en etnología, aunque ciertamente interesantes como modalidad de transmisión de información teórica y monográfica sobre temas clave de estas áreas de investigación, vinculada a la participación de un público interesado y muchas veces conocedor del tema abordado, por lo que se lograron fructíferos intercambios de conocimiento.

    Tenemos que congratularnos por la elección del tema del encuentro: el patrimonio cultural de Oaxaca, expresión de diversidad y profundidad histórica, que se encarna principalmente en sus pueblos originarios, pero también, como se verá en las contribuciones que siguen, en otros grupos sociales del entorno rural regional y del medio urbano, cada vez más cosmopolita. Bien sabemos de la extraordinaria contribución que han hecho la arqueología y la historia para el conocimiento del patrimonio cultural material o tangible, que es el legado de los pueblos prehispánicos y de la colonización española; menos conocido o tomado en cuenta es el significado que tiene para Oaxaca, para México y para el mundo, el patrimonio cultural inmaterial o intangible de las culturas vivas con el que se relaciona nuestra especialidad, que en esta ocasión ocupó un sitio de honor por ser el tema de la conferencia magistral que dio inicio a las sesiones generales del encuentro.

    Por último, queremos compartir nuestra esperanza de que el estudio, el registro y la reflexión sobre las muy diversas manifestaciones del patrimonio intangible de los pueblos originarios y los grupos culturales de Oaxaca, que logramos integrar en este libro, sea un estímulo para que las comunidades, tan golpeadas por los sismos y los huracanes de estos meses, traten de recuperar y reconstruir el valioso patrimonio que los caracteriza en el contexto estatal y nacional.

    Esta sección del libro incluye once ensayos sobre variados temas teóricos y monográficos, históricos y contemporáneos, que tienen como referentes a los pueblos originarios y a otros grupos sociales rurales y urbanos de la entidad.

    Saúl Millán dio inicio a las sesiones generales del Encuentro con la conferencia magistral La fábrica del patrimonio: Más allá de una concepción arqueológica de la cultura, en la que realiza un interesante repaso de los momentos clave de las decisiones internacionales acerca del patrimonio. El autor afirma que en 1972, durante la convención mundial de la Organización de la Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), se introdujo por primera vez una reflexión que ya flotaba en el discurso antropológico y que consistía en concebir los elementos materiales del patrimonio cultural como soportes de un saber, de una práctica y de un conjunto de representaciones colectivas que conferían identidad a los pueblos. El comité del patrimonio mundial decidió así alejarse de la visión exclusivamente monumentalista en favor de una visión más antropológica y global, agregando una categoría adicional que, bajo el nombre de patrimonio cultural inmaterial, incluía los usos, las expresiones y las representaciones que tanto los grupos como los individuos reconocieran como parte del propio patrimonio, "contribuyendo así a promover el respeto de la diversidad cultural y la creatividad humana". Cultura, diferencia y diversidad en esa época pasaron a ser términos de uso corriente en el lenguaje antropológico, pero también formaron parte de las recomendaciones de los organismos internacionales, que desde entonces se refirieron con frecuencia a la diversidad cultural como una vía para promover el patrimonio intangible de las naciones. En 2003 Saúl Millán participó en la elaboración del expediente que permitió postular la candidatura de la festividad indígena dedicada a los muertos, reconocida por la UNESCO como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad. Concluye señalando que el estatuto de patrimonio cultural debería ubicar cada objeto en un contexto singular y asumir, para definir una nueva política cultural, que es la diversidad cultural la que debe ser preservada.

    En el texto que Salomón Nahmad y Sittón tituló El patrimonio cultural de los pueblos originarios de Oaxaca, sostiene que las raíces de las culturas de Oaxaca se localizan en la profundidad de la historia de la civilización mesoamericana que llega hasta nuestros días y que no podemos hablar de una cultura de Oaxaca sino de una diversidad de culturas que conviven e interactúan desde hace milenios. Por esta razón afirma que el estado de Oaxaca debe considerarse patrimonio de la diversidad cultural del México profundo pluricultural. Los pueblos y las comunidades indígenas contemporáneas siguen mostrando una notable capacidad para conservarse como núcleos sociales con identidad propia, pues toman y adaptan lo que el mundo moderno les ofrece y continúan en su larga lucha por lograr el reconocimiento pleno de sus derechos humanos, culturales y territoriales. En este sentido, el autor opina que ha habido avances que se plasman en la Constitución Política del Estado Libre y Soberano de Oaxaca (Congreso del Estado de Oaxaca, 1990) y en la Ley de Derechos de los Pueblos y Comunidades Indígenas del Estado de Oaxaca de 1998, que en su artículo 2° señala: El estado de Oaxaca tiene una composición étnica-plural. Más adelante, Nahmad nos habla de los gobiernos indígenas locales y sus sistemas de cargos, de la llamada economía de prestigio de las comunidades indígenas, de los mercados y plazas regionales de Oaxaca y de la medicina tradicional como patrimonio cultural, y finaliza abordando los derechos humanos y culturales de los pueblos originarios, para explicar que la contradicción fundamental con el derecho positivo se establece por la oposición entre derechos individuales y derechos colectivos.

    Miguel Alberto Bartolomé brinda un texto titulado Los pueblos indios y las artes en Oaxaca, el cual fue presentado como un taller de antropología social y que trata sobre uno de los exponentes principales del patrimonio cultural: el arte de los pueblos indígenas, del que se analizan algunas de sus diferentes manifestaciones y se sustenta en información etnográfica de primera mano producida por el autor y otros especialistas. Se trata de un ensayo teórico-reflexivo y puede decirse que todo el texto constituye un entramado de reflexiones argumentadas con base en la interculturalidad, lo que proporciona otra visión del arte indígena como patrimonio en un contexto de pluralismo cultural. Así, los ejemplos y las reflexiones transitan desde el arte y la identidad étnica; el arte, el cuerpo y el cosmos; el arte, la religión y los rituales, hasta el arte y la palabra. El autor sostiene que, cuando no existe una especialización definida, lo que llamamos arte es patrimonio de todos los habitantes de una comunidad indígena, tanto los objetos utilizados en la vida cotidiana como aquellos destinados a fines ceremoniales, ya que reflejan las normas estéticas de la sociedad, así como la funcionalidad atribuida a las construcciones materiales. Desde una perspectiva antropológica, los resultados del arte —sean objetos, sonidos o ideas— sólo cobran sentido dentro de la totalidad de la cultura de la cual forman parte, y esto implica entender no sólo el medio interno en el que surgen sino también el medio externo con el cual se relacionan.

    El trabajo de Alicia M. Barabas lleva por título El territorio: Patrimonio cultural indígena tangible e intangible y también fue presentado como un taller de antropología social sobre el tema de la territorialidad simbólica, que continúa con la línea de investigación de la autora. El texto tiene dos propósitos: uno es presentar algunas cuestiones que actualmente se abordan en México en relación con el patrimonio cultural, como los diferentes significados y usos sociales que se le han dado y las acciones institucionales emprendidas para conocerlo y salvaguardarlo; el otro intenta un acercamiento a una de las expresiones profundas del patrimonio cultural de los pueblos indígenas de Oaxaca, y de toda Mesoamérica, que se manifiesta en los lugares sagrados, en este caso, los del entorno geográfico natural, sin entrar al tema en relación con las ciudades prehispánicas. Estos lugares sagrados, fundamentales en la cosmovisión de cada pueblo, se construyen socialmente por medio de la narrativa y de la variada ritualidad que se lleva a cabo en ellos, y ambos permiten la apropiación individual y colectiva que convierte en etnoterritorios los espacios naturales que esos pueblos han habitado históricamente. La Convención de 2003 indicaba que el patrimonio cultural intangible se manifiesta en las tradiciones y en las expresiones orales, en los rituales y en los conocimientos y usos relacionados con la naturaleza y el universo; elementos que se conjugan en los lugares sagrados. Para acercarse al territorio como patrimonio cultural de los pueblos indígenas, la autora presenta algunos conceptos sobre los territorios simbólicos y una breve casuística de los rituales y las narrativas que dan vida cultural y social a los cerros y a otros lugares del entorno geográfico de cada grupo indígena.

    La identidad y la memoria compartidas por un colectivo desempeñan un papel determinante en la definición de lo que llamamos patrimonio cultural. Salvador Sigüenza Orozco, en su texto Monumentos, aniversarios y emblemas en algunas comunidades oaxaqueñas parte de elementos y recuerdos sociales que, al ser erigidos como monumentos públicos, adquieren significados especiales para una comunidad, al destacar o afianzar aspectos culturales dignos de resaltar. Si bien dichas expresiones poseen un componente contemplativo y estético, su función, de acuerdo con el autor, cumple con un carácter representativo que se espera genere y enaltezca la identidad. Con base en la historia regional, el texto presenta y reflexiona sobre algunas de estas expresiones encontradas a lo largo y ancho del estado de Oaxaca. Se trata de manifestaciones que aluden a memorias e historias étnicas, oficios locales, símbolos estatales o nacionales, cosmovisiones compartidas o lenguas originarias que forman parte de la pluriculturalidad oaxaqueña. Esas expresiones se materializan y sirven tanto para identificar a unos como para marcar fronteras culturales con otros. Así, los diferentes monumentos y emblemas colocados en las localidades del estado son parte del patrimonio cultural actual; manifestaciones vivas que, acompañadas de la oralidad, dejan ver lo que una cultura quiere compartir, visibilizar y plasmar en la memoria de propios y extraños para no olvidar.

    Fernando Berrojalbiz, María Luisa Rivas Bringas e Isela Peña nos entregan un trabajo llamado Experiencias en torno a la salvación y protección del sitio de arte rupestre Ba’cuana, Istmo de Tehuantepec, dirigido a la gestión del patrimonio cultural y a la educación patrimonial comunitaria para la conservación del sitio de arte rupestre Ba’cuana. Este lugar sagrado está ubicado al pie del Cerro Blanco, en cuya cima, desde tiempos remotos, los habitantes de los municipios de Ixtaltepec y Ciudad Ixtepec realizan rituales comunitarios dedicados a la virgen de la Asunción y al pedido de lluvias. Se trata de un proyecto novedoso iniciado en 2009 por el Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México (IIE-UNAM), campus Oaxaca, que trata de implementar vías sociales para la protección de este importante patrimonio artístico y arqueológico de los zapotecos del Istmo, sustentado en conceptos relativos al paisaje cultural y desarrollado con metodología participativa. Los autores presentan evidencias bibliográficas y datos de primera mano sobre el sitio y la grave afectación que ha ido en alarmante crecimiento, debida a diversos tipos de pintas sobre las rocas y las pinturas rupestres, plasmadas por diferentes grupos sociales y religiosos. Se trata de un texto bien estructurado, fundado en el conocimiento previo del sitio, en el contexto de las problemáticas sociales, económicas y políticas que afectan a ambos municipios, que se enfoca en las acciones de conservación mediante las que pretenden transformar el vínculo entre la comunidad y el sitio para incorporarlo en el imaginario colectivo como un bien patrimonial que debe ser valorado y conservado. Las acciones que han llevado a cabo y que planean realizar parecen adecuadas para detonar ese proceso de revalorización en las poblaciones locales, sin el cual el sitio no podrá ser preservado de forma óptima.

    El trabajo Maestros, nación y patrimonio cultural en Oaxaca, de Benjamín Maldonado Alvarado, argumenta en primera instancia sobre la histórica apropiación del patrimonio natural y cultural de los pueblos indígenas por parte del Estado nacional, y después presenta y muestra su dispersión actual en el estado, el modelo educativo comunitario impulsado en las escuelas públicas por el Plan para la Transformación de la Educación de Oaxaca (PTEO), así como las formas en que ese modelo contribuye a la revitalización y la preservación del patrimonio cultural comunitario. De acuerdo con el autor, la educación comunitaria impulsada desde el Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca (IEEPO) durante años, por maestros comisionados, es la propuesta educativa de la Sección 22 de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), y este modelo ha sido aceptado en la Ley de Educación del Estado de Oaxaca (2016). En las escuelas que menciona el autor, la mayor parte indígenas, los educandos, los maestros y los padres de familia parecen colaborar para llevar a las aulas y fuera de ellas los conocimientos tradicionales de cada comunidad, lo que incluye la celebración de rituales en el monte y la iglesia, visitas a los lugares sagrados emblemáticos, puesta en escena de danzas y cantos, preparación de comidas típicas y muchas otras actividades a favor de la reproducción y la revitalización del patrimonio cultural. Si bien a algunos lectores puede parecerles que se generaliza demasiado sobre los propósitos del modelo de educación comunitario y sobre su desarrollo y sus alcances actuales en el estado, se trata de un trabajo interesante acerca del tema de la educación propuesta por el magisterio disidente, y no existen hoy en día muchos textos publicados al respecto, que brinda información y posibilidades de acceder a fuentes citadas sobre las acciones que realiza este magisterio en relación con el patrimonio cultural material e inmaterial comunitario. Sin duda, algunos planteles desarrollan un trabajo más intenso que otros, pero la característica distintiva de su modelo educativo es la educación comunitaria y para demostrarlo el autor brinda el ejemplo de la escuela de San Andrés Solaga, en la Sierra Norte —en la que desde 2004 se desempeña como asesor del colectivo de secundarias comunitarias y quien propuso e impulsó la apertura del bachillerato integral comunitario (BIC) en 2008, con el fin de ensayar la articulación de modelos educativos comunitarios secundaria-bachillerato—, en el que se describen acciones concretas que los niños y los maestros realizan en diferentes aspectos del patrimonio cultural.

    Dentro de la antropología, la etnografía ha tenido un papel determinante como método útil en la identificación, acercamiento, recopilación, análisis, reflexión e interpretación de las sociedades humanas. De ahí que sea la metodología por excelencia para trabajar con datos que permiten construir teorías sobre la cultura y la sociedad. El artículo El Circo de Calder: etnografía, creatividad y colaboración como estrategias para la difusión del patrimonio y la cultura en Oaxaca, de María del Carmen Castillo, parte de la pertinencia de la etnografía como método útil para analizar los consumos culturales en torno del museo y su aplicación para proponer desde ahí un programa educativo-creativo que en 2013 fue destinado a la niñez oaxaqueña. En el texto, la autora deja ver los aportes positivos que una mirada antropológica otorga a contenidos museográficos, cuando se parte del conocimiento previo del contexto sociocultural de las personas a quienes van dirigidos dichos contenidos. En este sentido, es notable cómo cada vez aparecen más estudios que siguen modelos etnográficos como punto de partida para otras disciplinas y, en este caso específico, se detalla cómo lo anterior repercutió en un mayor aprovechamiento de la instalación-taller del Circo de Calder, en conjunto con el involucramiento de varios actores e instituciones culturales que promueven el patrimonio artístico y cultural en el estado.

    Laura Patricia Sánchez Vega y Angélica Espinoza Ortega son las autoras del trabajo El quesillo de Reyes Etla: Una calidad ligada al territorio, un tema novedoso en los estudios oaxaqueños que brinda información interesante de primera mano sobre este famoso queso y sus imitaciones locales y foráneas. Sin duda, resultará de interés para la población oaxaqueña y para todos los consumidores del llamado quesillo. Apoyándose en un aparato crítico consistente con los temas de ruralidad, sistema agroalimentario, conceptos organolépticos y de calidad, entre otros, se exponen datos obtenidos con metodologías cualitativa y cuantitativa. Bien sabemos que los productos materiales también son hechos culturales y como tales constituyen la expresión de las identidades de sus productores. Para hacer de ciertos productos un patrimonio cultural emblemático de un grupo y un territorio, es preciso el reconocimiento externo del grupo y el producto por parte de los consumidores; por lo tanto, dicen las autoras, una de las estrategias del desarrollo territorial es la valorización de los productos locales que permite dar a ciertos elementos la tipicidad y el carácter de emblema de una cultura alimentaria. El quesillo de Reyes Etla se caracteriza como un producto tradicional, artesanal, que se produce y se comercializa en pequeña escala y de manera local, que tiene un saber hacer heredado de generación en generación y un reconocido prestigio por la región de origen que lo convierte en un marcador de calidad. Concluyen las autoras asegurando que se trata de un patrimonio material e inmaterial típico de esta región y que requiere el empleo de una etiqueta respaldada por un sello de calidad, que brinde una herramienta competitiva para los productores.

    Desde siempre Oaxaca ha sido un estado admirado y célebre por sus particularidades gastronómicas. Reconocido como la cuna del maíz también es alabado por sus moles, sus hierbas endémicas, sus frutos y sus insectos que aún forman parte la dieta de muchos pueblos. Junto con la domesticación del maíz, hay una planta que también deja ver una estrecha relación con el hombre a través de la historia: el maguey. En este sentido, el artículo de Carolina López-Rosas, Angélica Espinoza-Ortega y Santiago Amaya-Corchuelo, El mezcal como activo patrimonial y el papel del consumidor en su preservación coloca a la bebida por excelencia de los oaxaqueños en la discusión de lo patrimonial. Si bien el mezcal ha perdurado como bebida tradicional en el estado durante cientos de años, desde hace una década se convirtió en una bebida identitaria, cuyo patrón de consumo ha cambiado radicalmente y ha salido del contexto regional para convertirse en bebida de consumo nacional e internacional. Dichos cambios, si bien responden a diversos factores sociales y económicos, han reconfigurado el territorio, sus usos y las dinámicas de los pueblos productores. En este artículo, las autoras definen el mezcal como una bebida patrimonializada que transita en el sistema global sujeto a reglas de mercado, patrones de consumo y acaloradas discusiones sobre normas, regulaciones y denominaciones de origen que han fincado en lo tradicional y lo ancestral la garantía de originalidad que invita al consumo. Así, según las autoras de este texto, el consumidor de mezcal no es un actor pasivo del sistema, sino un sujeto activo que toma decisiones con base en ciertos criterios que se presentan aquí. Tradición, ancestralidad, identidad, historia, originalidad y calidad están presentes en la toma de decisiones, con lo cual se marcan interesantes patrones de consumo que bien pueden analizarse con la lente antropológica.

    Una copiosa bibliografía antropológica ha abordado el tema de las ritualidades y las religiosidades en el estado de Oaxaca, tanto en contextos urbanos como en comunidades indígenas. En el artículo Patrimonio cultural tangible e intangible en la conmemoración de la Semana Santa, en Santo Domingo Yanhuitlán, Oaxaca, Donají Reyes Espinosa describe la celebración de la Semana Santa en Santo Domingo Yanhuitlán como expresión del patrimonio cultural intangible compartido, pero caracterizada por el uso de ocho imágenes religiosas (patrimonio tangible) que se utilizan para las procesiones. La presencia de esas imágenes evidencia lo que para los yanhuitlecos forma parte de un patrimonio cultural custodiado y protegido por familias locales, que durante muchos años han asumido el resguardo como parte de un cargo comunitario. En el texto se habla del sistema religioso de cargos, la organización que implica la conmemoración de la Semana Santa, los espacios utilizados y la participación de las ocho imágenes que datan del siglo XVIII. Se trata de ángeles pasionarios cuya participación en las procesiones implica un detallado tratamiento que trasluce, por un lado, la organización social del pueblo y, por otro, marca una diferenciación con respecto a otras celebraciones de Semana Santa en la región mixteca. El artículo constituye un primer acercamiento etnográfico que puede verse enriquecido con estudios regionales que permitan realizar comparaciones y reflexiones de carácter antropológico más profundas.

    * Centro INAH Oaxaca.

    La fábrica del patrimonio:

    Más allá de una concepción arqueológica de la cultura

    SAÚL MILLÁN*

    A

    nte todo, debo confesar que me siento sumamente honrado por la invitación que se me ha extendido para abrir con esta conferencia el Primer Encuentro Internacional sobre el Patrimonio Cultural de Oaxaca. Se trata, sin embargo, de una distinción que no logro comprender plenamente, salvo por el hecho de haber convivido con algunos pueblos oaxaqueños y participado, de manera modesta, en las candidaturas que nuestro país ha postulado ante la UNESCO en materia de patrimonio inmaterial. Agradezco por lo tanto a los organizadores del evento esta invitación, en la cual veo también un reconocimiento indirecto a los pueblos indígenas de Oaxaca, quienes sin duda han contribuido a definir lo que hoy entendemos por patrimonio intangible.

    Pueblos periféricos como los huaves, los mixes o los chontales del Istmo de Tehuantepec no han sido los autores de grandes monumentos ni los artífices de construcciones espectaculares, pero nos han ofrecido a cambio una idea más precisa de la noción de diversidad, sin la cual ninguna cultura resulta comprensible. La idea de una nación multicultural, que actualmente está consagrada en la constitución mexicana, admite que las naciones contemporáneas son mucho más diversas que lo que había imaginado el proyecto original, pero también reconoce que esa diversidad descansa en la pluralidad de lenguajes, usos y costumbres que caracterizan a los pueblos indígenas de México, cuyas manifestaciones constituyen, en la mayoría de los caos, los materiales esenciales de nuestro patrimonio cultural.

    Hoy en día, como ustedes saben, nuestro país cuenta con 34 sitios reconocidos por la UNESCO, con siete manifestaciones que han ingresado a la lista del patrimonio cultural inmaterial y con un número considerable de expresiones culturales que aún esperan ese reconocimiento. No deja de ser significativo que la gran mayoría de estas expresiones provengan del mundo indígena, ya que es en este mundo donde las políticas patrimoniales encuentran la dimensión más singular de nuestra cultura. Los pueblos indígenas aportan así un valor distinto al concepto de diferencia, y al hacerlo imponen un límite a un mundo globalizado en el que las prácticas locales parecen ser siempre costumbres del pasado, sin otro valor que las reliquias atesoradas en la tienda de un anticuario.

    En las últimas décadas, sin embargo, las sociedades contemporáneas asisten a una especie de inflación patrimonial, en la medida en que se han incrementado geométricamente los sitios históricos, los valores culturales y las maravillas oficialmente reconocidas. Esta fábrica del patrimonio, como la llama Nathalie Heinich (2010), no sólo sugiere una relación distinta de las sociedades actuales con su propio pasado, sino también un proceso de objetivación generalizado que permite concebir el mundo como un museo viviente, dado que es el museo el que proporciona el modelo para apreciar los objetos y los sitios históricos, considerados como el legado más visible de las naciones.

    La idea de que la cultura constituye un patrimonio invaluable tiene en efecto una larga historia que vale la pena resumir porque muestra a menudo un divorcio entre dos conceptos que solemos asociar, como son el de cultura y el de patrimonio. En 1931, justo en el periodo que corre entre las dos guerras mundiales, se realizó en Atenas el primer congreso internacional sobre monumentos históricos, a cargo de arquitectos e historiadores. Treinta años más tarde, en 1964, la Carta de Venecia extiende la noción de monumento a la de sitio histórico, a fin de abandonar la idea de que se trataba tan sólo de edificaciones monumentales. En 1972, gracias a la Convención del Patrimonio Mundial, la UNESCO emprende la tarea de realizar un inventario general, en el que los países centrales inscriben un patrimonio histórico que no siempre está presente en los países periféricos, los cuales deben esperar tres décadas para que la Convención del Patrimonio Cultural Inmaterial, inaugurada en 2003, reconozca finalmente que la noción de cultura no se limita a las obras monumentales.

    Hasta la década de 1970, en efecto, las grandes convenciones de la UNESCO definieron su campo de aplicación de acuerdo con una concepción sumamente restringida del patrimonio cultural, limitado esencialmente a su valor histórico y arquitectónico. Con los años, tanto la UNESCO como sus países miembros comprendieron que la noción de cultura comprendía aspectos inasibles, de carácter inmaterial, y desde 1972 reemplazaron paulatinamente la visión arqueológica del patrimonio cultural en beneficio de una concepción más amplia de la cultura. A mediados de la década de 1970, y en pleno régimen militar, la legislación brasileña introdujo la categoría de referencia cultural, para otorgar un sentido adicional al viejo concepto de patrimonio histórico y artístico, mientras en México se exploraba la posibilidad de sustituir la antigua noción de monumento artístico y arqueológico a favor de la de bien cultural (Díaz Berrio, 1990). La sustitución de los términos no revela tanto un interés por los objetos como por sus representaciones, que en esta medida comienzan a ocupar un espacio más destacado en las nuevas convenciones, y se abandona así el carácter patrimonial de la cultura que se encontraba unido al surgimiento de las naciones.

    Los cambios semánticos que acompañan a las nuevas legislaciones, dispuestas desde entonces a admitir que el patrimonio cultural no se reduce a un acervo de monumentos históricos, corrieron paralelos a una nueva conceptualización de la cultura que comienza a gestarse durante la misma época. En efecto, los discursos sobre el patrimonio no fueron del todo ajenos a las concepciones antropológicas de la cultura, que sólo a partir de la segunda mitad del siglo XX ingresó como una categoría estable en el repertorio analítico de las ciencias sociales. En 1952, y como un preámbulo de lo que más tarde habría de orientar las propias recomendaciones de la UNESCO, Claude Lévi-Strauss se había dirigido a este organismo internacional para indicar que la noción de cultura sólo era comprensible en razón de su diversidad, y que tal diversidad no era producto del aislamiento de los grupos humanos sino, por el contrario, de las relaciones que los unen (Lévi-Strauss, 1979). Expresada en un contexto internacional, la idea no sólo tenía resonancia al interior de un circuito académico que comenzaba a poner en duda la validez del concepto, sino también en el seno de un organismo que había nacido para preservar el patrimonio cultural de la humanidad.

    La primera mitad de la década de 1970 parece ser un momento crucial para las nuevas concepciones de la cultura y, con ellas, de las que se encontraban asociadas con el patrimonio cultural. En 1972, durante la convención mundial de la UNESCO, se introduce por primera vez una reflexión que ya flotaba en el discurso antropológico y que consistía en concebir los elementos materiales del patrimonio cultural como soportes de un saber, de una práctica y de un conjunto de representaciones colectivas que conferían identidad a los pueblos. El comité del patrimonio mundial decide entonces alejarse de la visión exclusivamente monumentalista que había caracterizado sus esfuerzos e inclinarse a favor de una visión más antropológica y global. Más que evaluar en su conjunto la visión arqueológica del patrimonio mundial, su estrategia consistió sobre todo en agregar una categoría adicional que, bajo el nombre de patrimonio cultural inmaterial, incluía los usos, expresiones y representaciones que tanto los grupos como los individuos reconocieran como parte de propio patrimonio, "contribuyendo así a promover el respeto de la diversidad cultural y la creatividad humana". Cultura, diferencia y diversidad pasaron a ser términos de uso corriente en el lenguaje antropológico, pero también poblaron las recomendaciones de los organismos internacionales que desde entonces formularon continuas referencias a la diversidad cultural como una vía para promover el patrimonio intangible de las naciones, cuyo origen durante el siglo XIX había estado estrechamente ligado al concepto de unidad cultural.

    A principios del siglo XX, disciplinas como la lingüística habían empleado la noción de diferencia para caracterizar los mecanismos con que operan los lenguajes articulados. De acuerdo con Saussure, no sólo los idiomas se caracterizaban por ser diferentes, sino que cada uno de ellos estaba construido por un sistema de diferencias que hacía posible la producción de significados. Como los lenguajes, las culturas se desplegaban sobre un vasto abanico de diferencias entre zonas que no correspondían necesariamente a las fronteras nacionales. Las equivalencias entre lenguajes y culturas permitían por lo tanto pensar que estas últimas funcionaban con los mismos elementos que el lenguaje, definidos por Saussure como signos que integraban significantes y significados. Al igual que aquellos, los símbolos culturales se concibieron como representaciones de algo distinto a ellos mismos, con lo cual se infería que no existe una relación necesaria ni intrínseca entre el símbolo cultural y lo que simboliza.

    Si esta idea concordaba con los planteamientos originales de la semiología, avalaba a su vez ciertos principios de la antropología estructural que Lévi-Strauss formulara durante la década de 1960. Apoyándose en la lingüística de Saussure y Jackobson, el antropólogo francés había advertido que si el signo es ante todo algo que reemplaza alguna cosa para alguien, la interrogación necesaria en el ámbito de la cultura consistía en preguntarse qué reemplaza un hacha de piedra y para quién. En un contexto determinado, el hacha ocupa el lugar de un instrumento diferente que otra sociedad emplearía para los mismos fines, y es esta diferencia la que confiere a un hacha (o a un arco, una máscara o una danza) su carácter de elemento cultural y significativo (Lévi-Strauss, 1979: 16). En un sentido similar, Franz Boas había sostenido que las máscaras de la sociedad A, usadas para engañar a los espíritus, no eran comparables con las máscaras de la sociedad B, empleadas para conmemorar a los antepasados. Los diferentes significados atribuidos a determinados elementos hacían que objetos similares se convirtieran en los vehículos de significaciones divergentes, en virtud de que las tradiciones culturales son ante todo un conjunto de significados acumulados.

    La observación sobre el terreno, iniciada durante las primeras décadas del siglo XX, permitía en efecto constatar que objetos en apariencia semejantes podían contener significados diferentes de acuerdo con las variaciones lingüísticas y culturales. Al entrar en contacto con una cultura extraña, por ejemplo, los etnógrafos estuvieron muchas veces en condiciones de observar que un grupo de hombres se daba a la tarea de construir una obra arquitectónica, mientras otros se dedicaban a inmolar un animal o a batir un par de tambores. Lo importante en estos casos era determinar si los hombres estaban construyendo un palacio o un templo, si estaban matando un animal o realizando un sacrificio a los dioses, si efectuaban una práctica musical o si ejecutaban un ritual para los ancestros. La única manera de distinguir estas acciones consistía en considerar las ideas de los participantes, así como los significados que éstos atribuían a sus acciones. Dado que un palacio o un templo no varían tan sólo en función de sus materiales o de sus diseños, sino en virtud de los significados que los miembros de una cultura les confieren como centros políticos o religiosos, lo que hacía que ambos conjuntos arquitectónicos pasaran a ser hechos culturales eran las representaciones puestas en juego a la hora de nombrarlos y utilizarlos. De ahí que un templo, un sacrificio religioso o un ritual terapéutico fueran concebidos como hechos culturales, en la medida en que unos y otros conllevan un conjunto de creencias, ideas y representaciones que resultan esenciales para comprender la singularidad del fenómeno.

    En la medida en que los hechos culturales son ante todo representaciones, en el sentido que se otorga a una danza o a un ritual como medios que expresan algo distinto de sus propias ejecuciones, la noción de cultura que emana de las visiones antropológicas tiende a alejarse cada vez más de los aspectos materiales de los objetos, considerados como expresiones de un cúmulo de significados más amplios. A diferencia de los objetos, sin embargo, las ideas y las representaciones no pueden describirse ni observarse, sino tan sólo comprenderse e interpretarse (Sperber, 1981). Aun si afirmamos que la cultura habla a través de sus objetos, debemos estar dispuestos a admitir que ese lenguaje es de naturaleza intangible, dirigido al sentido más que a los sentidos, y que como tal se encuentra sujeto a las variaciones semánticas que caracterizan la pluralidad de idiomas y lenguajes. Al igual que las palabras, que encierran una dimensión tangible, los objetos son elementos culturales en la medida en que expresan conceptos o significados que pueden ser sumamente abstractos, sin ninguna dimensión tangible. Cuando nos interesamos en la cultura de Grecia, por ejemplo, no nos extraña que sus vestigios arqueológicos hayan nacido de una concepción religiosa, abstracta por definición, sin la cual el monumento se convierte tan sólo en una pieza de contemplación estética.

    La concepción de la cultura como una trama de significados había por fin promovido que la significación se volviera un asunto teóricamente relevante, al grado que algunos autores opinaron que el movimiento hacia el significado ha probado ser una verdadera revolución, arrolladora, duradera, turbulenta y con consecuencias, como afirmaba Clifford Geertz (1994: 115) a principio de la década de 1970. En este contexto, es interesante advertir que la Carta de Venecia, el primer documento internacional que valora las creaciones populares, introduce el concepto de significación cultural como parte de esa valoración. Su artículo primero deja en claro que la noción de monumento histórico se extiende no sólo a las grandes creaciones sino también a las obras modestas que, con el tiempo, hayan adquirido una significación cultural. Pocos años más tarde, como mencionamos antes, la legislación brasileña introdujo la noción de referencia cultural, que daría lugar a la creación del Centro Nacional de Referencia Cultural, inaugurado en 1975, para la descripción y el análisis de la dinámica cultural. Más atenta a esa revolución teórica que vinculaba la cultura con el ámbito de las representaciones, la antropología brasileña comprendió que compartir un universo de significados propiciaba la comunicación y, con ella, la cohesión entre sujetos divergentes. Siguiendo las enseñanzas de la filosofía del lenguaje, la antropología brasileña propuso que esos significados constituían ante todo referentes, en el sentido que Roman Jakobson había dado a este término, para definir la comunicación que se establece entre interlocutores que comparten las mismas convenciones, los mismos códigos y los mismos sentidos.

    En el ámbito de las políticas culturales, la noción de referencia tenía la ventaja de que su empleo presupone la existencia de sujetos para los cuales esas referencias tienen un sentido. De ahí que la noción de referencia, empleada para designar un hecho cultural, no sólo lleve implícita la pregunta ¿referencias para quién?, sino también asuma que esas referencias son únicamente válidas para el grupo social que las ha hecho posibles. En sentido connotativo, el término referencia evoca la idea de un punto de apoyo o de encuentro, y por extensión una ‘verdad’ consensualmente aceptada por un grupo o una autoridad colectivamente reconocida. Señala, por lo tanto, una convergencia de puntos de vista (Londres Fonseca, 2002), pero sobre todo indica que esos puntos de vista pueden ser tan divergentes como las propias culturas.

    El ejemplo brasileño resulta significativo porque, a diferencia de las primeras convenciones de la UNESCO, ya no vincula los términos acostumbrados de la ecuación, que generalmente unen la idea de cultura con la de patrimonio. Por definición, la idea del patrimonio nacional presupone un ámbito relativamente homogéneo, con límites espaciales y conceptuales y con un acervo limitado y cuantificable. Esta idea, sin embargo, resultaba en principio incompatible con las visiones antropológicas que identificaban cultura y diversidad, y cuyas concepciones sobre el patrimonio eran necesariamente plurales. Construir la unidad de un patrimonio sobre la base de un mapa culturalmente diverso era una tarea que implicaba desarrollar un proyecto nacional fincado en el reconocimiento de la pluralidad. Para Guillermo Bonfil, que a lo largo de su vida defendió ese proyecto, se trataba ante todo de aceptar la posibilidad de diversos patrimonios culturales, igualmente legítimos, para los que la cultura nacional jugaría la parte de un terreno compartido por todos y de un campo propicio para el diálogo. Al subrayar que este proceso suponía un diálogo entre iguales, no un monólogo vertical que sólo se transmite en un solo sentido, Bonfil (1993: 39) lamentaba que la cultura nacional se identificara exclusivamente con la cultura occidental y, sobre todo, con la intención ideológica de conformar y legitimar un patrimonio universal. Si en ese procedimiento se habían seleccionado elementos de las culturas no occidentales, tal selección respondía a criterios exclusivamente occidentales, cuyas escalas de valores no siempre coincidían con la valoración que otras culturas concedían a su propio patrimonio; de ahí que resultara necesario preguntarse por qué una pirámide, un monumento histórico o un sitio arqueológico resultaban culturalmente más valiosos que una lengua vernácula o una danza ceremonial, aun cuando estas últimas seguían siendo elementos indispensables para la reproducción social y cultural de un grupo determinado.

    A mediados de la década de 1970, las discrepancias entre una perspectiva que enfatizaba la diversidad cultural y otra que subrayaba a cada instante su carácter unitario parecieron resolverse mediante una nueva taxonomía. Más que referirse a un patrimonio cultural en general, los documentos internacionales tendieron a establecer una distinción más o menos precisa entre lo material y lo inmaterial, siguiendo una clasificación que parecía responder a los objetos examinados por la arqueología y la etnología. La convención de 1976, celebrada en México, argumentaba que el patrimonio cultural de la humanidad comprendía tanto las creaciones heredadas del pasado a nivel material, como las habilidades artísticas y las sensibilidades estéticas a través de las cuales se expresan los pueblos actuales. Entre otros atributos, la Carta de México en Defensa del Patrimonio Cultural definía el patrimonio intangible como el conjunto de usos y costumbres de todos los pueblos y grupos étnicos, del pasado y del presente, en los que se incluían las expresiones literarias, lingüísticas y musicales. La expresión usos y costumbres, que años más tarde pasaría a formar parte del artículo 4º de la Constitución mexicana, representaba un concepto aún más inasible que el de cultura tradicional y popular, empleado en documentos anteriores, pero tenía la ventaja de elevar al rango de patrimonio aquellas prácticas, creencias y conocimientos que no forzosamente se manifiestan en creaciones monumentales.

    Reflexiones más recientes han señalado que las distinciones entre un patrimonio material y otro inmaterial resultan hasta la fecha problemáticas, ya que bajo ciertos aspectos todo puede ser tangible o intangible en el ámbito de la cultura (Héau, 1997). Las representaciones más abstractas, por ejemplo, pueden cristalizarse en expresiones como los mitos y las danzas, mientras que los artefactos culturales más tangibles son siempre portadores de una dimensión tan inasible como es la significación que un grupo les confiere. El problema consiste por lo tanto en determinar si ambos aspectos son discernibles y si pueden ubicarse en categorías separadas, de tal manera que una pirámide se clasifique como cultura material y una ceremonia mortuoria como cultura inmaterial. Al catalogarlos en el ámbito de la cultura, esta taxonomía supone sin embargo la existencia de un factor común que no depende de su carácter tangible o intangible, sino del hecho de que ambos objetos representan respuestas diferentes ante problemas que son comunes a la humanidad en su conjunto. Dado que la pirámide y la ceremonia pueden ser respuestas alternativas ante las concepciones de la muerte, su valor cultural estriba en ser representaciones diferentes de un hecho que es por naturaleza universal. La palabra representación indica que la pirámide o la ceremonia juegan en este caso un papel significante, en la medida en que designan algo distinto de sus propias ejecuciones y tienen por lo tanto una función simbólica. Si admitimos que un símbolo es aquello que reemplaza alguna cosa para alguien, según la famosa definición de Pierce, se comprenderá que tanto una como la otra están ahí para sustituir o representar una concepción singular de la muerte, concepción que es necesariamente abstracta e inmaterial.

    Desde esta perspectiva, conviene preguntarse si existe una cultura material y si ese ámbito que denominamos cultura no es por definición un fenómeno intangible. La pregunta es pertinente si se considera que los arqueólogos contemporáneos parecen dispuestos a admitir que sus indagaciones no se reducen a los hallazgos materiales, sino que involucran, por el contrario, la tarea de descifrar ideas y representaciones a través de restos materiales que funcionan como símbolos de un pensamiento más amplio. Como ha dicho Gras, excavar para comprender y no simplemente descubrir es, desde hace varios decenios, el único objetivo de los arqueólogos profesionales (citado en Vázquez León, 2003: 104). ¿Qué es, sin embargo, lo que debe ser comprendido en una pirámide, en una vasija de cerámica o en un entierro? Ante todo, una significación subyacente. Ya se trate de piedras, diseños o instrumentos, la disposición de esos elementos convierte los restos arqueológicos en documentos que se ofrecen a la lectura del presente. Al igual que la antropología, la arqueología se convierte entonces en una forma novedosa de traducción de significados que se encuentran alejados en el tiempo y que pertenecen a culturas divergentes. Cuando el arqueólogo profesional comprende el significado de una urna o de un entierro nos revela una dimensión intangible que no se puede observar ni en la cerámica ni en los vestigios funerarios. Afirmar que estos materiales son cultura es acaso una forma abreviada de decir que son expresiones tangibles de una cultura, pero también es una forma de admitir que sólo son los significantes de un conjunto de significados más amplio.

    En la medida en que una cultura sólo se cristaliza cuando se distingue de otra cultura, las diferencias que median entre vasijas, entierros o pirámides pasan a ser distinciones significativas que expresan contrastes, pero también concepciones y puntos de vista diversos acerca de lo que es un recipiente, una pirámide o un templo. Si estos objetos son obras culturales, a menudo consagradas en el rubro del patrimonio material, es porque expresan diferencias con respecto a objetos y monumentos que otras culturas emplearían para los mismos fines, revelando así la enorme variación de valores y significados que los grupos humanos pueden atribuir a la vida en sociedad. Pero, a fin de cuentas, son estos valores y estos significados los que convierten un objeto o un monumento en obras culturales, tan expresivas como un mito o como una sinfonía de Beethoven. Su valor significante es en este sentido similar al que encierra una pintura rupestre o un cuadro impresionista, que en última instancia son expresiones tangibles de las representaciones que un grupo o un individuo plasma sobre la piedra o la tela; el hecho de que la primera sea una creación colectiva y la segunda una obra individual no impide la semejanza, ya que tanto una como otra constituyen variaciones significativas con respecto a otras creaciones que difieren en el tiempo y en el espacio.

    Sin embargo, los problemas conceptuales del patrimonio cultural no concluyen en este horizonte de posibilidades. Una vez que se accede a una definición más amplia de la cultura, en la que están consideradas las referencias y las representaciones, las propias nociones de resguardo, protección y salvaguarda resultan tan problemáticas como las de propiedad y patrimonio. Heredadas de la convención de 1972, cuyas concepciones de la cultura se limitaban a los sitios y monumentos históricos, estas nociones ingresan por inercia en el ámbito de las nuevas disposiciones internacionales que terminan por reconocer el carácter intangible de la cultura, pero al hacerlo generan más problemas de los que realmente resuelven. Nadie sabe exactamente cómo proteger el patrimonio cultural inmaterial, y la propia UNESCO se ve en la necesidad de aclarar que, en este caso, salvaguardar no significa proteger o conservar en el sentido corriente de estos vocablos, porque entonces se correría el riesgo de fijar o fosilizar el patrimonio cultural, como se especifica en uno de sus documentos oficiales. Si la cultura es algo que cambia, un aspecto de la vida humana que está en constante transformación, las medidas de protección y conservación impiden necesariamente su movilidad y producen efectos en aquellos grupos y comunidades que jamás han visto la cultura como un valor redituable. Como señala Boyer (1990), las tradiciones culturales sólo tienen eficacia cuando no se toman como tales, cuando funcionan automáticamente sin otro sistema de referencia y comparación, es decir, cuando dejan de ser entendidas como valores redituables que deben protegerse y preservarse. Las políticas culturales imponen, por su parte, un mecanismo de rescate que convierte las prácticas ceremoniales en un valor suplementario, en la medida en que aparecen como prácticas valoradas por las instituciones estatales, interesadas en preservar elementos que ya no cuentan con las condiciones necesarias para conservarse.

    La lógica patrimonial entra así en una lógica contradictoria: produce valores que ya no puede utilizar, porque utilizarlos implica despojarlos de su condición cultural, que es precisamente la que permitió concebirlos como valores. Estas contradicciones se reflejan, por ejemplo, en el campo del turismo cultural, en la medida en que el turismo vacía de sentido las prácticas y costumbres que pretende contemplar. Realizadas en función de un observador externo, las danzas zapotecas o las festividades del Día de Muertos dejan de funcionar como reglas inconscientes que permiten la reproducción cultural. La conciencia de la propia cultura, concebida como un patrimonio redituable, tiende a menudo a convertirla en un objeto de exportación, destinado para fines distintos de los que le dieron origen. El modelo del museo se proyecta entonces como el espacio privilegiado de contemplación, en escenarios esencialmente semejantes que se destinan a mostrar las manifestaciones de nuestro patrimonio cultural intangible. La preservación del patrimonio se refugia por lo tanto en ferias, conciertos y festivales que reproducen los principios de la sala de exposición, donde los objetos se contemplan sin percibir los mecanismos del pensamiento que los hicieron posibles. La sociedad del espectáculo exige, por el contrario, expresiones tangibles, pero en esa misma medida se niega a reconocer ideas y conceptos que difieren de nuestros propios repertorios conceptuales, como son muchas de las expresiones que hoy clasificamos bajo el rubro de patrimonio cultural.

    A manera de ejemplo, quisiera referirme a la festividad indígena dedicada a los muertos, reconocida por la UNESCO como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad. El ejemplo me es cercano porque, en 2003, participé en la elaboración del expediente que permitió postular su candidatura, en un momento en que la UNESCO abría finalmente sus puertas a las manifestaciones más intangibles de la cultura. Aunque la línea argumentativa de la postulación consistió en demostrar que la fiesta de Día de Muertos contenía una concepción singular de la muerte, basada en principios cosmogónicos que son exclusivos de los pueblos indígenas, las políticas de conservación insisten en difundir sus alcances mediante ferias, concursos y exposiciones de altares domésticos, lo que reduce drásticamente el universo de sus significados. Cada año, en efecto, asistimos a ferias de altares mortuorios que nos muestran la punta del iceberg, pero omiten la parte más significativa de la festividad. Por fieles que puedan ser a sus modelos originales, los altares no exhiben el conjunto de ideas, creencias y representaciones que los hacen posibles y que se encuentran casi siempre asociados a una concepción singular, en principio distinta a nuestra concepción biológica de la muerte, en la cual reside su valor cultural. Pocos saben, por ejemplo, que los altares dedicados a los muertos contienen una representación de la bóveda celeste, que las flores de cempoalxóchitl se caracterizan por tener una entidad anímica y que las ofrendas alimenticias, como los tamales y los panes de muerto, son expresiones metafóricas del cuerpo de los difuntos. Una festividad agrícola, destinada a compartir con los ancestros el beneficio de los primeros frutos, termina por convertirse en un espectáculo visual, poblado de numerosas imágenes, donde brilla por su ausencia el pensamiento que la ha hecho posible.

    Si la tarea de las políticas públicas consiste en preservar la diversidad cultural, hoy corremos el riesgo de que esa diversidad se exprese mediante modelos uniformes. En este proceso, me parece, la noción de patrimonio ha jugado un papel relevante. La concepción nacionalista que le es inherente no corresponde ya a un nuevo modelo de nación que se define a sí misma como multiétnica y pluricultural. Aun cuando la idea de cultura se ha modificado sustancialmente, acercándose cada vez más a las nociones de sentido, pluralidad y diversidad, la categoría de patrimonio permanece constante. Si no modificamos sus connotaciones nacionalistas y examinamos seriamente los principios que le dieron origen, la expresión patrimonio cultural terminará por ser una contradicción entre los términos, ya que la cultura se mueve en una dirección contraria a nuestra singular idea de propiedad. La noción de patrimonio debería dotar a sus protagonistas de un lenguaje pertinente que permita traducir, en el mejor sentido del término, ideas singulares en conceptos reconocibles. Si bien es cierto que toda traducción es potencialmente una traición, como afirma el viejo adagio italiano, una buena traducción no es la que traiciona la lengua de partida sino la de llegada. En otras palabras, no es la concepción indígena de la muerte lo que debe ser reducido a nuestro lenguaje visual, sino los propios términos de la traducción los que deben ser modificados. En la tarea de preservar el patrimonio cultural, no es la imagen sino la semántica lo que debería interesarnos, porque es solamente en el campo del sentido donde percibimos lo que realmente queremos preservar.

    Un altar, una danza o un sitio arqueológico tienen relevancia en cuanto apoyos de un saber

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