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Cartografías de la conciencia española en la Edad de Oro
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Cartografías de la conciencia española en la Edad de Oro

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La conciencia y su manejo fueron fundamentales en la España de los siglos XVI y XVII, y sin embargo, se manejaba en sumas de casos particulares. En esta monografía, Elena del Río Parra trabaja con el imaginario de una época importantísima en el ámbito hispánico para mostrarnos la dinámica del comportamiento de una sociedad y su obsesión previsora por regular el mundo.
LanguageEspañol
Release dateNov 18, 2014
ISBN9786071624888
Cartografías de la conciencia española en la Edad de Oro

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    Cartografías de la conciencia española en la Edad de Oro - Elena del Río Parra

    son.

    I. LA CIENCIA DEL ALMA

    There is no tribe so rude as to be without a faint perception of a difference between Right and Wrong.

    JAMES MACKINTOSH, Dissertation on the Progress of Ethical Philosophy, Chiefly during the Seventeenth and Eighteenth Centuries

    HACIA 1593, fray Alonso de Vega se preguntaba qué habría de hacer un sacerdote si, en medio de la misa, una mosca cayera en el cáliz consagrado, llegando a una indiscutible conclusión: el dicho sacerdote ha tenido suerte, ya que una mosca es menos ponzoñosa que una araña y más inocua que el veneno. Fray Alonso de Vega investiga las autoridades a su alcance y resuelve que si el sacerdote no teme algunos vómitos puede tragarse la mosca juntamente con el sanguis; si no puede tragársela ha de sacarla del cáliz, lavarla diligentemente, quemarla y echar las cenizas en la pila del bautismo y beberse el agua con que la lavó. Lo mismo ha de hacer cuando acertase a caer una araña, insecto considerado más ponzoñoso, si bien el agua de lavar la araña no tiene que consumirla sino guardarla en el sagrario en un vaso limpio, o echarla con las cenizas en la pila bautismal. En cambio, si el vino ya ha sido consumido, se ha de tomar otra hostia no consagrada, lavar el cáliz, volver a llenarlo y comenzar de nuevo el ritual de consagración (4-18). En el siglo XI, San Norberto se había enfrentado ya al mismo dilema:

    En este tiempo le sucedió una cosa maravillosa. Íbase a decir misa a lugares apartados por decirla con más quietud y devoción; y un día, diciendo misa en cierta capilla soterránea y baja, vio que en el cáliz, ya consagrado, había caído una araña disforme y de mala calidad. Estuvo el santo varón dudoso y perplejo de lo que había de hacer: si tomar la sangre del Señor con peligro de la vida, o dejar de tomarla con menoscabo de aquel sacrosanto sacrificio, porque por ventura no estaba tan bien instruido de lo que, según la ordenación de la Iglesia, en semejantes casos se debe hacer. Al cabo, se resolvió a tomar la sangre, aunque fuese con tan gran peligro; y así la tomó, y tragó la araña que había caído en el cáliz; y, acabada la misa, se puso en oración aguardando la muerte. Mas plugo al Señor, por cuyo amor él se había puesto en aquel peligro, que con un estornudo que le sobrevino, echó por las narices la araña, quedando sin lesión alguna, y con singular confianza de la protección que Dios tiene de los suyos [Ribadeneira, Flos, 190, §2].

    La caída de la araña ejemplifica la discusión sistemática sobre la aplicación de la ley moral en casos particulares, en conflictos en que no está clara. La conciencia, incapaz de discernir cómo obrar correctamente en estos trances dudosos, precisa de guías donde se especifiquen las resoluciones para diferentes ocasiones, siendo así como se compilan las llamadas summae o sumas de casos de conciencia por mano, no de teólogos de primer orden como Pedro Martínez de Osma, Juan de Segovia o Juan de Torquemada, ni de los cerca de trescientos doctores que pueblan la Iglesia en el siglo XVI español, sino de clérigos sin voz en los grandes sínodos y sin cátedra en las facultades y colegios mayores.¹ La mayoría de las fuentes primarias consultadas para elaborar este estudio se dieron al olvido hacia mediados del siglo XVIII, cuando las nuevas corrientes de novatores e ilustrados impusieron la edición de textos que llevaron aires renovados a la historia del pensamiento peninsular, descartando compilaciones de casos de conciencia como las trabajosamente elaboradas por fray Alonso de Vega, al no considerarlas una fuente válida para conocer los problemas de siglos precedentes, sino más bien engorrosas, enrevesadas e inútiles resmas de papel, lastre que aún hoy siguen arrastrando. Por contraste, son innumerables los estudios sobre los usos y costumbres en el siglo XVII español que describen minuciosamente el inframundo del hampa, los gastos de palacio, los espacios urbanos, las diversiones del pueblo o los malestares de los reyes; son también prolíficos los análisis acerca del sistema burocrático español, la política exterior, la economía o las tácticas bélicas, siendo la Inquisición, la herejía y sus derivados temas preferidos por muchos estudiosos de la cultura desde sus varios flancos. En ocasiones esta historia, especialmente la que trata de lo cotidiano, se presenta necesariamente como incompleta y especulativa (adjetivos de los que, sin duda, también adolece el presente estudio) al adentrarse en el terreno de lo privado: así, a pesar de que disponemos de sus cartas familiares, no sabemos a ciencia cierta si Felipe II sufría por la condición de su hijo el príncipe don Carlos, si estaba abrumado por trámites y deudas o si, más bien, tenía buena disposición personal ante las circunstancias de su reinado. Los tratados acerca de la conciencia comparten las lagunas e inseguridades características en la historia de las mentalidades, mas permiten completar este panorama de lo habitual: gracias a ellos sabemos que el ama de casa del siglo XVII no sobrellevaba bien que su marido se gastara el sueldo de la casa en vinos.²

    Pocos documentos resultan tan exhaustivos y reveladores para entender algunas de las inquietudes que asaltan a los individuos de los siglos XVI y XVII como una copiosa suma de casos de conciencia. Sin embargo, los estudios dedicados al cultivo de este género en la Península son, hasta el momento, poco menos que inexistentes: la voluminosa Historia de la Iglesia en España apenas dedica medio folio a mencionar los títulos más sobresalientes, pero descarta abordar el análisis acerca de la proliferación de compilaciones de casos a partir de la segunda mitad del siglo XVI, tachándolos de recetarios morales. Bonifacio Palacios, por su parte, distingue entre simple casuística y casuística científica, consistiendo esta última en la aplicación de principios previamente establecidos por la teología moral a situaciones y casos de conciencia concretos, de forma que la ciencia teológica no elabora ex profeso los principios que habrá de aplicar al caso concreto, sino que los toma subsidiariamente de otras partes (169). Palacios explica con esta división la decadencia de la práctica teológica como teoría posterior a un ejercicio intelectual, que en el siglo XVII se ve sustituida por una orientación inmediata y catequética, afanada en determinar qué es o no pecado. Sin embargo, una vez más el estudio de los sistemas de pensamiento y las corrientes dominantes como el laxismo, el tuciorismo o el probabiliorismo dejan escapar la oportunidad de adentrarse en la lectura de los dilemas planteados y las reflexiones que subyacen a ciertas soluciones concretas.

    La prolífica historiografía áurea también desconoce o pasa por alto estos manuales como fuente de información, a pesar de que son numerosos los temas mencionados en las sumas que han llamado la atención por su heterodoxia y que han generado estudios tangenciales acerca de la brujería, el exorcismo y, sobre todo, la Inquisición desde sus infinitos ángulos. Este hecho tal vez se deba al mismo carácter híbrido de la casuística, género que bascula entre lo doctrinal y lo filosófico. Sí son notorios, por el contrario, los teóricos de los grandes conceptos que rodean el tema: los parámetros históricos de la conciencia, dentro de los que fluye la casuística, han sido acotados en la clásica compilación de C. Ellis Nelson; Friedrich Nietzsche se ocupó de apuntalar la genealogía de la ética (1887); Marjorie Grice-Hutchinson, de la economía y la moral (1952); Paul Ricoeur, de la culpa y el pecado (1969); René Girard, de lo sagrado y la violencia (1972), y Michel Foucault, de la Disciplina y castigo (1975), mientras que Benito J. Feijóo, precursor en este como en otros tantos campos, se prefiguró como voz escéptica, no del sistema casuístico à la Blaise Pascal, sino de algunos de sus contenidos. Todos ellos han allanado el camino teórico y explorado los presupuestos bajo los que operan las sociedades occidentales en determinados momentos y bajo ciertas condiciones. Sus conclusiones nos ayudarán a establecer postulados para nuestro propio trabajo que, excepto en el caso de Feijóo, parte de otros materiales apenas revisados y nunca reeditados.

    La casuística propiamente dicha, su radio de acción y su influencia en un contexto histórico han sido temas de análisis recurrente en la bibliografía anglosajona y estadounidense, abundante en lo que se refiere a estudios sobre teología moral que, como la colección de ensayos editados por Edmund Leites, abordan el panorama de la edad moderna temprana desde el anglicanismo.³ Sin embargo, no hay un solo ensayo dedicado exhaustivamente a la producción española, limitada a la mención de tres o cuatro teólogos, a Santa Teresa y a San Juan de la Cruz. La voluminosa bibliografía que se amontona bajo la etiqueta de los religious studies anglosajones impone una cierta miopía que obliga a pasar por alto asuntos como el derecho marítimo e internacional, que se discuten e imponen como discurso en el resto de Europa desde la esfera peninsular. Ni siquiera las aproximaciones históricas han servido para desarrollar una reflexión seria sobre la casuística, oportunidad que John Mahoney desperdicia en su, por otra parte, completa historia de la moral, refiriéndose a la producción española únicamente para definir el concepto de probabilismo (135-138). Sólo desde la historia social y del pensamiento, parcela poco frecuentada en las áreas canónicas de estudio, se perfilan apuntes para un análisis exhaustivo del material que nos ocupará, mereciendo especial atención las valiosas incursiones de Julio Caro Baroja y José Antonio Maravall en el territorio casuístico propiamente dicho, la inagotable recopilación archivística de Marcelino Menéndez Pelayo y la visita más reciente de Henry Sullivan. A ello deben añadirse las múltiples aplicaciones prácticas que la casuística nos ofrece hoy día, demostrando que el género sigue gozando de buena salud, una vez superado su desprestigio.

    Junto con géneros doctrinales afines como el dicho, el perqué, el ejemplo, la parábola, el sermón y el diálogo, la suma de casos de conciencia conforma un extenso grupo de obras pastorales cuyo origen se encuentra en el ámbito clerical. Pero, a diferencia de otras formas más restringidas en su alcance, el radio de acción de la casuística se extiende a numerosas parcelas de la vida ya que, como mapa provisional de la conciencia, no conoce límites en los temas que considera. Con frecuencia se ha confundido caso con ejemplo, a pesar de perseguir objetivos distintos: Es un procedimiento que me recuerda a las técnicas de la casuística de la época: sus comedias [de Calderón] parecen haber sido concebidas casuísticamente ya desde su principio, en cuanto se hallan construidas en torno a la ejemplificación de principios abstractos en casos concretos (Pring-Mill, 61). Si bien ambos géneros se encuadran en la didáctica, la casuística atiende a despejar las dudas que presentan diversos casos prácticos (reales o posibles, siendo tan amplia la noción de posibilidad que compromete los principios de verosimilitud). Mientras que el ejemplo considera una situación para concebir un principio abstracto, el caso se centra en lo particular dudoso, donde reside una gran dificultad moral para resolver esta última con éxito.

    La ley moral de origen divino contenida en los Testamentos no conduce directamente a la verdad, a la cual se llega únicamente por medio de la educación cuidadosa de la mente conforme a los criterios dictados en las Escrituras. Y sólo la combinación de la razón práctica con una mente instruida al efecto permitirá solventar con acierto los problemas a través del tiempo:

    The servant function of the mind – granting the concreteness of the moral advice of the New Testament, the question remains how this specific counsel applies to the ever-changing situations in which Christians find themselves. It is apparent that in the New Testament the mind and practical reason play an important part in the guidance of one’s moral life [...] The Greek word nous translated here as mind is used to describe a resource for the formation of the new life of the Christian. And this same word nous describes the way in which we discover the law in our inmost self which urges us to serve God [Forell, 26-27].

    El púlpito, vehículo importante de difusión, pretende solventar los casos más frecuentes para mover la conciencia colectiva y preservar el orden público, sirviéndose en ocasiones de cartas pastorales al efecto. Pero para los asuntos inciertos, los que pertenecen a un sector social determinado o a la intimidad del individuo, es necesaria la intervención de alguien diestro en asuntos morales particulares, conviviendo las artes praedicandi con la suma de casos de conciencia para complementarse ambas. La suma no es tan sólo una compilación más o menos extensa de casos seleccionados al azar, sino que representa las conclusiones sobre ciertas materias teológicas, el resultado de una serie de problemas discutidos durante años por diversas autoridades, ya sea en libros canónicos redactados al efecto o tras reuniones en concilios y sínodos.

    Según Francisco Palanco, Conscientia non est habitus, nec potentia, sed actus; y el padre Anastasio de Arana la considera "un dictamen o juicio práctico del entendimiento, que le dice: Haz esto porque es razón, o no lo hagas porque es sinrazón"⁴ (2). El Tesoro de Sebastián de Covarrubias reza

    ciencia de sí mismo o ciencia certísima y casi certinidad de aquello que está en nuestro ánimo, bueno o malo. No tener conciencia, ser desalmado. No hacer conciencia, no tener escrúpulo. En mi conciencia, en mi verdad. Ancho de conciencia, poco escrupuloso. Encargarle la conciencia. Concienzudo, el que hace conciencia de cosas impertinentes; término bárbaro.

    Y ya en su edición de 1726 el Diccionario de autoridades define la voz conciencia como

    ciencia de sí mismo, o ciencia certísima de aquello que está en nuestro ánimo, bueno o malo [...] Esto mismo dice San Agustín: Sospecha cuanto te quisieres, sino que a mí la mi conciencia no me acuse ante Dios. Encargar la conciencia a uno: Es apercibirle y mandarle que obre y proceda con conocimiento, con rectitud y sin dolo ni malicia ni fraude. No tener conciencia: Lo mismo que ser malvado, injusto y desalmado.

    A estas nociones hay que añadir que las obras humanas, según Manuel de Filguera (tratado XX, cap. I), se rigen conforme a una regla remota (dictada por ley natural, divina o humana) y una regla próxima (la conciencia, que propone el objeto bueno o malo a la voluntad, juzgando si alguna cosa es buena o mala), siendo ésta un acto del entendimiento que pertenece al juicio.

    Considerando estas definiciones del término, notamos que acentúan la inmediatez y la confrontación del individuo con un dilema en cada una de sus acciones y decisiones. En ningún caso se asocian a una doctrina religiosa más o menos constreñida por los límites de la fe o los rituales eclesiásticos, sean éstos católicos o protestantes, sino a una experiencia privada. El entendimiento o el ánimo ponen en práctica esta ciencia, de manera que el individuo obrará bien o mal a sabiendas de lo que hace, lo cual no significa que todo aquel que la posee esté dotado de un entendimiento capaz de decidir cómo resolver ciertos dilemas cotidianos. Muy al contrario, en los dos siglos largos que constituyen la Edad de Oro española se presupone que el solo entendimiento o ánimo no son suficientes para actuar acertadamente, ya que se deben compatibilizar con la legislación moral establecida en el ámbito religioso. La toma personal de decisiones, uno de los bastiones defendidos por el protestantismo, no es recomendable, ya que el individuo desconoce los entresijos de una ley que no siempre da cuenta de casos particulares, siendo necesario un conocimiento profundo de ésta que permita dirigir una conciencia, que el catolicismo no considera como autónoma y personal, para llevar el alma por buen camino. No sólo es una forma de controlar a la población —ésa sería una lectura excesivamente política y reduccionista—, sino que representa un esfuerzo sincero de guía. Si el médico estaba capacitado para sanar el cuerpo,⁵ el cura de almas debe tener en su mano los conocimientos necesarios para guiar al fiel por el buen camino: Es muy acertado que el corregidor tenga algún religioso de buena vida y doctrina por amigo con quien comunique sus cosas de conciencia y las del oficio que se sufran (Castillo de Bobadilla, lib. II, cap. 6, núm. 33). La Iglesia tiene clara esa premisa aunque no defina con exactitud los tipos de conciencia que, según Juan Azor Lorcitano, son errante, opinante, dubitante y escrupulosa (lib. II, 102); Manoel Rodrigues los identifica con recta, errónea, dudosa y escrupulosa (Suma, Índice), y Manuel de Filguera con recta, errónea, dudosa, opinativa y escrupulosa (tratado XX, cap. I).

    Bajo estos parámetros surge, ya en la primera mitad del siglo XIII y en el ámbito cristiano, la necesidad de guías especializadas en despejar las dudas y aclarar las regulaciones que se extienden a todas las facetas de la vida sin excepción, desde herencias y contratos hasta fisiología y economía familiar. No se puede entender la época que nos ocupará sin tener en cuenta esta parcela del saber que cotidianamente se instala en los individuos desde sus primeros años, independientemente de su estado y situación social. El clérigo católico, como depositario del saber moral, que se hace paulatinamente imprescindible tras la reforma, tiene el deber de considerar infinidad de circunstancias abarcadas por lo pastoral y canónico-doctrinal, enseñando a pensar y a obrar tanto al religioso como al seglar, sea éste pirata, villano o noble. La casuística, presentada en forma de compilaciones y manuales de casos morales, ve su mayor abundancia en los siglos XVI y XVII, cuando miembros de las distintas órdenes religiosas se afanan en definir, recopilar y despejar las dudas que pueda presentar la multitud de casos a los que se enfrentan a diario en su labor pastoral,⁶ de modo que la historia natural no puede sino complementarse con la moral. Pues bien, ¿cómo estudiar este vasto corpus de legislación de la vida cotidiana que la Iglesia emprende en forma de acción social? Su historia institucional no ha previsto un lugar para este discurso de circunstancias, cuyo nicho más próximo sería el derecho canónico, y ni siquiera la historia de las mentalidades se ha detenido en considerar este horror al vacío moral, que convierte la vida cotidiana en inminente pecado y a éste en ignorancia culpable. Por su parte, la historia cultural y social, interesada en recuperar los archivos de la memoria, donde se construyen las versiones del individuo que transita entre lo tradicional y lo moderno, puede aprovechar esta información para documentar la fluctuación de la ley y el pensamiento, entre la Iglesia, el Estado y el individuo, entre lo pensado y lo ejecutado.

    Como complemento a las pragmáticas seculares que regulan el atuendo, la actividad de la imprenta, las artes mecánicas o el derecho a portar armas, este grupo de obras permite dibujar un amplio mapa del comportamiento en la época a partir de los casos y las regulaciones discutidos en los diversos tratados y compilaciones. Considerada en su globalidad, la casuística da pie para elaborar una suerte remota de intrahistoria, para determinar qué conductas se consideran, según la mentalidad del momento, desviadas y cuáles ortodoxas. Más reveladores todavía son los problemas fundamentales que se ponen de manifiesto y que este libro tratará de reflejar, tales como la preocupación por la palabra, materia y rito; la doble moral aplicada a ambos lados del Atlántico; la demonización sistemática del individuo y sus efectos sobre la clase intelectual; la variedad de relaciones humanas y costumbres sancionadas por la Iglesia para su erradicación, y la repercusión del género en algunos textos literarios que tienen como centro casos de conciencia.

    A propósito del Libro de las confesiones (siglo XIV), Antonio García y García ha afirmado que no se trata de una simple metodología de la penitencia, sino que con este motivo se pasa revista a todas las situaciones sociales y existenciales de la época (Estudios, 213). Ciertamente, la literatura pastoral y canónicodoctrinal es imprescindible para tomarle el pulso a cualquier sociedad altamente confesional, como revela el subtítulo de la reciente edición de la obra de Martín Pérez, Una radiografía de la sociedad medieval española, si bien el mismo autor, refiriéndose a la literatura sinodal americana, señala una premisa fundamental válida para la casuística, que consideramos esencial para abordar la historia de estas ideas y que la sitúa en la genealogía de lo excepcional:

    Se impone la observancia de ciertas reglas de hermenéutica en el manejo de estos textos sinodales que no son de una tipología común y corriente. En ellos no se intenta dar una imagen completa de la sociedad y de la Iglesia en donde se realizan, sino que se pretende tan sólo corregir abusos. La imagen total de la realidad hay que completarla a base de otros filones documentales. Por no tener esto en cuenta, se han dado a veces descripciones de una iglesia local de tal forma negativas, que sólo destacan abusos y aberraciones humanas de todo tipo. Toda institución humana trata de dar una imagen positiva de sí misma, exagerando sus méritos y callando los defectos. El mérito de los sínodos consiste en que nos completan el cuadro con los trazos negativos. Éste es su principal mérito, pero también su limitación. El historiador que no comprenda esto, hará decir a estos textos cosas que realmente no dicen [Iglesia, 387].

    Una revisión de estos casos de conciencia responde a propósitos que van más allá de perfilar una historia negativa. Por una parte, y como ya hemos indicado, contribuye a recuperar el pensamiento que se divulga sistemáticamente desde el púlpito, el confesionario y la sacristía, revelando las ideas que se barajan en los entresijos de la conciencia del individuo en esta época. Situados en el centro de la historia cultural, nos es posible observar desde una posición privilegiada la formación y transformación social (el llamado fuero exterior) de la población católica española. La noción de conciencia abarca también el fuero interior, mencionado constantemente en la bibliografía casuística que, como hemos señalado, es un espacio que no se considera privado: el clérigo debe indagar en la conciencia e intervenir en la toma de decisiones, asegurándose de que ningún resquicio de comportamiento o pensamiento quede fuera del dominio eclesiástico. Si, como nos recuerda Cervantes, el individuo no sólo debe ser intachable sino también parecerlo, el pastor de almas pretende también lo contrario: el sujeto debe no sólo parecer irreprochable sino serlo cuando no haya testigos; esto es, cuando no se encuentre bajo la supervisión institucional debe saber que Dios lo observa. Precisamente este argumento sirve en ocasiones de defensa individual ante el propio sistema ya que, ante una acusación o sospecha, si la conciencia puede responder de todas las acciones el sujeto nada habrá de temer, como indicó San Agustín.

    Para muchos historiadores de la cultura ha sido siempre difícil adentrarse en las consideraciones personales de los habitantes de la Península en lo que respecta a creencias religiosas. Aunque estudios como el desarrollado por William A. Christian hablan de una extendida y sincera devoción popular que corre paralela a la oficial por toda la geografía,⁸ sigue siendo complejo —al menos desde nuestra bibliografía casuística que, recordemos, representa la ultraortodoxia— elaborar hipótesis generales sobre lo que pasa en el fuero interior, espacio que desde la propagación del pensamiento de John Locke tiende a considerarse individual, independiente y libre, lo que permitirá a Immanuel Kant denominar la casuística dialéctica de la conciencia (en su imperativo categórico, el yo debo moral se impondrá al propio bienestar). La Edad de Oro ofrece evidentes testimonios de disentimiento, bien en individuos que hablan bajo coacción inquisitorial, bien en las voces de los considerados herejes y relapsos que se manifiestan en obras de ficción por las que desfilan descreídos, eremitas disfrazados y falsos devotos, sucediéndose los procesos por negación de la virginidad de María, falta de fe en la Eucaristía y negación del carácter divino de Cristo (Christian, 149-150).⁹ Del mismo modo, fray Hortensio Félix Paravicino protesta contra los libelos y pasquines aparecidos por las calles de la Villa y Corte con motivo de las exequias fúnebres por el fallecimiento de la infanta Margarita en 1633, y las Noticias de Madrid reflejan desórdenes públicos causados, según José Antonio Maravall, por un férreo control religioso (La cultura, 107). El envés de la situación lo representa un amor desmedido a los religiosos que habían dado su vida por el pueblo, como relata fray Pablo Manuel Ortega en un grotesco testimonio:¹⁰

    Los fieles, los devotos, los cazadores de reliquias llegaban a causar en estas ocasiones auténticos conflictos de orden público. Fray Martín de Carrascosa [...] murió en 1603 [...] cerca de Cuenca. El obispo de esta ciudad salió a las afueras a recibir el cadáver, que traían en una caja descubierta. La muchedumbre se abalanzó a él con tal ímpetu que el obispo y otras personas principales estuvieron a punto de morir arrollados; en vano el obispo fulminaba excomuniones contra los que se acercaran al féretro [...] lleváronlo a toda prisa a la iglesia donde había de ser sepultado [...] pero la gente que ya estaba dentro, no contenta con tocar rosarios y medallas y llevarse trozos del hábito del difunto, empezaron a cortarle los dedos, por lo que ante la amenaza de verlo, además de desnudo, mutilado, se le enterró a toda prisa [Domínguez Ortiz, Las clases, 400-401].

    Puesto que nuestro corte bibliográfico atiende necesariamente a lo regulador, es difícil determinar en qué medida la guía que proporcionan las sumas de casos de conciencia es efectiva, incorporada mecánicamente como rutina en la vida diaria,¹¹ o más bien ignorada por una población que prefiere asentir y seguirla por conveniencia, vaciándola de significado y utilizándola como llave —Michel de Certeau se referiría a táctica— de inserción comunal. Lo que sí parece claro es el empeño del clero secular por escudriñar y desentrañar la conciencia y la motivación del ser humano, afán que recoge Antonio López de Vega y califica de altamente molesto: Querer subordinar también los entendimientos y a persuadirnos que no sólo los debemos obedecer y servir con los miembros, mas aun con la razón, dando a todas sus determinaciones el mismo crédito que a las divinas, y con repugnancia muchas veces de éstas y de la ley natural en que se fundan (86).¹²

    Esta perseverancia de la Iglesia por legislar y regir en todos los fueros se ha percibido tradicionalmente como un ansia desaforada de controlar al individuo. Hemos de considerar, no obstante, el valor legítimamente beneficioso de lo religioso que, para René Girard, dice realmente a los hombres lo que hay que hacer y no hacer para evitar el retorno de la violencia destructora (269),¹³ esto es, separa el caos del logos. La casuística, no obstante, es un método de regulación cuya tendencia es la división y subdivisión ilimitada, en tal extremo que el propio método se vuelve germen de su propia inconsistencia precisamente en el momento de su máximo apogeo.

    LA CASUÍSTICA COMO GÉNERO HISTÓRICO

    Los orígenes de la casuística pueden rastrearse desde tiempos de Sócrates y de la escuela escéptica que dio preferencia a los estudios morales (Thamin, 128 y ss.), seguida por la llamada escuela sofista, cuando nuevas ideas irrumpen en el orden social establecido y exigen discusiones acerca de ciertos temas inmediatos, de forma similar a lo que sucederá en el cristianismo temprano. Pero la presentación de casos se ha asociado frecuentemente con diversas religiones, interesadas por este modo de escritura para difundir sus ideas a través de aplicaciones prácticas adaptadas al contexto de sus respectivas épocas. Así, se puede hablar de una casuística rabínica y de diversos casos prácticos contenidos en los comentarios del Corán, el Talmud y la Biblia.¹⁴ El cristianismo es la religión que ha hecho de la casuística un uso más sistemático, sincrónica y diacrónicamente, y ya desde el siglo I d.C. la Doctrina de los doce apóstoles desarrolla aplicaciones sobre temas diversos como la limosna, la esclavitud, la superstición o los bienes ajenos. En la misma línea se sitúa el Pastor, texto del siglo II atribuido a Hermas y, en el siglo siguiente, las cartas de San Cipriano y sus tratados sobre los lapsos y bautizados por los herejes muestran que la casuística es un género adaptable a las necesidades de las distintas épocas.

    En el siglo IV los Santos Padres de Oriente, como San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Gregorio Nacianceno el teólogo, y los de Occidente, como San Ambrosio, presentan aplicaciones prácticas de las virtudes cristianas, aunque con frecuencia no aparece definido lo que es de precepto o de consejo, de forma que el incipiente género casuístico se confunde con el ejemplo, método doctrinal del que, como hemos visto, difiere en gran medida. Es San Agustín quien en sus opúsculos sobre la mentira ofrece un ensayo de teología casuística donde diferencia entre consejo y precepto. Del siglo VI al siglo XIII, autores eclesiásticos como San Gregorio Magno, San Isidoro, San Beda y San Pedro Damián, reprodujeron las aplicaciones hechas por autoridades precedentes, acomodándolas a las nuevas circunstancias pero sin añadir nuevas regulaciones. Estos esbozos de casuística son complementados por las decisiones tomadas en los concilios —donde con frecuencia habían de resolverse cuestiones prácticas acuciantes en la sociedad—, así como por los libros penitenciales que contenían el juicio que se debía formar sobre la gravedad de los actos censurados a partir de las penas impuestas.¹⁵

    Precisamente una obra penitencial representa los inicios oficiales de la casuística europea tal y como hoy se conoce. La celebérrima Summa de Pœnitentia et Matrimonio, escrita por San Raimundo de Peñaforte y difundida a partir de 1235, sirvió de base en los siglos subsiguientes para los

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