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Durante el segundo quinquenio de los años ochenta, y aún dentro del marco de la misma Ley
de Educación, la gestión sectorial promovió la introducción de nuevas medidas de
organización de la gestión curricular, a la vez que intentó devolver al currículo algunos de
los contenidos de significado social que había perdido con la Ley de 1982. Se incorporaron
nuevos contenidos sobre educación ciudadana y se enfatizó el papel de la educación en el
desarrollo nacional. Entre las medidas innovadoras de gestión curricular aparecen
principalmente las de diversificación del currículo, que permiten a las administraciones
educativas regionales y microrregionales hacer adaptaciones al currículo según su realidad
sociocultural particular. Esta posibilidad de diversificación, que en realidad había sido
introducida por el Decreto Supremo 03-83, no llega a concretarse durante los años
ochenta, lo cual se atribuye principalmente a las débiles capacidades profesionales y
administrativas de los órganos regionales y locales de supervisión.
A partir del año 1993, con el país embarcado en fuertes procesos de reestructuración y
modernización del Estado, y de «reinserción» en los círculos del financiamiento
multilateral, comienzan a realizarse varios diagnósticos sobre la situación curricular de la
educación peruana con vistas a establecer líneas de acción para una reformulación de los
contenidos de aprendizaje, y de las estrategias de organización y gestión que habrían de
conducir los cambios. Algunos de esos diagnósticos indicaron que no era posible atribuirle al
currículo entonces vigente la responsabilidad por las deficiencias de aprendizaje percibidas
en el sistema, y que se necesitaba de estrategias de «consolidación curricular» y de
investigación sobre la práctica de ese currículo, para determinar si una reforma curricular
de fondo era justificable. Según el diagnóstico realizado en 1993 por el Ministerio de
Educación del Perú (MED) junto con la agencia de cooperación alemana (GTZ), el Programa
de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y el Banco Mundial, «El principio
estratégico que debe guiar toda intervención en el área de currículo es el de evitar
frustraciones que surjan como consecuencia de pedir cambios donde la necesidad no es
evidente». En ese momento ya se había iniciado en el MED la elaboración de un documento
de trabajo para justificar la necesidad de una reforma curricular, pero sin que se hubiera
intentado antes mejorar las condiciones de implementación del currículo vigente, y sin
haber evaluado sistemáticamente los resultados antes de emprender la elaboración de un
nuevo marco curricular.
Otro diagnóstico de ese año, publicado por el MED, GTZ y el PNUD, realizó una revisión
crítica de los currículos nacionales de las dos décadas anteriores y concluyó que «el
currículo experimenta fracasos ostensibles», aunque nuevamente reconoció los aportes
significativos de los esfuerzos de elaboración curricular anteriores y la necesidad de basar
todo nuevo cambio en la experiencia acumulada en materia de gestión curricular. Estas
conclusiones, un tanto contradictorias y sustentadas con largos argumentos sobre la
urgente demanda social por renovar los contenidos curriculares, seguramente influyeron las
decisiones de los equipos técnicos del Ministerio, quienes a partir de ese año echaron a
andar las propuestas y primeras medidas de reforma del currículo nacional.
Los contenidos se agrupan por áreas de desarrollo, con lo cual se intentó originalmente
romper, al menos es parte, con la división clásica de los conocimientos en disciplinas
formales de estudio. De esta manera, el currículo actual queda dividido en cinco áreas
troncales de desarrollo del estudiante: área de comunicación integral, área personal-social,
área lógico matemática, área de ciencia y ambiente y área de formación religiosa. A su vez,
cada área de desarrollo está organizada en ejes curriculares que atraviesan y dan sentido a
los contenidos disciplinares al momento de elaborar los diseños curriculares en el ámbito
escolar. Esos ejes son el de identidad personal y cultural, el de conciencia democrática y
ciudadana, y el de cultura creadora y productiva.
Pero quizá el mayor esfuerzo de cambio curricular ha estado centrado, al igual que en
muchos otros países de la región, en la propuesta y posterior implementación de un
currículo basado en competencias. Este término marca un cambio de paradigma en la
concepción del aprendizaje y del papel de la educación en la sociedad moderna. Se sostiene
que las competencias, a diferencia de los objetivos académicos que caracterizaban a los
currículos anteriores, apuntan a la formación de individuos sanos e íntegros, que participan
activa y constructivamente en su medio social y en el mundo. El logro de estas metas
requiere de la definición de un perfil de alumno diferente.
En teoría, un alumno o ser humano competente es el que combina eficazmente cuatro tipos
de saberes: un saber conceptual (o simplemente «saber»), un saber procedimental (saber
hacer), un saber actitudinal (saber ser), y finalmente un saber metacognitivo (saber
aprender)24. Así, la persona demuestra una competencia cuando decide poner el
conocimiento conceptual a su servicio y al del medio en el que se desenvuelve, en forma
eficaz y eficiente. Además, es capaz de reflexionar sobre ese proceso, y así reproducir y
mejorar su desempeño en nuevas situaciones o contextos.
Se afirma que las competencias así planteadas, y centradas en saberes de relevancia y
pertinencia social y afectiva para los alumnos, hacen de la educación un proceso de
aprendizaje significativo, otra de las nociones epistemológicas que protagonizan la
propuesta curricular vigente.
En el ámbito de la educación secundaria, los procesos de elaboración e implementación de
una propuesta curricular renovada han sido mucho más complicados y desafortunados. En
los años 1997 y 1998 se elaboró toda una nueva estructura curricular que buscaba
homogeneizar criterios entre la educación media y la educación media superior, o
bachillerato. El plan de bachillerato se aplicó experimentalmente durante dos años pero
luego fue abortado por el recambio de las autoridades políticas del sector.
El plan de secundaria, por su parte, se aplicó en más colegios y tuvo una mayor duración,
pero su estructura curricular ya está nuevamente en revisión y pronto será implementado
un nuevo programa. Sin embargo, la falta de tiempo y esfuerzos dedicados a este nuevo
programa, y en consecuencia el gran nivel de disenso irresuelto en torno al enfoque
epistemológico y a los contenidos disciplinares, explica que solo se haya podido planificar
los contenidos curriculares del primero y último año de la secundaria, mientras que el resto
se ha dejado para ser diseñado en años posteriores.
En cuanto a la educación técnica secundaria, el escenario se presenta igualmente confuso.
Durante la reforma curricular de los noventa los colegios secundarios de variante técnica
recibieron poca atención, tanto oficial como del sector productivo. La educación técnica en
el Perú, especialmente a partir de los años setenta, ha sido más fuerte y mejor organizada
en el nivel postsecundario, denominado de «educación superior no universitaria» de
carácter profesional. Los institutos superiores tecnológicos, que son públicos pero
frecuentemente apoyados técnica y financieramente por empresas privadas o agencias
públicas que no pertenecen a la estructura del MED, están más legitimados y cuentan con
mejor infraestructura y programas que las escuelas secundarias de variante técnica,
además de que ofrecen certificaciones de habilitación reconocidas por el sector
productivo. Las familias y los estudiantes mismos perciben, acertadamente, que no es
rentable invertir en una educación técnica secundaria cuando la preparación y la
certificación no serán de utilidad para una inserción efectiva en el mundo laboral. Esto
quizá explica por qué la educación técnica secundaria capta solamente un 16% de la
matrícula estudiantil.
En al año 1982, las escuelas técnicas mejor equipadas fueron elevadas a la categoría de
institutos superiores, mientras que las restantes quedaron desatendidas y desorientadas
en la tarea de definir o redefinir sus programas curriculares. En general, estas escuelas
optaron por orientaciones o especialidades que, lejos de decidirse mediante un proceso
responsable de consulta a empresarios y empleadores, responden más bien a criterios de
marketing institucional para captar matrícula. Así, por ejemplo, muchas escuelas adoptaron
programas vinculados a la informática o a las áreas de bienes y servicios solo porque atraían
a mayores cantidades de alumnos, pero sin base en una demanda real del mundo productivo
local o regional.
Consecuentemente, los egresados de estas escuelas se encuentran ante un escenario de
difícil inserción laboral y de aun más difícil acceso a la educación
superior (Acosta, s/f).
Estos problemas podrían haberse resuelto, y en gran medida evitado, si se hubiese
prestado mayor atención a este subsector de la educación secundaria durante los
esfuerzos de reforma de los noventa. Sin embargo, parece evidente que no se trata
solamente de un descuido sino de una intención solapada de dejar que las escuelas
secundarias técnicas se extingan gradualmente, en parte sustentada por la noción de
algunos grupos sectoriales
de que una educación diferenciada tiende a perpetuar la segmentación socioeconómica de la
población. Actualmente, los colegios técnicos que mantienen sus programas y una alta
demanda social son los que han logrado alianzas importantes con agencias privadas u
oficiales de cooperación internacional que les proveen del oneroso equipamiento que una
educación técnica de calidad requiere.