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A los cinco años, María se quedó a dormir en casa de su prima, apenas un año
mayor que ella. La mamá de su prima las bañó juntas en la tina y entonces
María se dio cuenta que su prima no tenía pene. La mamá de Paty –así se
llama su prima- le explicó que la razón era que Paty era una niña y él –María-
un niño. Hasta ese momento, María estaba convencida de ser una niña y no
entendía por qué le regalaba soldaditos y la vestían con pantalones, como a su
hermano, y no le daban muñecas y vestidos, como a su prima. A partir de ese
día comenzaron mis dificultades.
Después se empezó a poner ropa de mujer y salía con algunas de sus amigas.
Todo eso, claro, a escondidas de sus papás. Cuando se ponía pantalones
ajustados era horrible. Me jalaba hasta atrás, me aprisionaba y luego ponía una
prenda súper ajustada que no me permitía el menor movimiento.
Un buen día, poco antes de que María entrara a la universidad, sus papás la
descubrieron vestida con ropas de mujer. Su padre le gritó y la insultó, pero su
mamá, cariñosa, se acercó para preguntarle por qué lo hacía. María le contó
que siempre se había sentido una mujer y que disfrutaba mucho cuando se
veía al espejo como una mujer. Juntas, María y su mamá buscaron ayuda con
especialistas. Un sexólogo les habló de la transexualidad, le dijo a María que
se olvidara de las dosis de hormonas que estaba tomando y le recomendó algo
menos agresivo. Tranquilizó a su mamá al decirle que eso no era ninguna
enfermedad y que si le brindaba todo su apoyo y su cariño iba a lograr que
María se desarrollara como cualquier ser humano, con derecho a la libertad y a
la felicidad. Yo volví a sobresaltarme cuando María le preguntó al sexólogo
como cuánto costaría la operación para “cambiar de sexo”; así le dijo, pero yo
supe perfectamente a qué se refería. Me tranquilicé cuando el sexólogo le dijo
que, en primer lugar, no es un cambio de sexo sino, en todo caso, una
reasignación sexual ya que el sexo va mucho más allá de los genitales, y que
lo importante, por lo pronto, era que María pudiera expresarse libremente en el
género con el que se identifica, es decir, como una mujer. Y en segundo lugar
que para pensar en ese tipo de operaciones tendría que esperar a que pasaran
por lo menos dos años viviendo como mujer las 24 horas del día. Qué alivio.
En cuanto salió de la prepa, María comenzó a vivir como mujer con el apoyo de
su mamá y de su papá que, a regañadientes, pero poniendo el cariño por
delante, terminó por aceptar a su hija. Fue tanto su apoyo, que el papá habló
con unas amistades que tenía en la universidad para que le permitieran a María
asistir a clases como una mujer.
Se cumplieron los dos años. María volvió con el sexólogo y yo, por supuesto,
muerto de miedo. El sexólogo le habló de los riesgos, de lo dolorosa que era la
recuperación post operatoria y de que no siempre la nueva vagina tenía la
sensibilidad suficiente como para disfrutar a plenitud de los placeres del
erotismo. María, sin embargo, seguía firme en su decisión.
Por esos días María asistió a un evento en donde especialistas daban pláticas
y conferencias acerca de la diversidad sexual. Le llamó mucho la atención la
charla que dio una mujer transexual en donde dijo que muchas veces la
sociedad nos vende la falsa idea de que, para ser mujeres, necesitamos
ajustarnos a los patrones establecidos y llegamos al extremo de mutilar nuestro
cuerpo con la creencia de que sólo con una vagina podremos ser auténticas
mujeres. María y esta mujer platicaron un buen rato después de la charla.
Esa noche me sentí el pene más feliz del mundo. María se desnudó frente al
espejo... y me miró. Y no sólo me miró, me comenzó a hablar y me comenzó a
tocar. Y me pidió perdón por haber querido deshacerse de mí y por haberme
odiado injustamente. Y me dijo que la solución no estaba en castrarse, sino en
acabar con la castración mental de la sociedad que no acaba de entender que
ser hombre o ser mujer no es algo que pase por la genitalidad. A partir de ese
momento, María se sintió feliz y orgullosa de su cuerpo, así como se sentía
feliz y orgullosa de su género. Y yo, por supuesto, queriendo mucho a esta
bella mujer que dejó de avergonzarse por mi causa.
Ah, se me olvidaba decir que con el dinero que María había ahorrado para la
operación, se compró un cochecito y se le puede ver, feliz y contenta, por las
calles de la ciudad sintiéndose más libre que nunca.