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Soy el pene de María

Por Silvia Jiménez G./ México

Cuando nació María, lo primero que hicieron


los médicos y enfermeras fue buscar entre
sus piernas; no tardaron mucho en
encontrarme y, casi al unísono, exclamaron:
“¡Es un niño!” Los padres de María lloraban
de la emoción.

A los pocos días la bautizaron. Claro que no le


pusieron María, la llamaron Juan, y le compraron
muchos cochecitos, pistolas y soldaditos que a
María –ella prefiere que le llamen así- no le
gustaban; hubiera preferido las muñecas de su
prima, pero nunca le regalaron ni siquiera una
de trapo.

A los cinco años, María se quedó a dormir en casa de su prima, apenas un año
mayor que ella. La mamá de su prima las bañó juntas en la tina y entonces
María se dio cuenta que su prima no tenía pene. La mamá de Paty –así se
llama su prima- le explicó que la razón era que Paty era una niña y él –María-
un niño. Hasta ese momento, María estaba convencida de ser una niña y no
entendía por qué le regalaba soldaditos y la vestían con pantalones, como a su
hermano, y no le daban muñecas y vestidos, como a su prima. A partir de ese
día comenzaron mis dificultades.

María me odiaba, me consideraba culpable de todas sus desdichas. Un día,


poco después de cumplir los ocho años, quiso expulsarme de su cuerpo. Para
ello usó una regla de plástico y estuvo duro y dale hasta que me hizo sangrar.
Cuando su mamá se dio cuenta le puso una regañiza de aquellas y le hizo
prometer que nunca más me haría daño.

Así fue; no se volvió a meter conmigo. Vamos, ni siquiera me volteaba a ver.


Cuando María se bañaba, apenas y me pasaba el jabón por encima, y al salir
de la regadera de inmediato se cubría con la toalla para no ver mi imagen
reflejada en el espejo.

En la adolescencia, María se puso de un humor de los mil demonios, sobre


todo cuando le empezó a salir el bigote y le comenzó a cambiar la voz. La
primera vez que, al despertar, notó que yo estaba duro y firme, se enojó tanto
que me agarró a cachetadas hasta que volví a mi posición de reposo.

Otra mañana, cuando se descubrió mojada al amanecer, se metió a bañar


inmediatamente, se estuvo como media hora bajo la regadera y en todo ese
tiempo no dejó de llorar.
Por esas fechas, María se acercó con un grupo de mujeres transexuales que
se dedicaban al trabajo sexual. Les preguntó que cómo le hacían para tener
ese cuerpo y le hablaron de las hormonas. A escondidas de sus papás,
empezó a tomar hormonas; eso acabó en buena medida con mis erecciones
matutinas y con las eyaculaciones nocturnas. Confieso que empezaba a
sentirme un verdadero fracasado, un completo inútil, incapaz de cumplir con
algunas de mis funciones más importantes cuando apenas comenzaba a
hacerlo. Y luego el pavor al escuchar que le decía a sus amigas transexuales
que un día se metería al quirófano para que le quitaran esa cosa que le
colgaba entre las piernas. Así se refería a mí la muy ingrata.

Después se empezó a poner ropa de mujer y salía con algunas de sus amigas.
Todo eso, claro, a escondidas de sus papás. Cuando se ponía pantalones
ajustados era horrible. Me jalaba hasta atrás, me aprisionaba y luego ponía una
prenda súper ajustada que no me permitía el menor movimiento.

Un buen día, poco antes de que María entrara a la universidad, sus papás la
descubrieron vestida con ropas de mujer. Su padre le gritó y la insultó, pero su
mamá, cariñosa, se acercó para preguntarle por qué lo hacía. María le contó
que siempre se había sentido una mujer y que disfrutaba mucho cuando se
veía al espejo como una mujer. Juntas, María y su mamá buscaron ayuda con
especialistas. Un sexólogo les habló de la transexualidad, le dijo a María que
se olvidara de las dosis de hormonas que estaba tomando y le recomendó algo
menos agresivo. Tranquilizó a su mamá al decirle que eso no era ninguna
enfermedad y que si le brindaba todo su apoyo y su cariño iba a lograr que
María se desarrollara como cualquier ser humano, con derecho a la libertad y a
la felicidad. Yo volví a sobresaltarme cuando María le preguntó al sexólogo
como cuánto costaría la operación para “cambiar de sexo”; así le dijo, pero yo
supe perfectamente a qué se refería. Me tranquilicé cuando el sexólogo le dijo
que, en primer lugar, no es un cambio de sexo sino, en todo caso, una
reasignación sexual ya que el sexo va mucho más allá de los genitales, y que
lo importante, por lo pronto, era que María pudiera expresarse libremente en el
género con el que se identifica, es decir, como una mujer. Y en segundo lugar
que para pensar en ese tipo de operaciones tendría que esperar a que pasaran
por lo menos dos años viviendo como mujer las 24 horas del día. Qué alivio.

En cuanto salió de la prepa, María comenzó a vivir como mujer con el apoyo de
su mamá y de su papá que, a regañadientes, pero poniendo el cariño por
delante, terminó por aceptar a su hija. Fue tanto su apoyo, que el papá habló
con unas amistades que tenía en la universidad para que le permitieran a María
asistir a clases como una mujer.

Poco tiempo después el sexólogo le recomendó a María que acudiera a las


reuniones de un grupo de travestis y transexuales que se juntaban cada quince
días en un parque para hablar de sus cosas. Ahí empezó a entender muy bien
lo que le pasaba y se dio cuenta que ella no era un bicho raro, que había
muchas mujeres –y también algunos hombres- como ella, que aun y cuando
habían nacido con un cuerpo diferente eran tan mujeres o tan hombres como
cualquiera.
El tiempo transcurría y estaban por cumplirse los dos años que el sexólogo le
había recomendado esperar para pensar en la cirugía de reasignación sexual.
Me empecé a poner muy nervioso. Sobre todo porque María ya había
empezado a trabajar y ahorraba casi todo lo que ganaba para la famosa
operación.

Se cumplieron los dos años. María volvió con el sexólogo y yo, por supuesto,
muerto de miedo. El sexólogo le habló de los riesgos, de lo dolorosa que era la
recuperación post operatoria y de que no siempre la nueva vagina tenía la
sensibilidad suficiente como para disfrutar a plenitud de los placeres del
erotismo. María, sin embargo, seguía firme en su decisión.

Por esos días María asistió a un evento en donde especialistas daban pláticas
y conferencias acerca de la diversidad sexual. Le llamó mucho la atención la
charla que dio una mujer transexual en donde dijo que muchas veces la
sociedad nos vende la falsa idea de que, para ser mujeres, necesitamos
ajustarnos a los patrones establecidos y llegamos al extremo de mutilar nuestro
cuerpo con la creencia de que sólo con una vagina podremos ser auténticas
mujeres. María y esta mujer platicaron un buen rato después de la charla.

Las semanas siguientes fueron de muchas reflexiones para María y, un buen


día, regresó con el sexólogo. A estas alturas María ya tenía muy claro que una
cosa es el sexo biológico con el que nacemos y otra el género con el que nos
identificamos y en el que nos gusta expresarnos. Así pues, María le dijo al
sexólogo que había sido un proceso difícil pero emocionante aceptar su género
y vivirlo a plenitud; y que a partir de que se había aceptado como una persona
del género femenino su vida había cambiado para bien. Pero que muchas
veces lo que no aceptamos es nuestro sexo biológico y con tal de darle gusto a
la sociedad, que exige hombres con pene y mujeres con vagina, atentamos
contra nuestro cuerpo. Le dijo, también, que así como ella había aceptado su
género y lo disfrutaba plenamente, así también estaba dispuesta a aceptar su
sexo biológico y a disfrutarlo plenamente.

Esa noche me sentí el pene más feliz del mundo. María se desnudó frente al
espejo... y me miró. Y no sólo me miró, me comenzó a hablar y me comenzó a
tocar. Y me pidió perdón por haber querido deshacerse de mí y por haberme
odiado injustamente. Y me dijo que la solución no estaba en castrarse, sino en
acabar con la castración mental de la sociedad que no acaba de entender que
ser hombre o ser mujer no es algo que pase por la genitalidad. A partir de ese
momento, María se sintió feliz y orgullosa de su cuerpo, así como se sentía
feliz y orgullosa de su género. Y yo, por supuesto, queriendo mucho a esta
bella mujer que dejó de avergonzarse por mi causa.

Ah, se me olvidaba decir que con el dinero que María había ahorrado para la
operación, se compró un cochecito y se le puede ver, feliz y contenta, por las
calles de la ciudad sintiéndose más libre que nunca.

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