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La opinión pública

Texto original de 1948. Publicado en: Young, K. y otros. La opinión pública y la propaganda.
Paidós, México, 1999.

El concepto de opinión pública ha sido empleado en forma muy vaga y con distintos sentidos. A
menudo no es más que un estereotipo agitado por oradores y escritores cuando discuten sobre
problemas políticos y económicos. Por nuestra parte, lo delimitaremos en forma más estrecha y
haremos ver que, no obstante sus muchos usos, representa una importante zona de estudio en la
psicología social. En este capítulo nos ocuparemos de la naturaleza de la opinión pública, sus
funciones socioculturales, sus rasgos psicológicos y ciertos intentos hechos para registrarla y
medirle.

Naturaleza de la opinión pública


Algunas de las confusiones con respecto a la naturaleza de la opinión pública derivan de los
diferentes sentidos con que se emplea el término público. Examinaremos en primer lugar esta
cuestión.

Definiciones de público

El sustantivo público significa gente y a partir de este primer uso, llegó a significar el cuerpo
general o totalidad de los miembros de una comunidad, nación o sociedad. Ha sido empleado
también con un sentido más limitado para significar una masa transitoria de individuos que no se
encuentran próximos unos de otros, con un interés común o general. A diferencia de la
muchedumbre, cuyos miembros se hallan juntos, el público, si bien constituye un grupo
psicológico en sentido estricto, es amorfo y su polarización adquiere un carácter diferente. El
público no se mantiene unido por medio de contactos cara-a-cara y hombro-a-hombro; se trata da
un número de personas dispersas en el espacio, que reacciona ante un estímulo común,
proporcionado por medios de comunicación indirectos y mecánicos. A decir verdad, el público
como grupo efímero y disperso en el espacio, es la criatura engendrada por nuestros notables
medios mecánicos de comunicación.

En una muchedumbre o un auditorio, o en una reunión o cena, nos hallamos bajo la influencia de
los estímulos personales directos. Oímos, vemos y percibimos de distintas maneras a otras
personas. Tenemos -o desarrollamos rápidamente- un sentimiento de que "pertenecemos" o
"creemos" o "hacemos". Como miembros de una vaga y amorfa asociación de personas que leen
el mismo periódico o escuchan el mismo programa radial, nuestras respuestas son mucho más
atomizadas; vale decir, la polarización se caracteriza por verbalismos tales como "yo pertenezco"
o "yo quiero esto" o "yo no estoy de acuerdo". Si acaso se desarrolla un sentimiento del nosotros,
éste resulta mediatizado por la imaginación y seguramente ha de ser pasivo y vago.

Está relacionada con esta definición más estrecha del público la opinión de algunos autores
según la cual el término debería emplearse sólo como sustantivo colectivo, para denotar o
clasificar un cuerpo de adultos o ciudadanos interesados en problemas políticos.[1] Esta opinión
se deriva del hecho de que los públicos políticos y la opinión pública han sido los principales
temas de los autores que se ocuparon de la política moderna. Sin embargo, limitar el concepto a
este campo solamente, es ignorar que existen grandes áreas de intereses de la comunidad que no
son problemas políticos. En vista de este hecho, nuestra posición es que hay públicos antes que
un público interesado en las cuestiones del gobierno. Puede haber, en diferentes momentos y con
grados variables de interés, un público político, un público financiero y un público interesado por
el arte, la reforma moral, o cualquier otro tópico de interés general relativamente extendido. Los
medios de formación de la opinión pública no incluyen sólo la política, sino también otros
muchos aspectos de la vida contemporánea. En realidad los públicos, si bien son muy extensos y
transitorios, constituyen importantes grupos secundarios dentro de las sociedades modernas.
Los públicos son efectivos, de cualquier manera, y sobre todo gracias a las instituciones y grupos
relacionados con ellos, que permiten un contacto directo y que poseen organizaciones más o
menos formales, códigos y propósitos. La prensa y la radio pueden difundir, condensar e
interpretar las ideas, sentimientos y valores de los públicos dispersos, pero un público se vuelve
realmente efectivo s través de un partido político, une iglesia, un cabildeo, una liga reformista,
una asociación de empleados, un sindicato o algún otro grupo institucionalizado.

Tiene importancia para nosotros, pues, en primer lugar, el público entendido como una
asociación de vínculos ligeros entre personas interesadas, en el sentido de que poseen opiniones
acerca de algún problema general. Puede tratarse de un grupo organizado en torno de un interés
especial; puede ser una asociación vaga, no contigua y tenue de ciudadanos, interesados por
algún problema político; puede consistir en los lectores de un diario, excitados por un crimen o
un relato; o bien puede estar compuesto por todas aquellas personas atraídas temporariamente
por algún acontecimiento pasajero.

En lo que hace a nuestro propósito, de cualquier manera, es el sentido adjetivo de público lo más
importante. En este sentido, público se refiere a hechos o actividades humanas que concentran el
interés general de la comunidad: todo aquello que es visto, oído o conocido en común, todo
aquello que está abierto al uso o goce general. Hablamos entonces de asuntos públicos, de una
reunión pública, o de la vida pública de un hombre, en contraste con las cuestiones privadas o las
reuniones privadas. A decir verdad, estas últimas tienen un marco social, pero sus relaciones don
más íntimas y personales, e implican grupos primarios.

Definición del concepto de "opinión" y otros conceptos relacionados

Una opinión es una creencia bastante fuerte o más intensa que una mera noción o impresión,
pero menos fuerte que un conocimiento positivo basado sobre pruebas completas o adecuadas.
Las opiniones son en realidad creencias acerca de temas controvertidos o relacionados con la
interpretación valorativa o el significado moral de ciertos hechos.[2] Una opinión no es, sin
duda, algo tan cierto como una convicción, que se relaciona más estrechamente con el
sentimiento.

Un sentimiento es una creencia emocional y relativamente moderada, que posee gran aceptación.
Los sentimientos se relacionan con objetos o situaciones que no están sujetos a la controversia.
Difieren en este sentido de las opiniones, que implican por definición la divergencia. O sea, los
sentimientos son más fijos; sustentan las costumbres y la ley. El término sentimiento se emplea a
menudo casi como un sinónimo de valor.

Conviene también distinguir entre opinión y actitud, porque a menudo se emplean ambas
nociones en forma indistinta, especialmente en el caso de los "tests de actitudes". Una actitud es
una tendencia a actuar. Se vincula en forma muy estrecha con los hábitos y el comportamiento
manifiesto. La opinión es de carácter verbal y simbólico. Los llamados "tests de actitudes"
pueden revelar las opiniones, pero hay pocos -si acaso alguno- proyectado para medir actitudes.

Definición de "opinión pública"

La opinión pública consiste en las opiniones sostenidas por un público en cierto momento. Sin
embargo, si examinamos las distintas discusiones sobre este problema, hallamos dos tipos de
enfoques. Uno considera a la opinión pública como algo estático, como un compuesto de
creencias y puntos de vista, un corte transversal de las opiniones de un público, las cuales, por
otra parte, no necesariamente concuerdan entre sí en forma completa. El otro enfoque toma en
cuenta el proceso de formación de la opinión pública; su interés se concentra en el crecimiento
interactivo de la opinión, entre los miembros de un público. Era éste el modo en que C. H.
Cooley entendía el problema cuando escribía: "La opinión pública... debe ser considerada como
un proceso orgánico, y no meramente como un estado de acuerdo acerca de alguna cuestión
actual".[3]

El hecho de que la opinión pública no implique necesariamente un acuerdo completo, permite


distinguirla de las costumbres. La opinión pública aparece cuando las costumbres y los
sentimientos que las sustentan son puestos en cuestión, o cuando surge algún conflicto acerca de
un valor. Las costumbres y otros códigos aceptados -leyes y reglas- sólo operan con éxito cuando
son sustentados por el sentimiento público o lo que E. A. Ross ha llamado la opinión pre-
ponderante. La monogamia, por ejemplo, se encuentra bien establecida en nuestras leyes y
nuestro código moral y por lo tanto no es un tema de discusión ni opinión pública. Pero la
prohibición legal del tráfico de licores, la necesidad de seguridad social, y la guerra y la paz, son
problemas actuales que caen dentro del campo de la opinión pública.

La opinión pública como proceso democrático


El proceso de formación de la opinión depende de un cierto número de factores sociales. En una
democracia, por ejemplo, se supone que todos los ciudadanos responsables han de tomar parte en
la formulación de las respuestas a los problemas públicos. Bajo la dictadura, el líder o su clase o
camarilla, pueden "ajustar la mente del público". En la presente sección vamos a examinar los
fundamentos culturales de la formación de la opinión en nuestra sociedad, con el fin de descubrir
cuáles son sus características importantes.

Naturaleza de la opinión pública como proceso

El empleo de la opinión pública como un aspecto del gobierno democrático tiene una historia
que se remonta a los griegos. Los supuestos principales, ahora como entonces, son: 1) la
comunidad y los controles políticos descansan en un cuerpo compuesto por los ciudadanos
adultos y responsables de la comunidad; 2) estos adultos tienen el derecho y el deber de discutir
los problemas públicos con la vista puesta en el bienestar de la comunidad; 3) de esta discusión
puede resultar cierto grado de acuerdo; 4) el consenso será la base de la acción pública. Durante
el surgimiento de la democracia representativa en los tiempos modernos, tales supuestos fueron
ligados a un cierto número de otros valores e instituciones, tales como el proceso mediante
jurado, el derecho de libre reunión y petición, el nombramiento y elección de los funcionarios, y
otras varias prácticas incluidas en la ley norteamericana de los derechos. Se supone que las
opiniones de la mayoría ejercen el control, pero las minorías reciben protección. Además -algo
que se olvida a veces- las minorías deben tolerar las decisiones de la mayoría durante el tiempo
en que estén en vigencia. Si las minorías desean alterar la ley y la práctica, deben seguir los
caminos morales y legales para hacerlo. Esto es muy importante. Una minoría no puede tomar
las armas contra la mayoría porque no le gusta una decisión de ésta. Éste es el camino de la
revolución, no el del gobierno ordenado representativo.

En otras palabras, la discusión pública democrática supone un acuerdo de todas las partes y todos
los individuos acerca de ciertas aceptaciones y expectaciones morales. Los derechos son
reconocidos como privilegios y La libre determinación de cada uno es permitida y protegida por
los deberes de los demás. No se puede asumir un derecho para sí, sin asumir al mismo tiempo un
deber respecto de ese mismo derecho para los demás. Dicho de una manera algo diferente: la
libertad en una democracia está siempre equilibrada por un sentimiento de la responsabilidad
individual por los propios actos. Las premisas básicas de la democracia son que el lugar del
poder político descansa en los ciudadanos; que al ejercer este poder, los ciudadanos tienen
también una responsabilidad; que la delegación del poder en los líderes o las autoridades implica
el derecho de removerlos de su cargo, y que los líderes, al igual que otros ciudadanos, no sólo
gozan de derechos, sino que también recaen sobre ellos ciertas responsabilidades. En otras
palabras, el poder de la democracia está sostenido por una moralidad de la comunidad; cuando
ésta se pierde o se limita a una pequeña élite, la democracia se reduce o incluso se destruye. Esto
no implica una democracia muerta o sin líderes, sino más bien una sociedad con un sistema de
clases flexible, donde los méritos cuentan sobre todo en la determinación del status, y donde el
dominio es controlado para bien de la ciudadanía en general, y no para beneficio de grupos
especiales.

Podemos describir de la siguiente manera las cuatro etapas básicas del proceso de formación de
la opinión, junto con una quinta etapa de acción manifiesta:

1) Algún tema o problema comienza por ser definido por ciertos individuos o grupos interesados,
como un problema que exige solución. El problema puede haberse desarrollado como resultado
de fuerzas inesperadas o imprevistas, tales como una catástrofe física, o bien derivar de alguna
actividad voluntaria, como por ejemplo una feria en la comunidad, un programa educacional o
alguna prolongación de las funciones de la comunidad. En cualquier caso, la esencia de esta
primera etapa es un intento de definir la cuestión en términos tales que permitan la discusión por
parte de individuos y grupos.
2) Vienen entonces las consideraciones preliminares y exploratorias. ¿Cuál es la importancia del
problema? ¿Es éste el momento de encararlo? ¿Es posible darle solución? Estos aspectos pueden
ser explorados en charlas, debates abiertos, crónicas y editoriales en la prensa, debates o
comentarios radiales, y por otros medios de comunicación. También durante este período,
individuos o grupos pueden emprender investigaciones con el fin de descubrir los hechos relacio-
nados con la cuestión y las posibles soluciones. En nuestros días puede tener enorme
importancia, en esta etapa, la intervención del experto. Cuando se han formulado los informes de
las investigaciones, pueden servir de base para nuevas consideraciones. En algunos casos, una
minoría interesada en el problema, un grupo comercial u obrero o una asociación reformista,
toma una parte activa no sólo en lograr una definición más precisa del asunto, sino también en
estimular el interés general por la cuestión.

3) De esta etapa preliminar pasamos a otra en la cual se adelantan soluciones o planes posibles.
Apoyos y protestas están a la orden del día, y se produce a menudo una acentuación de las
emociones. Puede aparecer, en considerables proporciones, la conducta de masas, y
frecuentemente los aspectos racionales del problema se pierden en un diluvio de estereotipos,
slogans e incitaciones emocionales. Esta etapa es importante porque en ella la cuestión se
bosqueja con caracteres muy marcados y al tomar decisiones los hombres están controlados no
sólo por valores racionales, sino también por valores emocionales. En otras palabras, en la
formación de la opinión, en las sociedades democráticas, intervienen a la vez consideraciones
racionales e irracionales.

4) De las conversaciones, discursos, debates y escritos, los individuos alcanzan cierto grado de
consenso. En los Estados Unidos, el consenso se registra mediante votaciones no oficiales o
encuestas de opinión, mediante memoriales y peticiones al poder legislativo o ejecutivo, y
-básicamente lo más importante- mediante el voto legal en pro o en contra de candidatos o
proyectos de leyes, en los referéndum. El consenso no significa un completo acuerdo entre todos.
Las democracias operan principalmente a través del voto mayoritario; por tanto, después de las
elecciones y demás formas legales de manifestación o registro de las opiniones o deseos de 1os
ciudadanos, las medidas y candidatos que obtengan el voto de la mayoría son considerados
fuentes de autoridad durante el tiempo que corresponda. Como se indicó más arriba, los que
sostienen opiniones distintas de las impuestas -o sea la minoría-, están implícita y explícitamente
de acuerdo en vivir según las leyes y regulaciones sentadas por la mayoría, y buscar la alteración
o cambio de los funcionarios públicos sólo por medios democráticos.

5) La puesta en práctica de la ley aprobada, o el empleo del poder por parte de los funcionarios
elegidos, cae, estrictamente hablando, fuera del proceso de formación de la opinión. En la
realidad, en un sistema representativo, la minoría puede naturalmente seguir presionando para
obtener una modificación. A través de la radio, la prensa, las asambleas y otros instrumentos de
discusión pública, individuos o grupos con intereses especiales pueden hacer llegar nuevas
sugerencias.

Este bosquejo simple de las etapas de formación de la opinión está sujeto a muchas
modificaciones. En realidad, las modificaciones que la sociedad de masas ha introducido en este
cuadro por demás esquemático son tales, que necesitamos recorrer los cambios históricos que
constituyen la base del uso actual de la opinión pública como factor en el gobierno. Nos ocu-
paremos de los públicos políticos porque en una democracia los problemas políticos son
centrales. Sin embargo, muchos de nuestros comentarios acerca de la formación de la opinión
pueden aplicarse igualmente bien a la consideración, por parte del público, de problemas
económicos, educacionales, religiosos, morales, estéticos, etcétera.

La opinión pública en la sociedad moderna

Si bien había ya en la primera época de los Estados Unidos algunos pueblos grandes y unas
pocas ciudades y ciertas diferencias regionales, bajo la Guerra Civil las formas culturales
continuaron siendo las típicas de los grupos primarios, y persistieron los puntos de vista
angloamericanos y puritanos en la política, la religión y la economía. La Revolución Industrial,
con la creciente urbanización que resultó de ella, destruyó gradualmente esta organización de
grupos primarios y la sustituyó por el predominio lo grupos secundarios y por lo que hemos
llamado sociedad de masas. Lo que dijimos sobre las características de la sociedad de masas, se
aplica en detalle a la opinión pública y su función en el control social dentro del mundo
moderno. Las maquinarias, la elevada división del trabajo, los transportes y comunicaciones
rápidos, las empresas corporativas y el veloz crecimiento de la población, alteraron cada vez más
la naturaleza no sólo de nuestra economía sino también de la cultura en su conjunto. La
inmigración y la tecnología mecánica transformaron la vieja homogeneidad de la población y la
cultura en una gran heterogeneidad y confusión. Las costumbres y tradiciones de los grupos
primarios y las formas legales adaptadas a la economía y la vida anterior se desintegraron.

Con el crecimiento de las ciudades y de los grupos secundarios con intereses especializados, han
aparecido nuevas actitudes y valores. Ha aumentado la movilidad de la población, y las
dependencias y la intimidad personal cara-a-cara han sido sustituidas por la impersonalidad, la
cortesía y la superficialidad de los contactos e intereses. Nuestras costumbres se hallan en un
estado de flujo. Nuestros códigos no se encuentran ya estandarizados; vale decir, ya no son
aceptados en forma general por todos nosotros. En otra época se daban por supuestos muchos
detalles de los códigos; hoy día los ponemos en discusión. A nuestro alrededor tiene lugar una
suerte de experimentación constante en nuevas formas de conducta social.

El ámbito de la opinión pública ha cambiado. En primer lugar, el radio de la estimulación se ha


ampliado enormemente. La vida urbana produce una gran variedad de situaciones desconocidas
en la vida de aldea; es más móvil, más flexible, más compleja. Nuestras relaciones económicas,
sociales y políticas tienen un alcance mayor. Mientras en otra época la atención del ciudadano
estaba concentrada sobre todo en los problemas locales, hoy día debe hacer frente a problemas de
dimensiones globales. Se supone que debe intervenir en la formación de opiniones que van desde
las cuestiones de la localidad, el Estado y la Nación, hasta los problemas de la guerra y la paz,
del comercio internacional y la organización mundial. Como resultado han surgido nuevas
dificultades Con el proceso democrático y en la elaboración de las opiniones. Cada uno de
nosotros, como persona, no puede cubrir el área total de sus intereses. Tenemos que depender
entonces de fuentes indirectas y secundarias de información e interpretación, y nuestros datos e
inferencias son modificados por quienes nos los proporcionan a través de los diarios, el cine y la
radio. Las fuentes de las noticias no son en la ciudad las mismas que fueron en la aldea, y los
efectos psicológicos son también distintos. La opinión pública es más inferencial e imaginativa
de lo que lo fue en los grupos primarios. Hoy, sus manifestaciones se asemejan más el
comportamiento de una muchedumbre que al del grupo primario estable del vecindario y la
aldea.

La propaganda y otros medios han introducido elementos completamente nuevos en las etapas
tradicionales del proceso de formación de la opinión pública. Algunos de ellos se han discutido
en otra parte. En este punto de la presente exposición, sólo resulta necesario señalar que estos
cambios han producido deformaciones en los valores tradicionales y en las prácticas habituales
de la democracia y en particular en el proceso de formación de la opinión. Caben pocas dudas en
cuanto a que el surgimiento del totalitarismo, ya se trate del fascismo, el nacionalsocialismo o el
comunismo, indica que la fe en la democracia representativa, propia de otras épocas, se ha
disipado. E1 extendido sentimiento de inseguridad personal; las exigencias de trabajo y de un
mundo estable por parte de las masas; el sentimiento de soledad personal en medio de la
congestión, el apresuramiento y la confusión propios de la urbe: el enorme poder de los grupos
de intereses especiales -ya se trate de intereses económicos, militares o de otro tipo-: estos y
otros rasgos de la sociedad de masas han hecho declinar las viejas prácticas democráticas. Los
grupos revolucionarios y sus líderes han dado francamente la espalda a la democracia
representativa, como algo decadente y fuera de moda. En los casos en que se han apoderado del
poder, estas fuerzas han instaurado el Estado administrador y han abolido en gran medida las
funciones legislativas características del pasado. Controlan las opiniones y los valores, al
controlar la prensa, el cine, la radio y la entera maquinaria educacional. Las prácticas
democráticas de la libre expresión, libre asamblea, libre elección de los funcionarios y amplia
discusión pública de los problemas, han desaparecido. Estas prácticas y los símbolos que las
representan se han vuelto algo sospechosos e incluso tabú. En Italia, Alemania y la Unión
Soviética, el sistema representativo tal como nosotros lo conocemos perdió su atractivo.
Aparecieron nuevas formas de poder, asentadas sobre otras bases y con nuevas justificaciones o
moralidades. En esos países existía el consenso público, pero éste era elaborado para las masas
por la élite. Allí, el proceso de formación de la opinión era por cierto distinto del de las demo-
cracias. La psicología de la formación de la opinión pública resulta afectada por la cultura en la
cual tiene lugar el proceso.

Psicología de la formación de la opinión pública


Los principales factores psicológicos que intervienen en el proceso de formación de la opinión,
se operan en relación con el aprendizaje, de la naturaleza de los procesos de pensamiento, de la
relación entre lenguaje y pensamiento y de la naturaleza, función y desarrollo de los estereotipos,
mitos y leyendas. En este campo, la motivación, la facilitación social y la acción, están
estrechamente vinculadas al comportamiento de las muchedumbres y los auditorios. El liderazgo
en la opinión pública no es más que un tipo especial de liderazgo, y revela las relaciones usuales
de dominio y sumisión. En la presente sección vincularemos estos temas con el proceso de
formación de la opinión. De cualquier manera, nuestro interés principal es llevar a cabo una
revisión crítica de algunos intentos de medir los cambios en la opinión.

Liderazgo y opinión pública

Conviene recordar que: 1) los líderes pueden ser los primeros en plantear o definir una cuestión;
2) tienen especial importancia porque verbalizan y cristalizan los sentimientos vagos -pero no
por ello menos intensos- de las masas; 3) pueden manipular -y a menudo lo hacen- los anhelos de
las masas en favor de sus propios fines; en nuestra sociedad, esto constituye una de las más
graves amenazas a la democracia.

El agitador desempeña, en épocas revolucionarias, un papel notorio en la elaboración de la


opinión pública. El caudillo político trata de controlar la prensa y demás medios de
comunicación, con el fin de introducir a sus partidarios en los cargos públicos o mantenerlos en
ellos. Los líderes de grupos de intereses especiales emplean la propaganda y todos los medios de
influencia a su alcance para lograr el apoyo a su posición sobre un problema controvertido.

Resulta claro que las cuestiones controvertidas en la discusión pública tienden a ser definidas,
desde un principio, en términos vagos y generales, tal como lo han señalado los críticos de la
democracia. Con mucha frecuencia también el proceso entero que lleva del problema original al
consenso se caracteriza por su vaguedad. El experto podría proporcionar a las masas un
conocimiento suficiente de los hechos con el fin de estimular una consideración más racional del
asunto, pero esto no siempre es posible. A menudo, el agitador que simplifica y personaliza el
problema y que ofrece una solución rápida y atrayente, logra un mayor apoyo por parte del juicio
público que el que obtiene el experto más sereno y prudente.

El papel del liderazgo en el proceso de formación de la opinión pública es hoy de decisiva


importancia. Los autores que afirman que la opinión pública es elaborada en su mayor parte por
pequeñas camarillas y unos pocos líderes -es decir, aquellos autores que sostienen que la
humanidad es, esencialmente, a la vez irracional y estúpida- se fijan sobre todo en el tremendo
poder que han adquirido con frecuencia los demagogos y dictadores. Sin embargo, como tendre-
mos oportunidad de señalarlo cuando hablemos de la propaganda, aun el dictador más astuto que
controle las escuelas, la prensa, y todas las instituciones de presión sobre las masas, no podrá en
poco tiempo rehacer todos los valores y actitudes de las masas, a menos que exista ya una fuerte
predisposición orientada en ese sentido. En realidad, como lo vimos al hablar de la revolución,
debe tener lugar un cambio en el sistema de valores básico, una declinación de la vieja mitología
y el surgimiento de otra nueva. Cuando las costumbres y leyes gozan de general aceptación, ope-
ran en forma completa, no existe opinión pública acerca de las cuestiones que son abarcadas por
estos sistemas de pensamiento y sentimiento. Sólo cuando las costumbres y la ley son puestas en
cuestión, comienza a funcionar la opinión pública como proceso. En este sentido, sería difícil
para cualquier élite revolucionaria "cambiar la mentalidad de la gente".

Por otro lado, resulta difícil informar al público, debido al peso tremendo que los valores
irracionales tienen en nuestra vida. Walter Lippmann percibió este problema en su clásica obra
Public Opinion (1922), e hizo un enérgico llamado al experto, como indispensable para el
funcionamiento de una opinión pública sana. Con todo, unos pocos años más tarde, en su libro
Phantom Public (1925), se había vuelto escéptico en cuanto a sus puntos de vista anteriores, y se
mostraba más inclinado a creer que el público es, en el mejor de los casos, un espectador amorfo
que contempla la lucha entre los grupos de intereses especiales, los cuales no sólo determinan los
problemas, sino que también controlan casi a voluntad el proceso de formación de la opinión.

De cualquier manera, el experto puede ocupar un lugar en la formación de la opinión


democrática. La educación moderna ha producido no sólo expertos, sino también un gran respeto
por sus conocimientos. Este hecho puede ser aprovechado, y la confianza en el experto lleva a
menudo a una solución más satisfactoria. No cabe duda que el químico de suelos, el genetista y
el economista han proporcionado a los granjeros norteamericanos gran cantidad de información
útil, lea han enseñado nuevas técnicas y han inspirado una gran confianza en su liderazgo. Lo
mismo puede decirse de otros campos del conocimiento aplicado, como por ejemplo la salud
pública. Necesitamos todavía, sin embargo, mejores métodos de transmitir al hombre ordinario
los elementos esenciales del conocimiento científico, para que pueda comprender la información
de los expertos. Es éste un desafío formulado a nuestros medios de comunicación de masas.
Necesitamos también llenar el vacío que separa a los líderes políticos, reformadores y agitadores
por un lado, de los expertos por otro. Finalmente, al llevar adelante decisiones tomadas en el
curso de la discusión pública, debemos establecer una relación entre el trabajo del experto y el
del administrador. Estos difíciles problemas tienen derivaciones que superan los límites del
presente trabajo. Empero, encierran una importancia básica en el análisis de la opinión pública,
porque tocan el problema crítico del poder: sus fuentes, su distribución en la población, su
empleo y la responsabilidad moral de quienes lo poseen.

Notas
[1] E. M. Sait, en Political Institutions, 1938, ha censurado al autor y a otros psicólogos sociales
por sostener que hay muchos públicos y no solamente el público interesado en los problemas
políticos.

[2] Los lógicos hablan a veces de "juicios de hechos" a diferencia de los "juicios de valor". Los
primeros representan cosas, acontecimientos o relaciones que han sido verificados
empíricamente y sobre los cuales existe un acuerdo general. Los segundos representan nuestras
interpretaciones y significados en términos del bienestar social, y en ellos intervienen las
opiniones, sentimientos morales y otros puntos de vista sostenidos con mucha fuerza.

[3] C. H. Cooley, Social Process, 1918, pág. 379.

[4] En Nueva Inglaterra y algunas otras colonias del Norte y el centro, la unidad era el pueblo o
la aldea. En el Sur, bajo el sistema de plantaciones, la unidad administrativa principal era más
bien el condado. De cualquier manera y no obstante las variaciones locales, podemos decir que
las instituciones democráticas locales, incluidas aquellas que hacían posible la formación de la
opinión corresponden más o menos a la imagen que hemos bosquejado. Sin duda la pauta insti-
tucional de Nueva Inglaterra se difundió más ampliamente hacia el centro y el Lejano Oeste, a
medida que los pioneros ampliaban las fronteras.

[5] Véase F. H. Allport, Social Psychology, 1924, pág. 309.

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