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14 Gombrowiczidas

Juan Carlos Gómez

2008

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DON NADIE

A decir verdad Gombrowicz, con el tiempo, llegaba a querer los lugares donde vivía
pero no se sentía bien en ninguna parte. Decir que no se sentía bien en Polonia es casi
una perogrullada. Una tarde, en un café de Varsovia se sentó a la mesa de Tadeuz Boy
Zelenski, un escritor y traductor de literatura francesa, y le dijo que él, en Polonia, se
sentía como un pasajero sentado sobre una silla, que la silla estaba sobre una caja, la
caja sobre unas bolsas, las bolsas sobre un carro, el carro sobre un barco, el barco
sobre el agua, pero no sabía dónde estaba la tierra firme: –Como todos nosotros, le
respondió Boy.
Consigo mismo tampoco se sentía bien porque, según le parecía a él, en Polonia no se
daban cuenta de las relaciones que existen entre el arte y el mundo espiritual con la
enfermedad.

Para los polacos el artista no es un neurótico que se cura a sí mismo como dice Freud,
sino un creador con un exceso de fuerza vital y salud llamado talento. Mientras tanto
Gombrowicz andaba penando con las perturbaciones psíquicas de su herencia y con su
anormalidad, y esta falta de valor y estas anormalidades eran justamente las que le
permitían ubicar su obra en un clima más real y más trágico. Le permitían también
adquirir una distancia en relación a su debilidad y un sentido más agudo sobre la salud
y la normalidad. Pero los polacos no entendían que un enfermo sabe mejor que un
sano lo que es la salud, al igual que un hambriento sabe mejor lo que es el pan.
No se sintió bien en París cuando fue a completar sus estudios y sobre el aspecto y el
encanto de los polacos tampoco estaba muy seguro.

Su amigo, Tonio Sobanski, uno de los hombres más característicos de la Varsovia de


preguerra y de las transformaciones que se producían en Polonia, no confiaba
demasiado en las caras de los polacos.
Sobanski era un conde terrateniente, un bohemio que detestaba el campo, que había
roto con las tradiciones y que había asimilado todos los fermentos intelectuales y
artísticos. Gombrowicz estaba deslumbrado con ese aristócrata extraordinariamente
inteligente, un europeo de una gran cultura y de modales perfectos.
No era snob ni un pedante amanerado, era un hombre de elite, pero su terreno de
acción se limitaba a la clase superior. Más que nadie sabía que el encanto de una
nación, su capacidad de fascinar y seducir, eran armas más poderosas que los cañones,
y que el mundo trataba de un modo totalmente diferente a un pueblo que lo
impresionara por su estilo y por su encanto.

“Veía en el país un material de primera categoría, creía que los polacos, llenos de
temperamento, fantasía, sensibles al arte, hubieran podido seducir al mundo si no
fuera por una terrible combinación de esclerosis, de provincialismo, de falsa
vergüenza, de pathos y de una virilidad militar forzada, una mezcolanza que les
confería una rigidez atroz: –¡Qué horror!, dijo inesperadamente una tarde mientras
caminábamos; –¿Qué cosa?; –¡Las caras!”
La cuestión de las caras llegó a tener mucha importancia para Gombrowicz, al punto
que hizo todo lo posible por desacreditarlas e intentó reemplazarlas con el culo.
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La cara y sus habitantes: los ojos, la boca, la nariz y la orejas; el culo y sus
proximidades: las manos, los dedos, los muslos y las espaldas se convirtieron en los
representantes plenipotenciarios de la forma y de la inmadurez.

En “Ferdydurke” desmonta la mistificación de los ideales recurriendo a un duelo de


muecas entre estudiantes que termina en una violación que se hacen por las orejas, y
desmorona a la modernidad en un amasijo de cuerpos en el que un profesor trata de
mantener su dignidad utilizando los orificios de su nariz mientras los juventones, la
colegiala y el colegial se dan bofetadas, se agarran de los mentones y de las rodillas, se
muerden las costillas y enloquecen en un montón hormigueante.
En otras ocasiones se refiere a las caras como un soporte de partes. Una tarde se
estaba dirigiendo al café Rex pero, de repente, desde el café París, le hacen señas unas
señoras conocidas que aparentemente estaban sentadas a la mesa comiendo
bizcochos que mojan en la crema.

Pero era una mistificación, la verdad es que estaban sentadas a un tablero cubierto de
esmalte apoyado sobre cuatro barras de hierro torcidas, y la acción de comer consistía
en meterse una cosa u otra por un orificio practicado en la cara, al tiempo que sus
orejas y sus narices despuntaban. Cháchara va, cháchara viene, Gombrowicz pide
disculpas y se marcha alegando falta de tiempo. El hecho de que estuvieran ocurriendo
cosas demasiado cretinas como para ser reveladas, era la razón que lo obligaba a
relatarlas pues tenían un exceso de cretinismo.
Cuando Gombrowicz se fue de la Argentina yo me hice amigo de la comparsa de Jorge
Brussa, archienemigo de Gombrowicz y campeón de ajedrez del café Rex.

Una de las características que tenemos los argentinos es el sentido del humor y el
gusto por las bromas, la cosa es que al poco tiempo de haber entrado en contacto con
los nuevos contertulios hicieron correr el rumor que yo lavaba ropa a domicilio y que
ellos conocían el origen y las características de mi cultura.
Gombrowicz había liquidado sus relaciones con Brussa mucho antes de yo me hiciera
amigo del campeón de ajedrez, empezó a hablar públicamente de una cara
desbalanceada de Brussa que le hacía recordar al culo de una gallina. Brussa lo
humillaba en cambio con el ajedrez y con los relatos que hacía en el café sobre la
condición de empleado que Gombrowicz tenía en el Banco Polaco.

Las caras también tienen para mí un significado profundo y misterioso, especialmente


en ciertas oportunidades. En efecto, a menudo se me ponen muy de relieve en las
despedidas cuando algún gombrowiczida me marca el territorio.
“Ok, todo muy interesante. ¿Y cómo consiguió mi mail y porqué pensó que a mí me
podía interesar Gombrowicz?”
A los pocos días de haberme mandado un texto tan promisorio, cuando Don Nadie
recibe “La vieja abadía de Royaumont”, me pide que no le mande más
gombrowiczidas, que no le interesaban.
La cara que aparece en la foto que forma parte de este gombrowiczidas seguramente
no tiene nada que envidiarle a las caras de las que le hablaba Sobanski a Gombrowicz
refiriéndose a los polacos.
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LA MÁQUINA DE DIOS

Se acabo el sueño de la máquina de Dios, a la pobre máquina le aparecieron


filtraciones de helio, tuvieron que apagarla y calentarla pues funciona a una
temperatura cercana al cero absoluto. La reparación hay que hacerla a una
temperatura ordinaria y recién estará lista para el año que viene.
Desde la época de la antigua Grecia los hombres se han propuesto saber de qué cosas
está hecho el mundo y siguiendo el camino del análisis, primero descubrieron las
moléculas y los elementos y después los átomos, mientras buscaban partículas
elementales, es decir, aquellas que no están compuestas de otras más pequeñas.
Cuando llegaron a los protones y a los electrones los físicos exclamaron: –No va más, a
punto tal que Sir Arthur Eddington se atrevió a contar el número de partículas
elementales que tenía el universo.

Bombardear átomos para que aparezcan esos elementos que ya no se pueden dividir
para encontrar otros más pequeños no es una tarea sencilla, pero los aceleradores de
partículas con los que los cascotean son cada vez más poderosos y el más imponente
de todos es la máquina de Dios con la que los físicos se proponen dividir los protones y
los electrones en partículas más estables y duraderas que los quarks y los hadrones
para conocer entre otras cosas el origen que ha tenido el universo.
Cuando el hombre mete la nariz en asuntos reservados a los dioses suele tener
contratiempos: la caja de Pandora en la antigüedad, el Henryk de “El casamiento”
cuando intenta reemplazar con su persona al padre y a Dios, y más recientemente la
máquina de Dios.

Estos fracasos que sufren los investigadores cuando se ponen a desentrañar misterios
de la naturaleza le vienen muy bien a los hombres de letras, pues mientras la ciencia
por lo general se propone resolver esos misterios se puede decir que el arte en cambio
vive de ellos.
El propósito más señalado de los escritores más que develar algún enigma es ser
originales. Quien ha decidido ocupar una parte de su vida escribiendo debe empezar a
tomar apuntes o a escribir un diario para alcanzar sus objetivos y no malograrse.
Cuando el escritor comienza a meditar en el resultado de su actividad se le presenta el
problema de la originalidad, sin embargo, este problema de la identidad literaria única
como el de las huellas digitales no es tan complicado como parece serlo a primera
vista.

En efecto, cualquier computadora de las que se usan ahora puede ubicar


inmediatamente en qué parte de un libro están tres palabras consecutivas que se le
introduzcan con este propósito.
Esta particularidad propia de la misma literatura, a primera vista impensable, abre un
dilema muy difícil de resolver. Supongamos que procesamos en la computadora los
textos de “Ferdydurke” y de “Hamlet” en forma contigua, es decir, sin solución de
continuidad, y supongamos también que escribimos tres palabras consecutivas,
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digamos de “Ferdydurke”; ¿a dónde nos pone la máquina?, ¿en el libro de Shakespeare


o en el de Gombrowicz? Bajo la condición quaeteris paribus nos tiene que poner en
“Ferdydurke”.

Para ampliar el rango del experimento, y en tren de suposiciones, ahora le podemos


agregar a estos dos textos un libro más, el “Fausto” de Goethe, y otra vez, bajo la
condición quaeteris paribus, si escribimos tres palabras consecutivas de “Ferdydurke”,
la máquina nos va a poner en ese libro.
Poco a poco fui entrando en esos estados hipomaniacales en los que de vez en cuando
caen los genios, y en cierto momento, el destello intensísimo de una luz que me venía
de la inteligencia me hizo ver con claridad meridiana algo verdaderamente increíble:
las tres palabras consecutivas son a la identidad literaria lo que el ADN, también
constituido por tres letras consecutivas, es a la identidad genética.
En la actualidad estoy trabajando en las consecuencias que se pueden sacar de este
descubrimiento portentoso y, por el momento, estoy sobrecogido por la inmensidad
de las posibilidades que se abren para el análisis.

Esta particularidad que tiene la identidad literaria debiera ponerle en claro a los
hombre de letras que se puede escribir sin pensar, que se puede leer sin pensar pero
que no se pude pensar sin pensar.
Schopenhauer decía que hay hombres que piensan observado el mundo, y otros que
necesitan leer un libro para pensar, y tenía razón. Los griegos, sin ir más lejos, leían
bastante poco, había mucho menos gente de la que hay ahora, y a muy pocos de la
poca gente que había se le ocurría escribir. Escribían sólo cuando le venían cosas
importantes a la cabeza, no como ocurre ahora, además Gutenberg aún no había
aparecido. En un principio los griegos tenían tan solo el problema de pensar, poco a
poco se le fueron agregando los de escribir y los de leer.

Por esta razón el mundo de ellos fue al comienzo más simple y originario, el nuestro en
cambio se ha vuelto más complejo y mediado. Si Gombrowicz hubiera vivido en la
Atenas de aquel entonces se hubiera embromado, seguramente no habría encontrado
tantas cosas contra las que protestar para ser original.
Pero la originalidad no se entrega tan fácilmente, el natura non facit saltus ha
imperado desde el tiempo de los griegos, la naturaleza no crea especies ni géneros
absolutamente distintos , existe siempre entre ellos algún intermediario que los une al
anterior, es decir a la naturaleza le cuesta mucho trabajo ser original.
Pero cuando Planck sienta el principio de que la materia no puede emitir radiación
más que por cantidades finitas, por granos, por cuantos, y Heisenberg nos muestra que
sólo podemos conocer la probabilidad de existencia y no la existencia de la partícula
misma, la naturaleza empieza a saltar y se vuelve original.

Gombrowicz queda deslumbrado con la naturaleza original y granulada de la energía y


entonces se propone construir él mismo una moral granulada.
Puesto que la cantidad de los que sufren le pone límites al dolor, lo fragmenta y lo
disuelve, y como el sentimiento que pone al hombre en contacto con el dolor del otro
proviene de una reflejo moral, entonces, debe disponerse de una moral limitada,
fragmentaria, arbitraria e injusta, una moral que por su naturaleza no es continua sino
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granulada. Este tipo de moral es la que Gombrowicz utilizaba para enfrentar todos los
excesos, especialmente los ideológicos, pero también el de los escarabajos.
“En el café discutíamos de todo esto con sinceridad, y explicaba a los allí reunidos que,
en contra de lo que pudiera parecer mi comportamiento ordinario desde el punto de
vista del decoro social, esta conducta original revestía para mí un sentido más
profundo, era un experimento, una infracción consciente de la forma”

Cuando Gombrowicz publica “Memorias del tiempo de la inmadurez” por primera vez
le parece que se había excedido en originalidad, entonces escribe un prefacio para la
primera edición que no aparece en las siguientes.
“En lo tocante al elemento sexual en particular, su preponderancia resultó del espíritu
de la época que, desgraciadamente, pone cada vez con más frecuencia el énfasis en la
relación de la esfera erótica con la del espíritu; la preponderancia de la crueldad y de la
repulsión resulta a mi entender del hecho de que su papel en la vida sobrepasa a
nuestra imaginación más audaz (...)”
“Debo precisar aquí, según mis juicios de aquella época, que lo que se llama falta de
tacto era, en el arte, un factor altamente original y creativo, consideraba que un artista
que temía cometer una incorrección, producir un disgusto, no valía gran cosa, y que no
debían someterse a las formas mundanas quienes creaban la forma. Así pues, me daba
perfecta cuenta de que lo que escribía era inconveniente y que por esta razón lo había
escrito”

Yo también quise ser original cuando escribí “Gombrowicz, este hombre me causa
problemas”, pero se me presentaron algunas dificultades cuando cotejé mi
originalidad con la enorme originalidad que tiene el Pato Criollo.
“No sé cómo decírtelo, pero te lo tengo que decir igual, cuando llegué al pasaje del
nacimiento del Gauchito ya no pude leer más. No te enojés, es un problema mío, yo
soy un hombre chapado a la antigua, un mundo como el de “Cosa de negros” de
Cucurto o el “Yo era una chica moderna” de tu puño y letra, me resulta totalmente
ajeno. ¿En qué tipo de gauchaje andará el mundo cuando tu mundo sea un mundo
chapado a la antigua? (...) No te olvidés que tengo más cartas de Gombrowicz, las
argentinas por ejemplo, portate bien, dejate de escribir chanchadas, sé un muchacho
alto y buen mozo como me decía mi mamá cuando quería que le alcanzara algo, y vas a
ver que te voy a mandar las cartas argentinas, como te mandé las europeas”

El Pato Criollo me había llevado hasta el Negroide Piquetero, y el Negroide Piquetero


hasta Cucurto poniéndome en la mano su “Cosa de negros” y unas figuras en las que
un Cucurto cuadrumano se va incorporando poco a poco hasta alcanzar la posición del
bípedo implume, una evolución que se puede deducir con facilidad mirando
atentamente la foto que forma parte de este gombrowiczidas.
Con el Negroide Piquetero tuve que hacer las paces el día que presentamos
“Gombrowicz, este hombre me causa problemas” en la Embajada de Polonia.
Estábamos peleados a muerte pero yo conozco la técnica para manejar a los negros.
Los negros son más parecidos a los animales que nosotros, los blancos, aunque los
blancos ya estamos pareciéndonos bastante a ellos. Le temen a lo desconocido, se
deslumbran con las cosas brillantes, son más sensuales y lascivos, tanto es así que el
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Pato Criollo me había presentado al Negroide Piquetero como el sex symbol de las
poetisas.

La cuestión es que resulta mucho más complicado hacer las paces con un blanco que
con un negro, a un negro hay que sobarlo un poco y ya está. Cuando descubrí que era
un negro mentiroso e irresponsable hablé directamente con uno de los dueños de la
editorial utilizando cierta información escabrosa que me había suministrado el
Perverso en carácter de venganza –le tenía rabia no solamente a él sino también a su
compañera Guadalupe Salomón a la que había motejado la Mejillona por sus cachetes
abundantes– y el Negroide Piquetero empezó a temblar como una hoja.
Aproveché ese estado de terror a lo desconocido que se había apoderado de él, muy
característico de los negros, un pánico que le malograba la naturalidad del
comportamiento, y entonces lo invité a sentarse a mi lado, cosa que hizo sin chistar.
Luego, mientras los otros presentadores hablaban y hablaban, lo empecé a sobar,
comencé con el hombro derecho, después bajé un poco y lo masajeé en las costillas y
terminé sobándolo en la rodilla izquierda, lo derretí, estaba tan contento como un
perro, terminamos mucho más amigos que antes de la pelea. Pero duró poco tiempo.

LA DIFERENCIA DE CLASES

La diferencia de clases es una cuestión que golpeó duramente en la cabeza de


Gombrowicz desde su muy temprana juventud.
“Lo que sí saltaba a la vista era el proletariado, los polacos comenzaban a comprender
que en Occidente no existía el proletariado, al menos no en el sentido polaco del
término. Había trabajadores intelectuales y trabajadores físicos pero, por lo general, la
miseria no alcanzaba un estado tan grave como para crear de verdad una nueva
categoría de hombres, otra clase. Unas criadas descalzas como las veíamos en Varsovia
era algo inconcebible en París”
El medio de las novelas de Gombrowicz es burgués, el medio de sus piezas de teatro,
en cambio, es cortesano, un poco porque imitaba a Shakespeare y otro poco porque
sus manías genealógicas nunca lo abandonaron del todo.

Su familia tenía una posición ligeramente superior a la media de la nobleza polaca,


pero no pertenecía a la aristocracia.
Su primera obra literaria fue la monografía “illustrissimae familiae Gombrovici”. La
conservó en estado de manuscrito, y aunque no contenía nada de especial pues los
Gombrowicz eran tan solo miembros de una pequeña nobleza, se pavoneaba con cada
detalle referente a los bienes, funciones y vínculos familiares, y disfrutaba de esta
manía snob.
Desde muy joven Gombrowicz meditaba sobre cuál podría ser la causa que lo obligaba
a oscilar entre el valor y la tontería en una forma tan pronunciada. Un snobismo
bobalicón al lado de un espíritu crítico y un gran sentido del humor, un snobismo que
lo ponía al borde de la demencia.
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En el momento en que los combates contra los bolchevique del año 1920 llegaban a su
fase decisiva muy cerca de Varsovia, un Gombrowicz de dieciséis años se entretenía
mostrándole de refilón una foto a su jefe en la oficina donde trabajaba de voluntario
enviando paquetes a los soldados. La foto era la de un edificio público de Lublin
bastante conocido, sin embargo le dijo al jefe, que para su desgracia lo había visitado
un par de veces: –Es el palacio de mi prima Tyszbiewicz.
Sus artificios se volvían indigeribles. Dejó la adolescencia, entró en la juventud, escribió
“Ferdydurke”, pero seguía ocupándose de tonterías.
Con una compota de snobismo y de miseria Gombrowicz se acercó a dos de los artistas
de origen proletario más importantes de Polonia.

Él no estaba acostumbrado a tipos como Rudnicki o Unilowski, eminentes en ciertos


aspectos y en otros completamente incultos. Las tradiciones de la generación anterior
de literatos gentlemen, compuesta por unos señores educados y pulidos, estaban aún
muy arraigadas en Gombrowicz. Cuando se va de la Argentina Adolf Rudnicki era uno
de los escritores más destacados de Polonia. No era especialmente distinguido,
provenía de un suburbio y, además, no era demasiado limpio.
Con tales antecedentes Gombrowicz intentó hacer lo de costumbre, aplastarlo con su
manera aristocrática. A él le parecía que esta manía suya no estaba dictada por la
estupidez, sino al revés, era precisamente la inteligencia la que lo impulsaba a este
comportamiento descarriado.

Había que buscar lo contrario, más aún en ese tiempo en el que las consignas eran la
democracia, la igualdad, el progreso y la negación de la nobleza, especialmente en los
ambientes intelectuales. Decidió mostrarse delante de Rudnicki como un personaje
disfrazado conscientemente de anacronismo.
“Sabía que mi primer libro no le había gustado demasiado (...) era para él demasiado
flojo, demasiado pulido. En una ocasión me dijo: –Tú eres tan fino... tanto, que se te ve
sólo de perfil... Su opinión en este sentido expresaba un malentendido que poco a
poco se iba creando entre mí y la mayor parte de la intelligentsia polaca”
El otro lumpen al que se acercó era Zbyszek Unilowski, un novelista reportero
proveniente de una familia muy humilde al que Gombrowicz conoció en un dáncing
varsoviano.

En esa época se lo veía a Unilowski como el mayor escritor polaco del futuro, y hasta el
mismo mariscal Pilsudski lo admiraba. Aunque Gombrowicz lo apreciaba como persona
y como artista no tenían gran cosa en común, estaba frente a un proletario que había
ascendido en la escala social gracias a su talento e inteligencia.
Desde muy joven había entrado a un ambiente totalmente diferente, nada fácil para
alguien que debía comenzar por aprender todas esas conversaciones, esas formas,
esas finuras. Si no se entendían era más bien por una diferencia de carácter y no de
cultura y educación.
Gombrowicz era un hombre de café, le gustaba contar frivolidades durante horas
enteras sentado a una mesa entregado a diversos juegos psicológicos.

Unilowski necesitaba del alcohol, de las luces filtradas, del jazz y de los camareros
serviciales, de ese modo sentía que había ascendido a un escalón superior. Había sido
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camarero y contaba una historia que Gombrowicz acostumbraba a relatarnos en el


Rex. La historia de que el esfuerzo mental de un camarero era infinitamente más
grande que la de un escritor; tenía que recordar los pedidos de cinco mesas sin
equivocarse ni confundirse, corriendo con platos, botellas, jugos, salsas y ensaladas, y
a la noche durante horas interminables quedarse desvelado recordando las voces de
los pedidos.
Gombrowicz tenía una gran confianza en su inteligencia y en su gusto y por eso le dio a
leer el manuscrito de “Ferdydurke”, a pesar de todo lo que los separaba. Unilowski le
dijo que le había robado la novela que le hubiera gustado escribir.

Sin embargo, lo seguía considerando un burgués decadente, un filisteo que por un


curioso azar del destino era poeta y tenía aventuras extrañas como el señor Pickwick.
Lo definía como a un Pickwick, pero Gombrowicz no era así.
“Temo mucho haber sido la causa de su muerte. Yo tenía una gripe ligera, estaba en
casa aburriéndome... Lo llamé para que viniera a casa. Vino, se contagió, la gripe
desembocó en una encefalitis y murió. Tal vez no se contagiase de mí, tal vez la
encefalitis se produjera por otras causas, sin embargo no puedo quitarme de encima la
sospecha de que si no me hubiera visitado aquel día seguiría viviendo (...) Sí, era un
talento, un hombre valiente, lúcido, capaz y sensato, aunque quizás todavía lejos de
superar sus enormes problemas. Lo estimaba mucho, pero nunca estuve de acuerdo
con quienes lo consideraban un gran escritor, un especie de Balzac polaco”

A veces se me ocurre a mí también pensar en la diferencia de clases, por ejemplo en la


diferencia de clases en ciertos Protoseres gombrowiczidas que alguna vez publicaron
escritos míos, verbi gracia, la Hija del Dueño y el Gnomo Pimentón.
La directora de “El hilo de Ariadna”, el órgano de prensa de la organización mafiosa del
Malba, es la Hija del Dueño, una mujer tenebrosa que enloqueció a la pobre
Consigliere al punto que la obligó a renunciar y a refugiarse en las meditaciones
esotéricas, un repliegue obligado que ha dejado rastros tristes en el rostro de esta
seductora sanjuanina como bien puede observarse en una de las fotos que forman
parte de esta historia verdadera.
La Hija del Dueño pertenece a una familia cuya fortuna supera largamente los
quinientos millones de dólares así que debemos considerarla como un Protoser
gombrowiczida perteneciente a la clase alta.

En el otro extremo del rango social aparece el Gnomo Pimentón, director de una
organización de orates a la que dio en llamar “Fundación Descartes”, un destripador
de psiques que ha enloquecido a una gran cantidad de personas siendo uno de los
casos más notables el de Cara de Ángel.
“Mi padre era metalúrgico y en mi casa sólo mi madre leía algo de vez en cuando.
Durante la pubertad trabajaba en un taller mecánico y estudiaba en un colegio por la
noche. Los libros los encontraba en una Biblioteca de Junín. Mi familia no deseaba que
fuera escritor, sino que tuviera un trabajo. Ese fue uno de los motivos explícitos por los
que rompí con ella y me fui solo a vivir a Buenos Aires”
El caso del Gnomo Pimentón tiene algún parecido con el de Gombrowicz por la
franqueza con la que habla de su familia y de su pasado, pero también es muy distinto
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por la diferencia de clases, Gombrowicz era terrateniente y el Gnomo Pimentón es


metalúrgico.

Una tarde, en un café de San Telmo, Cara de Ángel me estaba pasando por la guillotina
a todos los integrantes del gremio de los escritores, una actividad que a más de
divertirme me parecía inocente.
Pero sea porque yo le resultaba simpático, o porque me había tomado confianza, o sea
por lo que fuere, en un momento determinado de la conversación se refirió a su propio
padre y me manifestó, como si esto fuera la cosa más natural del mundo, que tenía
ganas de asesinarlo, y que esto era precisamente lo que estaba planeando.
Sin saber a qué santo encomendarme por el giro que estaban tomando estas
confesiones le pregunté si no sería conveniente que visitara a un psicólogo: –Sí, ya
estuve en tratamiento con el Gnomo Pimentón, y ahora tengo ganas de asesinarlo a él
también.

FERDYDURKE

La novela comienza cuando el protagonista treintiañero es raptado de su casa en una


forma infantil por un profesor que lo lleva a una escuela de adolescentes, a pesar de
los lamentos de la criada que no lo puede impedir porque el profesor la pellizca en las
nalgas y la criada así pellizcada tiene que mostrar los dientes y estallar en una risa
pellizcada. Pimko rapta a Pepe de su casa y lo introduce en un medio de adolescentes,
una escuela donde corre unas aventuras que culminan en un duelo de muecas entre
dos adolescentes líderes de dos agrupaciones que expresan su antagonismo con
intentos de violación por los oídos mediante la utilización de palabras sublimes y
obscenas, que caen en la vulgaridad y el anacronismo y que no pueden darle el triunfo
a sus ideas.
En el colegio se habían formado dos bandos irreconciliables, el de los muchachones
que representaban ideales bajos, y el de los adolescentes que representaban ideales
sublimados.

Si Polilla, el líder de los ideales bajos, realizaba su plan de violar la inocencia de Sifón,
el líder de los ideales sublimados, la realidad se convertiría en una pesadilla y el
protagonista ni siquiera podría soñar con la huida. Pepe le está comentando en voz
baja a un compañero que sería mejor disuadirlos de la violación, pero Polilla se da
cuenta: –¿Por qué te metes? ¿Quién te permitió chismear de nuestros asuntos con
Kopeida? ¡A él eso no le interesa! ¡No te atrevas a hablar de mí con él!; –Polilla, no
hagas eso con Sifón; –¿Por qué no?; –Porque no; –¿Sabes dónde te tengo con Sifón?
¡Te tengo en el ... ¡Perdón! ¡En mi mejor estimación!; –No hagas eso, no se metan en
eso. ¿Acaso no te ves haciendo eso? Oye, ¿tú te has imaginado eso?, ¿tú te has visto?,
Sifón atado en el suelo y tú violando su inocencia a la fuerza y por las orejas. ¿No te ves
en eso?; –Veo que tu también eres un digno adolescente.
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Sifón te ha influido, ¿no es cierto? Mientras estaba diciendo esto le dio un punta pie: –
¿Acaso porque Sifón es inocente tú tienes que ser indecente? Polilla se sumergió en
dolorosos pensamientos dejando por un momento la trivialidad y la vulgaridad y el
rostro se le descongestionó, pero cambió inmediatamente: –¡Cuculeíto! ¡Cucucaleíto!
¡No, no puedo permitir que consideren a los colegiales unos inocentes! ¡Tengo que
violar por las orejas a Sifón!
Cuando Pepe le propone la huida, Polilla empieza a soñar con el peón, la fraternización
con el peón es su ideal bajo. Pero de repente un rugido sarcástico estalló a dos pasos
de ellos. Sifón y Conejo, con algunos otros, se agarraban sus barrigas inocentes
carcajeando y rugiendo: –¡Te felicito, Polilla, te felicito! ¡Por fin sabemos qué se oculta
en ti! ¡Sueñas con el peón! ¡Finges ser un muchachón brutal, pero en el fondo eres
nada más que un sentimental soñador peonal!

Polilla se daba cuenta que la balanza se estaba inclinando peligrosamente a favor de


Sifón, entonces se le ocurre desafiarlo a un duelo de muecas. Eligen la hora, el lugar y
las árbitros. En el momento que lo están designando a Pepe como superárbitro, suena
el timbre, se abre la puerta y un hombrecito barbudo entra a la clase y se sienta sobre
la tarima... Pasa una hora, termina la clase y los alumnos profieren un rugido salvaje. El
viejito pestañeó y salió.
El duelo de muecas iba a ser un duelo a muerte y no un palabrerío vano. Conejo lo
aconsejaba a Sifón: –¡No te asustes, piensa en tus principios! Teniendo principios
puedes en nombre de ellos fabricar fácilmente todas las muecas que quieras, mientras
él carece de principios y deberá fabricarlas, no en nombre de ningún principio sino por
su propia cuenta.

La cara de Sifón resplandecía pues los principios le daban el poder de poder siempre y
con cualquier intensidad. Los amigos de Polilla le aconsejaban que no se expusiera a la
derrota: –No te eches a perder, ni a ti ni a nosotros, mejor ríndete enseguida, finge
que estás enfermo y te excusaremos; –No puedo, ya están echados los dados. ¡Fuera!
Pero la cara se le alargó y dio muestras de un malestar pronunciado. Los árbitros
castañetearon los dientes: –¡Podéis empezar!
Parecía que Polilla dominaba, pero de pronto Sifón replicó alzando un dedo hacia
arriba, era un golpe poderoso. Polilla alzó el mismo dedo, lo puso en la nariz, se rascó y
escupió sobre él, se defendía atacando, pero el dedo invencible de Sifón permanecía
en las alturas. La situación de Polilla se volvía terrible porque ya había gastado todas
sus asquerosidades y el dedo de Sifón siempre indicaba hacia lo alto.

De repente Polilla rompió el silencio con un grito espantoso; –¡A él! ¡A él! Se arrojó
sobre Sifón y le aplicó un flor de sopapo. Los muchachos se arrojaron sobre los
adolescentes y los maniataron con los tiradores. –¡Ah, mi adolescentucho inocente, tú
creías vencerme! Polilla estaba sentado sobre Sifón: –Dame tu orejita. Por suerte se
puede todavía penetrar en el interior por vía de las orejas. Se inclinó sobre él y empezó
a soplar. Sifón chilló como un chancho, viendo que no podía zafarse, rugió para tapar
las mortíferas palabras de Polilla que lo iniciaban y lo enteraban. Era increíble que los
ideales pudieran emitir semejante rugido, pero el verdugo rugió también: –¡Mordaza!
¡Métele mordaza! ¿Qué esperas? Se lo estaba pidiendo a Pepe, era él quien debía
ponerle la mordaza.
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“Justo en el momento culminante de la atroz violación psicofísica que efectuó Polilla


sobre Sifón, se abrió la puerta y entró en la clase, como caído del cielo, el profesor
Pimko, siempre infalible en toda su personalidad excepcional. –¡Qué bien, los niños
juegan a la pelota! (...) ¡A la pelota, a la pelota juegan! ¡Con qué gracia uno tira la
pelota al otro, con qué soltura la agarra el otro! Y viendo los rubores sobre mi cara,
pálida y crispada por el pavor, añadió: –¡Oh, qué colorcitos! Se ve que la escuela te
resulta saludable y la pelota también, mi Pepito. Vamos, te llevaré a la casa de la
señora Juventona donde alquilé una pieza para ti”
El profesor Pimko, que había raptado a Pepe para inmadurizarlo en una escuela de
adolescentes, ahora se propone fijarlo en la juventud exponiéndolo a un proceso de
enamoramiento.

Para alcanzar este fin alquila un cuarto en la casa de los Juventones, en la que viven
una doctora y un ingeniero con una hija colegiala. En el día de la presentación los
recibe la joven de dieciséis años: –¡Beso sus manitas! ¿Estará la mamá en casa? La
colegiala no contestó, después de haberse puesto entre los dientes la llave inglesa que
llevaba en la mano derecha, tendió a Pimko su mano izquierda: –Mi madre no está en
casa pero enseguida volverá. Pasen.
Llega la Juventona, una mujer bastante entrada en carnes: –¡Ah, mi estimada señora!
Le traje a mi Pepe; –¿Cuántos años tiene este muchacho?; –Dieciséis, querida señora.
Tiene un aspecto demasiado serio, quizá una pose para parecer adulto. El profesor y la
doctora se alejan un poco para conversar aparte: –Ah, poseur, no me gusta.

Un joven viejito blasé y seguramente poco deportivo. Odio la pose, compárelo con mi
Zuta –sencilla, sincera, natural–, a esto conducen vuestros métodos anacrónicos de
enseñanza, profesor.
Pepe observa cómo en la muchacha crece una aguda antipatía hacia él, una antipatía
pura: –¿Por qué mira así a Pepe, señorita Zutka?; –Porque todo el tiempo escuchaba.
¡Lo oyó todo! La doctora le comenta al profesor que la juventud de ahora es muy leal,
es la moral de la Gran Guerra: –Cómo le brillan los ojitos a Zutka; –¿Ojitos? Mi hija no
tiene ojitos, nosotros tenemos ojos. Zutka, quédate tranquila con los ojos.
Mientras la madre exclamaba que había que destruir en la patria los viejos lugares y
dejar sólo los nuevos, que todo se desmoronaba al ritmo de sacudidas subterráneas, la
colegiala le dio una patada a Pepe en la pierna, al estilo de los atorrantes: –¡Le dio una
patada!; –¡Zutka!, tranquila con la pierna.

No es nada, yo misma fui agredida a patadas por simples soldados cuando los atendía
en el frente.
Pepe no podía tomar parte en la conversación: –¿Por qué te callas, Pepe? ¿Te enojaste
con la señorita? La colegiala hacía burlas: –Zutka, pídele disculpas al caballero. El
caballero se ofendió contigo. Después de arreglar las condiciones económicas de la
pensión se despidieron. Pimko le besa la frente a Pepe: –Adiós, muchacho, no llores, te
vendré a visitar los domingos y en la escuela tampoco te perderé de vista..
Pepe meditaba, no sólo había sido confundido en su treintena con un adolescente de
dieciséis años, ahora además se encontraba en una habitación contigua a la de la
colegiala.
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Tenía que aparecérsele, ¿pero con qué pretexto? Pasando por el comedor tomó un
escarbadientes, se lo puso en la boca y apareció, la joven estaba hablando por teléfono
en el hall, Pepe se apoyó en el marco: –¿Quiere hablar por teléfono?; –No. Su
propósito era que se diera cuenta que tenía derecho a pararse en la puerta durante su
conversación telefónica como compañero en el modernismo e igual edad. La colegiala
lo ignoró, ni se dignó mofarse. Inclinada con la pierna en la silla se empeñaba en
lustrarse el zapato.
Pepe se acercó y empezó a mirarla: –¿Necesita algo?; –No; –¿Son bromas?; –No. Pepe
sintió que había conquistado a la colegiala en la salvaje naturalidad del artificio: –¿En
qué puedo servirle? Pepe se alejó: –¡Chiflado!
Pensó que tenía que entrar al cuarto de la muchacha y mostrársele a ella como
chiflado y embromador para que supiera que todo lo anterior no era nada más que
una consciente y expresa bufonada, y que había sido él quien le había tomado el pelo,
y no ella a él.

Abrió la puerta de su cuarto y metió la cabeza: –Se ruega golpear antes de entrar; –Su
siervo y su esclavo; –¡Es usted un mal educado!; –Me tiendo a sus pies. La colegiala se
dirigió a la puerta, pero Pepe saltó y la atajó: –¿Qué quiere? Se acercó a ella, pensaba
que tenía que agarrarle la carita, se estaba enamorando. Frente a la idiotez de Pepe,
ella no perdía su gracia, pálida y jadeante de miedo, en vez de afearse se embellecía.
De repente un chillido, era Polilla que atacaba a la sirvienta, se había encontrado a
solas con ella y quería violarla. La belleza de Zutka lo hacía sufrir, al extremo de llegar a
soñar con su destrucción física. Se empezó a preparar para atacar la hermosura de la
moderna adolescente.
Al día siguiente en la cena: –Zuta, ¿quién es ese muchacho que te acompañó a casa?; –
No sé, se me pegó en la calle; –¿A lo mejor tienes una cita con él? ¿A lo mejor quieres
pasar el week-end con él y quedarte toda la noche? Quédate entonces; –Como no,
mamá.

El ingeniero se tomó el atrevimiento de continuar con las insinuaciones de la


Juventona: –¡Claro está que no hay nada de malo en eso! Zuta, si deseas tener un hijo
natural, tenlo nomás. El culto a la virginidad se acabó, es una idea anacrónica propia de
estancieros. Pepe se empezó a imaginar el parto, la nodriza y también una criatura
que, con su calor infantil y con su leche, iba a aniquilar muy pronto la hermosura de la
muchacha, transformándola en una madre pesada y tibia. Se inclinó de un modo
miserable hacia la colegiala y dijo: Mamita.
Y de golpe y porrazo el Juventón se mandó una risotada, algo se le debió asociar con el
cabaret o, quizás, con el desván del género humano. Las gafas se le cayeron de la nariz:
–¡Víctor! Pepe echó más leña al fuego: –Mamita, mamita; –Perdón, el ingeniero seguía
risoteando, perdón.

La muchacha había sido alcanzada: –Me extraña, Víctor, los comentarios de nuestro
viejito no son nada jocosos; –Mamita, mamita; –¡Hágame el favor de no meterse en la
conversación!
Pepe, para consolidarse en su miseria, empezó a chapotear en la compota, le metía
todo lo que tenía a mano y la revolvía con el dedo; –¿Qué hace?... ¿Por qué el
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caballero ensucia la compota?; –Yo lo hago así nomás... me da igual. El ingeniero otra
vez chilló con una risa de cabaret: –¡Es una pose! ¡No comas, Zuta, no permito! ¡Víctor,
impídeselo! La colegiala se levantó y se fue, la Juventona salió tras ella.
Huían, el risoteo subterráneo del Juventón le había devuelto a Pepe la capacidad de
resistencia, tenía que aniquilar el modernismo de la colegiala, rellenándola con
elementos extraños como había hecho con la compota.

Sin embargo, el éxito que había tenido en la cena era dudoso, era más bien un triunfo
sobre los padres, la muchacha había salido sin un daño serio. Pepe se había quedado
solo en la casa, tenía que entrar al cuarto de la colegiala para afearla. Lo único que le
llamó la atención fue un clavel metido dentro de una zapatilla de tenis. Agudizaba su
amor por el deporte con el amor. Asociando el sudor deportivo con la flor despertaba
una atracción hacia su sudor. Pepe tenía que neutralizar el hechizo de la flor. Atrapó
una mosca, le arrancó las patas y las alas, hizo una bolita sufriente, pavorosa y
metafísica, y la puso dentro de la zapatilla.
La mosca sufriente descalificaba todo lo que estaba dentro del cuarto de la colegiala.
Revisó los cajones, enseguida encontró la correspondencia amorosa de la colegiala.

Había cartas amorosas de los escolares, de los universitarios, pero ninguna


mencionaba los muslos, se referían a otras cosas. Los políticos se agregaban a la lista
de los que ocultaban los muslos, también los poetas. Después de meditar un rato Pepe
logró traducir a un idioma comprensible el contenido de uno de los poemas:
Los horizontes estallan como botellas/ La mancha verde crece hacia el cielo/ Me
traslado de nuevo a la sombra de los pinos/ desde allí/ Tomo el último trago
insaciable/ De mi primavera cotidiana.
En la versión de Pepe el poema quedaba expresado de muy distinta manera.
Los muslos, los muslos, los muslos/ Los muslos, los muslos, los muslos, los muslos/ El
muslo/ Los muslos, los muslos, los muslos.

Pero también los jueces, abogados y procuradores, farmacéuticos, comerciantes,


estancieros, médicos le escribían cartitas. La madurez les resultaba pesada y a
escondidas de sus esposas y de sus hijos le mandaban largas epístolas a la moderna
colegiala de segundo año, pero tampoco en ellas se podían encontrar muslos.
“¡Oh, el pandemonium de la colegiala moderna! ¡Qué contenidos encerraba aquel
cajón! Sólo entonces me enteré de cuán terribles misterios son dueñas las
contemporáneas colegialas y qué pasaría si alguna quisiera traicionar lo que se les ha
confiado. Pero esos misterios se hunden en las jóvenes como una piedra en el agua,
son demasiado lindas, demasiado hermosas como para poder contarlos... y aquellas
que no están enmudecidas por la belleza no reciben tales cartas...(...)”

“Hay algo ultraconmovedor en eso de que sólo las personas sujetas a la disciplina de la
hermosura tienen acceso a ciertos vergonzosos contenidos psíquicos de la humanidad”
¿Alcanzaría la mosca metafísica para afearla? Tenía que atacar a la colegiala en todos
los frentes para derrumbar su modernidad. Pepe reflexiona un poco y decide mandar
dos cartas apócrifas haciéndose pasar por la colegiala. Con esta argucia prepara una
trampa para que el colegial Kopeida y el profesor Pimko se encuentren a la
medianoche en el dormitorio de la muchacha, sin que ninguno de los tres lo sepa de
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antemano. Pero antes que llegue la medianoche decide volver a espiar. Quiere
sorprender a la colegiala en el baño, listo para el salto psicológico bestializado, verla
saliendo del sueño, tibia y descuidada, para aniquilar en sí mismo la hermosura de la
colegiala.

La muchacha salta a la bañadera, abre la ducha fría, empieza a sacudirse la mechas y


su cuerpo proporcionado tirita y temblequea bajo el agua.
Se echa agua fría para recuperar su belleza diurna. Cuando cierra el grifo y se queda
desnuda, mojada y jadeante, es como si hubiera empezado a existir de nuevo. No
debía espiarla más, esto podría perderlo.
Pepe se propone descubrir también en el baño el talón de Aquiles de los Juventones y
entonces decide espiarlos.
“Agucé los sentidos. ¡Bestializado espiritualmente, era como un salvaje animal
civilizado en el Kulturkampf! Cantó el gallo. Primero apareció Juventona en una robe
de chambre a medio peinar”

Entró al closet-water y salió de allí más orgullosa que al entrar. De este templo sacaban
su poder las modernas esposas de los ingenieros y los abogados.
Salían de ese lugar más perfectas y culturales, llevando en alto la bandera del
progreso, de ahí provenían la inteligencia y la naturalidad con las que la Juventona
atormentaba al protagonista.
Enseguida apareció el Juventón trotando en pijama, carraspeando y escupiendo
ruidosamente. Al ver la puerta del closet-water risoteó y entró jugueteando. Salió
desmoralizado, con una cara lujuriosa y vil, parecía un tonto. A Pepe le extrañó que
mientras el clost-water ejercía una influencia constructiva sobre la esposa, sobre el
esposo en cambio actuaba destructivamente.

Mientras tanto la doctora se había bañado, se secaba y hacía ejercicios. . Hizo doce
cuclillas hasta que los senos sonaron, al protagonista le empezaron a bailar las piernas
en un bailoteo infernal y cultural.
La intranquilidad de los perseguidos aumentaba porque se sentían mirados. La doctora
trataba de organizar a ciegas una defensa y toda la tarde se dedicó a la lectura de
Russell, mientras al esposo se le dio por leer a Wells.
No conseguían ubicar su desasosiego, no podían permanecer sentados pero tampoco
podían permanecer de pie, el Juventón buscaba la complicidad de Pepe guiñándole un
ojo. Se acercaba la noche y con ella la hora decisiva. Los Juventones entraron al
dormitorio y el protagonista corrió para escuchar detrás de la puerta y mirar por el ojo
de la cerradura.

El ingeniero en calzoncillos y sumamente risueño le contaba a la doctora anécdotas del


cabaret: –¡Basta, cállate!; –Espera, chinita, enseguida terminaré; –No soy ninguna
chinita, me llamo Juana, sácate los calzoncillos o ponte los pantalones; –
¡Calzoncillitos!; –¡Cállate!; –Enciende la luz, vieja; –No soy ninguna vieja.
Juana se preguntaba qué les estaría pasando, le pedía al esposo que volviera en sí, que
juntos iban hacia los tiempos nuevos como luchadores y constructores del mañana: –
Así es, una gorda, gorda langosta conmigo se acuesta. A pesar de su gordura es muy
soñadura. Pero a él no se le antoja porque ya está muy floja.
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La doctora lo convoca a que piense en la abolición de la pena de muerte, en la época,


en la cultura, en el progreso: –Victorcito trotando pega brincos; –¡Víctor! ¿Qué dices?
¿Qué te picó? ¡Hay algo malo! ¡Algo fatal en el aire! La traición; –La traicioncita; –
¡Víctor! ¡No uses diminutivos!; –La traicionzuelita.

Empezaron a manotearse, uno prendía y otro apagaba la luz, la Juventona jadeaba y el


ingeniero jadeaba y chillaba de risa: –¡Espera que te dé una palmadita en el cuellito!; –
¡Jamás, suelta o morderé! Víctor echó de sí todos los diminutivos amorosos de alcoba.
El infernal diminutivo que tan decisivamente había pesado en el destino del
protagonista ahora le hacía sentir sus garras a los Juventones. El paso decisivo de Pepe
para descalabrar a la modernidad estaba dado, había preparado todo para el
derrumbe final.
Pepe, con el propósito de derrumbar a la modernidad, había mandado dos cartas
apócrifas haciéndose pasar por la colegiala. Con esta argucia arma un encuentro de
medianoche para el colegial y el profesor en el dormitorio de la colegiala, pero ninguno
de los tres lo sabe.

Llega el colegial y después de unas palabras muy naturales enseguida cae en la cama
abrazándose con la colegiala preparándose para lograr con su ayuda la culminación de
sus encantos. Pero justo en ese momento golpean la ventana, es el profesor que
interrumpe de esta manera inesperada sus transportes amorosos. El profesor está en
el jardín, y como teme que lo vean desde la calle se arrastra hasta la pieza de la
colegiala: –¡Zutita! ¡Colegialita! ¡Chica! ¡Tú! ¡Eres mi camarada! ¡Soy colega! La carta
que le había enviado Pepe lo había embriagado: –¡Tú! ¡Tutéame! ¡Zutita! ¿Nadie nos
verá? ¿Dónde está mamá? Qué pequeña chica, y qué insolente... sin tomar en cuenta
la diferencia de edad, de posición social...
Y aquí el protagonista, que está detrás de la puerta, da el primer golpe maestro: –
¡Ladrones! ¡Ladrones!

Temiendo lo peor el profesor giró varias veces como tirado por un cordel y logró
alcanzar un armario. El colegial quiso saltar por la ventana pero, como no tuvo tiempo,
se escondió también él en otro armario. Entran los Juventones y Pepe sigue echando
más leña al fuego: –¡Alguien entró por la ventana! La Juventona sospecha que se trata
de una nueva intriga pero Pepe levanta del suelo los tiradores del colegial: –¿Intriga?
Cuando la colegiala grita que los tiradores son de ella Pepe abre de un puntapié uno de
los armarios, aparece la parte inferior del cuerpo de Kopeida. –Ah, Zutka. Los
Juventones se ríen, estaban satisfechos, un muchacho rubio y su hija, los miraban con
los ojos felices de la modernidad. La Juventona se propone hacerle morder el polvo de
la derrota a Pepe: –¿Por qué está aquí el caballero? ¡Al caballero esto no le importa!

Entonces Pepe abre en silencio la puerta del otro armario y aparece Pimko oculto tras
los vestidos. La situación se volvió desconcertante, el profesor carraspeaba con una
risita implorante: –La señorita Zutka me escribió, quería que le enseñara al poeta
Norwid, pero me tuteó, yo también quería con tú... Las oscuras y turbias aclaraciones
del profesor empujaron al ingeniero Juventón a la formalidad: –¿Qué hace usted aquí a
esta hora?; –Le ruego que no levante la voz; –¿Qué, usted se permite hacerme
observaciones en mi propia casa?
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Un semblante barbudo miraba por la ventana con una ramita verde en la boca, Pepe le
había pagado al mendigo para que lo hiciera. La Juventona estaba perdiendo los
estribos: –¿Qué quiere aquel hombre?; –Una ayudita por favor; –¡Dadle algo! ¡Que se
vaya!

Cuando los Juventones y el profesor empiezan a buscar monedas, el colegial se dirige a


la puerta, Pimko percibe la maniobra y se va tras él. El ingeniero Juventón se echa
sobre ellos como el gato sobre el ratón: –¡Permiso! ¡No se irán tan fácilmente! La
doctora Juventona en un terrible estado de nervios le grita al marido que no haga
escenas. –¡Perdón! ¡creo que soy el padre! Yo pregunto, ¿cómo y con qué fin ustedes
entraron al dormitorio de mi hija? ¿Qué significa esto?
La colegiala empieza a llorar y la Juventona se apiada de su hija: –Vosotros la
depravasteis, no llores, no llores, niña. –¡Lo felicito, profesor! ¡Usted responderá por
esto!
Así que la depravaban, a Pepe le pareció que la situación se volvía a favor de la
muchacha, entonces decidió intervenir nuevamente: –¡Policía! ¡Hay que llamar a la
policía!; –Créanme, créanme ustedes, están equivocados, me acusan injustamente.

Pepe maniobra para terminar de hundir al profesor Pimko: –¡Sí!, soy testigo, vi por la
ventana al profesor cuando entraba al jardín para evacuar. La señorita Zutka miró por
la ventana y el profesor tuvo que saludarla, conversando con ella entró a la casa por un
momento. Pimko cobardemente se asió a esta explicación. –Sí, justamente, sí, estaba
apurado y entré al jardín, olvidándome que ustedes vivían aquí, así que tuve que
simular que estaba de visita. El ingeniero Juventón enfurecido saltó sobre el profesor y
en forma arrogante le pegó una soberbia bofetada en la facha.
Pepe fue a buscar el saco y los zapatos a su pieza, comenzó a vestirse poco a poco, sin
perder de vista la situación.
El abofeteado en el fondo de su alma aceptó con agradecimiento la bofetada que lo
ubicaba de algún modo: –Me pagará por esto. Saludó al ingeniero con evidente alivio,
y el ingeniero lo saludó a él.

Aprovechándose del saludo Pimko se dirigió rápidamente a la puerta, seguido por el


colegial que se adhirió a los saludos. –¿Qué?, así que aquí se trata de enviar los
padrinos de un duelo, y este atorrante se va como si no ocurriera nada. Se abalanzó
con la mano tendida, pero en vez de darle una cachetada lo agarró por el mentón.
Kopeida se enfureció, se inclinó y lo agarró por la rodilla. El Juventón se derrumbó,
entonces el colegial lo empezó a morder con fuerza en el costado izquierdo como si
estuviera loco.
La doctora se lanzó en socorro del marido, atrapó una pierna de Kopeida y empezó a
tirar con todas sus fuerzas lo que provocó un desmoronamiento aún más completo.
Pimko, que estaba a un paso del montón, de improviso, por su propia voluntad se
acostó en un rincón de la habitación sobre la espalda y levantó las extremidades en un
gesto completamente indefenso.

La colegiala saltó debajo de la frazada y brincaba alrededor de los padres que se


revolcaban junto a Kopeida. –¡Mamita! ¡Papito! El ingeniero, enloquecido por el
montón hormigueante y buscando un punto de apoyo para sus manos, le agarró el pie
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a la colegiala por encima del tobillo. Se revolcaban los cuatro, calladamente, como en
una iglesia, pues la vergüenza, a pesar de todo, los presionaba.
En cierto momento la madre mordía a la hija, el colegial tiraba de la doctora, el
ingeniero empujaba al colegial, después de lo cual se deslizó por un segundo el muslo
de la joven sobre la cabeza de la madre.
Al mismo tiempo el profesor que estaba en el rincón comenzó a manifestar una
inclinación cada vez más fuerte hacia el montón.

No podía levantarse, no tenía ninguna razón para levantarse, y quedarse acostado


sobre la espalda tampoco podía. Cuando la familia que se revolcaba junto a Kopeida
llegó a sus cercanías, agarró al Juventón no lejos del hígado, y el remolino lo arrastró.
Pepe terminó de colocar sus cosas en la valija y se puso el sombrero. Lo aburrían. Se
estaba despidiendo de lo moderno, de los Juventones, de los colegiales y del profesor,
aunque no era dable despedirse de algo que ya no existe.
“Había ocurrido en verdad que Pimko, el maestro clásico, me hizo un cuculiquillo, que
fui alumno en la escuela, moderno con la moderna, que fui bailarín en el dormitorio,
despojador de alas de moscas, espía en el baño (...) Que anduve con cuculeito, facha,
muslo (...)”

“No, nada, todo desapareció, ahora ya ni joven, ni viejo, ni moderno, ni anticuado, ni


alumno, ni muchacho, ni maduro, ni inmaduro, era nadie, era nulo (...) Pero nada más
que por un milésimo de segundo. Porque, cuando pasaba por la cocina palpando la
oscuridad, me llamaron en voz baja desde la alcoba de la doméstica: –Pepe, Pepe. Era
Polilla quien, sentado sobre la sirvienta que jadeaba pesadamente, se ponía
apresuradamente los zapatos”
La ruptura con la escuela y con los Juventones lo llevan a Pepe a la estancia de unos
tíos donde la fraternización con el peón de su amigo Polilla va descomponiendo poco a
poco las formas del señorío a pesar de los esfuerzos que hace el tío por encontrarle
alguna analogía a esa aparente perversión sexual con la conducta del príncipe Severino
a quien también le gustaba de vez en cuando.

Después de que el peón rompe la bisagra mística con un soberbio cachetazo que le da
al señor en medio de la facha, la servidumbre y el pueblo asaltan la casa señorial
mientras Pepe intenta raptar a su prima Isabel de un modo maduro y noble.
El deseo de Polilla de entrar en contacto con un peón de la casa de campo empieza a
descomponer el estilo de los terratenientes. El tono altanero y aristocrático del tío
tenía sus raíces en un fondo plebeyo, y era de la plebe de donde obtenía sus jugos.
Vivían un sistema según el cual la mano del amo quedaba al nivel del rostro del criado,
y el pie del señor llegaba hasta el medio del cuerpo del campesino. Se trataba de un
ley eterna, un canon, un orden. Después de que Pepe le da un sopapo en la cara a un
peón llamado Quique por atrevido y Quique le da otro a Polilla a su propio pedido, se
empiezan a producir acontecimientos irregulares que provocan la confusión de los
roles.

Pepe descubre que el misterio del caserón campestre de la nobleza rural es la


servidumbre. El comportamiento de los tíos quería distinguirse de la servidumbre,
estaba concebido contra la servidumbre para conservar el hábito señorial. El orgulloso
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señorío racial del tío crecía directamente del subsuelo plebeyo. Sólo a través de la
servidumbre se puede comprender la médula misma de la nobleza rural. El hecho
perverso de que el sirvientito pegara con su mano en la cara de Polilla, un huesped de
señores y un señor, tenía que provocar consecuencias también perversas.
La tía estaba conmovida en su interior por una ola que le venía de las profundidades: –
El mayordomo me dijo que, según parece, ese compañero tuyo se comunicaba ayer
con el servicio. Me imagino que no será un agitador.

El primo Alfredo piensa que no es nada más que un teórico: –¡No te preocupes mamá,
un teórico no sabe nada de la vida! Llegó a la campaña con teorías, es un demócrata
urbano; –¡Alfredo, él no es un teórico, es un práctico! Dice el mayordomo que le daba
la mano a Quique, nuestro peón.
El tío Eduardo después del almuerzo tomó del brazo a Pepe y lo llevó al fumoir: –Tu
amigo, pede... pede... ejem... ¡Persigue a Quique! ¿Has visto? Bueno, ojalá las damas
no se enteren. ¡Al príncipe Severino también le gustaba de vez en cuando!; –No es lo
que piensas tío, él sólo fra... terniza con él, así no más; –¿A lo mejor quieres decir que
agita a la servidumbre? ¿El bolchevismo, eh?; –No, fra... terniza como muchacho con
muchacho.

La tía les ofreció bombones: –No te irrites Eduardo, él seguramente fraterniza en


Cristo, fraterniza en el amor al prójimo; –¡No!, el fraterniza desnudo, sin nada. El tío
encendió un cigarrillo, cruzó las piernas y se mesó el bigotito: –Así que, sin embargo, es
un pervertido; –No, de ningún modo, Fra... terniza sin nada, sin perversión tampoco.
Fraterniza como muchachón; –¿Con Quique y en mi casa? ¿Con mi criado? ¡Yo le
mostraré al muchachón!
El mayordomo comenta que Quique se había tomado confianza con el joven señorito y
ahora la servidumbre chismea de los señores y contra los señores, sin ningún respeto.
Los tíos sabían sin duda lo que se decía de ellos en la antecocina, y cómo los miraban
los ojos airados de esos patanes; lo sabían pero no permitían que esa idea se
desarrollara en sus cabezas, sino que por orgullo la inhibían, la rechazaban hacia los
oscuros sótanos del cerebro.

El tío Eduardo temblaba por dentro, pero redobló su amabilidad con Polilla: –Veo que
la compañía de Quique le complace a usted: –Me complace; –Parece que usted fra...
terniza con Quique; –Fra... ternizo; –Quique será despedido. Lo lamento, pero no
tolero a un criado desmoralizado. Polilla se puso furioso y empezó a hablar con Pepe
con el leguaje del peón: –¡Déjate de eso, ése no es tu lenguaje! ¿Cómo hablas? ¿Cómo
me hablas así?; –Mío, mío... ¡No daré! ¡Mío! ¡Déjelo! ¡Quieren echar a Quique! ¡No
permitiré! ¡Mío!
El primo Alfredo le comunica a Pepe que se deben ir de la casa al día siguiente, que iba
a abofetear a Polilla porque había ofendido a la familia, quería eliminar su cara de la
lista de las caras honorables y señoriales.

Pero Eduardo no admite la idea de que Polilla sea otra cosa que un mocoso, a pesar de
que durante el almuerzo lo trataba de igual a igual y le festejaba su supuesto
homoerotismo brindando con vino. El señor, a quien la historia en su marcha
inexorable, quitaba los bienes y el poder, se quedó, sin embargo, con su raza espiritual
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y corporal. Podía soportar la reforma agraria pero no una fra... ternización de


personas: –Hay que darle una paliza en el culeíto.
Pero la servidumbre ya se acercaba a la casa, chillaba y tiraba piedras: –¡Eh, dieron al
señorito en la facha, dieron en la facha! En las mejillas de Eduardo aparecieron
manchas rojas y en silencio sacó la pistola. Pero la tía echó sobre él toda la redondez
de su persona, que emanaba un suave calorcito materno y envolvía como un algodón.

Se volvían frívolos, el tío por orgullo y la tía por miedo, y sólo a ello se debía que
todavía no hubiera ningún disparo, que ni Alfredo disparase su mano contra la facha
de Polilla, ni el tío disparase la pistola. Pepe pensaba con alivio en la despedida: –Me
moriré antes de irme sin Quique mío. Polilla lloraba e imploraba en la pieza. En ese
momento una colosal bofetada estalló detrás de la ventana, en el patio. Los vidrios
temblaron. Delante de la casa se delineaba a la luz de la luna el tío Eduardo con la
escopeta en la mano y con los ojos hundidos en la oscuridad. Otra vez echó el arma a
la cara y disparó, el estampido resonó en la noche y se fue lejos por las regiones
oscuras. Después de alguna confusión en medio de la noche Eduardo recuperó su
normal y señorial trato con el peón, junto con toda la seguridad en sí mismo: –¡Quieres
robar! Ven aquí, ven te digo.

El peón estaba tan cerca que casi lo tocaba, entonces lo sopapeó y lo moqueteó. –¡Yo
te enseñaré a robar! Alfredo, siguiendo el ejemplo del padre, le dio un sopapo en los
dientes: –No robé; –¿No robaste? Eduardo se inclinó en la silla y le aplicó una azotaina
en el hocico, y Alfredo también le dio. Terminaron por fin. Se sentaron. El peón tomaba
aire, la sangre le corría por la oreja, tenía la facha y la cabeza golpeadas hasta lo
último. El padre y el hijo lo hacen servir, lo hacen obedecer órdenes y lo humillan a
fondo, estaban amaestrando a un peón campestre para convertirlo en criado.
Apareció Polilla en la puerta: –¡Lárgalo! ¡Lárgalo! Detrás de las ventanas había una
muchedumbre de peones, de lugareños y aldeanos, atraídos por el bochinche todos
miraban.

–¡Mocoso! ¡En el culeíto te daré, mocoso!, y junto con Alfredo se arrojó sobre él.
Polilla empezó a chillar lleno de furia y saltó detrás del peón. Quique, como si hubiera
recuperado el atrevimiento frente a los señores por efecto de la fra... ternización con
Polilla, le dio en la facha a Eduardo: –¡Qué quieres! Se había roto la bisagra mística, la
mano del servidor cayó sobre el semblante del señor. Eduardo estaba desprevenido y
se desplomó. La inmadurez se derramó por todas partes. Cedieron las ventanas, el
pueblo se impuso y empezó a penetrar lentamente, la oscuridad se pobló con partes
de cuerpo campesinales. El pueblo, animado por la excepcional inmadurez de la
escena, perdió el respeto y también deseó la fra... ternización.
“Oí todavía el chillar de Alfredo y el chillar del tío, parecía que los tomaban de algún
modo entre sí y empezaban con ellos lerda e indolentemente, pero ya no veía por la
oscuridad...(...)”

“Salté detrás de la cortina. ¡La tía! ¡La tía! Recordé a la tía. Corrí descalzo al fumoir,
atrapé a la tía que, sobre el canapé, trataba de no existir y ¡a tirarla, a empujarla en el
montón! para que se mezclara con el montón. –Niño, niño, ¿qué haces? –suplicaba y
pataleaba y me convidaba con bombones, pero yo justamente como niño tiro y tiro,
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tiro al montón a la tía, ya la tienen, ya la agarran. ¡Ya la tía en el montón! ¡Ya en el


montón!”
Isabel es la prima con la que Pepe huye mientras los padres de la joven se revuelcan en
la casona señorial tomada por la plebe: –¿Qué sucedió? ¿Los gañanes asaltaron a papá
y mamá? Pepe la mira con una mezcla de preocupación y miedo: –Huyamos. Corrían
por un sendero entre los campos, hasta que les faltó el aliento.

El resto de la noche lo pasaron a orillas del agua escondidos entre las cañas,
temblando de frío y castañeteando. Pepe no sabía qué hacer, no podía explicarle a
Isabel lo que sucedía en la estancia, la vergüenza le impedía encontrar las palabras.
Tenían que buscar ayuda en alguna estancia vecina, pero cómo presentar la historia.
Era mejor admitir que había raptado a Isabel, que juntos habían escapado de la casa
paterna. Podrían con ese pretexto alcanzar la estación, tomar el tren para Varsovia y
comenzar allá una nueva existencia en secreto.
Depositó un beso en sus mejillas y le pidió disculpas por haberla raptado, pero su
familia nunca hubiera consentido esa unión, desde el primer momento se había
encendido en él el amor por ella y había comprendido que a ella también se le había
encendido el amor: –No tuve otro remedio que raptarte, Isabel.

Al cabo de media hora de estas declaraciones, Isabel empezó a hacer muecas, a


mirarlo y a mover los dedos, se sentía halagada. Por fin había encontrado a alguien que
iba a poseerla y que, además, la había raptado.
Pepe pensaba para sus adentros que en cuanto llegaran a Varsovia se libraría de Isabel
y comenzaría a vivir de nuevo. Isabel subyugada por los sentimientos que le
manifestaba Pepe se volvía cada vez más activa. Había estado esperando a alguien que
la amara y la raptara. Destacaba y evidenciaba sus partes del cuerpo que estaban
mejores, mientras ocultaba las peores. Y Pepe tenía que contemplar y fingir que le
interesaba todo eso. Isabel lo miraba con una mirada clara y tranquila: –Quisiera tanto
que todos fueran felices como nosotros; si todos fueran buenos, entonces serían
felices.

Se acurrucaba y Pepe debía acurrucarse: –Somos jóvenes, nos amamos, el mundo nos
pertenece.
Existiría en la tierra algo más atroz que ese calorcito femenino: –Me raptaste.
Cualquiera no sería capaz de eso. Me amaste y me raptaste no preguntando por nada,
me raptaste sin temer a mis padres... me gustan tus ojos atrevidos, valientes, felinos...
Se acariciaban las manos, ella cada vez más acurrucada en Pepe, se le unía
estrechamente, el joven ya no sabía dónde estaba: –¿Qué región es ésta?; –Ésta es mi
región. Pepe quedó agarrado por la garganta, pensó que debía ser malo con Isabel
para desembarazarse de ella: –¡Oh, fría como el hielo, salvadora, ven pronto
tonificante maldad! ¡Oh, tercero, ven, dame la fuerza para resistir y alejarme de Isabel!
Pero Isabel se acurrucó con más cariño, calor y ternura: –¿Por qué gritas y clamas?
Estamos solos. Y le acercó la facha. A Pepe le faltaron las fuerzas, tuvo que besar su
facha pues ella con su facha había besado la suya.
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FILIMOR FORRADO DE NIÑO

A fines del siglo dieciocho un campesino, nacido en París, tuvo un hijo, y aquel hijo
tuvo un hijo, y ese hijo tuvo a su vez un hijo y luego hubo otro hijo… y el último hijo,
campeón mundial de tenis, jugaba un mach en la cancha del Racing Club parisiense.
Un coronel de zuavos, sentado en la tribuna lateral, empezó a envidiar el juego
impecable de ambos campeones, y ansioso él también de exhibir sus habilidades, sacó
una pistola y disparó contra la pelota. La pelota reventó, y los contendientes, privados
imprevistamente de aquello que estaban golpeando, golpeaban con la raqueta en el
vacío. Cuando cayeron en la cuenta de que sus movimientos era absurdos, se
agarraron a trompadas. Un trueno de aplausos estalló entre los espectadores.

Aunque ésta no había sido la intención del coronel, la bala que había disparado siguió
su trayectoria y le dio en el cuello a un industrial armador que estaba en la tribuna de
enfrente. La esposa del herido, viendo borbotear la sangre de la arteria atravesada,
quiso echarse sobre el coronel para quitarle el arma, pero como estaba inmovilizada
por la muchedumbre le dio un cachetazo al vecino de la derecha. El abofeteado resultó
ser epiléptico, y bajo la conmoción producida por el golpe, estalló como un geiser en
medio de convulsiones. La pobre mujer se encontró de pronto entre un hombre que
manaba sangre y otro que echaba espuma por la boca. El publicó atronó el estadio con
aplausos.
Un caballero que estaba sentado cerca de la desgraciada señora tuvo un acceso de
pánico y saltó sobre la cabeza de una dama que estaba sentada más abajo, la mujer se
irguió y brincó hacia la cancha arrastrándolo en su carrera.

El vecino de la izquierda del caballero, un jubilado humilde y soñador, hacía muchos


años que soñaba con saltar sobre las personas ubicadas más abajo, así que estimulado
por el ejemplo de lo que estaba viendo, sin la menor tardanza saltó sobre una dama
que tenía abajo recién llegada de África. La joven se imaginó que ésa era una
costumbre del país y sin pensarlo ni un momento también brincó tratando de
conservar la naturalidad de los movimientos.
La parte más culta del público aplaudió para disimular el escándalo delante de los
representantes de los países extranjeros, mientras la parte menos culta de la
concurrencia tomó los aplausos como una señal de aprobación y empezó a cabalgar a
sus damas.

Como los extranjeros no salían de su asombro las personas presentes más distinguidas,
también para disimular el escándalo, cabalgaron a sus damas.
Un tal marqués de Filimor, disgustado y ofendido por los acontecimientos, de
improviso se sintió gentleman, y desde el medio de la cancha, pálido y decidido,
preguntó si alguien, y quién precisamente, quería ofender a la marquesa de Filimor.
Arrojó a la cara de la muchedumbre un puñado de tarjetas con la inscripción de
“Philippe de Filimor”. Un silencio mortal reinó en el estadio.
De repente, no menos de treinta y seis caballeros se acercaron a la marquesa
montados sobre mujeres de pura raza para ofenderla y para sentirse ellos mismos
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gentlemen. Pero la marquesa, a raíz del asusto, abortó y parió un niño que empezó a
berrear a los pies del marqués bajo los cascos de las mujeres piafantes.

“El marqués, repentinamente, forrado de niño, dotado y complementado de niño,


mientras actuaba en forma particular y como un gentleman en sí, y adulto, se
avergonzó y se fue a su casa en tanto un trueno de aplausos se oía entre los
espectadores”

LA MADRE DE GOMBROWICZ

“En el mismo año 1933, en que se publicó mi primer libro, murió mi padre. Hacía
meses que estaba enfermo, pero su empeoramiento se produjo en forma repentina,
de modo que sólo mi madre y yo asistimos a su muerte. Mis hermanos no llegaron del
campo hasta el día siguiente. Esa muerte me ha dejado recuerdos bastantes
vergonzosos. Cuando expiró, intenté abrazar a mi madre para al menos de esta forma
mostrarle mis sentimientos, pero el gesto me salió con torpeza y en un abrir y cerrar
de ojos me di cuenta de toda mi miseria: era incapaz de tener unos sencillos reflejos
humanos, de mostrarme cordial, cariñoso, estaba paralizado por la forma, por el estilo,
por toda esa maldita manera de ser que me había creado... ¡resulta pues que no había
sido capaz de aportar un poco de calor a mi propia madre en semejante momento!
(...)”

“En nuestra familia vivíamos distanciados, éramos demasiado críticos, irónicos,


sarcásticos, teníamos un exagerado sentido del ridículo, lo cual mataba en nosotros
cualquier reflejo espontáneo. Estoy hablando de mí y de mis hermanos, ya que las dos
mujeres, mi madre y mi hermana, eran más bien víctimas de este estado de cosas. En
cuanto a mi padre, tenía una naturaleza lituana cerrada, y sus relaciones con nosotros
no eran estrechas”
Para bien y para mal las madres tienen una importancia fundamental en la
organización de nuestra personalidad, al punto que los gombrowiczólogos y los
psicoanalistas están convencidos de que la madre de Gombrowicz está presente en
toda su obra en forma de tía, de prima, de novia, de esposa... y también de madre.

Una de las característica más señaladas de la sangre de los Kotkowski era su


propensión a la locura, sin embargo, los primeros aliados incondicionales que tuvo
Gombrowicz fueron su madre y su abuela materna, Aniela Kotkowska. En el año 1920
el ejército bolchevique se acercaba a Varsovia, en ese momento dramático para los
polacos el mariscal Pilsudski maniobró hábilmente y derrotó a los invasores.
“Todos los jóvenes se alistaban entonces como voluntarios, casi todos mis colegas se
paseaban ya en uniforme, las calles estaban llenas de carteles con un dedo índice que
apuntaba y un eslogan del estilo ‘La patria te llama’, y en las alamedas las jovencitas
preguntaban a los muchachos: –¿Por qué no está usted todavía en el ejército?”
Gombrowicz no se enroló, la oposición determinante de su madre venció la voluntad
de su padre que, en principio, exigía que cumpliera con su obligación.
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Aniela también estaba escandalizada: –Imagínate, Tosia (el sobrenombre de la madre),


qué tiempos, qué poca educación tienen esas jóvenes, paran a los hombres en la calle
sin ninguna vergüenza. Cualquiera les puede responder: –Pero si usted a mí no me
gusta, señorita.
Pasaron los años y Aniela lo seguía defendiendo. La abuela habitaba una casa grande y
bastante aislada en Bodzechów. Un hijo demente que vivía con ella, por las noches se
animaba con cantos terribles para combatir el miedo, estos cantos se convertían en
unos aullidos que le ponían los pelos de punta a cualquiera que no estuviera
acostumbrado. Aniela tenía una criada joven y muy guapa, Marysia. En una ocasión en
la que fue con su padre a hacerle una visita, Gombrowicz le propuso a la sirvienta que
lo acompañara al teatro el próximo domingo, pero resulta que para ese domingo la
abuela tenía invitados: –¿No puedes venir el domingo, Marysia, y dejar para otro día
tus horas libres?; –No puedo, el señorito me invitó al teatro.

Como en el caso del alistamiento Aniela tomó partido por Gombrowicz mientras
miraba de reojo al padre: –Ah, en ese caso, hija, si vas al teatro con el señorito, es otra
cosa.
El padre, igual que con el alistamiento, se le puso en contra, no fue capaz de tolerar
una democracia llevada a tal extremo, y cuando se fue Marysia lo reprendió
severamente: –Tu conducta desmoraliza a la servidumbre: –No entiendo, Marysia
tiene sus horas libres, y durante esas horas libres deja de ser sirvienta. No entiendo
realmente por qué no puedo ir al teatro con una sirvienta, ¿qué hay de malo en ello?
La madre fue la primera quimera que Gombrowicz combatió, era para él la
representación de la irrealidad, un exceso de irrealidad.
El catolicismo de la madre era espontáneo, natural y despreocupado, cuando abordaba
cuestiones teológicas lo hacía con indolencia y sin preparación. Era católica ferviente
de la misma forma que era polaca y nacida de terratenientes.

Las madres son las primeras que nos dan afecto y son las primeras que nos enseñan a
querer, algo pasó entonces entre Marcelina Antonina Kotkowska y Witold Gombrowicz
para que después de sesenta años de nacido la siguiera sintiendo como la fuente de su
irrealidad.
Las discusiones que Gombrowicz mantenía con su madre lo iniciaron en las burlas a
unos principios morales y a un estilo demasiado rígidos. Marcelina Antonina
participaba de la vida social, durante un tiempo presidió la Asociación de Mujeres
Terratenientes, una institución terriblemente devota que se caracterizaba por una
incurable grandilocuencia de estilo. Gombrowicz experimentaba un salvaje placer
haciendo caer esos altos vuelos del cielo a la tierra, más aún, le gustaba escuchar
detrás de la puerta el contenido de esas sesiones para obtener material satírico.

La nobleza terrateniente vivía una vida fácil y no conocía la lucha esencial por la
existencia y sus valores. Jan Onufry, su padre, sólo muy de vez en cuando se daba
cuenta de lo anormal de su situación social, para él un lacayo era algo absolutamente
natural, se comportaba como un señor, relajadamente, con gran desenvoltura. Su
madre también aceptaba su posición social como algo completamente lógico,
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pertenecía a una generación que no había experimentado lo que Hegel llama mala
conciencia. Pero la generación joven empezó a sentir el peso de este problema.
Con el material satírico que sacaba de las reuniones de la madre escuchando detrás de
la puerta más algunas otras ocurrencias ajusta las cuentas con su familia y con su clase
social provocando un verdadero descalabro en el final de su primera novela:
“Ferdydurke”.

La madre había heredado algo de la sangre enfermiza de los Kotkowski pero


Gombrowicz no se lo reprochaba. Era buena, noble, inteligente, sus dificultades eran el
producto de sus nervios, de la vida artificial y de la educación que había recibido.
De la combinación de los Gombrowicz con los Kotkowski resultó una familia que
empezó a decaer. La sangre enfermiza de los Kotkowski y el orgullo impenetrable de
los Gombrowicz ejercieron una influencia muy importante en Witold.
“(...) mi madre era toda vivacidad, sensible, dotada de una excesiva imaginación, poco
práctica, perezosa, indolente, demasiado nerviosa (...) en la familia de los Kotkowski
había muchos casos de enfermedades mentales (...) No reprocho en absoluto a mi
madre de ser como era”

“En otros órdenes, tenía cualidades excelentes: bondad, nobleza, probidad,


inteligencia, mientras sus debilidades eran un poco el producto de sus nervios y el
resultado de la vida artificial y de una educación no menos artificial que había recibido.
Pero el hecho de no querer ser lo que era, de no reconocerse a sí misma, terminó
vengándose de ella, porque nosotros, sus hijos, le declaramos la guerra. Nos enervaba.
Provocaba. Y fue allí, seguramente, donde comenzaron mis dolorosas aventuras con
las diversas distorsiones de la forma polaca que producían en mí un efecto parecido al
de las cosquillas: uno se troncha de risa, pero no resulta agradable (...) Como éramos
tres –mi hermana no participaba de ese deporte– nuestra casa iba alcanzando
lentamente la fisonomía de un manicomio y tan solo la severidad y el rigor de mi padre
nos salvaba de la catástrofe total”

La sexualidad de Gombrowicz se fue formando entonces un poco frente a esa pureza


inocente de la madre y otro poco frente a la sangre enfermiza de los Kotkowski.
En el año del centenario estaba en el Borges tomando un café con el Pequeño K y con
el Pato Criollo hojeando un calendario muy bonito editado por los polacos para la
ocasión. Yo hacía de cicerone con las fotos pero el Pato Criollo siempre tenía algo que
objetar. La réplica que se llevó las palmas de oro fue la que hizo cuando mirábamos
una foto de Gombrowicz a los tres años en la que Marcelina Antonina lo había vestido
y peinado como si fuera una nena. Cuando el Pequeño K señaló que al presentarlo de
esa manera la madre había sellado el destino sexual del pequeño Witold, el Pato
Criollo contestó que a muchos niños de buenas familias de esa época los vestían así: –
¿sí, a ver, decime uno por ejemplo?; –Oscar Wilde.

Gombrowicz lleva el componente de pureza inocente que tenía Marcelina Antonina a


un extremo convirtiéndolo en virginidad en una de sus obras.
La mayor virtud residía en la virginidad, este valor condicionaba el espíritu y en torno a
él se situaban los instintos superiores.
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La virginidad asciende del ser más bajo en la escala biológica y llega al hombre, y del
hombre salta a los ángeles y de los ángeles a Dios, para perderse en el infinito.
De una pequeña particularidad puramente corporal nace el inmenso mar del idealismo
y de los milagros, en evidente contraste con nuestra triste realidad. Los hombres
habían perdido el Paraíso al probar del fruto del árbol del conocimiento tentados por
Satanás. Le suplicaron al Todopoderoso que les concediera un poco del candor y la
inocencia perdidos, entonces Dios creó la virgen, el recipiente de la inocencia, la selló y
la envió a vivir entre los hombres que sintieron de inmediato una nostálgica languidez.
Las casadas son una patraña, una botella abierta y evaporada.

Este ideal de pureza y virginidad es puesto en cuestión en “Pornografía”, una novela


realmente libidinosa.
Amelia, la madre de Waclaw, era cortés, sensible y espiritual, sencilla y de una rectitud
ejemplar. En ella regía el Dios católico, desprendido de la carne, un principio
metafísico, incorpóreo y majestuoso que no podía atender las majaderías que
tramaban los adultos con Henia y Karol. Parecía enamorada de Fryderyk, estaba
subyugada con ese ser terriblemente reconcentrado que no se dejaba engañar y
distraer por nada, un ser de una seriedad extrema.
En la finca de Amelia tiene lugar la segunda caída de Dios después del derrumbe de la
misa en la iglesia.

Un ladronzuelo de la edad de Karol entra en la casa para robar, según todo lo hace
parecer la señora descubre al ladrón, toma un cuchillo y lucha con Joziek, transcurren
unos minutos y llega a la mesa donde están su hijo y los invitados, se sienta y cae
muerta con el cuchillo clavado mirando un crucifijo. La situación no estaba clara, nadie
sabía lo que había pasado realmente porque Amelia no pudo contar nada y Joziek
decía que sólo se habían revolcado, que había sido un accidente. Fryderyk era mal
psicólogo porque tenía demasiada inteligencia y por lo tanto era capaz de imaginarse a
doña Amelia en cualquier situación. La sospecha que flotaba en el aire era la de que
esa mujer tan espiritual y guiada por los principios de Dios había prologado demasiado
la lucha con Joziek revolcándose en el suelo de puro placer y, por accidente, se le había
clavado el cuchillo.

TRANSATLÁNTICO

La novela comienza cuando Gombrowicz manifiesta su necesidad de comunicarle a su


familia, a sus parientes y a sus amigos el comienzo de sus aventuras en la capital de la
Argentina, unas aventuras que ya duraban diez años. Llega a Buenos Aires el 21 de
agosto de 1939 y desde el primer día, a la salida de las recepciones, les agredían los
oídos con el grito obsesivo de “Polonia”, que se escuchaba en las calles. Gombrowicz
se daba cuenta que algo no andaba bien, no había remedio, la guerra estallaría de hoy
para mañana.
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El barco recibe la orden de partir y Gombrowicz se despide de un amigo embarcado


con él deseándole un buen viaje, el pobre compatriota sólo atina a rogarle que se
presente en la embajada.

Cuando el barco se aleja Gombrowicz pronuncia una blasfemia terrible contra Polonia
y se interna en la ciudad. Estaba desorientado y sin dinero así que visita a un
compatriota que había sido vecino de sus primos en Polonia para pedirle opinión y
consejo. Pero este hombre empieza a decirle que aprobaba y que no aprobaba su
decisión de quedarse, que había hecho bien y tal vez mal, que él no estaba tan loco
como para opinar en estos tiempos o como para no opinar, que tenía que presentarse
enseguida en la embajada o no presentarse, que era igual si se presentaba o si no se
presentaba, que se podía exponer o no exponer a graves riesgos. Y, en fin, que hiciera
lo que le pareciera oportuno o que no lo hiciera.
Perdido entre la muchedumbre decidió no inmiscuirse en el asunto de la guerra, no era
un asunto de su incumbencia, si allá tenían que sucumbir, que sucumbieran.

Fue a la embajada, se echó a llorar y se puso a los pies del embajador, le besó la mano,
le ofreció sus servicios y su sangre, y le rogó que en ese momento sagrado, según fuera
su santa voluntad y entender, dispusiera de su persona. El embajador le dijo que sólo
podía darle 50 pesos, que no tenía más, pero que si quería irse a Río de Janeiro a
importunar al embajador de allá, le pagaría el viaje con gusto y le daría algo más, que
no quería literatos por acá porque lo único que sabían hacer era pedir plata y después
ladrar. Gombrowicz se dio cuenta que lo estaba despidiendo con moneda menuda y le
dijo que él era un literato pero también un Gombrowicz. Y cuando el embajador le
preguntó de cuáles Gombrowicz era Gombrowicz, le respondió que de los Gombrowicz
Gombrowicz, entonces le ofreció 80 pesos en vez de 50, ni un peso más.

Le recordó que estaban en guerra y que había que marchar para vencer a los
enemigos, matarlos, destrozarlos y aplastarlos, y que no fuera ladrando por ahí que el
embajador no había marchado y hablado delante de él. Le pidió que escribiera
artículos para celebrar la gloria de los genios polacos, que por ese servicio le podía
pagar 75 pesos mensuales, que era necesario ensalzar a la patria en momentos tan
difíciles, pero Gombrowicz le contestó que no podía hacerlo porque le daba vergüenza,
entonces el embajador lo empezó a tratar de comemierda, y le recordó que la
embajada le había rendido homenaje y que lo iba a presentar a los extranjeros como el
Gran Comemier… Genio Gombrowicz.
La primera consecuencia de su presentación en la embajada fue que lo invitaron a una
recepción en la casa de un pintor a la que iban a asistir los escritores y artistas locales.

Tenía una gran seguridad en su maestría y sabía que como maestro lograría superar y
dominar a todos los demás. Cuando llegó sus compatriotas lo glorificaron, el consejero
lo presentaba y ensalzaba como el gran maestro y genio polaco Gombrowicz, pero
nadie le llevaba el apunte, entonces lo empezó a tratar de comemierda y le exigió que
hiciera algo para no avergonzarlos.
Entró un hombre vestido de negro, una persona muy importante, un gran escritor, un
maestro. Llevaba en los bolsillos una cantidad inconcebible de papeles que perdía a
cada momento, y debajo del brazo algunos libros, se volvía a cada rato
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inteligentemente inteligente. Los compatriotas de Gombrowicz lo empezaron a azuzar


para que mordiera al hombre de negro, que si no lo hacía lo iban a tratar de
comemierda y a morder. Entonces Gombrowicz se dirigió a la persona más cercana en
voz bastante alta:

“No me gusta la mantequilla demasiado mantecosa, ni los fideos demasiado fideosos,


ni la sémola demasiado semolosa, ni los cereales demasiado cerealientos”
El hombre de negro le respondió que la idea era interesante pero no nueva, que ya
Sartorio la había expresado en sus “Eglogas”, y cuando Gombrowicz le manifestó que
no le importaba un comino lo que decía Sartorio sino lo que decía él, el que hablaba, el
gran escritor le contestó que la idea no era mala pero que existía un problema, ya
había dicho algo parecido Madame de Lespinnase en sus “Cartas”. Gombrowicz perdió
el aliento, aquel canalla lo había dejado sin palabras, entonces empezó a caminar y a
caminar, y cada vez caminaba con más furia, sus compatriotas estaban rojos de
vergüenza y los demás de ira.

Pero alguien comenzó a caminar con él, era un hombre alto, moreno, de rostro noble.
Sin embargo, sus labios eran rojos, estaban pintados de rojo. Huyó como si lo
persiguiera el diablo. El moreno lo siguió, era muy rico, vivía en un palacio, se
levantaba al mediodía para tomar café y luego salía a la calle y caminaba en busca de
muchachos; aunque vivía en una mansión simulaba ser su propio lacayo, tenía miedo
que le pegaran o que lo asesinaran para sacarle la plata.
El moreno estaba perdidamente enamorado de un joven rubio hijo de un comandante
polaco. Junto a Gombrowicz, en la Plaza San Martín, lo vio, lo siguieron hasta el Parque
Japonés, y allí encontraron a los tres socios de la empresa equino-canina donde
trabajaba Gombrowicz.

Los socios empezaron a decirle que no era tan loco como pensaba la gente, que el
moreno tenía millones, insinuándole una aventura con él. El joven rubio estaba
tomando cerveza con el padre, un hombre bueno, decente, cortés y aterciopelado. El
comandante polaco le comenta a Gombrowicz que va a enrolar a su único hijo en el
ejército polaco. Gombrowicz lo previene contra el moreno y le sugiere que se vaya del
lugar, el padre no accede. El moreno brinda con el padre desde lejos, el comandante se
lo prohibe con un ademán, el moreno le arroja el jarro de cerveza a la cabeza, le parte
la frente y brota la sangre. La vergüenza en la embajada, en la casa del pintor y ahora
en el Parque Japonés, mientras allá, del otro lado del océano se derrama la sangre. A la
mañana siguiente apareció el padre del joven rubio en la pensión de Gombrowicz y le
rogó que desafiara al moreno en su nombre, vaca o no vaca el hecho era que llevaba
pantalones y que lo había ofendido públicamente.

Cuando Gombrowicz se lo contó al moreno éste le recriminó que se hubiera puesto de


parte del viejo y no del joven, que tenía que defender al joven de la tiranía del padre,
que de qué le servía a los polacos ser polacos, que si acaso habían tenido hasta hora un
buen destino, que si no estaban hasta la coronilla de su polonidad, que si no les
bastaba ya con el martirio, con el eterno suplicio y el martirologio, que había llegado el
momento de la filiatría. Aceptaba el duelo bajo la condición de que las balas fueran de
salva, que las verdaderas se debían escamotear al momento de cargar la pistolas en el
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forro de la manga. Para asegurar esta impostura Gombrowicz nombró a dos socios de
la empresa equino-canina como padrinos del duelo.
El moreno había rematado su exhortación con la palabra filiatría, y esta palabra le
retumbaba en la cabeza a Gombrowicz junto a los gritos de “Polonia, Polonia” que
escuchaba en la calle mientras que por segunda vez caminaba hacia la embajada.

¡Viva nuestro heroísmo!, exclamaba el embajador, un coronel ya le había contado lo


del duelo y como todos descontaban que terminaría sin sangre convinieron en
agasajar al comandante con una comida que se daría en la embajada. Mientras el
consejero volcaba en el libro de actas la invitación del embajador escribe también que
los funcionarios iban a asistir al duelo, que tenían que ver al polaco con la pistola en la
mano atacando al enemigo. Pero un duelo no es una partida de caza, tenían que asistir
con una excusa bien pensada, bien podría ser una cacería con galgos a la que
invitarían a los extranjeros. Mientras tanto Gombrowicz le preguntaba al embajador
cómo era posible que los polacos estuvieran marchando sobre Berlín si los combates
se estaban librando en los suburbios de Varsovia. El embajador le dijo que todo se
había ido al diablo, que todo había terminado, que habían perdido la guerra y que
había dejado de ser embajador, pero que la cabalgata se iba a realizar de todos modos.

Al día siguiente, el duelo, se dio la señal y los adversarios entraron al terreno.


Gombrowicz cargó las pistolas y metió las balas verdaderas en el forro de la manga.
Vacío absoluto, eran disparos vacíos, a lo lejos apareció la cabalgata; vacío porque no
había balas y vacío porque no había liebres. El duelo era una trampa que no tenía fin
porque se había convenido a primera sangre. De pronto se oyó un furioso ladrido de
perros y un grito espantoso. El hijo del comandante estaba siendo atacado por los
perros, el padre disparó contra los animales enfurecidos pero con un revolver vacío,
entonces, el moreno se arrojó sobre la jauría y salvó la vida joven. El padre se
conmovió al punto de ofrecerle una amistad eterna que el moreno aceptó
inmediatamente, y para cerrar todas las heridas lo invito a su casa de campo. No era el
palacio de la ciudad, era otro distante a tres leguas, el comandante tenía malos
presentimientos pero igual fue.

Pinturas, esculturas, tapices, alfombras, cristales… se depreciaban rápidamente por su


abundancia excesiva, y la biblioteca llena de libros y de manuscritos amontonados en
el suelo, una montaña que llegaba hasta el techo sobre la que estaban sentados ocho
lectores flaquísimos dedicados a leer todo. Obras preciosas escritas por los máximos
genios, se mordían y devaluaban porque había demasiadas y nadie podía leerlas
debido a su excesiva cantidad. Lo peor es que los libros se mordían como si fuesen
perros hasta darse muerte. El moreno regresó pero vestido con una falda y le dio
indicaciones a un muchacho para que se pusiera en el medio de la sala y luciera su
figura, que para eso le pagaba, pero ese mequetrefe estaba allí, más que para lucir su
figura, para moverse en honor al hijo, pues cada vez que se movía el hijo también se
movía él.

Al final fue un alivio que el dueño de casa diera la señal de ir a dormir. Gombrowicz le
confiesa al padre que lo había traicionado con el moreno realizando un duelo sin balas,
estaba conmovido y estalló en llanto frente al padre que desesperado por la congoja le
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hace un juramento sagrado: iba a lavar su honra con sangre, pero no con la sangre
afeminada de ese miserable, sino con la sangre densa y terrible de su propio hijo, era
la ofrenda que el hijo le hacía a la guerra. Cuando el moreno se entera de que el padre
quiere matar al hijo le dice a Gombrowicz que dispone de un medio para convencer al
hijo de que mate al padre, y al convertirse en parricida necesitará su amparo, se
ablandará y caerá en sus manos afectuosas y protectoras.
El moreno y el hijo juegan en un frontón y golpean a la pelota con todas sus fuerzas,
bam, bam, bam, resonaban los golpes mientras el mequetrefe golpeaba con una
madera unos palitos que estaban mal colocados, bum, bum, bum.

Y en medio de aquel bum-bam la pelota zumbaba y el hijo golpeaba más fuerte porque
sentía que tenía un partidario. El padre comprendió que con el bumbam le estaban
robando al hijo…Gombrowicz había perdido la patria, se había asociado con el moreno
en una empresa ignominiosa para humillar al padre… Los compañeros de la empresa
equino-canina donde trabajaba sintieron la necesidad de llevar a cabo un hecho más
terrible aún que el filicidio y el parricidio que estaban planeando, un horror que los
colmara de poder. Se propusieron entonces torturar al embajador junto a su mujer y
sus hijos y después matarlos a todos arrancándoles los ojos. Pero todo les parecía
poco, así que pensaron que después de este horrendo crimen lo mejor sería matar
también al hijo del comandante, esa muerte aumentaría tanto el horror que la
naturaleza, el destino y el mundo entero iban a cagarse en los pantalones.

El moreno y el hijo jugaban a la pelota y el mequetrefe se movía con el joven clavando


palitos, bumbambeaban. El comandante se paseaba comiendo ciruelas, el hijo estaba
delante de Gombrowicz con su vos fresca y alegre, su risa armoniosa, los movimientos
de todo su cuerpo ágiles y livianos. El padre observaba al moreno que llevaba el ritmo
del bumbam, y el bumbameo unía a los muchachos debajo de los árboles. ¡A bailar!,
un gentío increíble, la flor y nata de la colonia polaca, mejor olvidar y no dejar
transparentar nada. En la oscuridad se escondían algunas siluetas monstruosas,
parecían perros pero tenían cabezas humanas, se agrupaban en un montón y parecían
brincar, copular y morder. Los polacos de la empresa equino-canina se preparaban
para ser terribles matando al hijo.

Las parejas bailaban y el hijo bailaba con una hermosa polaquita lleno de brillo y
gallardía. Si el joven saltaba, el mequetrefe saltaba, bailaban al ritmo del bumbam,
temblaban los cristales, la colonia polaca quería bailar la mazurca pero era imposible,
sólo había bumbam. El padre tomó un gran cuchillo y lo guardó en un bolsillo.
Y, de pronto, bum, el criado contra una lámpara; y el hijo, bam, a la lámpara; vuelve el
mequetrefe, bum, a un jarrón; y el hijo, bam, al jarrón; bum, el criado contra el padre;
el padre cae al suelo y ya se apresuraba el hijo a bambearlo con su bam. En aquel
pecado general, mortal, en aquella debacle, en medio de esa enorme corrupción no
existía otra cosa que el llamado del bum-bam y el trueno del asesinato. El hijo volaba
hacia el padre, pero en vez de bambearlo con su bam, lo bambeó con una risa que le
estalló en la garganta. El embajador también estalló de risa. Fue un bramido de risa
general en todo el salón. Junto a las paredes habían quienes se pedorreaban y quienes
se meaban de risa. Bambeabam.
“Y, entonces, de risa en risa, riendo, bum; riendo; bam, bum, bumbambeaban”
31

YO Y MI DOBLE

“Precisamente bajo el signo de una constelación erótico sensual de este tipo, sombría
y lúgubre, desperté el martes a las cinco de la mañana. Por uno de esos fenómenos de
resurgimiento que deberían estarles prohibidos a la naturaleza, acababa de ver una
cosa totalmente perdida para mí, mi juventud y mi primera bienamada, allá en la roca,
junto al molino, al borde del río”
Cuando miraba al presente, en cambio, contabilizaba unas mejillas sin frescura, un
vejete antipoético y rígido que no podía inspirar poemas y al que ya nadie admiraría.
La nostalgia de su propia belleza desvanecida lo agitaba cada vez más. Le quedaba el
trabajo, sí, un buen puesto para meterle miedo a las muchachas que ya no
languidecían por él.

O tener un hijo y vivir por y en él una vida plena repitiendo el canto eterno de la
juventud, de la felicidad y de la belleza. O sacrificar la vida por un ideal para adquirir
una segunda belleza y convertirse de nuevo en objeto de nostalgia.
Sabía que no tenía ningún atractivo para nadie, era un empleado aburrido para él y
para los demás, sus debilidades espirituales eran cada vez más nítidas a medida que se
le instalaba la rigidez de la edad madura y empezaba a sentirse mal con sus defectos.
Pensó entonces en suicidarse para suscitar después de la muerte la atracción y la
nostalgia y vivir la vida de una estatua ya que no podía hacerlo como un hombre
privado. O en convertirse en un bombero para adornarse con el uniforme. De pronto,
mientras se hundía en la repugnancia hacia sí mismo, la forma de un espectro se
desprendió del calentador de carbón.

Como era de madrugada pensó que a esa hora la única que podía llamarlo era la
patria, como ya los había llamado a los tres bardos profetas de Polonia. La silueta del
espectro era, sin embargo, de un ser humano, aunque no de la figura de su bienamada
sino de un hombre, debía ser entonces la humanidad que lo estaba llamando para el
sacrificio de su vida. Pero, no, no era una abstracción, era un hombre concreto que
vestía saco azul marino. Al ver que no era la bienamada ni la patria ni la humanidad
quienes lo llamaban, es decir, nada de lo que podía despertar su melancolía se dispuso
a retomar el sueño cuando, repentinamente, se dio cuenta que era él mismo quien
estaba de pie frente al calentador, esperando.
El espectro no estaba en pose, se miraba los zapatos, se pellizcaba maquinalmente la
manga del saco y parecía avergonzado.

Tenía un grano en la mejilla izquierda y, al sentirse mirado, se avergonzó aún más.


Estaba lleno de defectos físicos y espirituales, el espectro se dejaba examinar, se
acurrucaba e intentaba escapar de la mirada indiscreta del protagonista. Al rato el
protagonista se cansó de mirarlo y cayó de rodillas frente al ectoplasma, ocultó el
rostro y produjo tal cantidad de vergüenza que se quedó sin aliento, entonces el
espectro lo miró. Los defectos físicos y espirituales del ectoplasma habían
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desaparecido, mejor dicho, se habían convertido en su mirada, el protagonista ya no


miraba sus defectos sino que los defectos lo miraban a él.
Esos signos que habían sido fuente de vergüenza y de indecencia se convirtieron en
una mirada brillante, algo tan absoluto como las barbas de Dios Padre.

Y esos defectos que para alguien de afuera sólo podían despertar compasión ahora
miraban con la fuerza y la soberanía de la vida, más aún, eran la vida misma, una vida
que el protagonista había buscado en todas partes salvo dentro de sí mismo. Por fin la
calma, ya no era necesario sentir miedo ni vergüenza, podía existir como él mismo. El
amor y la nostalgia mezclados con el temor lo hicieron volar como una pluma. Pero, de
pronto, se dio cuenta que no podía caer de rodillas ni extenderle la mano a una forma
que era él mismo. No era la bienamada ni la patria ni la humanidad quienes se le
habían aparecido, no podía mirar con ojos amorosos a alguien que era él mismo.
Su cabeza hervía, se aparecía ante sí mismo con el aspecto de un egocéntrico y de un
narciso sucio, sintió que la juventud se burlaba de él y lo despreciaba como a un
miserable egoísta y que las alumnas del liceo no verían nunca en él ningún atractivo
sexual.

Entonces escupió en el rostro del espectro, el espectro lanzó un gemido y desapareció.


El protagonista se quedó con la sensación de un vacío profundo, sin otra perspectiva
que la de una existencia miserable y vana con la muerte inevitable al final del camino.
La pregunta de quién era él le quedó flotando, a veces le parecía que era una función
social, y otras que era, sin más. Pero la palabra ‘ser’ sin atributos era un hecho
desnudo y terrible, lo llenaba de espanto. Parecía que no había nada más difícil que ser
uno mismo, ni más ni menos. Esa palabra connotaba una horrorosa desnudez. Por otra
parte, había escupido al espíritu y el espíritu se había desvanecido.
“No, no –murmuré encogido y trémulo–, no quiero ser yo mismo. Prefiero ser un
empleado subalterno del Ministerio de Relaciones Exteriores, prefiero servir para algo,
servir para algo o para alguien, inmediatamente, sin tardanza, hay que tratar de servir,
buscar con qué abrigarse porque hace frío y es indecente estar desnudo. Es necesario,
hay que servir”

EL PADRE DE GOMBROWICZ

La curiosidad que tienen las personas cultas por saber cuáles han sido las lecturas de
los hombres de letras eminentes es análoga al deseo de conocer sus antecedentes
familiares, es una necesidad que se manifiesta en todos los campos del conocimiento
humano, la necesidad de clasificar y de darle una estructura lo más simple posible al
desorden. Pero ni de sus antecedentes familiares ni de sus lecturas podemos deducir la
naturaleza de Gombrowicz.
Cada profesión tiene sus vicios, un lacaniano de primera cepa como lo es el Gnomo
Pimentón, repasando la obra de Gombrowicz descubrió que ni en sus narraciones ni en
sus piezas teatrales hay consumaciones sexuales, afirmación que caracteriza con
claridad uno de los vicios de su profesión.
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Yo, por mi parte, he descubierto que en la obra de Gombrowicz casi no hay llantos,
descubrimiento que me ha producido un cierto desasosiego, en primer lugar, porque
no estoy seguro de que no se me esté escapando por ahí algún llanto importante
escondido en un rincón pequeño y obscuro y, en segundo lugar, porque no puedo
ubicar la profesión a la que corresponde el vicio de descubrir llantos.
De una cosa estoy seguro, existe un llanto que aparece en el propio Gombrowicz y no
en los personajes de su obra.
“Cuando estaba escribiendo: Jeannot. –Nada. Henri. –Nada. El padre. –Transformado.
La madre. –Dislocado. Jeannot. –Derribado. Henri. –Alterado... rompí a llorar de pronto
como un niño. Jamás me ha vuelto a ocurrir algo semejante. Los nervios, sin duda...
Sollozaba amargamente, y las lágrimas caían sobre el papel”

Gombrowicz llora cuando se rebela contra Dios y contra al padre porque se queda solo
frente a la nada, un sentimiento que le aparece con una elocuencia clarísima, con la
misma elocuencia que tienen los hechos. “El casamiento” es la primera obra que
Gombrowicz escribe en la Argentina, y la escribe mientras está enfrentado el hecho de
la guerra. La autoridad del padre y el poder de la nación aparecen traspuestos en la
obra narrativa de Gombrowicz, una autoridad y un poder perpetuamente caídos que
alimentan el sueño del espíritu anarquista. En los últimos años de su vida los franceses,
que son propensos a clasificar, ubicaron a Gombrowicz en el casillero de los escritores
anarcoexistencialistas.
“Y quien alce su mano sacrílega contra su padre cometerá un crimen espantoso,
inaudito, infernal, diabólico y abominable, que irá de generación en generación,
lanzando gritos y gemidos terribles, en la vergüenza y los tormentos, maldito de Dios y
de la Naturaleza, marchito, estigmatizado, abandonado”

“El casamiento” es una historia que relata la degradación que sufrió la generación de la
alforja vacía, educada después de la segunda guerra mundial, cuando todos los valores
tradicionales se derrumbaron en Europa. La autoridad del padre y la pureza de la
prometida son ideas centrales en esta pieza de teatro.
El padre de Gombrowicz era un hombre íntegro, que reaccionó como patriota contra la
violencia zarista y que fue encarcelado por esta razón en la prisión de Radom. Sus hijos
vivieron esos acontecimientos con intensidad, y Gombrowicz, que por entonces tenía
cinco años, los comprendía también en parte, y estaba muy impresionado. Excluido de
la complicidad que se había establecido entre los hermanos y el padre, se vio
dominado por ellos, especialmente por su hermano Jerzy, el favorito de la familia, que
lo hacía víctima de bromas continuas.

Gombrowicz estaba subyugado y trataba de imitarlos, pero cuánto más crecía su


admiración más humillado se sentía.
El padre le despertaba admiración pero también temor, Gombrowicz carecía de su aire
desenvuelto y de su aspecto viril, además tenía defectos que lo hacían víctima de las
burlas de sus compañeros: su tez femenina y su tendencia a ruborizarse. En el primer
cuento que escribió, “El bailarín del abogado Kraykowski”, ajustó las cuentas con esta
humillación.
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Los psicoanalistas, esos incansables destripadores de las psiques humanas, están de


acuerdo en considerar al padre de Gombrowicz como el abogado en “El bailarín del
abogado Kraykowski” y el tío en “Ferdydurke”, pues en ambas obras Gombrowicz
intenta destruir el señorío y la seguridad de estos personajes.

En una de las noches en las que el joven bailarín regresaba a su casa después de las
persecuciones agotadoras que le hacía al abogado Kraykowski, una corazonada le dijo
que tenía que entrar en el parque.
Y los vio, el abogado y la esposa del amigo caminaban por un sendero, luego se
sentaron en un banco. El abogado la abrazó y empezó a murmurarle palabras dulces. El
joven no pudo resistir, algo explotó dentro de él como si una corriente eléctrica se
descargara en su interior y empezó a gritar con una voz que podía escucharse en todo
el parque.
“¡El abogado Kraykowski se la está…! ¡El abogado Kraykowski se la está…!”
Cundió la alarma.

La gente corría y se asomaba a las ventanas, el joven epiléptico sintió una primera
sacudida, una segunda, una tercera, las piernas le temblaron y empezó a bailar como
nunca lo había hecho antes, con la espuma en la boca sollozaba en medio de las
convulsiones. Fue una danza orgiástica, se despertó en el hospital. Cada día que
pasaba se sentía peor, los últimos acontecimientos lo habían vencido.
El abogado Kraykowski se tuvo que escapar y esconder en una pequeña localidad al
este de los Cárpatos, buscando refugio en las montañas con la esperanza de que el
joven lo olvidara. Pero el protagonista se propone seguirlo, lo seguirá a todas partes
porque ese hombre es como su estrella. Duda que regrese vivo de ese viaje pero se
arriesga a morir. Por si eso llegara a ocurrir se dispone a preparar un documento para
que su cadáver le sea remitido de inmediato al abogado Kraykowski.

“En nuestra familia vivíamos distanciados, éramos demasiado críticos, irónicos,


sarcásticos, teníamos un exagerado sentido del ridículo, lo cual mataba en nosotros
cualquier reflejo espontáneo (...) En cuanto a mi padre, tenía una naturaleza lituana
cerrada, y sus relaciones con nosotros no eran estrechas (...) Un hombre guapo, alto,
distinguido, muy correcto y puntual, metódico, con horizontes no demasiado amplios,
poco sensible a las cosas del arte, católico practicante, pero sin exageración (...) fue el
último de los Gombrowicz en gozar del respeto general e infundir confianza; nosotros,
la siguiente generación, éramos unos excéntricos, de quienes se decía: qué lástima que
no hayan salido al viejo Gombrowicz (...)”
La influencia que ejerció la familia sobre Gombrowicz fue muy importante,
desgraciadamente el abuelo paterno era un lituano arrogante y el materno era un
polaco medio loco.

Onufry Gombrowicz, el abuelo paterno, era de una familia noble que durante
cuatrocientos años había tenido propiedades en Lituania hasta que el zar de todas las
Rusias le confiscó sus tierras.
Con el dinero de la venta de sus bienes se estableció en Polonia, donde nació Jan
Onufry, el padre de Witold. Este hijo contrajo matrimonio con la hija de Ignacy
Kotkowski, Marcelina Antonina, y así se formó la familia de Gombrowicz.
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“Nosotros, los Gombrowicz, nos considerábamos siempre ‘algo superiores’ a los demás
terratenientes de la región de Sandomierz, como consecuencia de los diversos vínculos
familiares que habíamos heredado de la época lituana y también porque la nobleza de
ese país, más rica y asentada desde hacía siglos en sus tierras, podía vanagloriarse de
una mejor tradición, una historia más precisa y funciones más importantes.
De todas formas no puedo asegurar si la nobleza de la región compartía este punto de
vista”

Cuando Onufry Gombrowicz es obligado a vender sus propiedades en Lituania y a


trasladarse a Polonia se sintió injustamente desclasado, se mostró hostil a su nuevo
medio y se quedó orgullosamente apartado en su clan cerrado.
Jan Onufry, a la muerte de su padre, abandona sus estudios, compra una propiedad en
Maloszyce y contrae matrimonio Marcelina Antonina, una hermosa mujer que le da
cuatro hijos; Janusz 1884, Jerzy 1885, Irena 1899 y Witold 1904.
Como su familia paterna estaba muy orgullosa de sus orígenes y de sus alianzas
principescas, Gombrowicz fue alimentado con las tradiciones lituanas. Los archivos que
su abuelo había llevado consigo al salir de Lituania eran pare él una lectura
apasionante, y a los dieciséis años le inspiraron su primer texto, una historia de su
familia.
Este manuscrito permaneció inédito, pero Gombrowicz conservó toda su vida una
pasión por la genealogía.

La pertenencia de Gombrowicz a una clase social situada entre la alta aristocracia y los
hidalgos campesinos se le manifestó como un problema que llegó a tener alcances de
obsesión.
En Varsovia experimentaba un sentimiento de inferioridad frente a sus compañeros de
clase, hijos de importantes familias aristocráticas, mientras por otro lado despreciaba a
la nobleza rural que su familia frecuentaba. Pero Gombrowicz era artista por los
Kotkowski y no por los Gombrowicz.
Cuando murió su padre en el año 1933 ya había empezado a sentir la decadencia de su
familia a la que le encontraba cierto parecido con “Los Buddenbrooks”, la novela de
Thomas Mann.

Era una familia que se extinguía, las perturbaciones mentales de algunos parientes de
la parte de su madre pesaban sobre su cabeza como una amenaza de trastornos
psíquicos futuros, y el padre fue el último Gombrowicz en gozar del respeto general e
infundir confianza. Él y sus hermanos, la siguiente generación, eran unos excéntricos
de quienes la gente decía que era una lástima que no hubieran salido al viejo
Gombrowicz.
Su pertenencia a dos mundos, tan fuertemente marcada desde su juventud, fue muy
clara hasta la muerte del padre, después las cosas fueron cambiando. En vida del padre
Gombrowicz entraba a la oscuridad y volvía a la luz con alguna facilidad, cruzaba la
línea de sombra en las dos direcciones lo que le permitía comportarse como un
camaleón.
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Esa doble personalidad se prestaba a la mistificación, su apariencia de terrateniente


más que de asiduo de cafés y de escritor vanguardista le producía todo tipo de
malentendidos, especialmente con el género femenino.
Después de la muerte de su padre se le fue haciendo claro que tenía que justificar su
vida con una obra de orden superior pues el tiempo pasaba y su situación en Polonia
se hacía cada vez más penosa.
A partir de los treinta años su pertenencia a una clase social superior empezó a
debilitarse y el desastre de la guerra que arruinó a su familia y también a él pusieron a
esta pertenencia en el camino de la extinción, cosa que aparece con mucha claridad en
“Ferdydurke”.

“Ferdydurke” termina cuando la fraternización con el peón del amigo del protagonista
va descomponiendo poco a poco las formas del señorío a pesar de los esfuerzos que
hace el tío por encontrarle alguna analogía a esa aparente perversión sexual con la
conducta del príncipe Severino a quien también le gustaba de vez en cuando. Después
de que el peón rompe la bisagra mística con un soberbio cachetazo que le da al señor
en medio de la facha, la servidumbre y el pueblo asaltan la casa señorial mientras el
protagonista intenta raptar a su prima de un modo maduro y noble.
El deseo de Polilla de entrar en contacto con un peón de la casa de campo de los tíos
del protagonista empieza a descomponer el estilo de los terratenientes. El tono
altanero y aristocrático del tío tenía sus raíces en un fondo plebeyo, y era de la plebe
de donde obtenía sus jugos.

Vivían en un sistema según el cual la mano del amo quedaba al nivel del rostro del
criado, y el pie del señor llegaba hasta el medio del cuerpo del campesino. Se trataba
de un ley eterna, un canon, un orden. Después de que Pepe le da un sopapo en la cara
a Quique y el peón le da otro a Polilla a su pedido, se empiezan a producir
acontecimientos irregulares que provocan la confusión de los roles. Pepe descubre que
el misterio del caserón campestre de la nobleza rural es la servidumbre. El
comportamiento de los tíos quería distinguirse de la servidumbre, estaba concebido
contra la servidumbre para conservar el hábito señorial. El orgulloso señorío racial del
tío crecía directamente del subsuelo plebeyo. Sólo a través de la servidumbre se puede
comprender la médula misma de la nobleza rural.

El hecho perverso de que el sirvientito pegara con su mano en la cara de Polilla, un


huesped de señores y un señor, tenía que provocar consecuencias también perversas.
¡Mocoso! ¡En el culeíto te daré, mocoso!, el tío Eduardo y el primo Alfredo se arrojaron
sobre Quique. Polilla empezó a chillar lleno de furia y saltó detrás del peón. Quique,
como si hubiera recuperado el atrevimiento frente a los señores por efecto de la fra...
ternización con Polilla, le dio en la facha a Eduardo: –¡Qué quieres! Se había roto la
bisagra mística, la mano del servidor cayó sobre el semblante del señor. Eduardo
estaba desprevenido y se desplomó. La inmadurez se derramó por todas partes.
Cedieron las ventanas, el pueblo se impuso y empezó a penetrar lentamente, la
oscuridad se pobló con partes de cuerpo campesinales. El pueblo, animado por la
excepcional inmadurez de la escena, perdió el respeto y también deseó la fra...
ternización.
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“Oí todavía el chillar de Alfredo y el chillar del tío, parecía que los tomaban de algún
modo entre sí y empezaban con ellos lerda e indolentemente, pero ya no veía por la
oscuridad...(...)”

PORNOGRAFÍA

La novela comienza cuando Gombrowicz y Fryderyk se van a la casa de campo de


Hipolit para escaparse del drama colectivo de la ex-Polonia, de la ex-Varsovia y de las
discusiones interminables sobre la nación, Dios, el proletariado, el arte. En el primer
domingo de misa Gombrowicz observa a su compañero que arrodillándose y actuando
de una manera particular le va quitando importancia a la ceremonia religiosa.
Con una mirada obsesiva y penetrante Fryderyk establece un contacto sensual entre
las nucas de dos jóvenes, ese hombre extraño se volvía temible y, de repente, la misa
celebrada en un lugar de la Polonia abandonada a los alemanes, cayó fulminada por un
rayo, como si el absoluto de Dios hubiera muerto. Pero, sin embargo, cada nuca estaba
sola, no estaban juntas, eran las nucas de Henia, la hija de Hipolit, y de Karol, un
auxiliar de la finca.

Y la novela termina a lo Shakespeare, en una verdadera tragedia. Cómo es que se pasa


de la descomposición del ritual religioso y de las nucas a semejante carnicería, sólo
Dios lo sabe.
El estallido de las monstruosidades señoriales y campesinas que confluyen en el gesto
del sacerdote celebrando la misa, y la nihilización de la iglesia, preparan el camino para
el reemplazo de Dios por una nueva deidad. Las nucas de Henia y Karol se asocian en la
conciencia de Gombrowicz de una manera lasciva, le nace el pensamiento de que los
jóvenes deben consumar con el cuerpo la atracción que él había descubierto, y es
alrededor de este elemento erótico cómo se empieza a desarrollar la historia.
Henia y Karol son representantes de la tentación y del pecado; Waclaw, el prometido
de Henia, y su madre Amelia, de la corrección y de los principios religiosos.

De qué son representantes Fryderyk y Gombrowicz es más difícil saberlo. Por ahora
digamos que son dos adultos mirones y lascivos que planean, en principio, que los dos
jóvenes se presten atención y consumen una atracción que grita al cielo, salvo para los
jóvenes mismos. Karol es atractivo con una juventud violenta que lo arroja en los
brazos de la brutalidad y la obediencia. Sensual, carnal y con una sonrisa que lo ata a
una inferioridad superficial, no puede defenderse. Esta mezcla explosiva de brutalidad
corporal que aparece en la conciencia de Gombrowicz se le echa encima a Henia como
si fuera una perra, arde por ella, un deseo que nada tiene que ver con el amor, un
enamoramiento becerril con toda su degradación. Pero la joven señorita tiene con el
muchacho un diálogo desembarazado y confiado, los jóvenes no se comportan según
el contenido de la conciencia de Gombrowicz.

En este punto Gombrowicz se pregunta cuánto sabe Fryderyk de todo esto: de la


descomposición de la misa, de la atracción de las nucas, del llamado del cuerpo de los
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jóvenes a la consumación. Henia es una colegiala cortés, cordial y muy atractiva.


Cuando Fryderyk tenía apartes con Henia a solas Gombrowicz pensaba: se la lleva para
hacer cosas con ella o ella se va con él para que él le haga cosas. A partir de ese
momento Fryderyk se convierte en el operador del drama mientras Gombrowicz le
sigue los pasos y trata de interpretar el significado de sus maniobras.
Maniobra con los pantalones de Karol cuando le pide a ella que se los remangue, es
como si les estuviera diciendo: vengan, háganlo, gozaré, lo deseo. Gombrowicz quería
averiguar cuánto de ingenuos eran los jóvenes respecto de los propósitos de Fryderyk
y meditaba en cómo se conectaban las conciencias.

Henia remangaba para que Fryderyk gozara, de modo que Henia estaba de acuerdo
con que él gozara con ella y también con Karol, ella se daba cuenta de que entre los
dos podían excitar y seducir. También Karol lo sabía pues había colaborado en aquel
juego. No eran tan ingenuos, entonces, conocían su propio sabor. La situación no tenía
vuelta atrás, los cuatro eran cómplices en el silencio pues el asunto era inconfesable y
vergonzoso.
Después de que Karol le levantara la falda a una vieja fregona y asquerosa haciéndole
brillar la blancura del bajo vientre y la mancha de pelo negro, le dice a Gombrowicz
que le gustaba Henia pero que le gustaría más hacerlo con doña María, la madre de
Henia. El joven estaba actuando para los adultos porque quería divertirse con ellos, y
no con Henia, porque los adultos, aún dentro de su fealdad, podían llevarlo más lejos
al ser menos limitados.

Pero esto no es lo que quería Gombrowicz, Karol era demasiado joven para Dios y para
las mujeres, era demasiado joven para todo. El sueño de los dos adultos de que los
jóvenes consumaran su atracción innegable se venía abajo, era una pareja adulta de
enamorados en la frustración, desdeñada por la otra pareja de amantes, el fuego de su
excitación no tenía nada en qué descargarse, llameaba entre ellos, estaban asqueados
el uno del otro y se juntaban en una sensualidad irritada.
Pero Fryderyk continuaba con sus maniobras calculadas para juntarlos obligándolos a
pisar una misma lombriz hasta partirla, para que causaran tormentos con sus suelas.
Con toda calma habían transformado en un infierno la existencia de la pobre lombriz.
Un pecado común cometido para los adultos que penetraba la intimidad fundiendo a
unos con otros.

En la virtud los jóvenes se le presentaban cerrados, herméticos, pero en el pecado


podían revolcarse con ellos. Era un sistema de espejos, Fryderyk lo miraba a
Gombrowicz y Gombrowicz lo miraba a Fryderyk, hilaban sueños cada uno por cuenta
del otro y de ese modo llegaban hasta una idea que ninguno de ellos se habría atrevido
a dar por suya.
Por su parte Henia les hacía saber que era creyente, que si ni lo fuese no se confesaría
ni comulgaría, que sus principios eran los mismos que los de su futuro marido, que su
futura suegra era para ella como una madre, que era un honor para ella entrar en esa
familia, y que era seguro que si se casaba con Wlacaw no haría nada con otro. Un
comentario que parecía severo pero que era también una confiada y seductora
confesión de su debilidad.
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Excitaba, precisamente, por su virtud. Y también les decía que Karol no quería a nadie,
que lo único que le interesaba era acostarse un poquito, que ella ya lo había hecho con
un guerrillero, que sus padres lo sospechaban porque los habían sorprendido juntos,
pero que no querían sospecharlo.
Amelia, la madre de Waclaw, era cortés, sensible y espiritual, sencilla y de una rectitud
ejemplar. En ella regía el Dios católico, desprendido de la carne, un principio
metafísico, incorpóreo y majestuoso que no podía atender las majaderías que
tramaban los adultos con Henia y Karol. Parecía enamorada de Fryderyk, estaba
subyugada con ese ser terriblemente reconcentrado que no se dejaba engañar y
distraer por nada, un ser de una seriedad extrema.

En la finca de Amelia tiene lugar la segunda caída de Dios después del derrumbe de la
misa en la iglesia. Un ladronzuelo de la edad de Karol entra en la casa para robar,
según todo lo hace parecer la señora descubre al ladrón, toma un cuchillo y lucha con
Joziek, transcurren unos minutos y Amelia llega a la mesa donde están su hijo y los
invitados, se sienta y cae muerta con el cuchillo clavado mirando un crucifijo. La
situación no estaba clara, nadie sabía lo que había pasado pues Amelia no pudo contar
nada y Joziek decía que sólo se habían revolcado, que había sido un accidente.
Fryderyk era mal psicólogo, tenía demasiada inteligencia y por lo tanto era capaz de
imaginarse a doña Amelia en cualquier situación. La sospecha que flotaba en el aire era
la de que esa mujer tan espiritual y guiada por los principios de Dios había prologado
demasiado la lucha con Joziek revolcándose en el suelo de puro placer y, por
accidente, se le había clavado el cuchillo. Si esto era así no podían entregar a Joziek a la
policía.

A la casa de Hipolit llega Semian, un jefe de la resistencia que se había vuelto cobarde.
Sus compañeros temen que se convierta en delator y le piden a Hipolit que lo mate.
Semian actualiza el sentimiento de que todos estaban atados a la patria, todos eran
instrumentos de todos los demás, y a cada cual le estaba permitido servirse del
instrumento con la mayor temeridad, para la causa común. La presencia del recién
llegado convirtió a Karol en un soldado, preparado a dispararse como un perro al oír la
orden. Pero no era sólo él, la miseria romántica tan repelente unos instantes atrás
cedió de pronto, y todos en la mesa, como si fueran una patrulla, esperaban la orden
para entregarse a la lucha.
Mientras tanto Fryderyk seguía maniobrando para juntar a Henia con Karol, esta vez
utilizando al prometido.

Les dio unos papeles en un teatro escrito por él y los hacía actuar en el parque,
participaban de una escena extraña en la que los jóvenes, según desde dónde se los
mirara, aparecían como recitando con ademanes poéticos o como cayendo en el pasto
para revolcarse. Lo único que atinó a decir el pobre Waclaw, que observaba la escena
desde el lugar en que lo había puesto Fryderyk, es que eso de caer sobre el pasto tan
pronto y luego levantarse era raro, que así no se hacía, que le parecía que ella no se
había entregado a Karol, y que precisamente eso le resultaba peor que si hubieran
vivido juntos, que si en verdad se le hubiera entregado él podía defenderse, pero así
no, porque entre ellos ocurría de otro modo, y al no habérsele entregado Henia era
todavía más de Karol.
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Llegando al final del relato hay un intercambio de mensajes escritos entre Gombrowicz
y Fryderyk, es un intento que hacen los adultos por saber qué pasa. Fryderyk confiesa
que no tiene un plan determinado, que actúa siguiendo las líneas de tensión y del
apetito.

Fryderyk piensa que los jóvenes no se juntan porque sería demasiada plenitud para
ambos, que se acercan y flirtean porque quieren hacerlo gracias a ellos, a través y de
ellos y también de Waclaw. Lo peligroso de todo esto es que Fryderyk siente que ha
caído en manos de unos seres frívolos, de unas manos apenas crecidas. En la plenitud
de su desarrollo intelectual y moral se sentía empujado con el pensamiento y la pasión
a hacer lo que estaba haciendo, como un Cristo crucificado en una cruz de dieciséis
años.
Y llegamos al final. Los adultos no se animan a matar a Semian y le piden a Karol que lo
haga por ellos con la irresponsabilidad de la juventud para quitarle gravedad a un
crimen tan siniestro. Waclaw, que está preparando su propia muerte pues no puede
soportar el recuerdo de la escena de Henia revolcándose en el pasto con Karol, entra al
cuarto de Semian y lo mata. Apaga la luz y se enmascara con un pañuelo para que
Karol no lo reconozca cuando le abra la puerta.

Karol no lo reconoce y lo mata creyendo que es Semian. Queda un cabo suelto, Joziek,
el joven al que no se lo puede entregar a la policía porque es inocente, entonces,
Fryderyk lo mata, y no se sabe si lo mata para guardar sin mancha la memoria de doña
Amelia que había caído en el pecado original, o para ponerle el punto final a la no
consumación de los jóvenes. Hania y Karol sonríen.
“(...) sonríen como sonríe la juventud cuando no sabe cómo salir de un apuro. Y
durante unos segundos, ellos y nosotros, en nuestra catástrofe, nos miramos a los
ojos”

LAS ACTRICES

“Personalmente no sabía tratarlas, me refiero a las mujeres, pues me comportaba


realmente como no debía (...) Me vengaba de ellas haciéndome el loco y el payaso
cuanto podía, y en el fondo de mi alma odiaba a esas maestras indulgentes y
presumidas, esas guías, institutrices y... desgraciadamente, a menudo... críticas (...) Por
fin llegó un momento en que me rebelé y saqué la conclusión de que había que
exterminar la feminidad de la literatura”
Estas declaraciones tan drásticas de Gombrowicz no son aplicables sin más a las
actrices, siendo el mismo un actor tenía una relación ambigua con ellas. Cuando
Gombrowicz se va de la Argentina se divertía y estimulaba a algún periodista amigo
para que publicara alguna nota destacando su situación estrafalaria y situándolo en
algún balneario brasileño de moda, seduciendo a famosas estrellas de cine como Zsa
Zsa Gabor.
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Sus contactos con las actrices en Polonia dejaban mucho que desear. Cuando se
propone llevar al teatro a “Ivona, princesa de Borgoña”, lo consulta a Tadeusz Boy-
Zelenski: –Pregúntale a Mira, ella te dirá.
Mira Ziminska era actriz, a más de ser inteligente, tenía un gran sentido del humor,
pero Gombrowicz se llevaba mal con los actores, especialmente con las actrices,
consideraba que los intérpretes pertenecían a una clase inferior de artistas.
“Con las actrices me mostraba aún más implacable que con los actores, y tenía la
costumbre de fingir que no las conocía; me presentaba solemnemente a cada una de
ellas en cada encuentro. Un día, cuando me presenté cortésmente por quinta vez a
una diva, ésta agarró un vaso de agua y sin pensarlo dos veces me lo vació en la
cabeza. Mira Ziminska, por suerte, no me guardaba rencor, pero sus horizontes
teatrales no eran tan amplios como para poder apreciar una obra tan innovadora
como “Ivona”. Me dijo que el principio no estaba mal, pero que el resto no valía nada”

Gombrowicz se veía poco con Tadeusz Boy-Zelenski, apenas tenía contacto con las
mujeres que lo rodeaban, un séquito de segunda mano, mujeres de letras entradas en
años que constituían el estado mayor femenino del maestro. También había mujeres
jóvenes y hermosas, actrices, poetisas o a veces simplemente muchachas atraídas por
un ambiente donde su belleza podía resplandecer si correr riesgos. Pero estas jóvenes
que venían a buscar la vida fácil en la órbita de Boy, tenían una actitud deliberada y su
deseo de emancipación era demasiado estereotipado y evidente, entonces, no
resultaban atractivas y hasta llegaban a ser irritantes.
“De todos modos debo reconocer que Boy realizó grandes cosas en favor de la
normalización de la mujer polaca. Utilizo el término normalización teniendo en cuenta
la situación que se había creado”

Las polacas de su generación tuvieron en Boy un verdadero maestro en el arte de


domar mujeres. Tadeusz Boy-Zelenski era médico, poeta, escritor, crítico literario y
teatral, traductor de más de cien títulos de literatura francesa, desmitificador de las
tradiciones nacionalistas de la nobleza y de la Iglesia. Fue asesinado por la Gestapo en
1941.
Pertenecía a la generación anterior a la de Gombrowicz, inteligente y talentoso dedicó
buena parte de sus energías a achicar la brecha que existía entre Polonia y Occidente.
Gombrowicz se le presentó en un café: –¿Señor Zelenski?; –Sí; –Me permitiría unas
palabras, aunque no tengo el honor de ...; –Siéntese; –Verá usted, yo soy un pasajero
sentado sobre una silla, la silla está sobre una caja, la caja sobre unos sacos, los sacos
sobre un carro, el carro sobre un barco, el barco sobre el agua... Pero, ¿dónde está la
tierra firme y cómo es...? Nadie lo sabe; –No lo sabemos. Navegamos y navegamos en
este barco polaco pero no tocaremos tierra hasta que no nos hundamos.

Gombrowicz conocía también a otro maestro en el arte de domar mujeres, lo


subyugaban las cualidades de actor de Tadeusz Breza, un novelista y diplomático que
tenía con Gombrowicz una amistad complicada. A Breza le resultaba difícil comprender
las manías y la falta de naturalidad de Gombrowicz, no llegaba a asimilar cómo
coexistían en él una cultura y una inteligencia sobresalientes con una falta total de
mundología.
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Gombrowicz de vez en cuando se escapaba de su casa y, de igual modo que el


protagonista de “Cosmos”, se tomaba unas vacaciones en alguna pensión de
Zakopane. En una ocasión se alojó en la casa de una canonesa amiga de su hermana
Rena. Había caído en una trampa, se encontró con amigas de su hermana y con unas
cuantas personas más pertenecientes a la buena sociedad, damas católicas de una
moralidad inquebrantable.

Cuando ya había decidido la mudanza, apareció Tadeusz Breza, un joven alto y de


semblante distinguido, de un humor loco y de arrebatos poéticos. Mientras
Gombrowicz naufragaba en su problema con la forma polaca y en su dificultad para
relacionarse con las amigas de su hermana Rena, Breza se convertía en el eje de la
conversación.
“En realidad no sirves para nada –explicaba Tadeusz a una de las jóvenes presentes–,
no sé cómo utilizarte, en todo caso podrías servir para levantar cargas, pero tal vez
fuera mejor emplearte directamente como carga, o sea un lastre, sí, se te podría atar
al extremo de una cuerda y subir los muebles desde la calle a los pisos superiores,
aunque, yo qué sé, eres tan rústica que mejor te dedicases a plantar... por ejemplo,
rábanos... pero quizá fuese mejor utilizarte como suelo para plantar y plantarte
rábanos en las orejas”

A Gombrowicz le encantaba ese tipo de humor y estaba deslumbrado con Breza,


envidiaba la facilidad que tenía para relacionarse con las mujeres, mientras él iba de
mal en peor. Finalmente, como sus fracasos no cesaban de repetirse, llamaron la
atención de Tadeusz. Le presentó entonces a una joven actriz, hermosa, sana,
simpática, amante de la lectura y del arte con la esperanza de haber encontrado para
él la unidad ideal de cuerpo y de espíritu, de cultura y naturaleza. Pero el hecho de que
esa joven apareciera sobre un escenario, que se dejara contemplar, que tuviera una
actitud profesional hacia su encanto y sus gracias, hizo que no se le despertara ningún
interés por ella.
Sin alcanzar los niveles heráldicos y los estados de locura que caracterizaban algunas
de las relaciones de Gombrowicz con las actrices, yo también puedo poner sobre la
mesa experiencias que rozan estos talantes aunque sean menos llamativas.

En la historia verdadera que di en llamar “La Crucificada” se la puede ver a una notable
actriz, miembro del club de gombrowiczidas, actuando junto a Norman Briski en el
“Doble Concierto”.
El grado de locura que debe tener una mujer representando el papel de la esposa de
un pianista encarnado en el cuerpo de ese gran actor que es Norman Briski, no hace
falta demostrarlo.
“Lo tenía a Ud, por personaje. Y me ha causado estupor comprobar lo bien que ha
sobrevivido a su autor. Ya no lo necesita. Sus crónicas lo han convertido a él en
personaje. Es la primera vez que sé de un cambio de roles semejante (...) Muy bueno.
Me alegra que el delirio se extienda señor Goma. Un placer sus crónicas”

Estas palabras de la Actriz, una escritora, dramaturga y actriz muy bonita, me hicieron
recordar que ella también como la Crucificada había pasado por la escuela de Norman
Briski.
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“Cuando regresé acá a los 20 años recuperé mi nombre y caí en la escuela de Norman
Briski, en Calibán, donde él salvajemente te agarraba de los pelos y te dejaba en
pelotas, literalmente, delante de toda la clase. La primera vez que me vio me dijo que
no podía ser actriz porque ya era un personaje. ‘Para ser actor, tenés que ser un papel
en blanco’. Le respondí que él no me podía decir eso, porque era un típico
intelectualoide de anteojos, jeans y conceptos psicológicos... A pesar de todo fui
admitida y empecé a trabajar en primera persona, lo que me resultó muy interesante
creativamente hablando. De Briski aprendí a valorar mi desmesura como él valoraba la
suya, y a no dejarme pisar, porque nunca fui un juguete de sus caprichos, como
algunos de sus alumnos”

OPERETA

La historia comienza un poco antes de la Primera Guerra Mundial. Un conde dandy y


calavera, hijo del príncipe de Himalay, se propone conquistar a una bella joven y busca
una excusa para presentársele. Contrata a un rufián con el propósito de que le robe
algo mientras está medio dormida en el banco de una plaza, y con la excusa de
devolverle lo que el rufián le robó, se presenta. La joven sintió la mano del rufián y en
el sueño piensa que el toqueteo estaba relacionado con el amor y no con el robo,
soñaba que la mano no buscaba el medallón sino su cuerpo. A partir de ese momento
la excitada y transfigurada muchacha soñará con la desnudez adormeciéndose para
sentir de nuevo el roce que la desnudaba.
El conde, vestido de pies a cabeza, no quiere la desnudez de la joven, adora el vestido
y se propone seducirla con la elegancia de sus modales y de su vestuario.

Un célebre modista recién llegado de París visita el castillo del príncipe de Himalay con
la intención de lanzar sus creaciones en un baile con desfile de modelos. Mientras la
joven sigue soñando con la desnudez el maestro piensa en cómo hacer reinar la moda,
la elegancia y el adorno, está inseguro y tenso pues no sabe en qué sentido presionará
la historia y cuál será la silueta que se adaptará mejor a los tiempos que corren. Un
invitado al castillo se le presenta al modista como criador de caballos y le aconseja que
proponga un baile de máscaras en el que los participantes cubran con un saco el traje
que hayan confeccionado para dictar la moda. A una determinada señal caerán los
sacos y entonces el jurado premiará las mejores creaciones para que el maestro pueda
elegir la moda de los años venideros.

Pero el criador de caballos no es criador de caballos sino un impostor, es nada más que
un antiguo mayordomo del príncipe que fue despedido y se convirtió en agitador y
militante revolucionario.
Introducido en el castillo con un nombre falso por un profesor que oculta
cuidadosamente sus ideas marxistas, planea lanzar en el baile de máscaras una moda
sangrienta con un traje terrorífico para sembrar la revolución entre la servidumbre
hasta ahora sumisa. El conde lleva a la joven al baile de máscaras sobrecargada de
vestidos pero ella sigue subyugada por la palpación del rufián, se adormece
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continuamente y sueña con la desnudez. Dandy y calavera como es lleva a su rufián


atado a una correa, mientras un rival, dandy y calavera como él, también lleva a su
rufián atado.

Como ambos son incapaces de responder al llamado a la desnudez que les hace la
joven desde el sueño, se insultan y se desafían a duelo.
El baile refulge en el máximo esplendor de sus máscaras y los rivales, desesperados,
sueltan a sus rufianes que se entregan a la palpación y al robo.
Los rufianes roban y palpan a manos llenas y los invitados se ponen a gritar
desconcertados. Los buenos modales y el desfile de modas caen en la debacle. El
antiguo mayordomo y falso criador de caballos se lanza al galope a la cabeza de la
servidumbre. Es la revolución. Sopla el viento de la historia, ha transcurrido el tiempo,
después de la Segunda Guerra Mundial estamos en las ruinas del castillo de Himalay y
la vestimenta de las hombres es desaliñada.

Los disfraces son extraños: el príncipe-lámpara, el sacerdote-mujer, un nazi en


uniforme, un soldado con máscara anti-gas. Todos se ocultan y nadie sabe quién es
quien. El antiguo mayordomo galopa a la cabeza de un escuadrón de la servidumbre
para cazar fascistas y burgueses. El maestro de moda desamparado y aturdido clama
en vano por un procedimiento legal para juzgar a los fascistas detenidos, pero el viento
de la historia se lo lleva por delante.
Increíblemente, en medio de esta descomposición, aparecen los dandys calaveras y
rivales cazando mariposas, delante de un cajón llevado por dos enterradores. Cuentan
la triste historia de la desaparición de la joven y los rufianes después del baile, sólo
quedan algunos vestigios del guardarropas de la muchacha somnolienta.

Persuadidos de que la joven fue desnudada, violada y asesinada se lanzaron a los


caminos provistos de un cajón para enterrar su cuerpo ni bien lo encontraran. Cada
uno arroja en ese cajón mortuorio sus propios fracasos y sufrimientos pero, cuando en
el colmo de la desesperación, maldiciendo la vestimenta, la moda y las máscaras de los
hombres, el modista deposita en el cajón la eternamente inasible desnudez humana,
aparece desnuda la joven somnolienta. Los dos enterradores son los rufianes, ellos la
raptaron del baile, la desnudaron y la escondieron en el cajón.

LA REINA DE LA ONOMATOPEYA Y LA LOCURA

Los enigmas han despertado siempre la curiosidad del hombre. La Esfinge, que en su
tiempo devoraba a quienes no adivinaban, le propuso un enigma a Edipo que se volvió
famoso con el transcurso del tiempo.
Ahora es muy conocido pero en aquella época, cuando Edipo lo resolvió y mató a la
Esfinge, nadie lo conocía. Sin que yo pretenda convertir a los gombrowiczidas en Edipo
ni a mí en Esfinge debo confesar que hay un enigma que hasta ahora no he podido
resolver: saber hasta qué punto Gombrowicz estaba loco.
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Gombrowicz escribió que hubiera mordido la mano del psiquiatra que pretendiera
destriparlo privándolo de su vida interior. Él sabía que tenía complejos pero también
sabía que los transformaba en un valor cultural. No era lector de Freud, pero ésta es
justamente la definición que hace el austríaco sobre la sublimación.

Uno de los rangos en los que se mueve la locura es entre el exceso de responsabilidad
y el defecto de responsabilidad, ubicándose el caso de Gombrowicz en este último
extremo.
No vamos a mandarlo al psiquiatra todavía pero vamos a interceptarlo antes de que
sublime en sus obras, en la mitad del camino. Gombrowicz reconocía en el origen de su
locura la sangre de su familia y la vida artificial de su clase social.
“El mundo se me hacía insoportable. Todo se me presentaba como una maliciosa
caricatura. Mi familia y mi esfera social: ampulosas, mimadas y blandengues. La
sociedad, la nación y el estado: enemigos. El ejército un mal sueño. Los ideales y las
ideologías: lugares comunes (...)”

“(...) Pero el peor, el más artificial, el más pretencioso, era yo mismo: cada palabra me
salía diferente a como deseaba, cada gesto estaba contaminado (...) Sólo aquel que me
hubiera seguido paso a paso y espiado en todos mis contactos con la gente, podría
haberse dado cuenta de hasta qué punto era yo un camaleón. Según el lugar, los
individuos, las circunstancias, me mostraba prudente, estúpido, primitivo, refinado,
taciturno, locuaz, inferior, superior, anodino o profundo, era ágil, pesado, importante,
una nulidad, vergonzoso, descarado, audaz o tímido, cínico o noble, ¡qué no llegaba a
ser! Lo era todo”
El psicoanálisis existencial, con el podría haberse analizado la presunta locura de
Gombrowicz, no puede ser considerado como una terapia mental, porque le ofrece al
hombre la angustia, a diferencia del psicoanálisis empírico que en muchos casos se
propone deliberadamente, y algunos dicen que lo consigue, liberar al hombre de la
angustia.

Podría pensarse en el psicoanálisis existencial como una terapia moral, que se propone
curar al hombre de la enfermedad infantil de la inautenticidad y que lo conduce a la
edad de la razón, donde podrá quedarse solo, apto para asumir su libertad, su
autonomía y las responsabilidades derivadas de ella.
“No me hacía ilusiones respecto a mi propia persona, sabía que era una especie de
minusválido psíquico, para quien una existencia normal era inaccesible y me veía
obligado a buscar mi propio camino. Mi sensibilidad, mi imaginación, mis complejos,
mis temores, mis obsesiones, cuanto más disimulados, con más fuerza me perseguían,
y si estaba tan mal, era precisamente porque parecía un ser bastante sano y contento
de mí mismo. Pero lo cierto es que no existía para mí un camino recto y sabía que si
no me justificaba ante mí mismo y los demás con alguna obra de orden superior, no
me quedaría otra cosa que hundirme y convertirme en un loco y en un simple
degenerado”

En el otro extremo, en el del exceso de responsabilidad, está ubicado el


existencialismo. En un estudio realizado por una famosa psiquiatra ginebrina se cuenta
como la doctora escuchó de la boca de una de sus pacientes relatos en los que sus
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experiencias mentales coincidían en muchos aspectos con las que describen los
existecialistas y, especialmente, con las vividas por ciertos héroes de las novelas de
Sartre.
“El menor gesto se extiende a todo el universo. La piedra que arrojé al agua hace un
momento en este río rebotó en la superficie y dejó atrás una estela de ondas; siento
que puede ser la causa remota de un naufragio en el océano. En consecuencia, yo seré
la causa de ese naufragio, y tendré que asumir la responsabilidad total... ¡Soy culpable
de todo, absolutamente de todo!... Por mi mera existencia soy culpable y complico al
mundo entero en mi ignominia... ¡Qué terrible es esta carga eterna sobre nuestros
hombros humanos! No estar segura de nada, no poder confiar en nada, y no obstante
verse obligada a comprometerse siempre de manera total...”

La paciente, que verdadera y sinceramente intentó vivir según los rigurosos principios
existencialistas del compromiso y la responsabilidad, finalmente perdió por completo
la razón. Imaginemos por un momento que en el mismo instituto psiquiátrico en el que
se encontraba internada la paciente, hubiera estado también internado Gombrowicz,
asunto nada improbable pues durante buena parte de su vida le anduvo dando vueltas
por la cabeza la idea de que estaba loco. ¿Qué hubiera estado haciendo nuestro
amigo?, hubiera estado tirando piedras al agua seguramente, y sin ningún
remordimiento.
Gombrowicz no soportaba el compromiso y la responsabilidad existencialistas, los
consideraba una enfermedad que producía una deformación en el hombre, era una
carga muy pesada para la naturaleza humana.

La idea de una conciencia cada vez más profunda para alcanzar la existencia auténtica
debía conducir a la locura. El existecialismo no venía por una parte del hombre, venía
por todo el hombre, por la razón, por la conciencia y por la vida. Esta ya no era una
teoría sino un intento de anexión que no se podía responder con argumentos sino
viviendo de una manera radicalmente diferente a la que ellos proponían, de un modo
suficientemente antagónico como para que nuestra vida les resultara impenetrable.
El compromiso y la responsabilidad tientan al hombre a resolver con su propia cabeza
los problemas del mundo, una tentación que, por lo general, produce resultados
catastróficos. Gombrowicz comienza entonces a tirar piedras en el agua, se presenta
como un paseante pequeño burgués que sólo por azar y jugueteando se pone en
contacto con causas supremas y poderosas.

Él es un representante ejemplar de una vida que huye del compromiso y la


responsabilidad, esas categorías que condujeron a la paciente a la locura. Su metafísica
intenta soportar a todos los hombres, en cualquier escala, en cualquier nivel, una
metafísica que abarque todos los tipos de existencia, que sea tan irresistible arriba
como abajo.
De este rechazo que hace Gombrowicz del compromiso y la responsabilidad excesivos
nacen algunos reproches que se le hacen a su falta de sinceridad y a su histrionismo,
pero hay que recordar que la literatura es escurridiza y lo obliga al escritor a rebotar
con las paredes del lenguaje y del objeto. El bufón que todos llevamos dentro nos
habla muy claramente de las ganas que tenemos de divertirnos y del deseo de una
mayor flexibilidad y de una forma menos definida.
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Si alguna cosa en el mundo, sea la cosa fuere, no le permite al hombre pensar y sentir
libremente, puede que no alcance para volverlo loco, pero lo pone en el camino de la
locura.
Gombrowicz estaba lejos de este tipo de locura pues no era un hombre que se dejara
tentar por los compromisos y la responsabilidad, pero la sangre familiar y otros
asuntos agregados de su propia cosecha lo fueron poniendo en camino de convertirse
en un orate.
“Maduraban en mí unas rebeliones que no podía comprender ni dominar. Me acuerdo
de un entierro al que asistí, era la inhumación de un pariente; los Balinski caminaban
detrás del féretro, muy dignos, acompañados de numerosas personas (...)”

“(...) De repente no sé qué demonio se apoderó de mí y empecé a comportarme


provocativamente, metí las manos en los bolsillos y me puse a dar patadas a todo
cuanto hallaba por el camino, a volverme sobre las mujeres con las que me cruzaba,
hasta que, finalmente, superando la capacidad de espanto de mis padres, comencé a
parlotear en voz alta con los demás miembros del cortejo fúnebre, no menos
horrorizados. Por fin, ya en el mismo cementerio, me agarró un ataque de risa que no
pude dominar; literalmente me ahogué de risa sobre aquel ataúd”
La entrega a la locura y al absurdo la empezó a practicar desde la juventud y era un
asunto que realmente lo preocupaba. La sangre enfermiza de los Kotkowski que había
heredado de su madre pesaba sobre él como una amenaza de posibles perturbaciones
psíquicas.

Ese temor fue más intenso en los años en que su imaginación estaba desbocada y
oscilaba entre la neurosis y la psicosis. La neurosis estaba radicada en la zona
consciente de sus complejos a los que transformaba en un valor cultural escribiendo.
La esfera de la psicosis le ocultaba, en cambio, sus trastornos psíquicos y el control era
menor.
Iván Pavlov, el fisiólogo ruso que realizó estudios sobre las glándulas digestivas, los
reflejos condicionados, la actividad nerviosa superior y los grandes hemisferios
cerebrales les hacía mirar a los perros de su laboratorio unos círculos para asociar sus
conductas primarias a elementos abstractos. Un día se le ocurrió ir estirando estos
círculos que, poco a poco, fueron adquiriendo la forma de elipses hasta que los pobres
pichichos, no pudiendo distinguir qué clase de figura estaban viendo, tuvieron
trastornos de conducta.

Alguien se encargaba de estirarle los círculos a Gombrowicz, como Pavlov se los


estiraba a los perros, quizá fuera la forma polaca, pero fuera una cosa o la otra la
cuestión es a veces pasaba por loco.
“Por fin comprendí: Pilsudski. Hacía unos días que se sabía que su estado era
alarmante (...) De repente una fila de Cadillacs empezó a entrar en el patio del palacio
Belweder: era el Gobierno, con el primer ministro Skalkowski a la cabeza, que iba a
despedirse del Mariscal (...) Miré con ira los pálidos semblantes de unos cuantos de
mis colegas escritores y dije en voz alta: –¡Qué bonitos coches! Es fácil imaginarse el
efecto producido por semejantes palabras... Los más benévolos, explicaban a los
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demás, menos indulgentes, que yo estaba un poco loco, que era un poco comediante,
que no era más que una pose y que jugaba a ser un cínico y un tipo grosero”

Uno de los recursos a los que echaba mano Gombrowicz para caer en la falta de
responsabilidad y en la inmadurez era la onomatopeya.
Stefan le advirtió a Jawdiga que le iba a meter un sapo debajo de la blusa, y que ella
tenía que repetir con él las siguientes palabras: Cham, bam, biu, mniu, ba, bi, ba be no
zar. Fue imposible, no quiso pronunciarlas, le dijo que le daba vergüenza y se echó a
llorar (...)
Fue un bramido de risa general en todo el salón. Junto a las paredes habían quienes se
pedorreaban y quienes se meaban de risa. Bambeabam.
“Y, entonces, de risa en risa, riendo, bum; riendo; bam, bum, bumbambeaban” (...)
Leon sentado en un tronco le cuenta que había trabajado treinta y dos años y que las
historias del gorrión y el palito eran para él fruslerías, que lo importante era la fiesta,
que en la fiesta iba a bergar con el berg (...)

El protagonista quiere escaparse pero no lo deja, le cuenta que la esposa no sabe que
el juega en la mesa con el berg, que berguea con el bemberg. Le ruega que se quede,
que le va a decir algo que le interesa pues lo veía como un buen bembergador, que lo
había admitido en su casa porque estaba bembergando con el berg a su hija Lena, a
escondidas, que sabía que le gustaría embergarse bajo sus faldas a pesar del
matrimonio como el amanberg número uno, que no le dijera una palabra a nadie
porque en caso contrario se vería obligado a echarlo de casa (...)
Esa noche harían la peregrinación, con devoción, la devoción es necesaria porque sin
ella no existiría el placer; le pidió que lo dejara solo para purificarse y prepararse para
el ceremonial del placer, para el festejo del Gran Espasmo con aquella sirvienta(...)
Mientras tanto Leon se excitaba recordando a aquella mujerzuela, jadeaba, celebraba
su propia inmundicia. Pero nadie se iba, gimió lujuriosamente y finalmente exclamó:
¡Berg!, bembergado con el berg. Los había llevado a la montaña para masturbarse.

A veces trato de imaginarme cómo son los miembros del club de gombrowiczidas
utilizando las categorías de la responsabilidad y de la onomatopeya para deducir qué
parecido pueden tener con Gombrowicz.
La Reina de la Onomatopeya es una joven cineasta talentosa muy dulce que a cada
rato me sorprende con sus historias.
“Soy licenciada en Artes Visuales y en Informática. Nací en Remedios de Escalada Pcia.
de Buenos Aires, nuestro juego de niños con mis hermanos varones era ir a dar vueltas
en bici a la Laguna de Petróleo de los talleres del ferrocarril. Grande como dos
manzanas del barrio, y todos los meses le prendían fuego, y era normal ver a cuadras
de casa la columna de humo negro oscuro, aunque esos días de humo no dábamos
vueltas por ahí, sino por los trenes abandonados. O entrábamos en la biblioteca de
casa, hacíamos lecturas en voz alta, haciendo que teníamos un programa de radio.
¡Oh, qué épocas, basta! (...)”

“Aventuras es un cuento completamente bellísimo. Gracias nuevamente Juan Carlos.


Quería saber qué te parecería. Quiero hacer una convocatoria para un festival
internacional de cortos Gombrowiczidas.
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En noviembre voy al festival de cine de Mar del Plata y podría promocionar los cortos
desde allá. (...)”
“Se llamará witoldfest, fijate que armé un blog con las bases, aunque debo poner todo
más lindo y hacer la traducción al inglés y al polaco, pero esta bien. Pediré ayuda a los
señores embajadores de la real Polonia (...)”
“Me invitaron al festival de cine de Mar del Plata para promocionarlo. Ojalá saque
gente que pague las postales afiches, cosas así, aunque la verdad no me importa eso,
estará bueno ir a ver los films”
blog: witoldfest.blogspot.com
mail del festival: witoldfest@gmail.com

COSMOS

De las cuatro narraciones que integran la novelística de Gombrowicz ésta es la más


extraña de todas. La historia comienza cuando el protagonista se va de la casa de sus
padres en Varsovia, estaba harto de toda la familia, se dispone pues a tomar unas
vacaciones, a preparar un examen y a disfrutar del cambio de aire. Mientras estaba
buscando una pensión barata se encuentra con su amigo Fuks que también está
huyendo, pero no de sus padres sino de su jefe. Muy cerca de la casa en la que
finalmente alquilarán un cuarto aparece la primera anomalía de este relato, un
acontecimiento extraño alrededor del cual el joven estudiante empieza a armar la
trama de un misterio que va creciendo.
En el medio de unas matas ven un gorrión, no era un gorrión común, era un gorrión
que estaba colgado de un alambre fino enredado en la rama de un árbol, un
descubrimiento a primera vista inexplicable pues no tiene sentido ahorcar a un gorrión
y luego colgarlo, por lo menos un sentido racional y coherente.

Los problemas con el jefe de la oficina del amigo y los del joven estudiante con su
padre los predisponen a exagerar el significado de algunos hechos sin importancia.
En la entrada de la casa los atiende una mujer cuarentona y regordeta cuya boca no es
normal, y ésta es la segunda anomalía en la que pone atención el protagonista. La boca
estirada le enroscaba el labio superior, la frialdad reptiloide de ese labio lo excitó de
inmediato, era un oscuro pasadizo que conducía a un pecado carnal gelatinoso y
viscoso, como si fuera una vulva. La dueña de la pensión, también rechoncha, les
muestra la casa y en la cama del primer cuarto que abre estaba acostada su hija sobre
un colchón sin sábanas, el muslo de una de sus piernas quedaba destacado contra el
elástico metálico pues el colchón se había deslizado, un muslo muy atractivo que lo
hace arder al instante al estudiante impresionándolo tanto como el labio de la
posadera.

En la cena, Leon, el dueño de la posada, les comunica con un lenguaje jocoso y


extravagante que él está a disposición de su esposa, que hace pequeños trabajos en la
casa, les recomienda la crema que prepara la señora y asegura que el intelecto de los
jóvenes podrá hacer cuanta pirueta ansíen. A su lado estaba Lena, la hija, serena como
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un lago. La posadera Katasia le alcanzó a Lena un cenicero cubierto con una redecilla
de alambres, y aquí se dispara la tercera anomalía. La malla del cenicero se le asoció al
elástico de la cama con el muslo, y el labio vulva de Katasia con la boca entreabierta de
la hija. En ese mismo momento al protagonista se le despertó una pasión enfermiza.
Era la primera noche, no quería dormir pero tampoco quería levantarse. Como Fuks no
estaba en el cuarto se imaginó que había ido a ver al gorrión, el gorrión crecía, se
volvía más importante de lo que era, ya era un personaje capaz de recibir visitas.

En medio de la noche se encontró en el corredor de una casa ajena en mangas de


camisa, una situación que se le asociaba con el erotismo y se le deslizaba hacia la
sexualidad, un deslizamiento equivalente al del escurrimiento de la boca vulva de la
posadera. En el cielo y en el jardín trazaba líneas imaginarias buscando figuras y
formas, los objetos del jardín se ponían unos tras otros como los labios de Katasia tras
los de Lena que, en su imaginación, estaban más unidos que en la mesa. No tenían
nada en común pero existían unos en relación con los otros como en un mapa donde
cada ciudad existe en relación con todas las demás.
La intensidad de las estrellas se le asoció con la intensidad del gorrión ahorcado, y el
gorrión se le asoció con las bocas, pero el gorrión no se dejaba situar en el mismo
mapa que el de las bocas, se hallaba afuera, pertenecía a otro mundo.

Cuanto menos se justificaba la pertenencia a este mundo del gorrión más se volvía
significativo el hecho de que lo estuvieran observando de esa manera. Y al día
siguiente otra vez llegó la hora de la cena. Lena estaba casada, su esposo llegó
mientras comían, la hija se había transmutado totalmente por la llegada de aquel
hombre que conocía los movimientos más secretos de aquellos labios. Bien formado,
apuesto, inteligente y arquitecto pero, ¿qué le hacía él a ella y ella a él cuando estaban
juntos? Ver a un hombre frente a la mujer que nos interesa es desagradable pero lo
peor es que se vuelve objeto de nuestra curiosidad y entonces tratamos de adivinar
sus gustos ocultos a través de esa mujer aunque eso nos produzca asco.
Desplegaban la ternura cortés de los matrimonios jóvenes, las búsquedas pasionales y
llenas de repulsión del protagonista debían limitarse a la mano de Ludwik que yacía
sobre la mesa cerca de la mano de Lena, se torturaba imaginado de qué manera la
tocaría.

Doña Bolita, la esposa de Leon, estaba escandaliza con lo del gorrión, pensaba que era
una maldad de chicos. Llegó Katasia para llevarse los platos y su boca vulvosa apareció
cerca de los labios entreabiertos, suaves y limpios de Lena, el joven estudiante no
quiso mirar para no influir en nada, para que el experimento resultara objetivo. Ludwik
dijo que una semana atrás había visto un pollo ahorcado pero unos días después había
desaparecido.
Leon tarareaba su tiru-liru-lá, fabricaba bolitas con migas de pan y las acomodaba en
hilera sobre el mantel para observarlas. Lena era maestra de idiomas y llevaba dos
meses de casada, la posadera era sobrina de doña Bolita y había que operarla y coserla
nuevamente para arreglarle la boca. Leon tomaba sal con la punta del cuchillo y la
depositaba sobre una bolita mientras pedía más rábanos y crema.
51

Fueron varios días de retazos de todo. Una noche los ojos del protagonista tropezaron
con un clavo de la pared mientras cenaban, del clavo pasó al armario y del armario al
techo donde había una raya que parecía una flecha. Era una flecha. Ya cansado miró
una botella con un corcho en el cuello y descansó en el corcho hasta que se fueron a
dormir.
En la cena la flecha no era más ni menos importante que las demás cosas pero cuando
el joven se pone a recordar la historia de sus vacaciones extrae de la misma historia la
configuración del futuro poniendo a la flecha en primer plano. La conclusión que saca
es que no podemos entrar en contacto con nada en el momento de su nacimiento, y
que si hubiéramos salido del caos nunca entraríamos en contacto con él. Es una
reflexión análoga a la que Gombrowicz hace sobre la inmadurez, la inmadurez
desaparece cuando intentamos definirla y darle forma.

Katasia los despertaba con el desayuno, la impropiedad de su boca vulva se le


prolongaba, ese momento le quedaba grabado durante el día entero manteniéndole
viva la asociación bucal en la que se había enredado con tanta obstinación. Mirando el
techo del cuarto donde dormían los dos amigos ven una flecha que el día anterior no
estaba ahí. Esa flecha se les asocia con la flecha del comedor y deducen que les está
indicando una dirección. El protagonista sueña con la mano de Lena, en la noche
anterior le había parecido que al posar su mirada sobre esa mano la mano había
temblado. Estaba agotado, quizás, si no hubieran tenido tantos problemas con los
padres y con el jefe, no le hubieran dado tanta importancia a los detalles pequeños,
pero, una cosa trae la otra.
Decidieron investigar a dónde apuntaba la flecha del cuarto con la seguridad de que si
alguien los espiaba desde la casa cuando estuviera en el jardín, ése sería el que había
entrado al cuarto para grabar en el techo la línea que formaba la flecha.

Con alguna dificultad y muchos trabajos siguieron la dirección a la que apuntaba la


flecha y encontraron la cuarta anomalía de la historia contra uno de los muros del
jardín: un palito de dos centímetros de longitud colgaba de un hilo blanco del mismo
tamaño, el palito quedó intensificado de inmediato por el gorrión. Era difícil dejar de
pensar que alguien por medio de esa flecha no los hubiera dirigido hacia el palito
colgado para que lo asociaran con el gorrión.
Algo parecía unir resbalosamente a todos esos elementos que deseaban ordenarse de
acuerdo a una idea, pero, ¿qué idea? El protagonista hubiera aceptado a todas esas
asociaciones como una simple casualidad si no fuera por la anomalía de la boca de
Katasia que se le juntaba con el palito y el gorrión, una cueva oscura y absorbente, una
boca vulva muy atractiva pues tras ella se asomaba la boca entreabierta de Lena.

Leon contaba que en el banco se llevaba muy mal con la secretaria del presidente, que
esa arpía lo acusaba de escupir en el cesto de basura. Esta historia del dueño de la
posada nos hace recordar a una historia parecida de Gombrowicz en el Banco Polaco
donde tenía ese mismo problema con Helena Zawadzka Ryttel, la secretaria de Juliusz
Nowinski. Tiru-liru-lá, treinta y siete años de vida matrimonial, la mano de la hija,
relajada, pequeña, color café y cálidamente helada, unida por la muñeca a otras
blancuras del brazo que el joven no miraba y, otra vez, una contracción perezosa de los
dedos, ¿tenía algo que ver esa contracción con el protagonista?
52

Cuando había terminado la cena Fuks pide un hilo y un palito para usarlo como
compás, pero los pedía nada más que para hacerle saber al bromista, si es que existía,
que habían descubierto la flecha en el techo y el palito colgado del hilo.

Entre el pájaro y el palito el protagonista se sintió en medio de dos polos, y la reunión


de los que estaban sentados a la mesa se le presentó como una función particular de
aquella relación, una extravagancia que le abría las puertas a la otra extravagancia, a la
de las bocas. Katasia le pasó el cenicero a Lena. El estudiante sintió inmediatamente el
impacto de la asociación de los labios fríos y deformes con aquellos otros puros, y de la
redecilla metálica del cenicero con el muslo de Lena, la combinación se le debilitaba e
intensificaba a cada momento y lo conducía a contradicciones sobre la verdadera
naturaleza de la hija: virginidad perversa, timidez brutal, boca entrecerrada y
abiertísima, vergüenza impúdica, fuego helado, embriaguez sobria. El pedazo de
corcho sobre el cuello de la botella hacía lo posible por destacarse y pasar a primer
plano.

Fuks seguía investigando y descubrió una vara cerca del palito, la vara señalaba el
cuarto de Katasia, aprovecharían el domingo para escudriñar en el cuarto de la
posadera. En la cena el yerno lo desafía al suegro con un problema de combinaciones
matemáticas, parecía que las combinaciones de Ludwik estaban en relación directa
con las combinaciones que lo desvelaban al protagonista pues no lograba saber si no
era él mismo el autor de las combinaciones que se combinaban a su alrededor. Se
empezó a imaginar que Lena, en cuerpo y alma, tendía hacia él, tensa en un deseo
íntimo, secreto.
En el cuarto de la posadera encontraron una fotografía de Katasia con la boca sencilla y
pura, una respetable señora que se había herido el labio superior en un accidente
automovilístico, los jóvenes no eran entonces más que un par de lunáticos.

Desde el cuarto de Katasia el estudiante vio la ventana iluminada de Lena y corrió


hacia allá, quería verla en la intimidad de su alcoba. Subió a la rama de un árbol y vio
que Ludwik le estaba enseñando una tetera, quedó aniquilado, la tetera era algo que
estaba fuera del mundo, ella estaba sentada en una silla con una toalla de baño sobre
los hombros y él, de pie, le enseñaba una tetera que tenía entre las manos. Se quitó la
toalla, estaba sin blusa, vio la desnudez de sus pechos y brazos, Lena empezó a
quitarse las medias. Ahora sabría como era: degenerada, perversa, sucia, untuosa,
sensual, casta, tierna, pura, fiel, fresca, graciosa o coqueta. Ya mostraba los muslos.
Ludwik apoyó la tetera en un anaquel y apagó la luz. Nunca sabría cómo era. Bajó del
árbol y observó que en la balaustrada estaba echado el gato de Lena, lo agarró por el
cuello y empezó a ahorcarlo con todas las fuerzas, el gato quedó muerto.

Tenía que esconderlo, recordó que en el muro del jardín había un gancho, ató una
cuerda al cuello del gato y lo colgó; colgaba como el gorrión y el palito. Entró a su
cuarto y cayó dormido.
Se estaba abriendo paso hacia la hija ahorcando a su gato. Katasia decía que era una
canallada y Lena se había puesto más bella por la vergüenza, servía para el amor, pero
para nada más, por eso se avergonzaba del gato, sabía que todo lo que se refería a ella
debía tener un sentido amoroso y aunque no sabía quién se ocultaba detrás de esa
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maldad se avergonzaba del gato porque era suyo y se refería a ella. Pero su gato era
también del que acababa de ahorcarlo. El gato lo había llevado del anverso al reverso
de la medalla, hacia el círculo donde se producían los misterios, hacia el mundo de los
jeroglíficos, le daban ganas de reírse viéndolo a Fuks buscando alguna pista.

Cuando salieron del cuarto de Katasia doña Bolita clavaba algo con fuertes golpes de
martillo en un tronco del zaguán. Lena les explicaba que la madre tenía crisis nerviosas
y tomaba lo que fuera para desahogarse, y los golpes que habían seguido a los de la
madre los había dado ella para hacerla entrar en razón. Leon empezó a insinuar que
Bolita había matado al gato, y aunque el joven sabía que no, tanto doña María como el
mismo Leon podían haberlo matado, así que resultaban sospechosos. Doña Bolita dice
que para esa maldad que le hicieron a su hija sólo existe una explicación pasional, y
deja flotando en el aire la sospecha de que podría haberlo hecho alguno de los dos
jóvenes. Fuks acusa el golpe y comenta que el día de su llegada el gorrión ya apestaba
bastante.
No sabía si deseaba acariciar a Lena o torturarla, humillarla o adorarla. Si deseaba
porquerías o deleites celestiales, revolcarse con ella o pasarle fraternalmente el brazo
sobre los hombros.

Ella pesaba en su conciencia, se le parecía a una sonámbula arrastrando la


desesperación como una larga cabellera. Pocos días después emprendieron una
excursión a las montañas. Mientras el sistema gorrión, palito, gato, bocas, mano
estaba todavía en vigencia en la posada, una corriente de aire nuevo entró en escena
con la excursión. Los acompañaban dos matrimonios de recién casados amigos de
Lena. Leon les comentaba que iban al encuentro de un panorama maravilloso que
había descubierto hacía veintisiete años. El padre buceaba en el pasado y el
protagonista en los enigmas del presente con la misma intensidad, una coincidencia
que aparecía como una réplica del mundo que había quedado en la posada.
De aquel paseo extraordinario que había dado en el pasado Leon había traído una
vara, y otra vez un eco, el eco de la vara que les había señalado el cuarto de la
posadera.

La casa había quedado al cuidado de Katasia; en una pensión del camino recogieron a
una de las parejas, Lulo y Lula, que comenzaron a lulear a todo pulmón y convirtieron a
la reunión en algo más vivo, hasta Lena y Ludwik sucumbieron al lulear de lo Lulos.
Durante el viaje encontraron a un sacerdote sentado en una piedra al lado del camino,
algo fuera del mundo, como la tetera de allá, y otro eco más. Los secretos de las bocas
y del ahorcamiento del gato eran sólo del protagonista, pertenecían entonces a los dos
círculos, el interior y el exterior. El sacerdote provenía sólo del círculo exterior, era
superfluo y absurdo. La irritación que le producía al joven esta aparición era tan
violenta y peligrosa como la que le había producido el gato. ¡Cuidado, señor cura!, un
loco anda suelto. Una réplica más del mundo de la posada.
Los Lulos se excitaron cuando vieron a los Tolos, la otra pareja.

Tolo era capitán, un caballero hasta la médula, la Tola pertenecía a ese género de
mujeres que no desean ser admiradas porque consideran que eso no les corresponde,
una extraña soledad carnal.
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El Tolo bebía con la frente bien alta para dar a entender que nadie tenía derecho a
poner en duda su amor. Los Lulos, con el aire más inocente del mundo, observaban lo
que ocurría como un par de tigres sedientos de sangre. El eco, ellos permanecían ahí
pero como eco de las cosas de allá. Tiru-liru.lá, la eterna cantinela de Leon que de
repente exclama: ¡Berg!, mientras le explica a doña Bolita que no es nada, que es un
viejo cuento de judíos que algún día le iba a contar.
El joven se encontró repentinamente a cinco pasos de Lena, ella le habla con tono
lulesco y él le pregunta dónde está ese panorama tan bello del que les habla el padre.

No era ella, ella se había quedado allá, en la casa, ni tampoco el protagonista estaba
ahí, por eso la presencia de ellos era cien veces más importante, eran símbolos de ellos
mismos. Cuando volvió la cabeza Lena ya no estaba. Leon sentado en un tronco le
cuenta que había trabajado treinta y dos años y que las historias del gorrión y el palito
eran para él fruslerías, que lo importante era la fiesta, que en la fiesta iba a bergar con
el berg. De aquí en adelante Leon utiliza la raíz berg, a la que conjuga y declina de
varias maneras diferentes, para referirse especialmente a los órganos y a las funciones
sexuales.
El protagonista quiere escaparse pero no lo deja, le cuenta que la esposa no sabe que
el juega en la mesa con el berg, que berguea con el bemberg. Le ruega que se quede,
que le va a decir algo que le interesa pues lo veía como un buen bembergador, que lo
había admitido en su casa porque estaba bembergando con el berg a su hija Lena, a
escondidas, que sabía que le gustaría embergarse bajo sus faldas a pesar del
matrimonio como el amanberg número uno, que no le dijera una palabra a nadie
porque en caso contrario se vería obligado a echarlo de casa.

Acto seguido le comunica que no los había arrastrado hasta ese sitio para ver un
panorama sino para celebrar un aniversario de algo que había ocurrido hacía
veintisiete años; el placer más intenso que había tenido en su vida, el placer que le
había dado una sirvienta. Que en su vida un tanto mediocre había paladeado pocos
bocadillos, que estaba muy vigilado, pero que había aprendido que una mano puede
excitar a la otra, para qué buscar entonces otra mano si uno tiene dos, que si uno se
las ingenia puede encontrar un mundo ilimitado de diversiones en el propio cuerpo.
Esa noche harían la peregrinación, con devoción, la devoción es necesaria porque sin
ella no existiría el placer; le pidió que lo dejara solo para purificarse y prepararse para
el ceremonial del placer, para el festejo del Gran Espasmo con aquella sirvienta.

El protagonista pensaba que en las montañas se iba a liberar de todas las asociaciones
y combinaciones que lo torturaban allá abajo, en la posada, pero cae en otra trampa.
Cuando lo deja a Leon se pone a decidir si pasa entre una piedra y un hormiguero o
entre el hormiguero y una raíz, y se queda inmóvil con la misma inmovilidad del
sistema gorrión-palito-gato. Doña Bolita se queja del descaro de Lula que se tira lances
con Tolo, y de Lulo que la consiente, sin darse cuenta que lo que hacen los Lulos es
todo contra la Tola. Durante el paseo Lena emanaba tal seducción que el joven prefirió
no mirarla. Mientras comían Fuks se agachó para recoger una caja de fósforos que se
le había caído debajo de la mesa y vio como Tola restregaba su pierna contra la de
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Lulo, por eso los Lulos se vengaban de ella. El estudiante tenía miedo de que las manos
se le empezaran a mover otra vez y lo volvieran a oprimir como con el gato.

Estaba seguro de que si en la casa de Leon no se hubieran aburrido tanto no hubiera


pasado nada, el tedio tiene poderes más terribles aún que el miedo.
Ludwik no estaba con ellos. El protagonista pensaba cómo podía hacer para definir una
historia que acumulaba y disociaba constantemente sus elementos. El sacerdote y la
Tola habían tomado demasiado y vomitaban fuera de la casa, pero esas bocas no
sabían nada de las bocas que el joven llevaba ocultas. Caminaba por un sendero y de
repente vio entre los árboles a un hombre colgado, la última réplica, el último eco que
le llegaba del mundo de la posada. Era Ludwik colgado con su propio cinturón, un
cadáver absurdo que se convertía en un cadáver lógico por la formación del sistema
gorrión-palito-gato-Luwik colgados. Decidió no informar a nadie, que las cosas
siguieran su curso, se alejaba pero en ese momento lo asaltaron las bocas de Katasia,
de Lena, del sacerdote, de Tola y la de sí mismo pues se le había empezado a mover,
entonces, su mirada se dirigió a la boca del cadáver, tenía que provocar al cadáver.

No le podía encontrar razón a la muerte de Ludwik, quizás se había ahorcado porque


Lena se acostaba con el padre, no podía saber nada y empezó a tener miedo. Sin saber
bien lo que hacía levantó la mano y le metió un dedo en la boca al cadáver que
después sacó y limpió con el pañuelo.
Caminaba hacia la casa, la bocas se habían unido a los colgantes, por fin había logrado
esa unión, en ese momento tuvo la satisfacción del deber cumplido. Ahora resultaba
necesario colgar también a Lena porque él se había convertido en el representante del
colgamiento, y cada uno quiere ser quien es. En la colina de enfrente marchaban bajo
la dirección de Leon, iluminados por las luces de las linternas se daban ánimo con
canciones y bromas; Lena estaba entre ellos.

No le iba a ser difícil llevarla aparte, eran ya dos enamorados, si deseaba matarla es
porque ella también lo amaba, podía ahorcarla y después colgarla. La colgaría como
había colgado al gato, podía también no colgarla, pero, ¿cómo se puede desilusionar a
alguien de esa manera?
El joven estaba a unos cuantos pasos del sacerdote, le dio un fuerte empujón que lo
hizo trastabillar, se le movían las manos como se le habían movido con el gato; le abrió
la boca y le metió un dedo que después sacó y limpió con el pañuelo, tenía la
sensación de haberlo traído al mundo real. Mientras tanto Leon se excitaba
recordando a aquella mujerzuela, jadeaba, celebraba su propia inmundicia. Pero nadie
se iba, gimió lujuriosamente y finalmente exclamó: ¡Berg!, bembergado con el berg.
Los había llevado a la montaña para masturbarse. De repente la lluvia, un diluvio.

“En conclusión: escalofríos, reumas, fiebres, Lena enfermó de anginas, fue necesario
traer un taxi desde Zakopane, enfermedades, médicos, en fin, todo cambió y yo volví a
Varsovia, mis padres, el conflicto permanente con mi padre, y otras historias,
problemas, dificultades, complicaciones. Hoy en el almuerzo comimos pollo relleno”
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EL CUCHI LEGUIZAMÓN Y LA OPERETA

Para Gombrowicz la verdadera raza de un aristócrata se decide en el aspecto de cuatro


elementos muy importantes: el sombrero, el impermeable, los tobillos y los zapatos, es
decir, tanto para la Polonia alta como para la Polonia baja, las extremidades inferiores,
los pies y el calzado jugaban un papel muy importante.
Por acá, en la Argentina, también tenemos artistas de apellidos tradicionales e ilustres
emparentados con la nobleza española, de un temple universal y extravagante que nos
hace recordar a Gombrowicz.
Un músico y abogado salteño, uno de los más grandes folkloristas argentinos, a poco
de llegado al mundo, como era muy flaco, recibe un mote que parece sacado del club
de los gombrowiczidas.

La madre quiere comprar unos chanchos: –¡Pero si están tan flacos como este cuchi!
Desde entonces Gustavo Leguizamón fue para siempre “El Cuchi”, un vocablo quechua
que significa justamente chancho.
Este brillante compositor y pianista, irrespetuoso de toda formalidad y también de sí
mismo, admiraba a Beethoven tanto como lo admiraba Gombrowicz.
“Estoy fascinado con las locomotoras, ese instrumento musical maravilloso que tiene
fácilmente dieciocho escapes de gas que son sonidos y un pito con el cual se pueden
hacer maravillas, por no contar su misma marcha”
Hizo fundir una quena, se la agregó a la máquina y le daba conciertos a los ferroviarios
que lo miraban como a un bicho raro.

La vida de estudiante trajo a Gustavo Leguizamón a Buenos Aires. En El Olimpo, un


café del bajo cercano a Retiro donde se jugaba al ajedrez, conoció a un Gombrowicz de
zapatos rotosos pero inmensos: –El único que puede tener patas de este tamaño es
Ariel Ramírez. Efectivamente, esos zapatos rotosos se los había regalado Ariel Ramírez
a un pobre Gombrowicz que en esos años mendigaba en los cafés de Buenos Aires.
Gombrowicz acostumbraba a recurrir a la desnudez del cuerpo en toda su obra para
debilitar el exceso de estructura en la forma humana. Empieza con el cuculeilo en
“Ferdydurke” y termina justamente con en los pies, es decir, con la ausencia zapatos
en el final de su obra.
Los pies en Polonia formaban una línea cruel que separaba la miseria extrema del resto
de los hombres, pues los pies de la miseria iban sin zapatos tanto en el campo como en
la ciudad.

En su obra final, pues la de la mosca como representante del dolor no llegó a escribirla,
Gombrowicz se propuso liberar a los hombres desnudándolos, con una desnudez
parcial o total, pero desnudándolos al fin y al cabo.
En el primer proyecto intentó liberarlos descalzándolos, es decir, dejándoles los pies
desnudos, pero este bosquejo le pareció de alcances reducidos y no llegó a convertirlo
en obra, le sirvió sin embargo de base para un segundo intento de alcances más
amplios en el que la desnudez abarca al cuerpo entero de Albertina. Al proyecto le
llamó “Historia” y a la obra “Opereta”.
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En “Historia” intervienen como personajes el mismísimo Gombrowicz y el resto de la


parentela, el padre, la madre y sus tres hermanos, con sus verdaderos nombres.

A medida que se desarrolla la acción estos fantasmas se van transformando en


personajes históricos de las cortes europeas de principios del siglo XX, entre los que
Gombrowicz se mueve como un enviado especial que se pasea descalzo invitando a los
reyes a que hagan lo mismo, es decir, a que se quiten los zapatos.
Se propone liberar a los hombres pidiéndole a los emperadores que dejen de
representar sus papeles y que se queden descalzos.
Esta manera de ver las cosas tiene mucho ver con las fuerzas que habían hostigado a
Polonia durante siglos, la aristocracia que la empujaba hacia lo alto, y el fango y los
pies descalzos de los campesinos con abrigos de piel de cordero, que ligaba a Polonia
con la parte más atrasada de Europa.

En el libreto de “Historia” Gombrowicz entra descalzo a su casa junto con el hijo del
portero. A partir de ese momento la familia se convierte en un jurado que examina
esta confraternización entre clases y se pregunta si Gombrowicz será capaz de
graduarse de bachiller debido a esta circunstancia.
De junta examinadora la familia se transforma en un tribunal militar y, de delirio en
delirio, llega hasta la corte del zar Nicolás II, a las puertas de la primera Guerra
Mundial.
Desde la Argentina Gombrowicz observa cómo Polonia es destruida y empieza a
desaparecer. Pero no sólo Polonia desaparece, desaparece también la Europa de la
alta cultura, de la alta costura, de la alta cocina, de la aristocracia, de las ideas, del
romanticismo; desde nuestras pampas ve caerse el inmenso y majestuoso edificio
europeo.

Gombrowicz se convierte finalmente, a través de su obra, en un arquetipo al que


terminan reverenciando los ricos y los pobres, la izquierda y la derecha, la saciedad y el
hambre.
Seis años después de muerto Gombrowicz el Príncipe Bastardo descubrió unos
manuscritos con la misma esencia de “Opereta”, pero con personajes y acciones
distintos: una madre puerca, un enviado especial que se pasea descalzo por las cortes
europeas invitando a los reyes a que se quiten los zapatos para liberar a los hombres.
En una hoja separada, perdida entre las notas, encontró su título: “Historia”, una
historia que terminó convirtiéndose una opereta.
“Opereta” es la obra a la que más vueltas le dio Gombrowicz. La empezó a escribir
cuando todavía trabajaba en el Banco Polaco, para abandonarla luego.

La volvió a tomar en Tandil y otra vez más la dejó metida en un cajón. El escollo contra
el que chocaban todos sus esfuerzos era el estilo de la opereta, idiota, esclerosado,
monumental y cristalizado, que no tolera nada que no se le integre por completo. Sólo
cuando sintió que todos los contenidos formales e ideológicos de la obra eran
aceptados por el lenguaje escénico de la opereta, le pareció que la obra tenía vida
propia y entonces la terminó, habían pasado ni más ni menos que quince años.
No hay mejores representantes de la historia que la guerras y las revoluciones y en
“Opereta” están presentes la dos guerras mundiales y la revolución comunista. Estos
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cambios violentos en el comportamiento general atrajeron la atención de Gombrowicz


sobre el papel de la forma en la vida, sobre la poderosa influencia del gesto y de la
máscara en nuestra esencia más intima.

Y si lo sintió con tanta fuerza fue porque le tocó entrar en la vida en un momento en
que las formas moribundas de aquella época que ya se alejaban, gozaban aún de cierta
vitalidad y podían morder.
La historia fue el objeto del último combate artístico que libró Gombrowicz. En
“Opereta” se subleva contra el drama patético de la humanidad. La historia se
convierte en un baile de máscaras al que consigue arrancarle en el final un grito
humano de esperanza.
En “Opereta” aparecen más evidentes que en “Ivona” y “El casamiento”, quizás porque
es una obra más clara, los conatos de rebeldía de Gombrowicz que, en esta ocasión, no
están destinados al fracaso.

La desnudez de Albertina triunfa sobre todas las formas y sobre todas las máscaras
humanas. En “Opereta”, Gombrowicz, al final de una carrera enloquecida de la
historia, entroniza a la juventud, abandona su intento de transformarse en un hombre
maduro y se queda a solas con esa conciencia agudísima que lo acompañó toda su
vida, una conciencia que toma el lugar de la madurez a la que Gombrowicz había
abandonado y se encarna en un ser inmaduro que no logra ponerse a su altura. El
camino hacia la madurez le ha sido cortado, y entonces Gombrowicz se vuelve viejo,
un viejo inmaduro que sueña con una juventud desnuda y también con los pies
descalzos de los jóvenes campesinos con abrigos de piel de cordero.
“Desnudez eternamente joven, juventud desnuda para siempre”

LOS MANOSEOS Y LA COCAÍNA

Gombrowicz se tenía que defender de los ataques de aburrimiento que lo asaltaban en


las pensiones de Zakopane en las que pasó algunos inviernos por sus problemas de
salud. Durante dos temporadas se entretuvo con las “manoseadas”, unas señoritas
inocentes como ángeles a las que manoseaba con un compañero de pensión: –¿No
deberíamos manosear un poco a la señorita Jolanta? Eran cosquillas mundanas más
que licenciosas. Pero el aburrimiento de Gombrowicz crecía hasta el dramatismo
cuando llegaban a la pensión de las “manoseadas” los profesores de la Universidad
Jaguielónica. Las despreocupadas comidas de Gombrowicz con las señoritas inocentes
se convertían entonces en una especie de celebración, cuya pesada pedantería lo
enervaba increíblemente.
Los profesores mantenían entre ellos unas conversaciones sabias que los demás
comensales escuchaban con devoción.

Nunca había sentido simpatía por los profesores, pero esos diálogos filosóficos o
históricos, le parecían pesados como un hipopótamo y no mucho más lúcidos. En los
momentos más solemnes los interrumpía con cortesía con algún disparate: –¿Por qué
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no prueban estos pastelitos? En un almuerzo les sirvieron unas pastas indigestas e


insípidas, entonces Gombrowicz protestó alzando la voz: –Pasta para el estómago,
pasta para el alma, es realmente demasiado. Se produjo un escándalo y uno de los
sabios intentó romperle una silla en la cabeza.
Esta combinación de manoseo y provocación me llevó de la mano hasta el Orate
Blaguer. Antes de entrar en materia debo decir con toda claridad y sinceridad que los
gombrowiczidas hispanohablantes de los que suelo ocuparme en estas historias
verdaderas han tenido un desempeño destacado para sostener la presencia de
Gombrowicz en el mundo.

El Orate Blaguer es un hombre de letras muy connotado que fue adquiriendo un cierto
desparpajo a medida que pasaba el tiempo.
“Pasé toda una larga época obsesionado con saber qué había sucedido realmente en la
famosa cena de Borges y Gombrowicz. Un día, el azar quiso que José Bianco aterrizara
en Barcelona, le llevaron a la tertulia literaria que yo tenía en el bar Astoria. Me pasé
toda la noche planeando el momento en que le preguntaría a Bianco qué había
ocurrido en la famosa cena. Cuando por fin me atreví a preguntar, Bianco me dijo: –
Usted quiere saber qué pasó aquel día, pero yo quiero saber qué ha pasado hoy, pues
a mí me habían dicho que esto era una tertulia literaria y lo que yo he visto es una
reunión de cocainómanos, no han parado ustedes de ir todo el rato al lavabo. Ya no
me atreví a decirle nada más a Bianco en toda la noche”

Mis historias con los escritores y los editores en la mayoría de los casos no tienen un
final feliz. Las últimas cartas que recibí del Orate Blaguer eran tan breves como
amargas. Este destino triste que me persigue desde hace mucho tiempo tiene algo que
ver con los contenidos de los gombrowiczidas que en algunas ocasiones no llegan a ser
bien interpretados.
Los nombres de muchos gombrowiczidas han sido coronados con apodos a lo largo del
tiempo. A mí me parece que el origen y la naturaleza de los motes debe quedar un
poco en el misterio, sin demasiadas aclaraciones por parte del autor que, como todos
los gombrowiczidas saben, vengo a ser yo.
El primer apodo que puse fue el Pterodáctilo, en una época en la que todavía no
existían los gombrowiczidas.

El origen del mote siempre tiene un contenido negativo, se refiere a historias


verdaderas que me unen a los motejados en distintos momentos de esas cápsulas de
Gombrowicz que son los gombrowiczidas, pero con el paso del tiempo pierden el sabor
acre que traen por el nacimiento y llegan a tener, por lo menos para mí, un carácter
familiar y afectuoso.
Debo reconocer sin embargo que así como Gombrowicz provocaba a los profesores en
la pensión de las “manoseadas” con sus burlas, a mí se me ocurre aveces provocar a
los hombres de letras y a los Protoseres.
Los españoles han elegido al Orate Blaguer como una de sus trompetas más
penetrantes para anunciar la llegada de Gombrowicz.
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Siendo el polaco un escritor cuya obra no admite una interpretación única se puede
entrar a su mundo por muchas puertas distintas, más diría, se puede entrar por las
ventanas.
La puerta que eligió la trompeta española conspicua fue la precaución pues desde muy
joven se puso bajo el paraguas de la idea gombrowiczida de que el arte consiste en
escribir sobre algo imprevisto y no sobre lo que se tiene que decir. Es evidente que el
Orate Blaguer escribe sobre Gombrowicz sin tener nada que decir.
Su fascinación por Gombrowicz comienza cuando ve una foto de Tandil en la que está
posando con gorra en actitud altiva y arrogante. Se le despiertan entonces las ganas de
ser como él, de ser un escritor extranjero, raro y con un rostro tan orgulloso como el
suyo.

Repite hasta el cansancio su inveterada tontería de que durante mucho tiempo se


imaginó que su escritura se parecía mucho a la de Gombrowicz, pero que después de
haberlo leído se dio cuenta de que eso no era cierto.
De idiotez en idiotez, con esa arrogancia irresponsable que tiene el Orate Blaguer, nos
informa sobre cuáles son las dos obras maestras de Gombrowicz: los diarios y la
inscripción que dejó en el baño de un café de la calle Callao.
Y sobre el pasaje del diario en el que Gombrowicz habla de su encuentro con una vaca
se pronuncia en forma apodíctica: “Estamos tal vez ante un texto fundamental de
Gombrowicz”
El Orate Blaguer es un llorón crónico, un llorón que intenta llorar desde el más allá. A
este tipo de llorones profesionales Gombrowicz les da una buena paliza.

“Pero estoy harto de los gimoteos actuales. Hay que renovar nuestros problemas (...)
La muerte, por ejemplo. Para cambiar un poco de óptica, nos basta con pensar: No, no
es ningún drama, estamos adaptados a la muerte desde que nacemos; y aunque nos
vaya devorando poco a poco cada día, nunca nos enfrentamos con ella a cara (...)”
“¿Enajenación? No, no es tan terrible (...) esas enajenaciones le reportan al obrero a lo
largo del año, casi tantos días libres y maravillosos, días de fiesta, como días de
trabajo. ¿El vacío? ¿El absurdo de la existencia? ¿La nada? (...) No se necesita un Dios o
unos ideales para descubrir el valor supremo. Basta con permanecer tres días sin
comer para que un mendrugo de pan adquiera ese valor; nuestras necesidades son la
base de nuestros valores, del sentido y del orden de nuestra vida (...)”

“Hace algunos siglos, la gente moría antes de los treinta años. La epidemias, la miseria,
el diablo, las brujas, el infierno, el purgatorio, las torturas... ¿Acaso los triunfos se nos
han subido demasiado a la cabeza? ¿Acaso hemos olvidado lo que éramos ayer? (...)”
“No es que me rebele contra una visión trágica de la existencia, no soy de los que
pintan el mundo de color de rosa. Pero no se puede estar siempre repitiendo lo mismo
(...)”
“El rasgo más trágico de las grandes tragedias es que suscitan pequeñas tragedias; en
nuestro caso, el aburrimiento, la monotonía, y una especie de explotación superficial y
monótona de las profundidades”
Finalmente el Orate Blaguer se cansó de los gombrowiczidas y desde Nueva York se
refiere a mí sin nombrarme.
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“Se ha dicho que le he dado mantenimiento a los clásicos de Borges (a Melville y su


Bartleby), pero también es cierto que he acompañado los éxitos de librería de Robert
Walser (a quien saqué modestamente del invernadero de las solapas y lo convertí,
gracias a Doctor Pasavento, en un santo laico), de Georges Perec (uno de los autores
que he decidido doblar, duplicar), de Fernando Pessoa (propongo que se multipliquen,
como los peces, los heterónimos) y de Witold Gombrowicz, el noble polaco al que
algún imbécil debería dejar de manosear”
Los rostros tiene un gran significado, suelen también ser equivalentes cuando expresan
los mismos contenidos. La réplica nacional de rostro español del Orate Blaguer es el
rostro argentino del Hombre Unidimensional, como muy bien se puede observar en las
fotos que forman parte de este gombrowiczidas.

EL CASTILLO DE WAWEL Y LA POLICÍA FEDERAL

Gombrowicz pertenecía a esa clase de personas a las que no le gusta moverse


demasiado. Fue por primera vez a Cracovia cuando ya tenía el manuscrito de
“Ferdydurke” casi terminado. Tenía una vaga necesidad de confrontarse en Wawel con
el pasado polaco debido a la congoja que le producían el rearme de Alemania y la
angustia de Europa. En Wawel se encuentra el Castillo Real donde se coronaban los
reyes polacos y la catedral con el panteón nacional, sepulcro de reyes, héroes y
grandes vates de la época del romanticismo, es el lugar histórico más importante de
Polonia. Pero Gombrowicz no estaba haciendo un peregrinaje a esa ciudad legendaria
en la que vivía un dragón en una cueva situada al pie de la colina, sino una visita de
control.

Ya sabemos que no tenía una buena predisposición para la admiración, vimos con qué
prudencia despectiva se había comportado en París, reconocía la belleza noble de
Wawel pero... Entró al castillo y comenzó esa peregrinación eterna de una sala a otra,
siempre igual en todos los castillos y en todos los museos. Un cicerone trataba de
explicarles a dos industriales belgas en un francés defectuoso el origen de los tapices
de Arras. Como Gombrowicz había soplado algunas palabras el cicerone le pidió ayuda,
pero enseguida le entraron las dudas: –¿Por qué dijo usted un hermoso tapiz de Arras
y no la obra maestra?; –Quieren saber si los tapices son belgas; –¡Dígales que Bélgica
no existía en aquella época! Gombrowicz traducía pero su compatriota estaba cada vez
menos satisfecho: –¿Qué son esas risitas?; –Estábamos bromeando porque este techo
les hace recordar a no sé qué tablas de planificación de la empresa en la que trabajan;
–Le agradezco su ayuda pero, basta, veo que usted no es una persona seria.

La veneración polaca por Wawel funcionaba más o menos bien entre polacos, pero
cuando había extranjeros se tornaba vergonzosa, hasta cómica se podría decir, pues se
tropezaba a cada instante con los italianos que la habían construido, pintado y
esculpido, todo ese esplendor demostraba que casi mil años atrás las artes plásticas
polacas estaban en pañales. ¿De qué presumir entonces? Gombrowicz sintió la
obligación de comportarse como un ciudadano del mundo y controlar esa admiración
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polaca por Wawel, pero como su actitud respecto a Polonia todavía no estaba
elaborada se descargó burlándose y provocando a ese lugar sagrado en un folletín que
inmediatamente fue atacado por los nacionalistas. No era para menos, estaba
comparando su peregrinación con la que había hecho Zeromski cuarenta años atrás, a
la que el vate romántico había descripto en sus diarios como el minuto maravilloso de
la vida sólo equiparable al de la primera comunión.

Para combatir la sacralidad de la belleza de Wawel con un ojo italiano Gombrowicz se


vale de un recurso extraño. En el comienzo de sus diarios hay dos cosas que llaman la
atención: los cuatro yo que mete en la primera página y una frase de los diarios del
yerno de Mussolini que mete en la segunda.
“Cracovia. Estatuas y palacios que a ellos le parecen magníficos y que para nosotros,
los italianos, no tienen mayor valor. Galeazzo Ciano”
Y ya que Gombrowicz no había ido a Wawel en santa peregrinación sino para efectuar
una visita control es oportuno recordar que la función más importante de la policía es
el control, y sobre la policía, el control y la homosexualidad Gombrowicz escribe una
página memorable en los diarios.

“La confección de estos recuerdos ha estado influida por el hecho de que la policía de
Buenos Aires ha llevado a cabo una gran purga en el Corydonismo local. Han sido
arrestadas centenares de personas (...)”
“¿Pero qué puede hacer la policía contra una enfermedad? ¿Es capaz de arrestar un
cáncer? ¿O multar el tifus? Sería mejor, pues, descubrir al sutil bacilo de la
enfermedad que sofocar los síntomas. Pero, ¿quién está enfermo? ¿Acaso sólo los
enfermos? ¿O también los sanos? (...)”
“No comparto la estrechez mental que no ve en ello más que un degeneración sexual.
Degeneración, sí, pero que tiene su origen en el hecho de que las cuestiones de la
edad y de la belleza no son suficientemente transparentes y libres en la gente normal.
Es una de nuestras debilidades e impotencias más graves (...)”

“¿No sentís que en este campo también vuestra salud se vuelve histérica? Estáis
encorsetados, amordazados: sois incapaces de confesar (...)”
“Por eso quiero hablar. Pero tengo que puntualizar algo sobre lo que estoy diciendo:
nada de esto es categórico. Todo es hipotético... Todo depende –¿por qué iba a
ocultarlo?– del efecto que vaya a producir (...)”
“Es el rasgo que caracteriza a toda mi producción literaria. Intento diferentes papeles.
Adopto diferentes posturas. Doy a mis experiencias diferentes sentidos, y si uno de
estos sentidos es aceptado por la gente, me establezco en él (...)”
“Es lo que hay de juvenil en mí. Placet experiri, como solía decir Castorp. Pero supongo
que es la única manera de imponer la idea de que el sentido de una vida, de una
actividad, se determina entre un hombre y los demás (...)”

“No sólo yo me doy un sentido. También lo hacen los demás. Del encuentro de estas
dos interpretaciones surge un tercer sentido, aquel que me define”
Gombrowicz estaba preocupado porque su prontuario en la Policía Federal estaba un
poco sucio con estas cosas del Corydonismo, así que le pidió ayuda al Esperpento a ver
si conocía a alguien que se lo pudiese limpiar.
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Ya se sabe que los argentinos somos medio fanfarrones al momento de hablar de las
medidas: cuando se habla de longitud, la más larga del mundo la tenemos nosotros
por la calle Rivadavia; cuando se habla de anchura, la ancha del mundo la tenemos
nosotros por la avenida 9 de Julio; y cuando se habla de la policía, la mejor del mundo
la tenemos nosotros por la Policía Federal.

El Esperpento concertó una reunión con un comisario que era miembro de su familia
en un café cercano al Departamento Central de la Policía Federal. Las cosa iban más o
menos bien hasta que Gombrowicz, para hacerse el simpático, empezó a canturrear en
voz baja: –La mejor del mundo... la mejor del mundo...
El comisario le contó después al Esperpento que Gombrowicz le había parecido una
persona poco seria, así que no había hecho nada por él.

LA GUERRA DE LOS MUNDOS

“La guerra de los mundos” es una novela en la que se relata una invasión de
alienígenas de Marte. Los marcianos inician la conquista de la Tierra incinerando a los
humanos con un rayo de calor invisible y también se sirven de ellos para alimentarse
con transfusiones de sangre. Estos seres extraterrestres finalmente son derrotados por
bacterias patógenas que los despachan al otro mundo.
La guerra entre los mundos de Gombrowicz y del Asiriobabilónico Metafísico tiene una
cierta analogía con la novela de Wells, pero ninguno de esos mundos logra imponerse
al otro.
“¿En qué medida influyeron en esas majestuosas amistades los millones de la señora
Ocampo y en qué medida sus indudables calidades y su talento personal? (...)”

“Por lo pronto Mastronardi decidió presentarme primero a la hermana de Victoria,


Silvina, casada con Bioy Casares. Una noche fuimos a cenar con ellos (...) Decidieron,
pues, que yo era un anarquista bastante turbio, de segunda mano, uno de aquellos
que por falta de mayores luces proclaman el elan vital y desprecian aquello que son
incapaces de comprender. Así terminó la cena en casa de Bioy Casares... en nada...
como todas las cenas consumidas por mí al lado de la literatura argentina”
La cena en la casa de Bioy Casares que menciona Gombrowicz en los diarios y Bioy en
un reportaje se volvió famosa sin ningún motivo. Quizás, lo único destacable, fueron
los tangos que escucharon antes de sentarse a la mesa y el accidente que sufrió Silvina
Ocampo.

En efecto, a Silvina se le cayó la fuente de las manos cuando la llevaba de la cocina al


comedor con un gran estruendo. El único que se dio por enterado fue Gombrowicz que
corrió a ver lo que pasaba. La vio a la pobre Silvina con la cabeza entre las manos y le
dijo que no se preocupara, que recogiera todo y lo sirviera como si no hubiese pasado
nada. Silvina le pidió que guardara el secreto, durante la comida Gombrowicz le
echaba miradas cómplices cuando los demás decían que la comida estaba muy buena.
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El Dandy y el Asiriobabilónico Metafísico acostumbraban a desacreditar a los


escritores, una costumbre que también tenía Gombrowicz, pero ellos eran más
irresponsables.
Hablan con ligereza de algunos nombres importantes y de sus obras, al punto de
considerar al Fausto de Goethe como un bluff de la literatura.

Tampoco se salva Shakespeare, según este par de payasos era un amateur, un divino
amateur al lado de Dante que sí era un verdadero literato. En la época de Shakespeare
las piezas de teatro no se consideraban literatura, se escribían así nomás, con
argumentos ajenos y confusos.
Como Dante era para ellos el gran campeón de la literatura entonces Gombrowicz se
impuso una tarea ciclópea, destruir a Dante del mismo modo que los batallones
ingleses intentaron destruir a los alienígenas de Marte, y con el mismo resultado.
“Inferno. Canto terzo Per me si va nella città dolente Per me si va nell’eterno dolore,
Per me si va tra la perduta gente. Giustizia mosse il mio fattore: fecemi la divina
potestate, la somma sapienza e’l primo amore. Dinanzi a me non fuor cose create se
non eterne, e io eterna duro. Lasciate ogni speranza, voi che entrate”

Los detalles de la reescritura que hace Gombrowicz de las palabras inscriptas en la


puerta del infierno están en el “Diario”, unas páginas que muchos de sus
contemporáneos calificaron de libelo.
El infierno de Dante está mal hecho, está hecho por un Satanás que sólo busca el mal,
también para lo que él mismo hace, pero Dante no podía hacer otra cosa porque era
un hombre de la Edad Media. Después de volver a escribir el comienzo del Canto
Tercero del Infierno Gombrowicz queda muy satisfecho, ha convertido al diablo y al
hombre en las columnas indestructibles del infierno. Con estas ideas nuevas sí que
estamos en un infierno dantesco. Ha pegado un salto de seiscientos años para
modificar unos conceptos de la Edad Media con otros conceptos modernos.

En este punto a Gombrowicz le parece que ha llegado la hora de exhibir su maestría en


este tipo de empresas y nos anuncia que hubiera podido echar mano a otras diez ideas
igualmente vertiginosas y desconocidas por Dante para alcanzar este propósito, y
enumera algunas categorías sacadas la física, del marxismo, del existencialismo y del
estructuralismo.
Empieza a subir por una montaña de cadáveres mientras va pensando que nuestra
convivencia con la muerte es anormal porque el pasado ya no existe, ni el pasado de
los siglos ni mi propio pasado. Con los restos del pasado se recrea una existencia que
se fue, convivir con el pasado significa aprehenderlo sin pausa, convocarlo
continuamente a la existencia, pero del pasado sólo tenemos restos, es caótico,
fragmentario y casual.

El pasado es un gigantesco escenario hecho de minucias. En este camino ascendente y


oscuro que recorre entre los muertos se va encontrando con lo que para él es el quid
de todo lo que existe: el dolor. La realidad es realidad porque se nos opone, porque
nos hace daño. El hombre real es el que siente dolor porque el dolor es el fundamento
de la existencia.
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“Este libro, la Divina Comedia, se escribió hace seis siglos. ¿He de buscar en el pasado
seres humanos o, más bien, una suerte de abstracción dialéctica sobre la evolución?
De los hombres del pasado sólo me llegan los más importantes. En este gran desfile de
todos los muertos del mundo sólo podré reconocer a los grandes”
Gombrowicz sigue haciendo reflexiones sobre la muerte. Cada día mueren cientos de
miles de personas y nosotros no nos enteramos de nada, la discreción de la muerte y
de la enfermedad es admirable, todo ocurre fuera de nosotros.

La muerte es universal, imprecisa y no deja rastros. Gombrowicz quiere encontrarse


con Dante, pero sólo se encuentra al autor de la Divina Comedia que llega hasta él a
través de la historia. Los grandes hombres dejan de ser hombres para ser obras, y
nuestra actitud ante esas obras es ambigua: valemos menos porque son grandes, pero
también es cierto que valemos más pues el estado de nuestra evolución es más alto.
No puede ponerse en contacto con Dante sino con una gran obra del pasado, cuando
intenta alcanzarlo con su talante moderno, prescindiendo de la historia, entonces
siente que la Divina Comedia no vale nada. El infierno de Dante no es un castigo, pues
el castigo nos purifica y tiene un término en el tiempo, mientras su infierno es una
tortura eterna, un dolor que nuestro sentido de justicia rechaza.

Sólo por miedo y por vileza pudo haber mezclado Dante el primer amor con ese
infierno.
“Recojo el libro de la vergüenza, ojeo el poema en su conjunto... no hay duda, todo
este baño infernal desprende el perfume del amor supremo. Dante acepta el infierno,
lo aprueba, es más, lo venera ¿Cómo puede ser? ¿Que pasó para que una obra tan
viciada por el miedo enloquecido, tan servil y tan contraria al más esencial sentido de
la justicia humana acabara convirtiéndose con los siglos en un libro edificante, en el
poema más solemne?”
El infierno de Dante no es verdadero, las torturas son retóricas, los condenados
declaman y su eternidad tiene la indolencia de los monumentos.

La humanidad se mueve en el camino trillado de los modos de expresión, pero no


podemos escaparnos del infierno tan fácilmente, los herejes eran quemados vivos,
realmente. Aquí Gombrowicz hace un cargo que frecuentemente le hace a la
literatura: resulta instructivo acerarse de vez en cuando al centro del dolor. La
realización del infierno de Dante sólo es posible en una atmósfera de irrealidad
perfectamente irresponsable.
Giuseppe Ungaretti, encolerizado con Gombrowicz por lo que había escrito en
“Dante”, cuando se encontró con el Hasídico en la puerta de un hotel, rompió en mil
pedazos el ejemplar que llevaba bajo el brazo y le escribió una carta enfurecida.
“El libro del polaco sobre Dante es una pura majadería. Es absurdo que hayan
publicado una idiotez semejante. He hecho pedazos y mandado al diablo ese escrito
estúpido”
Ungaretti y Gombrowicz están pensando en la estupidez, pero cada uno la pone en
cabezas diferentes.
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SATANÁS

La ciencia es un sistema general construido para estudiar los caracteres similares de los
fenómenos y sus relaciones, siendo algunos de sus productos de una gran utilidad.
Ninguna persona en su sano juicio puede prescindir de ellos pero hay que tratar de
que no se conviertan en un alimento único. La ciencia es, entonces, un conocimiento
verificable, racional y útil, mientras que el arte es un orden gratuito que busca la
distracción y el goce estético.
Aunque pudiera parecer lo contrario los objetos detrás de los cuales van la ciencia y el
arte a veces se manifiestan como deseos simultáneos y vehementes en una misma
cabeza.
Los milagros son fenómenos sorprendentes de la naturaleza contra los que la ciencia
se rompe la cabeza mientras el arte suele tener con ellos una actitud ambivalente.

Los santos y los profetas tienen lugares preferidos para hacer estos milagros, uno de
los lugares preferidos de Gombrowicz para hacerlos era Mar del Plata. Hace más de
medio siglo, en la Nochebuena del 56, Gombrowicz pasaba unas vacaciones en el
Jocaral, una quinta del barrio Los Troncos en Mar del Plata.
“La casa crujía, los postigos golpeaban. Quise encender la luz: imposible, los cables
estaban cortados. Un aguacero. Me quedé sentado a oscuras en medio de los
resplandores (...) Me levanté, di unos pasos por la habitación y de pronto extendí la
mano, no sé por qué, quizás porque tenía miedo (...) Entonces cesó el temporal. La
lluvia, el viento, los truenos, el fulgor: todo acabó. Silencio (...) Entiéndase bien: la
tempestad no se extinguió de un modo natural, sino que fue interrumpida (...)”

“Yo, por supuesto, no estaba tan loco como para creer que fuera mi gesto lo que había
detenido la tempestad. Pero –por curiosidad– volví a extender la mano en aquella
habitación envuelta ahora en las tinieblas. ¿Y qué?: viento, lluvia, truenos, ¡todo
empezó de nuevo! (...) No me atreví a extender la mano por tercera vez, y mi mano ha
quedado hasta hoy ‘sin extender’, manchada por esta vergüenza (...) Al fin y al cabo, lo
que sé de mi naturaleza y de la naturaleza del mundo es incompleto, es como si no
supiera nada”
Hay un aspecto siempre presente en las apariciones de Gombrowicz, tanto se trate de
su vida como de su obra: el de su talante de niño diabólico. El diabolismo de
Gombrowicz, como el de los niños, más que perverso es divertido.

Se pone voluntariamente en una posición inmadura para que su profundidad


dramática sea digerible.
Las tesis y los problemas serios no le importaban demasiado, si bien se ocupaba de
ellos lo hacía como quien no quiere la cosa, porque en el fondo de su alma era
irresponsable. La única reverencia que hizo Gombrowicz en su vida, se la hizo al dolor,
con el dolor no jugaba.
Los otros diablos que aparecen en Gombrowicz son domésticos, aunque burlones y
sarcásticos, tienen buenos modales y se los puede invitar a tomar el té en casa.
Los pensamientos de Gombrowicz, como el vuelo de algunos pájaros, se dejan caer
desde la altura para atrapar algo parecido a la verdad, pero él siempre conserva
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intacto un talento diabólico que había utilizado en su juventud para enredar a los
profesores y más tarde, ya mayor, a los hombres de letras.

En los tiempos de Gombrowicz el diablo era más importante que en nuestros tiempos.
Yo sólo me acuerdo de los que nos decía el catequista sobre el infierno, un lugar donde
nos quemaríamos eternamente si no obedecíamos los mandamientos de la ley de Dios,
con un fuego que no se apagaba nunca, aunque hubiese escasez de kerosene.
Era un diablo más bien teórico, sin embargo no dejaba de meter miedo por eso. Pero
las aventuras del Maligno en la época de Gombrowicz eran mucho más tenebrosas.
También en la historia que cuenta sobre la mano del mozo en el Querandí aparece el
Maligno. Gombrowicz empieza a tener miedo del diablo, un sentimiento extraño para
un incrédulo, pero la presencia del mal convertía a su ser en una existencia azarosa,
inquietante y susceptible del diabolismo.

Le resultaba difícil aceptar cualquier tipo de certeza en un asunto en el que la falta de


datos tenía el mismo significado que su abundancia.
“La mano me pareció tranquila al verla por primera vez en el Querandí... , pero se ha
vuelto cada vez más posesiva... , y yo mismo ya no sé qué es la que podría frenarla allá,
en la periferia... , donde está mi límite”
No hay obra suya ni corta ni larga, ni temprana ni tardía, en la que no se sienta la
presencia del Maligno. Desde “El bailarín del abogado Kraykowski” hasta “Opereta” el
diablo se pasea mostrándonos la cola.
El primer encuentro con la Bestia lo tuvo en la casa de campo de su hermano Janusz, a
los diecinueve años.

Lo había invadido un sentimiento de que algo no iba como debía, sintió la necesidad de
justificarse de alguna manera, así que empezó a escribir una novela sobre el personaje
de un contable. Una tarde se animó y le leyó un fragmento al hermano y a la cuñada
que habían ido a visitarlo. Janusz exclamó que era un horror, que tenía que tirarlo al
canasto porque daba asco, que en el futuro se ocupara de otra cosa, mientras la
cuñada suspiraba que era una pena que no se hubiera dedicado a la caza.
Gombrowicz quemó la obra, esta primera prueba le indicaba que en la soledad de esa
casa empezaban a manifestarse las ponzoñas que lo atormentaban desde hacía
tiempo.
Poco tiempo después de esa visita familiar se produjo un acontecimiento extraño que
tuvo una influencia considerable en su vida psíquica.

Una noche se despertó y sintió un peso sobre los pies, movió las piernas, algo gruñó y
se alejó, pero no pudo ver lo que era porque estaba muy oscuro, era de noche. Lo
invadió una terrible sospecha, la casi certeza de que no había sido el perro negro de la
casa sino un ser cien veces más horroroso el que se había acostado a sus pies. Esa idea
lo atormentó varias noches, finalmente recordó algo que le había sucedido cuando era
niño.
El obispo de Sandomierz había ido a visitar a los padres y les confesó que una noche se
le había aparecido el Maligno.
Cuando ya dormía sintió un peso sobre los pies, movió las piernas para sacárselo de
encima y algo increíblemente pesado cayó emitiendo un ruido metálico.
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No era un perro, era un pequeño hombrecito de cincuenta centímetros que parecía


estar hecho de metal. Pronunció una oración para ahuyentarlo, la criatura emitió un
alarido y se escondió debajo del armario. Cuando el obispo constató más tarde que el
suelo había quedado completamente quemado huyó de la casa atravesando el campo
y pasó toda la noche bajo las estrellas a pesar de que nevaba.
Estos episodios asociados produjeron en Gombrowicz consecuencias importantes que
justifican la presencia del diablo en toda su obra.
“Los días vividos a la sombra de aquellos terribles enigmas me introdujeron en
regiones espirituales hasta entonces desconocidas y que no hubiera alcanzado con
facilidad por caminos normales (...)”

“Me pusieron en contacto con el Misterio, con la máscara, me revelaron el poder de


los significados ocultos, me arrancaron de la rutina de lo cotidiano para precipitarme
en el pathos, en el drama de nuestra verdadera situación en el mundo. Esos
descubrimientos casi oníricos me mostraron un lenguaje sibilino y poderoso, al que
luego recurrí con gran frecuencia en mis obras literarias posteriores”
Si Gombrowicz hubiera seguido los consejos que le habían dado su hermano Janusz y
su cuñada para que se ocupara de otra cosa, para que se alejara de la escritura y se
dedicara a la caza, no se hubiera puesto en contacto con el misterio y seguramente se
hubiera ocupado de administrar sus propiedades, una ocupación que
lamentablemente terminó muy pronto para esa familia.

LOS ITALIANOS

En uno de sus cuentos Gombrowicz pone en boca del protagonista un comentario


curioso pero esclarecedor. Stefan leía mucho y trataba de comprender el significado de
las cosas, se daba ánimos con el recuerdo de uno de los temas escolares, la
superioridad de los polacos: los alemanes son pesados, brutales y tienen los pies
planos; los franceses son pequeños, mezquinos y depravados; los rusos son peludos;
los italianos... bel canto. Ésta era la razón por la que querían eliminar a los polacos de
la faz de la tierra, eran los únicos que no causaban repulsión.
Mucho tiempo después Gombrowicz tuvo la oportunidad de poner a prueba esta
opinión estándar que tenían los polacos sobre el bel canto de los italianos, una ocasión
a la que hace referencia en “Recuerdos de Polonia”.

En el año 1938 viajando de Roma a Venecia Gombrowicz conversa en el tren con


cuatro pilotos italianos: –¿Y si el Duce os ordenara bombardear todo esto, la iglesia, el
palacio, la procuraduría?; –Entonces no quedaría de esto ni una piedra. Esta respuesta
era de esperar, pero fue sorprendente la alegría con la que se lo anunciaban de una
manera triunfal. Lo que les encantaba tanto era el hecho de que se sentían creadores
de la historia, el pasado para ellos había llegado a ser menos importante que el futuro,
podían destruirlo. Este sentimiento de omnipotencia, aunque no referido a las
campañas militares y a los bombardeos, también lo tenía Gombrowicz.
69

Pero Gombrowicz despreciaba este sentimiento de omnipotencia que tenían los


italianos así que le hizo un desplante a la mismísima basílica de San Pedro.

El desplante, mejor dicho, se lo hizo a un compatriota pintor con el que se encontró en


Roma y que la estaba mirando: –¿Ya ha visitado la basílica?; –No, todas las iglesias son
parecidas por dentro; –¿Así que ha elegido la displicencia y el desdén?; –Sí, en efecto,
eso es lo que he elegido, además, me da demasiada pereza quitarme el sombrero para
entrar en una iglesia; –Pues entonces, entre con el sombrero puesto; –No es mala idea,
entraré cubierto.
Gombrowicz tenía un sentimiento muy marcado sobre la inferioridad de Polonia y
también sobre la inferioridad del Sur y de la gente de tez morena.
“Tenía miedo de Polonia (...) La única razón de mi zozobra era indudablemente el que
sintiera que pertenecíamos a Oriente, que éramos Europa oriental y no occidental, sí,
ni el catolicismo, ni nuestra aversión hacia Rusia, ni las uniones de nuestra cultura con
Roma y París, nada podían hacer contra esa miseria asiática que nos devoraba desde
abajo... toda nuestra cultura era como una flor pegada a la piel de cordero de un
abrigo campesino”

Pero en Francia tuvo una aparición milagrosa. Se le apareció a lo lejos la superficie


inmóvil y resplandeciente del mar latino como si se levantara un telón. Lo que no
habían podido las catedrales y los museos de París lo lograba ese camino vertiginoso
que apuntaba al mar. Comprendió el Sur, Francia, Italia, Roma... todo eso se le
apareció por primera vez en forma hermosa justamente a él, que hasta entonces había
considerado a la gente de tez morena como un tipo humano inferior. La blancura de
las piedras, el noble gris ceniza de los plátanos, el azul al frente, la nitidez de las líneas
y la plenitud de la forma. Toda la cultura francesa, que hasta entonces le había
parecido burguesa y repugnante, se le apareció como algo elemental y salvaje. Nunca
más sintió aversión hacia el Sur, el Mediodía lo atrapó con una dureza refulgente, un
deslumbramiento que preparó el camino para ese viaje increíble y milagroso que hizo
más tarde a la Argentina.

Y fue un italiano el que le confirmó las ideas que tenía sobre la inmadurez. Cuando
Gombrowicz llegó a París el 23 de abril de 1963 y se hospedó en el Hôtel de l’Opéra
tuvo un colapso metafísico. En una pared de la habitación colgaba la reproducción de
un óleo de Miguel Ángel con un fragmento de la bóveda de la Sixtina en el que Dios, en
la forma de un potente anciano, se acerca a Adán para darle vida
“¿A quién elegir? ¿A Dios o a Adán? ¿Prefieres los veinte o los sesenta? (...) Al
contemplar a Dios y a Adán meditaba en que las obras más ilustres del espíritu, del
intelecto y de la técnica pueden resultar insatisfactorias por el sólo hecho de ser la
expresión de una edad humana que es incapaz de infundir amor o éxtasis..., tendré
entonces que rechazarlas en cierto grado, a pesar de mi propio reconocimiento, en
aras de una razón más apasionada relacionada con la belleza de la humanidad. Y
cometiendo un pequeño sacrilegio rechacé a Dios en el cuadro de Miguel Ángel para
tomar partido a favor de Adán”

Gombrowicz y los italianos en algunas ocasiones se me han aparecido mezclados, una


de las más sobresalientes mezclas fue la del Cagamármoles.
70

El Cagamármoles se estaba convirtiendo en un representante del infantilismo, una


especialización que hizo desembocar en “Inmadurez. La enfermedad de nuestro
tiempo”, un libro que dio la vuelta al mundo. Sea por la inmadurez, sea porque igual
que Gombrowicz estaba subyugado por la filosofía, la cuestión es que el
Cagamármoles se convirtió en el campeón de los gombrowiczidas italianos.
Estaba convencido de que entre las numerosas enfermedades del siglo XX, la
inmadurez se había extendido velozmente como un virus hasta convertirse, en la
segunda mitad del siglo, en un auténtico fenómeno de masas.

Una actitud que tiene sus orígenes en una cultura que, fuertemente influida por la
religión del Hijo (el cristianismo), ha impuesto a la cultura occidental una visión de la
infancia como bien, inocencia, belleza y felicidad. El psicoanálisis y Peter Pan, a
principios del siglo pasado, pusieron en entredicho esta visión, junto con la crisis de la
figura del Padre. La inmadurez es entonces para el Cagamármoles la causa de la
decadencia del mundo occidental y del nacimiento de los totalitarismos.
A mí se me había formado la idea de que una persona tan lúcida como el
Cagamármoles me iba a ayudar a publicar las cartas que me había escrito Gombrowicz
en Feltrinelli venciendo la resistencia de la Vaca Sagrada, pero en vez de ayudarla a
realizar una empresa tan noble la ayudó a cometer un desatino.

Gombrowicz se fue a la tumba sin saber que se publicarían dos libros con unos textos
suyos que no habían visto la luz del día mientras vivió: “Curso de filosofía en seis horas
y cuarto” e “Historia”. Se publicaron después con la santa bendición de la Vaca
Sagrada, pero llamar textos de Gombrowicz a los apuntes que sacó en el curso de
filosofía y que Gombrowicz no tuvo ocasión de revisar es una temeridad.
Para escribir este engendro mortuorio se puso a las órdenes canónicas de la Vaca
Sagrada el doctor profesor honoris causa lameculos llamado el Cagamármoles, y allá
fue este mamotreto indigerible.
Como Gombrowicz no era filósofo ni profesor de filosofía no disponía del automatismo
que da la memoria mediante el cual podemos repetir cosas que dijimos antes una y mil
veces sin pensar en lo que estamos diciendo ahora.

Gombrowicz dio ese curso para olvidarse de la idea del suicidio, no disponía pues de la
imaginación y de la conciencia agudísimas con las que de vez en cuando enfrentaba
estos desafíos.
El Cagamármoles prologó las ediciones italianas de este libro, así que debe haber
quedado con la cabeza descansada.

LA FORMA

Gombrowicz desmontó buena parte de las posiciones de la cultura de las formas en


sus diarios y buena parte de las posiciones de la cultura literaria en su creación artística
echando mano a su conciencia y a su inmadurez. Empecemos por decir entonces que
no tenía una visión del mundo predeterminada cuando empezaba a escribir y que,
71

mientras escribía, poco a poco esa visión se la iba formando dándose la cabeza contra
la pared pues en el acto mismo de la creación debía utilizar materiales, digámoslo así,
que le venían dados siendo el leguaje el más importante. Y éste no es un problema
menor ya que nadie podría, pongamos por caso, construir un edificio transparente si
sólo dispusiera de ladrillos opacos. Los estilos y las formas están hechos y sólo nos
resulta posible expresarnos a través de ellos, esto es así para Gombrowicz y para
cualquier otro hombre que utilice la palabra como un medio artístico de expresión.

La visión del mundo es pues un producto social que le viene dado al hombre desde el
pasado a caballo de la historia, y tiene éxito en la medida que no la pongamos en tela
de juicio. Esto ocurre cuando no somos conscientes de cómo esa visión del mundo
afecta nuestra forma de hacer las cosas y de percibir la realidad. La visión del mundo
es entonces un marco de referencia interhumano y, de la misma manera que nos pasa
con la forma, no es nuestra. Son las representaciones de ideas, valores, ideologías y
creencias que le fueron impuestas durante siglos a la humanidad y que, a juicio de
Gombrowicz, nos deforman.
Él se ocupó de destruir su visión del mundo, una visión del mundo que, por otra parte,
no era suya, y no de crear una visión del mundo nueva, pues ningún hombre
individualmente, por más genial que sea, puede emprender una empresa semejante, a
excepción de los profetas.

Más que la consecuencia de una visión del mundo, sea ésta a priori o a posteriori, su
obra es el resultado del esfuerzo consciente que realiza para organizar el caos inicial de
una narración que le rebota como una pelota contra las paredes del leguaje y que
constantemente es absorbida por estilos y obsesiones que le viene dados por la
herencia, por la tradición y por la cultura.
Pero su idea sobre la forma lo pone a Gombrowicz en el andarivel de las profecías y el
porvenir o, mejor dicho, del deseo que él tenía de ponerse en contacto con ellos para
convertirse en un profeta. Sólo un profeta puede emprender la gigantesca tarea de
crear una nueva visión del mundo quedando para los genios la responsabilidad de
destruir la visión anterior pues los genios son conscientes de cómo la visión del mundo
afecta nuestra manera de hacer las cosas y percibir la realidad.

La forma es la dirección que toma Gombrowicz para vislumbrar el rostro del porvenir,
entonces se empieza a preguntar si los demás caminarán también en esa dirección. La
forma es autónoma y disponible, creadora y perversa, analítica y sintética; si en el
futuro se difunde esta noción de la forma es posible que la obra de Gombrowicz
produzca escalofríos, y de esto depende el porvenir de su literatura. La crisis de las
ideologías y el interés cada vez mayor por la forma en las más recientes tendencias del
arte pareciera que le dan la razón a Gombrowicz, pero con esto no basta, es necesario
que el formalismo creciente sea compensado por el humanismo, y en esto las cosas no
van tan bien que digamos.
El problema de la forma está presente en toda la obra de Gombrowicz, él mismo se
encarga de recordárnoslo de todas las maneras posibles.
72

En uno de los primeros intentos que hizo en los diarios, al que podríamos considerar al
margen de la literatura, se las arregla para desvincular a la forma de sus ataduras y
darle vida propia echando mano a Creta.
Todo ocurre un día en que va almorzar a la casa de un ingeniero que tiene una
industria en la localidad de Acassuso. A medida que ponía atención se iba dando
cuenta que la casa, la mesa del comedor y los platos eran demasiado renacentistas,
mientras la conversación se centraba también en el Renacimiento, una adoración por
Grecia, Roma, la belleza desnuda y la llamada del cuerpo. La conversación giró
alrededor de una columna de Creta, y a Gombrowicz se le pegó el cretino, leitmotive
de toda la narración, pero no de una manera renacentista, sino totalmente neoclásica
y cretínica. Llegado a este punto le advierte al lector que él sabe que no debería
escribir sobre esto.

De vuelta en la ciudad se dirigió al café Rex pero, de repente, desde el café París, le
hacen señas unas señoras conocidas que aparentemente estaban sentadas a la mesa
comiendo bizcochos que mojan en la crema. Pero era una mistificación, la verdad es
que estaban sentadas a un tablero cubierto de esmalte apoyado sobre cuatro barras
de hierro torcidas, y la acción de comer consistía en meterse una cosa u otra por un
orificio practicado en la cara, al tiempo que sus orejas y sus narices despuntaban.
Cháchara va, cháchara viene, Gombrowicz pide disculpas y se marcha alegando falta de
tiempo. El hecho de que estuvieran ocurriendo cosas demasiado cretinas como para
ser reveladas, era la razón que lo obligaba a relatarlas pues tenían un exceso de
cretinismo.
Al salir del café París se dirigió al café Rex. En el camino se le acerca una persona
desconocida, le dice que hacía tiempo que quería conocerlo, lo salida, le da las gracias
y se va.

Cuando iba a ponerlo de vuelta y media al cretino, se da cuenta que no es cretino,


puesto que sólo quería conocerlo y lo había conocido. Se empiezan a encender las
luces de la noche, pasan los coches, caminan los transeúntes, mientras tanto
Gombrowicz mira las casas. En el balcón de un séptimo piso le están haciendo señas
Henryk y su mujer. Él también les hace señas. Henryk y su mujer hablan y hacen señas.
Coches, tranvías, gente, bocinazos, Gombrowicz les responde con señas. De pronto
repara en que Henryk, más que hacer señas, enseña..., ¿pero qué es lo que enseña? Se
está enseñando a sí mismo como si fuera una botella.

“Yo hago señas. De repente ella (pero no, yo no puedo hacer el cretino; sin embargo, si
tengo que desenmascarar al Cretino debo hacer el cretino); entonces ella le enseña
hasta que él se asoma y ella le enseña con saña (pero qué es lo que enseña?), después
de lo cual los dos se ensañan ligeramente, y uno hacia aquí, el otro hacia allá, y,
¡puff!... (¡Esto sí que no puedo decirlo, está por encima de mis fuerzas!)”

EL BENEVOLENTE
73

Así como acostumbramos a decir que cada profesión tiene su vicio también podríamos
decir que cada profesión tiene su rostro. La profesión de la crítica literaria se nos suele
asociar con un rostro agrio, pero también aparecen muy de vez en cuando rostros que
no son nada agrios.
En efecto, cuando me puse a seguir los pasos del Mudo me encontré con un rostro del
que pude deducir rápidamente su carácter avinagrado y la complacencia de mostrar su
desagrado al mundo entero. Pero como cada cosa de este mundo tiene su contraria
me dediqué a buscar empecinadamente un rostro distinto entre los hombres de letras
nacionales, un rostro que expresara todo lo contrario de lo que expresa el del Mudo,
pero con el apuro del momento no lo pude encontrar.

A falta de un rostro argentino encontré el rostro de un francés, el de Lucien Goldmann,


un crítico literario de marca mayor como lo es el Mudo, que muestra en cambio todo
lo contrario, un rostro amable y complacido de sí mismo dispuesto a dar cuenta de
todo lo que existe. Como ni el desempeño de los críticos ni el de la crítica literaria son
asuntos de mi cuerda vamos a ver entonces qué pensaba Gombrowicz sobre todo esto.
Gombrowicz llegó muy temprano a la conclusión de que los dos grandes enemigos de
la literatura son los escritores, cuando desempeñan el papel de críticos, y la mismísima
crítica literaria. La literatura sólo puede sobrevivir si se le escurre entre las manos a los
escritores y a los críticos, un pensamiento que Gombrowicz saca a la superficie de vez
en cuando.

Goldmann, inspirado en “El casamiento”, había escrito dos estudios sobre el teatro de
Gombrowicz, “Estructuras mentales y Creación cultural”, pero el pobre profesor,
después de esta experiencia gombrowiczida, nunca recuperó del todo la cordura.
El ataque a la actividad de la crítica literaria ocupa buena parte de las páginas del
“Diario” de Gombrowicz. La naturaleza de la facilidad con la que el periodismo literario
le ajusta las cuentas a la literatura lo induce a oponerle resistencia. La obra de un
escritor no puede ser inocente respecto de la crítica, pues corre el riesgo de ser
destruida por el juicio de un idiota. El autor debe procurarse una ventaja de partida
contra los críticos, pues un estilo que no sabe defenderse a sí mismo de un comentario
humano no cumple con su cometido más importante.

Esos juicios son decisivos para el escritor, incluso cuando procedan de un cretino; la
actitud orgullosa de ponerse por encima de ellos es una ficción absurda que produce
consecuencias prácticas y de importancia vital. El crítico es por lo general un literato de
segunda clase con una relación frágil, casi siempre de carácter social, con el mundo del
espíritu. ¿Cómo un hombre así, inferior, puede valorar el trabajo de otro superior? Los
efectos que causan estos parásitos son catastróficos.
Debemos reconocer sin embargo que los críticos literarios existen porque hay gente a
la que se le mete en la cabeza que tiene que escribir. Mis cavilaciones actuales andan
dando vueltas alrededor de la verdadera naturaleza de los escritores frente a los que
hay que tomar precauciones especiales, no tanto porque sean unos seres ambiciosos,
irritables y absortos en su grandeza, sino por otra razón.
74

En efecto, cuando el hombre desempeña actividades relacionadas con la escritura se


vuelve muy peligroso porque se le pone en la cabeza que los demás tienen que leer lo
que él escribe.
Claro, yo también soy peligroso y espero que los demás lean todo lo que escribo,
luego, el primer paso que doy para alcanzar este propósito es difundir los
gombrowiczidas. Una de las causas que a mí me pierde es que mando mucha cantidad
en muy poco tiempo y a las personas que tienen algo que hacer, caso que no es el mío,
se les arma un embrollo.
Gombrowicz se reconocía en cada hombre que luchaba por su propio yo,
especialmente en un escritor polaco que le exigía que lo leyera, un muchacho que
todavía no tenía treinta años.

“¡Leer! Pero, ¿no sabe que escribir, aunque sea obras maestras, no es más que una
profesión, mientras el arte, el verdadero arte, consiste en conseguir que el libro sea
leído?”
Gombrowicz tuvo que esperar la vejez para que algunas personas, no demasiadas, lo
leyeran.
“!¿Leer?! Ja, ja, ja, ¡yo también lo exigía cuando tenía su edad!”
Mis primeros intentos buscando un rostro nacional que representara lo contrario de lo
que representa el rostro del Mudo habían fracasado debido al apuro. Sin embargo, y
sin proponérmelo especialmente, de repente se me presentó uno que me resolvió el
problema.

El Benevolente es también un crítico literario de marca mayor y tan encumbrado como


lo es el Mudo, y fue él precisamente el que, venciendo la resistencia que le opuso
buena parte de la obtusa intelectualidad local, pudo incluir a Gombrowicz en “Historia
crítica de la literatura argentina”
“Leí ‘Ferdydurke’ casi cuando apareció la versión en castellano; muy posteriormente
‘Trans-Atlántico’ y las obras de teatro. Me deslumbró. Sentí que rompía todos los
límites y se atrevía, en un gesto vanguardista muy radical, a poner todo el orden
convencional patas para arriba”
El rostro del Benevolente contraría el carácter agrio de los críticos literarios y, como el
de Goldmann, es amable, complacido de sí mismo y dispuesto a dar cuenta de todo lo
que existe.

Recientemente incorporado al club de gombrowiczidas me manifiesta de una manera


elegante y afectuosa que lo dé de baja.
“Estimado amigo Gómez, me parece muy loable e interesante el esfuerzo postal que
Ud. está haciendo en relación con Gombrowicz: se lo agradezco pero tengo un
problema: el material es tan abundante que no tengo tiempo de leerlo, pues cada día
llega una nueva entrega; así los he ido acumulando pero me da la impresión de que
ahora deberé dejar todas mis cosas para consagrarme a esa improbable lectura. Lo
siento, pero mis límites son esos; sólo me quedaba advertírselo para que Ud. no
creyera que me estoy dedicando a WG y no le comento la originalidad de su
pensamiento y su prosa. Quedo, suyo, muy cordialmente, Noé Jitrik”
75

LA CÁMARA DE LOS LORES

El Dramaturro fue testigo del clima de algarabía que reinaba una noche en la Fragata
cuando, después de un paseo por las grandes figuras de la filosofía, Gombrowicz
sorprende a los contertulios recitando Hamlet en polaco y aflautando la voz en los
parlamentos de Ofelia. Y también fue testigo del clima que reinaba en la casa
tandilense de Flor de Quilombo cuando, después de una lección que les había dado
sobre la inmadurez, recibió un ramo de cardos de la mano del Asno mientras el
hermano menor de Quilombo lo corría con una manguera.
Bañado por estas escenas de infantilismo el Dramaturro diseñó la tapa de
“Ferdydurke” de la editorial Sudamericana en la que aparece un caballito de madera
arriba de un carro con ruedas.

Había pasado un cuarto de siglo desde la publicación de "Ferdydurke", y Gombrowicz


se dispone a dar una clase elemental de su filosofía, a pensar de la desconfianza que le
tenía a la enseñanza.
Se presenta de una manera sencilla, como el autor de la facha y del cucul. Pegarle la
facha a alguien es ponerle una máscara, disfrazarlo y deformarlo. Cuando trata a un
hombre que no es nada tonto como tonto, le está pegando la facha, y la cuculización
opera de la misma manera, sólo que en este caso un adulto es tratado como un niño, y
la deformación lo transforma en un inmaduro.
La conciencia de las transformaciones que sufre el hombre por la acción de los otros es
la razón por la que Gombrowicz ha ocupado un lugar especial en la literatura, la
importancia que le ha dado a la forma tanto en la vida social como en la personal es el
punto de partida de su psicología.

Gombrowicz se había convertido en una maestro utilizando las partes del cuerpo en su
obra creativa, tanto que algunos escritores de su época consideraban que había creado
algo así como una psicología del cuerpo complementaria de la de Freud.
Desde “Ferdydurke” a “Cosmos”, la nariz, las orejas, la boca, los dedos, las manos, las
pantorrillas, los muslos y el culo se convirtieron en verdaderos personajes de sus
narraciones.
Gombrowicz recurrió a una estrategia premeditada para trasponer la voluntad humana
y el determinismo psíquico al automatismo y a las partes del cuerpo, un modelo
creativo que perfeccionó en "Ferdydurke", su primera novela. La cara y sus habitantes:
los ojos, la boca, la nariz y la orejas; el culo y sus proximidades: las manos, los dedos,
los muslos y las espaldas se convirtieron desde entonces en los representantes
plenipotenciarios de la forma y de la inmadurez.

En esta novela desmonta la mistificación de los ideales recurriendo a un duelo de


muecas entre estudiantes que termina en una violación que se hacen por las orejas, y
desmorona a la modernidad en un amasijo de cuerpos en el que un profesor trata de
mantener su dignidad utilizando los orificios de su nariz mientras los juventones, la
colegiala y el colegial se dan bofetadas, se agarran de los mentones y de las rodillas, se
muerden las costillas y enloquecen en un montón hormigueante.
76

Si bien "Ferdydurke" contiene todos los cánones a los que recurre Gombrowicz para
reemplazar los sentimientos, no hay obra anterior ni posterior que en mayor o en
menor medida no los contenga.
Mientras Gombrowicz pasaba unas vacaciones sin un término definido en la Argentina,
los polacos no se ponían de acuerdo sobre si era un escritor apegado a las antiguallas
del pasado, a la clase terrateniente y a la genealogía o si, en cambio, en tanto que
amoral y ahistórico, era un escritor vanguardista.

En "Veinte años de vida" de Zbigniew Unilowski el prologuista del libro intenta ubicar a
Gombrowicz en la Polonia de posguerra.
“En el período en que Unilowski apareció en el campo de la literatura, las tendencias
progresistas se vieron de nuevo contrastadas por el implacable culto a la separación de
la literatura de la vida. Fue el tiempo en que Gombrowicz quería 'cuculizar' la literatura
polaca, ejerciendo por desgracia una gran influencia sobre sus contemporáneos con su
literatura dominada por el infantilismo y el subconsciente.
En su novela, cuyo título constituía ya de por sí un programa (puesto que 'Ferdydurke'
no significa nada), quiso reducir la vida humana a unos reflejos infantiles. Unilowski
deseaba mostrar el desarrollo y la maduración de un niño en un mundo severo y malo.
Gombrowicz, todo lo contrario: quiso reducir las cuestiones de la vida, las cuestiones
sociales, a la época de la niñez, a la esfera de los reflejos subconscientes... Unilowski
era un escritor que iba en la dirección opuesta a Gombrowicz y sus adeptos (...)”

Gombrowicz no pudo elaborar un pensamiento compatible para que las formas y la


inmadurez convivieran juntas en una teoría que no se devorara a sí misma. Dio
explicaciones analíticas y simples en sus diarios y en los prólogos de sus novelas y de
sus piezas de teatro con el propósito de divulgar un pensamiento sobre su propia obra
a sabiendas de que no podía resultar un acercamiento suficiente a los problemas que
introduce la inmadurez en la esfera de la cultura.
En el año de la primavera polaca se levantaron las barreras del index y sólo siguió
prohibida la publicación de sus diarios, la crítica del país se ocupó de este renacimiento
y Gombrowicz escribió que sólo lo estaban comprendiendo parcialmente.
“Antes de la guerra ‘Ferdydurke’ pasaba por ser el desvarío de un loco, pues en la
época de la euforia creativa y las aspiraciones de grandeza no hacía más que
estropearlo todo (...)”

“Hoy, cuando la Facha y el Cucul han castigado dolorosamente al pueblo, mi libro ha


sido elevado al rango de sátira (...) Ahora se dice que es un libro razonable, la obra de
un racionalista lúcido que juzga y vapulea con premeditación, una obra casi clásica y
perfectamente sopesada. Pasar de loco a racionalista, ¿es eso un ascenso para un
artista?”
Para atacar la concepción simplista de la crítica literaria da una explicación sobre el
significado de “Ferdydurke”. La idea de que el hombre es creado por los hombres, es
decir, por el grupo social que le impone las costumbres, los convencionalismos y el
estilo debe ser sobrepasada, para Gombrowicz era más importante destacar que el
hombre es también creado por otra persona en los encuentros casuales.
77

De modo que es más que el producto de su clase social como explicó Marx, es también
el resultado del contacto con otro hombre y del carácter casual, directo y salvaje de
ese contacto del que nace una forma a menudo imprevista y absurda.
Esa forma no es necesaria para uno mismo sino para que el otro me pueda ver y
experimentar, es un elemento imposible de dominar. Un hombre así, creado desde el
exterior por el grupo social, pero más especialmente por el contacto casual con el otro,
debe ser esencialmente inauténtico pues está determinado por la forma que nace
entre los hombres. El hombre es entonces un actor natural desde el nacimiento.
En estas condiciones lo único que se puede hacer es confesar que la sinceridad está
fuera de nuestro alcance y constatar que el deseo de “ser yo mismo” está
perpetuamente condenado al fracaso.

Sin embargo, es la degradación, un subproducto de la actividad de la inmadurez, más


que la deformación, la que le confiere al estilo de Gombrowicz un carácter propio. Si el
hombre no puede expresarse con transparencia no es sólo porque los demás lo
deforman sino, sobre todo, porque sólo es expresable lo que tiene forma, lo demás, es
decir, la inmadurez, se queda en silencio. La forma desacredita a la inmadurez y
humilla a esta parte del hombre; las bellas artes, las filosofías y las morales nos ponen
en ridículo porque nos superan, porque son más maduras que nosotros.
“Interiormente no somos capaces de estar al nivel de nuestra cultura, es un hecho que
hasta ahora no ha sido suficientemente tenido en cuenta y que sin embargo es
decisivo para la tonalidad de nuestra vida cultural. En el fondo somos unos eternos
mocosos”

Gombrowicz cumplía al pie de la letra con este programa de mocoso: cuando le pagó a
dos jóvenes francesas con seis gatitos recién nacidos recogidos de la calle la traducción
al francés que habían hecho de “El casamiento”; cuando delante de un cordero asado
recién puesto a la mesa le dijo a la criada: –qué hermosa ave; cuando se miraba al
espejo y recitaba: –miro mis rasgos de aristócrata, pareciera que mis facciones, día a
día, registran mejor todo mi linaje; cuando delante de un mozo comunista que lo
estaba sirviendo dijo: –primero los alemanes, luego los rusos, ¿qué ha sido de mis
vacas y de mis criados?; cuando se presentaba como conde con derecho al taburete
porque su abuelita era grandeza de España; cuando nos explicaba que no había
retornado a la lejana Polonia debido a sus intensos estudios del alma sudamericana
comenzados el día anterior a la partida del barco; cuando...

“Creo también que mi sensibilidad respecto a la forma, que demostré desde mi más
temprana infancia, me permitió más tarde hallar mi propio estilo literario y crear un
género que va consiguiendo poco a poco derecho de ciudadanía en el mundo (...) Una
cosa era cierta y yo me daba cuenta: mis primeras tentativas literarias manifestaban
una fuerte oposición... oposición a todo... su tono era rebelde... Si entro en esta
Cámara de los Lores, me decía, será como Byron, para sentarme en los bancos de la
oposición”
78

WITOLD MALCUZYNSKI

Tanto a los polacos como a los argentinos nos resultaba difícil entender el porqué de
las manías de Gombrowicz que lo privaban de naturalidad en el comportamiento, no
era comprensible cómo coexistían en él una cultura sobresaliente y una falta total de
mundología. Estas dificultades se le manifestaban especialmente en las relaciones con
los miembros de su clase social y con sus colegas escritores. Por su manera de ser se le
presentaban grandes inconvenientes cuando trataba a personas de un rango social
más elevado, se sentía cómodo sólo con aquellos a quienes conseguía imponer su
forma. La aristocracia tenía su propio estilo, definido, banal e impersonal, y como no
podía modificarlo tenía que someterse.
En los cafés de Varsovia no se sentaba a la mesa de los grandes apellidos de los
hombres de letras.

Se comportaba como un profeta y como un payaso, pero sólo con seres iguales a él. A
los honorables no le podía imponer su estilo, entonces prefería no tratarlos, él se
aburría con ellos y ellos se aburrían con él.
En fin, tanto en los asuntos de su clase social como en los del mundo literario las
dificultades de Gombrowicz tenía mucho que ver con el que a ver quién es el que
domina a quién. Sin embargo, Gombrowicz metía la nariz en la flor y nata de la
sociedad a la cual pertenecía, y en la crema de los artistas.
Hay que decir también que las tradiciones de la generación de literatos gentleman
anterior a Gombrowicz estaban muy arraigadas en él. Señores bien educados y de
aspecto refinado, por lo tanto contemplaba sin admiración a los hombres de letras
calzados con zapatos gastados y sin modales. Esta actitud la fue cambiando con el
tiempo.

Como expresión del hombre le reservó siempre un lugar especial a la música y a los
sueños. La música rehumaniza la descomposición formal con mayor fuerza que la
literatura y por eso su efecto es más poderoso que el del resto de las artes. Su crítica a
la música se refiere más bien a sus manifestaciones sociales, a la mistificación y a la
falsedad que rodean a las representaciones en los teatros de ópera y de conciertos, al
valor derivado e inauténtico de los ejecutantes y de los directores, y no a la música
misma.
Después de su ocupación habitual que era la literatura, las pasiones predominantes de
Gombrowicz eran la filosofía y la música. Poco después de despacharlo a Milosz en las
primeras páginas del “Diario” se ocupa de un concierto en el Teatro Colón, es el primer
escenario de la Argentina que aparece en los diarios.

Un pianista alemán galopaba acompañado por la orquesta, termina de galopar, lo


aplauden y el jinete baja del caballo, hace reverencias secándose la frente con un
pañuelo.
“A la vista de tantos solícitos homenajes podía parecer que no habría una mayor
diferencia entre su fama y la de Brahms, su nombre también estaba en los labios de
todos y era un artista igual que él... Y sin embargo... sin embargo... ¿era famoso como
Beethoven o como las hojitas de afeitar de Gillet? ¡Qué diferente es la fama por la que
79

se paga de la fama con la que se gana! Pero él era demasiado débil para oponerse al
mecanismo que lo ensalzaba, no había que esperar resistencia de su parte. Bailaba al
son que le tocaban. Y tocaba para el baile de quienes bailaban a su alrededor”

Las características sociales de la música tienen representaciones que se manifiestan en


grandes cantidades: orquestas, salas, virtuosos, viajes, academias, festivales,
concursos, técnicos, teóricos, ingenieros, creadores y críticos, se cuentan de a miles.
“¡Qué ridículo! ¡Qué vergüenza tan grande! ¡Mujer! Si supieras qué monstruosidades
provocas reproduciéndote, ¡serías más prudente en la cama!”
El escándalo causado por la cantidad no sólo alcanza a los virtuosos y a las orquestas
sino también a los creadores.
“No te has limitado, mujer, a engendrar oyentes. ¡Has engendrado creadores!”
En la variedad de temas que Gombrowicz aborda en los diarios está incluida su
sabiduría filosófico musical, pero su obra artística no la incluye, por lo menos a primera
vista.

Hay que decir no obstante que las estructuras musicales y el pensamiento


fundamental están presentes en el momento de la creación, pero Gombrowicz se
ocupa de cubrir su presencia con el lenguaje.
A veces utiliza el sistema de la grilla que se aplica sobre un texto legible para hacer
surgir un código, otras el método del pintor que primero hace un cuadro realista y
después oculta su legibilidad, y también el procedimiento que utilizan los animales
para ocultar sus excrementos.
En la música que escuchaba Gombrowicz no parece razonable investigar cuál era la
referencia al mundo de esas melodías y armonías, como lo es en la pintura y la
literatura.

Todos los acontecimientos posibles de la vida se realizan en ella, sin embargo, no


puede encontrase parecido entre la música y las cosas que pasan por nuestra mente
cuando la escuchamos, es expresiva y elocuente pero no describe nada al margen de
ella misma. El hombre encuentra en la música su más auténtica y completa expresión
artística, su lado íntimo y del mundo en general. El verdadero carácter de la melodía
refleja la naturaleza eterna de la vida humana, que desea, se satisface, y desea otra
vez.
Teníamos absolutamente prohibido tararear, canturrear o silbar mientras
escuchábamos música junto a Gombrowicz. Él, en cambio, se permitía algunas cosas:
hacía unas muecas espantosas con la boca, levantaba los codos con los brazos
flexionados y las manos crispadas, siguiendo los compases de la música, aleteando
como un pájaro herido que no puede levantar vuelo.

A veces dejaba escapar unos chirridos muy desagradable entre los dientes. Había
muchas protestas: –Vean, yo sigo la línea fundamental, como los grandes directores,
los detalles no me preocupan.
Aunque Gombrowicz no era alcohólico participaba de algunas borracheras artísticas,
no le quedaba más remedio, a los polacos les gusta mucho el trago. Tomando vodka
calman sus contratiempos históricos y personales, además de combatir las
inclemencias del tiempo. Se ha llegado a decir de los escritores polacos que es más
80

fácil imaginárselos sin pluma que sin una copa en la mano. Era muy amigo de Witold
Malcuzynski, el último de los pianistas románticos, con el que tomaba copas después
de los conciertos. Malcuzynski bebía mucho después de sus interpretaciones, le temía
al público y de esta manera se relajaba.

En una oportunidad se le fue la mano y le echó tanto vodka al cuerpo que se puso
blanco como un papel, se fue tambaleando al baño mientras Colette y Gombrowicz
con malos presentimientos corrían detrás de él. Cuando la novia de Malcuzynski entró
al baño de hombres estaba repleto de gente. Cundió el pánico, la aparición de un león
no hubiera provocado un sálvese quien pueda tan general, todo el mundo huía
abrochándose lo que tenía que abrocharse.
El estilo de Witod Malcuzynski, lleno de virtuosismo y fuerza pero a la vez de vitalidad
y romanticismo, fascinó al mundo entero y le hizo ser calificado como el último
romántico del piano.
En el año 1937 Malcuzynski ganó el premio de la “Chopin International Piano
Competition” que se celebraba en Varsovia., obteniendo además una gratificación
inesperada: entre los participantes conoció a una joven pianista francesa que se
llamaba Colette Gaveau, ambos se enamoraron casi a primera vista, contrajeron
matrimonio al año siguiente y se radicaron en París.

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