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II
Yo me nazco, yo misma me levanto,
organizo mi forma y determino
mi cantidad , mi número divino,
mi régimen de paz, mi azar de llanto.
María Elena Walsh
-¿Y vos? ¿Estás triste?
- ¿Yo?
-No sé con quien más estoy hablando, dijo frunciendo levemente el entrecejo.
Tenía una rara manera de dirigir mi discurso.
- No, creo que no.
-¡Creo! ¡Creo! ¿Qué es Creo?
- Nunca me pregunto si estoy triste. No quiero estar triste.
-Pero a veces yo te veo triste. Caminás como pateando perros molestos.
-No, Hombre Verde. Tal vez porque es la hora que salgo de trabajar. Salgo muy cansada
de mi trabajo .Para mi jefe …o soy invisible o soy la culpable de todo. No tiene término
medio. Y yo quisiera que cambie, pero no le puedo hablar. No me salen las palabras
cuando lo veo.
-¡No, no es solamente eso! Vamos... ¿Qué te pasa?
Yo no tenía ganas de hablar. Mejor dicho. No estaba acostumbrada a hablar. Estaba
acostumbrada a escuchar, estaba acostumbrada a consolar. No sé qué me había llevado a
ese extraño hábito pero era así. Me había convertido en una enorme oreja y casi había
olvidado que la boca también servía para hablar de mí.
-No tengo tiempo para estar triste. La tristeza es un lujo , es para quienes tienen tiempo
de sentarse a llorar.
Hice un ademán con mi mano demostrando que esas banalidades no eran para mí.
Mi voz circunspecta de conocedora de almas le dio risa. Luego hizo una mueca irónica.
-Tenés bien estudiado tu discurso y te queda bien. Quizás algún estúpido te lo crea.
Pero seamos realistas. ¿Por qué nunca te preguntaste si estás triste?
-Le tengo miedo a la respuesta, dije bajando el tono de voz. Temí que alguien me
escuchara. Era una experta en el miedo. Aunque sabía que a veces el miedo era una
buena arma de protección.
Hombre Verde volvió a reírse, ahora con una carcajada.
-Esto es un pandemonio. ¿Quién te puede escuchar?, dijo ahogado en su propia risa y
tenía razón. Su cuerpito se sacudió, juntó sus rodillitas y puso su frente sobre ellas.
Supe que no le podía mentir.
-Si respondo que estoy triste, no sabría que hacer con mi tristeza. La tristeza es un dolor
raro, roedor, un hundimiento encubierto. Es una cárcel con puertas abiertas pintadas en
las paredes. Me daría miedo no poder salir nunca más. Esa es la sensación. La tristeza
es como una siesta de sol en un desierto. Una larga siesta de verano, blanquecina y
asfixiante, que nunca acaba.
Pero a la vez, cuando estoy alegre, temo que algo ocurra y me despierte. Y darme cuenta
que sólo estaba soñando con la risa. Yo no creo en eso de “Conócete a ti mismo”. ¿Para
qué quiero conocerme tanto? Mejor sigo así. Mejor me salvo de mí misma. Con lo que
sé de mí, ya tengo bastante.
-No está nada mal lo que decís si te hiciera feliz. Pero, ¿estás triste?
Él me repitió la pregunta con un suspiro, indicándome que quería un Si o un No por
respuesta y movió su piernita hacia mi empeine, fingiendo que me iba a patear.
Dulcemente.
-Mirá, Hombre Verde. Es como si temiera bajar los brazos, rendirme a la felicidad
momentánea, porque temo que esa actitud abra la puerta a un dolor o una indiferencia
que siempre acecha. Los golpes bajos, la mano de cal que nunca descansa.
Muchas veces la vida es un hada buena, nos brinda una muestra de felicidad y uno se
queda perplejo. No nos terminamos de convencer y pensamos que no puede ser cierto.
En realidad creemos que la felicidad siempre está condenada a lo efímero. Creo que
hago lo mejor que puedo.
- Bueno, en eso no estoy de acuerdo. Deberías pensar menos y reírte más. La risa es
poderosa. Es una de las mejores armas para combatir los fantasmas y las sombras. Y
sos tan linda cuando te reís. La risa te sienta bien.
Yo me sonrojé . La risa me sentaba bien. ¿A quién no? Hombre Verde siguió con su
disertación.
-Entonces la felicidad, según tu razonamiento es esporádica. Estás demasiado
aristotélica para una noche tan linda, tan prometedora de estrellas.
- Pero no, no soy una triste.
-Yo sé que no sos una triste, pero estás triste .Te he visto llorar alguna que otra tarde,
apoyada en mi poste, o suspirar mirando la nada, la larga fila de coches de esta avenida.
No te animás a sacarte la gran armadura. Pero la vida no es una guerra, es una enorme
trinchera con lentejuelas donde también hay descanso y bromas para paliar los ataques.
Deberías darte una “auto amnistía”.
Hombre Verde fingió estar ametrallándome. Luego se arrojó hacia atrás como si lo
hubiera herido mortalmente y quedó de espaldas a la noche con los ojitos fijos.
Se echó a reír y la risa fue agua clara en la garganta.
-Y además, siempre hacés el mismo recorrido. Te gusta la rutina, Corazón Valiente.
-¿Corazón Valiente?
Cuando escuché eso de …Corazón Valiente, me quedé atónita.
¿Cómo podía llamarme Corazón Valiente a mí, justamente a mí, cuando era un ser tan
invisible como silencioso? Hice de cuenta que no lo había escuchado. No podía estar
hablando de mí.
-La rutina ayuda. Nos da seguridad. Nos hace bien saber lo que va a suceder , nos quita
incertidumbre.
Iba a comenzar con otro de mis pesados razonamientos pero fue más mi curiosidad.
¿Por qué me llamás Corazón Valiente? Si yo soy de esas que gritan en silencio, que
luchan bajo la armadura para no ser vistas, que adoptan la intrascendencia para moverse
con más tranquilidad…Yo vivo a la sombra de mí misma . Es más fácil así.
-Hay una guerrera celta en tu corazón. De hecho, ¿sabías que la diosa guerrera Scathach
era maestra en los artes de la guerra y tenía su escuela en la Isla de la Sombra? La
sombra era su estrategia.
¿Sabías que una de las mayores cualidades de las mujeres celtas era la constancia?
También sé que cuando esta guerrera se sienta a mirar las estrellas, le pide a la ley de la
imprevisibilidad que se cumpla de vez en cuando. A veces vas muriendo porque algo
cambie la cómoda rutina de tus días. Desde mi poste, lo veo todo.
Lo miré con extrañeza. A nadie le gusta sentirse expuesto. Pero él ya me había visto el
alma, entonces era tarde. Había algo en mí que le pertenecía.
Él siguió su exposición, entrelazando sus deditos y mirando por el rabillo del ojo la
rebelión de coches y gente que había provocado.
-Tenés que sacar ventaja de la espontaneidad. Es el día a día. Caminás con demasiado
peso. Pasás tanto tiempo cuidándote de sufrir que sos una fortaleza ambulante. No, no
está bien. Es más fácil que eso. Mucho más fácil. Es-pon-ta-nei-dad.
Yo sabía que él tenía razón. Ya no me acordaba de la espontaneidad. Mi lema de vida
era el “por las dudas”. Por las dudas, me callo y no insisto. Por las dudas no intento algo
nuevo, no quiero sufrir el fracaso, no quiero que me hieran. Pero también, por las dudas
me entreno, por las dudas practico la indiferencia así cuando llega, ya no me hace daño.
Por las dudas me muero de en vez en cuando, así cuando me muera, la muerte no me
toma desprevenida. Por las dudas practico el silencio, por si la verdad no gusta. Por las
dudas no me río, no sea cosa que me acostumbre y después no tenga de que reírme.
-¿No te querés casar conmigo?, dijo de repente. El Hombre Verde me tomó la punta del
dedo pulgar. Me quedé mirándolo, quieta, absorta, queriendo retener aquel momento,
aquella mirada suya. Eso sí que era espontaneidad. Me quedé pensando por un rato.
-No, te agradezco la proposición, le dije tocando su hombrito brillante.
-¿Y por qué no?
–No sé, será porque ya tengo pareja. Sí, por eso.
-¿Y lo querés mucho como para no casarte conmigo?
-No sé, pero ya llevo con él muchos años. No soy proclive a los cambios.
-Ya sé que te gusta la filosofía a los saltos pero Heráclito dijo que “sólo el cambio
perdura”.
-No sé nada de Heráclito. Y no me gusta la filosofía a los saltos.
-Entonces, casáte conmigo.
-Creo que no puedo.
Dije esas palabras y me tembló la voz. ¡Lo quería tanto a mi Hombre Verde!
-Bueno. Pero pensálo mejor.
-Si, lo voy a pensar. Por supuesto.
Por primera vez en mucho tiempo tuve ganas de llorar de felicidad y no temí a que algo
malo me pasara. Pero no lloré, porque recordé que la risa me sentaba bien. Y fue la risa
la que inauguró mi hora penúltima, la que me sembró la cara de estrellas y por un
instante, también fui discípula de Heráclito. Sólo el cambio perdura.
-¿Por qué no me llevás un rato sobre los hombros?
-Bueno, Hombre Verde. Vení.
El Hombre Verde me pasó los bracitos por el cuello y sus piernas quedaron colgando
por un momento. Una señora que pasaba lo empujó suavemente para ayudarlo a poner
sus piernitas sobre mis hombros. Él le agradeció con una sonrisa. La sonrisa también le
sentaba bien. La noche era un parto de sonrisas.
Un bramido humeante crecía en la avenida. La ciudad era una medusa furiosa.
Pero él me llamaba Corazón Valiente y eso me bastaba para ser valiente, para reírme.
Recordé que las guerreras celtas luchaban con sus hijos en la espalda. Protegerlos las
hacía temibles, feroces y nada ni nadie podía contra ellas. Y ganaban las batallas.
Yo todavía no tenía hijos pero tenía a Hombre Verde en mi espalda.
Ahora yo era temible. ¡Quien me ha visto y quien me ve!.
Me eché a reír. Él se echo a reír. Teníamos que salvarnos.
La risa era la mejor manera. La risa me sentaba bien. Entonces me acordé de la
espontaneidad, abracé a Hombre Verde y le di un beso sonoro en la frente.
Él se sonrojó un poco y luego se puso a bailar. Su cuerpito verde se sacudía como si
estuviera bailando rock and roll.
¡Cuánto lo quise! Lo tomé de la manito y me puse a bailar con él. Ya no me importaba
el mundo circundante.
Sí, así era la felicidad.
III
Nos sentamos en una fuente de la que no salía agua. De lejos, veíamos el obelisco.
Yo escuchaba los gritos guturales de las bocinas y me imaginé los atascos y los enojos
de la gente hilarante que no podría llegar a casa. Pero ya no era importante. Quería que
el Hombre Verde me hablara. Supe acabadamente que me había estado esperando. Me
puse las manos en los muslos y él se sentó como si estuviera tomando sol, entre mis
piernas.
-¿Sabés? Conocí a Borges.
-¿De verdad? Mi incredulidad se hizo manifiesta.
-Créeme. Estuvo parado justo ahí. Ya tenía problemas con sus ojos.
-No te rías por lo que te voy a decir pero a veces soñaba con ser María Kodama para
poder estar cerca de Borges. Amaba a Borges, le dije con cierto rubor. Lloré mucho
cuando me enteré de su muerte.
-¿Y él te quería?
-¿Cómo?
-¿Te pregunto si él te quería?
-No, claro que no. Si no me conocía. Yo lo amaba de tanto leer sus ensayos, sus cuentos,
sus poesías. Era el mejor… Cuando yo lo leía…
-¿Lo leías a él o leías su obra?
-Bueno, en realidad lo leía a él. Yo lo leía a él porque lo admiraba y lo amaba, a mi
manera.
-Pareciera que te gusta amar lo inamable. ¿Nunca pensaste en amar a alguien normal?
-¿Normal?
-No sé en que idioma hablo. Todo me lo hacés repetir.
-Tengo a alguien relativamente normal.
-En fin, Corazón Valiente, volvamos a Borges. Era un hombre afable pero me
intimidaba su inteligencia. Vos estás rodeada de ciegos que te circundan pero no te ven.
Borges era menos ciego que todos los que te rodean. Lástima que no te conoció.
Mi corazón se inflamaba al escuchar hablar de Borges. Recordé uno de sus tantos
versos.
“Y la ciudad, ahora , es como un plano, de mis humillaciones y fracasos...” .
Me quedé mirando sin ver y pasé mi mano por la frente, como si buscara en mi mente
todos los versos que de él había aprendido de memoria.
-¿Hablaste con él, Hombre Verde?
-Si, porque pudo escucharme ,como vos. Sabía leer entre líneas, sabía descifrar la
mirada. Le pregunté si era muy terrible eso de ir volviéndose ciego progresivamente
pero me dijo que no, que ya lo había asumido y que había una biblioteca universal en su
mente, una biblioteca que ocupaba el espacio que podría haber llenado la desazón de
sus ojos.
Muchas veces creo que sus ojos miraban hacia adentro, que ya no le hacía falta mirar al
mundo circundante, que no existían velos posibles para nublar tanta lucidez.
Decía que era cosmopolita pero pocos han hablado y han sentido a Buenos Aires como
lo hizo él. Tenía alcantarillas de luz en los ojos.
Miré a mi alrededor con una euforia casi sublime y luego suspiré hondo.
-“No nos une el amor sino el espanto”…, recité desde el alma y el Hombre Verde se
sonrió con esa sonrisa de sabio que tanto le gustaba practicar, como si para él no hubiese
secretos.
-“Será por eso que la quiero tanto…”
IV
“Todo es gratuito, el jardín, la ciudad, yo mismo…”
Sartre
El Hombre Verde saltó ágilmente hacia el suelo y me hizo un gesto con la manito,
invitándome a caminar. De algún modo intuía que la ciudad, en esta hora crepuscular,
ejercía una suerte de ensoñación. La ciudad era mágica. Yo era parte de ella, era mi hilo
de identidad.
El Hombre Verde comenzó a caminar sorteando las colillas de cigarrillo y se puso a reír
con ganas, con una genuina felicidad. Yo me puse a saltar una rayuela imaginaria.
-Esto es un surgimiento del encanto, pero dentro de un rato me sobrecogerá la nada, la
sensación de la nada. Mi voz se asfixió en un suspiro.
-No temas tanto a la nada, dijo aún riéndose. Sartre la llamaba “la nausea”.
-Los existencialistas nunca tendrían que haber hablado de esas cosas. ¿Para que develar
lo que no podemos cambiar aunque quisiéramos?
-Te gusta la filosofía a los saltos. No, la filosofía no es lo tuyo.
-Peor Kierkeggard que habló del “pavor”. Hablé fingiendo no escucharlo.
- “Corazón Valiente”, me estás cansando .¿Sos existencialista?
-¿Yo? No, ni loca. Ya bastante tengo con la asunción de mi propia absurdidad como para
que vengan a restregármela por las narices. ¿Y vos?
-¿Yo?, exclamó él dando una vuelta carnero. Yo tampoco.
-Bueno, en eso estamos de acuerdo. Vení, vamos a cruzar la calle y tomemos un café.
-Vamos, pero que me sirvan el café en una cuchara de postre así no me ahogo.
-Está bien, pero acordáte que yo te cuido.
-No , él que te cuida soy yo, filósofa de suburbios.
-Tenés razón. Lo mío es la poesía.
-Por fin nos ponemos de acuerdo.
-¿Cómo es él?
-¿Quién?
-¿Quién? ¿Quién? ¡Quién! ¿De quién te parece que te estoy hablando?
El Hombre Verde parecía irritado. Se había puesto nervioso.
-¿Mi pareja?
-Cierto que ahora le llaman “pareja”. ¡Si! ¡Si! ¡Tu novio! ¡Tu fiancée! ¡Tu boyfriend!
¡Tu prometido! ¡Eso que tenés por hombre a tu lado!¡ Esa zanahoria!
-No te pongas nervioso, Hombre Verde. Mi novio, mi pareja. Es lo mismo.
-¿Y?
-A su lado soy sólo parte del paisaje. Un mueble, una cama, un objeto querido. Si me
corto el pelo, no se da cuenta, si me compro ropa, no se da cuenta. Siempre estoy como
un faro, como una mesa, un buen libro. Es una tontería, dirás… cosas de mujeres que
queremos ser siempre Cenicienta. Pero yo, de vez en cuando, quiero ser Cenicienta.
Si pensás que soy tonta, no me importa. Es verdad, es esa fantasía que crece con
nosotros y nunca deja de ser, que llevamos arañando el alma y nos viene y nos ataca
cada vez que alguien nos vuelve parte de la rutina. Mi novio me ha incluido enla rutina
salvadora pero a veces quiero ser princesa. A veces tengo ganas de hacer equilibrio en
una cornisa o de tocar un timbre y salir corriendo. Pero más que nada, tengo ganas de
sentirme princesa.
-¡Muy bien! ¡Muy bien! Por fin has roto los moldes. ¡Has hablado! La princesa está
viva… ¿Qué tendrá la princesa?
Mi Hombre Verde saltó en sus piernitas e hizo una exagerada reverencia.
-Todavía estás en el tiempo de ser princesa. Ahora a las mujeres se les ha dado por negar
su esencia, por descartar su naturaleza, sus ambiciones románticas. Niegan sus deseos
de magia, sus maneras tiernas, esa bella ternura, el sueño secreto que las vuelve más
lindas.
-¡Hombre Verde! Me sorprendés, pero sí, es verdad. Cuando uno deja de soñar, se
muere. Y yo no me quiero morir, pero no soy proclive a los cambios.
Nuestro diálogo se derivó en secuencias de esos libros de autoayuda que tanto me
fastidiaban, pero el Hombre Verde salvó nuestra conversación.
-Yo no sé quien inventó la política sexual.
-Yo tampoco, creo que los papas de la Edad Media.
-¡No! No!. Corazón Valiente, esto viene desde antes. De mucho antes. Desde que el
hombre se dio cuenta de que la mujer tenía la privativa y bella capacidad de tener hijos,
de acompañar los ciclos de la tierra, de sobrevivir a los partos. Y eso les dio miedo.
Entonces usaron la fuerza física para demostrar que ellos también tenían su parte
privativa. Los religiosos de la Edad Media exacerbaron esa postura para su
conveniencia.
Admito que me dejó sin palabras. Mi Hombre Verde era muy sabio o por lo menos lo
que decía, lo decía con gran convencimiento.
-Pero vos sos diferente, Hombre Verde. Me has leído el alma femenina que me queda,
has logrado que disfrute de la mujer que llevo dentro de este cuerpo. Mi parte masculina
es otra historia. Creo que la sobrellevo mejor.
-No, no es que tengas una parte masculina. La guerrera feroz y riente que llevas dentro
te fluye en la sangre desde alguna ascendencia celta o azteca. O huarpe. Creo que
ya te lo dije.
-Hombre Verde, sos único.
-Y además, soy inteligentemente feminista.
-Hombre Verde, te quiero mucho.
-Casáte conmigo, entonces.
-¿Por qué?
-Por qué ya me diste a conocer tu nombre secreto. Pesa mucho eso de parecer
“invulnerable”. Causa mucho desgaste. Es como cargar muertos en la espalda , todo el
tiempo, todo el tiempo. ¡Casáte conmigo!
-¡Que locuaz sos! Pero yo te hablo en serio.
Yo también.
VI
VII
Mis capacidades y mis talentos son muy restringidos. Cero para las ciencias naturales
, cero para matemáticas, cero para todo aquello que sea cuantitativo. Sin embargo lo
poco que poseo y que se reduce a poca cosa, probablemente ha sido muy intenso.
Sigmund Freud
Vimos con asombro que la ciudad se había convertido en un caos. Corrimos tomados
de la mano por una calle trasversal y encontramos un café con esa magia porteña y el
humo de los desclasados. Pero sólo para protegernos.
-Hombre Verde, esto parece una revolución. Me siento culpable.
-Tranquila, Corazón Valiente, que no tenés culpa de nada.
Ah …la culpa. Ese es el mal que les dejaron prendido del alma, la culpa.
Hombre Verde hablaba entrecortado, le faltaba el aire.
-¿Quienes?
- Esos que se creen salvadores de almas. La culpa es como una plancha de cemento. Es
el mito de la culpa. Todos tiene que pagar por no sé que cosa. Es sólo un mito colectivo,
como tantos. No te lo creas. El mito bien entendido es otra cosa.
La ciudad parecía un hervidero. Todos los televisores estaban encendidos. El del café
mostraba imágenes de gente histérica. Nadie sabía por qué los semáforos no
funcionaban. Y cuando se dirigían a los Hombres Verdes desperdigados por todos
partes, los trataban como a extraterrestres, los trataban de convencer que los llevaran a
otro planeta donde se viviera mejor. Los Hombres Verdes reaccionaban mal ante
esa confusión. A nadie le gusta no ser reconocido.
-Es la eterna insatisfacción. Me sentí una erudita en el tema de la insatisfacción.
-¿Leíste a Freud?.
-¿ A Freud? No, yo no leo. Sólo escucho , retengo , elaboro mis conclusiones y las doy a
conocer a quien me quiera escuchar. Pero también lo conocí.
Hombre Verde empalideció. Adquirió un color verde agua y su boca se abrió de estupor.
Los Hombre Rojos, sus primos como él decía, también se habían amotinado.
Las luces de los semáforos parpadeaban desorbitadas, quizás también a punto de la
revolución. Una mezcla extraña de euforia y pánico enrarecía la ciudad sin límites.
Supe que detrás de su aparente desconcierto, él sabía lo que tenía que hacer. Pero era
manifiesto, lo nuestro debía terminar. El regreso a su mundo disciplinado y humanitario
era inminente. Con una servilleta de papel, sequé el sudor de su frente y con disimulo,
me sequé una lágrima.
-Ahora todos critican a Freud pero gran parte de lo que predicó es totalmente cierto.
Yo ya no tenía ganas de hablar de Freud. Pero él hizo de cuenta que no lo había notado.
Me hablaba mientras garabateaba algo en el papel con un lápiz hecho a su medida.
Llevaba más en su bolsillito de lo que había imaginado.
La ciudad había estallado en una masa feroz. Los semáforos se vaciaban, los agentes de
tránsito estaban desbordados y los Hombres Rojos ,se habían enajenados de poder. La
subyugación del poder. El mal invencible de todos los tiempos.
-¿Qué vamos a hacer? ¿Qué tenés pensado?
-Voy a tocar el silbato. Mis hermanos me oirán y vendrán a mí. Siempre lo hacen.
Pronto todo volverá a la rutina. Al engranaje seguro.
Si, era verdad, todo volvería a estar como siempre menos yo. Yo me había dado cuenta
que había aprendido demasiadas cosas, nunca sería la misma. La risa, la
espontaneidad, la valentía, la felicidad. Había pasado de ser nadie a ser una reina.¡Una
reina!
-“Dichoso el árbol que es apenas sensitivo…”, agregó después de posar su manito en mi
dedo índice.
Todavía tenía ganas de dialogar.
-No podés haber conocido a Rubén Darío. ¿Cómo sabés tanto de él?
-Lo escuché a Borges. Te dije que conocí a Borges. ¿O ya no te acordás?
-Si, pero no pensé que él podía ir hablando de Rubén Darío por la calle.
-¿Por qué pensás todo en términos de plausibilidad? ¿Es que no sabés que existe el
azar, la imprevisibilidad, lo espontaneidad? Tratá de aceptarlo. Es así.
Me hablaba sin dejar de escribir. Entonces le pregunté.
-¿Estás de acuerdo con Rubén Darío?
-Bueno, no del todo. Los árboles hacen el amor en las plazas y la mayoría de la gente no
se da cuenta.
-¿Entonces Rubén Darío se equivocó?
-No, él sostuvo su propia verdad.
-¿Qué te pasa? Me mirás raro…
-Percibo la inquietud de las feromonas. ¿Tenés ganas de hacer el amor?
-¿Yo? No, ahora no.
-Entonces deben ser los árboles que están deseosos.
-Las feromonas son privativas de los mamíferos. Nosotros incluidos.
-Entonces debo ser yo.
-Fumáte un cigarrillo y ya está.
-Bueno, pero que sea nacional.
-Bueno.
Tomó el silbato para convocar a sus hermanos a la Gran Reunión y se aprestó a hacerlo
sonar pero se contuvo. Diez minutos más, Corazón Valiente.
-Bueno, Peter Falk. Quince. ¿A quién más conociste?
-¿Famoso o no?
-Lo que quieras.
-Te conocí a vos.Y entonces me sentí importante. Yo soy importante, me dije como
diciendo una oración. Soy importante.
Mientras, mi Hombre Verde se había fabricado un anillo de papel y trataba
esforzadamente, amorosamente, de ponerlo en mi dedo. Pero estaba un poco triste.
Comenzaba la cuenta regresiva. El principio del adiós.
El Nunca Jamás.
VIII
Le pregunté mientras tomábamos el último café cómo nacían los hombre verdes, las
luces verdes, incluso me interesé ligeramente por los rojos, los amarillos mediadores.
Simplemente me dijo que había un banco mundial de genomas-engranajes y allí se
reproducían bajo la supervisión de los continuadores del autor intelectual, que habían
sido concebidos para poder adaptarse a las continuas transformaciones a las que iban ser
expuestos. Pues la forma no hacía a la esencia y los cambios estaban previstos, pero
eran cambios que no afectaban a la esencialidad. Estuvo un poco reticente y mientras
encendíamos ese cigarrillo que tenía algo de luna última y adiós implícito, supe que él
no tenía ganas de hablar de esas nimiedades. Y en verdad, yo tampoco. Ya no había
tiempo.
Me miró con ojitos sabedores y me atravesó el corazón.
-¿Qué vas a hacer sin mí?
-¿Qué te parece si cambio de trabajo?
-No tenés por qué cambiar de trabajo si eso resulta demasiado complicado. Sólo tenés
que cambiar de esquina. Cambiáte de esquina pero no te pierdas, que yo te quiero así.
-Puede ser. Me voy a parar arriba de mi escritorio y voy a ver el mundo desde otra
óptica.
-¿Como los de la película “La sociedad de los poetas muertos?
-Si. ¿Viste la película?
-No, conocí a Robin Williams.
-¿Y cómo es?
-Como en la película.
-Lloré mucho cuando terminó la película.
-Por eso de los puentes.
-¿Que puentes?
-Los que construiste entre la historia y vos. Para eso sirven las películas, los libros. Creo
que tienen dos funciones básicas. La primera es para que sintamos el consuelo de que
alguien piensa o siente como nosotros, así nos sentimos menos solos o mejor dicho,
menos raros. La otra es para vivir la vida que en algún instante querríamos vivir. La
ficción sana, nos acelera la sangre y es más parte de nuestra realidad que otras
realidades.
-¿Quién te dio tanta sabiduría, Hombre Verde?
-Casi un siglo de estar vivo. Pero no siempre tuve forma de Hombre. Antes tenías unos
brazos largas como aspas, después fui redondo y grande, y así fui cambiando. Fuimos,
como se dice ahora, aggiornados.
-Creo que ya me lo explicaste.
-Si, pero como te olvidás de todo, te lo repito.
--De vos nunca me voy a olvidar.
-¿A quién querés más, a Borges o a Miguel Hernández?.
-¿A quién quiero más?
Repetí casi para darme tiempo. Mis pupilas hablaron más que todos los lenguajes
posibles. O plausibles. El corazón sitió mi pecho y fui un enorme corazón pensante y
agradecido. Lo tomé de los deditos y lo miré fijamente.
Sus ojitos chispearon con cierto pudor, con un dejo de locura poeta. Y se sonrió.
Entonces yo le dije:
-A vos.
IX
Los dos estamos por igual manera
a hierro y sed de soledad,
los dos encadenados contra el mismo muro.
Antonio Gamoneda
Comenzamos a caminar hacia el obelisco con paso firme y cadencioso. Había puesto el
discurso en su bolsillo y sus maneras eran decididas. Todo en él irradiaba confianza. Yo
me sentía segura a su lado y por primera vez en mi vida, me sentía segura de mí misma.
-¿Qué vas a hacer cuando yo me vuelva? Porque sabrás que ya que no he contraído
matrimonio, tengo que volver.
-¿Qué voy a hacer…con qué?
-¿Con qué? ¿Con qué? ¿Con qué? ¿Con vos misma? No quiero que te pongas triste,
aunque hayas desperdiciado el alto privilegio de haberte casado con el más maravilloso
de tus pretendientes.
-Yo quisiera ser … además de la Mujer Maravilla…diferente.
- Te voy a enseñar “la Teoría del ¿Y qué?”, desarrollada bajo el impecable cientificismo
y elevadísimo conocimiento de Hombre Verde.
Hizo una reverencia dieciochesca y su mano giró graciosamente por el aire.
-¿La conocés?
Yo lo miraba extasiada. Le dije que no.
Te advierto, prosiguió, que esa teoría en la práctica va acompañada de un ligero
movimiento de hombros, los subís y los bajás a modo de decir que no te importa. Como
los nenes cuando se pelean con otros. ¿Y a mí que me importa? ¿Y qué?
-¿Y qué?
- Bueno, Corazón Valiente, ¿Cómo decías que querías ser?
-Quisiera ser mi propio antagonismo.
-Pero no sos así… ¿Y qué? ¡Que te importa! Sos como sos.
¿Y Qué?
-Si fuera hombre, hubiera querido ser Salvador Dalí. Quisiera hacer uso de la libertad,
de mi idea de libertad. Yo vivo pidiendo permiso.
-¿Y qué?
-Como… ¿Y qué?
-Si, si. ¿Y qué? ¿Y qué? ¿Y qué?
El Hombre Verde se había puesto casi violento en su modo de hablar. La noche giraba a
mi alrededor como un perro hambriento. Yo le tiraba migajas de mi esencia como para
exorcizarme, para que al fin me redima de mí misma y así encontrar una forma diferente
de enfrentar los hechos cotidianos.
Nos acercábamos ya al obelisco y era el Adiós. Para mí era el Adiós. Y nada podía hacer
para detenerlo. Él hablaba de la individualidad, de la teoría del ¿Y que?, de la
revolución de los colores entre su propia familia, del caos, de la próxima calma, de la
responsabilidad, de los gozos y los dolores. Pero en ningún momento disminuyó el
ritmo elocuente de sus pasos.
Me miró con ojitos escrutadores y luego me enseñó la doctrina.
-De ahora en más, vas a practicar el “¿Y qué?” No le gustás a alguien, ¿Y qué? Y te
encogés de hombros, como haciendo de cuenta que no te importa. No te sale la rebeldía,
¿Y qué? No encontrás la palabra justa para responder rápido, ¿Y qué?
Me quedé mirándolo y se me humedecieron los ojos. ¡Que fácil resultaba todo así! Él
no hablaba de que no me importaran las cosas importantes, sino todo lo contrario. Esas
pequeñas cosas que nos duelen y no valen la pena…A esas cosas, decirle ¿Y qué?.No
me importa, pito catalán, a otra cosa...mariposa.
Y así llegaba el alivio.
Adoptó una postura intelectual y a la vez, fraternal. Luego me dijo ¿Y qué?.
Creo que lo quise mucho, que fue un momento lindo, amplio y le besé los deditos.
Nos miramos con tanta ternura, con tanto amor, que se me anudó la garganta.
-Sabés, Hombre Verde, yo nací para alegre. Nací para cascabel.
-No hace falta que me lo digas. Pero sí te aconsejo que dejes la filosofía de suburbios ,
no es lo tuyo. Ah, Corazón Valiente …Te voy a extrañar.
-Yo también, Hombrecito. ¿Y qué?
-Bueno, en realidad no quisiera que aplicaras esa teoría para mi ausencia.
-Es una broma. Usé la Teoría de la Imprevisibilidad. No esperabas que te dijera algo así.
Es-pon.ta-nei-dad.
-Has sido mi mejor alumna.
-¿Por qué no te quedás conmigo? Un día, sólo un día. Me has cumplido un sueño, he
sido reina por unas horas. ¿Qué más puedo pedir?
Pero la ciudad furiosa me dio la respuesta. Un pequeño engranaje, un Hombrecito
Verde, había desatado el derrumbe.
-No me escuches, mi Hombre Verde. Sé que tenés que volver. Yo ya soy grande. Voy a
ponerme en pie. Creceré.
Las estrellas brillaron más que nunca. La ciudad me cantó una canción diferente y me
di cuenta que ambos estábamos mirándonos con los ojos lluviosos .Pero nada
importaba. Así era la felicidad. Así era crecer.
Luego nos quedamos abrazados, con la larga sensación de un tren que pasa.
XII
Todos los días cuando salgo de trabajar, me detengo para cruzar la gran avenida, ese
gran útero eterno donde por momentos sentimos la gran necesidad de sucumbir, de
dejarnos atrapar en la poderosa profundidad de un retorno al no ser y siempre me
regodeo en la fantasía , el divague liberador .
Si pudiera elegir nacer o no nacer, ¿Qué elegiría? Si ínfima y embrional apenas pero con
la capacidad de razonar, con una conciencia crítica y exenta de veleidades idealistas,
acaso pudiese preguntarme si quiero volver a ser la misma …
¿Qué me respondería?
Seguramente y si decidiese nacer, querría ser más inteligentemente egoísta, no tener este
puro corazón de jirafa y evitara así los mataderos cotidianos. Y eso sí , en una fantasía
de niña , pediría ser linda hasta cuando lloro.
¡Pero no, mi Hombre Verde se enojaría tanto si yo le dijera esto!
Todos los días lo miro y creo que me va a hablar, pero nunca lo hace. Está cumpliendo
diligente su misión sin preguntarse si quiere o no quiere hacerlo. Sólo lo hace.
Con los ojos le pido una nueva tregua, un poco de compañía, una vuelta más.
Pero él se ajusta a su rutina implacable. Así tiene que ser. Su trabajo, decía , era muy
importante. Y era verdad.
Ahora que ya no tengo el síndrome del mueble, que quiero ser algo más que una dulce
utilidad y ya no me pesa la soledad o mejor dicho, ya no tengo tanto miedo a la
soledad…
Ahora que le contesto a mi jefe y me vuelvo visible e invisible cuando yo lo decido para
descansar de las fobias ajenas…
Ahora que miro la ciudad urgida y me dejo atrapar como una novia secreta de amores
calientes, y la disfruto….
Ahora…él ya no está humanizado.
Pero de algo estoy convencida. Yo no voy a cambiar mi naturaleza reservada, mis luchas
secretas, mi manera de acompañar al mundo.
Pero también sé que he aprendido a situarme en la otra esquina del cuarto.
Después de él, nunca volveré a ser la misma. Seré otra versión de mí misma. Mejorada.
De eso estoy totalmente segura. Ya no volveré a ser la misma.
Me pregunto si aún extrañará a su padre o si ya habrá averiguado quién era en realidad
su padre.
Y entonces trato de no ser una filósofa a los saltos como él decía. Me acuerdo de
“Corazón Valiente” y vuelve a mí la guerrera celta. Soy la Conjugación Perfecta de
corazón y razón. Y me siento importante. Entonces me siento más fuerte. Soy mi nueva
versión.
A veces, me apoyo en el poste y le hablo con la voz pequeña.
-¿No te querés casar conmigo?, le pregunto.
Lo miro con los ojos grandes y trato de tocarlo y le repito con la voz quebrada de
agradecimiento.
-Dale, Hombre Verde…¿No te querés casar conmigo?
Pero enseguida aparece su primo rojo y él se va, sabio, disciplinado y diligente.
Porque él tiene claro cual es su misión en la vida y creo que yo también. Tengo que
aprender a convivir conmigo misma , darme vacaciones y cada vez, con más frecuencia
decir como dicen los chicos…¡Y a mí que me importa! Y que no me importe.
Es-pon-ta-nei-dad.
A veces me sonrío con nostalgia y otras veces, sólo otras veces, lloro un poco.
Y si alguien, como al descuido, con gesto extraño, se detiene a mirar mi llanto chiquito,
lo miro y con un milagroso y breve desenfado, con una reverencia dieciochesca, encojo
mis hombros ligeramente y le digo:
¿Y qué?