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Mi Hombre Verde que quería vivir

“Desde esa puerta he visto los ocasos…”


J.L.Borges
Hay un momento en que la ciudad urge como nunca, se multiplica, se reduce, se instala
en una ficción verdadera y se sobrepone a la rutina.
La avenida parecía una oscura fecundidad invertida que en vez de parir criaturas nuevas,
absorbía depredadora un gentío apático.
El gran reloj de la plaza arrojó las ocho en punto y se disparó la hora pico por la ciudad
sin más frontera que la urgencia de los habitantes.
Me detuve con cierto estupor, una inquietud que se renovaba todos los días al querer
cruzar.
Dejaba atrás mi día laboral, uno de tantos. Un día más de invisibilidad.
Un largo trago de melancolía rodó por mi garganta dejando un resabio recio y dulce
como un buen vino. El ruido histérico de los motores me anunció la revelación de los
crepúsculos y se renovó mi asombro. Me llevé la mano al pecho.
El corazón comenzó a hacerse notar, sacudido por una emoción confusa .Fue entonces
cuando me apoyé en el poste del semáforo donde con espacio de cuarenta segundos un
hombrecito verde y otro rojo organizaban nuestros pasos, los transeúntes de siempre.
-Extraño a mi padre, dijo una voz aguda . Miré a mi alrededor y nadie parecía haberme
hablado. La gente se sumía en una manifiesta ansiedad por cruzar.
Puse el pie en el cordón, como los demás, dispuesta a enfrentar
la enorme avenida que resplandecía en la oscuridad creciente de la noche tardía.
-Extraño a mi padre, alguien repitió. El hombrecito verde que nos daba permiso, se bajó
de un salto del semáforo y me tomó el dedo para que lo ayudara a restablecer el
equilibrio.
Lo miré extrañada, un poco seria quizás. Su gesto afable y su mirada brillante me
conmovieron y me ganó la ternura. Le sonreí.
-¿No deberías darnos permiso para cruzar? Todos estamos esperándote. Es la hora de
volver a casa
-Pero te dije que extraño a mi padre. Creo que debe estar muerto.
Retrocedí un paso y para que la muchedumbre ansiosa, ya exasperada por la demora
no lo atosigara, lo tomé de la mano y comencé a caminar en dirección contraria. Lo vi
tan pequeño que sentí que tenía que protegerlo. Lo cubrí ligeramente con una revista y
le acaricié la cabeza. Yo también extrañaba a mi padre.
Una rebelión de bocinas sacudía la atmósfera enrarecida de la tarde diluyéndose en
sombras. Los coches seguían invadiendo como bólidos el asfalto ardido ya que el
hombrecito rojo, adueñado del poste, se divertía ante el paso interminable de los coches.
Supe al momento, que un atasco infernal se formaría en el próximo semáforo y que la
gente se pondría furiosa, pero no me importó.
-¿Como te llamás? Él no me contestó. Su dedito estaba caliente y se lo apreté con
dulzura. ¡Era tan pequeño! Me miró de reojo y se llevó la mano a la frente. Luego me
sonrió .Había algo de felicidad en su sonrisa.
-¿Como te llamás?, insistí mientras lo conducía con cuidado hacia un árbol con raíces
salientes para poder sentarnos.
-Hombre Verde.
-Así, ¿nada más? ¿Hombre Verde?
-Mi padre me habrá dado un nombre pero ya no me acuerdo porque eso fue hace mucho
tiempo.
-¿Cómo se llama tu papá?
-No lo recuerdo ya. Algunos me dijeron que fue Claude Chappe, pero no estoy seguro.
-¿No estás seguro?
-No, no estoy seguro. No sé si ese fue mi padre o el ideólogo en mi línea ascendente en
el cual mi padre se inspiró y llevó a cabo mi concepción. Pero lo extraño igual.
Sus ojos dejaban traslucir nostalgia, la necesidad de los lazos, la ganas de un entorno
propio. Miró el obelisco y se quedó pensando.
-Los Hombres Rojos que también son mis familiares dicen que fue J.P Knight y que
comenzamos dando permiso de paso a los trenes y a los barcos. Pero me gustaría saber
quién fue. Así sabría mi nombre o mi número que sería como mi nombre. Yo no sé por
qué pero los humanos en algún momento de sus vidas, quieren remontarse y hurgar en
los orígenes. ¿Tendrá algo que ver con el mito del eterno retorno? ¿Será que
necesitamos perdurar y que nos perduren?
-Pero… ¿Sos humano? Hombre Verde no quiso escuchar mi última pregunta. Me miró
frunciendo el ceño y se tocó levemente la punta de la nariz.
-No hay nada peor que querer a alguien que no sabes dónde está, o mejor dicho. Yo doy
por hecho que no está vivo, pero como yo he vivido un siglo, días más , días menos,
podría llegar a albergar la esperanza de que parte de él estuviera vivo.
-Hombre Verde, un ser humano está vivo o no está vivo. No vive en trozos.
Él no me escuchaba. Tenía tantas ganas de hablar que no quería perder tiempo en
escucharme.
-Cuando alguien desaparece, la incertidumbre se vuelve parte de nosotros, como un
engranaje más del mecanismo de la respiración. Nunca dejamos de esperar, nunca
descansamos.
- Y si estuviera vivo… ¿Qué harías?
-Trataría de encontrarlo, desertaría de mi casita del semáforo por algunos días y trataría
de encontrarlo. Si estuviese muy lejos, le podría escribir cartas. Y bueno, si estuviera del
todo muerto, me dolería mucho pero descansaría, ya no tendría que mantenerme en
vigilia esperando noticias. Podría descansar. La sensación incierta de orfandad es muy
fea. No sé si a veces estoy triste con razón o sin razón. Pero en realidad hoy estoy
contento.
-¿Tenés algún recuerdo del lugar donde naciste?
-Muy incierto. La gente hablaba otro idioma. Luego, fue tan grande nuestra
multiplicación que fuimos esparcidos por todo el mundo, por el bien de la humanidad.
-¿Y por qué te dejaron atrapado en ese poste?
-Hace sólo treinta años que estoy en este poste. He cambiado de casita unas cuantas
veces. He recorrido el mundo. He conocido mucha gente.
-Pero no me parece bien que te dejaran atrapado en esa casita.
-¿Por qué no? Ese es el motivo de mi existencia. Aparezco yo con la intención de
caminar, con posición de dar un pasito, y todos cruzan como si cruzar una avenida o
una calle fuese lo más importante del mundo, luego aparece mi primo, rojo y erecto,
para indicar que nadie puede cruzar. Da paso a los coches y se regocija. Esa es nuestra
misión. Evitar accidentes. Es algo muy importante. Es un trabajo que me deja la
sensación de que mi vida es de gran provecho. Mi padre se equivocó sólo en algo.
- ¿En qué?
-Debería haber inventado la manera de que descansemos más. Llevo un ligero
agotamiento de casi un siglo. Nunca descanso más de cuarenta segundos. Hubo
oportunidades, lo reconozco, que he dormido horas pero sólo cuando una avería
perjudicaba a mi poste.
-Pero …¿Por qué has querido salir de tu casita justamente esta noche?
-¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿No superaste la etapa del Por qué?
-No te pongas nervioso, Hombre Verde. Pero, ¿por qué?
-Tenía ganas de hablarte. Hace mucho tiempo que tenía ganas de hablarte.
Miré a mi alrededor como buscando a alguien más. No podía estar dirigiéndose a mí.
¿Por qué a mí? ... ¿Por qué?
Hombre Verde me miró con descontento, mostrando reprobación. Su sonrisa se
convirtió en una mueca incrédula.
-¿Por qué no?, casi gritó con su voz pequeña pero segura. Te recuerdo que sos una
mujer, no una zanahoria. Su frase me confrontó con una parte de mí que aún no tenía
resuelta. Yo era una mujer y me comportaba como una mujer, pero todavía no había
echado de mi corazón la frustración de no ser la mejor en la rayuela o de no ser aquella
que era la más linda de la clase y recuerdo haber envidiado a una que además de ser
linda hasta cuando lloraba, era la más inteligente.
Hombre Verde me pasó la manito por el cabello que se movía con el tibio viento de la
noche estival. Sus ojos me arrancaron velos infinitos de las pupilas y supe que mi
corazón estaba expuesto. Un pudor inevitable abrillantó mis mejillas. Hacía tanto ya
que no mostraba la verdadera mujer de mi vida. Hombre Verde pasó sus deditos por mi
boca y sonrió con dulzura.
-Si, sabías que me escucharías, aseguró con ademán importante. - Sos una conjugación
exacta de corazón y razón. Sos lo que me hacía falta para salir de mi casita. Esa
combinación activó mi parte humana.
¿Eso era yo? ¡Que importante me sentí! De repente, aspiré profundamente , con esa
exultación propia de los que han logrado algo , después de mucho esfuerzo. De algo sí
estaba segura. Yo hacía un enorme, enorme esfuerzo para vivir conmigo misma y a
veces intentaba darme vacaciones, pero no lo lograba.
De repente se puso un poco melancólico, sus manitos le temblaron y le sequé la nariz
porque la tenía húmeda por el sudor. Lo tomé de la mano más fuerte. Temí que alguien
se lo llevara por delante. La plaza que separaba las avenidas se estremecía por los gritos
ahogados de la gente que se agolpaba en el cordón. Los bocinazos y las frenadas
parecían crecer en ferocidad . Hombre Verde murmuró algo, creo que dijo algo…
-Sólo unas horas...sólo un rato .
El zumbido horrible de la sirena de los patrulleros carcomió la fragilidad de sus
palabras.
-¿Estás triste?
-No, me respondió con su voz pequeña pero contundente.
Lo miré casi sin parpadear.
-No, en absoluto. Todos mis hermanos están conformes con sus vidas y yo también.
Soy un Hombre Verde feliz pero quiero vivir algo diferente aunque sea por unas horas.
Y quiero saber de mi padre.
Mi Hombre Verde quería vivir como un humano por un rato, unas horas había dicho.
Me acerqué con serena bondad, con una inmensa ternura y lo abracé muy, muy fuerte.
Sentí que lo había estado esperando. Había bastado sólo un rato para saber que me
estaba salvando de algo, aunque no sabía todavía de qué. Pero me estaba salvando.
-¡No te vuelvas a tu casita tan pronto!, quise decirle. Hace años de soledad que estaba
esperando tus palabras.
-¡Hace tantos sueños que te estoy soñando!, le dije en voz muy baja.
Creo que no me escuchó pero recuperó la expresión de felicidad iluminando su rostro.
-Hace tantas vidas que no estoy viviendo…
No quise hablar más alto. No quería que me escuchara.
La policía trataba de contener la masa latente y muscular que hacía equilibrio en la
vereda. Yo, de vez en cuando, miraba todo como una espectadora indiferente.
Por un momento no existió el sentimiento oscuro de no haber sido la más linda ni la más
inteligente de la clase ni de ponerme fea cuando lloro.
Solamente me colgué de las palabras más lindas que alguien me había dicho en la
vida…
“Una conjugación exacta de corazón y razón”. Suspiré aliviada.
Así, así de importante era yo.

II
Yo me nazco, yo misma me levanto,
organizo mi forma y determino
mi cantidad , mi número divino,
mi régimen de paz, mi azar de llanto.
María Elena Walsh
-¿Y vos? ¿Estás triste?
- ¿Yo?
-No sé con quien más estoy hablando, dijo frunciendo levemente el entrecejo.
Tenía una rara manera de dirigir mi discurso.
- No, creo que no.
-¡Creo! ¡Creo! ¿Qué es Creo?
- Nunca me pregunto si estoy triste. No quiero estar triste.
-Pero a veces yo te veo triste. Caminás como pateando perros molestos.
-No, Hombre Verde. Tal vez porque es la hora que salgo de trabajar. Salgo muy cansada
de mi trabajo .Para mi jefe …o soy invisible o soy la culpable de todo. No tiene término
medio. Y yo quisiera que cambie, pero no le puedo hablar. No me salen las palabras
cuando lo veo.
-¡No, no es solamente eso! Vamos... ¿Qué te pasa?
Yo no tenía ganas de hablar. Mejor dicho. No estaba acostumbrada a hablar. Estaba
acostumbrada a escuchar, estaba acostumbrada a consolar. No sé qué me había llevado a
ese extraño hábito pero era así. Me había convertido en una enorme oreja y casi había
olvidado que la boca también servía para hablar de mí.
-No tengo tiempo para estar triste. La tristeza es un lujo , es para quienes tienen tiempo
de sentarse a llorar.
Hice un ademán con mi mano demostrando que esas banalidades no eran para mí.
Mi voz circunspecta de conocedora de almas le dio risa. Luego hizo una mueca irónica.
-Tenés bien estudiado tu discurso y te queda bien. Quizás algún estúpido te lo crea.
Pero seamos realistas. ¿Por qué nunca te preguntaste si estás triste?
-Le tengo miedo a la respuesta, dije bajando el tono de voz. Temí que alguien me
escuchara. Era una experta en el miedo. Aunque sabía que a veces el miedo era una
buena arma de protección.
Hombre Verde volvió a reírse, ahora con una carcajada.
-Esto es un pandemonio. ¿Quién te puede escuchar?, dijo ahogado en su propia risa y
tenía razón. Su cuerpito se sacudió, juntó sus rodillitas y puso su frente sobre ellas.
Supe que no le podía mentir.
-Si respondo que estoy triste, no sabría que hacer con mi tristeza. La tristeza es un dolor
raro, roedor, un hundimiento encubierto. Es una cárcel con puertas abiertas pintadas en
las paredes. Me daría miedo no poder salir nunca más. Esa es la sensación. La tristeza
es como una siesta de sol en un desierto. Una larga siesta de verano, blanquecina y
asfixiante, que nunca acaba.
Pero a la vez, cuando estoy alegre, temo que algo ocurra y me despierte. Y darme cuenta
que sólo estaba soñando con la risa. Yo no creo en eso de “Conócete a ti mismo”. ¿Para
qué quiero conocerme tanto? Mejor sigo así. Mejor me salvo de mí misma. Con lo que
sé de mí, ya tengo bastante.
-No está nada mal lo que decís si te hiciera feliz. Pero, ¿estás triste?
Él me repitió la pregunta con un suspiro, indicándome que quería un Si o un No por
respuesta y movió su piernita hacia mi empeine, fingiendo que me iba a patear.
Dulcemente.
-Mirá, Hombre Verde. Es como si temiera bajar los brazos, rendirme a la felicidad
momentánea, porque temo que esa actitud abra la puerta a un dolor o una indiferencia
que siempre acecha. Los golpes bajos, la mano de cal que nunca descansa.
Muchas veces la vida es un hada buena, nos brinda una muestra de felicidad y uno se
queda perplejo. No nos terminamos de convencer y pensamos que no puede ser cierto.
En realidad creemos que la felicidad siempre está condenada a lo efímero. Creo que
hago lo mejor que puedo.
- Bueno, en eso no estoy de acuerdo. Deberías pensar menos y reírte más. La risa es
poderosa. Es una de las mejores armas para combatir los fantasmas y las sombras. Y
sos tan linda cuando te reís. La risa te sienta bien.
Yo me sonrojé . La risa me sentaba bien. ¿A quién no? Hombre Verde siguió con su
disertación.
-Entonces la felicidad, según tu razonamiento es esporádica. Estás demasiado
aristotélica para una noche tan linda, tan prometedora de estrellas.
- Pero no, no soy una triste.
-Yo sé que no sos una triste, pero estás triste .Te he visto llorar alguna que otra tarde,
apoyada en mi poste, o suspirar mirando la nada, la larga fila de coches de esta avenida.
No te animás a sacarte la gran armadura. Pero la vida no es una guerra, es una enorme
trinchera con lentejuelas donde también hay descanso y bromas para paliar los ataques.
Deberías darte una “auto amnistía”.
Hombre Verde fingió estar ametrallándome. Luego se arrojó hacia atrás como si lo
hubiera herido mortalmente y quedó de espaldas a la noche con los ojitos fijos.
Se echó a reír y la risa fue agua clara en la garganta.
-Y además, siempre hacés el mismo recorrido. Te gusta la rutina, Corazón Valiente.
-¿Corazón Valiente?
Cuando escuché eso de …Corazón Valiente, me quedé atónita.
¿Cómo podía llamarme Corazón Valiente a mí, justamente a mí, cuando era un ser tan
invisible como silencioso? Hice de cuenta que no lo había escuchado. No podía estar
hablando de mí.
-La rutina ayuda. Nos da seguridad. Nos hace bien saber lo que va a suceder , nos quita
incertidumbre.
Iba a comenzar con otro de mis pesados razonamientos pero fue más mi curiosidad.
¿Por qué me llamás Corazón Valiente? Si yo soy de esas que gritan en silencio, que
luchan bajo la armadura para no ser vistas, que adoptan la intrascendencia para moverse
con más tranquilidad…Yo vivo a la sombra de mí misma . Es más fácil así.
-Hay una guerrera celta en tu corazón. De hecho, ¿sabías que la diosa guerrera Scathach
era maestra en los artes de la guerra y tenía su escuela en la Isla de la Sombra? La
sombra era su estrategia.
¿Sabías que una de las mayores cualidades de las mujeres celtas era la constancia?
También sé que cuando esta guerrera se sienta a mirar las estrellas, le pide a la ley de la
imprevisibilidad que se cumpla de vez en cuando. A veces vas muriendo porque algo
cambie la cómoda rutina de tus días. Desde mi poste, lo veo todo.
Lo miré con extrañeza. A nadie le gusta sentirse expuesto. Pero él ya me había visto el
alma, entonces era tarde. Había algo en mí que le pertenecía.
Él siguió su exposición, entrelazando sus deditos y mirando por el rabillo del ojo la
rebelión de coches y gente que había provocado.
-Tenés que sacar ventaja de la espontaneidad. Es el día a día. Caminás con demasiado
peso. Pasás tanto tiempo cuidándote de sufrir que sos una fortaleza ambulante. No, no
está bien. Es más fácil que eso. Mucho más fácil. Es-pon-ta-nei-dad.
Yo sabía que él tenía razón. Ya no me acordaba de la espontaneidad. Mi lema de vida
era el “por las dudas”. Por las dudas, me callo y no insisto. Por las dudas no intento algo
nuevo, no quiero sufrir el fracaso, no quiero que me hieran. Pero también, por las dudas
me entreno, por las dudas practico la indiferencia así cuando llega, ya no me hace daño.
Por las dudas me muero de en vez en cuando, así cuando me muera, la muerte no me
toma desprevenida. Por las dudas practico el silencio, por si la verdad no gusta. Por las
dudas no me río, no sea cosa que me acostumbre y después no tenga de que reírme.
-¿No te querés casar conmigo?, dijo de repente. El Hombre Verde me tomó la punta del
dedo pulgar. Me quedé mirándolo, quieta, absorta, queriendo retener aquel momento,
aquella mirada suya. Eso sí que era espontaneidad. Me quedé pensando por un rato.
-No, te agradezco la proposición, le dije tocando su hombrito brillante.
-¿Y por qué no?
–No sé, será porque ya tengo pareja. Sí, por eso.
-¿Y lo querés mucho como para no casarte conmigo?
-No sé, pero ya llevo con él muchos años. No soy proclive a los cambios.
-Ya sé que te gusta la filosofía a los saltos pero Heráclito dijo que “sólo el cambio
perdura”.
-No sé nada de Heráclito. Y no me gusta la filosofía a los saltos.
-Entonces, casáte conmigo.
-Creo que no puedo.
Dije esas palabras y me tembló la voz. ¡Lo quería tanto a mi Hombre Verde!
-Bueno. Pero pensálo mejor.
-Si, lo voy a pensar. Por supuesto.
Por primera vez en mucho tiempo tuve ganas de llorar de felicidad y no temí a que algo
malo me pasara. Pero no lloré, porque recordé que la risa me sentaba bien. Y fue la risa
la que inauguró mi hora penúltima, la que me sembró la cara de estrellas y por un
instante, también fui discípula de Heráclito. Sólo el cambio perdura.
-¿Por qué no me llevás un rato sobre los hombros?
-Bueno, Hombre Verde. Vení.
El Hombre Verde me pasó los bracitos por el cuello y sus piernas quedaron colgando
por un momento. Una señora que pasaba lo empujó suavemente para ayudarlo a poner
sus piernitas sobre mis hombros. Él le agradeció con una sonrisa. La sonrisa también le
sentaba bien. La noche era un parto de sonrisas.
Un bramido humeante crecía en la avenida. La ciudad era una medusa furiosa.
Pero él me llamaba Corazón Valiente y eso me bastaba para ser valiente, para reírme.
Recordé que las guerreras celtas luchaban con sus hijos en la espalda. Protegerlos las
hacía temibles, feroces y nada ni nadie podía contra ellas. Y ganaban las batallas.
Yo todavía no tenía hijos pero tenía a Hombre Verde en mi espalda.
Ahora yo era temible. ¡Quien me ha visto y quien me ve!.
Me eché a reír. Él se echo a reír. Teníamos que salvarnos.
La risa era la mejor manera. La risa me sentaba bien. Entonces me acordé de la
espontaneidad, abracé a Hombre Verde y le di un beso sonoro en la frente.
Él se sonrojó un poco y luego se puso a bailar. Su cuerpito verde se sacudía como si
estuviera bailando rock and roll.
¡Cuánto lo quise! Lo tomé de la manito y me puse a bailar con él. Ya no me importaba
el mundo circundante.
Sí, así era la felicidad.
III

Shall I love you?


Oscar Wilde

Nos sentamos en una fuente de la que no salía agua. De lejos, veíamos el obelisco.
Yo escuchaba los gritos guturales de las bocinas y me imaginé los atascos y los enojos
de la gente hilarante que no podría llegar a casa. Pero ya no era importante. Quería que
el Hombre Verde me hablara. Supe acabadamente que me había estado esperando. Me
puse las manos en los muslos y él se sentó como si estuviera tomando sol, entre mis
piernas.
-¿Sabés? Conocí a Borges.
-¿De verdad? Mi incredulidad se hizo manifiesta.
-Créeme. Estuvo parado justo ahí. Ya tenía problemas con sus ojos.
-No te rías por lo que te voy a decir pero a veces soñaba con ser María Kodama para
poder estar cerca de Borges. Amaba a Borges, le dije con cierto rubor. Lloré mucho
cuando me enteré de su muerte.
-¿Y él te quería?
-¿Cómo?
-¿Te pregunto si él te quería?
-No, claro que no. Si no me conocía. Yo lo amaba de tanto leer sus ensayos, sus cuentos,
sus poesías. Era el mejor… Cuando yo lo leía…
-¿Lo leías a él o leías su obra?
-Bueno, en realidad lo leía a él. Yo lo leía a él porque lo admiraba y lo amaba, a mi
manera.
-Pareciera que te gusta amar lo inamable. ¿Nunca pensaste en amar a alguien normal?
-¿Normal?
-No sé en que idioma hablo. Todo me lo hacés repetir.
-Tengo a alguien relativamente normal.
-En fin, Corazón Valiente, volvamos a Borges. Era un hombre afable pero me
intimidaba su inteligencia. Vos estás rodeada de ciegos que te circundan pero no te ven.
Borges era menos ciego que todos los que te rodean. Lástima que no te conoció.
Mi corazón se inflamaba al escuchar hablar de Borges. Recordé uno de sus tantos
versos.
“Y la ciudad, ahora , es como un plano, de mis humillaciones y fracasos...” .
Me quedé mirando sin ver y pasé mi mano por la frente, como si buscara en mi mente
todos los versos que de él había aprendido de memoria.
-¿Hablaste con él, Hombre Verde?
-Si, porque pudo escucharme ,como vos. Sabía leer entre líneas, sabía descifrar la
mirada. Le pregunté si era muy terrible eso de ir volviéndose ciego progresivamente
pero me dijo que no, que ya lo había asumido y que había una biblioteca universal en su
mente, una biblioteca que ocupaba el espacio que podría haber llenado la desazón de
sus ojos.
Muchas veces creo que sus ojos miraban hacia adentro, que ya no le hacía falta mirar al
mundo circundante, que no existían velos posibles para nublar tanta lucidez.
Decía que era cosmopolita pero pocos han hablado y han sentido a Buenos Aires como
lo hizo él. Tenía alcantarillas de luz en los ojos.
Miré a mi alrededor con una euforia casi sublime y luego suspiré hondo.
-“No nos une el amor sino el espanto”…, recité desde el alma y el Hombre Verde se
sonrió con esa sonrisa de sabio que tanto le gustaba practicar, como si para él no hubiese
secretos.
-“Será por eso que la quiero tanto…”

IV
“Todo es gratuito, el jardín, la ciudad, yo mismo…”
Sartre

El Hombre Verde saltó ágilmente hacia el suelo y me hizo un gesto con la manito,
invitándome a caminar. De algún modo intuía que la ciudad, en esta hora crepuscular,
ejercía una suerte de ensoñación. La ciudad era mágica. Yo era parte de ella, era mi hilo
de identidad.
El Hombre Verde comenzó a caminar sorteando las colillas de cigarrillo y se puso a reír
con ganas, con una genuina felicidad. Yo me puse a saltar una rayuela imaginaria.
-Esto es un surgimiento del encanto, pero dentro de un rato me sobrecogerá la nada, la
sensación de la nada. Mi voz se asfixió en un suspiro.
-No temas tanto a la nada, dijo aún riéndose. Sartre la llamaba “la nausea”.
-Los existencialistas nunca tendrían que haber hablado de esas cosas. ¿Para que develar
lo que no podemos cambiar aunque quisiéramos?
-Te gusta la filosofía a los saltos. No, la filosofía no es lo tuyo.
-Peor Kierkeggard que habló del “pavor”. Hablé fingiendo no escucharlo.
- “Corazón Valiente”, me estás cansando .¿Sos existencialista?
-¿Yo? No, ni loca. Ya bastante tengo con la asunción de mi propia absurdidad como para
que vengan a restregármela por las narices. ¿Y vos?
-¿Yo?, exclamó él dando una vuelta carnero. Yo tampoco.
-Bueno, en eso estamos de acuerdo. Vení, vamos a cruzar la calle y tomemos un café.
-Vamos, pero que me sirvan el café en una cuchara de postre así no me ahogo.
-Está bien, pero acordáte que yo te cuido.
-No , él que te cuida soy yo, filósofa de suburbios.
-Tenés razón. Lo mío es la poesía.
-Por fin nos ponemos de acuerdo.

No podré esperarte más porque has llegado.


Antonio Porchia

-¿Cómo es él?
-¿Quién?
-¿Quién? ¿Quién? ¡Quién! ¿De quién te parece que te estoy hablando?
El Hombre Verde parecía irritado. Se había puesto nervioso.
-¿Mi pareja?
-Cierto que ahora le llaman “pareja”. ¡Si! ¡Si! ¡Tu novio! ¡Tu fiancée! ¡Tu boyfriend!
¡Tu prometido! ¡Eso que tenés por hombre a tu lado!¡ Esa zanahoria!
-No te pongas nervioso, Hombre Verde. Mi novio, mi pareja. Es lo mismo.
-¿Y?
-A su lado soy sólo parte del paisaje. Un mueble, una cama, un objeto querido. Si me
corto el pelo, no se da cuenta, si me compro ropa, no se da cuenta. Siempre estoy como
un faro, como una mesa, un buen libro. Es una tontería, dirás… cosas de mujeres que
queremos ser siempre Cenicienta. Pero yo, de vez en cuando, quiero ser Cenicienta.
Si pensás que soy tonta, no me importa. Es verdad, es esa fantasía que crece con
nosotros y nunca deja de ser, que llevamos arañando el alma y nos viene y nos ataca
cada vez que alguien nos vuelve parte de la rutina. Mi novio me ha incluido enla rutina
salvadora pero a veces quiero ser princesa. A veces tengo ganas de hacer equilibrio en
una cornisa o de tocar un timbre y salir corriendo. Pero más que nada, tengo ganas de
sentirme princesa.
-¡Muy bien! ¡Muy bien! Por fin has roto los moldes. ¡Has hablado! La princesa está
viva… ¿Qué tendrá la princesa?
Mi Hombre Verde saltó en sus piernitas e hizo una exagerada reverencia.
-Todavía estás en el tiempo de ser princesa. Ahora a las mujeres se les ha dado por negar
su esencia, por descartar su naturaleza, sus ambiciones románticas. Niegan sus deseos
de magia, sus maneras tiernas, esa bella ternura, el sueño secreto que las vuelve más
lindas.
-¡Hombre Verde! Me sorprendés, pero sí, es verdad. Cuando uno deja de soñar, se
muere. Y yo no me quiero morir, pero no soy proclive a los cambios.
Nuestro diálogo se derivó en secuencias de esos libros de autoayuda que tanto me
fastidiaban, pero el Hombre Verde salvó nuestra conversación.
-Yo no sé quien inventó la política sexual.
-Yo tampoco, creo que los papas de la Edad Media.
-¡No! No!. Corazón Valiente, esto viene desde antes. De mucho antes. Desde que el
hombre se dio cuenta de que la mujer tenía la privativa y bella capacidad de tener hijos,
de acompañar los ciclos de la tierra, de sobrevivir a los partos. Y eso les dio miedo.
Entonces usaron la fuerza física para demostrar que ellos también tenían su parte
privativa. Los religiosos de la Edad Media exacerbaron esa postura para su
conveniencia.
Admito que me dejó sin palabras. Mi Hombre Verde era muy sabio o por lo menos lo
que decía, lo decía con gran convencimiento.
-Pero vos sos diferente, Hombre Verde. Me has leído el alma femenina que me queda,
has logrado que disfrute de la mujer que llevo dentro de este cuerpo. Mi parte masculina
es otra historia. Creo que la sobrellevo mejor.
-No, no es que tengas una parte masculina. La guerrera feroz y riente que llevas dentro
te fluye en la sangre desde alguna ascendencia celta o azteca. O huarpe. Creo que
ya te lo dije.
-Hombre Verde, sos único.
-Y además, soy inteligentemente feminista.
-Hombre Verde, te quiero mucho.
-Casáte conmigo, entonces.
-¿Por qué?
-Por qué ya me diste a conocer tu nombre secreto. Pesa mucho eso de parecer
“invulnerable”. Causa mucho desgaste. Es como cargar muertos en la espalda , todo el
tiempo, todo el tiempo. ¡Casáte conmigo!
-¡Que locuaz sos! Pero yo te hablo en serio.
Yo también.
VI

Te amo para amarte y no para ser amado, puesto que nada


me place tanto como verte feliz. George Sand

-En un tiempo quería ser Columbo.


-Columbo, ¿él de la serie de televisión?
-Si, el mismo.
-¿Por qué?
-No sé. Siempre preguntás ¿Por qué? . ¿Por qué? ¿Por qué? ¡No sé por qué!
Advertí que mi Hombre Verde se estaba contagiando de los estados humanos. Alegría,
tristeza, inquietud, incertidumbre, enojos… ¿Por qué? Era como si se estuviera
desprendiendo de un automatismo que lo había tenido asfixiado y ahora se daba cuenta
de lo lindo que era caminar por la calle, tomar un café, reírse en una plaza recitando a
Borges. Incluso se exaltaba al contarme su sueño de ser Columbo. ¿Columbo?¿Por qué?
Mi Hombre Verde quería vivir, pero aún así sabía que sus días estaban contados. Y yo
también.
-¿Qué te interesaba más? ¿La serie televisiva o Peter Falk
-Todo. La manera que resolvía los casos, su manera de vestirse, su aspecto desgarbado,
ese cigarrillo pegado a la boca. Tenía la apariencia de los antihéroes pero era un
ganador. Esa es la fórmula perfecta. Nadie espera de vos lo que sos capaz de hacer.
Vos sos como Columbo. Estás cubierta de una aparente fragilidad, pero muy bien sabés
que es sólo aparente. Tal vez por eso te quiero tanto.
Yo me sonreí. Toda la ternura del mundo no alcanzaba a cubrir mi capacidad de ternura
y de admiración hacia él.
-¿Y vos?
-¿Yo? Yo no estoy acá para hablar de mí, sino de vos. Todos los que viven como vos
son héroes anónimos y reales, peleando con lo que se tiene a mano. Maslow dijo que
cuando se tiene sólo un martillo, todo a nuestro alrededor adquiere forma de clavo.
Bueno, ustedes, los anónimos de siempre, ven todo y a todos como clavos. Necesitan
vivir así, para poder sobrevivir, valga la redundancia. ¿Por qué te pensás que te llamo
Corazón Valiente?
Me miró y su mirada dejó escapar algo de futura melancolía. Me observó con un dejo
de desolación, advirtiendo por primera vez que su experiencia estaba en equilibrio con
su edad, con su sabiduría de biblioteca adquirida tal vez de a cuarenta segundos,
escuchando, escuchando por más de un siglo. Y yo tenía la sabiduría de los años que se
habían apoderado de mí hasta aquel momento que en comparación con los suyos era
poquísimos. Pero se recuperó rápidamente y me alentó.
-No me mires can cara de que soy un sabelotodo, un intelectual o un viejito
experimentado en la vida. Sí, veo que estás subestimando tu propia sabiduría, tus
propias experiencias. Ah…Corazón Valiente. ¿Que sos? ¿Una mujer o una zanahoria?
Me eché a reír. Mi risa salpicó la noche saturada de grillos. ¡Y sí! Tuve el corazón de
grillo. Creo que la ciudad entera reverberó en la risa derramada. ¡Por fin!
- Quisiera haber vivido todo lo que has vivido.
-Yo no he vivido, he escuchado, he vivido vidas ajenas.
Hombre Verde adquirió una actitud extraña, y por primera vez alcancé a darme
cuenta que él estaba cumpliendo un viejo sueño, el sueño de vivir como esos tantos que
había visto o escuchado atrapado en su jaulita , ya sea con forma de hombrecito, o con
forma redonda o inaugurando la electricidad . Él, quien había sobrevivido a tantas
transformaciones, casi a su extinción, luego a una colosal recuperación. Él había
cambiado tantas veces de ubicación y además, extrañamente, había sido condicionado
por las circunstancias, a la vez condicionadas por el siempre ciego progreso, él se había
convertido en un optimista irremediable. Sabía con certeza que sólo el cambio
perdura, y sabía que yo podía cambiar. No en mi esencia, la que él había descubierto
con tanta facilidad, sino en aquellas cosas que molestaban a mi esencia. Tenía la certeza
que yo lo podía lograr. Luego continuó hablando.
-Mucha gente teniendo la posibilidad de vivir su propia vida, vive vidas ajenas porque
les resulta menos comprometido pero yo no, yo no tuve opción.
Nos sentamos en un café con mesas con mantel de papel. Él miró a su alrededor y
arqueando sus cejas en forma escrutadora me tomó, otra vez, de la mano.
-Pero Hombre Verde, ¿como veías a Columbo?
-Desde mi casita, en un bar con televisión. Esta avenida no estaba hace algunos años,
cuando yo llegué a este país. Yo veía las series que eran en verdad como películas,
desde acá. El bar estaba…por allá. Ahora se lo tragó la avenida.
La oscuridad somnolienta había ganado terreno y las estrellas colgaban como abalorios
finos y traslúcidos. El mozo le sirvió café a Hombre Verde que se había sentado arriba
de tres libros y la guía telefónica para poder llegar a la mesa. Luego el mozo le trajo
agua en una cucharita de postre. Para que no te ahogues, le dijo y luego le guiñó un ojo.
-Estoy feliz de ser libre. Si tuviera un cigarrillo como el de Columbo me lo fumaría con
gusto. Pero soy realista. Tengo los minutos contados.
Se notaba que estaba contento, que su rostro era otro, su expresión era otra. Pero aún así
no dejaba de mirar y suspirar ante los atascos, los helicópteros, la ambulancia, el
caos que reinaba en la ciudad sin semáforo. La ciudad salvaje. Y miraba con insistencia
mi reloj.
-Yo alguna vez, hace mucho tiempo, quería ser la Mujer Maravilla. A veces sigo
queriendo ser la Mujer Maravilla.
-Ya sos la Mujer Maravilla. Vivir en estos tiempos y aún a punto de abdicar, ya te
convierte en la Mujer Maravilla.
-Te quiero, Hombre Verde.
-Y bueno, entonces casáte conmigo.
-No puedo, pero te quiero igual.
Le pagué al mozo y salimos del café tomados de la mano, él en puntita de pie, y yo
encorvada hacia delante. El mozo nos saludó con un brillo de picardía en la mirada.
Me di cuenta que yo también estaba experimentando una visible felicidad. Los apodos
del Hombre Verde me habían dado una nueva visón de mí misma. Hacía mucho que
nadie me llamaba un nombre diferente. Y eso me gustaba mucho.
-Dale, Peter Falk, crucemos la calle.
Su rostro cambió de repente y frunció el ceño, atónito. Se llevó la manito a la frente y
pateó un boleto de colectivo que se enredaba en sus pies. No podía creerlo.
Luego señalándome el caos creciente y unas figuritas verdes que se desplazaban como
ardillas, me explicó lo que yo me resistía a creer.
- Mis Hermanos Verdes también han desertado. Esto es el principio del regreso. Ahora sí
que me gustaría ser Columbo para resolver este problema.
Apenas podía dar crédito a lo que veía. Perpleja, tomé muy fuerte al Hombre Verde de
la manito. Al ver que él me importaba tanto, tuvo un segundo de perplejidad pero tomó
envión. Corriendo hacia su hermano verde más cercano, aún con su gesto consternado,
y evitando algunos transeúntes desquiciados, me dijo que agitación.
-¿Sabés que conocí a Platón?
-No te creo, no puede ser,
-No, tenés razón. Me parece que se me fue la mano. Te quise impresionar.
Su hermano verde aligeró su carrera en dirección contraria cuando vio a Hombre
Verde ir detrás de él.
-Tendremos que hacer algo para arreglar este problema.
Muchos Hombres Verdes iban desplazándose de aquí para allá, corriendo
desenfrenados. Estaban confusos, mareados de libertad, sonriendo casi tontamente.
Hombre Verde los defendió.
-No temas, no son malos. Sólo están cansados. Quieren correr, gastar energía, sentir el
corazón que late fuerte.
-¿Tienen corazón?
-¿Acaso yo no tengo corazón?¿No te pedí que te casaras conmigo?
Lo miré con dulzura y le besé la frente. Él, cansado ya, se sentó en mi empeine y se secó
una lágrima chiquita.
-Ahora vos estás triste.
-Será que no quiero dejarte y voy a tener que dejarte.
-¿Si?
-No hay que pensar en eso ahora, afirmó Hombre Verde. Y se puso a buscar algo en su
bolsillito. Mientras lo hacía , me miraba de reojo. Luego habló con voz muy decidida.
- ¡Tengo una idea! Dejá a tu novio y vas a dejar de ser invisible. Enfrentá a tu jefe y vas
a dejar de ser una zanahoria. Y luego te venís conmigo a mi casita. Ya casados, por
supuesto. Soy algo conservador.
-A vos todo te resulta fácil.
-“Nadie ve tu corona de cristal, nadie mira la alfombra de oro rojo
que pisas donde pasas, la alfombra que no existe”.
-Hombre Verde, eso es de Neruda. Prefiero a Miguel Hernández.
Pero…¿ Por qué salís con eso de la reina?
-¿Vos no querías ser princesa? Bueno, yo te nombro reina. ¿Y?
Me sonreí. Una sonrisa grande inauguró nuestros momentos finales. Lo acaricié con
tanta ternura que sus ojos se desbordaron de lágrimas, pero estaba feliz. Mi corazón
comenzó a urdir las estrategias del adiós. No quería sufrir. No me gustaban los adioses.
-¿Cómo dijo Miguel Hernández que había que defender la risa?
-Pluma por pluma.
-Si, ahora me acuerdo. Pluma por pluma, pluma por pluma…Nos abrazamos detrás de
un buzón y vi que había algo en su manito. Aquello por lo cual había estado hurgando
en sus bolsillos.
Un papel y un silbato.

VII

Mis capacidades y mis talentos son muy restringidos. Cero para las ciencias naturales
, cero para matemáticas, cero para todo aquello que sea cuantitativo. Sin embargo lo
poco que poseo y que se reduce a poca cosa, probablemente ha sido muy intenso.
Sigmund Freud

Vimos con asombro que la ciudad se había convertido en un caos. Corrimos tomados
de la mano por una calle trasversal y encontramos un café con esa magia porteña y el
humo de los desclasados. Pero sólo para protegernos.
-Hombre Verde, esto parece una revolución. Me siento culpable.
-Tranquila, Corazón Valiente, que no tenés culpa de nada.
Ah …la culpa. Ese es el mal que les dejaron prendido del alma, la culpa.
Hombre Verde hablaba entrecortado, le faltaba el aire.
-¿Quienes?
- Esos que se creen salvadores de almas. La culpa es como una plancha de cemento. Es
el mito de la culpa. Todos tiene que pagar por no sé que cosa. Es sólo un mito colectivo,
como tantos. No te lo creas. El mito bien entendido es otra cosa.
La ciudad parecía un hervidero. Todos los televisores estaban encendidos. El del café
mostraba imágenes de gente histérica. Nadie sabía por qué los semáforos no
funcionaban. Y cuando se dirigían a los Hombres Verdes desperdigados por todos
partes, los trataban como a extraterrestres, los trataban de convencer que los llevaran a
otro planeta donde se viviera mejor. Los Hombres Verdes reaccionaban mal ante
esa confusión. A nadie le gusta no ser reconocido.
-Es la eterna insatisfacción. Me sentí una erudita en el tema de la insatisfacción.
-¿Leíste a Freud?.
-¿ A Freud? No, yo no leo. Sólo escucho , retengo , elaboro mis conclusiones y las doy a
conocer a quien me quiera escuchar. Pero también lo conocí.
Hombre Verde empalideció. Adquirió un color verde agua y su boca se abrió de estupor.
Los Hombre Rojos, sus primos como él decía, también se habían amotinado.
Las luces de los semáforos parpadeaban desorbitadas, quizás también a punto de la
revolución. Una mezcla extraña de euforia y pánico enrarecía la ciudad sin límites.
Supe que detrás de su aparente desconcierto, él sabía lo que tenía que hacer. Pero era
manifiesto, lo nuestro debía terminar. El regreso a su mundo disciplinado y humanitario
era inminente. Con una servilleta de papel, sequé el sudor de su frente y con disimulo,
me sequé una lágrima.
-Ahora todos critican a Freud pero gran parte de lo que predicó es totalmente cierto.
Yo ya no tenía ganas de hablar de Freud. Pero él hizo de cuenta que no lo había notado.
Me hablaba mientras garabateaba algo en el papel con un lápiz hecho a su medida.
Llevaba más en su bolsillito de lo que había imaginado.
La ciudad había estallado en una masa feroz. Los semáforos se vaciaban, los agentes de
tránsito estaban desbordados y los Hombres Rojos ,se habían enajenados de poder. La
subyugación del poder. El mal invencible de todos los tiempos.
-¿Qué vamos a hacer? ¿Qué tenés pensado?
-Voy a tocar el silbato. Mis hermanos me oirán y vendrán a mí. Siempre lo hacen.
Pronto todo volverá a la rutina. Al engranaje seguro.
Si, era verdad, todo volvería a estar como siempre menos yo. Yo me había dado cuenta
que había aprendido demasiadas cosas, nunca sería la misma. La risa, la
espontaneidad, la valentía, la felicidad. Había pasado de ser nadie a ser una reina.¡Una
reina!
-“Dichoso el árbol que es apenas sensitivo…”, agregó después de posar su manito en mi
dedo índice.
Todavía tenía ganas de dialogar.
-No podés haber conocido a Rubén Darío. ¿Cómo sabés tanto de él?
-Lo escuché a Borges. Te dije que conocí a Borges. ¿O ya no te acordás?
-Si, pero no pensé que él podía ir hablando de Rubén Darío por la calle.
-¿Por qué pensás todo en términos de plausibilidad? ¿Es que no sabés que existe el
azar, la imprevisibilidad, lo espontaneidad? Tratá de aceptarlo. Es así.
Me hablaba sin dejar de escribir. Entonces le pregunté.
-¿Estás de acuerdo con Rubén Darío?
-Bueno, no del todo. Los árboles hacen el amor en las plazas y la mayoría de la gente no
se da cuenta.
-¿Entonces Rubén Darío se equivocó?
-No, él sostuvo su propia verdad.
-¿Qué te pasa? Me mirás raro…
-Percibo la inquietud de las feromonas. ¿Tenés ganas de hacer el amor?
-¿Yo? No, ahora no.
-Entonces deben ser los árboles que están deseosos.
-Las feromonas son privativas de los mamíferos. Nosotros incluidos.
-Entonces debo ser yo.
-Fumáte un cigarrillo y ya está.
-Bueno, pero que sea nacional.
-Bueno.
Tomó el silbato para convocar a sus hermanos a la Gran Reunión y se aprestó a hacerlo
sonar pero se contuvo. Diez minutos más, Corazón Valiente.
-Bueno, Peter Falk. Quince. ¿A quién más conociste?
-¿Famoso o no?
-Lo que quieras.
-Te conocí a vos.Y entonces me sentí importante. Yo soy importante, me dije como
diciendo una oración. Soy importante.
Mientras, mi Hombre Verde se había fabricado un anillo de papel y trataba
esforzadamente, amorosamente, de ponerlo en mi dedo. Pero estaba un poco triste.
Comenzaba la cuenta regresiva. El principio del adiós.
El Nunca Jamás.

VIII

Me da pena pensar que algún día


querré ver de nuevo este espacio…
José Hierro

Le pregunté mientras tomábamos el último café cómo nacían los hombre verdes, las
luces verdes, incluso me interesé ligeramente por los rojos, los amarillos mediadores.
Simplemente me dijo que había un banco mundial de genomas-engranajes y allí se
reproducían bajo la supervisión de los continuadores del autor intelectual, que habían
sido concebidos para poder adaptarse a las continuas transformaciones a las que iban ser
expuestos. Pues la forma no hacía a la esencia y los cambios estaban previstos, pero
eran cambios que no afectaban a la esencialidad. Estuvo un poco reticente y mientras
encendíamos ese cigarrillo que tenía algo de luna última y adiós implícito, supe que él
no tenía ganas de hablar de esas nimiedades. Y en verdad, yo tampoco. Ya no había
tiempo.
Me miró con ojitos sabedores y me atravesó el corazón.
-¿Qué vas a hacer sin mí?
-¿Qué te parece si cambio de trabajo?
-No tenés por qué cambiar de trabajo si eso resulta demasiado complicado. Sólo tenés
que cambiar de esquina. Cambiáte de esquina pero no te pierdas, que yo te quiero así.
-Puede ser. Me voy a parar arriba de mi escritorio y voy a ver el mundo desde otra
óptica.
-¿Como los de la película “La sociedad de los poetas muertos?
-Si. ¿Viste la película?
-No, conocí a Robin Williams.
-¿Y cómo es?
-Como en la película.
-Lloré mucho cuando terminó la película.
-Por eso de los puentes.
-¿Que puentes?
-Los que construiste entre la historia y vos. Para eso sirven las películas, los libros. Creo
que tienen dos funciones básicas. La primera es para que sintamos el consuelo de que
alguien piensa o siente como nosotros, así nos sentimos menos solos o mejor dicho,
menos raros. La otra es para vivir la vida que en algún instante querríamos vivir. La
ficción sana, nos acelera la sangre y es más parte de nuestra realidad que otras
realidades.
-¿Quién te dio tanta sabiduría, Hombre Verde?
-Casi un siglo de estar vivo. Pero no siempre tuve forma de Hombre. Antes tenías unos
brazos largas como aspas, después fui redondo y grande, y así fui cambiando. Fuimos,
como se dice ahora, aggiornados.
-Creo que ya me lo explicaste.
-Si, pero como te olvidás de todo, te lo repito.
--De vos nunca me voy a olvidar.
-¿A quién querés más, a Borges o a Miguel Hernández?.
-¿A quién quiero más?
Repetí casi para darme tiempo. Mis pupilas hablaron más que todos los lenguajes
posibles. O plausibles. El corazón sitió mi pecho y fui un enorme corazón pensante y
agradecido. Lo tomé de los deditos y lo miré fijamente.
Sus ojitos chispearon con cierto pudor, con un dejo de locura poeta. Y se sonrió.
Entonces yo le dije:
-A vos.

IX
Los dos estamos por igual manera
a hierro y sed de soledad,
los dos encadenados contra el mismo muro.
Antonio Gamoneda

Comenzamos a caminar hacia el obelisco con paso firme y cadencioso. Había puesto el
discurso en su bolsillo y sus maneras eran decididas. Todo en él irradiaba confianza. Yo
me sentía segura a su lado y por primera vez en mi vida, me sentía segura de mí misma.
-¿Qué vas a hacer cuando yo me vuelva? Porque sabrás que ya que no he contraído
matrimonio, tengo que volver.
-¿Qué voy a hacer…con qué?
-¿Con qué? ¿Con qué? ¿Con qué? ¿Con vos misma? No quiero que te pongas triste,
aunque hayas desperdiciado el alto privilegio de haberte casado con el más maravilloso
de tus pretendientes.
-Yo quisiera ser … además de la Mujer Maravilla…diferente.
- Te voy a enseñar “la Teoría del ¿Y qué?”, desarrollada bajo el impecable cientificismo
y elevadísimo conocimiento de Hombre Verde.
Hizo una reverencia dieciochesca y su mano giró graciosamente por el aire.
-¿La conocés?
Yo lo miraba extasiada. Le dije que no.
Te advierto, prosiguió, que esa teoría en la práctica va acompañada de un ligero
movimiento de hombros, los subís y los bajás a modo de decir que no te importa. Como
los nenes cuando se pelean con otros. ¿Y a mí que me importa? ¿Y qué?
-¿Y qué?
- Bueno, Corazón Valiente, ¿Cómo decías que querías ser?
-Quisiera ser mi propio antagonismo.
-Pero no sos así… ¿Y qué? ¡Que te importa! Sos como sos.
¿Y Qué?
-Si fuera hombre, hubiera querido ser Salvador Dalí. Quisiera hacer uso de la libertad,
de mi idea de libertad. Yo vivo pidiendo permiso.
-¿Y qué?
-Como… ¿Y qué?
-Si, si. ¿Y qué? ¿Y qué? ¿Y qué?
El Hombre Verde se había puesto casi violento en su modo de hablar. La noche giraba a
mi alrededor como un perro hambriento. Yo le tiraba migajas de mi esencia como para
exorcizarme, para que al fin me redima de mí misma y así encontrar una forma diferente
de enfrentar los hechos cotidianos.
Nos acercábamos ya al obelisco y era el Adiós. Para mí era el Adiós. Y nada podía hacer
para detenerlo. Él hablaba de la individualidad, de la teoría del ¿Y que?, de la
revolución de los colores entre su propia familia, del caos, de la próxima calma, de la
responsabilidad, de los gozos y los dolores. Pero en ningún momento disminuyó el
ritmo elocuente de sus pasos.
Me miró con ojitos escrutadores y luego me enseñó la doctrina.
-De ahora en más, vas a practicar el “¿Y qué?” No le gustás a alguien, ¿Y qué? Y te
encogés de hombros, como haciendo de cuenta que no te importa. No te sale la rebeldía,
¿Y qué? No encontrás la palabra justa para responder rápido, ¿Y qué?
Me quedé mirándolo y se me humedecieron los ojos. ¡Que fácil resultaba todo así! Él
no hablaba de que no me importaran las cosas importantes, sino todo lo contrario. Esas
pequeñas cosas que nos duelen y no valen la pena…A esas cosas, decirle ¿Y qué?.No
me importa, pito catalán, a otra cosa...mariposa.
Y así llegaba el alivio.
Adoptó una postura intelectual y a la vez, fraternal. Luego me dijo ¿Y qué?.
Creo que lo quise mucho, que fue un momento lindo, amplio y le besé los deditos.
Nos miramos con tanta ternura, con tanto amor, que se me anudó la garganta.
-Sabés, Hombre Verde, yo nací para alegre. Nací para cascabel.
-No hace falta que me lo digas. Pero sí te aconsejo que dejes la filosofía de suburbios ,
no es lo tuyo. Ah, Corazón Valiente …Te voy a extrañar.
-Yo también, Hombrecito. ¿Y qué?
-Bueno, en realidad no quisiera que aplicaras esa teoría para mi ausencia.
-Es una broma. Usé la Teoría de la Imprevisibilidad. No esperabas que te dijera algo así.
Es-pon.ta-nei-dad.
-Has sido mi mejor alumna.
-¿Por qué no te quedás conmigo? Un día, sólo un día. Me has cumplido un sueño, he
sido reina por unas horas. ¿Qué más puedo pedir?
Pero la ciudad furiosa me dio la respuesta. Un pequeño engranaje, un Hombrecito
Verde, había desatado el derrumbe.
-No me escuches, mi Hombre Verde. Sé que tenés que volver. Yo ya soy grande. Voy a
ponerme en pie. Creceré.
Las estrellas brillaron más que nunca. La ciudad me cantó una canción diferente y me
di cuenta que ambos estábamos mirándonos con los ojos lluviosos .Pero nada
importaba. Así era la felicidad. Así era crecer.
Luego nos quedamos abrazados, con la larga sensación de un tren que pasa.

“Algo hay tan evidente como la muerte y es la vida”


Charles Chaplin
El Hombre Verde se subió a la punta del Obelisco e hizo un ademán grandilocuente. Era
la señal entre ellos. En un momento cientos de Hombres Verdes y Rojos y algunos
Amarillos cercaron la plaza donde se levantaba el Obelisco. Él, trasformado en líder les
habló de la libertad, del deber, del compromiso, de la lealtad y de los sueños.
-Ya hemos cumplido el sueño de vivir en libertad. Aunque haya sido sólo unas horas.
Pero lo vivimos. Ahora es tiempo de volver. La ciudad estalla de caos. Y somos
responsables en parte de este desorden.
¡Hermanos míos, volvamos a la batalla que aún nos esperan siglos por delante!!
-Desde ahí arriba me miró con ternura y me guió un ojo. No con picardía sino con
complicidad.
En un momento, la ciudad dio un grito de espanto, como lobos que aúllan, hambrientos.
Y luego, de a poco, muy lentamente, los tronidos fueron calmándose, diluidos en un
túnel azul y verde, cansino, ahogadamente. Las sirenas de los bomberos y de la policía
se volvieron perdonables, hasta hacerse casi inaudibles, y luego la nada.
Me encontré sola , parada ante un Obelisco ya vacío, imponente como la ciudad que me
devoraba con unas encías temibles, filosas, familiares. Hubo un instante crucial que la
soledad de multitudes me cercó impiadosa, pero el corazón dejó de cabalgar como un
potro libre y se quedó quieto. Tan quieto hasta que pude recuperar la visión de mi rutina.
Él ya estaba en su casita. Me acerqué a él y le pedí que todavía no me dejara, que se
bajara de allí, sólo media hora más conmigo, pero pasados los cuarenta minutos , su
primo apareció implacable y luego él, cuarenta segundos y así y así.
Por un momento pensé que me iba a dar una señal, un movimiento distinto que me
hiciera saber que me estaba escuchando. Fue sólo mi imaginación. Él no quiso, no pudo.
No lo sé.
-Te quiero, Hombre Verde.
Pero sus ojos siguieron su horizonte como si yo no estuviera.
-Por favor, Columbo. Resolvamos este caso, juntos.
Nada. La gente a mi alrededor se detenía en el cordón de la vereda , miraba ansiosa de
acá para allá, miraba con ferocidad el semáforo, y también a Hombre Verde , para poder
cruzar.
La vida retomó su ritmo de a cuarenta segundos.
-Hey,¡ Hombre Verde! Aquí abajo, Corazón Valiente.
Su silencio fue tan grande como la ciudad despierta.
Y yo me puse a llorar. No sé si de tristeza, melancolía a cuenta o la sensación de
pérdida. No sé. Pero me puse a llorar.

XII

Oh, Captain, my Captain! Our fearful trip is done!


Walt Whitman.

Todos los días cuando salgo de trabajar, me detengo para cruzar la gran avenida, ese
gran útero eterno donde por momentos sentimos la gran necesidad de sucumbir, de
dejarnos atrapar en la poderosa profundidad de un retorno al no ser y siempre me
regodeo en la fantasía , el divague liberador .
Si pudiera elegir nacer o no nacer, ¿Qué elegiría? Si ínfima y embrional apenas pero con
la capacidad de razonar, con una conciencia crítica y exenta de veleidades idealistas,
acaso pudiese preguntarme si quiero volver a ser la misma …
¿Qué me respondería?
Seguramente y si decidiese nacer, querría ser más inteligentemente egoísta, no tener este
puro corazón de jirafa y evitara así los mataderos cotidianos. Y eso sí , en una fantasía
de niña , pediría ser linda hasta cuando lloro.
¡Pero no, mi Hombre Verde se enojaría tanto si yo le dijera esto!
Todos los días lo miro y creo que me va a hablar, pero nunca lo hace. Está cumpliendo
diligente su misión sin preguntarse si quiere o no quiere hacerlo. Sólo lo hace.
Con los ojos le pido una nueva tregua, un poco de compañía, una vuelta más.
Pero él se ajusta a su rutina implacable. Así tiene que ser. Su trabajo, decía , era muy
importante. Y era verdad.
Ahora que ya no tengo el síndrome del mueble, que quiero ser algo más que una dulce
utilidad y ya no me pesa la soledad o mejor dicho, ya no tengo tanto miedo a la
soledad…
Ahora que le contesto a mi jefe y me vuelvo visible e invisible cuando yo lo decido para
descansar de las fobias ajenas…
Ahora que miro la ciudad urgida y me dejo atrapar como una novia secreta de amores
calientes, y la disfruto….
Ahora…él ya no está humanizado.
Pero de algo estoy convencida. Yo no voy a cambiar mi naturaleza reservada, mis luchas
secretas, mi manera de acompañar al mundo.
Pero también sé que he aprendido a situarme en la otra esquina del cuarto.
Después de él, nunca volveré a ser la misma. Seré otra versión de mí misma. Mejorada.
De eso estoy totalmente segura. Ya no volveré a ser la misma.
Me pregunto si aún extrañará a su padre o si ya habrá averiguado quién era en realidad
su padre.
Y entonces trato de no ser una filósofa a los saltos como él decía. Me acuerdo de
“Corazón Valiente” y vuelve a mí la guerrera celta. Soy la Conjugación Perfecta de
corazón y razón. Y me siento importante. Entonces me siento más fuerte. Soy mi nueva
versión.
A veces, me apoyo en el poste y le hablo con la voz pequeña.
-¿No te querés casar conmigo?, le pregunto.
Lo miro con los ojos grandes y trato de tocarlo y le repito con la voz quebrada de
agradecimiento.
-Dale, Hombre Verde…¿No te querés casar conmigo?
Pero enseguida aparece su primo rojo y él se va, sabio, disciplinado y diligente.
Porque él tiene claro cual es su misión en la vida y creo que yo también. Tengo que
aprender a convivir conmigo misma , darme vacaciones y cada vez, con más frecuencia
decir como dicen los chicos…¡Y a mí que me importa! Y que no me importe.
Es-pon-ta-nei-dad.
A veces me sonrío con nostalgia y otras veces, sólo otras veces, lloro un poco.
Y si alguien, como al descuido, con gesto extraño, se detiene a mirar mi llanto chiquito,
lo miro y con un milagroso y breve desenfado, con una reverencia dieciochesca, encojo
mis hombros ligeramente y le digo:
¿Y qué?

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