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La belle époque chilena: Alta sociedad y mujeres de élite
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La belle époque chilena: Alta sociedad y mujeres de élite

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Este ensayo indaga en profundidad y documentadamente en los valores y las formas de sociabilidad de la élite chilena en su época de apogeo oligárquico: las décadas en torno al Centenario. En esos años marcados por el contraste entre la opulencia de esa minoría y la miseria mayoritaria, explora los ámbitos en donde se fraguaba el poder nacional y se redefinía la articulación entre tradición y modernidad.

Con el talento narrativo que imprime a toda su obra, el historiador Manuel Vicuña penetra en el mundo íntimo de la sociedad aristocrática, exponiendo el significado político de las relaciones de parentesco, la penumbra de las insatisfacciones afectivas, el efecto del matrimonio como vehículo de supremacía, la ciudad como laboratorio social, los malestares de la cultura moderna, y las tensiones entre generaciones divididas por el hechizo de la autonomía individual y la fidelidad a las tradiciones jerárquicas.
Vicuña reconstruye como nadie la vida privada de esa élite extinta, prestando particular atención a sus mujeres, figuras habitualmente descuidadas por la historiografía de las élites. Como historia sociocultural de la belle époque chilena, este libro se ha transformado en referencia clave para todos quienes aspiran a comprender esa época insoslayable de nuestra historia.
LanguageEspañol
Release dateOct 30, 2018
ISBN9789563240733
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    La belle époque chilena - Manuel Vicuña

    Lavín

    Prólogo

    Durante el invierno de 1915, el escenario del Teatro Municipal acogió un espectáculo sin precedentes en su historia, consistente en la representación de tres cuadros, cada cual alusivo a una época distinta, que recreaban escenas del Santiago de las postrimerías de la Colonia y los albores de la República. El elenco de Santiago antiguo, obra montada con miras a recaudar fondos para caridad, estuvo conformado íntegramente por hombres y mujeres de la élite tradicional. Cerca de doscientas personas, encarnando a figuras de las más variadas ocupaciones y procedencias, salieron a escena con la idea de evocar el pasado capitalino mediante la recreación costumbrista. La prensa de la época no ahorró comentarios al respecto; en vista del éxito de las presentaciones, se grabó una película que intercaló los cuadros de reminiscencias históricas, esta vez ambientados en el Club Hípico, con tomas de edificios coloniales y objetos de época. La empresa editorial Zig-Zag lanzó un álbum promocionado como el más hermoso adorno de un salón, con fotografías de las funciones, además de textos que discurrían sobre la historia de las alhajas y los trajes empleados. Llamó entonces la atención, y no deja de hacerlo ahora, que las vestimentas y los aderezos más vistosos proviniesen de los arcones, baúles, bargueños y cómodas de las casas patricias. En la revista Pacífico Magazine se hizo hincapié en que parte del elenco no vistió trajes de copia, sino de legítima procedencia, los mismos que llevaron las altivas damas y los encumbrados magnates de los comienzos del siglo pasado.¹ Al personificar a sus ancestros luciendo atuendos suyos conservados por generaciones, la veracidad de la representación se sustentaba en la fuerza del linaje; el vínculo de sangre entre actores y actrices y sus respectivos personajes, tendía a entreverar ficción y realidad, así como a postular, al margen de la mudanza de las costumbres, la continuidad entre pasado y presente. Tal figura antigua, desempolvadas sus ropas, era revivida ahora por alguno de sus descendientes para deleite de los espectadores, en su mayoría emparentados con los vivos y los muertos convocados por la obra.

    Muchas transformaciones se interponían entre el Santiago antiguo y el moderno (entre el apocamiento de la Colonia y la fanfarria del Centenario), pero el grueso de las familias situadas en la cúspide de su jerarquía podían remontar su ascenso a la preeminencia social a fechas anteriores a la Independencia o, en su defecto, a las décadas inmediatamente posteriores. No andaba perdido el colaborador de Zig-Zag que escribió: Los mismos nombres que dieron brillo a la sociabilidad de estrados, paseos y saraos, se dieron cita […] en nuestro primer coliseo para remedar a los abuelos,² cuando no a ascendientes más remotos todavía. Recreando ritos y festejos de un patriciado identificado con la Independencia como gesta familiar y, por extensión, nacional, Santiago antiguo proyectaba a la actualidad el resplandor de sus glorias ancestrales. Estos cuadros plásticos mostraban a una clase dirigente en el acto de reafirmar su identidad, sugiriendo los contornos de una trayectoria común. De ésta, particularidades aparte, han dado cuenta innumerables textos: los más, examinando materias relativas a los hombres; los menos, indagando en aspectos de la vida de las mujeres. Este libro quisiera reducir tal disparidad y, en el intento, favorecer un entendimiento más comprehensivo de la élite.³ Sin olvidar que las mujeres experimentan de modo diferente a sus parientes varones la pertenencia a una clase social particular, he evitado tratarlas en forma aislada, por separado de los hombres y del contexto general de la época, entendido aquí como el devenir de la sociedad urbana y de las vertientes principales del cambio social.⁴ La no integración de la historia de las mujeres a los tópicos ya consagrados de la disciplina, ¿no perpetúa la marginalidad de la categoría de género como objeto de estudio, y de las mujeres en cuanto sujeto histórico? En términos temporales, el libro cubre todo el siglo XIX, extendiéndose además hasta el primer cuarto del XX; la década de 1910 recibe un tratamiento preferencial, atendiendo a los importantes cambios ocurridos entonces en la vida pública y privada de las mujeres de la élite, y, en particular, al viraje observado en los objetivos y en las motivaciones que gobernaban el curso de sus vidas.

    El primer capítulo sirve de telón de fondo a los restantes; puesto que delimita el escenario donde se desenvolverá la narración y el análisis, es admisible tomarlo por un texto introductorio. Abarca un largo periodo: desde las postrimerías de la Colonia al cambio de siglo. Lo primero que aborda es el análisis de la familia extensa como institución social clave en la constitución y el desarrollo de la élite nacional radicada en Santiago. La hegemonía política, el poder económico y la influencia social de ésta descansaron en redes de parentesco que la facultaron para conservar su posición de preeminencia en la cima de la pirámide social. Igual de relevante para la comprensión de la historia de la élite resulta la consideración de los cambios culturales experimentados por ella a lo largo del siglo XIX. Subyace a la variedad de estos fenómenos el uso, por parte de la oligarquía afincada en la capital, de múltiples recursos tendientes a dar mayor realce a su distintividad social, así como a perfilar más claramente su identidad de clase. Para tales efectos, sus miembros, lejos de limitarse a adoptar nuevas costumbres, convenciones y patrones de consumo, o aprender lenguas extranjeras y adquirir gustos e intereses novedosos, transformaron a Santiago como entorno material y, consecuentemente, vehículo de relaciones sociales. Dos efectos derivados de este proceso influyeron significativamente en la vida pública y privada de la élite en el último tercio del siglo; en concreto, el advenimiento de una alta sociedad y el desarrollo de un exclusivo mercado matrimonial, redefinieron el alcance y las prácticas de la vida social de la urbe. La conformación de matrimonios a partir del mutuo consentimiento eclipsó la intervención autónoma de los padres de los contrayentes, algo prevaleciente hasta entonces. Interpretando el papel de abnegadas chaperonas, sin embargo, las madres devinieron brokers del mercado matrimonial, adquiriendo un nuevo grado de influencia en la alta sociedad.

    Advierto que el análisis prosopográfico de la élite chilena, tema de indudable interés, no se cuenta entre mis objetivos. El retrato de la oligarquía ofrecido en el primer capítulo responde a un método que esboza rasgos de carácter, pero rehúye el concluyente realismo descriptivo del positivismo que, de tan aficionado a las piezas de caza menor, declina asumir riesgos interpretativos, aduciendo razones de orden científico. He privilegiado el estudio de los varios medios de exclusión social adoptados por la élite, porque éstos también se desempeñaron como efectivas vías de incorporación de nuevos elementos. Aunque compuesta por un núcleo de familias situadas en la cúspide de la jerarquía social desde la época colonial, la clase alta comprendió asimismo a cuantos, a despecho de sus antecedentes, tarde o temprano ganaron para sí y sus familias una situación prominente mediante el matrimonio, el liderazgo político, el éxito económico y/o la notoriedad conquistada en el plano intelectual. Esto aconseja suscribir la visión de las clases como procesos en constante formación y adaptación, antes que como entidades fijas en un universo social ya asentado.

    El examen de las formas de sociabilidad emerge una y otra vez en el curso del libro. Si en el primer capítulo me ocupo de la importancia del Club de la Unión como instancia de sociabilidad masculina capaz de apaciguar las rivalidades políticas, en el segundo centro casi enteramente mi atención en el salón considerado como una institución social presidida por mujeres. En tanto refugio de un particular estilo de sociabilidad mixta, el salón dotó a las mujeres de un medio para enmendar, aunque sólo parcialmente, las desventajas educacionales propias de su sexo. La figura de la cultivada y gentil salonière tiende a confundirse con un personaje de época representado, con variantes individuales, por diferentes anfitrionas. Sin negar que el cultivo del arte de la conversación entusiasmó a los hombres y a las mujeres de modos diversos, el salón instigó el desarrollo de un canon cultural mixto, abriendo así un canal de comunicación, antes inexistente, entre ambos sexos. Partiendo de esta base, la sociabilidad aristocrática se reveló aliada de la cultura; conste, eso sí, que el salón intelectual no congregó sino a un reducido círculo ilustrado de la élite.

    A la vista de la gradual declinación del salón, en la década de 1910 se fundó el Club de Señoras, tema del tercer capítulo. Además de diversificar sus funciones y promover la educación femenina desde una plataforma más amplia, esta institución encarnó un esfuerzo por reformular las relaciones de género y erigir sobre cimientos más sólidos la vida doméstica y marital. Como ha señalado Carroll Smith-Rosenberg, para hombres y mujeres que han crecido en grupos sexuales relativamente homogéneos y segregados, […] el matrimonio representó un problema mayor de adaptación.⁶ Así las cosas, en Chile la educación femenina fue percibida como la piedra de toque del bienestar de la familia y del matrimonio entre compañeros; se puede decir entonces que las aspiraciones culturales canalizadas a través del Club anidaban en el ámbito de los afectos –y de sus carencias. Al describir al Club como una institución proto-feminista inmersa en una narrativa emancipatoria, todos los interesados en su historia han pasado por alto, invariablemente, aspectos cardinales de la misma. A fin de corregir esta perspectiva, aquí la relación entre los sexos es evaluada en función de la sociabilidad aristocrática; junto a la vida familiar, sostengo, ésta constituye un factor determinante a la hora de explicar la búsqueda deliberada por parte de las mujeres de cambios sociales atingentes a su condición.

    Los dos capítulos restantes versan sobre otra institución femenina creada en los 1910s por mujeres de clase alta. Me refiero a la Liga de Damas Chilenas, punta de lanza de una cruzada moral femenina que obedeció al deseo de derrotar a los enemigos de la moral católica, tanto al interior de la familia como en los meandros de una sociedad cada día más compleja. La Liga representó un combativo movimiento de vocación antimoderna y antiurbana, a la par que una forma original y seminal de activismo femenino en la esfera pública. Su estudio arroja luz sobre los vínculos entre las mujeres de la élite y la Iglesia Católica, y, principalmente, sobre su reacción concertada contra la creciente influencia de actores seculares y manifestaciones culturales profanas en la vida social de la nación. Lo anterior implicó un cuestionamiento del papel interpretado hasta entonces por las madres y los valores tradicionales en la educación y socialización de sus hijas, y, en general, de su prole. Como resultado del afianzamiento de nuevas costumbres sociales, se auguró la formación de una radical brecha generacional, la cual implicaba una catastrófica restricción de la tradicional tuición ejercida por las madres sobre la sociedad juvenil. En el fondo, las integrantes de la Liga se opusieron a la difusión de valores profanos y de modos de vida alternativos. Para materializar esto, montaron una campaña contra los males de la sociedad moderna, establecieron mecanismos de censura y abogaron por el reforzamiento de la autoridad maternal.

    Por añadidura, se manifestaron favorables al desarrollo de un apostolado femenino asertivo, lo cual condujo a una redefinición de lo que comportaba una experiencia religiosa apropiada para las mujeres. Se condenó la santa ignorancia de antaño, a la vez que se exaltó la ilustración ceñida a la recta doctrina. El compromiso y la experiencia religiosa debían nutrirse y, simultáneamente, hundir sus raíces en el corazón y la mente. Según rezaba el argumento, era imperioso cultivar el potencial del intelecto como fuente de conquistas apostólicas y de plenitud religiosa en el plano individual, dados los beneficios que en ambos casos se desprenderían para la influencia social, presente y futura, del catolicismo. Este propósito también informó su aproximación a la cuestión social. Para abordar sus desafíos, crearon asociaciones de trabajadoras católicas e intentaron modernizar las organizaciones de caridad. La Liga de Damas evidenció como ninguna otra institución de la época hasta qué grado las mujeres aristocráticas instrumentalizaron la ideología doméstica con arreglo a sus propios intereses, en una forma no por contumazmente conservadora, menos inventiva. Sus adherentes usaron el rol culturalmente adscrito que las impulsaba a velar por el bienestar material y espiritual de la familia, como un vigoroso argumento en pro de su actividad pública como reformadoras morales. De una fuente de autoridad basada en criterios de género, extrajeron el sentido de misión providencial que las alentó a ampliar el alcance y el poder normativo de sus propios valores y creencias.

    El estudio de las mujeres en sociedades patriarcales representa un reto singular. En comparación con los documentos que registran los hechos relativos a la existencia de los hombres, las fuentes históricas a nuestra disposición, fuera de escasas, la mayoría de las veces resultan mortificantemente fragmentarias. Así, el problema de la documentación parece reafirmar su eminencia entre las prácticas de la disciplina. En mi caso he recurrido a una variedad de fuentes impresas y a un número pequeño pero gratificante de documentos inéditos. Los pocos estudios que se ocupan directa o tangencialmente del salón, del Club de Señoras y de la Liga de Damas Chilenas, han descansado invariablemente en una serie restringida de fuentes; las visiones divergentes presentadas aquí, son atribuibles a una reinterpretación de textos estudiados con antelación, al igual que a la interacción de una colección documental más extensa y diversa.

    Mención aparte merecen las revistas ilustradas creadas en las dos primeras décadas del XX. Adelanto que probaron ser fuentes particularmente informativas. Al prestar cauces de expresión a perspectivas diferentes y en ocasiones reñidas entre sí, y abordar tópicos diversos a través de medios visuales y verbales a la vez, dichas revistas permiten una fecunda pluralidad de lecturas, según la justa expresión de Roger Chartier.⁷El interés que concedieron al ámbito doméstico propugnó el develamiento de cara al público lector de temas anteriormente confinados, en lo fundamental, a la esfera privada y a la trama narrativa de las novelas costumbristas y naturalistas. Materias tales como la temprana educación de los niños; la relación entre los cónyuges; la influencia moral de la madre y su papel como confortadora al interior de la familia; la relación entre la servidumbre y las dueñas de casa; la promoción de un manejo racional de los asuntos domésticos; la publicación de artículos que aspiraban a establecer lazos de intimidad entre autor y lector, mediante el recurso a modalidades de expresión privadas y confesionales, como diarios personales y cartas; los pormenorizados consejos en materias referentes al gusto, a las maneras, los arcanos de la etiqueta, la moral y la conducta personal; la definición de la decoración interior como un medio propicio a la expresión estética de la individualidad o subjetividad femenina; el elogio de la faceta doméstica de mujeres de renombre; y el análisis de temáticas sugeridas por las cartas de las mismas lectoras al personal de las revistas, contribuyeron a transformar materias antes de exclusivo valor privado y personal, en asuntos de legítimo interés público.

    Este proceso guarda evidentes correspondencias con la creación y el funcionamiento de la esfera pública burguesa europea, al menos en los términos postulados por Jürgen Habermas. Como afirma John Brewer, la esfera pública tiene el rostro de Jano: busca inmiscuirse en materias de Estado pero también amenaza con colonizar a la esfera doméstica.⁸ Retrospectivamente, lo último es una bendición para los investigadores: permite abordar desde múltiples ángulos el mundo privado de la élite, volviendo menos evasiva la historia de las mujeres de clase alta a comienzos del siglo XX. Las revistas ilustradas revelan tanto sobre la vida de las mujeres en sus diversas facetas, tanto sobre la interacción entre la esfera pública y privada, como entre el hogar elitario y la institución de la familia. No está de más apuntar que varias mujeres escribieron en estas revistas; en algunos casos, éstas se dirigieron exclusivamente a un público lector femenino, siendo incluso editadas –valga de ejemplo La Revista Azul– sólo por mujeres. De lo cual se infiere que constituyeron significativos cauces de expresión femenina, al tiempo que nuevas vertientes de la opinión pública. Falta decir que las revistas ilustradas ofrecen un tableau vivant de las exclusivas actividades de la alta sociedad, esto es, una mirada atenta a su desenvolvimiento justo cuando el ocio aristocrático alcanzaba sus máximos niveles de esplendor, al punto de poder hablarse con propiedad de la existencia, pasajera sin duda, de una belle époque chilena.

    Aunque este libro adeuda bastante a los estudios previos sobre la oligarquía, no se abstiene de cuestionar algunas de sus premisas y conclusiones. El valioso trabajo de Luis Barros y Ximena Vergara merece especial atención, puesto que representa la única investigación enteramente dedicada a la cultura patricia alrededor del 1900.⁹ En líneas generales, ofrece un análisis sistemático de los valores, de las creencias y costumbres de la clase dominante, además de llevar a cabo un esfuerzo sin antecedentes por ilustrar de qué forma su visión de mundo encarnó en patrones típicos de conducta y en un determinado conjunto de relaciones sociales. De acuerdo con su interpretación, este modo de ser aristocrático se desarrolló cuando declinaba el siglo XIX, cristalizando hacia 1900 en un rígido sistema normativo. En los albores del XX, en consecuencia, los oligarcas estaban a merced de una mentalidad y un modo de vida heredado de sus ancestros; los miembros de la élite, en tales circunstancias, habrían perdido la condición de creadores de su propia cultura, para devenir en meras criaturas de la misma. Este cambio observado en la historia cultural de la élite se traduce en un desplazamiento en las modalidades de análisis empleadas por estos autores. La perspectiva subjetivista, en cuyo nombre los agentes bajo consideración califican como árbitros de su destino, es reemplazada por un enfoque objetivista. Éste basa sus explicaciones en las estructuras sociales, en los factores económicos, en las condiciones materiales o en las lógicas culturales, antes que en los deseos, las acciones y creencias de los actores sociales, así despojados de la calidad de protagonistas respecto a la definición de sus propias trayectorias vitales, y privados de toda relevancia al momento de dar sentido a los fenómenos colectivos.

    Después de la Guerra del Pacífico (1879-83), plantean estos autores, la fortuna salitrera canalizada a través del Estado proveyó a la élite nacional con una fuente inédita de riqueza, que en lo sucesivo transformó sustancialmente su cultura y su existencia cotidiana. En Santiago el dinero pasó a jugar un rol cardinal en la definición de la eminencia social; sólo aquellos visiblemente embarcados en un tren de vida mundano y rutilante, marcado por el ocio sofisticado y el consumo conspicuo, podían aspirar legítimamente al status privilegiado de genuinos aristócratas. Elementos tradicionales de la identidad de la oligarquía como el orgullo del propio linaje, su estilo de vida presumiblemente austero, su sentido de superioridad espiritual y de misión providencial en cuanto cabeza natural de la nación chilena, perdieron gravitación ante el ascenso de la ostentación de la riqueza como criterio de valoración social e individual. El nuevo carácter plutocrático de la oligarquía santiaguina relegó el antiguo modo patriarcal a las élites de provincia todavía moralmente condicionadas por la organización social y la matriz cultural de la hacienda; en otras palabras, la élite nacional habría dado la espalda a sus raíces rurales, a fin de llevar una hedonista vida social en la capital. Según Barros y Vergara, su poder político, social y económico, representaba un hecho inobjetable a esas alturas; en ausencia de cualquier desafío a su hegemonía, los oligarcas podían confiar enteramente en el valor presente de sus logros pasados, sin temer por el menoscabo de su condición privilegiada. En resumen, no existían motivos para intentar readaptarse a cambiantes realidades sociales; carentes de apremiantes estímulos creativos, sostienen, la élite se abandonó a una suerte de inercia social.¹⁰

    Bajo tales condiciones de suprema estabilidad, la oligarquía se abocó, con un celo narcisístico rayano en el autismo social, al apacible goce de sus exclusivos ritos mundanos. En este escenario, los vínculos de reciprocidad entre patrones e inquilinos y sirvientes, entre gobernantes y gobernados, se tornaron irrelevantes; las nuevas formas de sociabilidad imperantes y los estilos de vida cosmopolitas, concedían protagonismo a los aristócratas con radical exclusión de otros sectores sociales, los que a lo sumo intervenían a título de funcionales proveedores de servicios, nunca en calidad de interlocutores reales. De este modo, Barros y Vergara concluyen por decretar la radical alienación psicosocial de la élite con relación al resto de la comunidad nacional.

    Esta interpretación, aunque a menudo acertada, requiere ser rectificada en varios puntos. Para comenzar, la cultura de la élite no se mantuvo a salvo de la controversia durante el cambio de siglo. De lo anterior se desprende que tampoco representó una entidad monolítica. Si bien estos autores identifican y tratan con lucidez temáticas cruciales como la aristocratización del dinero y la preeminencia del consumo conspicuo en tanto dispensador de status social, no captan la naturaleza dinámica de su objeto de estudio. Presentan una imagen congelada de un fenómeno social animado por la acción de tendencias en conflicto; de esfuerzos deliberados por replantear las relaciones sociales y de género; de un activismo femenino sin precedentes en la esfera pública; y del análisis de los méritos y deméritos de los principios y las prácticas que determinaban la identidad de clase y la vida cotidiana de la élite. El modo de ser aristocrático no correspondió a una forma de vida asumida sin más, como algo que se da por sentado; con frecuencia constituyó un tema de debate, un blanco de la crítica y un motivo de desvelo para el espíritu reformista. Los significados de la identidad de clase eran múltiples, en absoluto unívocos, máxime de abiertos a la renovación cuando confrontados con nuevos fenómenos culturales, condiciones sociales y expectativas. A pesar de la atención que prestan al proceso histórico que condujo a la configuración de un particular modo de ser aristocrático, Barros y Vergara describen la cultura oligárquica de comienzos del XX como una estructura al margen del cambio; como un repertorio de actitudes, creencias y prácticas generadas en el pasado reciente y sin embargo inmunes a la influencia modeladora de la historia en curso.

    Añádase que minimizan la diversidad intrínseca a las fuentes que utilizan. Pese a recurrir con insistencia a los textos de ficción escritos por oligarcas que adoptaron posiciones críticas frente a los valores, usos y costumbres de su clase, desisten de considerar sus casos como expresiones de modalidades alternativas y divergentes, pero igualmente legítimas, de ser aristocrático. Para Barros y Vergara los hombres y las mujeres de la oligarquía se confunden con la imagen de autómatas programados por una cultura avasalladora: nada más que seguidores pasivos, sumisos y acríticos de las usanzas y sensibilidades de la sociedad elegante, establecidas con la fuerza imperiosa del dogma y el poder atávico de la costumbre. De ahí que concluyan por calificarlos como participantes de una comparsa que repite hasta la saciedad una misma ceremonia.¹¹ En síntesis: exageran la capacidad prescriptiva de las convenciones sociales.

    Muy distinto es el enfoque ensayado en este texto. En adelante se intenta mostrar que las mujeres de clase alta (los hombres también), no por haber sido moldeadas por su herencia cultural dejaron de participar en la transformación de la misma. Al equiparar a los tipos sociales que retratan con la élite en su conjunto, Barros y Vergara pasan por alto el carácter culturalmente heterogéneo de una clase que, no obstante poseer una distintiva identidad colectiva, estuvo conformada por un coro de voces y una gama de diferentes, aunque no siempre discordantes, perspectivas. Producto de su omnímoda definición de lo aristocrático, la condición de género es subsumida, adicionalmente, en el concepto de clase: la imagen de la mujer aristocrática es esbozada con referencia a un paradigma masculino.¹² Más aún, postulan que en los albores del XX las mujeres aristocráticas (o sus representaciones) se circunscribían a dos tipos sociales bien definidos: de un lado, la matrona piadosa y doméstica; del otro, la dama mundana y elegante. Sus retratos, otra vez, adolecen de vida y pecan de inmovilidad. No conciben la posibilidad de personajes intermedios, a mitad de camino entre ambos modelos. Tampoco admiten la existencia de mujeres tensionadas por la adhesión, en su fuero interno, a los valores divergentes propugnados por cada estereotipo.

    En conclusión, los tipos sociales delineados por Barros y Vergara participan de una concepción de la cultura como una matriz altamente constreñidora, al interior de la cual los individuos se desvanecen. Siendo fieles a su método de análisis, es legítimo postular que las creencias y conductas de los aristócratas, sujetos encapsulados en un microcosmos cultural invariable, pueden ser descodificadas a la manera de símbolos imbuidos de un significado estable. Conforme a un punto de vista común en las ciencias sociales, los autores perciben la cultura como un sistema que es relativamente estático y cerrado sobre sí mismo, no como una dinámica central y un factor formativo en la vida diaria de las sociedades y en el advenimiento de los acontecimientos que jalonan su devenir.¹³

    El estudio de las mujeres de clase alta como chaperonas, salonières, diletantes y personajes públicos, apunta en sentido contrario. Revela cómo en una sociedad dominada por hombres, las convenciones sociales y los patrones de comportamiento restrictivos, en la práctica pueden operar como una estructura que, pese a su carácter coercitivo, posibilita y asiste la acción de las mujeres orientada a trascender sus limitaciones intrínsecas. Como ha precisado Giovanni Levi, teórico y practicante de la microhistoria, todo sistema normativo, sea cual fuere su poder prescriptivo, ofrece, en razón de sus mismas inconsistencias internas, oportunidades de manipulación y negociación individual respecto al alcance y al significado de sus reglas.¹⁴ Esta investigación confirma dicho aserto. Las mujeres estudiadas en este libro no fueron víctimas pasivas de sus circunstancias vitales, sino agentes sociales capaces de adaptar venerados roles de género a la forma de sus designios particulares.

    Casos como los suyos ejemplifican la operación histórica –a juicio de Gilles Lipovetsky, típica de la modernidad– que hace de las tradiciones relativas al rol diferencial de los sexos parte constitutiva de la lógica del cambio social favorable a la emancipación femenina.¹⁵ Las formas ancestrales de la identidad femenina, en la eventualidad de no obstaculizar el desenvolvimiento de este proceso, son recicladas, y aun movilizadas, en favor del mejoramiento de la condición de las mujeres. Contrariando la sabiduría popular, no son desechadas. Por consiguiente, las distinciones de género, aunque todo lo sólido se desvanezca en el aire, se reafirman por nuevas vías, conservando de esta manera su poder soberano en lo tocante a la construcción social de la realidad.

    En relación con las mujeres que protagonizan la historia que voy a narrar, los cambios antes aludidos han sido comúnmente ignorados, tal vez porque no fueron acompañados de grandes gestos contestatarios frente a las convenciones sociales. El acomodo prevaleció sobre la ruptura. Y aunque es seguro que las salonières, las integrantes del Club de Señoras y las cruzadas de la Liga de Damas Chilenas vivieron sin contravenir mayormente las definiciones vigentes de la femineidad, así y todo se las ingeniaron para diversificar la gama de roles sociales y oportunidades al alcance de las mujeres de clase alta. Como se lee en un libro de semblanzas femeninas de 1919, parte de la notoriedad de las mujeres rescatadas en sus páginas –entre las cuales aparecen fundadoras del Club y al menos una salonière– se derivaba de su presunta capacidad para "forzar la órbita de su esfera llegando hasta los umbrales de un feminismo más avanzado, que las ha arrastrado a introducir ciertas innovaciones en sus antiguas tareas, por cierto sin el menor desmedro de las que han tenido siempre a su cargo".¹⁶ Obrando según estas directrices, alentaron una sutil dialéctica entre continuidad y cambio; aunando la devoción a la tradición con el abandono de viejos modelos, evidenciaron que incluso los más rígidos sistemas normativos admiten una flexibilidad interpretativa a veces liberadora, como atestigua la ganancia de márgenes de acción independiente.

    El origen de este libro se remonta al manuscrito de mi tesis doctoral para la Facultad de Historia de la Universidad de Cambridge. En el proceso de investigar y escribir ambos textos, cuyas diferencias van más allá del idioma, he recibido la ayuda de muchas personas. Las observaciones y sugerencias de David Brading, mi supervisor, contribuyeron a mejorar el texto de la tesis de manera significativa. Eduardo Posada-Carbó y Charles Jones, examinadores de ésta, me hicieron indicaciones provechosas con miras a su publicación. Otros lectores de cuyos comentarios me beneficié hasta donde pude: Sofía Correa, John Hassett, Consuelo Figueroa, Alfredo Jocelyn-Holt, Matías Rivas, Rafael Sagredo, Patrick Lowery-Timmons, Enrique Walker y Soledad Zárate, quienes tuvieron la gentileza de revisar alguna de las versiones de este libro. Escribir (una tesis en inglés, un libro en castellano: años de trabajo) supone entusiasmo, disciplina y, en definitiva, una forma de vida, todo lo cual habría sido difícil de sobrellevar sin la compañía de Angélica Lavín, a quien dedico el libro.

    El personal de las bibliotecas Nacional, del Congreso Nacional, del Museo Histórico Nacional, de la Facultad de Teología de la Universidad Católica y del archivo del Obispado Castrense de Chile, ayudó a que mi investigación resultara fructífera. Diego Montalva, Daniel Osorio, Claudio Rolle, María del Pilar Rodríguez y Pilar Urrutia prestaron su apoyo a este proyecto de distintas maneras, todas vitales para su desarrollo. La investigación y la tesis doctoral conducentes a este libro no habrían sido posibles sin el respaldo institucional del Museo Histórico Nacional, del Centro de Investigaciones Diego Barros Arana y de la DIBAM; y sin el apoyo financiero de MIDEPLAN, del Centre of Latin American Studies (Universidad de Cambridge) y de Trinity Hall (Universidad de Cambridge).

    I

     Santiago y la élite nacional

    En rigor la ciudad fue el indicador del cambio, y todos pusieron en ella sus miradas para descubrir si la sociedad a la que pertenecían se había incorporado al proceso desencadenado en Europa.

    José Luis Romero (1976)

    Aunque la sociedad chilena continuó siendo predominantemente rural hasta la década de 1930, la élite que gobernó el país a partir de la Independencia pronto se transformó en una clase urbana sólidamente implantada en el centro de la capital. Durante la República Parlamentaria, se hablaba de los dos Chiles, o sea de la nación en su conjunto y el Chile pequeño, consistente en un pequeño grupo de influyentes familias centradas en Santiago y su vecindad; […] tan fuerte era la dominación de esta pequeña camarilla aristocrática, que no pocas veces se decía que cuatro cuadras de Santiago controlaban la nación.¹ La historia de los habitantes de este barrio, conocido como el vecindario decente en esos días, comprende los sucesos de familias habituadas a reunirse cada verano en sus haciendas, a fin de estrechar sus vínculos de parentesco con las amenidades del trato íntimo. Este capítulo ilustra cómo la institución de la familia aportó al perfilamiento y sustento de la oligarquía, a la vez que evidencia las correspondencias entre el desarrollo de Santiago y la constitución de una alta sociedad erigida a partir de la remodelación de la ciudad, la puesta en relieve del consumo conspicuo, la creación de instituciones como el Club de la Unión y el advenimiento de un mercado matrimonial. En la mente de los contemporáneos, los lazos de parentesco entre las casas patricias homologaron a la élite nacional con una gran familia cuyas tupidas ramificaciones cubrían la mayoría de las posiciones de poder y privilegio en la sociedad. Importa consignar, antes de abordar el tema por extenso, que a las madres de posición les correspondió un papel protagónico en el escenario urbano inaugurado durante la segunda mitad del XIX: supervisar la reproducción social de su clase, mediante la conformación de alianzas matrimoniales.

    El vecindario decente

    En su Historia crítica y social de la ciudad de Santiago (1869), Benjamín Vicuña Mackenna señaló que aún en los 1860s la capital no era una ciudad de hombres, sino de parientes.² Llamaba así la atención sobre los intrincados vínculos familiares que la élite chilena había comenzado a urdir en el siglo XVIII. A consecuencia del estímulo al comercio colonial originado en las reformas administrativas y económicas de los Borbones, miles de españoles (muchos de ellos vascos) emigraron a Chile entre 1700 y 1810. Aquellos con buena fortuna pronto adquirieron una posición de privilegio entre las antiguas familias de renombre, en su mayoría descendientes de conquistadores y encomenderos castellanos. Especialmente en la segunda mitad del siglo, los representantes de estas casas ilustres tendieron a casarse con los miembros de las nuevas familias acaudaladas. De esta fusión social nació la llamada aristocracia castellano-vasca. La adquisición de títulos de nobleza y la creación de mayorazgos (en alza a partir de 1755), la compra de tierras y cargos públicos, y la incorporación a las órdenes de caballería y a las milicias coloniales, consagraron el status de sus miembros. Su prestigio social corrió a la par con una influencia política no por oblicua menos efectiva.³ De ahí que el caso chileno no confirme la clásica descripción de las reformas borbónicas como una segunda conquista de América a manos de una burocracia colonial encargada de reducir el margen de autonomía conquistado por las élites locales, en orden a revertir el proceso de declinación del Imperio español en el concierto de las naciones europeas.⁴

    A decir verdad, los cuadros administrativos del Imperio o sus familiares, contraviniendo las directrices señaladas por las reformas borbónicas, en lugar de evitar los vínculos comprometedores con la élite radicada en Santiago, contrajeron matrimonio con los representantes de la sociedad local en una proporción inédita. El mismo crecimiento de la burocracia colonial generado por estas reformas de corte modernizador, al acrecentar el número de funcionarios de la Corona potencialmente cooptables, alentó el proceso de asimilación social y, simultáneamente, aumentó los cargos oficiales virtualmente a disposición de criollos prominentes, abriéndoles así nuevos canales de participación e instancias de representación política. De esta manera la élite criolla, que en teoría debería haber sido marginada de las posiciones de poder en beneficio de un Estado con pretensiones hegemónicas, adquirió un protagonismo cada vez mayor, índice éste de su consolidación como núcleo dirigente en el ámbito político-administrativo del reino.

    Esta capacidad de asimilar a los poderosos de cualquier condición no cesó de trabajar en su favor a lo largo del siglo XIX. Gracias a la continua cooptación de extranjeros o chilenos dotados de talento, influencia y/o recursos económicos, la élite asentada en Santiago hizo de su hegemonía un fenómeno histórico de largo aliento. Todo esto explica cómo es que el bisnieto de un inmigrante francés, sobre la base de los vínculos de parentesco forjados por sus ancestros y de su matrimonio, celebrado en 1892, con una joven de egregia familia, pudo llegar a afirmar: completamos a tal punto nuestros parentescos, que mis hijos son parientes de casi todo Chile.⁶ Es decir, de casi todas las familias de la clase dirigente.

    Al señalar sus lazos familiares, Julio Subercaseaux Browne además confesó no estar directamente ligado a la familia Errázuriz. Considerando la posición eminente de esta familia en la vida política de la República, semejante omisión representaba una significativa carencia en su bien dotado árbol genealógico. Al momento de evaluar la posición política de la familia Errázuriz durante el siglo XIX, a los nombres del presidente Federico Errázuriz Zañartu (1871-1876) y de su hijo, el presidente Federico Errázuriz Echaurren (1896-1901), hay que sumar una larga lista de diputados y senadores. Junto a la familia Montt, que también ostenta dos presidentes, padre e hijo nuevamente, la familia Errázuriz ha sido definida como una dinastía parlamentaria.⁷ Horace Rumbold, un diplomático inglés que residió en Santiago durante los 1870s, quedó vivamente impresionado por la forma en que las redes familiares del presidente Errázuriz Zañartu, de la mano con sus lazos de amistad y patronazgo, abarcaban posiciones claves tanto en el gobierno como en el Parlamento. La Cámara de Diputados, observó, estaba llena de amigos personales y dependientes del presidente, y sus parientes y conexiones detentaban algunos de los más importantes cargos del Estado.⁸ Dos décadas más tarde, cuando el Congreso se aprestaba a calificar los resultados de la reñida elección presidencial de 1896, algunos parlamentarios cuestionaron la capacidad de la institución para dirimir con imparcialidad quién debía suceder a Jorge Montt en la presidencia, considerando los numerosos parientes que uno de los candidatos, Federico Errázuriz Echaurren, tenía en el Congreso.⁹ Por cierto, a este último le sucedió en el cargo su cuñado, Germán Riesco (1901-1906). A la familia Errázuriz, por añadidura, tampoco le faltaron representantes en la jerarquía eclesiástica. Crescente Errázuriz Valdivieso, designado arzobispo de Santiago en 1918, era tío de Errázuriz Echaurren y sobrino del arzobispo más influyente del siglo XIX, Rafael Valentín Valdivieso, en cuya casa vivió y se formó después de la muerte de su padre.

    Estos ejemplos –apenas unos entre tantos– ponen de manifiesto la relevancia de los vínculos de parentesco en la historia de la élite y, cuando se examina la evolución de las instituciones políticas, del sistema económico y de la organización social de la República, en la historia de Chile en su conjunto. Las conexiones familiares podían abarcar no sólo los rangos superiores del aparato estatal y de la Iglesia Católica, sino además la propiedad de las grandes haciendas del valle central. De esta manera se desarrollaron redes sociales capaces de aunar posiciones de liderazgo en las principales instituciones del país, con el control efectivo de fértiles provincias del territorio nacional. Así, un grupo selecto de familias tendió a acaparar el poder político y económico de la nación. Algunas de ellas forjaron su posición política y socioeconómica durante el siglo XIX; otras, ya eran parte de la élite local con anterioridad a la Independencia.

    La significación política de los vínculos de parentesco fue algo crucial en la formación de la República; y antes, también. Durante las últimas décadas de la Colonia, la competencia informal entre criollos que aspiraban a ejercer cargos públicos contaba con el apoyo logístico de las conexiones familiares. El clan familiar de los Larraín Salas, actor protagónico del proceso de independencia, se caracterizó por luchar en favor de sus intereses colectivos con la determinación y efectividad de un cuerpo disciplinado y jerárquicamente organizado. Los miembros del clan situados en posiciones de poder al interior de las instituciones seculares y religiosas de la Colonia, no trepidaron en auxiliar a sus familiares en las competencias por cargos públicos o en la asignación de créditos y prebendas económicas. A decir de sus contemporáneos, el movimiento autonomista y, a la postre, independentista chileno, obedeció en parte a las necesidades coyunturales de esta familia, por entonces en conflicto con los representantes de la administración española. Los criollos extranjeros y los líderes de provincia comprometidos con la causa independentista chilena también actuaron como agentes de los grandes clanes patriotas. En la coyuntura revolucionaria, las acciones políticas de los líderes criollos se vieron condicionadas en momentos decisivos por rivalidades y lealtades de familia, lo que hizo de éstas un factor determinante en el curso seguido por las guerras de independencia.¹⁰ Las enconadas rencillas entre los Larraín Salas y los Carrera mermaron las fuerzas patriotas y allanaron el camino a la Reconquista española. Numerosos testigos concuerdan en señalar a las luchas intestinas entre ambas facciones como responsables del triunfo realista en 1814. H. M. Brackenridge se aproximaba a la verdad cuando, con la pasajera derrota de los patriotas en mente, escribió que resultaba difícil dudar de que las fuerzas combinadas de los Larraín y los Carrera habrían sido suficientes, si no para expulsar al enemigo, por lo menos para prolongar la contienda hasta agotar las fuerzas realistas.¹¹ En suma: el juego político basado en el parentesco representó un legado colonial reforzado durante el periodo independentista. En tanto forma de ejercer el poder, la política del parentesco (kinship politics) sobrevivió al dominio español porque permitió la instauración de un régimen republicano propicio a los intereses de la élite nativa, la cual monopolizó el poder arrebatado a los españoles. En cierto modo, los niveles comparativamente altos de estabilidad institucional alcanzados en Chile durante el siglo XIX, responden a esta práctica política oligárquica, estructurada en torno a las más prominentes familias de la capital.¹²

    Por razones fáciles de imaginar, los miembros de la oligarquía concordaron con este veredicto. Extranjeros familiarizados con el sistema político chileno también sostuvieron opiniones de este tipo.¹³Un matrimonio oportuno podía contribuir a apaciguar las rivalidades políticas y abrir cauces de colaboración entre facciones anteriormente en pugna. Los esponsales entre el general Manuel Bulnes y la hija mayor de su principal contendor en la carrera presidencial, el ex presidente Francisco Antonio Pinto, reforzaron las medidas pacificadoras adoptadas por el gobierno de José Joaquín Prieto (entre paréntesis, tío de Bulnes), en orden a promover el primer relevo presidencial pacífico de la historia de Chile.¹⁴ Es así como el presidente Aníbal Pinto (1876-1881) resultó ser hijo y cuñado de antiguos presidentes. Téngase presente, además, que las lealtades familiares podían ser más fuertes que las suscitadas por bandos y partidos.¹⁵ Las filiaciones partidarias de los políticos novatos respondieron a las convicciones personales, al influyo de la enseñanza y, a veces en forma perentoria, al llamado de los ancestros o a las tradiciones familiares.

    Con todo, las alianzas familiares formadas entre las casas prominentes de Santiago no lograron evitar por sí solas la inestabilidad institucional o, por ponerlo en otros términos, obtener la complaciente subordinación de los intereses provinciales a la supremacía cada vez mayor de la capital. No otra cosa quedó en evidencia con la revuelta de 1859. Liderada por importantes mineros de las provincias de Atacama y Coquimbo, ésta expresó el radical descontento de estos últimos ante los gravosos impuestos a las exportaciones mineras y la centralizada distribución de los recursos estatales. La lección no fue en vano, eso lo sabemos. Después de la victoria del gobierno, las principales familias aún establecidas en el norte minero trasladaron sin demora sus actividades a la capital, con lo que se puso término a cualquier amenaza por parte de otras regiones a la ascendente hegemonía de Santiago, convertida de esta forma en la base del poder de la nación. Un dato significativo: como corolario de dicho proceso de integración elitaria, familias que habían sido enemigas durante el conflicto, resolvieron sus discrepancias previas ‘casándose entre ellas’.¹⁶

    Luis Orrego Luco, quien en novelas y memorias retrató la vida social de la élite a finales del siglo XIX y a comienzos del XX, afirmó que antes de la Guerra Civil de 1891 no existían advenedizos entre el selecto público de la ópera. Era una sociedad, escribió con un dejo de nostalgia, exclusivamente aristocrática.¹⁷ No pocos aristócratas, halagados con semejante tributo a la exclusividad de su medio, habrían aprobado sus palabras. No obstante, la alta sociedad de la época exhibía un grado de complejidad mayor que el señalado por Orrego Luco. El caso del Teatro Municipal resulta ilustrativo. Víctima de un devastador incendio, fue reconstruido a principios de la década de 1870. La inauguración de su nuevo edificio se realizó cuando Vicuña Mackenna, en calidad de intendente de Santiago, hacía lo imposible por transformar a la capital en el París de América.¹⁸ Ramón Subercaseaux Vicuña, su cuñado y entusiasta acólito en esta empresa, recordó en sus memorias que el público del nuevo teatro pasó a ser de condición entreverada, pues se perdió después de un ruidoso pleito la propiedad de los antiguos palcos que pretendían conservar las familias patricias.¹⁹ De lo anterior se desprende que sí existía una movilidad social ascendente, a despecho de los esfuerzos por presentar a la clase dirigente como un grupo excluyente, celosamente cerrado sobre sí mismo. Esto obedecía posiblemente a la necesidad de reforzar su identidad de clase, puesto que las antiguas familias patricias, pese a las tensiones iniciales, aceptaron la efectiva incorporación de advenedizos a sus recintos más exclusivos. Desde temprano las antiguas familias se fundieron, como se lee en Martín Rivas (1862), novela costumbrista de Alberto Blest Gana, con los nobles por derecho pecuniario.²⁰ Por lo cual el status social, aunque en buena medida adscrito, también podía ser ocasionalmente adquirido mediante el poder económico. Instituciones como el Teatro Municipal representaron canales informales de verificación del ascenso social y medios para la asimilación cultural de los nuevos elementos. Esta misma apertura de los rangos superiores de la sociedad santiaguina desincentivó el desarrollo de élites alternativas, rivales por efecto de intereses y aspiraciones encontrados, y por tanto capaces de poner en peligro, o al menos dispuestas a socavar, la dominación de la clase dirigente tradicional.²¹

    Desde el siglo XVIII, este proceso de integración social se llevó a cabo, de preferencia, en la capital. En la década de 1850, Santiago era la cabeza indiscutida del país y el centro urbano provisto de más vastos horizontes para cualquier persona con ambiciones sociales, económicas, políticas o intelectuales. Una alianza de circunstancias socio-históricas y catástrofes naturales explica la preeminencia nacional de Santiago durante las primeras décadas de la República. La capital y las áreas aledañas no conocieron ni la campaña de guerrillas ni el intenso bandidaje que diezmó las zonas rurales entre Talca y La Frontera. Años de guerra civil y el generalizado e indiscriminado pillaje practicado por ambos bandos, sumieron a la región en una aguda crisis de subsistencia. En 1822, el cabildo de Concepción señalaba que los habitantes de la provincia, para sobrevivir a la catástrofe, se habían visto obligados a alimentarse de cualquier bestia de carga o animal disponible, es decir, aún no arrebatado por las fuerzas en conflicto.²² Dejando a un lado las desastrosas secuelas de la guerra a muerte, todavía visibles a una década de su término, el 20 de febrero de 1835 la acción conjunta de un terremoto y un maremoto destruyó –pequeños poblados aparte– Los Ángeles, Concepción, Chillán, Cauquenes y Talca.²³ Dadas estas condiciones, Santiago se encontró en una inmejorable posición para capitalizar sin reservas la organización centralista consagrada por la Constitución de 1833. Las guerras civiles de 1851 y 1859 serían las últimas revueltas regionalistas contra la hegemonía de la capital, en ambos casos victoriosa. Santiago, por añadidura, sacó partido de su cercanía con el puerto de Valparaíso, aliado comercial y financiero de la capital. Por lo mismo, hay que considerar el notorio desarrollo experimentado por Valparaíso a partir de la década de 1820 como otro factor propicio a la supremacía de Santiago sobre el resto del país. Motivadas por las lucrativas perspectivas económicas abiertas con el colapso del Imperio español, prósperas colonias de comerciantes europeos y estadounidenses se establecieron a la brevedad en Valparaíso. El decidido apoyo gubernamental y la tonificante actividad de las colonias extranjeras, pronto convirtieron al puerto en el principal entrepôt del Pacífico sur.²⁴

    La élite gobernó desde la capital, pero su poder tenía una sólida base rural, además de urbana. Vastas zonas rurales estaban de facto bajo el control

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