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I. La reclusión de lo bello
“Y después de Auschwitz
y después de Hiroshima, cómo no escribir”.
J. A. Valentei
costa de instaurar la miseria de una sociedad de clases, esta tríada tiene que trascender la
hombres deben aspirar a estos valores; como sujetos corporales, sin embargo, apenas si
cabe pensar en el acceso a este mundo elevado por parte de las mayorías sociales,
cultural que Marcuse denomina «cultura afirmativa», que encubre los antagonismos
sociales en una aparente unidad interna: anuncia como deseable la felicidad interior,
social concreta. La realidad histórica es perpetuada por una cultura afirmativa que
vez que anuncia una humanidad universal, consolida la represión de las masasiv. En
por la subsistenciav.
quiebra con la “resignación irreflexiva ante lo cotidiano” pero a la vez pone estas
fuerzas como metafísicas. Lo que en última instancia importa a nuestros fines es que
incluso ese tipo de arte muestra que este mundo puede cambiar, dando lugar a una
penuria y a la esclavitud modernasvi. Lo interesante aquí es que todo arte que anuncie
una falsa dignidad, en tanto tiende a aceptar lo real como fatalidad trágica. En el arte
burgués retornan las verdades olvidadas por la realidad cotidiana, aunque alejadas del
hace cómplice, por hacer soportable el desasosiego del presente. “El arte, al mostrar la
belleza como algo actual, tranquiliza el anhelo de los rebeldes”viii. De esta manera, y
simultáneamente, la belleza que muestra otro mundo histórico posible, amenaza con
dialéctico, por tanto, no es todo sueño de belleza y libertad, sino aquellos que se
Por un lado, entonces, existen formas de belleza que ocultan el desamparo vital.
del presente, en particular, del sufrimiento humano producido, entre otras cuestiones,
por una cultura dualista que desconecta el padecer del ser social e histórico.
De ahí, sin embargo, no cabe derivar ningún rechazo general a toda forma de
la crítica aludida refiere a aquel tipo de belleza que se plantea como consuelo interior en
una sociedad desgarrada. No faltan legítimas denuncias de lo bello como una forma de
encubrimiento de la indigencia y desigualdad generalizadas, e incluso como
Ahora bien, ¿ocurriría algo semejante con una belleza desgarrada, con una
belleza ligada al orden de la existencia material? ¿Lo mismo sucede con una belleza que
brota, por decirlo así, de las grietas de lo real, del hontanar del deseo? Si el cuerpo
deseante es un cuerpo que reclama satisfacción corporal, eso supone que la belleza que
capaz de materializarse en la vida cotidiana. En suma: un arte bello que promete cierta
por otro, sin embargo, muestra un mundo deseable: produce deseo, voluntad de
analizado, no hay demasiados rastros para elaborar una respuesta aceptable desde un
indirecta y negativa. Aunque volveré sobre otras aportaciones de este autor, deberíamos
incluir como momentos internos de esa estética al menos dos cláusulas: 1) que la
belleza no aparezca como actual, esto es, que permanezca señalando su distancia
insalvable con respecto a la existencia cotidiana presente (lo que en Marcuse conduce a
potencialidad humana que puje por un cambio histórico-social concretox; y 2) que tal
añoranzas legítimas del ser humano, así como el deseo de que éstas puedan encarnar.
a la verdad (por más provisoria que la consideremos) que supere lo meramente aparente.
Sin dudas, estas cláusulas distan de constituir por sí solas un proyecto estético
crítico, pero pueden ser apuntes valiosos para tomar en consideración. Tampoco están
exentas de ambigüedad. Con respecto a 1), existe una tensión entre la presunta belleza
actual y la inaccesibilidad de las mayorías a esta experiencia. ¿Cómo podría una belleza
ser tranquilizadora si, a su vez, no es siquiera asequible para esas mayorías sociales?
(también modalizada por esta dualidad). De ahí que resulte conveniente enfatizar una
públicamente mostrado”, negándose a las mayorías. Con respecto a 2), siempre se corre
materialidad, sin desmontarla como tal, esto es, sin asumir la condición material de los
parecen señalar el camino en el que estaba pensando: la (fallida) fusión entre arte y vida,
en la que los sueños –como vía regia del inconsciente, tal como decía Freud-, adquieren
indeterminación con respecto al “arte burgués”. Allí donde cabría hacer un análisis más
este marco, la totalización efectuada por Marcuse omite las luchas y resistencias
suprimen sin más lo bello, sino que lo reconstituyen). Tampoco Marcuse se desprende
de esta promesa sin más porque, estrictamente, permitiría producir una ruptura con la
belleza, de este modo, forma parte de esos valores deseables aunque inaccesibles en las
arte burgués, en tanto forma del idealismo que tiende a descontextualizar a los sujetos
división social del trabajo. Algo más inquietante: el arte como mercancía es posible por
esos ideales de belleza, armonía y totalidad (planteados como universales), que la hacen
apropiación de unos modos de producción sociales por parte de unos sujetos formados
conciliar los materiales entre sí, muestra las operaciones de montaje, apelando a la
Dicho lo cual, cabe todavía preguntarse, desde un horizonte crítico por la belleza
–y tanto más apremiante cuanto más ausente o mitigada en las experiencias cotidianas-.
Hasta donde conozco, esa reflexión para Marcuse aparece inscripta en una indagación
más amplia, como es el caso del vínculo entre sociedad, capitalismo y subjetividad
vida, dándole un tratamiento más específico en el artículo “El arte como forma de la
indudablemente más elaborada. Sobre esa base, es posible precisar algunas intuiciones
formuladas.
esta propuesta estética, el arte auténtico constituiría un camino emancipatorio, donde los
afectos no serían reprimidos por la cultura represiva del capitalismo. El arte aparece
como resistencia individual ante un orden colectivo injusto. Frente a las relaciones
condición revolucionaria del arte puede situarse tanto en términos técnicos y estilísticos
que la produzca.
“La literatura se puede llamar con pleno sentido revolucionaria sólo en relación a sí misma,
como contenido convertido en forma. El potencial político del arte estriba únicamente en su
propia dimensión estética, su relación con la praxis es inexorablemente indirecta, mediada y
huidiza”xix.
política, que reduce su “poder de extrañamiento”. Contra una ortodoxia marxista que
exige una relación directa entre arte y política, entre literatura y clasexx, Marcuse avanza
materialismo vulgar. No hay cambio social radical sin cambio subjetivo; evitar
toda idea burguesa. Antes bien, se trata de promover una «subjetividad liberadora» que
pervive la función crítica, mostrando las potencialidades reprimidas del ser humano. No
verdadera realidad, esto es, el reencuentro del arte con Eros, la permanencia de los
impulsos vitales contra la represión instintual. Así, el imperativo categórico del arte es
que las cosas deben cambiar; la necesidad de la revolución, como a priori estético, no
exime al arte de su trabajo formal, de su vínculo fundante con categorías artísticas entre
ante la división social del trabajo), de ello no se infiere que no pueda pensarse un cierto
margen de autonomía. En todo caso, los grandes artistas rompen con las “servidumbres
expresarlo, que tejen una “rebelión subterránea contra el orden social”xxii. Su fuerza
“literatura comprometida” que renuncia a las categorías estéticas -en nombre de una
inmediatez política- y a toda estilización (lo cual, en última instancia, es una empresa
artística que se autodestruye). A través del individuo, las fuerzas históricas y sociales se
hacen visibles: lo justo y equivocado, reaparecen en este orden, y los conflictos sociales
y naturaleza.
“integrado” en términos sistémicos se hace más visible que ninguna clase en particular
tiene prerrogativas con respecto al “dar nueva forma a la verdad del arte”. Y si el arte no
puede cambiar el mundo por sí solo, puede contribuir a transformar las consciencias y
los impulsos de aquellos capaces de cambiarlos. El problema con aquellas posturas que
reclaman hablar el “lenguaje del pueblo” es que hoy día ese “pueblo” ha interiorizado a
menudo el lenguaje del amo que es exactamente la materia contraria para construir un
para ser radical, puede exigir enfrentarse al “pueblo”, discrepar con éste, incluso a
riesgo de ser tachado de “elitista”. Contra un arte doctrinario y propagandístico que salta
inmediatez, sin por ello perderla de vista, aceptando la tensión entre arte y praxis, la no-
identidad entre sujeto y objeto, en el que reside todo el potencial radical del arte y su
ningún desentendimiento con respecto a lo real: exige más bien superar el realismo
aniquiladora de lo individual”xxiii.
Contra los apólogos de una autonomía estética dada por el estilo o la técnica,
Marcuse recuerda que ese material es despojado de su falsa inmediatez para convertirse
«tiranía de la forma» en la que ningún elemento debería poder ser sustituido. Aparece
así una “necesidad interna” que permitiría distinguir entre obras auténticas e
la banalización, tal como pensara B. Brecht, pero sí es cierto que hay una “relación
forma banaliza en tanto suprime la distancia entre discurso establecido y forma estética.
Es en esta específica dirección como el autor reivindica la autonomía estética, esto es,
todo aquello que se resiste a la injusticia y al terror. A esas operaciones Marcuse las
“La denuncia no se limita a reconocer el mal; el arte es también una promesa de liberación;
promesa que constituye asimismo una cualidad de la forma estética o, con mayor precisión, de lo
xxiv
bello como atributo de la forma estética” .
lo que el autor considera la idea reguladora del arte; una visión que resulta verdadera
“incluso tras la derrota”. Y si el arte no es alegre –como alguna vez expresó T. Adorno-,
protestando contra una realidad que aniquila la alegría y la posibilidad de una libertad
efectiva. Reformulando los términos, podemos decir que en el contexto del presente, la
que sucumbir a la realidad que denuncia, debe afirmar un mundo posible, irreductible al
presente. “La renuncia a la forma estética no suprime la diferencia que media entre la
esencia y la apariencia, donde se encierra la verdad del arte y que determina su valor
posibilidad de dar forma a –de conformar- otra realidad: “el universo de la esperanza”.
acepción crítica (esto es, como distanciamiento con respecto a lo existente). No hay
que exige su materialización, no quedarse en mero ideal. Sin embargo, este imperativo
categórico oculto del arte exige, para su realización, algo que excede su ámbito: la lucha
dañada ha imposibilitado.
dolor. Contra una ortodoxia que rechaza la categoría de belleza por considerarla
naturaleza y la sociedad. La belleza, pues, debe ser posible, ya no como valor de cambio
totalidad en la que es inscripta, de ahí se deduce que por sí misma no tiene un valor
negatividad, de la otra realidad que la literatura traza. La belleza recuerda lo que puede
ser –incluso contra aquello que nunca se tuvo-, intensificando la rebelión contra lo
existente, contra un orden represivo que maldice el erotismo. En ese nivel, el rasgo
poder cognitivo y emancipatorio y no es extraño que la crítica a la belleza sea una forma
mantiene viva la promesa de felicidad. Quizás sea eso lo que Marcuse nos diga con un
mundo.
conclusiones importantes. En primer lugar, tiene razón José F. Ivars cuando señala que
los controles ideológicos del capitalismo avanzado. Quizás esa sea una de las
arribar sin más a una sociedad reconciliada. Avanzar por esos caminos nos lleva, sin
dudas, a otro horizonte teórico. Con todo, en el contexto del presente, sus reflexiones
aportan elementos valiosos para elaborar una estética crítica, especialmente, porque
A pesar de las distancias teóricas que pudiéramos tener con el autor comentado,
cierta forma de belleza como aquella posibilidad que en el mundo del presente resulta
vedada a las mayorías sociales. Invocar aquí esta teoría no constituye un recurso de
autoridad, sino que más bien remite a un tejido argumentativo que posibilita tomar
especificidad de lo estético, incluso repudiando la idea misma de belleza. Una vez más:
el llamado a la praxis política no puede ser invocado de forma válida para eximirse del
trabajo de la forma ni mucho menos para lanzar una prohibición castradora bajo
campo estético presente. Desde luego, podríamos usar otros teóricos frankfurtianos para
histórica que puede formularse a ese excursus (a saber: que la racionalidad instrumental
clases.
Odiseo apela a algunos ardides para engañar a los dioses y regresar a su Itaca añorada.
Escapa de los Cíclopes haciéndose pasar por nadie, es decir, engañando nominalmente a
la diosa ciclópea. En su huída por el mar, se hace atar por sus remeros, para resistir sin
naufragar el bello encanto de las sirenas. Si por un lado logra escuchar su canto
embelesador, esa escucha no pasa de ser un goce efímero. La felicidad que ese canto
promete, en última instancia, queda excluida: es la renuncia misma que el orden burgués
instaura, al poner como imperativo el dominio de la naturaleza y, por extensión, del ser
humano.
establecer un poder racional sobre esta realidad desencantada, sustraída de toda magia.
separación entre arte y sociedad burguesa: el canto representa una felicidad perdida;
escuchar el canto es perderse de la condición actual. Pero Ulises desea volver para no
perder sus privilegios; no quiere renunciar a su posición de amo –y para ello termina
los esclavos, ni siquiera pueden acceder a esa felicidad efímera (pues como en la
sacrificial. El amo que domina queda atrapado por las amarras de la dominación, que
vuelve contra sí. La desigualdad entre el amo y el esclavo es indisimulable, pero ambos
pierden la belleza, transformada en una cuestión estética recluida (el arte como esfera
puramente autónoma y desconectada de la vida) y con ello, una vez más, se convierte en
continente hundido.
sacrificio. Sobrevive pues, por una racionalidad instrumental que hace de lo emocional
algo peligroso. Como consecuencia de esta racionalidad del dominio, lo que termina
autores no están planteando una renuncia radical a toda forma de belleza ni mucho
menos. Antes bien, lo que estos autores cuestionan es la condición efímera de la belleza
en este orden social. La apuesta por otra sociedad, entonces, es también, apuesta por
una belleza diferente, por un esplendor que no se apague tras la aventura negada (en
cuanto incursión en lo desconocido) por un sujeto heroizado como Odiseo, que bien
podría ser también la no-aventura del gentil hombre que admira un Picasso unos
ser más que trazas incompletas (y todas lo son) de una estética que asume los riesgos de
la estetización, pero sin renegar de su aspiración a cierta belleza sustraída del mundo
cotidiano presente. Aún así, puede contribuir a disipar el equívoco que presupone que
un arte crítico debe por principio excluir toda experiencia de belleza. En todo caso, esas
mostrar una distancia radical entre lo real y lo añorado. Esa añoranza incluye la
siempre diferida-, que supone también el acceso a cierta belleza. Por tanto, en
existente, marcado -entre otras cuestiones- por la reclusión de lo bello a los fantásticos
Una sociedad deseable no es una sociedad donde gobierna lo bello sino lo justo. Contra
todo esteticismo político, cabe reafirmar con firmeza una política de la justicia y la
igualdad humanas.
del presente) puede activar, por retomar la expresión de Marcuse, el anhelo de los
rebeldes sin por ello tranquilizarlos. Esa añoranza es tan vital como la desesperación
presente. Pero mal podría movilizarnos en términos políticos una estética que se
compusiera de forma exclusiva sobre la tristeza del mundo. A esa tristeza bien se la
puede iluminar con una promesa estructuralmente irrealizable bajo las condiciones del
del mundo actual. En esa labor estético-política, sin dudas, la esperanza de belleza
forma específica de conmoción. Ese mundo porvenir no será acceso a una transparencia
final –propia de una sociedad reconciliada, sin conflictos, donde el arte se limita a
capacidad del ser humano de reinventarse de forma radical, tal como lo hizo en algunas
ocasiones históricasxxx.
Pero incluso más allá de aquello que está porvenir, más que nunca, ante el
desigualdad absoluta- también cabe luchar por recuperar una belleza expropiada, una
promesa de goce estético que nace de las fracturas de lo existente y que apunta a
dislocarlo de forma radical. Tal es uno de los deseos de una escritura poética que parte
podemos no escribir: quizás más que nunca, necesitamos seguir soñando una belleza
posible.
Arturo Borra
i
Valente, J.A., Obra poética II, Material memoria, Alianza Literaria, Madrid, 2001, p.234.
ii
Rilke R. M., Las elegías de Duino, Hiperión, Madrid, 1999, p. 15.
iii
Tomo aquí las reflexiones realizadas en H. Marcuse, “Acerca del carácter afirmativo de la cultura”, en
Cultura y sociedad, Sur, Buenos Aires, 1967.
iv
Al referirse a la «cultura afirmativa», dice Marcuse: “A la penuria del individuo aislado responde con la
humanidad universal, a la miseria corporal, con la belleza del alma, a la servidumbre extrema, con la
libertad interna, al egoísmo brutal, con el reino de la virtud del deber. Si en la época de la lucha
ascendente de la nueva sociedad, todas estas ideas habían tenido un carácter progresista destinado a
superar la organización actual de la existencia, al estabilizarse el dominio de la burguesía, se colocan, con
creciente intensidad, al servicio de la represión de las masas insatisfechas y de la mera justificación de la
propia superioridad: encubren la atrofia corporal y psíquica del individuo” (Marcuse, H., op.cit.).
v
Los antiguos, por el desarrollo precario de las fuerzas productivas, no imaginaban la posibilidad de una
felicidad material colectiva. De ahí que pensaran que sólo en la filosofía los humanos podían encontrar lo
bello, lo verdadero y lo bueno. Pero la economía capitalista, a la vez que hace factible en términos
técnicos esta aspiración (la de una felicidad material colectiva, posibilitada por una voluntad política),
despliega una cultura que recluye la felicidad a un logro interno, sin pujar por otras formas de distribución
de las mercancías. La sociedad opulenta a la vez que muestra posibilidades ilimitadas de consumo,
construye una cultura que obstruye el ideal mismo de igualdad material, por idealizarla -es decir, por
hacerla abstracta, al situarla en el reino del alma. Tal es, según el autor, “la mala conciencia de la
burguesía”. En suma, la falta de felicidad no es un problema metafísico sino producto de una modo
específico de institución de la sociedad.
vi
Algo análogo planteaba Walter Benjamín cuando cuestionaba la “estetización de lo político” efectuada
por el nazismo, a lo que replicaba con una “politización del arte” por parte del comunismo (cf., Benjamín,
W., La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica, Madrid, Taurus, 1991). También allí
sostenía: “Todos los esfuerzos por un esteticismo político culminan en un solo punto. Dicho punto es la
guerra. La guerra, y sólo ella, hace posible dar una meta a movimientos de masas de gran escala,
conservando a la vez las condiciones heredadas de la propiedad. Así es como se formula el estado de la
cuestión desde la política”.
vii
Marcuse, H., op.cit., p.55.
viii
Marcuse, H., op.cit., p.69.
ix
No sería difícil mostrar cómo ciertas poéticas actuales -p.e. aquellas que se refugian en cierto lirismo
romántico e intimista, en la pureza del juego musical perdiendo de vista las correlativas configuraciones
de sentido o incluso en un pseudomalditismo académicamente rentable-, desconectan a los sujetos de sus
contextos sociales, políticos, económicos y culturales, culminando en construcciones estéticas más o
menos inocuas y acríticas. A menudo, estas poéticas idealistas -que desconectan poesía y sociedad-
constituyen al poeta en una especie de sujeto épico.
x
En un importante texto centrado en la pregunta que antaño formulara Lenin con respecto a qué hacer,
Derrida nos recuerda una vez más la necesidad política de soñar. No hay cambio –sea revolucionario o
reformista- que no se ampare en un sueño, en la posibilidad de imaginar lo porvenir. La diferencia radical
que media entre Lenin y Derrida es que, mientras para el segundo la distancia entre lo real y lo soñado
resulta insalvable, abriendo a una política de la justicia, para el primero tal distancia es susceptible de ser
suturada, abriendo camino al riesgo totalitario. “Puesto que mi intención no consiste, ni aquí ni en otros
lugares, en hacer la apología de Marx o de Lenin, mucho menos del marxismo-leninismo en bloque (es
fácilmente imaginable que la cosa no me interesa mucho), apenas sitúo con una palabra el lugar en que
Lenin, a su vez, sutura sea la pregunta «¿qué hacer?», sea esta posibilidad radical de distinción sin la que
no hay ni pregunta «¿qué hacer?», ni sueño, ni justicia, ni relación con lo que viene en cuanto relación
con el otro; y esta sutura o esta saturación condena a la fatalidad totalizante y totalitaria tanto a los
revolucionarismos de izquierda cuanto a los de derecha. Pues Lenin mide el desfase con el metro de la
«realización», es la palabra que él emplea, mediante el cumplimiento adecuado de lo que él llama el
contacto entre el sueño y la vida. El telos de esta adecuación suturante -de la que traté de mostrar de qué
manera cerraba igualmente la filosofía o la ontología de Marx- clausura el porvenir de lo que viene.
Prohíbe pensar lo que, en la justicia, supone siempre inadecuación incalculable, disyunción, interrupción,
trascendencia infinita” (Derrida, J., “¿Qué hacer de la pregunta «¿Qué hacer?»?”, en El tiempo de una
tesis. Desconstrucción e implicaciones conceptuales, Proyecto A Ediciones, Barcelona, 1997.
xi
Un desarrollo teórico sobre el «materialismo cultural» puede consultarse en Williams, R., Marxismo y
literatura, Península, Barcelona, 1980.
xii
Dentro de la primera generación de intelectuales de esta heterogénea línea teórica –no exenta de
debates internos más o menos persistentes-, también suelen situarse a autores como Pollock, Horkheimer,
Benjamin, Reich, Fromm y Marcuse. Estos dos últimos autores, por diferencias interpretativas con
respecto a algunos autores como Freud y Heidegger, terminaron distanciándose de este círculo.
xiii
La noción de «poder» ha sido reformulada de forma radical por M. Foucault, cuestionando las
interpretaciones más comunes del poder como “aparato de estado” o como “fuerza puramente represiva”.
El desarrollo teórico alternativo de esta categoría puede consultarse en Foucault, M., Historia de la
sexualidad, Tomo I, Siglo XXI, Buenos Aires, 1997, especialmente, el capítulo “El método”. Del mismo
autor, cf., Vigilar y Castigar, Siglo XXI, Buenos Aires, 1989, así como Tecnologías del yo, Paidós,
Barcelona, 1990.
xiv
Remito aquí a El hombre unidimensional, Seix Barral, Barcelona, 1968.
xv
En su Teoría estética (Orbis, Barcelona, 1983), Adorno nos dice: “En la aparición de algo inexistente,
como si existiera, es donde encuentra su piedra de escándalo la cuestión sobre la verdad del arte. Por su
misma forma está prometiendo lo que no existe y formulando objetivamente la exigencia, por precaria
que sea, de que eso, por el hecho de aparecer, tiene que ser posible” (p. 114). El deseo de belleza no es
sino el deseo del cumplimiento de lo prometido, pero todo arte flota sin garantías de cumplir su promesa
objetiva. “Cualquier teoría del arte tiene que ser también su crítica. (...) El crédito de las obras de arte se
torna en préstamo de una cierta praxis que todavía no ha comenzado y de la que nadie sabría decir si
honra su propio cambio” (p.116).
xvi
No pretendo con estas líneas abordar la problemática de las vanguardias artísticas, sino referirme
específicamente a aquellos ideales que éstas pusieron en cuestión, pese a su reinclusión posterior como
mercancías culturales legitimadas socialmente a partir, paradójicamente, de su rótulo de “vanguardias”.
xvii
Dicho artículo fue publicado en la revista “New Left Review 74” (Julio-agosto de 1972), pp. 51-58.
xviii
Marcuse, H., La dimensión estética. Crítica a la ortodoxia marxista. Biblioteca nueva, 2007, Madrid.
xix
Marcuse, H., op. cit., p. 55.
xx
Contra aquellos que presuponen la validez de ciertas enunciaciones por su remisión a un sujeto de clase
privilegiado, Marcuse responde: “El hecho de que una obra artística represente con veracidad los intereses
y opiniones del proletariado o de la burguesía no la convierte, sin embargo, en una auténtica obra
maestra” (Marcuse, H., op. cit., p. 68).
xxi
Marcuse, H., op. cit., p. 64.
xxii
Marcuse, H., op. cit., p. 71.
xxiii
Marcuse, H., op. cit., p. 84-85.
xxiv
Marcuse, H., op. cit., p. 91.
xxv
Marcuse, H., op. cit., p. 95.
xxvi
Marcuse, H., op. cit., p. 103.
xxvii
Marcuse, H., op. cit., p. 110.
xxviii
Marcuse, H., op. cit., p. 12.
xxix
El frenazo de los movimientos políticos revolucionarios ante los múltiples reformismos en las
primeras décadas del S. XX, indudablemente, repercutió de forma notoria en la producción marcusiana,
contribuyendo a situar el «arte auténtico» -producto de una «cultura del alma»- como uno de los pocos
resquicios crítico-utópicos ante ese estado de cosas, posibilitando el libre desarrollo del individuo. Al
respecto, señala José F. Ivars: “El individualismo de las soluciones se corresponde con el pesimismo de
las concesiones, y a un nivel más profundo con la sintomática desconfianza marcusiana hacia los
proyectos organizativos de cuño obrerista, al margen de sus tenaces recurrencias a la consciencia
revolucionaria” (op. cit., p. 23).
xxx
Para una reflexión al respecto, cf., Castoriadis, C., El mundo fragmentado, Altamira, Buenos Aires,
1993. Tal como argumenta este filósofo, no hay ninguna instancia extra-social (o algún Mesías) que
garantice cambio alguno. Sólo la humanidad puede auto-transformarse: ni la Historia, ni la Naturaleza, ni
la Razón, ni Dios constituyen fundamentos de lo social que permitan prefigurar un destino colectivo o una
ascensión histórica.