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Edgar Rodríguez

Llovía

Blueletter Editor
Bogotá, Colombia.

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Al primer amor

Y a quien se merece todos los poemas


Incluso estos

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Índice

Capítulo 1: Tiempo para vivir.

Capítulo 2: Estaba viendo la arena

Capítulo 3: Ángela dormía en la habitación 423

Capítulo 4: Mirando Atrás.

Capítulo 5: Otra historia para vivir.

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Capítulo 1: Tiempo para vivir

No estoy seguro si lo que veo, oigo y siento es real. Quizá sea, de alguna forma, la
retribución de la vida por mis actos, algo turbios, algo anormales, desesperados.
Está mañana desperté un poco abrumado por los recuerdos y la ansiedad de
encontrarla de nuevo, de poder decirle tantas cosas que no pude, en lo que podría
llamar un error del destino, o quizá la verdad de la que ya no puedo escapar.

Nadie entendería esto si no me conociera, ni siquiera si le explico el final de lo que


ya es un hecho. Me voy, muy lejos, y no por una pena de amor. Simplemente
quiero acabar con lo que comenzó con una simple mirada, ya hace muchos, muchos
años y que, si continúa, afectará a muchos seres queridos y a otros a quienes no
les interesa. Pero, muy sin embargo, afectará a mi hija.

Ella, quien me ha soportado tanto y a quien le debo mucho, ella, ella si es mi


preocupación. En las tardes, cuando recuerdo todo lo que me llevó a esta decisión,
pienso que no se merece esto, que me lo reprochará por muchos años, pero intuyo
que me comprenderá el día que sepa la verdad.

Pero, si algo se escapara y no lo pudiera entender, algo quedara inconcluso entre


líneas, quizás le pregunte a ella, la mujer de los ojos color esmeralda, la mujer de
la lluvia...

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Allí, tan lejos, entre la inmensa mayoría de los que caminan, cabizbajos, entre las
nubes de mentiras que no tienen nada de nostalgia ni resentimiento, entre la
verdad oculta de los deprimidos y decepcionados de la vida, allí, se encuentra un
hombre, una especie de derivación de la realidad, algo, por decirlo así, inhumano.
Camina, deambula, se transporta, trata de llegar a algún lugar, a algún sitio del que
nadie sabe nada, solo él.

Mucho más cerca de lo que cualquiera se imaginaría, se encuentra el objetivo de su


tristeza, una mujer.

Un pie va delante de otro, pero realmente no se mueve. Todo a su alrededor aún


se queda quieto, aunque él se dirija a la tristeza. Todo se deriva del irreal
sentimiento de soledad, una pequeña consecuencia del inútil amor profesado al
viento.

Tal vez esto sería normal en un mundo creado a partir de mentiras, donde la
sinceridad es un privilegio del que pocos gozan. Pero la lluvia no conoce de
falsedades, solo cae por gusto, como si se burlara de la angustia de un joven
enamorado. Pero él lo ignora. No le interesa.

El recuerdo estúpido de ese día le destruye los sentimientos y la ilusión. ¿Cómo


podía ser algo tan utópicamente real, cuando simplemente había sido un sueño?
También su desilusión se debía a la tristeza de su alma…

Allá, lejos, estaba ella, sentada. No pensaba en el pobre inhumano, sino en otra
persona insignificante para el amor. Aunque, tal vez si pensaba un poco en aquella
persona, sí, pero nunca como el amor de su vida, sino como una buena compañía.
Y las gotas seguían cayendo… Pero se levanta y sigue igual, todo es muy normal,
como con las otras personas.

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Al fondo, en el horizonte, un barco se mueve como si flotara en las olas, muy


lentamente. Llevará, tal vez, cientos de personas, y también, quizás, estarán
felices. La playa está muy tranquila, y en la arena los niños juegan como si no
existiera el futuro, como si no importara realmente. Y entre las caras de las
personas se nota la brisa de la mar.

En algún hotel de esa lejana playa, en la habitación dieciséis, Ángela se levanta.


Mira la hora. 12:34. Extraño, dice, pero su esposo aún no despierta. Busca el
teléfono. No está, y se levanta con los ojos llenos de lagrimitas de alegría de la

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noche anterior. Busca en la mesa, el baño, la entrada, y entre despierta y dormida
lo encuentra entre las cobijas de la blanca cama. A quien llamará.

Marca un número. Ocupado. Marca otro, no contestan... Marca de nuevo. Esta


vez se escucha una voz, y al otro lado de la línea se encuentra un hombre al punto
de la locura. Ese hombre es Andrés. Ese hombre es su padre.

La voz se oye entrecortada. El aún está dormido, y habla como si aún bebiera,
pero en el momento en que reconoce a su hija por el auricular su voz se vuelve tan
normal como siempre. Esta vez sí es el mismo. Está preocupado. Pregunta si algo
grave ha pasado. Ella le responde que no, que todo salió bien, que el servicio al
cuarto es excelente (aunque no lo ha usado) y repite varias veces que todo está en
orden. Que quieres, le pregunta Andrés a su hija. Solo quería saludarte (esto no
es cierto). Ángela duda por un momento. En la línea no se escucha ni un leve
sonido, y al fondo de la ventana las olas se mecen con el viento, como si en algún
momento pudieran detenerse y esquivar a la realidad. Ángela duda. No le quiere
decir nada a su papá, pero en el fondo sabe que debe. Andrés escucha y parece
que pudiera soltar un grito desesperado en cualquier momento pidiendo una
explicación a la vida. Ángela no le dice nada. Adiós. Cuelga. En ese momento
Felipe se despierta y la mira con esos brillantes ojos verdes. Ella lo alcanza a notar
y se abalanza sobre él. Ahora vuelve a estar feliz...

Ángela y Felipe recorren la playa, juntos, durante muchos días, mirando aquí y allá
la gente que pasa y los mira. Ellos son la pareja perfecta. Comparten muchos
gustos y aficiones, estudian lo mismo y sus padres, al parecer, congenian muy bien.
Ángela no puede vivir sin Felipe desde que lo conoció, y Felipe no se siente feliz
mientras Ángela no este cerca de él. Al parecer, vivirán muy felices el resto de sus
vidas, y en muchos momentos de aquella luna de miel se sientan en la terraza y
cuentan las gaviotas que pasan por la playa, hasta que anochece y recuerdan que
ahora son esposos.

Pero, aunque Felipe no lo note, Ángela está preocupada, muy preocupada. Siente
que algo está mal, que ha ocurrido algo que ella no entiende, como si no supiera
algún detalle, algo es desconocido para ella. Piensa en su papá. Ángela sabe que
es por él. Estaba extraño esa noche, dice. Ángela sabe que esto es verdad, y
pensó en ello todos los días de su luna de miel. Cada vez que lo intentaba no podía
encontrar la verdad, y se escapaba en las noches cuando Felipe apenas empezaba a
dormir.

Él era, al contrario de su esposa, mucho más tranquilo. No se preocupaba por


presentimientos ni nada que estuviera más allá de la realidad, y entre palabras
intentó (vagamente) encontrar la causa de las escapadas nocturnas de su Ángela.
Trataba también de hallar la verdad entre las frases que ella le decía en el momento
exacto en que se acercaban para disfrutar la luna de miel, y alguna vez alcanzó a
notar en ella sentimientos que no conocía, como la vez que le preguntó en que
pensaba y le dijo que en una tarde de abril en que llovía más de lo normal, o

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cuando notó que le gustaba mirar al horizonte por horas y horas. Detalles como
esos hacían que Felipe amara verdaderamente a Ángela, pero al mismo tiempo lo
hacían dudar de su decisión. ¿Estaba Ángela acaso, más allá de su entendimiento?
¿Cómo era posible que, después de tantos años de conocerla, Ángela se presentara
como alguien extrañamente inusual? Felipe al principio pensó que todos aquellos
pensamientos que se arremolinaban en su cabeza eran una simple superstición por
el futuro que se acercaba, pero empezó a notar cambios en Ángela que llegaron
demasiado rápido a su vida de recién casados. Llamaba una o dos veces al día a su
papá, y continuamente preguntaba detalles de su familia que Felipe nunca pudo
contestar.

Fue en el penúltimo día de la luna de miel cuando las cosas se salieron de ambos
pares de manos. Afuera, en la playa, la brisa de la mañana apenas empezaba a
mover la blanca arena y algún pescador esperaba ansioso, y de pronto,
extrañamente, Ángela y Felipe se despertaron exactamente al mismo tiempo, como
si lo hubieran acordado de unísono para contarse los recuerdos. El reloj marcaba
las seis y cinco de la mañana, y sus ojos se miraron mutuamente como en el final
de los días. Entonces, como nunca lo había hecho, Ángela le preguntó sobre su
madre. A Felipe no le pareció raro aquello, sino el tono en el que lo decía o el
orden de las preguntas. Parecía como si Ángela encontrara algo particular en su
mamá, y Felipe no dudo en contestarle aquellas cosas que creyó demasiado
convenientes para hablarlas, como si le respondiera a una niña. Hacia una
pregunta detrás de otra, y había algunas tan alejadas del común vivir que a Felipe
le parecía estar haciendo un retrato de su madre. Eran tan disparejas y derivadas
que pensó en preguntarle si estaba bien, pero Ángela se veía tan animada y con
tantas ganas de continuar, que decidió callarse y seguir respondiéndole. Entre ellos
se entabló una conversación larga y extenuante, de la que solo participaba Ángela,
y al final, luego de docenas de preguntas, miró por la ventana.

Y aún sin levantarse, sucedió algo que él no esperaba. Ángela le preguntó si


conocía a su papá.

Felipe, confundido por la pregunta, quiso evadir la respuesta porque la hallaba


demasiado obvia, pero Ángela se la repitió hasta que Felipe dijo que,
absolutamente, muy poco.

Entonces, en ese momento, Ángela cambió de voz. Se volvió más nostálgica que
de costumbre, y los pensamientos se le entrecortaban junto con las palabras, y
decía pequeñas frases que Felipe no alcanzaba a escuchar. Felipe solo quería oírla
expresarse, saber porqué Ángela actuaba así, y ella tomó esto como el peldaño
inicial para relatar una vida que Felipe aún desconocía.

Ángela, entre otras cosas, le contó la historia que aquí relato.

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Las nubes presagiaban que él no volvería temprano ese día de octubre, pero a
veces la intuición no es tan fuerte como el amor por la rutina. Andrés salió a eso
de las seis y media, con un mal presagio porque quería llover, y esperó, sin
quererlo, el bus que lo acercaría a la desgracia. Ese día nada le parecía anormal, ni
siquiera que el reloj tratara de frenarse y volver al tiempo un poco más lento, o que
la chaqueta no se ajustara bien en su espalda. Realmente nada lo era, ya fuera
porque había calma en el ambiente o porque él era el problema, e inclusive en el
momento en que saludó a algún amigo, le dijeron que se veía raro, ¿qué le pasa?,
preguntaron, y se dio cuenta que él también estaba raro.

Andrés era un joven de dieciséis años.

La mañana empezó a pasar lentamente, como otras mañanas que seguramente


Andrés había vivido, y se encontraba tan absorto en su aburrimiento que por
algunas horas no se dio cuenta de la otra persona en el salón. Ella estaba sentada
de lado, vestía unos jeans y una blusa azul de botones. De la chaqueta Andrés
nunca se acordó. No supo si fue por las gotas que caían por la ventana, o porque
algo de él mismo le daba miedo, pero solo la vio un instante o una eternidad. Ella
tal vez le miró medio segundo, pero no lo notó realmente, y él tampoco se dio
cuenta si todo eso era verdad.

¿Quién era esa mujer, esa persona que estaba al otro lado del salón? Andrés quería
saberlo, pero una voz en su corazón le advertía que no se acercara a ella. Él,
acostumbrado a que su conciencia o su sentido de la seguridad lo dominara, hizo
caso y se quedó allí, sentado mientras el mundo giraba a su alrededor. Estaba
confiado en que algunos metros lo separarían de ella lo suficiente para conocerla, y
espero a que algo sucediera para no ser culpable de hablar antes de lo previsto.
Así pasaron varias horas.

En pocos momentos de su vida, Andrés se sentiría tan curioso como el día en que la
conoció. Quizá si hubiera sido más precavido en alejarse y esperar lo peor hubieran
pasado menos cosas de las que ocurrieron en los siguientes años, pero aunque se
encontrara tan cerca Andrés cerraba los ojos y pensaba en ella. Quería saber quien
era, de donde venía, donde vivía o a quién frecuentaba. Muchas situaciones se le
ocurrieron a Andrés para poder sorprenderla y preguntarle cualquier cosa, pero el
tonto temor de las respuestas lo alejaba de cualquier opción, y prefirió esperar a
que alguna coincidencia más allá de lo normal los encontrará simultáneamente.

Quizá porque lo pensó demasiado o porque ya estaba previsto por alguien más,
Andrés la conoció personalmente. En algún momento, en algún descuido, alguien
se acercó y la presentó ante varias personas. Le pareció muy normal aquella
situación, y no alcanzó a notar que el ser presentados por terceros era una mala
señal. Ella era una linda persona en muchos aspectos, y Andrés no dudó en pensar

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que no era imprudente preguntarle cosas que aún no había averiguado con solo
verla.

Tenía diecisiete años, vivía cerca de Andrés y, aunque él no lo creyera no tenía


novio (esto no fue fácil de averiguar, lo notó en el tono de su mirada y en
respuestas alejadas de aquel tema). Él creyó que esto era algo inusual y
fantástico, porque tal vez era más fácil acercarse sin necesidad de precauciones
demasiado obvias, pero no vio en su corazón que hay personas que están solas
porque así debe ser. Andrés pensaba un poco diferente.

Para él, esa mujer era algo demasiado especial para esperar algo que quizá no
llegara, y por eso no dudo mucho antes de decirle que había demasiado de ella que
le gustaba, que sus ojos eran como nadar en un lago cristalino del que él no quería
salir, que su cabello era tan negro como la mejor noche que él hubiera vivido, que
su cuerpo era una invitación a seguirla donde ella quisiera. Andrés no pensaba
cuando estaba cerca de ella, ni siquiera era capaz de hablar cosas más coherentes
que las que el instinto humano obliga, no era posible entablar una conversación
seria mientras ella estuviera cerca. Todo a su alrededor cambiaba, y se convertía
en un detalle para hacerle recordarla como su mejor y más profundo sentimiento.

Andrés, sin más preámbulos, estaba enamorado.

Al principio, ella no tomó esto demasiado mal. Pensaba que Andrés desistiría
fácilmente al primer “no” que se atravesara en su camino, pero al parecer no lo
conocía lo suficiente.

En los primeros meses le era normal encontrar a Andrés en los pasillos, o que
apareciera en cualquier conversación que ella sostenía, pero a veces, muy pocas,
notaba que Andrés la seguía o que trataba de encontrar el momento de estar solos.

Entonces era diferente, porque Andrés le expresaba situaciones y sentimientos que


ella no imaginaba, y trataba de impresionarla con frases bonitas y poemas que se le
ocurrían en el bus. Llegó un punto en que Andrés le rogaba de diferentes maneras
que dejaran de ser amigos, y ella trataba de soportarlo porque era una buena
persona.

Pero él, en medio de su locura, se dejó llevar por las ganas de conocerla y
acercarse más. Buscaba entre sus cosas para averiguar detalles que no conocía, y
espiaba sus conversaciones o la miraba demasiado concentrado para que fuera real.
Ella veía todo esto y lo guardaba en su corazón, pero cada vez se hacía más
insoportable vivir con la sombra de Andrés en cada paso que daba, e intentaba
esperar que él cambiara de opinión, aunque tal vez no lo hizo.

Una tarde, como en muchas otras, Andrés y ella se disponían a irse hacia sus
casas, y él, quizás sin quererlo, le insistió en que se debían marchar. Ella no supo
como contenerse esta vez. Lo apartó de la multitud y le dijo, en un tono más suave

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de lo que debía, que esa noche no se iría con él. Andrés tomó esto de buena
manera, pero cuando ella se alejaba él le volvió a insistir, y entonces conoció una
faceta de esa mujer que él no conocía. Estaba enojada.

En todas las ventanas la lluvia empezaba a notarse sin más preámbulos, y las
pocas gotas que se oían caer cada vez más cerca eran un simple presagio de
tristezas.

Andrés la llevó a un sitio en el que nadie los molestaba, y le preguntó cuál era el
motivo de su ira. En sus ojos verdes ya no había paz ni bondad, ni siquiera un poco
de la serenidad que tal vez la caracterizaba. Eran unos ojos diferentes. En ellos no
se notaba calma. Esos ojos lo asustaron, y creyó por un momento que no era la
misma persona que él había visto una tarde lluviosa de octubre. Pero él sabía
porqué había cambiado. Él esperaba eso desde un tiempo atrás, pero no pensó que
llegaría una noche de diciembre. Por eso, y por muchos recuerdos que Andrés
tenía de ella, dejó que se sentara y le preguntó de nuevo. Cual era el motivo de su
ira.

Ella creyó, por un instante, que Andrés estaba loco o algo así. Entonces un torrente
de palabras salió de su boca, de esa linda boca que Andrés apetecía, y nada ni
nadie podía detenerla de repetirle la verdad que el ya conocía, que ella no lo quería
más allá de una amistad.

Le pidió que se alejara, que dejaran las cosas así, que no había razón (si la había)
para continuar en un círculo interminable del que Andrés no quería salir, que
pensara mejor las cosas, y que, por lo pronto, ella se iría sola para su casa. Estaba
cansada de que Andrés estuviera como una sombra de la que no se podía despegar.
Se levantó y se fue.

Andrés no esperaba esto, no así. Para él la mujer del cabello negro era otra
persona, y cuando ella se paró y se alejó sin dejarle más que un adiós, Andrés se
sentó, en la misma silla, y esperó que de algún punto del cielo le cayera un rayo, o
que del centro de la tierra se escuchara un bramido y se lo tragara vivo, pero nada
de eso ocurrió, ni siquiera alguien estaba cerca para burlarse de él, y eso le dio más
rabia de la que podía contener. Alcanzó a verla alejándose por una esquina del
pasillo, como si realmente se fuera para siempre, y creyó oír una risa en algún
punto de la pared. Entonces, como no lo había hecho en años, Andrés lloró.

Cada vez llovía más fuerte.

Lloró amargamente, no sin antes maldecir a cualquier ser viviente que existiera
sobre la tierra, menos a ella, y trataba de encontrar a alguien conocido para
asestarle un puño en las entrañas y desahogar su ira. Lloraba por todas las veces
que aquella mujer había repetido el “no” que él no podía aceptar y que lo llevaría
lentamente a la penumbra de la soledad. Lloró por cada momento que lo había

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llevado a conocerla, por todo lo que había hecho para estar cerca de ella un
segundo más, por las lágrimas que antes no había derramado.

Toda su tristeza se empezó a juntar produciéndole dolores de cabeza insoportables


y unas ganas (también insoportables) de morirse. Él mismo se había prometido
nunca tomar ese camino, porque adoraba la vida y porque la amaba a ella, porque
sabía que en algún lugar del planeta estaba ella, con su sonrisa encantadora y sus
ojos color de encanto (???). Entonces desechó esa tonta posibilidad y, aún con
fuertes jaquecas causadas por la falta de sueño, se dedicó a caminar.

Caminó por calles llenas de soledad, llenas de miradas despreciables que él no


podía considerar como humanas, y sus pies lo llevaron lentamente hacia callejones
que él no conocía. Caminó por lugares que ya no apreciaba, como un errante sin
destino ni razón para vivir, pero entre cada paso escuchaba la voz de la mujer que
le había dedicado un triste adiós.

Andrés amó como nunca había amado, y esa voz lo acompañó hasta muchos años
después...

- - -

En dos horas de hablar sin interrupciones, Ángela no había mirado a Felipe ni un


instante. Caminaba de aquí para allá, se tomaba algo o simplemente miraba el mar
desde la ventana con un poco de nostalgia. Felipe solo se dedicó a escuchar,
esperando que la verdad que él no conocía apareciera en algún momento. Fue así
como, en algún momento, Ángela dejó de hablar y lo miró a los ojos.

En ese instante Felipe conoció realmente a Ángela. Se dio cuenta que ella era,
aunque no lo pareciera frente a los demás, una persona triste, alejada en su
interior por el odio que sentía ante gran parte de la humanidad, aunque saliera de
su casa con una sonrisa en los labios y decenas de sueños por realizar. Ángela por
dentro no era como él la había conocido, y algo en él mismo le dijo que él tampoco
era como ella lo conocía. Dentro de él había sentimientos que él prefería olvidar o
apartar por segundos. Por eso, ante la sensación de ser descubierto sin querer,
Felipe dejó que Ángela continuara.

Pero ella no dijo nada. Le miró simplemente como si fuera un extraño, como si ella
entrara en la habitación un segundo antes y se hubiera equivocado. Había algo en
Ángela que ahora era diferente. Ángela recordaba sin ella estar allí, como si todo lo
que Andrés sabía estuviera en la mente de ella.

Ángela lloró solo una lágrima, y rodó por su mejilla como si no quisiera caer de sus
grandes ojos. Esa lágrima no cayó por ella, sino por su papá que estaba en algún
lugar, muy lejos, esperándole.

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Felipe abrazó a Ángela en ese momento con todo el amor que podía sentir por ella,
porque al haberse casado podía sentir su propio dolor, porque veía en sus ojos la
tristeza que había guardado por muchos años, porque cada lágrima que caía por
sus mejillas era el reflejo de la amargura profunda que sentía por nunca conocer a
su madre, porque en ella faltaba el amor que solo una mamá podía brindarle.
Felipe abrazó a Ángela porque sabía que era lo único que podía hacer, porque entre
ellos había un vínculo que nada lo podía separar, porque ellos eran el uno para el
otro.

Ángela se apartó. Miró a Felipe de nuevo, como antes, y se sentó en una silla,
alejada de él, donde alcanzaba a oír el susurro del mar que entraba por la ventana,
donde veía el sol queriendo alegrar su vida con sus luminosos rayos medio dorados,
medio enrojecidos. Por la ventana también se podían ver algunos niños con sus
padres, una señora vendiendo chucherías y un viejo acostado en una hamaca. Tal
vez él hubiera conocido a Andrés, años atrás, pero su papá no estaba allí para
contestarle esa pregunta. Ahora Ángela se sentía sola de nuevo, como sí todo a su
alrededor se alejara hacia otra dimensión o se detuviera el tiempo.

Entonces, casi sin voz, Ángela recordó el día en que su papá le habló del mar.

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Capítulo 2: Estaba viendo la arena

Andrés se levantó del asiento, miró por la ventana, y allí a pocos metros del auto,
estaba el mar. Tan azul y tan profundamente calmado como lo había visto la última
vez, pero había algo en él que había cambiado profundamente. Andrés se había
enamorado.

Años antes, cuando Andrés vivía cerca de la playa, la recorría con los pies descalzos
y con ganas de quedarse para siempre. Pero ahora, con más años y tal vez más
experiencias, Andrés caminó con tenis y queriendo irse lejos, hacia donde la
montaña se une con la ciudad y los pájaros se alejan para cantar más
serenamente. Pero era allí, en esa ciudad con olor a salitre y a polvo de estrellas
de mar, donde Andrés había conocido la infancia, y había vivido sus mejores años
en compañía de amigos que ya no recordaba. Andrés vio las calles, las personas,
los anuncios en las paredes, y se dio cuenta que la ciudad no había cambiado en
absoluto.

Él había cambiado.

Toda la tarde Andrés evadió sus sentimientos más íntimos recordando épocas
vividas en esas calles, lugares a los que frecuentaba o personas de las que ya no
sabía nada. Andrés los extrañaba no por su forma de ser, sino porque ellos estarían
más felices que él en ese momento. Pensaba que, si caminaba y encontraba a
alguien ligeramente conocido, podría entablar una conversación y alejar los
sentimientos que lo condenaban por dentro, pero pasaron las horas y nadie vino en
su ayuda.

Andrés cambió su forma de actuar alegre y sensata por una llena de contrariedades
y desacuerdos consigo mismo. Continuamente desvariaba entre lo que era el

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pasado y lo que podía ser el presente, y recordaba la vez que siguió a aquella
mujer de ojos verdes y se perdió entre un tumulto de gente sin un peso en el
bolsillo. Ese día tuvo que caminar horas para volver a su casa, sin más posesiones
que el recuerdo de verla caminar con su cabello negro y su boca sonrosada. Pero
situaciones como esa se habían vuelto comunes en el mundo que Andrés vivía, y
las tomaba como pasos para llegar al corazón de ella.

Fue así como llegó la noche, y con ella el bullicio de las personas que se sentaban
en la playa a escuchar música o a hablar de los días aburridos de la ciudad. Esa
tarde no pudo despegarse del recuerdo de ella caminando por el pasillo sin voltear
ni un centímetro, y un dolorcito en las entrañas le carcomía el pensamiento como
haciéndole caer en el error. Por eso esperó a la noche, porque sabía que allí
encontraría la paz que buscaba.

Tal vez, ese día, estaba equivocado. Se acostó a pocos metros del mar, y podía ver
a la gente que reía y tomaba licor despejando las tristezas, pero él solo quería
pensar en blanco y alejarse de los problemas. El sonido de las olas lo arrullaba en
una canción interminable de tonos sin sentido, y la luna lo veía desde el cielo con
una sonrisa vacilante.

Pero en la cara de la luna, aún con los ojos entrecerrados, Andrés reconoció las
facciones de la cara de ella, y en el sonido del mar reconoció la voz de ella, y en la
arena de la playa sintió la tersura de la piel que tan pocas veces había tocado.

Andrés volvió a llorar, como días antes, pero no eran lágrimas de tristeza. Eran
lágrimas de compasión por el corazón que lastimaba por trozos, y porque sabía que
ese dolor lo había causado la maldita curiosidad de lo atormentaba en las noches de
lluvia. Andrés lloró amargamente sin sentir tristeza, porque ya no sentía nada, y
creyó oír a alguien llamándole desde alguna cafetería cercana, pero no respondió
por miedo a que se acabara ese momento de desahogo.

Andrés lloró sin más preámbulos, como si cualquier persona pudiera llegar y le
preguntara los motivos de sus lágrimas. Sabía que esto no pasaría, porque en su
cara también se reflejaban pinceladas de rabia y de soledad.

En ese momento, en ese preciso instante, la soledad se volvió amiga de Andrés.

Había reconocido en él alguien en quien se podía contar como un amigo. Junto a


ella Andrés vivió momentos que nunca habría vivido con alguien más. La soledad
se volvió, en adelante, su única y verdadera compañía.

De alguna forma que solo él conocía, la soledad lo seguía a los lugares menos
sospechados por la providencia, y no lo desamparó cuando otros lo consideraban
idos de los cabellos por la mujer de los ojos verdes. Por eso Andrés se condenó a
vivir solo hasta que la olvidara o pudiera continuar su vida al lado de ella.

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En los días que prosiguieron a esa noche de lágrimas Andrés se dedicó a escribir
poemas. Dedicaba aquellas poesías a la arena, al aire, a alguna persona que
pasara por allí, y lo hacía en silencio de pensar que lo tildaran de loco y terminara
en un manicomio por un amor irremediable.

Escribía poemas en la arena, cortos y con letra de dibujante, o en alguna servilleta


con letra cursiva, o en hojas blancas que compraba y que rellenaba con letra de
secundaria. Fue así como Andrés se desahogó en aquella ciudad de personas
amables y playas demasiado arenosas.

El último día de sus cortas vacaciones Andrés pidió un permiso a sus padres y se
alejó hacia la playa, con los pies descalzos y ganas de quedarse para siempre.

Y allí, al lado de un cangrejo que no tiene nada que ver con nuestra historia, Andrés
hizo un juramento.

“El día que yo vuelva a esta playa, el día en que mis pies toquen de nuevo esta
arena blanca y el sol del mar me mire como lo hace ahora, ese día, que desde mi
corazón veo que no será pronto, habré olvidado a la mujer de los ojos verdes, o
volveré con ella”.

Andrés volteó, caminó hacia el carro, entró y cerró la puerta.

El auto empezó a andar hacía la ciudad.

Andrés nunca volvió a esa playa.


- - -

Era de noche cuando Ángela cerró su boca y giró sus ojos hacia Felipe. En la playa
solo se oían murmullos de gente que ya se iba a dormir, y entre el sonido de las
olas se escuchaba la voz de una mujer que estaba muy lejos. Felipe miró a Ángela
y vio en su rostro de nuevo la felicidad, y se acostó en la blanca cama y esperó a
que ella hiciera lo mismo.

Esperó media hora.

Ángela se acostó al lado de Felipe. Le preguntó que pensaba. Él le dijo que ya no


pensaba nada, que su historia era demasiado bonita para opinar sobre un pasado
que ya había terminado. Ángela miraba hacia el techo, pero volteó hacia él y le dijo
algo que él nunca olvidó.

- Apenas te he contado el comienzo de esa historia, porque mi papá aún esta vivo,
y porque la mujer de los ojos verdes aún existe.

Ángela apagó la luz, y durmió.

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- - -

El último día de su luna de miel Felipe se despertó y vio a Ángela semidesnuda, y


pensó que ella no podía ser la mujer que decía frases sin sentido el día anterior.

Momentos después, mientras Felipe desayunaba, Ángela se despertó agotada por la


noche que había pasado. Tuvo sueños de su padre persiguiéndola por senderos de
grandes árboles y gritándole que no debía contar la verdad, o uno donde su esposo
la veía con cara de alguien desconocido, o una pesadilla donde le cortarían la
cabeza y la verdugo era la mujer de los ojos verdes, y le susurraba al oído que no
debía desentrañar el pasado.

Muy a su pesar Felipe notó su cara de insomnio y le preguntó si se sentía bien o


que quería que hiciera. Ella le respondió que solo la debía escuchar.

Ángela desayunó, se sentó al lado de Felipe y le dijo que le contaría la verdad.


Ambos se volvieron a acostar y Ángela prosiguió con su historia.

- - -

Los meses siguientes al regreso de Andrés la mujer de los ojos verdes estuvo
distanciada y un poco diferente. Para ella él no podía ser el mismo amigo que la
acompañaba a su casa, y prefirió verlo de lejos a tener que pasar por otro mal rato.

Andrés resistió bastante bien el distanciamiento de la mujer del cabello negro, y


pensó muchas veces en invitarla a comer para arreglar un poco las cosas. Fue así
como los meses pasaron y Andrés siguió igual o más enamorado de ella que cuando
la conoció.

Una noche, a comienzos de abril, por la ventana empezaban a caer gotas de lluvia,
y cada gota era un sentimiento que estaba en el corazón de Andrés. Él sabía que
día era ese. Ella cumplía años, pero no se atrevía a llamarla por el temor de lo que
ella pudiera decir o hacer. Sin embargo, la soledad lo alentó a que se fuera a
buscarla.

Andrés marcó un número. Nadie contestaba allí. Marcó de nuevo. Al otro lado de
la línea habló una señora que él conocía, era la mamá de la mujer de ojos verdes.

Ante el asombro de la soledad, Andrés colgó el teléfono y no dijo nada. Quizá


esperaba que ella contestara, que estuviera esperando su llamada de alguna forma
que él sabía no podía ser posible.

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Andrés espero algunos minutos y volvió a marcar. Esta vez ella contestó. Andrés
se quedó sin palabras medio segundo, entonces la saludó y le preguntó muchas
cosas, como había estado, que había hecho en el día, que estaba haciendo. Ella
respondió todo muy amablemente, pero cuando Andrés le preguntó si quería salir
con él, ella dijo:

- Quizá, pero hoy ya estuve con unos amigos y mi mamá está furiosa porque
alguien está que llama y cuelga. Es mejor que por hoy no hagamos nada.

Para Andrés eso fue como haberse clavado un puñal en la espalda. No dijo nada.
Permaneció callado unos segundos y luego, se disculpó con ella por hacerle perder
su tiempo, se despidió, y colgó.

En los meses siguientes Andrés se volvió más amigo de la mujer del cabello negro.
Entablaba conversaciones sin tocar el tema de su amor por ella, e inclusive hablaba
con otras mujeres sin necesidad de pensarla, aunque realmente en los ojos de cada
persona siguiera viéndola como el retrato de la soledad.

Un día, sin quererlo, Andrés descubrió que ella hablaba con alguien. Era un hombre
más alto que él, tal vez 1.76 cm. Se había conocido con ella en alguna clase que
compartían, y entre ellos se creó una amistad que luego se convirtió en aprecio, y
luego en cariño.

Tal vez él fuera una mejor persona que Andrés.

La mujer del cabello negro hablaba frecuentemente con aquel hombre. Se


encontraban en el almuerzo, en los descansos, a la salida de clases, en muchos
lugares. Andrés sabía lo que estaba pasando, y sin embargo estuvo muy calmado y
no opinó nada al respecto.

Un jueves, cuatro de junio o julio, la mujer de los ojos verde esmeralda y el hombre
alto se hicieron novios.

Andrés no reaccionó como debía. Los veía desde lejos, donde nadie lo notaba, y
alcanzaba a distinguir las miradas que se hacían y los gestos propios de un
noviazgo. Andrés atesoró esto como una forma de pensar en como acabar con
aquella relación que le traía tantos dolores de cabeza.

Pero, sin quererlo, a Andrés le caía bien ese hombre. Era una buena persona, y si
ella lo había escogido para ser su novio algo bueno debía tener.

Andrés hablaba con él en la hora del almuerzo, le preguntaba como le estaba yendo
en la vida y sobre su relación con la mujer del cabello negro. Él le contaba cosas

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que Andrés consideraba importantes, y hasta pensó en los puntos débiles de
aquella relación.

Una tarde en que aquel hombre no estaba, Andrés le pidió a ella que se alejaran, y
en medio de la lluvia que ya empezaba a caer le preguntó que había ocurrido con
ella. Pero no como lo hacía normalmente, como amigos, sino con un dolor en el
alma que se iba acrecentando a medida que ella se quedaba callada.

Entonces le contó de su relación con aquel hombre. Le contó que desde que le
había visto le había gustado, que había algo en él que tal vez no había en otros
hombres, y que sí eran novios y lo serían hasta que ella lo creyera conveniente.
Que ella, tal vez, no lo amaba realmente, pero que era una muy buena compañía.

Dentro de la cabeza y el corazón de Andrés se creaban y fortalecían sentimientos


que él apenas conocía y que no eran acordes a la situación. Cerró sus puños y se
esforzó por no gritar cosas que no quería gritar, y mantenía una risa sarcástica e
irónica como no creyendo creer la verdad. Fue así como, en un arranque de locura
amorosa, Andrés le preguntó por qué lo había hecho, porqué había desechado lo
que él tal vez podía darle, porqué no había pensado en él antes de tomar esa
decisión.

Ella no quería decirlo. No quería expresarle que ya no confiaba en él, que todos los
malos ratos que había vivido con él ya eran suficiente excusa, no quería decirlo
porque ella no era así. Simplemente le dijo que aquella era su decisión y que debía
respetarla.

Andrés no podía.

Pasaron unos meses antes de que Andrés volviera a hablar con la mujer del cabello
negro. En ese tiempo no puedo dejar de pensar en ella ni un solo instante desde
que se levantaba de la cama hasta que terminaba el día, y ni siquiera se podía
alejar de ella en sueños.

Aquellos sueños eran cada vez más extraños e irrepetibles. Se veía caminando por
cuevas que el no conocía, en campos gigantescos llenos de dudas e incertidumbre.
Se sentía solo en un mundo interminable de preguntas sin resolver, queriendo
responder inquietudes que antes no se había hecho. ¿Que haría ahora con su vida,
qué le deparaba el destino desde el día en que conoció el amor?

Alguna noche, a eso de las cuatro de la madrugada, Andrés despertó bañado en


sudor y con los ojos tan abiertos como nunca. Se había visto en una iglesia vacía,

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donde solo estaba él y la mujer de los ojos verdes. Andrés se quiso incorporar de
la silla, pero no pudo. Sabía que él no era parte de ese sueño, e intento
despertarse pero un llamado en su corazón se lo impedía.

Andrés miró hacia la puerta. Allí estaba ella. Vestía un traje blanco con un velo
gigantesco, y detrás de ella solo se veía una espesa bruma llena de recuerdos que
no eran propios de Andrés. Y entonces, a través del velo blanco que tapaba su
bella cara, Andrés notó la tristeza en sus ojos.

Al otro lado de la iglesia, en el altar, la esperaba el hombre que ahora era su novio.

Andrés miró hacia una ventana. En el vitral se veían reflejadas escenas de su vida
que él no se atrevía a recordar por temor a las represalias de su conciencia. Y en
otro lugar, en medio de la penumbra, Andrés vio una niña de la que no sabía nada,
pero que parecía reconocer. Esa niña era Ángela.

- - -

En ese momento Felipe miró a Ángela y creyó entender lo que le decía, pero la
razón le impedía creer la verdad de un pasado que ya parecía presente. La abrazó
y, entre besos, le pidió que continuara. Felipe ya estaba haciendo las maletas para
su viaje de regreso, cuando Ángela dejó su corto silencio y dijo:

- Al otro día, a eso de las cinco de la tarde, mi papá invitó a la mujer de los ojos
verdes a una cita.

- - -

Andrés tomó la determinación de acabar con la incertidumbre que lo rodeaba


hablando personalmente con ella. Algo en su interior le decía que las cosas no
podían seguir así, que lo mejor era acabar con todo de la mejor forma posible y
afrontar el dolor.

Fueron al restaurante que él creyó más conveniente, pidieron la cena, y, como no lo


había hecho desde hace meses, Andrés la miró como se miran los recuerdos.

Intentó en vano descifrar sus pensamientos a través de esos profundos ojos verdes,
aquellos ojos que lo habían cautivado desde el terrible día en que se dejó ver por
ellos. Pero en esa mirada había más que unos ojos lindos. Había sentimientos
diferentes a los que Andrés esperaba encontrar.

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Andrés notó que en la mirada esquiva de ella estaban mezcladas la compasión y la
comprensión, como si algo en ella lo invitara a explicarle porqué estaban allí.
Andrés no perdió tiempo, y le dijo que lo que sentía por ella era más fuerte que
cualquier obstáculo que hubiera entre ellos dos. Que la quería como la había
querido siempre, desde el día en que la vio sentada en el centro del salón.

Entre ellos dos no hubo más palabras para recordar.

Esa noche Andrés la acompañó hasta su casa, le recordó su deseo de hacerla feliz y
lo mucho que la quería, y se despidió con un abrazo que no olvidó en toda la vida, y
se alejó en medio de la lluvia, y la lluvia lo acompañó hasta su casa.

Lo que pasó después Ángela no lo contó ese día.

Ahora Ángela casi estaba feliz.

Se subieron al avión, se miraron el uno al otro, e hicieron el viaje de regreso.

El avión HJC – 253 llegó a Bogotá a las 9:35 p.m. En la capital del país apenas se
veía un rastro de la lluvia de la tarde, y Ángela y Felipe caminaron a recoger sus
maletas sin decir ni una sola palabra. Ángela le había contado quien era la mujer
de los ojos verdes, cabello negro y boca sonrosada.

Era la mamá de Felipe.

Así, sin decir una sola palabra, Ángela y Felipe se subieron en un taxi y se dirigieron
al barrio donde Ángela había crecido.

Felipe cogió las maletas, cada uno se bajó del auto por una puerta distinta, se
dijeron adiós, y caminaron en sentidos contrarios hacia las casas donde habían
vivido muchos años. Felipe entró a la casa verde. Ángela sacó unas llaves, abrió, y
entró a la casa blanca.

Las puertas se cerraron, y en cada casa solo estaba una persona. En la casa de
Ángela estaba su papá. En la casa de Felipe estaba su mamá.

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Ángela encontró a su papá acostado en el sofá de la sala. Visiblemente había
tomado demasiado, las botellas estaban aquí y allá, y un aire pesado llenaba el
ambiente de tristes y vanos recuerdos.

Andrés se despertó. En sus ojos se veía el rastro de las lágrimas que había
derramado por varios días, y su cara se veía tan demacrada como si tuviera varios
años de más. Solo pudo decir:

- Aquella mujer, aquella persona que está a pocos metros de aquí, esa que tiene los
ojos verdes y el cabello negro como la noche, esa mujer me destrozó la vida.
Andrés volvió a llorar, y Ángela lo veía como a alguien que apenas conocía. Lo
abrazó, se sentó al lado de él, y también lloró.

Ángela se quedó dormida.

Demasiado cerca, a pocos metros de allí, Felipe subía las escaleras contando cada
escalón como lo hacía cuando era un adolescente. Llamó a su mamá, pero nadie
respondió.

En alguno de los cuartos, en el que Felipe había vivido varios años, Andrea leía
aquel poema una y otra vez.

Andrea era la mamá de Felipe, y de aquí en adelante la llamaremos así.

Andrea, como ya se dijo, tenía los ojos color verde esmeralda y el cabello negro
como la noche. En su cara no se notaban los años que habían pasado tan
lentamente, y en su cabeza estaban aún todos los recuerdos que nunca quiso
olvidar.

En sus manos sostenía una hoja en la que sí se notaban los años. Estaba rasgada
en algunas partes y el papel era amarillo en mayoría. Pero en él estaban
plasmados los sentimientos de un joven de dieciséis años, aquella persona que
nunca la dejó de amar.

Andrea miró a Felipe, y sin decir ninguna palabra, le contestó la pregunta que él no
aún había formulado.

Esa carta la había escrito Andrés.

- - -

Ángela se preparaba para salir. Su papá caminó detrás de ella, y le dijo que no se
preocupara, que todo saldría bien. Papá, no molestes, estoy muy grande para que
digas eso.

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Era un primer día de clases de Ángela.

El bus llegó puntual a las siete, y en el instante en que Ángela se subía alguien le
dijo que esperara. Yo voy primero, dijo. Ese momento fue especial. Sus ojos se
miraron por un largo rato al parecer, porque el encargado se cansó de llamarlos.
Ella solo se bajó y esperó a que él subiera, y luego, impulsada por una manada de
ángeles, subió y cerró la puerta. Todo esto lo vio su padre.

Ángela habló con él un largo tiempo, por lo menos hasta que llegaron. Su nombre
era Felipe. Vivía, al parecer, al frente de su casa. Tenía dieciocho años, como ella, y
le habló de tantas cosas que le perdió el hilo. Porque ella no le estaba poniendo
atención. Ella solo veía sus ojos, verdes, verdes como lo más verde, como solo
esos ojos podían serlo. Esos ojos eran, por así decirlo, verdes.

En el transcurso de la mañana se empezó a entablar una relación de amigos. Cada


uno le contaba al otro muchas cosas sobre su vida, y entre frases y recuerdos las
horas pasaban esa mañana de febrero, y encontraron en el otro alguien demasiado
especial, alguien con quien compartir sentimientos que a nadie le comunicarían,
alguien que tal vez sería más que un confidente.

En la tarde, a eso de las tres, el bus volvió al mismo sitio. Pero esta vez los dos
muchachos no eran los mismos. Habían hablado en el descanso, entre los cambios
de clase, mientras estudiaban, mientras no lo hacían. Hablaron toda la mañana.
No sobró un minuto en el que uno no aprendiera algo del otro. Y sin embargo, ellos
no se conocían, porque realmente nadie se conoce. Se despidieron, entraron a sus
casas, y ya nada fue normal.

Felipe entró a su casa. Saludó, aunque no había nadie, y se acostó a comer algo de
la nevera. A diferencia de Ángela, tenía pocos amigos, solo los necesarios, y veía a
sus papás en la mañana y en la noche. Sábados y domingos, también, pero eso no
interesaba mucho, porque aprovechaba cualquier momento para descansar un poco
de su vida, y a veces esperaba que alguien lo llamara, pero realmente, nunca.

Ángela se sentó en su cama, miró la ventana, y en los reflejos del vidrio opaco
alcanzó a ver imágenes que nunca había visto, imágenes de la vida del ser que
había conocido esa mañana de febrero. Prendió el televisor. No le importaba que
hubiera en él. A ella solo le importaban esos lindos y profundos ojos verdes. Solo
esperaría que su papá llegara y le contaría lo maravilloso que fue el colegio, sus
nuevos amigos, y un poco de Felipe, aunque lo que importaba se lo diría después.

A eso de las seis de la tarde se abrieron las puertas de ambas casas, casi de una
manera coordinada y lenta, y sus ojos se volvieron a encontrar para nunca más
dejar de mirarse. Esos ojos negro profundo de Ángela, y los más importantes, los
verde esmeralda, o verde paisaje, o como cualquier verde que nunca hubiera visto
Ángela. Pero también, en ese mismo instante, llegaron dos autos, también

27
perfectamente sincronizados, y de ellos se bajaron tres personas que al parecer,
eran muy diferentes. Del lado de Ángela, un hombre, estatura mediana 1.80,
cabello negro, tez morena y ojos inexpresivos. Del lado de Felipe, otro hombre.
Este, más alto, piel más clara, tal vez mejor persona. Y una mujer. De ella no se
vio mucho, solo que era linda, que muy seguramente le gustaba el azul, y que traía
demasiadas bolsas. Los autos entraron, seguidos de sus dueños, y se cerraron las
puertas.

Esa noche Andrés se sintió preparado para contarle la verdad acerca de sus padres.
Por años Ángela creyó que él era el único papá que hubiera tenido, que su mujer lo
había dejado un jueves de octubre, pero ella no se imaginaba lo mucho que le
había ocultado.

Algo adentro de Andrés le dijo que no podía posponer aquel suceso tan importante
en la vida de Ángela. Algo más fuerte que él le obligaba a pensar en el futuro feliz
de ella y no en un presente lleno de dudas.

Ángela se sentó en una silla y vio a su papá entrar por aquella puerta de madera.
Afuera los cúmulos de lluvia se arremolinaban como pequeños copos de nieve que
no cumplieron un sueño, como si él corazón de Andrés los conjurara para volver el
momento más triste de lo que pudo ser. Y así, rodeado del frío de una noche de
febrero, Andrés le contó una historia que aún no le había contado.

Capítulo 3: Ángela dormía en la habitación 423

28
La estela gris merodeaba entre la soledad, propia de la sociedad común, pero ajena
a un corazón triste. La tristeza llena todo lo que toca, y el pobre hombre había sido
tomado a la fuerza de la realidad y puesto en esa inmensa agonía.

Por la ventana ruedan inmensas gotas vacilantes que reflejan el ambiente denso y
ajeno del triste corredor. Lejos, tan lejos como la felicidad, algunas personas
hablan de temas tan distintos e importantes como la vida misma. Esos tontos, dice
el hombre, y prefiere seguir durmiendo.

Y entre sus sueños, tan densos como la lluvia de esa mañana de abril, aparece la
sombra de un viejo amor. A través de la neblina del pensamiento, en un lugar
oscuro y secreto de sus recuerdos, ella vuelve a aparecer. Pero eso no le asusta,
no. Él simplemente la mira y la saluda, porque los recuerdos son solo eso,
recuerdos, y es mejor verlos y sentirlos como un reflejo de un capítulo mejor de
nuestra vida, pero nada más. Y, al pensar en eso, ella se aleja de nuevo, y de
nuevo vuelve a llorar y la soledad lo invade, pero él ya nunca más se dejara
vencer...

El sonido de una voz amiga lo despierta de sus utopías, y por un momento la


realidad calma un poco la tristeza del pobre hombre, pero luego recuerda donde
está, y sus lágrimas corren por el traje de gala. Ella, su amiga, también llora, llora
con él, porque lo conoce y sabe de sus sufrimientos. Se quita el velo de la cara y le
dice que no se preocupe. Y, como salido de un mundo de pesadillas, aparece el
doctor.

Anochece.

A través del vidrio opaco del pasillo se ven las personas pasando. Y entre todas
esas personas, parece que caminara alguien conocido, tal vez, lejano. Pero la
silueta se desvanece.

En la puerta del pasillo se encuentra un hombre. Mediana edad, 1.80, tez blanca y
gafas pequeñas. Su bata le da un aspecto, digamos, irreal. Su cara no refleja
buenos presagios.

En ese momento empieza a llover aun más fuerte. Y el dictamen no puede ser más
abrumador y consecuente: los dos ocupantes de aquel auto accidentado murieron.
Lo siento.

¿Porqué, porqué todo debía cambiar en unos pocos segundos, por qué simplemente
las cosas no salían bien ese especial día de septiembre? Y ahora qué pasaría con
ellas, con la pequeña niña de ojos grandes, y la novia de Andrés, aún vestida de
blanco.

Afuera aún llueve.

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La mujer lo mira desconsolada, y un poco del amor que le tiene guardado se
expresa en un beso en la mejilla derecha que llena de calor su vida vacía y
vacilante.

Entre ellos ya no hay ningún secreto. Andrés le contó toda la historia de él y de


Andrea, y ella se enamoró de él sin recibir mucho a cambio, solo una bonita
amistad. Pero ella no se siente sola, porque aunque lo ame a medias (para amar
se necesitan dos) ella lo apoya en esa soledad que lo ha acompañado por años, esa
soledad que se volvió su amiga y confidente, esa soledad que ahora se siente
desplazada por esa mujer que está sentada al lado de Andrés.

Ese día Andrés y Claudia entraron a la iglesia con el firme propósito de construir un
amor que aún no se había dado, con la firme certeza de quien ama sin ser
correspondido, con ganas de empezar una nueva vida sin dejar que los atormente
el destino. Pero a la mitad de la ceremonia la hermana de Andrés y su esposo aún
no llegaban.

Andrés detuvo la ceremonia y llamó a ambos por el teléfono, pero al otro lado de la
línea nadie contestó.

Nadie podía contestar.

De pronto, entre la gente que caminaba en la calle un hombre se detuvo ante


Andrés y lo miró con cara de compasión.

-¿No le han avisado aún? – Preguntó.

En el hospital nadie lo quería atender. Parecía que su voz fuera inaudible para
todas aquellas personas, y solo Claudia lo acompañó mientras nadie lo ayudaba.
Fue así como un médico lo llevó aparte y le confirmó lo que acababa de saber.

Pero toda tristeza se acompaña de un atisbo de alegría.

Ángela no había muerto.

Esa noche, a las once y cuarenta y uno, Andrés decidió volverse el papá de esa
niña. Nada en los ruegos de sus padres logró que él cambiara de opinión, ni
siquiera la advertencia de Claudia de que aquello sería tan difícil como la condena
de no poder olvidar el fantasma de Andrea.

Un año después, un catorce de abril, Claudia salió de la casa de Andrés y nunca


más había vuelto a entrar allí. Él se lo había pedido como único requisito para
intentar crear una relación estable.

Claudia sabía que eso nunca ocurriría.

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Fue así como Andrés perdió una mujer abnegada y consiguió una amiga incansable,
alguien que nunca lo dejaría solo aunque fueran las doce de la noche de un
septiembre negro, o aunque él la quisiera lejos.

- - -

Ángela no comprendió en ese momento el verdadero sacrificio que había hecho


Andrés aquella noche de abril. Pensó que él era un ser despreciable, que no le
había dicho la verdad por mantener su amor de hija cerca, pero al otro día se
arrepintió de aquellos sentimientos tan ajenos en ella y continuó su vida normal.

Fue así como Ángela amó aún más a su padre, y él correspondió ese cariño
contándole la historia de su vida en un fin de semana lluvioso.

Y Andrés habló con toda la sinceridad posible, con toda la firmeza de los actos que
no se pueden hacer esperar, con la convicción de quien corre un velo sin miedo a
los recuerdos detrás de él, porque Andrés sabe que ya no puede escapar.

Algún día después de aquella cena de la que Andrés nunca supo si había sido
verdad, se levantó esperanzado en volver a hablar con Andrea y repetirle lo que ya
era tan acostumbrado en sus conversaciones, que él la amaba como no había
amado a nadie en el mundo, que su amor podría resistir cualquier obstáculo si él se
lo proponía, que cada momento sin ella era como vivir en una isla sin electricidad ni
sueños apacibles.

Pero esa tarde, una tarde de sábado, Andrés se despidió de Andrea para (quizá)
nunca volver a verla. Su adiós pareció tan simple como el adiós de dos amigos,
pero en el fondo lloraba y se maldecía por no haber podido crear una relación de la
nada, por no ser capaz de fortalecer su amor a medias (porque para el amor se
necesitan dos).

Y Andrés se alejó, no sin antes ver por última vez a la única mujer que le haría
llorar lágrimas de nostalgia, a aquella niña linda que era Andrea, con su cabello
negro noche, sus ojos verde esmeralda y sus labios color dulzura. Andrés se alejó
y esperó a olvidarla, y entre los pocos versos que salieron de su corazón luego de
aquella partida se notaban pedazos de tristeza que nunca se pudieron reponer,
pedazos de corazón que flotaban en los charcos de nostalgia, pedazos de cielo que
caían como gotas de lluvia.

Andrés nunca esperó volver a llorar como aquel día en que Andrea lo alejó para
siempre de su vida y de sus sueños, lo dejó sin más palabras que una despedida sin
besos ni frases bonitas, ni siquiera algo con qué recordarla como lo mejor que le
hubiera pasado en la vida.

31
Al contrario de lo que él quisiera, ese día el sol estaba más resplandeciente que en
muchos días, pero Andrés repasó este momento miles de veces en su cabeza, y
cada vez que lo hacía su corazón se destruía y se esparcía en millones de
recuerdos, y volvía a conformarse con un hilo de poemas y momentos
despreciables ante los demás.

Y Andrés nunca notó lo profundo de la frase que había dicho Andrea.

Andrea había dicho “hasta luego”.

Hasta aquí, quizás, conozcas una parte de la historia, pero en esta página el
pasado se divide, y una bruma vacilante de contradicciones me obligó a cambiar el
curso de un futuro que tal vez nunca llegue. Para Andrés esta relación quizás se
haya acabado. Se alejó de Andrea y no quiso saber más de ella. Pero en la
realidad sigo insistiendo en una esperanza que no sé a donde llegará. Quizás, si
desisto y dejo de buscarte entre llamadas de pocos minutos o visitas inesperadas,
me den ganas de echar los recuerdos a la basura y seguir mi camino, de continuar
con una historia que ya creé, pero quedaría con la duda de saber que hubiera
ocurrido si continuaba con las esperanzas.

Andrés se alejó de Andrea, vivió su vida y parecía feliz. Pero algo dentro de él lo
empujaba a encontrarse con ella en los lugares más insospechados y vacilantes.
Andrés nunca pudo escapar de ella, porque en esta historia el destino no los quiso
separar aunque el autor pensara lo contrario.

Y allá, entre los que andan cabizbajos y taciturnos, Andrés sigue su camino...

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Años después, un día de vísperas de navidad, Andrés llevó a Ángela a comprar su
regalo. Nunca quiso engañarla con historias de alguien que trae regalos por la
chimenea y vuela en un trineo mágico. Prefirió desde pequeña contarle una verdad
que igualmente sabría después.

Caminaron horas buscando lo que Ángela quería, y aunque solo tuviera seis años ya
escogía que ropa vestir o que juguetes comprar, como lo hiciera su mamá algún
día. Y entre la muchedumbre embravecida que caminaba de un lado para otro,
Ángela se despegó de su papá y se paró al frente de un estante.

Andrés corrió también, pero él la buscaba tratando de hallar a la niña de ojos


grandes y negros. En el momento en que la encontró algo terrible ocurrió en aquel
punto perdido en la inmensidad de la tierra.

Ángela sostenía un muñeco tan especial como lo era ella misma. Ángela quería
tenerlo. Jalaba y peleaba con un niño de su misma edad. Este también quería
aquel juguete, y entre los dos luchaban como si fuera único o irremplazable.

Andrés levantó a Ángela y le dio el juguete al niño. De ese lado una señora muy
linda levantó al niño y pidió disculpas a Andrés por el comportamiento de su hijo.
Pero algo en su voz lo dejó tan perplejo que no quiso responderle.

Andrés sabía quien era aquella mujer tan linda. Llevaba un bolso azul y un traje
negro bastante elegante. Andrés notó también que tenía unos aretes que en
realidad eran unas plumas azules, y en su mano derecha tenía un anillo en forma
de corazón. Andrés realmente no miró ninguno de esos detalles tan superfluos.
Andrés miró sus lindos ojos verdes.

En ese momento no pensó ya en nada más. Era como si hubiera sido hechizado
por aquella mirada que vio por apenas una décima de segundo. Andrés sabía que
Andrea estaba a unos pasos de él, pero no fue capaz de dar ni uno solo porque
recordó el dolor de haberla dejado.

Esa noche veía a Ángela en la sala de su casa. Jugaba con algún muñeco que luego
sería envuelto en papel de navidad y vuelto a abrir ante el asombro de toda la
familia, y solo él y su hija sabrían la verdad. Pero Andrés ya no pensaba en ello.
Marcó un número y de la otra línea contestó un amigo demasiado conocido.

- Hoy, a eso de las cinco de la tarde, la volví a ver.

33
Pasó como aquella vez en que llovía a cántaros y eran comienzos de julio. Andrés
esperaba a alguien, no recordó quien era (realmente era Claudia) pero nunca llegó
y decidió irse. Pero al otro lado de la acera Andrea buscaba algo en su bolso.
Andrés estaba seguro de ello, y se apresuró a pasar la calle aunque no viera nada
más en la lluvia.

Cuando estaba a pocos metros un auto pasó y le mojó las ilusiones. Al volver a ver
Andrea ya se subía en un auto. Andrés alcanzó a pronunciar su nombre. Andrea lo
notó y creyó que había soñado despierta o que algún mal recuerdo aparecía de
improvisto.

El auto se alejó.

Andrés tomó estas coincidencias tan abiertamente como venían, y antes de guardar
el regalo llamó a Claudia, y se lo contó entre risas y frases poco apropiadas, pero
ella entendía el dolor que Andrés sintió al pronunciar su nombre ella y prefirió
callar.

Porque Claudia amaba a Andrés, pero ella sí se resignó a ser solo su amiga.

El noviazgo de Ángela y Felipe duró tanto tiempo que muchos dudaban en creerlo
apropiado, pero ellos se querían tanto que pospusieron su matrimonio por el simple
hecho de buscar una fecha lo bastante lejana a cualquier celebración para hacerla
memorable.

Pero Ángela y Felipe siempre ocultaron a sus papás que vivían cerca. Salían cada
noche de sus casas a las siete y catorce, y se encontraban en una tienda a seis
cuadras de su cuadra porque allí fue el primer lugar donde se había dado una cita.
Pero lo que más les causaba risa cada vez que hablaban de ello eran sus continuas
miradas a través de las ventanas, o las llamadas a altas horas de la noche viendo la
luz en el otro lado de la calle.

Fue así como una relación basada en las rutinas poco comunes se apoyó en
inapropiadas frases en cada casa o saludos desde la puerta de la casa como buenos
vecinos. Sus padres notaban esas relaciones como cada una aparte, creyendo que
uno era el vecino y otro era el novio afortunado.

Y en cada decisión que tomaban ninguno intercedía. Querían que sus hijos se
dieran cuenta de lo difícil de mantener una relación, pero ellos eran tan amigos
como novios, y caminaban por la calle como dos desconocidos, u ocultaban en los
lugares menos insospechados alguna carta o algún presente para el otro, sabiendo

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que en alguna conversación se escaparían los secretos que dudaban en mantener
ocultos.

Cinco años duró ese noviazgo en la clandestinidad. Un día antes del aniversario
Felipe fue a la casa de Ángela y conoció a su suegro. Le pareció una persona
bastante normal con ideas un poco idas de la cabeza, pero por momentos lo notaba
diferente a como Ángela lo describía en sus conversaciones.

Al día siguiente Ángela visitó a sus suegros. El padre de Felipe le pareció una
buena persona, pero cuando vio de cerca a Andrea algo en ella se agitó como si ya
la hubiera visto. Sabía que la conocía de alguna manera, pero por su mente nunca
pasó que realmente no era ella, sino su papá quien sabía de su vida.

Ángela y Felipe anunciaron su boda para un cuatro de junio. No les pareció mal
que fuera un jueves, ni siquiera que tal vez llovería. Ellos querían que un momento
así no se pospusiera más. Sus papás no tuvieron ningún reparo.

Andrea y su esposo no conocían al papá de Ángela. Andrés no conocía a los papás


de Felipe.

Andrés no quiso saber nada acerca de la reunión, ni sobre los invitados o el pastel
de bodas. No quería saber sobre los ramos blancos a la entrada de la iglesia o la
comida para los invitados, ni la cantidad de sillas o el número de asistentes. Dejó
que todo lo hicieran Claudia y Ángela y él se encargó de ir.

Andrés no quería saber nada de bodas. Después de todo nunca tuvo una.

En la otra familia fue diferente. Cada uno ayudó organizando sillas o atendiendo
pedidos urgentes de una champagne especial que nunca llegó, o arreglando la
entrada al salón para que los invitados no se mojaran con la lluvia que caería ese
cuatro de junio.

Todo estaba listo. Los músicos ya venían en camino. La torta ya estaba en el


salón. El sacerdote estaba sentado esperando.

Andrés y Ángela no llegaban.

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Capítulo 4: Mirando atrás

Algo sintió en el corazón Andrés esa mañana de junio en que el sol brillaba por la
ventana. Era como si cada poro de su piel, cada cabello de su cuerpo intentara
quedarse en la cama, como si algo le obligara a cerrar los ojos de nuevo y seguir
soñando con un pasado más prometedor.

Pero Andrés no podía, no. Ese día era demasiado especial para su hija como para
arruinarlo con un ligero ataque de pereza.

Andrés se levantó. Alcanzó a ver a su hija vestida con el traje blanco desde el
baño, pero se apresuró realmente al notar la hora.

Se puso el traje escogido para la ocasión. Brilló los zapatos que no necesitaban
más brillo. Se acomodó la corbata tan pocas veces acomodada, se peinó lo más
que pudo (aunque nunca lo pudo hacer bien) y llamó a su hija.

Ángela estaba mejor que cualquier día en su vida. Andrés la miró a los ojos, la
miró a ella profundamente, la abrazó y, sin quererlo demasiado, Andrés lloró. Vio
en ella a la mamá que se había ido tantos años antes.

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Reconoció en ella a su hermana, a la madre de Ángela. Nunca pudo olvidar la
última vez que la vio antes de salir a la iglesia, el día en que casi se casa con
Claudia, pero en ese momento todo era tan diferente que Andrés quiso dejar de
llorar y llevar a Ángela a su matrimonio.

Llegaron precedidos de una multitud de aplausos provenientes de toda la calle.


Cada persona veía en Ángela una muy bella mujer con su traje de novia y un velo
que llegaba hasta varios metros atrás.

Adentro, Felipe esperaba a Ángela.

Andrés caminó con su hija de la mano, como cuando era apenas una niña y no
entendía nada de la vida. Ahora Ángela era toda una mujer. Pero cada paso que
daba Andrés era un paso vacilante. ¿Debía dejar que se fuera aquella niña de su
lado, aquella hija que nunca tuvo una madre y que crió como suya?

Andrés intentó no llorar, en vano.

Caminaron hasta el altar de la iglesia. Allí Andrés le entregó su hija a Felipe, con
una mirada acusatoria como diciéndole que la hiciera feliz.

Andrés no conocía a los padres de Felipe.

Giró ciento ochenta grados exactamente, y ante sus ojos vio las sillas principales de
la iglesia.

Allí estaban todos los familiares de Ángela. Su abuelo, sus primos lejanos, sus
primas.

También estaban todos los familiares de Felipe, sus abuelos, sus tías.

En la silla principal estaban los papás de Felipe.

Eran Andrea y su esposo.

Entonces Andrés comprendió demasiado bien las cosas. Entendió porqué Felipe
tenía esos profundos ojos color verde esmeralda, porqué la vida lo había alejado de
Andrea tantos años, porqué aquella relación le parecía tan conveniente para
Ángela, porque algo no lo quería dejar llegar ese día.

Andrés caminó hacia el puesto que le correspondía. No lo podía creer.

Andrea, al principio, no vio en esto nada raro, solo hasta que giró hacia donde
estaba Andrés y notó en él una cara de nostalgia. Entonces reconoció en él aquel

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muchacho que le regaló tres girasoles un día cualquiera, ese que le escribía hojas y
hojas de sentimientos, aquel joven que le insistió por más de dos años que dejaran
de ser amigos.

Algo dentro de ella se estremeció. Creyó por un momento que todo estaba dicho,
que entendía porqué Ángela la miraba a veces como si la conociera. Reconoció en
los ojos de ella los poemas que Andrés le dedicara algún día de su juventud.
Alcanzó a notar en Andrés la tristeza que había tenido guardada durante tantos
años, y sintió la misma compasión que sintió el día que se alejó con un hasta luego.

Sin querer recordó el día de lluvia en que alguien la llamaba antes de entrar al
carro, o el momento en que separó a dos niños por un muñeco insignificante. Cada
recuerdo de Andrea era una invitación a recordar el pasado, como si se encontrara
aún en el restaurante al que Andrés la invitó a cenar aquella noche de septiembre.

La ceremonia continuó vagamente. Algo en la mente de ambos se arremolinaba


como un grito desde el pasado hacia el futuro que ahora era tan presente, tan real.

Y en el momento en que el sacerdote preguntó si había alguna objeción para la


boda, Andrés y Andrea pronunciaron un “sí” que solo se oyó en sus corazones.

Aquella boda acabó. Todos los invitados se dirigieron donde era la fiesta esa noche,
y entre ellos estaban amigos de Andrés y de Andrea que no podían creer que sus
hijos se hubieran casado.

El resto de la velada fue espectacular. Los meseros iban y venían llevando platos
exquisitos y bebidas que fueron del gusto de todos, y Andrés no dudó en recibir
ninguno porque quería alejarse un poco de la realidad. A los invitados se les hacía
raro que los padres de los novios estuvieran en mesas separadas.

Y entonces, en algún momento, a eso de las siete y treinta y tres, Andrés se paró
de la silla y caminó hacia la mesa de sus consuegros.

Andrea lo vio acercarse lentamente, como si cada año que vivió alejada de él (esto
es un poco incierto) aminorara los pasos de aquel hombre casi extraño. Andrés se
abría paso entre las mesas y las personas lo miraban como se mira al papá de la
novia.

De pronto, a tres pasos de la mesa, una mano agarró a Andrés del brazo y lo jaló
un poco atrás.

- ¿ Qué vas a hacer? – Fue lo único que atinó a decir Claudia para detenerlo.

Ella sabía que esa mujer vestida con un traje azul oscuro y con profundos ojos
verdes era el amor perdido de Andrés. Había oído de su boca la descripción
fascinante que hizo decenas de veces, y se podía decir que la conocía antes de

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verla la primera vez. Pero el día que la reconoció al pasar la calle para encontrarse
con la mamá de Felipe presintió el dolor que sentiría Andrés si lo supiera.

Prefirió ocultar esa dura verdad para mantenerlo cerca de ella, pero esa noche
Claudia no podía permitir que Andrés cometiera un error imperdonable que
afectaría a Ángela y Felipe.

- Tú lo sabías, y no me dijiste nada. Pero entiendo muy bien que tratabas de


hacer, y nunca te reprocharé nada, porque lo hiciste por mí. Si no la quisiera como
creo que aún la quiero, tú serías mi mujer.

Y Andrés le dio un beso a Claudia, y se alejó hacia donde estaban Andrea y su


esposo.

- - -

-¿Andrea, no es cierto?

- Sí, Edgar.

- Entonces, al fin nos conocemos. Mucho gusto. Mi nombre es Edgar Andrés


Rodríguez, y usted debe ser...

- Alejandro.

- Gracias. Pero permítanme sentarme con ustedes.

Todos miraban esa escena como sí no fuera real. No era posible que los papás de
Ángela y Felipe no se conocieran.

- Ángela me ha hablado mucho de ustedes, aunque extrañamente nunca nos


hubiéramos visto – decía Andrés con un poco de sarcasmo entre líneas.

- Sí, bastante extraño, aunque creo que yo lo conocía de alguna parte. Tal vez,
cuando éramos más jóvenes – dijo el padre de Felipe. En su voz había duda, y
hacía el gesto de recordar hacia el pasado.

- Pero creó que esto fue bastante conveniente. De esa manera nuestra relación no
ha afectado de forma alguna la relación de nuestros hijos – Andrés decía mientras
miraba a Andrea como la había visto treinta años atrás.

Andrea aún no podía pensar en el hombre que estaba al frente como el mismo que
le había enviado una carta de amor en un sobre azul y escrita en inglés. Pero en él

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todavía se notaban los gestos un poco fuera de lo común, su cabello negro
imposible de peinar y su mirada un poco vacilante.

-¿De qué relación habla?

- De la que no hubo realmente, y esto es mejor que si nos hubiéramos conocido.

Alejandro cambió su expresión un tanto inexpresiva (???) por una más jovial y
amigable. Hablaron muchos minutos, mientras Andrea miraba esto como si no
fuera real.

De mutuo acuerdo, Andrés y Alejandro se pusieron de pie y alzaron sus copas.


Todos los demás hicieron lo mismo. Claudia y Andrea fueron las últimas.

- Brindo por nuestros hijos, porque han tomado el camino que no tomé...

Algunas personas rieron.

- Porque en ellos se ve la magia del amor que se profesan, porque quiero lo mejor
para mi hija y su esposo, porque ella es lo mejor que me ha pasado en la vida, y le
deseo lo mejor del mundo.

Todos en el salón alzaron sus copas en señal de aprobación. En una mesa cercana
estaban Ángela y Felipe que volvieron a recibir más felicitaciones.

Minutos después se despidieron de todos los invitados, y por último de Claudia,


Andrea, Alejandro y Andrés.

Subieron al auto y fueron a su luna de miel.

Pero en el salón las cosas no terminaban. Aún Andrés y Andrea estaban demasiado
cerca.

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Capítulo 5: Otra historia para vivir

Entre Andrea y Andrés se cruzaron miradas y frases que nunca debieron ser dichas.
Andrés hablaba con Alejandro de los amores no correspondidos, y Andrea decía
cosas sobre las personas tercas o ensimismadas. Estos detalles solo los entendían
ellos.

Pero así como todo parecía normal, en sus corazones todo parecía un caos
imposible de manejar. Cada uno tenía demasiadas razones para alejarse de ese
lugar y no dar explicaciones.

A las diez y veintiséis la fiesta terminó.

- - -

Días después, en una tarde un poco lluviosa, Ángela y Felipe salieron de sus casas y
caminaron hacia la tienda que quedaba a cuatro cuadras. Al llegar allí se miraron y
se dijeron frases y se expresaron sentimientos que solo los enamorados entienden.

Poco a poco volvieron a la realidad y hablaron de lo que era importante en aquel


momento.

Ángela averiguó que aquella noche Andrés salió de la fiesta y caminó hasta un bar
cercano. Pidió un whisky que no le gustó, pero se tomó toda la botella y pidió aún
más, hasta que un amigo lo vio y lo llevó a su casa. Al otro día se despertó muy
tarde, comió algo y siguió tomando. Así hasta que Ángela entró con su maleta en
la mano y lo encontró medio muerto en su sofá.

Felipe supo que esa noche Andrea y su esposo subieron al carro y fueron hasta su
casa. Allí tuvieron una discusión un tanto absurda sobre Andrés, y al otro día
Alejandro salió muy temprano de la casa y no volvió hasta entrada la noche.

Pero Andrea, en todos esos días, no salió de casa. Permaneció la mayor parte del
tiempo leyendo una y otra vez todo lo que algún día había escrito Andrés para ella,

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aquellas tantas hojas con poemas y escritos un poco absurdos pero tan llenos de
amor, tan faltos de realidad que hacían que Andrea no pudiera creer que estuvieran
ahí.

Andrea lloró en el momento en que Felipe entró a la casa y la encontró leyendo la


última carta que había escrito Andrés como una muestra de agradecimiento por
haber sido su amigo.

Felipe había pedido esa carta, y la mostró a su esposa.

Señorita Andrea:

Tal vez hayas notado que no volví a hablarte, ni a llamarte, ni a buscar el momento
menos propicio para que hablemos. Es probable que este perdiendo el amor que te
tengo y que he tratado de sembrar en ti, sin muchos adelantos.

Hace poco dijiste que debía irme, alejarme de ti para que nuestra vida fuera más
normal. Nada más alejado de la realidad, porque sin ti yo no tengo vida, y aunque
lo quisiera no puedo olvidarte un solo instante de mi vida, porque te amo como
nunca he amado en mi vida.

Has dicho que tu no das razones para que yo te ame. Eso tampoco es cierto.
Cuando me ves mi corazón late más descontrolado de lo normal, cuando te veo la
poca razón que aún conservo se destruye y se vuelve algo más allá de mis fuerzas.
Todo en ti me invita a que te quiera, y aunque ambos lo queramos no podré
alejarme de ti.

Ahora, luego de tanto tiempo de estar detrás de ti, he decidido alejarme y no


intentar caer en la rutina de buscarte en corredores inciertos o situaciones bastante
inusuales. Te amo, y por ahora eso basta.

Pero, a pesar de todo, te amaré, no sé hasta cuando y no me interesa, porque me


has dado una razón para vivir. Y quizás, algún día, nos volveremos a ver, y aunque
mi corazón me grite que no lo haga, te seguiré queriendo por encima de todo lo
demás.

Adiós.

Edgar Andrés.

- - -

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Andrea y Andrés se negaron a salir por el simple temor de encontrarse en algún
punto de esa triste ciudad. Pero el tiempo no les dio espera, y en la casa de Andrea
el teléfono sonó. Ella no quería contestar.

Tal vez sonó treinta o cuarenta veces, antes que Andrea levantara el auricular y
tratara de ver por la ventana.

Allí, a solo unos metros en la casa del frente, Andrés también la miraba a través de
la ventana.

- Creo que ya es tiempo de que nos conozcamos mejor, señorita Andrea. Después
de todo somos consuegros.

Andrea alcanzó a reír un poco.

- ¿Que tal si nos encontramos en él sitio de la otra vez, aquel día de septiembre en
que llovía a cantaros y le conté tantas cosas, señorita Andrea?

Nadie le decía así años atrás.

Media hora después, en el centro de la ciudad, Andrés y Andrea bajaron del carro y
caminaron como si nada. Nadie dijo una palabra.

Al entrar al restaurante Andrés escogió una mesa e hizo sentar a Andrea.

Era hora del almuerzo. Esta vez Andrea fue la que pidió primero un crepes de
champiñones. Andrés pidió lo mismo. Como bebidas, un jugo de guanábana y uno
de fresa.

Entonces, al quedar casi solos, Andrés tocó suavemente la bella cara de Andrea,
puso la cabeza sobre sus manos, y quiso llorar.

No pudo. Había llorado cinco días seguidos y le parecía un poco tonto hablarle a
Andrea del tema que ella había evadido tantos años atrás...

Ella lo veía con esos bellos ojos verde esmeralda, y creía tener veintiséis años
menos. Ahora, tan cerca de él, vio que Andrés no había cambiado en nada. Era el
mismo joven que le escribía cartas de amor y que aparecía en los pasillos con una
carta de tristeza. Andrea sabía que él aún la amaba. Lo notó en su mirada, en su
modo de hablar, en su falta de razonar cuando estaba cerca de ella. Pero ella no
podía creer esto después de tanto tiempo.

Andrés miró a Andrea. Cada gesto, cada expresión, cada parte de ella era una
frase que llegaba a sus oídos como eco del pasado. Ese pasado que Andrés apenas
comenzaba a entender.

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- ¿Recuerdas, aquella noche en que vinimos aquí y yo te repetí tantas veces lo que
tú ya sabías? ¿Recuerdas que te dije que sin ti no viviría, que si me alejaba todo
estaría tan mal que lloraría por gusto, que sin ti no era nada?

- Claro que lo recuerdo. Eso fue solo hace veintiséis años.

- Luego que nuestras vidas se separaron, viví tan a medias que todo me salía mal.
Pero, años después, cuando casi me olvidaba de lo poco que había vivido contigo,
llegó una amiga que cambió mi vida sin yo pedírselo.

- ¿Es, acaso, la madre de Ángela?.

- No Andrea. La madre de Ángela es mi hermana. Ella y su esposo murieron hace


muchos años, y yo me hice cargo de aquella niña que llenó mi vida de felicidad.

- Pero Claudia estuvo allí para ayudarme, y yo solo le pude brindar mi amistad.
¿Por qué, por qué solo pude verla como una amiga que me apoyaba demasiado, por
qué nunca pude quererla más de lo normal? Porque yo te amo y te he amado
siempre, y muy a mi pesar, algún día, tuve que posponer mi matrimonio con ella
que nunca se realizó.

- ¿Porqué lo hiciste, porqué no seguiste con tu vida como yo seguí con la mía,
porqué fuiste tan tonto y tan terco como para esperarme sin saber al menos donde
estaba?

- Porque, muy a mi pesar, te quise demasiado como para dejar ir tanto amor. Y
pensé que estaría bien esperar un amor imposible. Al final, creí haberte olvidado
como mi único amor y dejarte solo en los recuerdos. Pero hace una semana que
volví a pensar en ti como lo hacía cuando tenía diecisiete años, y ahora no sé como
continuar mi vida contigo viviendo tan cerca.

- Debes irte, alejarte de mí y olvidarme para siempre. Debes hacerlo por nuestros
hijos y por ti, porque sé que te estás haciendo mucho dolor en vano.

- ¿Aún piensas que no lo he intentado? Si cada día de mi vida he querido alejarme


para siempre de ti, pero también te he querido como a nadie en el mundo...

Andrés se levantó. Una mesera sirvió el almuerzo, pero ninguno quería comer
realmente.

Y entonces, en menos de medio segundo, Andrea se levantó y besó a Andrés.


Aquel beso duró una eternidad, fue un beso largo y apasionado, libre de culpas ni
de prejuicios, alejado un poco de la realidad y un poco de los sueños.

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Andrés no creyó que fuera real, quería que aquel momento durara más de lo
imprevisto, pero Andrea creyó conveniente decirle que, quizás, aún no lo amaba.

Ese momento duró demasiado poco para tenerlo junto a él el resto de su vida.

Al otro día, a eso de las ocho y treinta y dos de la mañana, Andrés se subió al avión
que lo llevaría a la playa donde no había estado desde hace treinta y seis años
atrás.

Empezaba a llover.

Ya no tenía nada que perder, había vivido.

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