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w w w . m e d i a c i o n e s .

n e t

Autobiografía

Jesús Martín-Barbero

(en: Comunicaçao, cultura, mediações.


O percurso intelectual de Jesús Martín-Barbero,
J. Marques de Melo y P. da Rocha Dias, Brasil, 1999)

« (…) quisimos hacer un plan de estudios que asumiera,


sin ningún chauvinismo ni provincianismo, la posibilidad
de trabajar creativamente en la producción de una
teoría de comunicación que tuviera como ejes las
culturas y las prácticas comunicativas propias de
América Latina, la historia de su dominación y, por lo
tanto, los conflictos sociales, los desequilibrios de la
información propios de nuestras sociedades (…). Fue
desde ahí que intentamos construir una concepción de
comunicación que –en lugar de la tendencia que nos
venía del Norte para convertir el estudio de la
comunicación en una “disciplina propia” cuya base
científica se hallaba en la psicología– nos exigía trabajar
interdisciplinariamente con sociólogos y antropólogos,
con historiadores y economistas. En efecto,
necesitábamos de todos ellos para comprender la
envergadura de los procesos de comunicación e
incomunicación que vivían nuestros países lo mismo que
el sentido y alcance de la presencia de los medios en
esos procesos, las muy diversas modalidades de censura
y los desequilibrios en la libertad de expresión, la
precariedad de nuestras sociedades civiles, y la falta de
comunicación de nuestras instituciones políticas con los
ciudadanos. »
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Lo que este acto académico tiene de reconocimiento, más


que a mí, lo es a la creatividad del pensamiento latinoame-
ricano. Y me siento contento sobre todo porque en gran
parte mi trabajo ha estado dedicado a eso: a recoger, reco-
nocer y dar a conocer el trabajo latinoamericano. En este
sentido le estoy muy agradecido a José Marques de Melo y
a los que le han ayudado a preparar este evento. Es real-
mente un regalo muy grande poder compartir con ustedes,
poder escucharlos, poder debatir. Porque es en el debate
donde uno realmente aprende y avanza. Cuando yo estaba
terminando de preparar mi libro De los medios a las mediacio-
nes: comunicación, cultura y hegemonía, dediqué casi todo un
año sabático a recorrer América Latina recogiendo los tra-
bajos no sólo de los autores consagrados sino de mucha
gente joven (como se puede constatar en la bibliografía que
concierne a los brasileños) que estaba comenzando a crear
un acercamiento a los procesos de comunicación desde
nuestros países, desde nuestras conflictivas situaciones,
desde nuestra capacidad de cuestionar ciertas ideas hege-
mónicas que –como diría Luis Ramiro Beltrán– eran una
especie de anteojeras que nos impedían mirar la compleji-
dad, pero también la riqueza de nuestro propio mundo
latinoamericano.

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Las figuras que moldearon mi formación

Para comenzar por el principio empezaré por mi madre.


No sólo en el sentido biológico, también en aquel otro que
situó a mi madre –una mujer de un pequeño pueblo de
Ávila– el inicio de mi formación, pues fue ella quien me
enseñó a leer. Y lo hizo a través de los poemas de un poeta
popular y expresivo de la Castilla de los años cuarenta, José
María Gabriel y Galán, cuyas obras completas era el libro
más precioso que había en mi casa. Y fue desde ese tiempo
y esa iniciación a la lectura que mi madre me enseñó de qué
estaba hecho y qué significaba lo popular, aunque yo tarda-
ra muchos, muchos años en descifrar ese significado. Lo
haría sólo en el año 82, en el primer gran encuentro organi-
zado en Lima por FELAFACS, el I Foro Internacional sobre
Comunicación y Poder, que reunió por primera vez a inves-
tigadores de toda América Latina y España, con una
notable presencia, por primera vez, de investigadores brasi-
leños. Todo el tema de fondo del evento era el poder de la
comunicación y el referente básico de la mayoría de las
ponencias fueron las “nuevas tecnologías”. Yo acababa de
llegar de un año en Europa recogiendo documentación para
la investigación sobre “las matrices populares de lo masi-
vo”, que unos años después se convertiría en el libro De los
medios a las mediaciones, y comencé planteando la no con-
temporaneidad entre las tecnologías de comunicación y sus
modos de uso en América Latina, incluida la asimetría
entre el discurso de los medios y el discurso desde el cual la
gente los lee, los oye o los ve. Con ello estaba introduciendo
un giro de ciento ochenta grados en la reflexión dominante
en ese congreso, ya que lo que buscaba enfocar eran nues-
tros propios modelos de análisis del poder, desde los cuales,
a mi ver, no eran pensables los modos en que las clases
populares, o sea las mayorías, se apropian de los medios.
Para esto remití a lo que el brasileño Hugo Assmann había
llamado “las formas populares de la esperanza”, esto es, a

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la relación entre las formas de sufrimiento y las formas de


rebelión popular, a sus voluntarismos y sus furias, a su
religiosidad y su melodramatismo, en una palabra, a su
cotidiana cultura, y con ella, a sus movimientos de resisten-
cia y de protesta y las expresiones religiosas y estéticas, es
decir, no directamente políticas, de sus movimientos. Pero
para eso necesitábamos tomar en serio el espacio del recep-
tor, esto es, del dominado y de su actividad: la de com-
plicidad pero también la de resistencia. Pues en América
Latina, a diferencia de Europa y los Estados Unidos, la
cultura de masa opera no sólo entre un proletariado –mi-
noritario en estos países– sino entre unas clases populares y
medias a cuya desposesión económica y desarraigo cultural
corresponden una memoria que circula y se expresa en
movimientos de protesta que guardan no poca semejanza
con los movimientos de la Inglaterra de fines del siglo XVIII
y la España del siglo XIX. Y terminé aludiendo a ese largo
proceso de gestación del Estado-nación que en Europa
toma desde mediados del siglo XVII hasta el XIX, el proceso
de inculturación de las masas que destruye las culturas
locales y convierte a la bruja en el blanco predilecto de la
Inquisición. Y hablé de cómo los anarquistas fueron los
únicos de izquierda que entendieron la cultura popular y
supieron apoyarse en el saber y las creencias populares para
generar conciencia revolucionaria. Al finalizar mi interven-
ción un joven levantó la mano y enfática mente me
preguntó:

Si todos los otros conferencistas están hablando del poder


de los medios que viene de la tecnología, ¿qué hace usted
hablándonos de las brujas y los anarquistas? ¿Me quiere
explicar de dónde viene esa obsesión suya con lo popular?

Mi respuesta espontánea, impensada, tanto que me toma-


ría tiempo entender yo mismo lo que quise decir, fue:
“Quizás lo que estoy haciendo cuando, desde la investiga-
ción, valoro tan intensamente lo popular es rendir un
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secreto homenaje a mi madre”. Y ha sido con el tiempo que


he ido comprendiendo el sentido de esa respuesta en la línea
en que Gramsci escribió: “Sólo investigamos de verdad lo
que nos afecta”, y afectar viene de afecto. La relación de la
investigación con mi madre reside en que ella ha sintetizado
en mi memoria lo más rico y profundo de la cultura popu-
lar: su solidaridad en los duros tiempos de la postguerra, su
capacidad de aglutinar a la gente para defender sus dere-
chos, su generosidad quitándonos parte de lo que nos
correspondía por la cartilla de racionamiento para dárselo a
los más pobres, y también su profunda religiosidad, de la
cual según ella misma, sacaba su fuerza, su energía.

Mi familia tenía un pequeño almacén de alimentos, cuya


distribución se hallaba regulada por la “cartilla de raciona-
miento” –cada ciudadano tenía derecho mensualmente a un
poco de aceite, de azúcar, de arroz, de harina, de huevos,
de pescado en conserva?–, y en más de una ocasión mi
madre regalaba lo que nos correspondía como familia para
dárselo a gente que lo necesitaba mucho más que nosotros.
Ella sabía organizar, especialmente a las mujeres, para que
supieran sobrevivir con lo que podían obtener. Y se hacía
cargo –como sólo las mujeres saben hacerlo– de una eco-
nomía que no era la de su casa, sino, en buena medida, la
de la mayoría de la gente, la más pobre del pueblito. Ese fue
el primer rasgo que para mí definió lo popular. Una enorme
capacidad de solidaridad, no sólo de practicarla, sino de
multiplicarla entre la gente; y es que sólo conviviendo muy
intensamente era posible sobrevivir en aquellos años de la
más feroz postguerra en una España destruida y aislada.

El segundo rasgo fue una profunda fe llena de alegría.


Tan estresados y tensionados como vivimos en las ciudades
actuales, casi todos parecemos enfermos de desdicha y de
tedio, enfermos de competitividad y agresividad. Cuando
pienso en mi madre recuerdo una mujer pobre que, con

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apenas una educación primaria, y en un pueblito que en


invierno llegaba a veinte grados bajo cero, se iba sola todos
los días a la iglesia después de trabajar de la mañana a la
noche. Y frente a los reproches de mi padre ella respondía:
“De dónde voy a sacar fuerzas para vivir esta situación sino
es de la oración?”. Era de su fe de donde sacaba su coraje y
su alegría. Y esto me marcó para toda la vida: yo conocí
una fe que no evadía del mundo, ni se alienaba de los ver-
daderos y más terrestres problemas, sino todo lo contrario,
generaba generosidad y alegría.

Hay en mi juventud otra figura que yo quiero, necesito


recordar hoy. Fue mi primer profesor de Historia de la
filosofía y de la cultura, en la educación secundaria: don
Alfonso Querejazu. Él fue quien me enseñó a pensar desde
la cultura. Era un vasco, que había sido representante de
España en Naciones Unidas cuando aún tenían su sede en
Ginebra, y a sus cincuenta años dejó la carrera diplomática
y se hizo profesor en Ávila, la capital de la provincia a la
que pertenece el pueblito en que nací. Pues bien, don Alfon-
so, de alto casi dos metros de estatura, y que dictaba sus
clases de pie tras un atril, comenzó su primera clase de
Historia de la Cultura con una frase más o menos como
ésta:

Amigos míos, quizás algunos de ustedes, o muchos, van a


ser intelectuales, gente que va a trabajar con la cabeza. Pero
no se crean mejores que nadie, pues en medio de sus sabe-
res ustedes van ignorar muchas cosas que otros menos
cultos que ustedes sí saben. Por ejemplo, las prostitutas sa-
ben quién las va a llorar el día que se mueran.

Por esa frase pueden ustedes imaginar que las concepcio-


nes y prácticas de cultura en que nos inició no fueron sólo
las de la cultura que pasa por los libros o las artes, sino
también por la plaza y la fiesta. Mi formación quedó así
marcada por esas dos figuras que, desde los extremos de la
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cultura más popular a la más culta, convergieron sobre la


articulación del proyecto de vida con el de trabajo.

Después, mi formación estuvo marcada por el encuentro,


en mi propio pueblo, con un intelectual republicano que “se
ocultaba” tras la gerencia de una fábrica de embutidos, pero
que poseía una biblioteca extraordinaria de pensamiento y
literatura contemporánea, imposible de conseguir en Espa-
ña. A través de él supe que en un camerino del Teatro La
Zarzuela, en plena calle Alcalá, en el centro de Madrid, era
posible contactar una gente que clandestinamente importa-
ba libros de Argentina y México, y te los proporcionaban
además con descuento. Es mucho lo que debo a la bibliote-
ca de mi amigo y a los extraños personajes del camerino de
La Zarzuela.

La aventura comienza en Colombia

En octubre del año 63 yo salí de España con un grupo de


amigos, estábamos a decididos escapar a aquella dictadura
no sólo autoritaria sino empobrecedora en extremo, torpe y
aburrida como pocas. De manera que la venida a Latinoa-
mérica estuvo empeñada menos por la atracción de
América que por la imperiosa necesidad de salir de una
España terriblemente sombría, dominada por una iglesia
reaccionaria, moralista y dogmática. Y en esa situación
América significaba ante todo libertad y aventura.

De esta primera estadía en Colombia –entre 1963 y 1968–


quisiera resaltar sobre todo –aparte de mi trabajo como
profesor de filosofía– el tiempo que pasé dirigiendo un cen-
tro de estudios universitarios, al que yo puse el nombre de
Emanuel Mounier, el famoso filósofo francés, pionero del
personalismo y creador de la revista Esprit. Fue un centro de
debate y diálogo entre cristianos y marxistas que logramos

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convertir en una casa por la que pasaban los conflictos y


movimientos universitarios de la época, sus utopías revolu-
cionarias y sus figuras: Camilo Torres, el famoso primer
cura guerrillero de América Latina, el grupo Gonconda,
que fue el representante de la Teología de la Liberación en
Colombia, los líderes del movimiento universitario, no
pocos de los cuales acabaron en la guerrilla, y cuanto inte-
lectual latinoamericano pasaba por Bogotá. Fueron unos
años espléndidos, en los que creíamos tocar la revolución
con las manos. Una revolución que iba realmente, como
diría el Che, a crear un hombre nuevo.

Yo participé en la traducción de uno de los primeros tex-


tos de Althusser que se leyeron en Colombia, publicado en
mimeógrafo por la Facultad de Sociología de la Universi-
dad Nacional, en Bogotá. Y publicábamos una revista cuyo
nombre suena aún mejor hoy, Universidad y Mundo, desde la
que hicimos un trabajo muy conflictivo, como era todo lo
que pasaba en el centro: no pocos universitarios de los que
participaban en estos debates y publicaciones abandonaban
sus familias para irse a vivir y trabajar en barrios populares,
y varios terminaron en la guerrilla. En más de una ocasión
tuvimos serios problemas con los padres de esos jóvenes
que venían a reclamarnos por las decisiones asumidas por
sus hijos. Y participé también en asambleas de seis y siete
horas, en la Universidad Nacional, en las que, a través de
una serie de “conexiones” clandestinas y llenas de ruidos e
interferencias, nos llegaba la voz del primer guerrillero de
América Latina, “Tiro Fijo”, “desde algún lugar en las
montañas de Colombia”. Y fueron los años más apasionan-
tes y apasionados de mi vida, porque en aquellos años
sesenta parecía abrirse al fin en América Latina la posibili-
dad de una transformación que iba a sacar a estos pueblos
de la injusticia, de la exclusión social, económica, política y
cultural en que vivía la mayoría de nuestra gente.

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La vuelta de Europa: entre estudiante y comunicador


latinoamericano

Retorné a Europa a fines del 68, en barco –un largo viaje


en barco–, y a comienzos del 69 entré a trabajar con una
organización de latinoamericanos en el exilio, cuyo secreta-
rio general era un brasileño de Fortaleza. No podía ser de
otra manera, porque los mejores diplomáticos latinoameri-
canos que había en Europa eran los brasileños. Y conste
que esto no es un piropo por estar acá, sino la constatación
de que José Abreu Vale era capaz de sacarle plata lo mismo
al partido comunista francés que al Vaticano para propiciar
encuentros de los latinoamericanos en Italia o de los brasi-
leños desde Estocolmo hasta Lisboa reuniéndolos en Bonn.
Yo tenía una beca-salario que me permitió hacer el docto-
rado en filosofía entre Lovaina –pues la Secretaría del SEUL
estaba en Bruselas– y París. Pero Bélgica era país muy “os-
curo” –era de noche cuando a las siete de la mañana iba de
Lovaina a Bruselas a la oficina del SEUL y era de noche a las
cinco de la tarde cuando regresaba a Lovaina– y lluvioso.
Así que al terminar la convalidación de mi licenciatura
española en filosofía e iniciar los cursos de doctorado, mi
director de tesis, Jean Ladrière, uno de los profesores más
lúcidos y progresistas de Lovaina, se hizo mi cómplice para
que me fuera a vivir a París siguiendo matriculado en Lo-
vaina.

En verdad durante los cuatro años que pasé en Europa


dediqué la mayoría del tiempo a dirigir el boletín del SEUL
(Servicio Europeo de Universitarios Latinoamericanos) y a
participar en unos doce encuentros. Teníamos encuentros
de brasileños, de bolivianos etc., residentes de toda Europa
en una ciudad, y al revés, encuentros de los latinoamerica-
nos de cualquier país que estuvieran viviendo en un mismo
país como España, Francia o Italia. Doy mucha importan-

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cia a esto porque si yo volví a América Latina, si no me


quedé en París, fue porque esta experiencia latinoamericana
me marcó tanto o más que los estudios que yo estaba
haciendo. De hecho, cuando terminé mi tesis de doctorado
y la defendí, yo ya sentía que mi espacio vital era América
Latina. Porque los países que yo no conocía, especialmente
Brasil, los descubrí durante estos años en Europa. Tuve la
enorme suerte de trabajar con este amigo de Fortaleza, que
me puso a leer desde los “cuadrinhos” brasileños y las his-
torietas, hasta Gilberto Freyre, y descubrir las Ciencias
Sociales brasileñas en su propio idioma.

Le pedí a Jean Ladrière que me dirigiera en la tesis, por-


que era un hombre profundamente interesado en América
Latina, en lo que estaba pasando en América Latina, tanto
en el terreno político (estaba Cuba, estaba la experiencia de
la Unidad Popular en Chile), como en el literario y de pen-
samiento, que descubrió a Europa la verdadera América
Latina. Pero pronto el conflicto surgió: yo quería hacer una
tesis en la que los grandes filósofos contemporáneos, como
Merleau-Ponty, Paul Ricoeur, los sociólogos como Alain
Touraine, Luden Goldman, estuvieran mezclados con Mar-
ti y Mariátegui, Borges y Carpentier, Paulo Freire y Octavio
Paz, Rulfo y Neruda... ¡Durante siete, ocho meses, yo iba
cada mes a Bruselas para dirigir el Boletín del SEUL y me
entrevistaba con Ladrière, que repetidamente cuestionaba
mi mezcolanza y me sugería separar mi proyecto de tesis de
mi proyecto de libro latinoamericano. Al fin pudimos “ne-
gociar” un proyecto que nos dejó insatisfechos a los dos
pero que era lo único viable en la muy tradicional Lovaina,
donde una tesis de filosofía consistía en estudiar exhausti-
vamente una idea de un autor, un libro, o a lo sumo un
tema en la obra de un autor. Y yo intentaba “pensar nuestro
proyecto de liberación”… algo que al menos quedó refleja-
do en el título: La palabra y la acción. Por una dialéctica de la
liberación.

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Finalmente Ladrière aceptó el texto haciéndose cómplice


de que mi tesis fuera en castellano. Si en Lovaina había tesis
en inglés, en alemán e incluso en italiano, ¿por qué –
habiendo cuatro mil latinoamericanos– no teníamos dere-
cho a hacer la tesis en castellano? Yo había probado que
sabía francés porque mi tesis de homologación de la licen-
ciatura española a la belga había sido en francés, y hasta
había recibido felicitaciones por mi “buen francés”. Enton-
ces Ladrière estuvo de acuerdo y buscó cinco jurados –de
sociología, de lingüística, de economía, de semiótica y de
filosofía– que leyeran castellano. Cuando faltaban ocho días
para ir a defender la tesis, Ladrière me llamó por teléfono a
París y me dijo: “Yo te lo había anunciado. El jurado dice
que lo tuyo no es una tesis de filosofía sino un panfleto
político. Pero como yo reconozco, sin embargo, que es un
trabajo profundo, te van a dar la mínima calificación. De
manera que ven preparado, porque esto ya está enjuiciado”.
Ante ese hecho yo hice desistir de acompañarme a la defen-
sa de la tesis a varios de mis amigos latinoamericanos en
París: ¿para qué, si todo estaba decidido de antemano? Y
llegó el día de la defensa. Yo comencé tratando de congra-
ciar al jurado diciendo: “Hay tesis que son el punto de
llegada de veinte años de trabajo y hay tesis que son el pun-
to de partida para veinte años de trabajo. La mía es de las
segundas”. No sabía yo cuánto de verdad contenían esas
palabras. El hecho es que sucedió algo extrañamente aca-
démico pero maravilloso, pues los jurados se equivocaron, y
en lugar de cuestionar la validez filosófica de mi tesis, se
pusieron a cuestionar la imagen que yo elaboraba de Amé-
rica Latina. Y aquí fue la debacle para ellos, pues yo pude
contrastar la visión esquemática y simplista, sesgada y de-
formada que tenían de América Latina. Por ejemplo, yo
decía en la tesis que en América Latina había millones de
hombres que para ser ciudadanos de primera tenían que
renunciar a su idioma. El lingüista me llamó demagogo. A

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lo que respondí: “¿Sabe usted cuantos millones de indígenas


con otros idiomas tienen países como Guatemala, Hondu-
ras, Bolivia, Perú y Ecuador?”. La visión puramente
folklórica y exótica de nuestros países se reflejaba en su
imposibilidad de pensar a los indígenas como hecho social y
político. Y así con otras cuestiones, como el modelo de
desarrollo con que ellos nos pensaban, un modelo concebi-
do solamente en términos de crecimiento económico cuan-
titativo y que soslayaba por completo el hecho de que nues-
tro subdesarrollo no era mero atraso sino en gran medida
contraparte de su propio desarrollo. O lo que había sucedi-
do con los “obstáculos al desarrollo” que oponían los
campesinos con sus modos de pensar la relación con la
tierra no como “propiedad” individual sino como territorio
comunitario. Frente a esto los “extensionistas” norteameri-
canos de los años sesenta concluían que había que acabar
con esas “supersticiones campesinas” si nuestros países
querían ser modernos. Cuando los jurados miraron el reloj
se dieron cuenta de que llevábamos más de dos horas deba-
tiendo. Entonces se retiraron a deliberar, y cuando volvie-
ron para comunicar su deliberación, resulta que me otorga-
ron ¡“gran distinción”! Los amigos latinoamericanos que
vivían en Lovaina y que asistieron a la defensa de la tesis
querían sacarme en hombros, pues lo que los jurados habí-
an pensado que sería un acto de mera rutina se convirtió en
un precioso debate sobre la imagen profundamente deforme
que, incluso los más progresistas de ellos, tenían de Améri-
ca Latina.

Fue en la tesis que hice mi primera aproximación al cam-


po de comunicación. Dividida en tres partes, la primera
reflexionaba sobre la objetivación de la acción en el lengua-
je y de cómo la creatividad del lenguaje se objetiva en la
acción. La segunda parte abordaba la Comunicación, y a
partir de la filosofía del lenguaje elaborada por los ingleses
Austin y Searle, y los franceses Benveniste y Paul Ricoeur,

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trabajaba el espacio de interacción, esto es, de la comunica-


ción como lenguaje y como acción social. Y la tercera parte
versaba sobre la autoimplicación: la emergencia del sujeto
humano en la acción, en el trabajo, y en el lenguaje. No
publiqué nunca esa tesis porque, de todas maneras, para
que fuera aceptada por el jurado tuve que retirar dos capítu-
los –lo que hizo parte de la “negociación” con Ladrière–, y
después ya no tuve tiempo ni humor para reescribirla en el
contexto de mi vuelta.

De regreso a Colombia: la apuesta docente de la


comunicación

Regreso a Colombia a comienzos del año 73, y encuentro


que la enseñanza de la filosofía está atrapada entre dos
escolásticas: la católica y la marxista, y yo no cabía en nin-
guna de ellas. Además habían cerrado en ese tiempo todas
las facultades de sociología en Bogotá, por problemas polí-
ticos. Pero me encontré con que la recién estrenada
Facultad de Comunicación Social de la Universidad Tadeo
Lozano en Bogotá –que aún no había sacado su primera
promoción de egresados– me ofrecía la posibilidad de abrir
un área de investigación. Me embarqué así en una expe-
riencia arriesgada pero preciosa: la de plantearle a los
estudios de comunicación la tarea de ligar la incipiente
profesionalización de un oficio con la de la construcción de
un campo de problemas de investigación, esto es, con la
tarea de convertir esos estudios en Colombia en un área
específica de producción de conocimiento. La experiencia
fue tan intensa como breve: por problemas internos de la
universidad, año y medio después el proceso fue interrum-
pido y la mayoría de los profesores de la facultad debimos
abandonar esa universidad. En el plano personal, sin em-
bargo, la experiencia cuajó al reubicar mi proyecto in-
vestigativo y docente en el ámbito académico de la comuni-

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cación. Ese año y medio habían sido suficientes para con-


vencerme de que la comunicación era un espacio estratégico
para comprender algunas de las transformaciones más de
fondo de nuestras sociedades; y a la vez que permitía el
aprovechamiento de mis estudios filosóficos, semió-ticos y
antropológicos, me proporcionaba un peculiar anclaje polí-
tico en la realidad sociocultural del país. Estaba entonces
listo para iniciar la aventura más larga y densa de mi vida:
la creación, y el acompañamiento por más de veinte años,
del Departamento de Ciencias de la Comunicación en la
Universidad del Valle.

Estas eran las cosas que los amigos europeos no podían


entender, cuando en mis últimos días en París me pregun-
taban por qué me empeñaba en regresar a Colombia.
¿Como era posible que aceptara los ofrecimientos que tenía
para que me quedara de profesor o director de la casa de
estudiantes latinoamericanos en París? Y la razón que yo les
daba les dejaba todavía más desconcertados: en Colombia
yo siento que lo que hago es importante, por que uno siente
que hace cosas por el país. Si yo me quedo aquí, voy a ser
uno de los diez mil profesores de filosofía que hay en París;
yo no sé si en Colombia voy a hacer algo importante, pero
sé que al menos voy a tener la sensación de hacer algo im-
portante. Y fue verdad, porque mientras en Europa no se
pueden cambiar dos materias sin pasar por un larguísimo
proceso en el Ministerio de la Educación, yo tuve la opor-
tunidad que poca gente tiene en Europa, de crear una
Facultad de Ciencias de la Comunicación.

A los pocos meses de salir de la Universidad Tadeo Lo-


zano me llegó una invitación de la Universidad del Valle en
Cali: tenían la intención de abrir una escuela de comunica-
ción y periodismo y me invitaban a ponerme en contacto
con la gente que estaba fraguando esta idea. Viajé a Cali y
me entregaron un documento que había hecho la CIESPAL

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de Quito –una propuesta de escuela de comunicación– y me


dijeron: “Haz una lectura de esta propuesta y preséntanos
alternativas”. En dos meses yo regresé con mi propuesta, y
en un seminario de dos días en el que participaron la mayo-
ría de los profesores de la Facultad de Humanidades, se
llegó a una serie de acuerdos para armar el plan de estudios.
Se conformó un equipo y organizamos un plan de estudios
que entregamos al Consejo Directivo. Y aquí empieza lo
interesante: por primera vez en la historia de la Universidad
del Valle un plan fue vetado en el Consejo Directivo. Esto
llevó a que el Rector me llamara a Bogotá y me dijera: “Je-
sús, vente, tenemos que defender este plan”. Y por primera
y creo que única vez en la Universidad del Valle, durante
tres días, el Consejo Directivo, en un cabildo abierto, escu-
chó a los profesores de todas las facultades, que cuestio-
naron, defendieron, corrigieron ese plan de estudios. La
polémica que desató fue tan fuerte, que al final de esos tres
días, agotado, pero muy sostenido por el Rector y algunos
decanos, decidimos que la gente que tenía impugnaciones
contra el plan las pusiera por escrito. Nosotros esperábamos
que surgieran un montón, sin embargo, a un seminario que
habíamos preparado para dos días, sólo llegaron dos cartas.

Pero los problemas siguieron, pues la polémica llegó has-


ta el ICFES, el Instituto Colombiano para la Educación
Superior, cuyo director me llamó para que le enviara textos
de Roland Barthes y de Umberto Eco, porque él quería
entender de qué se trataba, ya que intuía que allí estaba
pasando algo importante, pero no estaba en condiciones de
comprender el experimento que estábamos proponiendo.
De tal manera que me pidió que estuviera presente en el
ICFES, fuera de la sala, el día que se reuniera el Consejo
Directivo del ICFES para debatir el plan de estudios, por si
me necesitaban para defenderlo. Afortunadamente él lo
supo defender y se aprobó. Y si dentro hubo un debate
larguísimo y una polémica muy grande, afuera no fue me-

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nos. Hubo muchos artículos en la prensa que descalificaron


el plan, lo macartizaron, hicieron desinformación sistemáti-
ca e incluso en varios artículos intentaron sacarme de la
dirección del plan y del país, porque ningún medio de co-
municación podía estar bajo dirección de un extranjero y,
alegaban, mucho menos una escuela de formación de co-
municadores. Pero la verdad es que ese programa de
estudios de Comunicación contó con la gente más valiosa
de la universidad; tengo realmente el orgullo de decir que
los mejores profesores de historia, de epistemología, de
economía, de psicología, quisieron dar clases en nuestro
Plan de Comunicación Social.

¿Qué fue lo que hizo tan polémico ese plan de estudios?


Yo diría que fue el intento de repensar tanto el cuadro de
saberes desde los que adquirían relevancia los medios y
procesos de comunicación, como los rasgos del oficio mis-
mo del comunicador. En un momento en el que las
Escuelas de Periodismo habían comenzado a llamarse Fa-
cultades de Comunicación Social –cambio que, dicho sea
de paso, y contra lo que muchos pensaron entonces, no se
debió a ninguna conjura de izquierdas sino a una propuesta
de la CIESPAL, en Quito, inspirada desde los Estados Uni-
dos, y apoyada por la UNESCO y la OEA– pero en las que
predominaba aún el aprendizaje de destrezas periodísticas
aderezadas con algunos complementos humanísticos, en la
Universidad del Valle intentamos repensar el oficio del
periodista a la luz de las nuevas sensibilidades de los jóve-
nes caleños ya en el año 75 inmersos en la cultura au-
diovisual y del rock. De manera que el primer reto que
nosotros nos planteamos fue el de diseñar un oficio con-
temporáneo de la sensibilidad configurada por el cine, la
música y la televisión, es decir, por la cultura de la nueva
generación; y ello nos pareció decisivo dado el papel estra-
tégico que los medios audiovisuales empezaban a jugar en

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los procesos políticos y culturales de modernización del


país.

El segundo ingrediente de configuración del oficio del


comunicador fueron las nuevas demandas de comunicación
que venían de los sectores populares, y que no cabían ni en
las lógicas de los grandes medios ni en las propuestas de un
Estado clientelista y caciquil. Nos sentíamos ante el reto de
dar forma a las demandas e iniciativas de lo que en ese
tiempo se llamó “comunicación y educación popular” o
“comunicación alternativa”, que es lo que, andando el tiem-
po, se convertiría en las radios y televisiones comunitarias.

Del lado del plan curricular, lo más polémico fue atreve-


mos a ubicar de pleno el estudio de la comunicación en el
ámbito explícito de las ciencias sociales y en el del análisis
cultural, inspirado en ese entonces en la semiótica. En un
tiempo en el que la Teoría de la Dependencia estaba posibi-
litando la apropiación latinoamericana de la sociología, de
la historia y la economía, nosotros quisimos hacer un plan
de estudios que asumiera, sin ningún chauvinismo ni pro-
vincianismo, la posibilidad de trabajar creativamente en la
producción de una teoría de comunicación que tuviera
como ejes las culturas y las prácticas comunicativas propias
de América Latina, la historia de su dominación y, por lo
tanto, los conflictos sociales, los desequilibrios de la infor-
mación propios de nuestras sociedades, que estaban confi-
gurados tanto por los intereses privados de los medios como
por las injerencias de las instituciones políticas. Fue desde
ahí que intentamos construir una concepción de comunica-
ción que –en lugar de la tendencia que nos venía del Norte
para convertir el estudio de la comunicación en una “disci-
plina propia” cuya base científica se hallaba en la psico-
logía– nos exigía trabajar interdisciplinariamente con soció-
logos y antropólogos, con historiadores y economistas. En
efecto, necesitábamos de todos ellos para comprender la

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envergadura de los procesos de comunicación e incomuni-


cación que vivían nuestros países, lo mismo que el sentido y
alcance de la presencia de los medios en esos procesos, las
muy diversas modalidades de censura y los desequilibrios
en la libertad de expresión, la precariedad de nuestras so-
ciedades civiles, y la falta de comunicación de nuestras ins-
tituciones políticas con los ciudadanos.

La propuesta tenía elementos de sobra para generar resis-


tencias, tanto de derechas como de izquierdas; de ahí que
no alcanzara a tener legitimidad sino cuando se vio avalada
por un intenso diálogo con otros países de América Latina
como Perú y México inicialmente. Habíamos creado el
Departamento de Ciencias de la Comunicación en 1975 y
ya a fines de 1977 me invitaron como ponente al primer
Encuentro de Facultades de Comunicación Social, que tuvo
lugar en México, en la UAM Xochimilco, y pocos meses
después se realizó en Lima el Encuentro de Facultades del
que nacería FELAFACS. Lo curioso es que a ambos encuen-
tros fui invitado –con todos los gastos pagados por las
instituciones convocantes– no como representante oficial de
las facultades de comunicación de Colombia sino como un
outsider, como coordinador de una experiencia académica
heterodoxa cuya existencia sólo podía haber sido conocida
por el correo de las brujas. Pronto los interlocutores se mul-
tiplicaron de Lima y México a Santiago, Buenos Aires y
São Paulo, y poco después a Barcelona.

Lo que más fuertemente creó una convergencia con expe-


riencias académicas nacientes en otros países, fue el pro-
yecto de dejar de identificar el proceso y las prácticas de
comunicación únicamente con el fenómeno de los medios,
y ello nos permitió empezar a estudiar y valorar cultural-
mente la multiplicidad de modos y formas de comunicación
de la gente –desde el mundo de lo religioso hasta la plaza de
mercado, pasando por el estadio y la esquina del barrio–,

Autobiografía
19

pues es desde esos modos cotidianos de comunicar desde


donde la gente ve la televisión u oye la radio. Cuando leía-
mos a Eco y a Barthes lo que investigábamos con los alum-
nos era cómo se mueve, cómo habla, a qué huele, qué hace
la gente al comprar y vender en una plaza de mercado po-
pular como Paloquemao en Bogotá, y a describir las dife-
rencias con lo que hace la gente en un supermercado como
Carulla; o al comparar las vitrinas del almacén popular con
las del Centro Comercial del Norte, en Cali, y adónde van o
cómo se visten los sectores populares el domingo, a diferen-
cia de los de la clase media y alta. Nosotros nos dijimos: si
en América Latina las mayorías viven de la cultura oral,
nosotros tenemos que asumir esa cultura oral como algo
más que analfabetismo, tenemos que asumirlo como la
expresión de sus modos de concebir el mundo, de sentir, de
pensar, de querer; y, por tanto, tenemos que estudiar cómo
se inserta esa cultura oral en los procesos de modernización.
De ahí que la otra constante de nuestras indagaciones fuera
el estudio de los procesos de transformación urbana de
nuestras sociedades para pensar desde ahí el papel que esta-
ban cumpliendo los medios de comunicación.

Al mismo tiempo que delimitamos unos ámbitos y líneas


de estudio prioritarios, enfrentamos el nudo gordiano de
cómo vincular la crítica a la producción de comunicación,
esto es, a las posibilidades de innovación. Lo que casi siem-
pre veíamos a nuestro alrededor era que por un lado iba la
denuncia del imperialismo cultural, de la masificación y la
desinformación, y, por otro, puramente reproductivos y re-
petidores, iban los productos que realizaban los alumnos en
sus prácticas y la mayoría de los egresados en sus trabajos.
¿Cómo hacer entonces para que la crítica no convirtiera a
los comunicadores en parásitos denunciadores, que se escu-
dan en la crítica para no intervenir, convirtiéndose en unos
profesionales esquizofrénicos que durante la semana toma-
ban como modelo de trabajo al periódico más de moda, y

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los fines de semana se iban a los barrios a hacer periodiqui-


tos de protesta? ¿Cómo hacer para que esa crítica, que era
necesaria, fuera a su vez un insumo básico de los talleres de
producción, de innovación, de diseño y renovación de los
géneros y lenguajes periodísticos? Y creo que algo logra-
mos, creo que la presencia de nuestra Escuela de comuni-
cación en el canal regional de televisión, Telepacífico, a
través de programas como “Rostros y Rastros”, demostra-
ron que sí se podía articular la crítica a la innovación de un
género como el documental, que llevaba años estancado en
Colombia. “Rostros y Rastros” sirvió tanto para narrar una
historia de la ciudad de Cali desde los personajes y el mun-
do de la calle, desde los de abajo, como para romper las
costuras del género documental al permitir su cruce con el
argumental y el video de experimentación estética. La otra
experiencia de producción innovadora se halla en la red de
radios comunitarias del Pacífico, en la que han jugado un
papel importante profesores y egresados de la Escuela de
Comunicación de Univalle.

Todo el proceso nos probó que se podía (y se debía) plu-


ralizar las figuras del comunicador; que el comunicador no
tenía por qué ser solamente un informador. Pues en el cam-
po de la educación había un terreno fértil, abierto, urgido de
la presencia de un tipo de comunicador nuevo; y lo mismo
sucedía en el campo de la cultura. La clave quizá estuvo en
que, mientras en la mayoría de las facultades de comunica-
ción cuando los alumnos iban a hacer su trabajo de grado la
pregunta que delimitaba los oficios era ¿en qué medio
–prensa, radio, televisión– quieres trabajar?, nosotros lo-
gramos cambiar esa pregunta, y hacerles otra: ¿dónde que-
rrías trabajar: en un barrio de Aguablanca, en una institu-
ción pública, en una empresa de periodismo, en una
empresa editorial, en una ONG? ¿en una institución de la
comunidad o una gran empresa industrial? Con lo cual lo
que se ponía en primer plano era el ámbito o contexto so-

Autobiografía
21

cio-cultural, y a partir de ahí, de las demandas y problemas


que planteaba ese ámbito, se escogería el medio. Es decir, la
pregunta por el objetivo del comunicar, por los fines o la
finalidad de la comunicación, era lo que debía regir la selec-
ción del medio, en su doble sentido, el de la relación me-
dios/fines y el del tipo de medio de comunicación a elegir.
Quizá esto suene hoy a demasiado romántico, la impregna-
ción neoliberal no sólo de la economía sino de la sociedad
pareciera sacar de la discusión todo lo que no sea formar
comunicadores para la competencia a muerte por los nichos
laborales del mercado. Y, sin embargo, incluso en términos
laborales nuestra propuesta tuvo eco, pues ni el fetiche del
medio de moda, ni la fascinación adolescente por los me-
dios más “vistosos” asegura ninguna opción laboral.

A los seis años de puesta en marcha, se hizo evidente que


aquella primera propuesta era demasiado racionalista –tenía
no poco que ver con mi formación y talante filosóficos– y
habíamos ido descubriendo con los compañeros profesores
que el talante, la manera de ser, de la mayoría de los alum-
nos de comunicación, era un talante de artistas, pues había
una dimensión estética muy marcada en la vocación de los
comunicadores. Pero estética no significaba sólo destrezas
artísticas sino una enorme sensibilidad para los cruces de
lenguajes, para la percepción de las trasformaciones en las
sensibilidades contemporáneas de la sociedad. Este descu-
brimiento nos llevó a hacer un profundo cambio en nuestro
plan de estudios, que validara mucho más esta dimensión
estética en términos de dimensión creativa, de desarrollo
creativo, de la capacidad de crear con la escritura, con la
cámara, con el audio etc. Son esos cambios los que han
orientado la maduración de nuestra escuela de comunica-
ción en el surgimiento de sus dos postgrados: una espe-
cialización en producción audiovisual, y una maestría en
comunicación y diseño cultural.

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La aventura de la investigación latinoamericana en


comunicación

Si del lado de la docencia en comunicación la fuente de


mi experiencia estuvo en Cali, en la Universidad del Valle,
el eje de mi otra aventura, la de la investigación, se halla en
ALAIC, la Asociación Latinoamericana de Investigadores de
Comunicación, que el año pasado cumplió veinte años. Y
aunque el tango nos diga que “veinte años no es nada”, la
verdad es que aquellos últimos años de la década del setenta
nos quedan bien lejos, demasiado lejos. Por eso es con no
poca nostalgia (de la buena) que los recuerdo: aquella mez-
cla de utopía democrática y solidaridad militante con los
exiliados de Argentina, Brasil, Chile, Uruguay; aquel afán
por lograr el encuentro de los latinoamericanos en un
proyecto común que hiciera verdad eso que constituía
nuestro objeto de estudio: la comunicación; aquella visión a
la vez ancha y comprometida de la tarea del investigador.
ALAIC nació pobre en recursos –lo que nos obligó a poner a
trabajar la imaginación ya fuera para reunirnos,
aprovechando congresos y seminarios sobre temas vecinos,
o para financiar proyectos como las bibliografías nacionales
de investigación en comunicación que publicamos en los
años ochenta– pero con una enorme riqueza de pensamien-
to.
Fue en aquellos primeros seminarios de ALAIC que mi
extraviado filósofo encontró su lugar y su tarea en pensar la
comunicación desde la cultura y las mediaciones. Y en el
constante trasiego de encuentros, congresos y seminarios de
esos años fue tomando cuerpo mi identidad de latinoameri-
cano. Y que esto último no es una cuestión retórica sino un
auténtico cambio de piel –¿quién fue el que dijo “lo más
profundo es la piel”?– lo prueba la polémica que suele susci-
tar mi respuesta a la pregunta de si, después de tantos años
en Colombia, me siento español o colombiano: “No dejé de

Autobiografía
23

ser español para hacerme colom-biano, si puedes entender-


lo, soy... latinoamericano”. En cuanto al des-cubrimiento
de mi lugar y mi tarea, se halla marcado por la arriesgada
búsqueda compartida con Patricia Anzola, nuestra inolvi-
dable pionera colombiana en estudiar las políticas de
comunicación junto con Elisabet Fox, los argentinos Hector
Schmucler, Alcira Argumedo y Heriberto Muraro, el brasi-
leño Luis Gonzaga Motta, el boliviano Luis Ramiro
Beltrán, los peruanos Rafo Roncagliolo y Lucho Peirano,
los venezolanos Elisabeth Safar, Atonio Pascuali y Oswaldo
Capriles, las mexicanas Fátima Fernández y Beatriz Solís, y
los chilenos Fernando Reyes Matta, Giselle Munizaga,
Diego Portales... –que conste que esto no es un llamado a
lista de los “fundadores” sino el tejido de nombres que
emergen a mi memoria cuando recuerdo los años del arran-
que–. Y cómo no meter en el mapa de los inicios las
reuniones en el ILET (México), en la CIESPAL (Quito) en el
CIID (Bogotá), en la CLACSO (Buenos Aires)? Pero como no
se trata aquí de hacer tampoco una historia resumida de
ALAIC, de sus luchas por sobrevivir, de sus tiempos de exis-
tencia subterránea y sus renacimientos, hasta aquí llega la
nostalgia.

Y comienza el recuerdo de que lo más importante de esas


redes, que se crean a fines de los setenta, va a ser una auto-
conciencia de la propia creatividad. Es decir, que a dife-
rencia de la inmensa mayoría de los trabajos que se produ-
cían en ese momento y que tenían como elemento legiti-
mador textos norteamericanos y europeos, nosotros comen-
zamos a citarnos entre latinoamericanos. Si de algo me he
preciado alguna vez en la vida es de haber escrito un libro,
De los Medios a las Mediaciones, publicado en Barcelona en
1987, en cuya bibliografía de cerca de cuatrocientos títulos,
casi la mitad son de latinoamericanos. Y ello era fundamen-
tal, porque era reconocer y demostrar que aquí también se
estaba creando pensamiento, y que a pesar de las dificulta-

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des para su circulación y de los recelos que nos habían ais-


lado, era posible ver cómo convergían trabajos de diferentes
disciplinas, de diferentes horizontes ideológicos y, por su-
puesto, de diferentes espacios geográficos. Poco a poco nos
fuimos dando cuenta de que estábamos dejando de ser invi-
tados a Europa o los Estados Unidos como “informantes
nativos” de las exóticas prácticas de comunica-ción lati-
noamericanas, para pasar a ser colegas que debaten con los
del “primer mundo” como contemporáneos, aunque cada
cual desde su territorio. La mejor prueba de lo que acabo de
afirmar es el encuentro organizado por Philip Schilesinger
en Sterling, Escocia, en noviembre de 1996, cuyo objetivo
fue el debate de los trabajos sobre comunicación y cultura
de Néstor García Canclini, Renato Ortiz y los míos, a partir
de un documento previamente elaborado por él y donde
tuvimos como comentaristas de nuestras tres ponencias a
un grupo espléndido de investigadores ingleses y norteame-
ricanos de la talla de Stuart Hall, Marjorie Ferguson y
Helge Roning.

Otro hito: a mediados de los años ochenta lideré, frente al


escándalo de no pocos colegas, la primera investigación
latinoamericana sobre la telenovela. Investigadores de Mé-
xico, Perú, Colombia, Brasil, Argentina y Chile, reunidos
en Cali con apoyo de ALAIC y de FELAFACS, nos dimos a la
tarea de investigar la densidad cultural, los conflictos que
moviliza la relación entre televisión y cultura popular, y la
necesidad, entonces, de una crítica capaz de distinguir la
necesaria denuncia de la complicidad de la televisión con
las manipulaciones del poder y los intereses mercantiles, del
lugar estratégico que la televisión ocupa en las dinámicas de
la cultura cotidiana de las mayorías, en la transformación
de las memorias y las sensibilidades y en la construcción de
imaginarios colectivos desde los que las gentes se reconocen
y representan lo que tienen derecho a esperar y desear.
Pues, nos encante o nos de asco, la televisión constituye

Autobiografía
25

hoy, a la vez, el más sofisticado dispositivo de moldeamien-


to y cooptación de los gustos populares, y una de las
mediaciones históricas más expresiva de matrices narrati-
vas, gestuales, escenográficas del mundo cultural popular
–entendiendo por este no las tradiciones específicas de un
pueblo, sino la hibridación de ciertas formas de enuncia-
ción, de ciertos saberes narrativos, de ciertos géneros dra-
máticos y novelescos de las culturas de Occidente y de las
mestizas culturas de nuestros países–.

En mi larga y personal indagación sobre la telenovela y


sus usos sociales, he tratado sobre todo de comprender la
profunda compenetración –la complicidad y complejidad de
relaciones– que hoy se producen en América Latina entre la
oralidad que perdura como experiencia cultural primaria de
las mayorías y la visualidad tecnológica, esa forma de “ora-
lidad secundaria” (W. Ong) que tejen y organizan las gra-
máticas tecnoperceptivas de la radio y el cine, del video y la
televisión. Pues, por más escandaloso que nos suene, es un
hecho cultural insoslayable que las mayorías en América
Latina se están incorporando a, y apropiándose de, la mo-
dernidad sin dejar su cultura oral; esto es, no de la mano del
libro sino desde los géneros y las narrativas, los lenguajes y
los saberes, de la industria y la experiencia audiovisual.
Estudiar los medios de comunicación en América Latina se
ha vuelto, entonces, una cuestión de envergadura antropo-
lógica. En efecto, lo que ahí está en juego son hondas trans-
formaciones en la cultura cotidiana de las mayorías, y espe-
cialmente en unas nuevas generaciones que saben leer, pero
cuya lectura está atravesada por la pluralidad de textos y
escrituras que hoy circulan. La complicidad entre oralidad y
visualidad no remite entonces a los exotismos de un analfa-
betismo tercermundista, sino a “la persistencia de estratos
profundos de la memoria y la mentalidad colectiva sacados
a la superficie por las bruscas alteraciones del tejido tradi-
cional que la propia aceleración modernizadora comporta”

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(G. Marramao). Y es que, como en las plazas populares de


mercado, en el melodrama telenovelesco está todo revuelto:
las estructuras sociales y las del sentimiento, mucho de lo
que somos –machistas, fatalistas, supersticiosos– y de lo que
soñamos ser, la nostalgia y la rabia. En forma de tango o de
telenovela, de cine mexicano o de crónica roja, el melodra-
ma trabaja en estas tierras una veta profunda del imaginario
colectivo, y no hay acceso a la memoria ni proyección al
futuro que no pasen por el imaginario.

Tercer hito. Desde inicios de los años noventa la configu-


ración de los estudios de comunicación muestra cambios de
fondo, que provienen no sólo ni principalmente de desliza-
mientos internos al propio campo, sino de un movimiento
general en las ciencias sociales. Los procesos impulsados
por la globalización económica y tecnológica desbordan por
entero los alcances de la teoría de la dependencia o del
imperialismo, y obligan a pensar una trama nueva de terri-
torios y de actores, de contradicciones y conflictos. Los
desplazamientos con que se buscó rehacer conceptual y
metodológicamente el campo de la comunicación procedían
de la experiencia de los movimientos sociales y de la re-
flexividad que articulaban los estudios culturales. Se inició
entonces un corrimiento de los linderos que demarcaban el
campo de la comunicación: las fronteras, las vecindades y
las topografías no eran las mismas de hace apenas diez
años, ni estaban tan claras. La idea de información –aso-
ciada a la innovación tecnológica– ganó legitimidad cientí-
fica y operatividad mientras la de comunicación se desplazó
y alojó en campos aledaños: la filosofía, la hermenéutica.
La brecha entre el optimismo tecnológico y el escepticismo
político se agrandó emborronando el sentido de la crítica.

Se abre paso entonces la conciencia creciente del estatuto


transdisciplinar del estudio de la Comunicación, hecha evi-
dente por la multidimensionalidad de los procesos comuni-

Autobiografía
27

cativos y su gravitación cada día más fuerte sobre los mo-


vimientos de desterritorialización e hibridaciones que la
modernidad latinoamericana produce. En esa nueva pers-
pectiva, “industria cultural” y “comunicación masiva” son
los nombres que designan los nuevos procesos de produc-
ción y circulación de la cultura, que responden no solo a
innovaciones tecnológicas sino a nuevas formas de la sensi-
bilidad; y que tienen, si no su origen, al menos su correlato
más decisivo en las nuevas formas de sociabilidad con que
la gente enfrenta la heterogeneidad simbólica y el estallido
de la ciudad. Es desde las nuevas maneras de juntarse y
excluirse, de des-conocer y re-conocerse, como adquiere
espesor social y relevancia cognitiva lo que pasa en y por los
medios y las nuevas tecnologías de comunicación. Pues es
desde ahí que los medios han entrado a constituir lo públi-
co, es decir, a mediar en la producción de imaginarios que
en algún modo integran la desgarrada experiencia urbana
de los ciudadanos: sustituyendo la teatralidad callejera de la
política por su espectacularización televisiva, o bien desma-
terializando la cultura y descargándola de su espesor his-
tórico mediante tecnologías que, como las redes telemáticas
o los videojuegos, proponen la hiperrealidad y la disconti-
nuidad como hábitos perceptivos dominantes.

Reubicando el futuro entre la experiencia y el relato

Después de veintidós años en Cali, me jubilé a finales del


año 95, y a mediados del 96 volví a residir en Bogotá. ¿En
qué estoy ahora?

La docencia ha sido quizás la dimensión más rica de mi


vida. Creo de veras tener vocación docente; primero, por-
que tanto yo como mis alumnos “lo pasábamos muy bien”
en los cursos; y, segundo, porque fue allí donde más apren-
dí, donde se producían las conexiones entre ideas, entre las

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dimensiones de lo real y los saberes, donde las preguntas de


los alumnos dejaban a la vista mis carencias o alentaban
mis búsquedas. Pero después de haber vivido apasionada-
mente y durante treinta años la docencia, llegó el momento
en que sentí que la universidad estaba recortando mi vuelo,
estaba limitando mi propio encuentro con Colombia. Dicho
en pocas palabras: mi abordaje del terreno de la Comu-
nicación –desde la filosofía y las ciencias sociales– descon-
certaba a las Escuelas de periodismo/comunicación en
Colombia, que no entendían ni lo que representaba la Es-
cuela de Comunicación de la Universidad del Valle ni mis
investigaciones. Eso hizo que durante muchos años yo
contara con más interlocutores fuera de Colombia que entre
los colombianos. Pero poco a poco mi trabajo ha ido encon-
trando eco entre los cientistas sociales de una Colombia
rota, desgarrada, adolorida; en la que la guerra está obli-
gándonos a dejar las anteojeras académicas –que frecuente-
mente nos permiten mirar sin arriesgar, asomarnos sin ex-
ponernos– para meternos por entero en la situación, en una
relación mucho más intensa y directa con lo que está vi-
viendo y muriendo el país. Entonces renuncié a la acade-
mia, renuncié a una preciosa propuesta de la Universidad
Nacional para que organizara y dirigiera un instituto de
investigación sobre Comunicación y Cultura. Hice un pro-
yecto y me retiré, conservando únicamente la Coordinación
del Grupo de Estudios Culturales en el CES (Centro de Es-
tudios Sociales) de la Universidad Nacional, y algunas
relaciones puntuales con la Javeriana y otras universidades.
El único trabajo que he aceptado formalmente es con la
Fundación Social; se trata de una extraña fundación que no
es una dependencia de una gran empresa sino la dueña de
grandes empresas, y cuyo proyecto no es de “beneficencia”
sino de intervención social en áreas estratégicas del desarro-
llo regional y nacional, de posición política que busca la
renovación de las instituciones democráticas, y de produc-

Autobiografía
29

ción de pensamiento en la relación estratégica entre cultura,


empresa y comunicación.

Digo que la Fundación Social es un lugar extraño pues


junto al vicepresidente corporativo, al vicepresidente de
desarrollo, hay una vicepresidencia de Axiología que elabo-
ra la política de la Fundación desde una perspectiva ética.
Es en ella que estoy trabajando en la formación de un equi-
po de investigación sobre comunicación y política, y en la
creación de un Observatorio de Medios. El equipo de inves-
tigación se ha iniciado con una investigación sobre “Medios
de comunicación y cultura democrática en México y Co-
lombia” que estamos adelantando con apoyo de la OEA,
coordinada por Néstor García Canclini en México y por mí
en Colombia. El Observatorio de Medios se inició en la
última campaña electoral, a la que siguió, semana a sema-
na, no sólo en la cantidad de tiempo o espacios que los
periódicos dedican a los candidatos, sino también –dentro
de una novedosa metodología de análisis– del tratamiento
negativo y positivo que les otorga el medio, del tipo de ideas
desarrolladas por cada candidato. El observatorio continua-
rá investigando los grandes temas de la agenda del país,
como la mujer, la juventud, el proceso de paz, los desplaza-
dos (hay más de un millón en este momento, desplazados
por la guerrilla y los paramilitares).

Por otra parte, la Fundación Social acaba de inaugurar


una revista de Estudios Sociales, que hacemos en conjunto
con la universidad privada local más importante, la Univer-
sidad de los Andes, y hemos iniciado una colección de
libros que recogen las charlas en la fundación y los diálogos
con John Marcos, Marc Augé, Nancy Fraser, Renato Ortiz,
Adela Cortina, Fernando Savater. Además, la fundación
tiene una programadora y productora de televisión en los
canales comerciales, que ha realizado algunos de los drama-
tizados semanales con mayor audiencia y con mayor ca-

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lidad de contenido y de experimentación audiovisual. Y


también en canales regionales, por ejemplo, hace un pro-
grama que ha sido muy premiado, Muchachos a lo bien, que
va por la tercera serie, sobre la vida cotidiana de los jóvenes
de Medellín.

Finalmente, estoy trabajando muy de cerca lo que consi-


dero el tercer elemento clave para nuestra perspectiva de
investigación, que es la relación, cada día políticamente
más estratégica para nuestros países, entre comunicación y
educación. Estamos necesitados de hacer que los sistemas
educativos de nuestros países, desde los ministerios hasta
las Facultades de Educación, comiencen a entender que una
cosa es pseudomodernizar la escuela introduciendo aparati-
tos –que lo único que hacen es amenizar la rutinaria tarea
cotidiana mientras dejan intacto el carácter autoritario,
lineal y repetitivo de la escuela–; y otra muy distinta es
asumir la transformación del modelo de comunicación que
subyace a la escuela a partir de las posibilidades cognitivas y
expresivas de las tecnologías de comunicación e informa-
ción. Para el futuro –el futuro de producción latinoame-
ricana, en todos los sentidos, producción intelectual, cientí-
fica y tecnológica– América Latina necesita desde ya
transformar radicalmente su sistema educativo, y ahí tene-
mos un campo espléndido, políticamente estratégico, para
ayudar desde el ámbito de la comunicación, a que nuestros
países se inserten hoy laboral y culturalmente en el mundo.

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