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(Remedios Varos: Tejiendo el manto del Universo)
ÉTICA
Prof. Nancy Arellano(*)
(*)Material del Prof. Carlos Casanova; reproducido sólo con fines académicos.
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I. LA VERDAD
1. NOCIONES COMUNES ACERCA DE LA VERDAD
El tema de la verdad es uno de los que más llama la atención del hombre, es uno de los
temas sobre los cuales opinamos mayormente y sobre el cual hay más equívocos en
las concepciones.
El equívoco más extendido hoy casi con seguridad puedo decir que es el de que cada
quien tiene su verdad. La verdad es relativa. Esta concepción tiene un importante
fundamento en la diversidad de culturas y religiones. La gente ve esto y se pregunta,
“¿quién tiene la razón, el judío, el cristiano, el musulmán, el ateo, el budista, el hindú?”.
Se toma a las doctrinas de estas religiones como absolutamente irreconciliables, casi
antagónicas. Pero el fondo del asunto, cuando alguien se hace una pregunta como la
planteada arriba, es que se toma a la verdad como única, como un sistema cerrado de
juicios. Como hay muchos sistemas religiosos, filosóficos y culturales, que versan
sobre cosas muy difíciles, de las cuales muchas no caen en nuestra experiencia; y
como no se toma en cuenta que la realidad es inteligible y que esas cosas que no caen
en nuestra experiencia –Dios, etc.– podemos conocerlas por su comunidad en el ser
con las cosas de las que sí tenemos experiencia, mediante el intelecto; entonces la
gente se pierde en el relativismo. Además, en los círculos intelectuales, se ve lo difícil
que es la ciencia y lo escasa que es, en el sentido propio de la palabra, es decir, certeza
plena con evidencia segura. Se ve cómo, a través de los siglos, lo que se creía verdad
irrefutable se demuestra falso: los famosos hoy cambios de paradigma, de los que se
habla en el capítulo anterior.
Hay que decir, sin embargo, que la verdad no es única, que no es un sistema cerrado.
Cada afirmación que se haga es verdadera o falsa, pero una doctrina, filosófica o
religiosa, posee muchísimas afirmaciones o negaciones, cada una será verdadera o
falsa; y lo que hay de erróneo en cada una no hace falsa a toda la doctrina, más bien
hay que decir que cada una tiene mucho de verdadero y puede haber alguna que en lo
referente a su objeto propio no tenga falsedades. De esta forma, ya el Cristianismo, el
Judaísmo, el Islam y las demás doctrinas no se excluyen mutuamente de modo
absoluto. Por el contrario, coinciden en muchas cosas y, sobre todo, en las más
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importantes. El caso es bastante claro, entre las doctrinas nombradas: ambas se
fundan en la fe de Abraham, creen en “el único Dios Verdadero”, poseen doctrinas
morales bastante conformes entre sí, etc. Hay que abandonar los exclusionismos y ver,
como lo han hecho muchos grandes hombres, lo que hay de verdad en las creencias de
las distintas personas, sin importar su procedencia.
Por otra parte, como se ha dicho reiteradas veces, el intelecto puede, partiendo de las
cosas sensibles, llegar a su Causa Primera, a Dios mismo. Y, por ello, podemos tener
confianza en que todas las demás cosas pueden ser alcanzadas por nosotros, aunque
sea de modo precario y limitado. Además, si es verdad que la ciencia es precaria y
limitada, también lo es que hay ciencia y hay capacidad humana de distinguir lo que es
ciencia de lo que no lo es, si no, no podríamos decir estas cosas y no podríamos hablar
de errores.
El relativismo, que acabamos de valorar, lleva a otro error bastante difundido hoy: el
escepticismo, la creencia firme en que no hay verdad o la inseguridad absoluta o
relativa acerca de cualquier creencia. San Agustín de Hipona, habiendo sido escéptico
él mismo, llama al escepticismo enfermedad mental; y estableció en su Ciudad de Dios
una cura para este mal, de la que hablaré luego, cuando, en el estudio del alma, hable
sobre el cogito cartesiano. Este mal es consecuencia del relativismo porque, si no se
puede decidir acerca de nada qué es lo verdadero ni quién tiene la razón, la
consecuencia más coherente es concluir que no hay verdad ni certeza de ningún tipo;
es decir, el relativismo trae implícito al escepticismo.
De modo que responder al relativismo es responder al escepticismo y viceversa, por lo
que para éste vale lo dicho respecto de aquél. Sin embargo, podemos decir aún
algunas cosas más. Pongamos un ejemplo. Un muchacho decide mentirle a su novia:
ella lo llama a las ocho de la noche y él le dice que ese día no se pueden ver, porque se
va a quedar estudiando, ella le dice que está bien y que ella va a hacer lo mismo. A las
once, ella siente nostalgia y lo llama; al sexto repique del teléfono, la mamá atiende y
le dice que salió con el amigo x; ella llama para casa de x y la mamá, con voz de sueño,
le dice que ellos salieron para una fiesta. A la mañana siguiente, la muchacha llama,
haciéndose la desentendida, y le pregunta a su novio por el estudio, él le dice que fue
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muy intenso y hasta muy tarde. Ella le responde –palabra clave–: “¡mentira!, la
verdad es que estabas en una fiesta con x”. Él, buen escéptico, le responde que cómo
dice eso si la verdad no existe. Y, con su escepticismo y todo, se queda sin novia,
porque la verdad es que es un mentiroso infiel. Mientras ella, muchacha reflexiva, se
da cuenta de que el escepticismo que compartía con él no lleva a ningún lado, se
sorprende de que hay una verdad y una certeza, al menos, y que ella las descubrió sin
ningún problema: ¡la verdad existe! Ese descubrimiento abre para ella un mundo
nuevo y, de hecho, le abre las puertas de la realidad inteligible.
El ejemplo habla por sí mismo, pero veamos, a partir de él, algunas cosas. El muchacho
mentía porque lo que en la realidad había hecho no coincidía con lo que le había
manifestado a su novia. Además, ella sabía que era falso, porque sabía cuál era la
verdad: no podría haber noción de la falsedad si no se conociera la verdad. No es lo
mismo error que mentira: cuando la muchacha no había averiguado la verdad, estaba
en un error, tenía una creencia falsa, pero la falsedad no dependía de su voluntad; la
mentira es decir voluntariamente lo falso.
De otro lado, tanto al escepticismo como al relativismo, se les podría preguntar si lo
que ellos dicen es la única verdad absoluta, pues, si lo es, hay verdad y, si no, entonces
hay verdad: ambos son contradictorios en sí mismos. Además, si las personas
creyeran en lo más profundo de su ser que no hay verdad, entonces no actuarían de
ningún modo, pues no se dirigirían a nada que creyeran verdadero: tendrían que
convertirse en plantas, pues no podrían ni siquiera pensar, su intelecto tendría que
quedar en blanco: la duda total y radical, que lleva a decir que todo es falso, es
impracticable, si es que va a intentarse realizarla de modo totalmente sincero.
Aristóteles, en el libro IV de su Metafísica, nos trae la anécdota de Cratilo, un filósofo
griego que creía que nada podía ser conocido porque, según él, todo fluye. Por ese
motivo, tratando de ser lo más coherente posible, dejó de hablar y se echó como una
mata. Para comer y satisfacer sus otras necesidades, movía un dedo. Pero, al hacer eso,
era incoherente, pues expresaba conocimientos y hacía ver que había cosas que
podían satisfacer sus necesidades; y que aquellos a los que les expresaba lo que les
expresaba con los dedos podían entenderlo y, por tanto, conocer lo mismo que él
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conocía. Es por esto que Descartes ha debido quedarse callado al final de la primera de
sus Meditaciones Metafísicas, pues, si dudaba de todo y todo aquello de lo que podía
dudar lo consideraba inexistente, entonces lo más coherente era el convertirse en una
mata; por ello es que las meditaciones segunda a la sexta (y última) y el resto de sus
Obras Completas no son más que un conjunto de contradicciones, pues son
incoherentes con su raíz misma: el cogito es una contradicción.
Una tercera creencia acerca de la verdad, muy difundida actualmente, es la de que la
certeza es verdad. De hecho se dice ‘cierto’ por ‘verdad’ y por oposición a ‘falso’. Esta
no es más que una especie de relativismo. En efecto, la certeza es un estado mental,
digamos, “subjetivo”, mientras que la verdad depende de la realidad. Ya, más arriba,
vimos que puede haber certeza contraria a la evidencia, la cual es enfermedad mental.
Por otra parte, puede haber personas que tengan certezas distintas sobre lo mismo y,
como nada puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto, sólo una de
ellas, si acaso, puede tener la verdad acerca de eso sobre lo que tienen las certezas
encontradas. Además, hay o puede haber cosas sobre las que nadie tiene certeza e,
incluso, sobre las que nadie nunca ha pensado y eso no quiere decir que no sean
verdaderas.
2. DEFINICIÓN GENERAL
“Verdad es la adecuación entre la realidad y el juicio del intelecto” (Santo Tomás
de Aquino, Suma Teológica, I, q. 16, a.1, solución).
La oración resaltada en el párrafo anterior es la definición más exacta y general de la
verdad. La misma tiene varios sentidos que entran en la definición general, estos
sentidos los veremos en el apartado siguiente. Ahora interesa ver que la verdad es una
relación, se da entre el intelecto y las cosas. Como el bien, en el que hay una relación
entre el apetito y el ser. La diferencia está en que el bien se funda en la perfección, que
es poseída por el ser, pues lo apetecible es la perfección, como veremos. Mientras que
la verdad se halla principalmente en el intelecto, en su función de juicio, pues la cosa
es verdad en tanto que es conocida, ya que hay verdad en tanto que hay conformidad
entre el intelecto y lo conocido por éste.
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De manera tal que la verdad es lo mismo que el ser, pero bajo la razón de inteligible o
de inteligido, mientras que la razón de ser, es la de actualidad, como se vio en el
primer capítulo. Y la razón de que esto sea así es sencilla si se considera que lo
inteligible es el ser, como también dije en el lugar últimamente citado. Por lo que, dado
que lo inteligible es el ser y todo ser, en tanto que tal, es inteligible, el ser y la verdad
son lo mismo, sólo que bajo distintas razones, según queda dicho.
3. LOS SENTIDOS DE LA VERDAD
Vimos que el ser, en tanto que noción, es un pros hén; lo cual quiere decir que tiene
varios sentidos, pero que los mismos no son inconexos, no es un simple equívoco, cada
sentido hace relación a un sentido principal. Como la salud o lo sano: se dice sano de
algo porque causa la salud, como la medicina; o se dice sano porque significa la salud,
como la orina o el color de la piel; o es sano un alimento, porque conserva la salud;
pero el sentido principal de la palabra ‘sano’ es el del animal sano, que es el que posee
la salud, como su sujeto. Igual el ser: los accidentes son, pero no en y por sí mismos,
sino en y por la sustancia, que es su sujeto y es la única que es propiamente, ya que es
en y por sí misma, como dije arriba. Igual sucede con la verdad, que posee varios
sentidos pero no inconexos entre sí, sino que todos hacen relación a un sentido
principal: la noción ‘verdad’ es un pros hén. Debo, antes de seguir, aclarar que estas
nociones, como se ve claro en el ejemplo de la salud, son los correspondientes
mentales de las realidades a las que se refieren, cosa obvia si se considera que el
discurso mental o lógico es correlativo del metafísico, como se hace claro en los dos
primeros capítulos de este trabajo.
Veamos los sentidos de la verdad y cuál es el sentido principal, según el cual los demás
se dicen verdad. La relación que lo conocido tiene con el intelecto puede ser esencial o
accidental. Es esencial cuando su propio existir depende del intelecto; y es accidental
en cuanto es cognoscible por el intelecto. Porque una cosa no puede llegar a ser si no
la causa alguien y, por tanto, ese que la causa es lo más esencial a ella, pues, sin él, no
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llegaría al ser; mientras que , una vez que existe, es totalmente indiferente para ella el
ser conocida o no por algún intelecto, de hecho la relación entre esa cosa y el intelecto
sólo es real del lado del intelecto, no del lado de la cosa conocida. Pongamos un
ejemplo en el que se vean ambas relaciones: una casa tiene relación esencial con el
intelecto del arquitecto que la diseñó; y accidental con cualquier otro intelecto que
pueda conocerla, del que no dependa.
Pues bien, el juicio sobre una cosa se fundamenta en lo que es esencial en ella, no en lo
que es accidental. Por eso, cualquier cosa se dice que es absolutamente verdadera
según se adecue al entendimiento del que depende. Por eso, también, las cosas
artificiales son verdaderas por su relación con nuestro entendimiento, como una
pistola, que es de verdad cuando sirve para disparar balas, o falsa o de juguete, cuando
no sirve para eso. Así, se dice que una casa es verdadera cuando se adecua al diseño de
la mente del arquitecto; y una frase es verdadera cuando expresa un pensamiento
verdadero.
De todo esto se ve que hay una verdad práctica y una especulativa. La primera se
refiere a lo que hacemos o producimos, la segunda al conocimiento.
4. CARACTERÍSTICAS DE LA VERDAD ESPECULATIVA
El principio de no contradicción consiste en que nada puede ser y no ser al mismo
tiempo y bajo el mismo aspecto, y la verdad especulativa es la adecuación entre el
intelecto y la realidad conocida. De donde se ve que, en primer lugar, el intelecto
cuando juzga de una cosa o, más bien, de algún aspecto de una cosa, es medido por la
cosa, es decir no será verdad si no se adecua a la cosa conocida. Además, la verdad, así
considerada, no puede ser una y única, pues en el universo hay multitud de seres y
cada ser tiene infinidad de aspectos, por lo que habrá tantas verdades como aspectos
de cosas.
Por otra parte, no será eterna ni absoluta ninguna verdad sobre las cosas cambiantes
que conocemos, sólo sobre Dios que es necesario, porque el juicio que ahora se adecua
a esta cosa, más tarde quizás no lo hará, en caso de que la cosa cambie; y,
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posiblemente, con anterioridad, haya sido distinta, de modo que la verdad sobre lo
que fue será otra que la verdad sobre lo que ahora es.
Sin embargo, en este momento y sobre este aspecto, lo que es verdad tiene que serlo
para todos, ya que las cosas son las que miden, es decir, será verdad sólo si se adecua a
la cosa, en el aspecto y tiempo considerado, y no porque a mí o a aquel nos parezca.
IV. EL BIEN
1. Definición del Bien
Como dije más arriba, el ser es la actualidad de todas las cosas, lo que es actual lo es en
razón de que es. Todas las cosas que yo poseo, intrínsecas o extrínsecas a mí, son y las
poseo en tanto que soy. Es decir, todas mis perfecciones, mayores o menores, tienen su
fuente en el ser, dado que perfección es actualidad y el ser es la actualidad de todas las
cosas. Alguien podría objetar que nada es perfecto sino Dios y eso es verdad, en tanto
que el único absolutamente perfecto es Él, que es precisamente el mismo Ser
Subsistente. Pero todas las demás cosas que somos, tenemos nuestras perfecciones en
la misma medida en que nuestro ser permite, en que somos más o menos. Piénsese en
un vaso apto para contener líquido y un vaso roto: el primero, es claro, es más
perfecto que el otro, pero los dos tienen su perfección en la medida de su ser.
Ahora bien, como todos apetecen la perfección según sus circunstancias concretas, lo
apetecible es la perfección. Pero, dado que la perfección es actualidad y el ser es la
actualidad de todas las cosas, el bien y el ser se identifican, sólo que bajo razones
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distintas. La razón de bien es la de apetecible, mientras que la de ser es la de
actualidad. Por esto cualquier cosa que sea actual es en sentido pleno; pero sólo las
que poseen toda la actualidad, es decir, toda la perfección que deberían poseer son
buenas en sentido absoluto. Mientras que lo que posee todas las perfecciones que
debería poseer es, en cierto modo; y las que sólo tienen cierta actualidad son buenas,
en cierto modo.
Por otra parte, como el bien es lo que todos apetecen, el bien tiene razón de fin, de
causa final, que es la primera de todas, pues ningún agente actúa si no es por el fin. Por
eso se dice que el fin es la causa de las causas. De manera tal que, causando, el bien es
anterior al ser, como el fin es anterior a la forma. Porque, en este sentido, el bien hace
alusión a una causa que parece ser extrínseca, mientras que el ser es causa intrínseca
como acto de las cosas (Summa Theologica, I, q. 5, a. 3) .
Además, en el mismo sentido de la causalidad, el bien se dice de lo existente y de lo no
existente, de lo que es y de lo que no es. Entendiendo por “inexistente” no lo que no es
en absoluto, sino el ser potencial, porque el bien tiene razón de fin, en el que
descansan no sólo lo que está en acto, sino también lo que tiende al acto como a su fin,
esto es, lo que está en potencia. Mientras que, al ser, sólo se le aplica el sentido de
causa formal y esta causalidad es aplicable sólo a lo que está en acto.
Sin embargo, en todo esto se ve que la noción de bien no se dice de modo igual en
todos los casos en que la usé arriba. Unas veces se utilizó como la perfección inherente
de los seres, perfección que estos poseen en sí mismos, sin referencia a nada, de donde
todo ser en tanto que tal es bueno. El otro sentido es el de la perfección no poseída y,
por tanto, apetecida, esta es la causa final. Pero en ambos casos se ve que lo que
importa es la actualidad de una perfección que se posee o mueve para poseerla, que
tiende a la expansión por virtud de su poder de atracción. Esa actualidad es ser, pues
el ser es la actualidad de todas las cosas.
Por otra parte, el no ser en tanto que tal no es apetecible, sino sólo accidentalmente: la
desaparición de algún mal es apetecible, porque el mal desaparece al no existir. Y la
desaparición de algún mal no es apetecible, si no es en cuanto que por el mal se priva
de algo. Así, pues, aquello que es apetecible es el ser. El no ser lo es sólo
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accidentalmente, ya que el hombre apetece un determinado bien del que no soporta
verse privado y el mal es el que nos priva de él: como sucede con la enfermedad, que
nos priva de la salud, por lo que queremos su desaparición, pero no en sí misma, sino
porque ella trae como consecuencia la desaparición del obstáculo que teníamos para
alcanzar el bien deseado. Así también y accidentalmente se llama bien al no ser.
Por último, hay que hablar del ser matemático. Este no existe como realidad
independiente: las matemáticas son el producto de formalizaciones que se realizan a
partir de la intelección de la categoría de la cantidad. De tener existencia
independiente, tendrían un fin en ellas mismas, un fin que sería la razón de su existir.
Las matemáticas son independientes según el intelecto que las aprehende; y así son
abstraídas del movimiento y de la materia; de este modo también son abstraídas de la
razón de fin, que, como se ha dicho, tiene sentido de motor. No hay inconveniente,
pues, para que en algún ser en el orden del entendimiento no esté el bien o la razón de
bien.
2. EL BIEN Y LA BELLEZA
Hemos de recordar algo que se vio en el capítulo II: lo bello y el bien se identifican; y
ambos son convertibles, en consecuencia, con el ser, porque van referidos a la
actualidad de las perfecciones. Por eso se “canta al bien por bello”. Pero difieren por la
razón. Pues el bien va referido al apetito, ya que el bien es lo que todos apetecen. Por
eso tiene razón de fin, pues el apetito es tendencia a algo. Lo bello, en cambio, va
referido al intelecto, principalmente, pero también a las demás potencias
cognoscitivas, las sensibles, ya que se llama bello a lo que agrada a la contemplación.
Por eso lo bello es una adecuada proporción, ya que las facultades cognoscitivas se
deleitan en lo que es proporcionado. Pero esa proporción es formal: primero, porque
el conocimiento se realiza por asimilación de la forma; y, segundo, porque la
proporción se da entre la forma de lo bello conocido y la forma del cognoscente.
Un ejemplo muy ilustrativo de la relación entre lo bello y lo bueno lo conseguimos en
ese dicho de la gente acerca de algunas muchachas: se dice que una muchacha es
atractiva, pero no bonita, o, al revés, que es bonita pero no atractiva. En un caso lo que
se dice es que la muchacha mueve la tendencia del apetito, pero que no produce, al
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menos principalmente, gozo a la contemplación; en el otro, lo que se dice es que
produce gozo al que la contempla, pero que no mueve a la pasión, al apetito.
Por otra parte, se ve que la belleza humana no es principalmente física. Lo más formal
en el hombre, lo más propiamente humano, es la libertad y ella reside en sus
facultades superiores: en el intelecto y la voluntad. Y por ello la manera más propia de
que un humano, hombre o mujer, sea bello, es ser virtuoso. Por eso es que es muy
verdadero lo que dice Andrés Eloy Blanco, en su Coloquio Bajo la Palma: “lo que hay
que hacer es amar lo libre en el ser humano”. Platón dice en El Banquete que el amor
es procreación en los cuerpos y en las almas; pero que el amor más alto, el más
humano, es el de la procreación en las almas y esa es la más pura verdad: porque es
más alto criar bien a un hijo que sólo engendrarlo; y por eso la amistad en la virtud es
la más verdadera y un amante debe cultivar a su amado: el que no lo haga no es
amante, es cualquier otra cosa pero no amante. De manera que al buscar al ser bello
con el cual compartir nuestras vidas, hay que ver el corazón y no las caras o la vida
puede ser un infierno de plástico, desesperación y fracaso. No que no se deba ver la
cara, pero primero y principalmente el corazón.
3. EL MAL
Ya arriba, al definir al bien, definimos también al mal, pero se hizo muy de pasada, por
lo que conviene detenerse un tanto en esta noción, sobre todo para explicar el sentido
ontológico del mal moral, de nuestra actuación perjudicial y de qué significa para un
hombre ser malo.
Ningún ser, en tanto que ser, es malo, sino en cuanto está privado de algo. Por
ejemplo, malo es el hombre que está privado de la virtud; y malo el ojo privado de la
vista. El mal es un cierto no ser, en el sentido dicho más arriba, esto es, en el sentido
de la privación.
Por otra parte, todo lo que tiene voluntad se dice que es bueno en cuanto tiene buena
voluntad, porque por la voluntad disponemos todo lo que hay en nosotros. Por eso no
se llama bueno al inteligente, sino al que tiene buena voluntad: un campesino puede
ser un buen hombre, siendo un ignorante y con mínima capacidad intelectual;
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mientras que Stalin, por poner un caso, con toda su inteligencia y toda su educación,
fue un hombre sumamente malo. Por su parte, la voluntad va referida al bien como a
su fin y objeto propio. De ahí que un acto es malo cuando no lleva una buena
ordenación, cuando no es proporcionado con un fin bueno: el acto es malo en cuanto
falta algo a su ordenación, es malo por un cierto no ser, por estar privado de la recta
proporción y el recto orden. Y no es una contradicción decir que el acto, que es un ser,
es malo, cuando se dice que todo ser, en tanto que es, es bueno; pues es bueno en
tanto que es, pero malo según algo de lo que está privado: en ese sentido se dice que
el mal inhiere en el bien, en el sentido en que se dice que el no ser es, es decir: si yo
fuera ciego, se diría que en mí inhiere la ceguera o que mi ceguera “es”, cuando no es
sino privación de vista, no ser de vista; o, si fuera miope, se diría que en mi vista, la
cual es un bien, inhiere la miopía, la cual “es” mal, y así sucesivamente. Pero no es
malo que vea, sino que mi vista es limitada en relación a como naturalmente debería
ser.
VI. EL ALMA
1. INTRODUCCIÓN
A continuación haremos un estudio acerca de la existencia del alma y de la condición
de ésta de ser la forma del cuerpo y otros aspectos de la misma, que se verán. Muy
probablemente habrá personas esperando que se haga una prueba “científica” de la
existencia del alma. Lamento no satisfacer sus expectativas. Pero lo lamento sólo por
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ellos, pues por lo que se refiere a la cordura y a la sensatez, me alegro mucho de que
yo no sea quien se lance a hacer pruebas científicas de lo que no entra en el ámbito de
las ciencias, en el sentido en que hoy se entiende este término.
A los científicos les encanta salirse de su ámbito: creen poder desde la biología o
desde la física juzgar de lo metafísico y de la metafísica misma. Emprenden pruebas
empíricas de la existencia de Dios, o de su inexistencia. A Darwin, por ejemplo, le
fascinaba el pensamiento de que con la biología iba a acabar con las “supersticiones”
religiosas, pretendiendo llegar hasta el fundamento de la vida, como si eso fuera
biología. Para la biología, la vida es algo dado, si un biólogo pretende hacerse cuestión
de su fundamento, no hace biología, hace metafísica. Pero confunde a los sencillos,
quienes, por la autoridad científica del sabio, creen que sus afirmaciones son
irrefutables por científicas. Y lo peor es que como su competencia, de la que nadie
duda, está limitada por los límites de su ciencia, normalmente dice sandeces
metafísicas o acerca de la filosofía de su ciencia. Dicho de otra forma: el científico es
alguien a quien hay que oír con mucho respeto, como quien oye a una autoridad,
cuando está en el ámbito de su ciencia; pero cuando se sale de ahí no suele decir más
que disparates: “el universo es un rayo que surge del pensamiento”: ¿a qué se refiere?
Estos últimos tres siglos de la historia del pensamiento occidental pasarán a la
historia como un período del más necio materialismo que había visto La Tierra hasta
la llegada del mismo; y en especial porque no ha dejado nunca de tener a mano la
metafísica adecuada para coronar los más espectaculares avances en la ciencia
empírica y en la tecnología.
La ciencia parte de unos axiomas, de unos principios, sin los cuales no puede
proceder. Como ellos fundamentan la ciencia, no pueden caer en el ámbito de las
demostraciones de la misma. De modo que tienen que proceder de una experiencia
anterior y superior a ella. Esa experiencia es intelectiva o, de lo contrario, la ciencia no
es sino un mero juego quimérico. De igual forma, el estudio sobre el método a utilizar
y las consideraciones sobre el mismo no pueden ser científicos, pues la posesión del
método constituye a la ciencia. Tampoco está sometida al ámbito de la ciencia la
determinación del objeto, que antecede, inclusive, al método mismo; mucho menos
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está en el ámbito de la ciencia la consideración acerca de la existencia de dicho objeto,
la cual es precisamente objeto de la metafísica.
Por otra parte, las condiciones de posibilidad de la ciencia no son materia de
consideración de la misma. Ni las psicológicas ni las ontológicas. De modo, pues, que
no es científico ni puede serlo el afirmar que debe ser tenida por ingenuidad toda
afirmación que escape del ámbito científico. Y es una pura insensatez la esperanza
racionalista en que todo va a poder ser resuelto por las ciencias, de forma tal que todo
lo que llamamos misterio no es sino un ámbito al que la ciencia no ha llegado aún,
pero que llegará.
El amor, la inteligencia, las ideas, las emociones, la vida interior del hombre, la unidad
del ser vivo, la existencia y el origen de las especies y del mundo mismo son otros
tantos temas en los que los científicos, aunque les duela y aunque tengan las ilusiones
que tengan, van a seguir dando palos de ciego y dándose los golpes que se daría un
ciego en el medio de una gran avenida en hora pico y sin guía, en la vana esperanza de
que podrán encontrarle causa física a todo: la causa física de la física, es el
contradictorio monstruo metafísico‐quimérico detrás del cual anda la ciencia de
nuestros días. Tengamos paciencia y comprensión con estos pobres soñadores. Pero
sobre todo tengamos respeto para la insistencia en el absurdo de estos amantes de lo
imposible, de estos Quijotes que no vencen a los molinos, porque los mismos no
existen sino en su imaginación, por lo que dan el más bochornoso de los espectáculos:
no ya embestir contra un molino que se confunde con un gigante, sino contra el vacío
en el que se cree que hay un molino que es un gigante.
Pero no perdamos el sueño por estos buenos señores. Hemos de saber que la ciencia
empírica no agota nuestro conocimiento. Tenemos experiencia sobre ella. De hecho,
ella misma sería imposible si no tuviéramos esa experiencia. Como hemos visto,
tenemos experiencia intelectual de los axiomas. Ese tipo de experiencia es de la que
echamos mano para hacer un estudio psicológico adecuado, lo mismo que uno
metafísico. Y esta reflexión que acabo de hacer, es decir, el haber anotado que por la
posibilidad de tener experiencia intelectual de nosotros mismos y por dar un repaso
de nuestra actividad cuando nos dedicamos a la ciencia, es otra prueba más de que
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podemos tener una experiencia adecuada para hacer un estudio psicológico más que
“científico”. Si bien en el mismo se obtienen certezas por evidencias que las sustentan.
De donde se hace ciencia verdadera, pero en un sentido más adecuado que el que
heredamos del positivismo fisicista, que restringió lo “científico” al ámbito de la física
matemática arbitrariamente.
De este modo, al alma la podemos conocer por una reflexión metódica. Platón es
quien, por primera vez, formaliza el método de estudio del alma, que es común a todos
los hombres, aunque hagan uso de él de modo más o menos inconsciente. El mismo
consiste en que por el objeto se conoce el acto, por el acto la potencia o facultad del
alma. Es un método reflexivo: va de lo exterior, el objeto, a lo interior, la potencia,
pasando por el acto de la misma, por su operación. Y es un método seguro, porque, por
la experiencia externa, que es lo más cognoscible para nosotros, llegamos a nuestras
posibilidades internas, a nuestros principios de actuación, interiores o exteriores.
Pasemos, pues, al estudio del alma sin ningún miedo, que no vamos a dedicarnos a
hablar de lo incognoscible, sino quizás de las cosas que mayormente caen en nuestra
experiencia.
2. EXISTENCIA DEL ALMA
Preguntarse por la existencia del alma es preguntarse por una evidencia, que ha sido
negada o bien por un materialismo “culto”, que, conforme con lo dicho en el segundo
capítulo de este trabajo, no es más que enfermedad mental, por constituir una certeza
contraria a la evidencia, o por ignorancia, simplemente. En efecto, la existencia del
alma es evidente, porque es evidente que hay unos seres vivos y unos seres que son
inanimados. La diferencia entre uno y otro género de seres es clara: unos pueden ser
principio de sus propios movimientos, mientras que los otros no pueden serlo. La
palabra ‘alma’ tiene su origen en el vocablo latino ‘anima’, el cual da origen además a
los términos ‘animación’ y ‘animal’, con lo cual se ve claramente el significado de la
palabra: principio de animación, de movimiento. El animal es el que posee alma, es
decir, el que posee en sí mismo el principio de su propio movimiento, si bien las
plantas , en este sentido, son también animales, pues poseen en sí mismas el principio
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de sus operaciones vitales. De modo que el alma es principio de vida y, quienes la
poseen, son los seres vivos.
Sin embargo, un materialista puede decir que la diferencia que se da entre ciertos
objetos fabricados por el hombre y los seres vivos no es más que cuantitativa. Ese es el
caso de Descartes, por ejemplo, quien pensaba que la diferencia entre un perro y un
reloj era de complejidad. El hombre realiza objetos que se mueven, carros, relojes,
computadoras, las cuales, por cierto, poseen “inteligencia artificial”.
Así, el creyente en estas cosas es capaz de explicar operaciones vitales por la sola base
física. Una sensación es un impulso eléctrico, que va de una terminación nerviosa al
cerebro; la operación que tradicionalmente se ha tomado como la más espiritual en el
hombre, el amor, no es otra cosa que una sustancia química, producida por una
glándula corporal, y la causa de que la glándula la produzca es puramente física, claro.
Pero la causa de que la glándula sea glándula y la de que esté incluida en la unidad del
ser del que es una parte son también físicas. Todo es explicable por la física. Lo que los
locos, estúpidos y medievales trasnochados metafísicos llaman ‘alma’ no es sino ley
física; y, si hay cosas que la ciencia de Newton y Einstein no puede explicar, es porque
todavía no ha avanzado suficientemente, todo es cuestión de tiempo, dicen los
positivistas y demás materialistas. No hay duda de que se van a quedar esperando.
Ya Sócrates, Platón y Aristóteles tuvieron que lidiar con estas creencias presocráticas.
Pero los presocráticos tenían la excusa de que, en su época no se había descubierto
aún lo inmaterial, las formas sustanciales, por eso todo lo explicaban por la materia.
Pero estos modernos presocráticos no tienen esa excusa, de modo que, luego de casi
dos milenios y medio de tradición filosófica, desde que se descubrieron las formas,
todo en el mundo los acusa. Pero ya estamos familiarizados con la causa de semejante
locura: la negación de las inteligibilidades reales en lo sensible, de las esencias, de las
formas. Su negación del alma es sólo un caso particular de una negación más amplia.
En el Fedón, Platón nos cuenta cómo Sócrates se decepcionó de los filósofos anteriores
a él, porque pretendían explicar la causa de la unidad del ser humano, por ejemplo,
por yuxtaposición de carnes y huesos. Yo no veo que haya diferencia entre este modo
de explicar las cosas y el de los modernos positivistas: la única es la que ellos mismos
16
explicarían por el mayor atraso de las investigaciones físicas para el año 450 antes de
Cristo.
Sana parece la actitud de un geólogo de la NASA, que vino hace unos años a la
Universidad Central de Venezuela para hablar de la formación de los continentes:
viendo lo admirable de todo el orden de innumerables sucesos y lo grande de los
mismos, luego de un repaso por las teorías más calificadas sobre la materia, dijo a los
asistentes a la charla que dictaba, que no había otra forma de explicar semejante
armonía que la de la ordenación por un intelecto superior, por Dios. Esta conclusión es
muy parecida a la que, cuenta Platón, en el diálogo citado, llegó su maestro Sócrates. Y
es la conclusión a la que deberíamos llegar de sólo ver el impresionante orden
genético de nuestras células; lo mismo que cualquier otra cosa en el ámbito del
universo entero.
Sin embargo, no obstante que toda la fuerza teórica de la negación del alma por estos
genios reside en su autoridad, es menester ver los distintos errores que cometen,
aparte del fundamental de la negación de las esencias. El primero y más obvio es que
no se dan cuenta de que, cuando muere un ser vivo, en el mismo instante posterior al
de su muerte, el mismo posee la misma constitución física y química que en el
anterior: su materia es orgánica. Y, sin embargo, de un momento a otro, tiene lugar un
verdadero cambio sustancial: pasa de ser un ser, con una unidad muy profunda, a no
ser más que un agregado de moléculas, que poco a poco irán separándose, en la
disgregación tan conocida por todos. Lo mismo puede decirse de un impulso eléctrico
que se le suministre a dicho cadáver: supongamos que le damos uno de igual
naturaleza e intensidad que el de cualquier sensación, ni con magia haremos que el
impulso sea dolor, la sensación es algo más que electricidad. Aquí vale decir, con el
conocido refrán, sabemos lo que tenemos porque lo perdemos.
En una oportunidad, unos científicos, que habían descubierto la parte del cerebro que
es la base física del movimiento del brazo, hicieron un experimento con un ser
humano: le impresionaban el órgano dicho adecuadamente, de manera que su brazo
se movía. Le preguntaron “¿por qué moviste el brazo?”; y él hombre les respondía: “yo
no he movido el brazo, me lo movieron ustedes”. Querían probar que el movimiento
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del brazo era puramente físico y les salió el tiro por la culata, porque no lo es. No todo
movimiento es vida, sólo ese en el que el ser es principio de su propio movimiento.
Los seres artificiales que se mueven como si estuvieran vivos dependen de un hombre
que los fabrique y los haga funcionar; a lo más que hemos llegado por este camino es a
la programación de una computadora, de la que dicen tiene “inteligencia artificial”; y
lo que dan es risa: la llamada inteligencia artificial no es más que capacidad de
almacenar información, en soportes magnéticos, que en algunos casos es operativa.
El hombre lo más que puede hacer es trabajar con ciertas características de unos seres
que, en su ser, no dependen de él, por lo que dichas características tampoco lo hacen.
Los ingenieros genéticos pretenden producir vida originariamente con la clonación y
lo que hacen es trabajar con cosas que ya están en la naturaleza: la carga genética de
una célula no sexual y una célula sexual, lo cual no es nada muy distinto de la
fecundación del óvulo por el espermatozoide; cosa que confirma lo dicho arriba de la
posesión por el huevo o cigote de todo lo necesario para ser un ser de la especie que
sea y sobre la maldad moral del aborto.
La conclusión sana que deberían sacar los materialistas de la generación artificial (la
del teléfono o del reloj o de cualquier aparato fabricado por el hombre) es que ni
siquiera en estos seres hay pura materia: en ellos se da la impresión de la forma del
intelecto humano en la materia. Lo mismo que en los seres naturales se da la esencia,
que es el alma en el caso de los seres vivos.
Otra cosa que deberían ver es que no es lo mismo un transplante de corazón que el
cambiarle la pila a un reloj, el disco duro a una computadora o el motor a un carro. De
la misma manera que no es lo mismo cortarle un brazo a un hombre que espicharle un
caucho a un carro. La unidad del ser vivo no es para nada la misma que la del ser
producido por la generación artificial. En estos, como en aquellos, la unidad viene de
la forma impresa en la materia, pero con la mínima diferencia de que su forma o
esencia depende únicamente de la función que cumplen, mientras que en aquellos es
mucho más profunda. Pero sobre la unidad de los seres vivos hablaré en el apartado
siguiente.
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Entre las causas de que hombres comunes nieguen la existencia del alma o duden de
ella, quizás la más importante es de origen no religioso, sino irreligioso. Se duda de
las doctrinas, que en Venezuela son Católicas, sobre la inmortalidad del alma y se
confunde al alma con ‘alma espiritual’; de ahí la gran sorpresa de muchos alumnos al
oír que hasta las plantas tienen alma. Ese es el origen, pero este problema, más que
sobre la existencia del alma, es sobre la inmortalidad del alma humana. Por lo que al
mismo se responderá en el apartado respectivo de este capítulo.
3. UNIDAD ORGÁNICA DEL ALMA Y EL CUERPO
Un hombre, para ponernos de ejemplo a nosotros mismos, posee centenares de
millones de células, en el núcleo de cada una de ellas, a su vez, hay una molécula de
AND, la cual está compuesta de trescientos mil millones de cadenas de aminoácidos; si
la estiramos completamente, esta molécula alcanza un metro y medio de largo. Cada
una de estas moléculas posee información genética idéntica a la de las demás, pero en
cada órgano del cuerpo dicha información es decodificada de modo que sea célula de
ese órgano y no de cualquier otro o, en general, cualquier cosa: las células de hígado
son células de hígado, las de estómago, de estómago y así sucesivamente. La
información genética de cada uno de nosotros es asombrosa, inmensa; pero más
asombrosa aún es el orden que hay en la decodificación de dicha información. Un
error puede ser fatal, pues puede terminar siendo un cáncer y nuestra muerte.
La causa de tal estructuración, la cual, como se ve, parece estar viva, es la misma que
da unidad a tantos átomos, moléculas, electrones y protones: el alma, nuestra esencia
y principio de vida y estructuración. Es también lo que hace que, a pesar de que
nuestra cantidad de materia y la materia misma varíen en el transcurso de nuestras
vidas, conservemos la unidad. Y esto lo hace precisamente por ser lo que nos
estructura, por ser nuestra esencia.
De lo anterior se ve que el alma y el cuerpo no son dos cosas, sino sólo una: la
sustancia del ser vivo concreto, que es compuesto, como todas las sustancias
corpóreas, de materia y forma, pero que guarda una unidad orgánica. Es decir, no son
dos seres unidos, sino un sólo ser, como es uno el hombre, a pesar de tener tantas
partes corporales.
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Esta unidad se puede hacer clara, viendo lo que sucede en varias sustancias. Es
impensable el David de Miguel Ángel sin el mármol del que está compuesto, pero
también lo es sin la figura, sin la forma que concibió el gran artista en su mente, la cual
fue impresa en el mármol. Sin éste, no podría existir fuera de la mente de Miguel
Ángel; pero, sin la figura, no sería más que una piedra. Del mismo modo, los
dinosaurios o las plantas u otros seres vivos que vivían hace millones de años, no
podían haber existido sin su cuerpo; pero, sin su alma, hoy en día son petróleo y hace
millones de años, antes de la descomposición de sus cadáveres, no eran otra cosa que
un agregado de moléculas en vías de desintegración. Cosa que no ocurría cuando
estaban vivos, cuando guardaban una unidad orgánica, no obstante sus cambios de
materia; cambios que no ocurren, por cierto, en el cadáver.
De igual modo pasa con una mesa: sin una forma que la estructure en su totalidad, ella
no pasa de ser un conjunto de átomos. Pero incluso el átomo, guarda unidad, de
acuerdo con el propio Heisenberg, por algún elemento que lo estructura en su
totalidad y, por ello, el electrón no puede ser estudiado sino como parte suya, pues,
fuera de él, es otra cosa.
Si no fuera por dicha unidad, sería inexplicable lo dicho acerca de la unidad de nuestro
ser, a pesar del la variación de materia.
Así se ve, pues, la íntima, más bien, orgánica, unidad que se da entre el alma y el
cuerpo, en la unidad del ser vivo que se compone de ellos.
4. LA INMORTALIDAD DEL ALMA HUMANA
La forma del hombre no está completamente inmersa en la materia. En efecto, en la
jerarquía ontológica que acabamos de estudiar, se ve, en cada “peldaño” de la misma,
que la forma de los seres que pertenecen a los respectivos géneros va mostrándose
cada vez menos inmersa en la materia. Así, la condición de temporales nos viene por
estar compuestos de materia y forma; de modo que la inmersión, mayor o menor, en
el mismo, se debe a una mayor o menor inmersión en la materia. Las posibilidades de
poseer algo completamente desligado del fluir temporal, indican que se tiene una
potencia en la que puede residir eso que está totalmente fuera de dicho fluir.
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Por otra parte, la materia no es capaz de reflexionar sobre sí. Los seres materiales,
por consiguiente, no son capaces de la reflexión. Por lo que, si un ser es capaz de la
reflexión, ese ser deberá poseer algo, al menos, que no esté inmerso en la materia. Ya
que la materia para actuar requiere de el movimiento local, de donde una parte de la
materia no puede actuar sobre sí sino sobre otra parte; porque, además, la materia es
potencial y para pasar al acto requiere de un acto que haga el paso, pero no puede
hacerlo ella misma. El hombre es capaz de reflexionar y eso supone, por ejemplo, que
él puede, con lo mismo que conoce algo, conocer que conoce y eso es precisamente
reflexionar e implica que lo que conoce y lo que conoce que conoce es algo actual: el
intelecto, raíz más profunda de nuestra libertad; luego, el hombre posee algo que no
está plenamente inmerso en la materia, su parte intelectiva.
El intelecto humano, al conocer, obtiene de los seres que conoce precisamente lo que
de inmaterial hay en ellos: sus formas. Por más que algunas de las formas que conoce
estén completamente inmersas en la materia de los seres conocidos, las formas no son
materia. De modo que los juicios y las esencias simples que tiene el hombre en su
entendimiento, en tanto que están en él, están desprovistas de materia. Así se ve que
el intelecto no tiene órgano corpóreo. Esto es lo que dijo Leibnitz: agranden un
cerebro todo lo que quieran, hasta que alcance el tamaño de una ciudad, ahí no
encontrarán una idea.
Aristóteles, en el libro primero del De Anima, dice que si hay una potencia del alma
que no requiera para ejercer su operación de órgano corpóreo, entonces el alma
sobrevivirá al cuerpo, pues no tiene necesidad absoluta de él para existir. En el libro
tercero de la misma obra, ve el Estagirita que el intelecto no puede tener órgano
corpóreo, porque, de tenerlo, no entendería nada. En efecto, se entiende, se intelige la
forma, cuando la separa por su acto el intelecto de la materia que estructura. Si el
intelecto tuviera órgano corpóreo, sería forma de ese órgano, pues las distintas
potencias del alma estructuran los órganos de sus operaciones; de manera tal que, de
tener órgano corpóreo el intelecto, sólo podría entenderse a sí mismo como forma de
ese órgano. Lo cual es contrario a la experiencia, ya que sabemos que conocemos
muchas cosas intelectivamente. Pero no podría el intelecto conocer otras formas si él
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fuera la forma de algún órgano corporal, como la vista, si tuviera color, no podría
captar ningún objeto, dado que el color, en cuya posesión estaría, le impediría tal cosa.
Así, se ha probado de cuatro formas distintas que el intelecto no tiene órgano corporal
para realizar su operación. Y, por lo tanto, el alma humana, que es una y es la única
que posee intelecto, pervive al cuerpo, luego de su muerte.
Sin embargo, por medio de la filosofía es imposible saber qué le sucede al alma luego
de la muerte corporal. Mantiene su existencia, pero, como el intelecto para realizar su
operación requiere del acto de la imaginación, que sí tiene órgano corporal, como se
dijo en el apartado sobre el acto de inteligir, en el último apartado del tercer capítulo
de este trabajo, entonces parece que el intelecto, existiendo y todo, no puede realizar
su operación. Aristóteles deja el problema sin resolver y es lógico, ya que la filosofía
no puede llegar más allá de la experiencia.
En todo caso, Platón y Santo Tomás de Aquino afirman la inmortalidad del alma. El
uno porque se da cuenta que cada ser tiene un mal propio que lo corrompe, que lo
destruye. El mal del cuerpo es la enfermedad y el del alma el vicio. Pero nadie se
muere como consecuencia directa del vicio; ni se hace más vicioso por causa de una
enfermedad. De donde, como el mal del cuerpo no es el del alma y el mal propio del
alma, el vicio, no la destruye, entonces el alma tiene que ser inmortal.
El Aquinate, supuesto lo dicho por Aristóteles de la pervivencia del alma respecto del
cuerpo, dice que el alma es inmortal porque es simple y lo simple no puede
corromperse en sus partes, no se puede destruir. Aparte de que, dado que ella no
depende de sí misma en su acto de ser, como ningún otro ente, entonces no puede
destruirse.
Por otra parte, Platón y Santo Tomás también hallan indicaciones racionales de lo que
nos debe suceder luego de la muerte: no pruebas, indicaciones. El Ateniense ve que en
nosotros se da la justicia, de manera tal que en Dios tiene que darse y de forma mucho
más perfecta. Así, luego de la muerte tiene que haber una repartición de penas y
premios, conforme el hombre haya sido virtuoso o vicioso.
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La indicación que Santo Tomás añade a esta de Platón es quizás más fuerte. En efecto,
el Aquinate se da cuenta de que en la naturaleza nada es para nada: todo tiene un fin,
que es la propia razón del existir del ser concreto. Una tendencia fundamental de
nuestra naturaleza es la tendencia a conocer las causas de las cosas. Por consiguiente,
sería un absurdo el tener esta tendencia, si al final no pudiéramos conocer la Causa
Primera de todo ser y todo movimiento, si no pudiéramos conocer a Dios. Por ello,
vale decir, el castigo de los viciosos de no llegar al conocimiento de la Causa Primera
es una gran desnaturalización de sí mismos que se autoinfligen los “malos”. También
ve Santo Tomás que, dado que el alma es la forma y esencia del cuerpo, tiene que
haber una tendencia natural de ésta a reunirse con el mismo, como lo pesado tiende a
ir hacia abajo y lo ligero hacia arriba, por naturaleza.
Pero estas son sólo indicaciones, aquí la fe tiene que suplir la limitación de la razón.
Pero la razón demuestra que la fe no es algo que la anule, sino que es conforme con
ella.
5. LAS POTENCIAS DEL ALMA
En el libro IV de La República, Platón hace, por primera vez en la historia,
formalización de un método de estudio del alma, que es común a todos los hombres,
aunque hagan uso de él de modo más o menos inconsciente. El mismo consiste en que
por el objeto se conoce el acto, por el acto la potencia o facultad del alma. Es un
método reflexivo: va de lo exterior, el objeto, a lo interior, la potencia, pasando por el
acto de la misma, por su operación. Y es un método seguro, porque, por la experiencia
externa, que es lo más cognoscible para nosotros, llegamos a nuestras posibilidades
internas, a nuestros principios de actuación, interiores o exteriores.
Luego de Platón, el método es profundizado y corregido; y así leemos en los
comentarios de Santo Tomás al De Anima de Aristóteles, que no es por el objeto, sino
por la razón en que la potencia considera al objeto por lo que se conocen el acto y la
potencia.
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Digo que es un método seguro y usado por todos porque así es. En efecto, si alguien ve
(acto) un objeto difícil y lejano (objeto) con claridad, decimos que tiene una gran vista
(potencia). O, si alguien resuelve (acto) un examen muy difícil de matemáticas
(objeto), decimos que es muy inteligente (potencia). O si le pasamos la mano a alguien
por la cara (objeto) y no hace ningún gesto (indicación de ausencia de acto), decimos:
“es ciego” (negación de la potencia). En el tercer capítulo de El Ser y los Filósofos,
Gilson dice que Avicena leyó cuarenta veces la Metafísica de Aristóteles (objeto), pero,
a pesar de que, por haberla leído tantas veces, la podía recordar perfectamente (acto
1), no pudo entenderla (acto 2) hasta que leyó un comentario de Alfarabí: con lo que
vemos que tenía memoria (potencia 1) e intelecto (potencia 2), pues la obra que
aprendió se considera según dos razones distintas: objeto de recuerdo (razón 1) y de
intelección (razón 2). Como le pareció tan buena que la leyó cuarenta veces y leyó
comentarios sobre ella, podemos ver que hay una tercera potencia implicada: la
voluntad o apetito intelectivo (potencia 3), que tiene como objeto el bien inteligible
(razón 3) y el bien universal, por lo que es la potencia en la que reside el deseo por la
ciencia y la sabiduría.
Hay que aclarar que el alma no se compone de sus potencias. Si se compusiera,
requeriría de un principio de estructuración que le diera unidad: así, el ser vivo
estaría compuesto de materia, forma y forma de la forma y eso es ridículo. El alma es
simple, es una, pero posee unos principios de acción, que son por los que ella actúa y
anima a los cuerpos que estructura.
Los tipos de potencia son cinco: vegetativas, que son las nutritivas y de crecimiento;
sensitivas relativas al conocimiento, de las cuales unas son internas y otras externas;
locomotrices; intelectivas; y apetitivas, que corresponden a las respectivas potencias
cognoscitivas: hay apetito sensitivo y hay apetito intelectual, como hemos visto tantas
veces (entre otros lugares, en este apartado y en el capítulo sobre el bien y la verdad).
Según se posea determinados tipos de potencia, los tipos de vida se clasifican en tres
tipos: vida vegetativa, vida sensitiva y vida intelectiva. En los seres que viven vida
vegetativa sólo hay potencias nutritivas y de secreción y de crecimiento.
24
Entre los seres con vida sensitiva, los animales, hay lo que hay en los anteriores, pero
también se dan los sentidos. Pero hay una gradación entre estos por poseer mayores o
menores potencias sensitivas. En efecto, uno animales sólo tienen el tacto y están
desprovistos de las sentidos internos, por lo que no poseen la locomoción: sus únicos
movimientos se dan sin cambio de lugar y son destinados a la alimentación
únicamente. Hay otros que poseen los demás sentidos externos: la vista, el olfato, el
oído (el gusto lo incluyo en el tacto) y los sentidos internos, la imaginación, el sentido
común y la estimativa, pero muy imperfectamente, por lo que poseen la locomoción,
pero su memoria es muy limitada, de donde no pueden tener experiencia. Los
animales más perfectos poseen todas estas cosas, pero sus sentidos internos son,
digamos, más sofisticados, por lo que pueden hacer experiencia y dirigir sus vidas en
mucho mayor grado que los anteriores. Todos estos, por supuesto poseen apetito
sensitivo.
Por encima de todos está el hombre, que posee potencias vegetativas, cognoscitivas y
apetitivas, y la locomoción, pero, sobre todas éstas, el intelecto y la voluntad, en
virtud de las cuales, como hemos visto, el hombre puede ser todas las cosas, puesto
que puede poseer todas las formas de todos los seres, puede ser sabio y llegar incluso
al conocimiento de Dios, por lo que no está plenamente inmerso en el tiempo; es libre
y puede obrar sin un total sometimiento al apetito sensible, por lo que puede dirigir su
vida; puede hacer reflexión y de ahí que pueda hacer herramientas, saber la
proporción de sus actos con su naturaleza y conocer, por ende, su alma, de qué está
compuesto, si obra bien o mal; conocer las causas universalmente y, por lo mismo,
obrar con arte, etc. . Esta, entonces, es la base de que el hombre sea la cúspide del
cosmos sensible: “el epítome del cosmos”, como dice Vöegelin.
Hay que precisar todavía, sin embargo, en qué consisten los sentidos internos: la
imaginación, el sentido común, la estimativa, para los animales, y, para los hombres, la
cogitativa. Para hacerlo, hay que recordar el método: por el objeto se conoce el acto y,
por este último, la potencia o facultad. Empecemos por el sentido común. Por cada
sentido propio distinguimos de los sensibles que son sus objetos propios: por la vista,
lo blanco de lo verde, por el oído, un sonido de otro, por el gusto, lo dulce de lo
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amargo. Pero también distinguimos sensiblemente lo dulce de lo blanco y eso no lo
podemos hacer por la vista o el gusto o por la combinación de ambos, puesto que se
requiere, para hacer tal distinción, que el que la haga sea uno y el mismo y que
conozca a los dos al mismo tiempo. De no darse una de estas condiciones, el acto es
imposible. Esa potencia, que es una y la misma y que conoce al mismo tiempo a lo
dulce y lo blanco y a todos los sensibles que son objeto propio de los distintos sentidos
externos, es la que llamamos sentido común. Ella, por otra parte, es la que sabe que
esta cosa bonita que veo, que emite un bello sonido y que huele muy bien es la misma
muchacha. Pero no como lo hace el intelecto, sino sensiblemente, pues al sujeto de los
accidentes que percibo sensiblemente lo capto como uno intelectivamente, pero
también sensiblemente.
La imaginación, como su nombre lo dice, es donde se forman en nosotros las imágenes
internas de los objetos captados por los sentidos externos. Ella es el tesoro de la
sensibilidad, pues, en ella, se “almacenan” las memorias de los objetos sensibles.
También es la que forma la imagen de la que luego el intelecto agente separará la
forma, al hacer la intelección. Debo decir que, aparte de esta memoria sensible, que es
la imaginación, tenemos una memoria intelectiva, un tesoro del intelecto, ya que no
sólo recordamos datos sensibles, sino también intelectivos: como dijimos que fue el
caso de Avicena.
La estimativa, en los animales, es lo que los hace distinguir de los objetos peligrosos y
los beneficiosos: es la que hace que un perro guardián, por ejemplo, distinga al amigo
del enemigo, como dice Platón en el libro IV de La República. En los hombres se llama
cogitativa, pues participa de la razón, por eso se la llama razón particular y es base de
la prudencia.
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VI. EL BIEN HUMANO
1. INTRODUCCIÓN
Sólo después de haber visto todo lo que se ha estudiado, en un ambiente cultural como
este en el que nos encontramos, es que es posible hablar de modo seguro sobre el bien
del hombre. La razón de que esto haya de ser así es que la respuesta a la pregunta
sobre este bien necesita siempre de una metafísica y de una antropología adecuadas.
De tal modo que, en vista de que desde hace mucho tiempo el Occidente se embarcó
en una aventura metafísica insana, las afirmaciones deben fundamentarse lo mejor
posible, tratando de salir al paso de las objeciones surgidas de la llamada
“modernidad”. Además, por el motivo de que la ética requiere una adecuada
comprensión de lo que somos y de dónde nos ubicamos en el universo, para poder ver
lo que sea adecuado a nosotros, es menester buscar reducir a los principios
antropológicos y metafísicos nuestras concepciones morales, para encontrar mayor
coherencia y seguridad en las afirmaciones, respecto de lo que en realidad sea nuestro
bien, lo proporcionado a nosotros.
El bien que buscamos fue descrito por Aristóteles, de modo formal, en el libro primero
de la Ética a Nicómaco. El bien tiene razón de fin, según vimos, pero el filósofo
Estagirita acertadamente apunta que, si se busca un bien de toda la vida, ese tiene que
ser un bien autosuficiente, que no remita a otro, pues, en ese caso, ese otro bien será
entonces lo que dará sentido a éste, que no será otra cosa que un medio en referencia
a ese bien posterior. Además, ya sabemos que debe ser algo proporcionado a nuestra
naturaleza. Las preguntas son, entonces, si hay un bien de tal tipo y, de haberlo, en qué
puede consistir el mismo. Veamos las respuestas que se han dado al problema, para
hacer un análisis de las mismas y determinar lo que haya en ellas de acertado o de
errado.
2. ANÁLISIS DE DISTINTOS BIENES
En el libro primero de la Ética a Nicómaco, Aristóteles, como es el proceder de sus
investigaciones sobre cualquier punto, siguiendo el modo que él mismo encuentra
como adecuado en Los Tópicos y en Los Analíticos Posteriores, en sus escritos sobre el
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razonar, y la ciencia, analiza las opiniones de la mayoría de las personas de su época,
de los sabios o la mayoría de ellos o de los más reputados entre los mismos acerca de
lo que constituye la felicidad de los hombres, de lo que es el bien al que
principalmente tendemos. Una de las cosas más sorprendentes de ese libro es que la
lista de bienes que se hace parece hecha hoy mismo: los hombres ayer y hoy hemos
tendido, sin variación, a lo mismo y hemos tenido las mismas opiniones sobre este
tema. De ahí que valga la pena realizar una revisión por todos esos bienes, para así
analizarlos y ver qué hay de verdad y que hay de falso en nuestras opiniones, para no
destruirnos, sino construir una vida que sea digna de ser vivida, siguiendo aquella
frase de Toynbee, en su Estudio de la Historia: “no es afuera, sino en lo falso que
llevamos dentro, donde está nuestra destrucción”.
El primer bien que se sugiere siempre es el placer. La pregunta es si el placer
considerado en sí mismo es bien y bien de toda la vida. Aristóteles responde que si el
placer fuera a ser el bien de toda la vida, entonces nuestra felicidad no tendría
ninguna diferencia con la felicidad de los animales desprovistos de razón. Al hacer eso,
nos sugiere claramente que la búsqueda del bien de toda la vida debe tener alguna
relación con lo que es específico del hombre y, por tanto, con la jerarquía de seres de
la que hemos hablado, en especial en lo que toca a las posibilidades de dirigir la vida
conforme a un tipo de conocimiento y a la mayor sujeción de la dirección de nuestras
acciones respecto del apetito sensible. Pero sobre esto volveré luego, sigamos con el
análisis del placer.
En el Gorgias, Sócrates discute el tema con Polo y Calicles, quienes sostenían que el
placer es el bien de la vida. El maestro de Platón los refuta poniéndoles el ejemplo del
placer que produce el rascarse cuando se tiene sarna. Calicles brinca de rabia y le dice
que cómo va a ser ese el bien de toda la vida, entonces Sócrates le dice que, de acuerdo
con eso, hay placeres buenos y placeres malos, de donde es claro que hay una
consideración externa al placer y al dolor que es lo que los hace buenos o malos y, por
ello, estos no pueden ser el bien y el mal, respectivamente, pues es otra cosa lo que los
hace buenos o malos.
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En La República, el Ateniense muestra que el bien y el mal no se dan al mismo tiempo
y bajo el mismo aspecto en un ser determinado. Un cuerpo sano es sano y no puede
ser enfermo, al mismo tiempo. Un ojo miope no puede ser sano. En cambio, por lo
general, sentimos placer cuando sentimos dolor y más placer cuanto más dolor:
mientras más sed tengamos más nos produce placer tomar líquido, a medida que lo
hacemos disminuye la sed, extinguida, se extingue el placer por tomar el líquido. De
donde es claro que el placer no es el bien y el dolor no es el mal, ya que, de serlo, no
podrían inherir, al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto, en un sujeto.
En el Gorgias, Platón responde a Calicles, quien afirmaba que mientras más
necesidades se tuvieran, creadas o naturales, y mientras mayores fueran, la vida sería
mejor, pues habría mayores satisfacciones, que en ese caso las satisfacciones irían
aparejadas de dolores mayores; aparte, habría que añadir que el carácter se
corrompería y estaría en indisposición frente a cuestiones necesarias de la vida. En
efecto, hay infinidad de cosas que sólo pueden conseguirse si se renuncia al placer, de
hecho, la civilización sería imposible si fuera a ser construida por esclavos de los
placeres.
Por otra parte, en el libro X de la Ética a Nicómaco, Aristóteles muestra que el placer
no es en sí mismo ni bueno ni malo, el placer es como una coronación de la actividad,
cuando somos connaturales con ella. De forma tal que lo bueno o lo malo es la
actividad que es acompañada de placer.
Con lo cual queda totalmente refutada la opinión según la cual el placer es el bien que
nos hace felices, lo que puede dar sentido a la vida. Sin embargo, Aristóteles ve que
hay un cierto fondo de verdad en la referida opinión, pues la felicidad, como veremos,
se encuentra en alguna actividad con la que tenemos que estar connaturalizados, de
modo que su realización nos produce placer.
Otro bien que es muy común que se coloque como ese al que debemos dirigir nuestras
acciones es el dinero. Éste, es conocido por todos, es un medio de intercambio, de
donde no puede ser el bien de toda la vida, pues es sólo un medio y sería absurdo
decir que no remite a otra cosa, pues lo hace respecto de las cosas que se intercambian
29
en el comercio en la sociedad. De todas formas, alguien puede no convencerse con lo
dicho, por lo que hay que argumentar sobre este tema un poco más abundantemente.
A quien crea que el dinero es el máximo bien al que puede aspirar cabe hacerle varias
preguntas. En primer lugar, si cuando afirma al dinero como el mayor bien lo hace por
el dinero mismo o por las cosas que con él puede adquirir. Supongamos que dice por
el dinero en sí. Entonces la pregunta que surge es si lo que quiere es poseerlo; la
respuesta será de seguro que sí. La pregunta que surge a continuación es si ese dinero
debe ser bien habido o mal habido: dos posibles líneas de conversación surgirán
según la respuesta que dé. Dice bien habido: luego, lo bueno no es el dinero, ya que
hay una consideración externa a él la que hace a su posesión buena o mala. Si dice mal
habido, cabe preguntarle si es bueno, en consecuencia, que se lo quiten a él o si sólo es
bueno cuando él es quien lo tiene, pues, si sólo es bueno cuando lo tiene él, entonces la
medida será él mismo y arbitraria. Si es bueno, no importa si se lo quitan a él,
entonces la sociedad se acabará y con ella el dinero. Si a la pregunta primera responde
que el dinero es bueno por lo que compra, entonces no es bueno el dinero, como fin,
sino las otras cosas, y, por consiguiente, lo bueno serán esas otras cosas.
Aparte está ese argumento platónico en el que se nos dice de personas que tuvieron
mucho dinero y esa fue precisamente su perdición. Es el caso de un amigo, que decía
que lo mejor que le podía haber pasado en su vida era no haber tenido acceso a mucho
dinero, pues sus hábitos disolutos, que reconocía malos y destructivos, se hubieran
acentuado gravemente. Así, como dice el Ateniense, lo bueno no es tener dinero, sino
ser bueno y tener dinero, ya que el dinero es un medio y no un fin, y se le usará mal si
se es disoluto o imprudente.
Un problema que enfrenta a todos los que ponen en cosas materiales la felicidad, el
sentido de sus vidas, es que todas esas cosas son inferiores al hombre, de manera que
buscan el sentido de lo superior en lo inferior, puesto que el hombre, según se ha
probado, es el epítome del cosmos sensible. A éstos, y a los que ponen el fin último en
el placer, les puede suceder lo que describe Dante que les pasa en su Infierno a los
lujuriosos, a los que someten lo superior a lo inferior, la razón a los apetitos sensibles:
en el círculo de su castigo, los lujuriosos se hallan en un gran cilindro de paredes
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irregulares, siendo arrastrados con gran fuerza por vientos huracanados contrarios,
los cuales los hacen darse golpes de un lado a otro del cilindro, sin poder controlar sus
movimientos. Al que somete lo mejor de sí a lo inferior que hay en él le sucede que
termina perdiendo el control de sus apetitos sensibles y con ellos su libertad, de modo
que es arrastrado por una especie de huracán, que la mayor parte de las veces termina
siendo de vientos contrarios y la cantidad de “golpes” que se da terminan por acabar
su vida. Es lo mismo que dice Platón, en los libros IV, VIII y IX de La República: el que
somete lo superior a lo inferior se hace esclavo de sí mismo, pierde el señorío sobre sí;
y, si se guarda una igualdad de los apetitos y deseos, se será un hombre democrático,
sin consistencia, pero si uno de los apetitos se adueña del alma termina por tiranizarla
y arrastrarla a las peores degradaciones. Tómese el caso de un drogadicto, de un
alcohólico, de un atrabiliario o de uno de esos tiranizados por el apetito sexual, de
modo que no pueden ser fieles a la madre de sus hijos, nada más y nada menos, o que
aprovechan una tragedia pública para violarse mujeres y niños damnificados.
Del poder, cabe decir lo mismo que del dinero: es un medio que puede ser bien o mal
utilizado y que no tiene sentido sino respecto de los fines que pueden alcanzarse por
su medio.
El honor es otro de los bienes que la gente persigue y ha perseguido siempre. El
mismo no es un bien propio, sino que nos lo otorgan otros. Además, nunca se otorga el
honor por el honor, sino que se dan honores por la posesión de algún otro bien, como
la virtud o el dinero.
La vida misma a veces se coloca como el bien máximo de la vida. Eso es absurdo, pues,
de ser ese el caso, entonces no habría vida buena y vida mala; aparte que sería lo
mismo vivir en estado vegetativo que en pleno uso del intelecto y las demás potencias.
Cabe decir otro tanto de la salud, que hoy en día es tan apreciada por tanta gente
como lo más importante. Los que dicen cosas como esta fundan su afirmación en que
sin salud no podrían trabajar y criar a sus hijos y cosa parecidas, pero entonces
quieren la salud como una condición para otras cosas, que serían, por tanto, las
buenas realmente en sí mismas y no por su relación con otro. Pero no ven que la salud
no es la única condición ni que, en realidad, sea una condición sin la cual no se pueda
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obtener el bien que persiguen. Como es el caso de una persona a la que el médico le
prohibió trabajar, para cuidar su salud: esta pensó entonces que el médico estaba loco
si pensaba que su vida iba a quedar sin sentido sólo en orden a mantenerla, es decir,
ella prefirió realizar su actividad vital y perder la salud que conservar la salud y no
servir para nada.
3. EL DOLOR
En un libro llamado El Problema del Mal, L.B. Geiger, un filósofo suizo de este siglo,
dice que no hay otra respuesta al interrogante humano sobre el mal que la de la
irradiación de un amor más fuerte que el mal. Shakespeare, en el famosísimo
monólogo de Hamlet conocido como el de “¿Ser o no ser?”, dice que “el pesar del
corazón y los mil naturales conflictos (…) constituyen la herencia de la carne”. De
modo que, si no el gran literato inglés, el imaginario príncipe de Dinamarca opina que
la única consideración que evita que el hombre “procure su descanso con un simple
estilete”, descanso de “los ultrajes y desdenes del mundo, las afrentas del soberbio, las
congojas del amor desairado, las injurias que el paciente mérito recibe del hombre
indigno”, es “un miedo a la muerte, esa ignorada región cuyo confín no ha vuelto a
traspasar viajero alguno”, de modo que “no da fin a estos males que conocemos por el
miedo a otros que desconocemos” y “las empresas de mayores alientos e importancia,
por esta consideración, pierden su curso y dejan de tener nombre de acción”. “Así, la
conciencia hace de todos nosotros unos cobardes y los pálidos matices de la
resolución, por los toques del intelecto”, son abandonados.
Víctor Frankl, un famoso psiquiatra judío, que estuvo casi toda la II Guerra Mundial en
Auschwitz y que perdió a toda su familia, incluyendo a su hija recién nacida y a su
esposa en el horror de esa guerra, piensa con Shakespeare, que el dolor es como el
gas: lo llena todo. Pero, a diferencia del gran escritor y conforme con la opinión de
Geiger, cree que el dolor tiene algún sentido y que podemos ser felices en cualquier
dolor si encontramos ese sentido. El objeto de este apartado es ver en qué condiciones
podemos encontrar un sentido humano del dolor en orden a ser felices, ya que nuestra
vida, esta vida, está constituida por “el pesar del corazón y los mil naturales
conflictos”.
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En su Aristóteles, Werner Jaegger nos cuenta que en una oportunidad el Estagirita hizo
un altar a la amistad, que es superior a la justicia, la cual, a su vez, según el libro V de
la Ética a Nicómaco, “brilla más que el Héspero y el Lucero”. En dicho altar, que no era
a Platón, sino a la amistad, repito, Aristóteles hace una dedicatoria a su maestro
ateniense en la que dice: “Platón: era el único para quien ser bueno y ser feliz era lo
mismo”. Es conocida la motivación de tal inscripción: Platón pensaba que se podía ser
feliz siendo justo, sin importar las múltiples y peores vicisitudes que pudieran
sufrirse. Aristóteles sabía que esto no era así sin más, pues necesitamos como
condición de la felicidad, cierto bienestar material, que nos permita llevar una vida
humana: no que la felicidad sea ese bienestar, sino que requerimos de él como
condición. Aparte, él sabía que determinadas condiciones de dolor, especialmente los
causados por la injusticia, podían envilecer al hombre. Con esta opinión está de
acuerdo, por ejemplo, Santo Tomás de Aquino, quien es, como se sabe, cristiano.
De estas situaciones de dolor que terminan por envilecernos, encontramos un ejemplo
muy bueno en la excelente novela de George Orwell, 1984. Se trata de la vida en un
estado totalitario, que controla los últimos pliegues de la libertad de las personas,
mediante unas pantallas por las que son observadas y adoctrinadas absolutamente
todo el tiempo y en todos sus actos, por los miembros del partido de gobierno.
También por una red infinita de soplones y la alteración de la verdad, de toda verdad,
a los fines que convienen a los deseos de poder del partido, el cual lo posee de modo
impersonal, pero que representa a la persona mítica del “Gran Hermano”, del que
hacen pensar a la gente que existe en la realidad y que es el gran y único benefactor de
la sociedad.
Al disidente no lo matan de inmediato, sino lo someten a los mayores suplicios para
que termine por convertirse a la ideología del partido: no lo sueltan hasta que no se
convierte, aunque eso tome años de torturas, en los que se produce la enajenación
mental. Luego de la conversión, lo matan, previa confesión pública de su culpa y
arrepentimiento. Así no se hace mártir el disidente, sino se mata a un miembro leal
que reconoce su culpa.
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Tal es el caso del héroe de la novela: Winston Smith. Uno de los pasajes más
desoladores que me ha tocado leer en mi vida es la conversión, al final de la novela, de
este hombre tan bueno, que termina por “amar al Gran Hermano”, después de la
anulación total de su personalidad y de renegar del amor de su vida, Julia, y ahí
culmina todo.
Como el de Winston, podemos encontrar millones de casos en la realidad. Un niño o
una mujer que sean violados pueden llegar a corromperse por el dolor de la gran
injusticia sufrida; y así muchos otros. Con lo que se ve que Aristóteles lleva razón al
corregir sobre este punto a Platón. Si bien hay casos en la historia de personas que
han sobrellevado las peores cargas con gran dignidad, como los que se nos cuentan en
el libro II Macabeos o el del indio araucano Caupolicán, según se nos cuenta en la
Araucana, o el de los trece mártires jesuitas del Canadá. Pero esos son casos
excepcionales, lo usual es que un gran dolor, sobre todo si su causa es la injusticia y es
muy prolongado, termine por corromper a quien lo sufre. De donde parece que el
dolor es contrario a la felicidad.
Sin embargo, hay muchos aspectos que pueden traerse que parecen mostrar lo
contrario. En efecto, una vez una muchacha conocida por mí, la cual tenía una vida
sexual “alegre”, salió encinta. Eso, que para ella no fue fácil, le hizo cambiar bastante
su modo de concebir la vida. Unos meses después, perdió al niño al que había llegado a
amar mucho: eso ya llegó a cambiar su vida entera y ese momento de dolor
intensísimo le dio las posibilidades, casi definitivas, de realizar una vida
verdaderamente humana, que nunca hubiera podido hacer de no haber sido por esta
serie de acontecimientos que la llevaron a extremos verdaderamente difíciles de
sufrir.
En este sentido el dolor es redención. A esto hace alusión San Agustín en el proemio
de su obra Sobre la Vida Feliz. De acuerdo con ésta, el hombre es lanzado al mundo
como a un mar tempestuoso y hay tres formas como puede alcanzar el puerto de la
vida feliz. Una es por la correcta dirección de la nave desde la juventud, por la buena
educación. Pero puede ser que se decida, “por la invitación halagüeña de las olas,
echarse mar adentro”, por una vida de placeres y honores falsos. Si da la mala suerte
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de que nos dé viento en popa, por la prosperidad, entonces llegará un punto en que
perderemos de vista el puerto: creeremos que lo verdaderamente humano no es lo
que nos hace felices y sí esta vida de falsedad. El remedio para esta situación es una
borrasca que haga zozobrar la nave y nos deje en medio del mar sin embarcación; en
esa circunstancia, con mucho pesar nuestro, la corriente podrá llevarnos al puerto, a la
patria, a la vida feliz. Ese es el caso de mi amiga, que encontró el camino de una vida
humana precisamente en una verdadera borrasca.
En una forma muy conexa a la anterior, el dolor puede ser una introducción a la
reflexión. Esto es muy necesario. El hombre vive, generalmente, siguiendo unos
patrones de conducta y con unas creencias sobre los cuales jamás se hace cuestión, de
modo que puede haber en sí millares de incoherencias y de cosas que de hacer
reflexión no aceptaría, falsedades. El dolor puede producir algún cataclismo interior
que nos ponga en cuestión con nosotros mismos, de modo que no nos destruyamos:
“no es afuera, sino en lo falso que llevamos dentro donde está nuestra destrucción”.
Aparte de que la coherencia que se puede obtener trae paz, por el mayor acuerdo con
nosotros mismos.
Un lugar en el que se ve de modo claro un sentido del dolor es en la educación y, en
general, en todo aprendizaje. En la famosa Alegoría de la Caverna, Platón nos cuenta
que el hombre liberado de las cadenas sube con mucho dolor a la contemplación de
los seres reales. Lo mismo vemos en todas partes: en los niños aprendiendo a caminar
o a hablar, en el descubrimiento de ciertas verdades, en la formación de hábitos de
fortaleza o templanza o de laboriosidad y en cualquier movimiento destinado a formar
un carácter sólido, consistente. En una oportunidad, un amigo, cuando estábamos
apenas saliendo de la adolescencia, se quejó conmigo de que él no tenía suerte con las
mujeres, yo le hice ver que eso podía ser positivo, pues más adelante le iba a ayudar a
tener el carácter adecuado para ser padre de familia. Mientras que recuerdo a muchos
otros que tenían amplísimas posibilidades para conseguir incluso seducir a muchas
muchachas. De estos últimos, hoy en día, hay varios, un alto porcentaje, que se quejan
de las consecuencias de su inmoralidad, cuando el primero puede ser feliz al lado de
una muchacha buena. El dolor causado por la falta de posibilidades, así haya sido
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pasivo, formó adecuadamente la personalidad de este muchacho. Es lo que dice
Platón: “hacer lo que nos place es muy agradable… por ahora”. Pero contrariar nuestro
placer produce dolor, por ahora también.
Eso nos lleva a Toynbee. Es conocida la afirmación según la cual las condiciones
ambientales más difíciles son las mejores para el surgimiento de civilizaciones. En su
Estudio de la Historia, Toynbee hace cuestión de dicha afirmación. Observa que tiene
parte de verdadera y parte de falsa: tiene que haber un punto medio en las
dificultades que ofrezca la naturaleza, pues un sitio en el que la naturaleza dé todo al
hombre se muestra poco propicio para que él ponga su esfuerzo, pero uno que sea
demasiado agreste pone obstáculos insalvables para el trabajo civilizador humano.
Pongamos algunos ejemplos que usa el historiador e historiógrafo inglés.
En primer lugar está la “pérfida Capúa”. Ésta es una región africana que los ingleses de
la época victoriana, en su afán imperialista, encontraron. Tal era la bondad de la
naturaleza en ese sitio que sus habitantes se habían hecho unos perezosos, pues no
tenían que trabajar para lograr la subsistencia. En cambio, en el Ceilán, hace cinco mil
años, cuando nació la llamada civilización Índica, la situación era muy difícil: había un
gran desierto en el que no había provisión de agua y una montaña cuyas lluvias hacían
aguas salvajes que arrasaban con cualquier cosa que se pudiera construir. En tal
circunstancia, los indios hicieron un gran sistema de canalización que bajaba de las
montañas y se extendía por todo el desierto, cada cierta distancia, se hacían fosos de
almacenamiento de agua: este trabajo conjunto admirable hizo posible el nacimiento
de una civilización. Pero las condiciones tan fuertes del Polo Norte y de la estepa
Eurasiática han puesto tal número de dificultades que ha sido imposible desarrollar
nada constructivo que sea duradero en tales ambientes.
Del análisis de estos ejemplos podemos obtener importantes conclusiones. Es el
trabajo humano y no las condiciones climáticas o del suelo lo que determina al final
una construcción sólida que dé origen a una civilización, pero este trabajo constituye
un dolor y tiene lugar principalmente en lugares en que los dolores, las dificultades
opuestas por las circunstancias obligan al hombre a tomar resoluciones firmes.
Aunque esas dificultades, cuando son de tal intensidad que, por decir de algún modo,
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aplastan la capacidad de aguante del hombre medio, terminan por impedir la
construcción. El hombre necesita de un punto medio de dificultades, de dolor, que le
obligue a desplegar sus facultades de autosuperación, pero ese despliegue ya es un
dolor. El dolor está vinculado a nuestra felicidad.
Desde otro punto de vista podemos ver vinculaciones entre el dolor y la felicidad.
Víctor Frankl sostiene que todo miedo humano particular es un individuo de alguno
de tres géneros: miedo al dolor, miedo a la culpa y miedo a la muerte. Al final, parece
que los tres géneros no son sino uno solo; pues el miedo a la muerte es miedo a los
males que nos puedan sobrevenir en “esa ignorada región, cuyo confín no ha vuelto a
traspasar viajero alguno”. Y el miedo a la culpa es el miedo al dolor por saberse causa
de algún mal.
Sartre y Epicuro pretendieron superar el miedo a la muerte diciéndose que, dado que
en la muerte dejamos de ser, de existir, entonces en ella no puede sobrevenirnos
ningún mal, lo que confirma que el ser es el fundamento de que cualquier cosa pueda
inherir en nosotros. Pero esa consideración no puede ser la superación de dicho
miedo, ya que en todo caso el miedo más radical que puede tener un ser es la total
destrucción, la total desaparición de la existencia, pues el ser tiende a la conservación,
y esa es la causa más profunda de nuestro miedo a la muerte: el radical miedo a la
absoluta desaparición. El miedo a la muerte se desvanece en el momento en que
aceptamos, por la fe o por la prueba racional o por ambas, que el alma es inmortal y,
por la fe que se demuestra como no corruptora de la razón en las indicaciones
racionales, aceptamos que en la muerte hay una justicia divina que nos da premios
adecuados a nuestras buenas acciones, a nuestras acciones justas.
El miedo a la culpa sólo puede ser superado cuando aceptamos nuestras
imperfecciones y por ellas nuestras malas acciones como lo que son y rectificamos y
comprendemos y perdonamos las de los demás, puesto que entendemos sus
imperfecciones en las propias de nosotros. De manera que el perdón y la ponderación
de lo que somos tiene íntimas vinculaciones con nuestra felicidad. En esto, en
conformidad con la consideración de que la amistad es un fundamento principal de la
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sociedad, se funda la certeza de que las penas a los delincuentes tienen un sentido de
amor: la redención del delincuente, como en Crimen y Castigo, de Dostoievski.
El miedo al dolor se supera al ver que él es un elemento de nuestra felicidad al
aceptarlo en su sentido pleno y ver que no podemos huir de él. Aparte también de que,
por él, podemos expiar de nuestras faltas que producen daño a los demás; como es el
caso en esas oportunidades en que luego de hacer un daño a otro le demostramos
nuestro amor por la realización de alguna acción difícil que le produce algún bien.
Además de que se ve que la afirmación de la verdad de que el dolor puede ser, según
la actitud que se tome, un beneficio para nosotros, no es cosa de fanáticos religiosos,
sino conforme a la razón. Pero también se ve en esta consideración que la felicidad en
esta vida no puede ser plena, aunque sí podamos ser felices.
Por otro lado, se hace patente que toda doctrina que busca la aniquilación radical del
dolor, por la aniquilación de lo que hay de humano en nosotros, como lo son el amor y
la compasión, el cual es el caso de los estoicos, de la “ataraxia” estoica, son profundas
desnaturalizaciones del hombre que, con el debido respeto, no deben ser aceptadas.
Hoy en día, se da un fenómeno sumamente pernicioso, en cuanto a la actitud que
socialmente se predica y se practica mayormente sobre este tema. El hombre de hoy
se lanza a un frenesí de satisfacciones sensuales, en un afán, que se ha hecho cadena
opresora, de huir de sí mismo, de su interioridad. Lo que se da es una evasión radical
del vacío interior, se teme a encontrar un desagrado desolador en el fondo de cada
persona.
Es probable que el motor primero de estos movimientos morales tan comunes hoy no
sea la huida, sino la satisfacción sensible sin más. Pero lo que es cierto es que, una vez
creado el vacío, se forma un círculo vicioso, que cada vez amenaza más con destruir la
psicología de las personas. El flagelo del consumismo y el de la cultura “Light” causan
estragos entre las personas, que se debaten al borde de la angustia, en un mundo sin
fe y sin esperanza. El “desarrollo” del mundo de hoy, un desarrollo material, que en sí
mismo es muy bueno, al ser puesto como lo más alto en el hombre, el cual es
desarraigado de lo más noble que hay en él, se muestra como una gran amenaza para
el propio ser humano. De este modo un espectáculo tan denigrante como el de dos
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moles humanas dándose golpes y mordiscos, por el afán de diversión, que no es otra
cosa que afán de evasión, genera miles de millones de dólares mientras miles de
millones de hombres mueren por la falta de un par de mendrugos de pan: el desorden
espectacular interior que caracteriza al hombre de hoy, termina por producir las
mayores injusticias sociales, que alcanzan dimensiones planetarias, de modo que hay
cada vez más hambre, en una crecida que parece ser directamente proporcional con la
de los adelantos materiales que dan al hombre infinitas posibilidades de producción
de bienes materiales que nunca antes tuvo. Es lo que dijo Platón ya hace más de
veintitrés siglos: el régimen forma los caracteres, pero el carácter de la ciudad no sale
de las piedras, sino de los hombres que la componen. La pretendida superioridad,
fundada en los adelantos tecnológicos, del mundo de hoy, del mundo de las guerras
mundiales y el egoísmo llevado al extremo como bandera social, se muestra falsa y
cada vez pesa más como carga insoportable.
En estos momentos parece cada vez más acuciante la pregunta por el sentido, y en
especial por el sentido del dolor; cada vez más se ve que la respuesta no puede ser la
evasión ni una vida de animales irracionales. Es menester devolver al hombre su
humanidad para que viva una vida digna de ser vivida, una vida verdaderamente
humana, una vida abierta a la trascendencia y a las virtudes. Para tal fin, es
indispensable reconocer una vez más la existencia de la esencia como naturaleza y la
verdad como directora de la vida: del intelecto como base de la libertad, al orden del
amor como fuente de paz interior y todas las consecuencias que se siguen de estas dos
verdades. A decir en qué consisten estas cosas están dedicados los siguientes
apartados.
4. LO PROPORCIONADO AL HOMBRE
En el libro primero de la Ética a Nicómaco, Aristóteles se da cuenta que el bien del
hombre, la felicidad humana, está vinculada a algún fin que sea específicamente
humano. Dado que en la naturaleza no hay nada que no tenga sentido, que no sea para
nada, eso que tengamos como específicamente nuestro tendrá que ser proporcionado
con ese fin del que hablamos, pues las cosas que tienen un fin tienen dispuestos sus
elementos constitutivos en orden a alcanzar ese fin. Hemos visto que el hombre es la
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cúspide de una jerarquía que se da en el cosmos sensible, si bien no de todo el
universo, ya que Dios está infinitamente sobre él. Lo que pone al hombre en esa
cúspide, lo que sólo él tiene, que no tienen los demás seres materiales, es
precisamente el intelecto, y su apetito correspondiente, la voluntad.
Por otra parte, como se vio en el tema sobre los principios prácticos, tendemos a
determinados bienes que son correspondientes, connaturales, con diversos niveles
de nuestro ser; y, además, los principios prácticos se forman por la captación por el
intelecto de los distintos bienes y de su connaturalidad con los apetitos naturales.
Esos niveles que se dan en el ser humano son correspondientes con niveles del ser
sensible: somos, somos corpóreos, somos vivos, somos animales, somos racionales. A
cada nivel corresponde un conjunto de tendencias naturales: tendemos a la
conservación, a la procreación, al cuidado de la prole, a su educación y al
conocimiento de las causas de los fenómenos que observamos. Además, a partir de la
observación de estas características del hombre, es claro que en la naturaleza se da
una jerarquía, de la que el hombre es el epítome: el hombre es la cúspide de un orden
de los seres sensibles. Al revisar los distintos aspectos de esa jerarquía, han de salir a
la luz los aspectos del hombre que son distintivos suyos, lo que es específicamente
humano; y, con eso, lo que sea proporcionado al hombre, no sólo en tanto que
comparte características con los demás seres sensibles, sino en tanto que distinto de
los demás seres sensibles. Aquí, adicionalmente, ha de encontrarse ese criterio último
de corrección del obrar moral.
Hay cuatro líneas desde las que es clara la jerarquía. En primer lugar, es claro que hay
una diferenciación de los seres según un tipo de conocimiento por el que pueden
actuar. Los inanimados simplemente no actúan, sino son actuados. Las plantas de
ningún modo actúan conforme a un conocimiento propio de ellas, aunque ellas son
principio de su propio movimiento, no son actuadas al realizar sus operaciones
vitales. Hay animales que actúan por sensaciones inmediatas. Otros, por encima de los
anteriores, pueden guardar memorias particulares y actuar conforme a ellas. Otros
incluso poseen experiencia de lo que sucede la mayor parte de las veces, son
susceptibles, como los perros y los monos, de aprender algunas cosas sensibles. El
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hombre, que puede ser actuado, tiene funciones vegetativas, actúa por lo
inmediatamente presente y por memorias particulares, además de por experiencia,
como un maestro de obras, es capaz de actuar conforme a razones universales, como
sucede con las artes –también en el derecho, la política y la ética‐ y la tecnología.
En segundo lugar, la jerarquía puede verse desde la perspectiva de la mayor o menor
sujeción del individuo a condicionamientos naturales y a los apetitos sensibles. Las
plantas y los inanimados se ve que no pueden actuar de manera distinta a lo que les
“prescribe” la naturaleza. Los animales ya no se mueven sólo por una determinación
estrictamente intrínseca de su naturaleza, sino por las cosas que captan con sus
sentidos; pero unos apetecen sólo lo inmediatamente presente, mientras que otros
pueden apetecer cosas fuera de lo inmediato, pero presentes a ellos por la experiencia.
Sin embargo, los animales no son libres de moverse de modo distinto a como lo
determina su apetito natural. Por lo que el hombre también en esto está sobre ellos,
pues es capaz de decidir de manera contraria a algunos apetitos naturales y de fijarse
fines a sí mismo, el hombre es el único ser libre del cosmos sensible.
Ha de notarse que estos dos aspectos en los que se evidencia la jerarquía ontológica
del cosmos sensible son exactamente correspondientes. En efecto, la mayor o menor
sujeción a las determinaciones de la naturaleza están regidas por una capacidad de
hacerse con otras formas naturales, en los animales de manera sensible y, en nosotros,
de modo intelectivo, que permite conocer las formas de los seres universalmente. Esto
confirma dos conclusiones del capítulo anterior de este trabajo: lo cognoscitivo está
en la base de lo apetitivo y hay un apetito intelectivo en el hombre, que lo hace tender
a los fines intelectualmente trazados, ése es el que conocemos como ‘voluntad’. Sin
que eso signifique, claro, que la capacidad del hombre de fijarse fines sea absoluta, es
real y es algo que no tienen los demás seres sensibles, pero está determinada también
por sus tendencias naturales.
Ahora bien, los aspectos tercero y cuarto en los que se constata que hay una jerarquía
ontológica, están, por lo dicho, implícitos también en el primero. En efecto, la
capacidad del hombre de aprehender las formas y los actos de ser de los demás seres
muestra otros aspectos muy importantes de su ser, que lo ponen en un nivel de
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preeminencia respecto del resto del cosmos sensible. La misma sólo es posible, si en el
hombre existe algo no completamente sometido a la materia.
Conforme a su potencia intelectiva, el hombre es el único ser sensible capaz de
hacerse de los principios estructuradores y de los actos de ser de los otros seres; lo
cual no sería posible en el caso de que el entendimiento humano fuera formal para
algún órgano sensible, como la capacidad digestiva es formal para el aparato digestivo
o la visión para los ojos, el nervio óptico y las partes correspondientes de cerebro, los
cuales son el órgano de esta potencialidad y son “el” órgano, pues adquieren unidad
por la estructuración formal que reciben de la potencia psicológica. No puede la
capacidad intelectiva ser formal para un órgano –que, en este caso, sería el órgano
intelectivo‐, puesto que, si fuera forma, no podría captar ninguna otra forma que la
suya propia; como la vista que, si fuera algún color en particular, no podría captar
ningún otro color.
El aspecto tercero, por tanto, depende de la no total inmersión del alma humana que,
sin embargo, es forma del cuerpo; y consiste en la capacidad que tiene el hombre, a
diferencia del resto de los seres sensibles, de hacer reflexión intelectiva. No puede una
parte de la materia volver sobre sí misma, en todo caso, lo que se puede es que una
parte de un cuerpo actúe sobre otra, pero no lo mismo sobre lo mismo. Mientras que
el intelecto puede juzgar sobre la verdad o falsedad de sus creencias y juicios, obrando
así lo mismo sobre lo mismo; y mostrándose, por lo tanto, que es capaz de reflexión y
no totalmente inmerso en la materia. Esta característica del hombre, como luego se
verá, es clave para la ética, pues a partir de ella, de la capacidad de reflexión, el
hombre puede juzgar sobre proporcionalidades y connaturalidades.
El cuarto aspecto de la jerarquía ontológica se refiere a la mayor o menor inmersión
en el tiempo. Sólo algunos animales superiores tienen cierta posibilidad de memoria
del pasado y de expectación del futuro; pero ninguno es capaz de integrar los tiempos,
de modo que el pasado rija de algún modo el presente y puedan hacerse planes para el
futuro. Esas cosas son sólo potestad del hombre, para quien su pasado es un
constitutivo de lo que es ahora conscientemente y su futuro es el terreno en el que las
obras presentes siembran sus expectativas: el hombre, por no estar completamente
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inmerso en el fluir temporal de su ser, es capaz de integrar los tiempos. Pero esta
trascendencia del ser del hombre respecto del tiempo llega más allá: en el hombre
puede inherir lo intemporal, como “dos más dos es igual a cuatro”, y lo eterno, como
cuando decimos que Dios es el mismo Ser Subsistente. Aquí se muestra de nuevo que
en el hombre hay algo que no está totalmente inmerso en la materia, pues las huellas
del tiempo en la materia dejan un rastro físico, una marca, mientras que en el hombre,
en lo más propiamente humano del ego humano, no queda marca, pues, de ser así, no
podría haber la integración de los tiempos ni la inherencia de lo intemporal en el
hombre, que no puede dejar marca física, al menos en el campo de nuestro
conocimiento y de nuestra vida psicológica. Aparte de que la integración de los
tiempos supone la capacidad de reflexión, de una capacidad en la que el ego pueda
captar su continuidad, su identidad, a pesar del fluir y de los cambios que se actualizan
en el mismo.
Los cuatro aspectos muestran que “se es más” en la medida en que se tiene un tipo
superior de vida, por una parte. Pero también en la medida en que se es más uno,
hasta el punto de poder captar la propia identidad en el cambio, y se es más dueño de
la propia vida, se es más libre, y más consciente del propio ego; eso tiene lugar en un
progresivo sobrepujamiento de la materia por las formas ontológicamente
estructuradoras, hasta su no total inmersión, que tiene lugar en el hombre. Por último,
se ve que en el hombre hay dos potencias que fundamentan todas estas
características, el intelecto y el apetito correspondiente, la voluntad, que, por no ser
formas de órganos corpóreos, no pueden estar sujetos a la causalidad física.
De todas estas observaciones metafísicas y antropológicas, en las que ambas
disciplinas van inseparablemente de la mano, surgen elementos cruciales para el
estudio de la ética. De ellas, es claro que son proporcionados al hombre, al menos
genéricamente, todos los bienes corporales que son proporcionados a las plantas y a
los animales, pues son necesarios para mantenernos vivos, para mantener nuestros
cuerpos. Pero, también, que hay otra serie de bienes, que podemos llamar espirituales,
psicológicos, mentales, inmateriales o como se quiera, con tal que se aluda a la
realidad que se quiere expresar, que superan, en tanto que proporcionados a
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nosotros, a los bienes materiales. Éstos son los bienes específicamente humanos, en
tanto que estamos en la cúspide del cosmos sensible. Estas conclusiones, por otra
parte, no están fuera del alcance de cualquier persona corriente, aún sin necesidad de
hacer un razonamiento tan explícito como el realizado, por su capacidad de reflexión,
que permite ver qué es inferior y qué superior que nosotros, en nosotros y entre las
cosas otras que nosotros. Lo mismo, en consecuencia, que, esa persona, puede darse
cuenta de que quien niegue alguna de entre estas cosas, sean las materiales o las
psicológicas, incurre en reduccionismo.
Los bienes psicológicos, como puede ser obvio a partir de lo ya dicho, se refieren a
connaturalidades de esos bienes y de nuestras potencias intelectivas, la voluntad y el
entendimiento. De modo que se refieren a lo que tiene que ver con los actos de estas
capacidades y sus objetos propios. Así, el amor, el bien en sentido universal y la
verdad y todas las cosas que contribuyan a nuestra posesión de estas cosas, como la
vida en una buena sociedad –que se estudiará en el apartado en el que se haga la
crítica de las posturas políticas de MacCormick‐, las ciencias y las artes, la piedad, el
orden de nuestra alma o carácter virtuoso y los buenos amigos, etcétera; todos éstos,
digo, son los bienes psicológicos, los bienes específicamente humanos. De manera,
pues, que éstos y los llamados arriba materiales son esos bienes connaturales al
hombre, a los que el hombre por naturaleza tiende. La captación de los mismos y de la
respectiva connaturalidad con los distintos apetitos es lo que hace falta para que el
intelecto forme los principios prácticos. Para tal captación, se despliegan y conjugan la
capacidad de reflexión, la de captación de seres y de proporcionalidades entre ellos;
todas, por supuesto, como se mostró, presentes en el intelecto humano.
Con lo dicho puede afirmarse la posibilidad de que el hombre encuentre un criterio
último de corrección ética, por ser capaz de encontrar lo proporcionado a él y de tal
modo que pueda realizar lo específicamente humano, que pueda realizarse como
hombre. También puede conocerse que eso proporcionado al hombre se refiere
directamente a lo más específicamente humano: lo intelectivo y lo voluntario. Como
estas potencias tienen actos y objetos propios el criterio último de corrección ética
está vinculado a la verdad, al amor, al amor a la verdad y al amor en la verdad. Los
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demás bienes, puesto que el bien tiene razón de fin, son sólo fines intermedios, se
valoran en tanto que nos disponen o nos son útiles para realizar ese sentido humano
de la vida. Los bienes materiales es claro que sólo son bienes para el hombre en la
medida en que lo económico establece condiciones que permiten al hombre no sólo
subsistir, sino estar, digamos, cómodo –aunque a veces es mejor no estar “tan”
cómodo a tal fin‐ para disfrutar del otium que le permita dedicar, al menos, algunos
ratos significativos de cada día a la reflexión y a los amigos, entre los que incluyo a los
familiares. Es por ello que a la sociedad civil o, como se ha llamado en este trabajo,
Polis, que es el lugar donde más eficientemente el hombre produce esos bienes
materiales, se le otorga gran valor, ya que, por esa eficiencia, permite el susodicho
otium, el cual es un bien en tanto que da lugar a esa reflexión y esa oportunidad de
intercambio con los amigos.
Las virtudes, que son bienes específicamente humanos, no son, sin embargo, el bien
último del hombre, dado que ellas lo que hacen es disponerlo para amar rectamente,
menos a lo inferior y más a lo superior, y para investigar la verdad con fortaleza,
honestidad y valor; y luego amarla adecuadamente.
En toda esta argumentación, no obstante, hay algo que falta. Más arriba se dijo que el
bien humano se refiere a la verdad y al amor; y en el párrafo anterior se dijo que amar
virtuosamente es amar más a lo superior y menos a lo inferior. Eso claramente alude
al orden ontológico del que se habló arriba. ¿Significa, entonces, que el bien último del
hombre consiste en amar al hombre en su posición en el cosmos y,
correspondientemente, a las demás cosas? La respuesta es afirmativa, pero para
dilucidar el lugar del hombre en el cosmos todavía falta algo a lo que alude el propio
MacCormick: “fuera de la ética teológica, no pueden existir todas” las cuestiones
necesarias para descubrir lo que es apropiado para el hombre (LRLTh. p. 286,2). A lo
mismo alude Dante en su Purgatorio:
“No hubo jamás, hijo mío, ni Creador ni criatura libre de amor, sea natural, sea
voluntario, lo sabes bien. En el natural, no cabe nunca error, en el otro (el
voluntario) se puede errar por lo vicioso del objeto, o por el exceso, así como por
la falta de vigor (la pereza o negligentia). Mientras pone su mirada en los
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primeros bienes, o se emplea moderadamente en los secundarios, nada de
reprensible tiene su afición; mas, cuando se encamina mal o corre tras el bien con
mayor o con menor afán del que es debido, entonces la criatura obra contra el
Creador. De aquí puedes deducir que el amor llega a ser en vosotros la semilla de
toda virtud, como de toda acción digna de castigo; y, como no puede oponerse
al bienestar de aquél en quien reside, nadie hay que esté expuesto a su propio
odio y, como tampoco se concibe ser alguno que pueda estar separado de
su hacedor o que exista por sí solo, se hace imposible todo afecto de
aborrecimiento de Él” (Canto XVII).
El texto de Dante es un poco más rico en contenido que lo necesario para lo que se
quiere poner de relieve en esta parte del trabajo. Toca el tema del amor, en el sentido
amplio de tendencia en general, como causa de todo movimiento y, por tanto, como
causa de las virtudes y los vicios. Pero es muy claro respecto del tema que se está
tratando en esta parte del trabajo. El hombre tiende necesariamente a la felicidad
como a su fin último; un fin que, como dice Aristóteles en el capítulo I del Libro I de la
Ética a Nicómaco, no puede remitir a ningún otro, sino que debe ser ese al que remita
todo lo demás en la vida, como se dijo arriba. Ese fin, paradójicamente, se refiere al
amor y a un orden de ese amor, como se ve en el texto dantesco; y la causa
antropológica última de que eso sea así reside en el lugar que de hecho el hombre
ocupa en el cosmos por la posesión del intelecto y la voluntad, con todo lo que eso
conlleva. Pero ese mismo deseo de felicidad hace necesario que el hombre ame a ése
de quien depende ontológicamente; y como el orden del amor consiste en amar más a
lo más alto y menos a lo más bajo, entonces, a ése que es el más alto, al sumo Ser
Subsistente, que no sólo es absolutamente perfecto, sino que es la Perfección Suma
Subsistente, debe ser el objeto del amor máximo del hombre, en la verdad. Lo que es
necesario mostrar ahora es esa dependencia ontológica, así como que Dios es la
Perfección Suma Subsistente.
“El mismo Newton, que decía ‘yo no hago hipótesis’ (hypoteses non fingo), rechaza aquí
hipótesis mecanicistas a fin de no excluir la toma en consideración de problemas
respecto de los cuales es improbable el descubrimiento de soluciones mecanicistas.
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Hay, entre estas preguntas, muchas que a Aristóteles le hubiera gustado encontrar:
‘¿Cómo es posible que la naturaleza no haga nada en vano, y de dónde vienen el orden
y la belleza que vemos en el mundo? ... ¿Cómo pueden haber sido concebidos los
cuerpos de los animales con tanto arte y a qué fines sirven sus partes?¿El ojo ha sido
inventado sin conocimientos de óptica y la oreja sin los del sonido?¿Cómo pueden
resultar de la voluntad los movimientos de los cuerpos y de dónde viene el instinto de
los animales? (...) Y, una vez determinadas correctamente estas cosas, ¿nos muestran
los fenómenos que hay un ser incorpóreo, vivo, inteligente, omnipresente, que ve en el
espacio infinito (como en su sensorium) las cosas íntimamente y que piensa? En esta
filosofía, quizá cada paso al frente no nos dé inmediatamente la Primera Causa, pero
nos acerca a ella y, por tanto, debemos considerarla sumamente relevante” (Etienne
Gilson. De Aristóteles a Darwin y Vuelta. EUNSA. Tercera Edición. Pamplona, España.
1.998. p. 72. La cita de Newton es de la Óptica, III, 1, 28). En lo que dice en el texto,
Newton tiene razón: así no se demuestra concluyentemente la existencia de Dios, pero
se ponen las bases para una prueba; y pueden darse más pasos que los que él da: el
orden genético de los seres vivos, el orden molecular de los inanimados, que realza el
orden en la célula, el orden de los tejidos, su “articulación” orgánica y la formación
total de los organismos pluricelulares hasta la conformación total de un ser vivo que
es uno, en el que cada parte contribuye al bien del todo. Podrían citarse infinitos
ejemplos, como el orden astronómico y la formación de los continentes en La Tierra,
pero basta con lo dicho. Esto está en el orden de la Quinta Vía de Santo Tomás, la cual
sí es prueba. Pero, para el fin de este trabajo las vías útiles son la Tercera y la Cuarta,
pues muestran la dependencia ontológica de las criaturas respecto de la Causa
Primera, el único ser necesario per se, el absolutamente perfecto y, por tanto,
fundamento ontológico de las perfecciones de todos los demás seres.
Ambas pruebas, como las otras tres, suponen que no hay cadenas causales infinitas,
puesto que, en primer lugar, el infinito no puede ser recorrido, de modo que cada
efecto tendría que esperar una cadena infinita de causas subordinadas para realizarse,
por lo que no podría haber ningún efecto. Además, porque si la cadena fuera de causas
subordinadas y no hubiera una primera incausada, con la actualidad necesaria para
47
comenzar la cadena, entonces no podría empezar a causar, como una cadena de
dominoes cayendo sucesivamente no empezaría a caer si no hubiera una causa
anterior a la cadena con la actualidad necesaria para dar inicio a la misma. De nada
serviría alargar la cadena al infinito, pues ontológicamente las causas subordinadas no
tienen el poder para comenzar la cadena causal. El problema es uno de potencialidad y
actualidad: así como nada puede ser causa de sí mismo, puesto que lo mismo tendría
que ser anterior a lo mismo, dado que para causar se ha de ser actual en primer
término, del mismo modo, el efecto está en potencia para su causa y, si no hay una
causa que no esté en potencia para ninguna otra, sino que sea absolutamente actual,
entonces los supuestos infinitos efectos de la cadena estarían esperando por infinitas
actualidades subordinadas anteriores, que no podrían, en ningún caso, dar
fundamento a la cadena, como en el ejemplo de los dominoes, los cuales, para poder
tumbar a los que los siguen, han de ser a su vez tumbados por los anteriores.
Es fundamental darse cuenta de que si un ser se mueve es porque no es puramente
actual: está atravesado por la potencialidad. En este mundo no hay ser alguno que sea
absolutamente actual. Bertrand Rusell, por ejemplo, se pregunta por qué tiene que
haber un primer motor de estos seres que se mueven que, por ser inmóvil, está fuera
de las cadenas causales que se dan en el mundo y las fundamenta. La respuesta viene
dada por la actualidad y la potencialidad: el problema es que la potencia no puede por
sí sola pasar al acto, por lo que hace falta ese ser que es pura actualidad y, por tanto
eterno, no sujeto al cambio, que es Dios para explicar el movimiento, que, de paso, cae
tan naturalmente en nuestra experiencia (vid. Antonio Millán Puelles, Fundamentos de
Filosofía, pp. 550‐551).
Tampoco es válida la objeción que hace Kant, en la cuarta de sus “antinomias” de la
“razón pura”. Según la cual todo cambio implica cambio en la causa, la primera causa
tiene que cambiar. Pero esto es cierto de aquello que causa poseyendo potencia y acto,
pues sólo éstas pasan de la potencia de obrar al acto correspondiente. Pero eso no se
debe a su índole de causa, sino a su carácter de potencial, es decir, al hecho de que son
causas causadas. El acto de causar no implica de suyo un cambio en la causa, pues
para ello sería preciso que la causa fuera activa y pasiva por virtud de la acción: activa,
48
por actuar; y pasiva, por ser la acción cambio del agente, lo cual es un absurdo que
muestra que en realidad es un cambio en el paciente. De donde se desprende que la
acción de una causa causada no es, en sí misma, cambio, sino que supone un cambio,
por tratarse de la actividad de una causa que no es acto puro, sino que pasa de la
potencia al acto de obrar. Y la acción divina ni es en sí misma cambio, ni lo supone en
su agente, por tratarse de un ser que no pasa de la potencia al acto, sino que es acto
puro (vid. Millán Puelles, loc. cit.).
La Tercera Vía parte de la experiencia común y se refiere a que en la naturaleza hay
seres contingentes, que empiezan a ser y terminan de ser; seres cuya razón de existir
no se halla en ellos, ya que son causados, pues todo lo que empieza a ser tiene que ser
causado y, como es obvio, tiene que ser causado por otro. Ese otro puede ser necesario
o contingente, si es contingente ha de ser causado por otro; pero, como la cadena
causal no puede ser infinita, tiene que haber un ser primero, absolutamente necesario,
de cuya necesidad no haya que buscar la causa en otro anterior. Ese ser
absolutamente necesario es Dios, de quien dependen ontológicamente todos los
contingentes y todos aquellos cuya necesidad se halla fundada en otro que la causa.
Entre éstos, el hombre y todos los seres del cosmos sensible.
La Cuarta Vía se refiere a algo que ya se vio en el capítulo anterior: el ser, en tanto que
significa actualidad, es perfección; lo mismo que el bien, que es convertible con el ser,
sólo que bajo razones distintas, pues la razón de ser es la de actualidad en tanto que
tal, mientras que la de bien es la de actualidad en tanto que apetecible. Así, los seres
que conocemos tienen en diversos grados perfecciones, actualidad. El acto no es, ni
puede ser, a la misma vez causa de perfección y de límite de perfección, pues de esa
forma tendría, a la misma vez y en el mismo aspecto, el doble y contradictorio papel
de ser causa de perfección y de límite de perfección, es decir, del ser y del no ser de
ciertas cosas. Por lo que la gradación de perfecciones tiene que venir de un lugar
distinto que de donde nos viene la actualidad. Ese aspecto nuestro consiste
precisamente en que nosotros no somos nuestro propio ser, sino lo poseemos: en
nosotros hay mezcla entre ser, como actualidad, y esencia, no es lo mismo ser hombre
o caballo que ser: somos sujetos de nuestro ser. Limitamos nuestra capacidad de
49
poseer perfecciones, puesto que no las somos, sino que ellas inhieren en nosotros, que
somos sus sujetos, si bien nosotros somos, pero no somos ser puro. De este modo, no
somos el bien, en tanto que perfección apetecible, sino que somos sujetos de él; no
tenemos una unidad que sea absoluta, que sea pura simplicidad de las perfecciones
que, consideradas bajo distinta razón, no son nada distinto del ser: somos seres
compuestos. De manera que poseemos las perfecciones de modo limitado, pues, por
ello mismo, unos tenemos más perfección que otros, si no, si las tuviéramos
ilimitadamente, no habría en nosotros un más y un menos de perfección.
Ahora, si no somos nuestras perfecciones, pero las tenemos, necesitamos de alguien
que nos las haya dado. Ese ser que nos las da puede ser él las perfecciones o puede ser
simplemente sujeto de ellas; si el caso es el segundo, entonces requiere de otro que se
las haya dado. Pero esta cadena no puede ser infinita, como ha quedado demostrado:
no hay cadenas causales infinitas, pues entonces cada uno tendría que estar
esperando una infinita cadena de causas para recibir su propia actualidad y al final
ninguno podría dar cuenta de que se posean las perfecciones, pues la potencia
requiere de un acto para ella pasar al acto. Por ello se afirma que hay un ser que no
posee estas perfecciones sino que las es, y las es de un modo ilimitado, ya que en
consecuencia es acto puro y perfección suma en la suma simplicidad, bondad y unidad
de su Ser, pues cada una de estas perfecciones no es sino el ser, pero considerado bajo
razones distintas. Ese Ser no es otro que Dios.
En adición a lo anterior, vemos que las causas de la belleza y del bien de los seres no
son sensibles ni materiales, sino intelectivos: son la forma y el acto de ser. Además,
que el criterio de juicio estético tampoco es sensible ni nos lo damos nosotros sino que
él nos constituye: yo no escojo que algo me deleite o me atraiga o no y un aspecto muy
importante, esencial, de mi personalidad es el de mi orientación al mundo. Somos
capaces de observar, en fin, que Dios es causa ejemplar del cosmos y de las
naturalezas de los seres creados: de nuestro intelecto que contempla, de nuestra
voluntad que apetece, de los principios y criterios de belleza que nos constituyen; y
también de las formas de los seres que contemplamos y amamos, que nos deleitan y
nos atraen. De donde nos damos cuenta de que la belleza y el bien que pueden llenar
50
nuestra vida son de orden intelectivo y divino, aunque los hallemos en lo material,
sensible y prosaico o en una gran obra como El Quijote o El Principito o las Rimas de
Bécquer o cualquier otra.
También podemos darnos cuenta de que, llegada la muerte, la cual es un elemento
principal de la vida, por más que haya gente tan ciega que quiera hacernos vivir como
si no hubiera final de esta vida, la única respuesta que nos queda, frente a la propia y
las de nuestros seres queridos, su sentido más profundo, es una justicia salvadora: esa
es la del Señor y Creador de todo cuanto existe. A eso es a lo que se refieren Jorge
Manrique y tantos otros poetas: “Recuerde el alma dormida, avive el ceso y despierte,
contemplando, cómo se pasa la vida, cómo se viene a la muerte tan callando. Cuán
presto se va el placer, cómo después de acordado da dolor, cómo a nuestro parecer
cualquier tiempo pasado fue mejor (…). Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la
mar que es el morir…”. O Calderón de la Barca: “Es verdad, pues reprimamos esta fiera
condición, esta furia, esta ambición, por si alguna vez soñamos (…). Sueña el rey que
es rey (…), sueña el rico en su riqueza, que más cuidados le trae; y aquel que a medrar
empieza (…). Y en el mundo, en conclusión, todos sueñan lo que son y ninguno lo
entiende (…). Y luego nos alcanza la muerte: desdicha fuerte (…).¿Qué es la vida? Una
ilusión. ¿Qué es la vida? Un frenesí, un engaño, una ficción; que el mayor bien es
pequeño y toda la vida es sueño y los sueños sueños son”. Excepto Dios, que es bien y
verdad infinitos, belleza de las bellezas, amor de los amores: la más cumplida
respuesta a todos nuestros anhelos: “nos creaste para ti, Señor, e inquieto está nuestro
corazón hasta que descansa en ti” (San Agustín, Confesiones, I, 1).
De esta forma, se justifican dos afirmaciones que se hicieron arriba: hemos de amar a
Dios en tanto que el fundamento ontológico de nuestro ser, como dice Dante en el
pasaje citado del Purgatorio, y por cuanto es lo máximamente amable en tanto que lo
infinitamente perfecto. Esto muestra, además, que esa capacidad humana de lo eterno
de la que se habló arriba tiene un correspondiente en la realidad, que puede ser
“objeto” de su amor. Lo que queda ahora es articular todo lo dicho para que se vea
exactamente cuál es la medida universal fundamental con la que medir nuestras
acciones, decisiones y creencias morales, el criterio último de corrección ética.
51
El hombre tiende a bienes con los que sus distintos apetitos son connaturales, esos
bienes son concretos, son realidades particulares. Pero entre esas realidades hay
algunas que son connaturales al hombre en tanto que hombre, en tanto que cúspide
del cosmos sensible. Mas, entre éstas, sólo algunas son más directamente connaturales
con lo específicamente humano: la verdad y el amor. De este modo, el conocimiento
contemplativo, el conocimiento en el que se conoce por el solo conocer y se ama ese
objeto de conocimiento, es lo más alto que hay en el hombre. Aunque en las cosas que
son susceptibles de ser conocidas por el ser humano unas son de una realidad
superior y otras de una inferior, por lo que lo más digno de ser amado por el hombre
es lo divino y, en segundo lugar, lo humano y lo que, de algún modo, hay de divino en
lo humano, en tanto que el hombre está capacitado para lo eterno. Éste es el bien
máximo al que puede tender el hombre y lo que de hecho mide a todos los demás
bienes humanos. Incluso las civilizaciones se forman y ordenan alrededor de un
concepto de lo divino, que da sentido a todo lo demás, como es claro por toda la
historia de las mismas (esto es un hecho notorio que no requiere de prueba
posterior).
La actividad virtuosa es aquella en la que el hombre obra racionalmente, de forma que
su carácter adquiera forma humana. Esto tiene lugar por cuanto los apetitos humanos,
desde la niñez a la edad adulta pueden adquirir, dentro de su naturaleza original, una
connaturalidad segunda, que es el fundamento de las aficiones y es en lo que consisten
los hábitos virtuosos o viciosos. Al obrar racionalmente, de manera virtuosa, el
hombre se realiza desde dos perspectivas relacionadas con lo que se ha declarado que
es el criterio último de racionalidad. En primer lugar, el hombre, animal racional, obra
de manera conforme con su naturaleza y, así, realiza su lugar en el orden ontológico.
En segundo, dispone el “esquema” de su psique para que en ella gobierne lo superior,
lo humano, y obedezca lo inferior, lo que comparte con los animales y los demás seres
inferiores; permitiendo así un orden en su alma, que le haga connatural con la
contemplación amorosa en la que consiste su bien último.
Los amigos, entre los que se incluyen aquí a los familiares, están en relación con ese
bien último de varias maneras. Para empezar, es en el hogar doméstico donde
52
naturalmente el hombre recibe su primera educación teórica, donde aprende a hablar
y a integrarse en la comunidad de lenguaje y creencias propia de la sociedad en la que
se desarrollará su vida y en la que encontrará el concepto sobre Dios y las formas de la
piedad, de la relación con ese Ser que es su fundamento ontológico; en cuya tradición,
en fin, hallarán ese núcleo de verdad presente en toda tradición, pero que no es
meramente intracultural, que puede permitirle algún día cuestionar otros aspectos de
las creencias populares en los que se ha mezclado la falsedad. Además, es también en
el hogar, sitio en el que la persona es amada por lo que es, sin ninguna otra
consideración, donde la persona aprende a amar verdaderamente. En adición a esto,
una amistad verdaderamente humana, conforme al patrón de humanidad que se ha
desplegado, es decir, una amistad virtuosa, en la que la virtud da ese interés común
que fundamenta la amistad, una amistad así, digo, es una en la que hay una entrega
personal sincera y una apertura a la entrega del otro; y en la que se capta en el amigo
ese orden que el hombre bien formado al contemplar ama. Y, por supuesto, en el
intercambio de bienes que se da en la amistad, si la misma es del tipo descrito, hay una
ayuda mutua para el crecimiento en la virtud y, por consiguiente, en la capacitación
para la contemplación.
Las ciencias, por ser actividades que tienden al conocimiento de parcialidades del
orden cósmico, son bienes en sí mismas, de ahí que haya muchas personas interesadas
en ellas. Pero en tanto que esas parcialidades pueden dirigirse a un orden que es más
total que el estudiado por ellas, tienen una intención posterior; esta articulación sólo
puede explicitarse por una ciencia de la totalidad, del ser en cuanto ser, de la
metafísica. Pero la intencionalidad es materia de la filosofía ética, que se ocupa del
bien humano en totalidad.
Las llamadas bellas artes tratan de articular una expresión de las reflexiones del
hombre sobre ese conocimiento humano respecto de lo divino o respecto del orden
natural o sobre esa parte del orden natural que es el orden político o, en fin, sobre lo
específicamente humano. Por lo que las artes contribuyen a esa educación del hombre
que lo dispone a captar el orden de las cosas, su belleza; y se dirigen directamente a la
humanización del ser humano y son, para quien las practica, un modo de dirigirse
53
inmediatamente a su fin como hombre. Lo mismo puede decirse de la poesía o de la
música, de la escultura, la pintura o la arquitectura y, también, por supuesto, del teatro
y las demás artes escénicas modernas.
Los bienes materiales y todo lo que contribuye a su producción, como la tecnología y
las técnicas en general, y lo que contribuye a su distribución, como el dinero y los
mercados, lo que dan es una base material para que, una vez satisfecho lo básico, el
hombre pueda dedicarse, como se dijo arriba, a actividades más específicamente
humanas, como el estudio, la piedad, la recreación mediante alguna de las artes de las
que se habla en el párrafo anterior o el intercambio con amigos.
De esta forma, se obtiene un catálogo de bienes, que no es meramente una lista
inarticulada, sino un conjunto coordinado, a partir de lo que es más propiamente
humano, de lo que es estrictamente el fin de toda la vida del hombre. Tomando esto
como punto de arranque, se puede hacer una ordenación de principios prácticos
desde los cuales se delibera para tomar decisiones éticas (dentro de las que se
incluyen, como es claro por lo dicho, las políticas y las jurídicas, aunque sobre estas
áreas se tratará con detenimiento en el apartado sobre la teoría política y jurídica y en
el tercer capítulo, referido a la racionalidad jurídica, respectivamente). De ningún
modo, esas decisiones tienen siempre que referirse directamente al llamado criterio
último de corrección, es decir, dado lo dicho, no ha de concluirse que todos los
hombres tienen vocación de monjes o de que la vida humana deba desarrollarse en un
templo; incluso los monjes tienen que prestar alguna atención a sus necesidades
materiales y hasta han de ver por la obtención de dinero para renovar los objetos del
culto. El economista es economista, el empresario es empresario y un inventor como
Graham Bell o uno como Edison son inventores: cada uno, en tanto que economista,
empresario o inventor, se preocupa inmediatamente de que las cuestiones
pragmáticas sean efectivas. De igual modo, ante el trilema de estudiar, rezar o ir al
cine con los hijos o la novia, un hombre en alguna ocasión puede decidirse por el cine
y obrar adecuadamente, en consonancia con su bien último; y, en esa ocasión, puede
ser que el decidirse por la iglesia pueda ser contrario a ese fin, pues las decisiones se
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toman en lo concreto, de modo que la proporción se da en lo concreto y, por ello, las
circunstancias inmediatas son determinantes.
El modo como opera el razonamiento práctico en este esquema es el de la
comparación de proporciones para obtener proporcionalidades, dentro de las
circunstancias particulares. De modo que, en el ejemplo propuesto, si la persona no
tenía ningún deber particular de piedad y había hecho sus oraciones del día, había,
además, trabajado hasta cumplir con todo lo necesario que sus compromisos le
exigían, había dedicado un tiempo al cultivo de una ciencia básica y la había
relacionado con la filosofía de esa ciencia y la metafísica, y, para colmo, tenía tres días
en los que apenas había visto a la familia, ante el reclamo de la misma de un rato de
distracción juntos, lo adecuado, lo virtuoso, lo justo y ordenado, es ir al cine con la
esposa y los hijos.
En este punto, puede haber una conveniente comparación. En la Lección III de la
Expositio al libro VI dela Metafísica, Tomás de Aquino trata el tema de la Providencia y
dice, en resumen, que, dado que Dios causa los seres y los preconoce, gobierna todos
los movimientos que se suceden en el mundo; pero, como al causar un ente causa sus
atributos propios, crea algunos seres necesarios y otros contingentes y para estos
últimos se sirve de la virtualidad de causas segundas, de modo que un ser, por virtud
de una causa segunda puede ser contingente, no ciertamente respecto de la Causa
Primera, pero sí respecto de la segunda, con la que guarda relación directa, por lo que
se acomoda proporcionalmente a ella. Así, no obstante que hay Providencia divina,
hay contingencia y libertad, por cuanto los seres están en proporción inmediata con
sus causas próximas y no con las remotas. Pero esto da lugar para concluir algo
adicional, que es clave: a pesar de que toda causalidad pueda y deba, si se quiere ser
honesto en la investigación, ser remitida a la causalidad última, lo cual asegura la
unidad de las ciencias, cada ciencia tiene autonomía, ya que se ocupa de órdenes de
seres y de causalidades que guardan sólo una relación remota con la Causa Primera,
pero directa con sus causalidades próximas. Del mismo modo, cada disciplina práctica
y cada acción ha de referirse al bien último, el cual establece una coordinación de
todos los asuntos prácticos, pero, en lo inmediato, cada disciplina y cada decisión, sin
55
olvidar su necesaria referencia ulterior, lo cual la deformaría, conserva una cierta
autonomía, por tener fines que le son propios.
Es esencial a este planteamiento de las cosas, que según puede verse surge de la
observación de la naturaleza humana y del lugar del hombre en el cosmos, que
tengamos una serie de tendencias naturales hacia esos bienes con los que somos
connaturales, principalmente la tendencia a la felicidad, a la plenitud por la posesión
del bien que nos realiza en último término, que fundamenta todas las demás. Para
comprobar que hay fines en la naturaleza quizás no baste oponer a un mecanicismo
como el de Descartes nombres como Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Gilson,
Newton, Linneo, Lamarck, Heisenberg, Einstein, Darwin. Lo que sí se puede es oponer
algunas experiencias que llevaron a estos autores a afirmar el fin o la teleonomía en la
naturaleza, como esas del texto newtoniano citado arriba. Una herramienta
metodológica muy útil que se le debe a los abogados o quizás a Parménides es ésa
según la cual los hechos negativos absolutos no son susceptibles de prueba positiva,
sólo de prueba en contrario: el camino del no ser es impracticable.
El asunto es que hay dos alternativas: o hay teleonomía o las cosas suceden por azar,
no hay fines en la naturaleza. No se puede oponer aquí la objeción de que las causas
finales son vírgenes estériles, porque el pragmatismo, la intención utilitaria, de una
investigación en ningún caso se puede oponer al hallazgo de una verdad; y puede ser
que ese tender a fines utilitarios ciegue al hombre respecto de su intencionalidad
natural y, así, de la posibilidad de hallar vías de realización personal verdadera y de
fundamentos ciertos para el ejercicio de su racionalidad y de su libertad. Supóngase
que existe evolución o que no existe, que las especies tienen cada una un origen
propio de ellas y no son descendientes de otras, da igual. No es de ningún modo
explicable por el azar la formación de un ser vivo pluri o unicelular a partir de
moléculas de carbono. Mucho menos allí donde las células forman tejidos, los tejidos
órganos, los órganos aparatos y el conjunto un ser vivo uno. Menos aún cuando cada
parte se relaciona con una función, hasta el punto que se elaboran máximas científicas
como: “la función crea el órgano” o “la hipótesis más bella es la más plausible”; y cada
función está articulada con las otras para el bien del todo. Y en unos ambientes se dan
56
determinados tipos de animales y plantas y, en otros, otros, dando lugar a toda la
teoría de los ecosistemas. Y la repetición de comportamientos de manadas y rebaños
enteros de animales que migran de manera igual, en ciclos iguales, invariablemente. Y
“mecanismos” tan complejos y tan fascinantes como los de los órganos de la vista o el
cerebro o la decodificación genética; o el sonar de los murciélagos o los mecanismos
de defensa del escarabajo artillero o las capacidades del camaleón o las metamorfosis
de las mariposas.
Todo el océano de este tipo de experiencias que la ciencia moderna nos suplementa, la
mayor parte de las cuales escapa de lo que Aristóteles soñó, provee de evidencia
suficiente para afirmar los fines en la naturaleza. Un ejemplo puede ayudar: al ver un
automóvil de esas ferias anuales nos sorprendemos del ingenio de los constructores
de semejantes artefactos, por eso se necesitan para ello ingenieros de alta calificación.
Jamás nos podría pasar por la cabeza que el orden de tales obras sea producto del
azar, porque sencillamente no puede serlo. Háganse tres suposiciones: primero que
hay algo en la aerodinámica de uno de los carros que parece ser contraria al sentido
general; la segunda es que haya algo que parezca faltar a uno de los vehículos; la
tercera es que hay uno al que no parece faltarle nada ni tener nada discordante, pero
tiene una parte que parece haber sufrido algún daño o que fue mal colocada. La
impresión de enfermedad vehicular es análoga a la impresión que se produce al ver un
fallo en la naturaleza. Y la posibilidad de arreglo en el diseño o de la parte dañada del
diseño ortodoxo es correspondiente de la posibilidad de “equilibrar un desbalance de
los fluidos corporales”; es decir, de detectar una célula cancerosa o un pequeño virus
que rompen un orden tan perfecto que algo tan pequeño lo daña, pero tan estable, que
estos desórdenes son bastante excepcionales comparados con la gigantesca
integración de fenómenos que el cuerpo humano, por ejemplo, ejecuta instante tras
instante, por períodos largos: la expectativa de vida promedio del mundo hoy está por
encima de los sesenta años, a pesar de la violencia.
La pregunta es: ¿cómo el diseño de un automóvil, tan inferior al de una célula, produce
de tal modo nuestra admiración y no somos capaces de admitir que hay un orden
natural de fines que se manifiesta en los animales superiores, por ejemplo ‐sin contar
57
los demás casos innumerables en una biblioteca entera‐, de tal modo? ¿Acaso el
problema es que la experiencia de la causa del orden del carro nos es inmediatamente
manifiesta en nuestra experiencia mientras que la del orden de la naturaleza no es de
tal carácter? Como se dijo en el capítulo primero de este trabajo, la alternativa no es
negar los fines, eso es imposible; lo que nos queda es negar el alcance de nuestra
capacidad, pero eso tropieza con las objeciones puestas en ese lugar. Decir, como
Hume en el texto citado arriba, que todo es un problema de asociación por costumbre,
es negar el intelecto, el carácter intelectivo de la experiencia humana y conlleva una
generatio aequivoca, es decir, una imposibilidad, como lo denunció Kant, como se dijo
en el primer capítulo. Una coordinación tan grande de fenómenos, bastante superior a
dos o tres coincidencias y al diseño y fabricación de un carro, no dejan otro camino
que afirmar el orden natural de fines y la posibilidad de inteligir lo sensible mediante
una operación como la inducción, en sentido aristotélico, tal como se describió en el
primer capítulo. Porque, incluso para diseñar el carro, se requiere de conocer las
propiedades naturales de unos elementos que luego se articularán en el artefacto, de
otro modo sería imposible concebir el diseño: las causas finales no son vírgenes
estériles.
Pasando, entonces a las tendencias naturales del ser libre, desde Guillermo de
Ockham, se ha pensado que afirmarlas es limitar la libertad (Servais Pinkaers,
Elementos de Teología Moral Cristiana, II Parte: Esbozo de Historia de la Teología
Moral). Nada más alejado de la realidad; y, para mostrar que es así, ha de considerarse
un aspecto de la teoría de MacCormick: las llamadas por él long run propensities, que
vienen a ser como un sustitutivo de lo que es tendencia natural, en su esquema. De
acuerdo con ese esquema, obrar racionalmente es asunto de una decisión, acto de una
voluntad ciega, desligada de lo cognoscitivo (LRLTh. pp. 268,3‐4 y 269,4). Y consiste
en fabricar unas normas que sean coherentes y satisfagan nuestras long run
propensities (LRLTh. p. 269,1‐2 y 270,2). “Puede que se conjeture –de acuerdo con él‐
que todos los seres humanos tienen una naturaleza biológica de la que la propensión a
la racionalidad es una parte esencial (...). Pero esas son explicaciones, no
justificaciones” (LRLTh. p. 268,4).
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En esta forma se ve un punto crucial que surge de la negación del intelecto: como se
pone, en consecuencia, a un apetito en la base de nuestra libertad, el obrar
moralmente es asunto sometido al azar. Pero el someterse a esas normas, en las que
consiste la racionalidad, que pueden prescribir cualquier cosa, siempre y cuando
satisfagan las arbitrarias “long run propensities”, y aún el dedicarse a fabricarlas, es
asunto de decisión desligada y azar; no sólo por estar sometidos a la decisión
desligada y arbitraria, sino porque ésta misma depende de una valoración afectiva
ciega e igualmente arbitraria. Puede incluso no actualizarse; es más, puede no
actualizarse ninguna decisión en este esquema, pues no hay nada que pueda
fundamentar que la voluntad tienda a nada: el hombre, negando las tendencias
naturales, para afirmar su libertad absoluta, se somete a sí mismo –en la teoría‐ al
azar, pierde la libertad de manera absoluta, se convierte en una estaca, que no se
mueve ni siquiera, como las plantas, por su forma natural, sino que es movido por el
viento. Aunque, como el hombre sí va a decidir y obrar siempre, pues sí tiene
tendencia a ello, lo que pierde en realidad es esta parte de los fundamentos naturales
de su obrar racional.
Además, la propia observación muestra tendencias naturales del hombre. En lo que se
refiere a lo corporal, no hay duda, tendemos a la comida, a la bebida, al descanso,
etcétera; y no a cualquier comida ni a cualquier bebida, sino a unos determinados
reconstituyentes, lo mismo que a unas determinadas temperaturas, tendemos a
procrear y así sucesivamente. Pero, en lo que se refiere a los bienes psicológicos, es
claro que también hay tendencias naturales. En efecto, todos nos asombramos ante
ciertos fenómenos y nos sentimos mayor o menormente impelidos a averiguar sus
causas; nadie quiere ser engañado, aunque puede engañar: todos quisieran estar en la
verdad; todos necesitamos de amor y aborrecemos los malos tratos y el desprecio;
todos necesitamos recreación; necesitamos estar en un ambiente cultural que nos sea
inteligible; como dice MacCormick, la referencia a Dios es necesaria; consideramos
injusto el homicidio y el suicidio es una opción que cualquiera puede reconocer como
antinatural; a pesar de que hay sitios en que se da la poligamia, cuando alguien, aún en
esos sitios, se enamora de otra persona, siente celos si ese otro (u otra) asume
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determinadas conductas con un tercero (de ahí todas las intrigas que se dan en los
harenes, altamente conocidas por cualquiera). No hace falta prolongar más la lista.
Por último, hay un argumento que parece ser decisivo en este asunto. Cuando alguien
dice que le gusta algo, “porque –permítase la expresión‐ me viene en gana”, dice una
gran falsedad. Los gustos nos constituyen, de modo que lo que “venga en gana”
depende de los gustos y no al revés. La explicación antropológica última de este hecho
viene dada por que los apetitos tienden naturalmente a aquello con lo que son
connaturales. Y esto no es un dato que permita negar la anterioridad natural de lo
intelectivo respecto de lo apetitivo; sino observar que éste tiene unos determinados
bienes a los que tiende por naturaleza: la libertad humana no es absoluta. Al final, el
albedrío en lo que consiste es en poder escoger entre esos fines a los que
naturalmente tendemos, de modo que nos ponemos nosotros mismos nuestros fines,
pero no con un rango ilimitado, sino dentro de las determinaciones de nuestra
naturaleza. Esto puede plantear preguntas posteriores, sobre una dependencia
ontológica que puede derivarse, en el orden de nuestro conocer, de tal observación y
sobre si el ser del que dependemos es él mismo inteligente y personal; aunque no es
en sí mismo la respuesta a esas preguntas, como sucede con Newton y la ordenación
de los ojos, los oídos, las partes de los animales y demás cuestiones anotadas en el
texto citado. También es una respuesta para toda persona que pretenda que los
apetitos son impulsos ciegos y absolutamente indeterminados; pues dependen no sólo
de lo cognoscitivo inherente al ser que los posee, sino que tienen otra dependencia
que se refiere a lo que naturalmente es su objeto.
Antes de pasar a la posibilidad del mal moral, dadas estas tendencias, es menester
justificar otra afirmación hecha más arriba en este apartado: amar con orden es amar
más a lo superior y menos a lo inferior. La respuesta es bastante simple dado todo lo
dicho. En efecto, si lo apetecible es la actualidad, puesto que ésta es perfección, como
ha quedado dicho en este apartado y en el capítulo primero, entonces mientras mayor
actualidad posea un ser, mientras ocupe un lugar superior en la jerarquía ontológica
descrita arriba, entonces será más digno de ser amado, puesto que la tendencia de la
voluntad, actualizada, es decir, la operación de la misma, es el amor. De ahí que la
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virtud sirva al fin último del hombre, pues el orden de los apetitos, su recta
connaturalización, implica un orden de esta naturaleza en los amores del hombre.
Mientras que el vicio produce lo contrario; por eso se dice que los viciosos no pueden
entender la ética.
Luego de todo este estudio, la pregunta que surge es: dado que naturalmente
poseemos estas tendencias y que podemos captar intelectivamente las
proporcionalidades entre los bienes presentes, alternativas en una situación de
elección, y el fin último del hombre, ¿cómo es que es posible el mal moral, ya que se
tiende naturalmente al bien? La respuesta no es única, hay diversas causas del mal
moral. En primer lugar, los bienes presentes son los que actualmente atraen a los
distintos apetitos, de manera que, aún siendo naturales las tendencias hacia ellos,
puede un apetito muy vehemente hacernos decidir por él, corrompiendo así el juicio
del intelecto: ese es el caso de las personas incontinentes. Éstas saben lo que es bueno,
pero no lo hacen, hacen lo que saben que es malo, pues en el momento de la decisión
su juicio es corrompido. Esto es posible por cuanto hay dos tipos de proporción entre
los bienes presentes y una persona: en primer lugar está la connaturalidad actual de
ese bien y el apetito concreto; luego está la proporción entre el bien de toda la vida y
esos bienes presentes para la decisión. Lo que mueve no es la proporción nombrada
en último lugar, sino el bien presente, de forma que la presión de un apetito puede
corromper el juicio del intelecto respecto del caso particular, que juzga al captar la
connaturalidad. En parte también por una falta de fortaleza en la voluntad, que no
impera lo que el intelecto dictaminó antes como adecuado en presencia del apetito
vehemente.
Por otra parte, un intelecto puede ser maleducado, por un maestro o un padre
ignorante o vicioso, y puede creer que los medios para obtener la plenitud sean otros
que los dichos o que hay una coordinación distinta de los mismos o, más radicalmente,
que el fin es otro: el placer, el dinero, el poder. En este caso, muy difícilmente el
individuo pueda decidir la mayor parte de las veces de manera adecuada. Esto
también puede suceder a alguien que sencillamente no tuvo ninguna guía, como dice
Dante: “sale de las manos de Aquél que la acaricia [...], como niña juguetona que llora y
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ríe, el alma sencilla, que nada sabe, sino que, procediendo de la fuente de la alegría,
voluntariamente se va tras aquello que la complace. Toma al principio el gusto a los
bienes fútiles y se engaña corriendo en pos de ellos, si no hay quien guíe o enfrene sus
inclinaciones” (Comedia, Purgatorio, XVI).
También puede ocurrir que, como las decisiones se toman en lo concreto, alguien
juzgue mal de las proporciones y crea que algo es connatural con el bien último
cuando en realidad no lo es. Esto es posible porque poder juzgar de forma adecuada
no es hacerlo actualmente. También puede haber un juicio inicial acertado, pero un
razonamiento posterior inadecuado.
Por último, hay personas viciosas, que creen que lo bueno es un amor desordenado
que los domina y el objeto de ese amor. Como dice San Agustín: “los hombres aman
tanto la verdad que quisieran que aquello que aman fuera la verdad” (Confesiones, X,
23). Los viciosos aman tanto el objeto de su vicio que lo tienen por la verdad. A este
estado se puede llegar por esa mala educación o por incontinencia o por reiterados
errores de juicio o de razonamiento, pues a fuerza de tender inadecuadamente a los
bienes o de tender a bienes desproporcionados respecto de nuestra naturaleza, los
apetitos se van connaturalizando con ellos, se van haciendo más vehementes y van
corrompiendo más y más al intelecto.
5. SOBRE LA ESENCIA DE LAS VIRTUDES
Respecto de la actividad virtuosa cabe hacer varias consideraciones. Para empezar, el
hombre es un ser libre y debe conservar dicha libertad: “lo que hay que hacer es amar
lo libre en el ser humano” (Andrés Eloy Blanco, Coloquio Bajo la Palma). Si el hombre
decide lanzarse por una vida en la que jamás se guarde de hacer lo que la razón
muestra como proporcionado –que más abajo veremos en qué consiste‐ o si lo hace
por mala educación, terminará por perder dicha libertad. En efecto, no es baladí,
desde ningún punto de vista, no realizar los actos conformes con la justa medida, pues
termina uno formando un hábito en sí, que no es nada menos que segunda naturaleza.
Vimos que la esencia es naturaleza en cuanto nos inclina a la acción; no podemos dejar
de ser lo que somos, de modo que la naturaleza es algo sumamente íntimo y
fundamental en nosotros. Así, pues, que formar una segunda naturaleza que nos
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impida realizar el bien no es nada fútil. Que los hábitos son segundas naturalezas es
claro si se considera lo que sucede con un adicto a las drogas, con un alcohólico o con
una persona que ha dedicado su vida a trabajar responsablemente: los primeros, para
dejar de portarse como tales, requieren de ayuda especial para abandonar sus vicios y
muchas veces dicha ayuda no basta: es suficiente mirar a Maradona y a tantos otros
ejemplos concretos que cada uno conoce para constatar hasta qué punto puede llegar
a anidar un hábito en nosotros.
De manera que si un hombre dedica su energía vital a enajenar sus posibilidades de
querer el bien, en las que consiste precisamente la libertad, en unas pasiones de las
que él no es responsable ‐por eso se llaman pasiones‐, y a perder las posibilidades de
realizar lo que él mismo reconoce como bueno o de abandonar lo que sabe malo y
hasta de perder toda perspectiva, de modo que crea que el bien es mal y el mal bien, lo
cual es peor, a someter lo más noble en él a lo inferior y animal que hay en él, se
convierte en esclavo y semejante a las bestias. Y su única salvación, como ya sabemos,
es o una borrasca que lo estremezca a niveles de anegación casi total o someterse a
durísimos tratamientos de rehabilitación, que al final no se sabe si podrán tener
resultado: se pone a nivel de milagro.
Al obrar lo que es proporcionado a nosotros afirmamos nuestra naturaleza,
realizamos nuestra libertad. Pero eso que en la acción es proporcionado a cada uno no
es una receta universal. En efecto, la acción se da en lo concreto, por lo que no hay dos
situaciones iguales en las que vayamos a actuar. Aparte de que ninguno de nosotros es
igual al otro: unos son más inteligentes que otros, unos pesan más que los demás, cada
cual tiene su historia, sus vivencias, unos poseen mayor fortaleza física, unos tienen
ciertos intereses nobles, otros, otros. Por todos estos motivos, a la hora de elegir un
determinado bien, una determinada conducta, lo proporcionado tendrá que serlo
atendiendo a las circunstancias particulares. Así, un hombre de cien kilogramos de
peso, en lo referente a la comida, no puede pensar que es proporcionado a él lo que es
lo adecuado a una niña de cuarentidós: él se quedará satisfecho con cinco o seis
huevos, pero la niña lo hará con uno o dos. Si alguno de los dos come más o menos de
esa medida, que depende de sus características particulares, estará cometiendo un
63
exceso o un defecto. Por esta razón es que se dice que la virtud es un justo medio entre
dos extremos.
En prácticamente toda acción que realizamos, elegimos entre dos o más bienes y la
elección será adecuada, si el bien elegido es, según las circunstancias, el adecuado:
puede decirse que mejor es el trabajo que el descanso, pero para un intelectual
embotado por muchas horas y muchos días de trabajo lo más probable es que
corresponda, en ese caso, algún tiempo adecuado para reponer energías y despejar un
poco la mente. También, es mejor la salud que la enfermedad, pero si lo que está en
juego es la vida y la integridad de toda mi familia, parece que lo mejor es arriesgar la
salud para intentar repeler a, digamos, unos asaltantes, violadores y asesinos que la
amenazan.
Por otra parte, el hábito es segunda naturaleza, ya que al obrar lo hacemos según el
dictamen de la razón, que discurre a partir de los bienes captados por el intelecto,
hasta tomar las decisiones. De manera tal que los apetitos, a fuerza de obrar conforme
a esos dictámenes repetidas veces, terminan por adquirir una forma que les viene de
la razón. Al ocurrir eso, luego de años de construcción personal, en el caso de las
virtudes, o de algún tiempo de destrucción, en el caso de los vicios, uno se hace
connatural con los bienes a los que nos dirigíamos al obrar como lo hacíamos, de
donde la realización de las actividades correspondientes nos produce placer, aún
siendo difíciles, en algunos casos, y tendemos a esos bienes espontáneamente. Es
decir, no tenemos una batalla interior entre deseos contrarios ni terminamos de algún
modo forzando a una parte de nosotros a obrar “a disgusto”, sino que las pasiones
surgidas acerca de los bienes de que se trate serán, si el hábito es virtuoso, las
adecuadas. De ese modo el placer aparece en la vida feliz, por la connaturalización
entre nuestras potencias y los bienes a los que tendemos al realizar la actividad.
También se ve aquí que la vida virtuosa es recta razón y recta pasión. Ya que, para
decidir lo que sea conveniente en cada circunstancia, hace falta prudencia y por
dirigirnos a los bienes correspondientes formamos las virtudes. Aparte de que el
apetito corrompido o al menos no bien formado termina por corromper a la razón
cuando no se le somete. De donde también hace falta fortaleza del apetito que tiene
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como objeto propio lo arduo, es decir, la irascibilidad, como vimos en el apartado de
las implicaciones de la verdad y el bien en la estructura de nuestra libertad.
6. SOBRE LA AMISTAD Y LA PLENITUD DEL HOMBRE
Los amigos, dice con razón Aristóteles, son un bien necesario para ser felices y nadie
escogería vivir si supiera que va a pasar una vida sin amigos, pues, en las vicisitudes,
ellos nos dan la mano y nos ayudan a soportar la carga y resolver los problemas; en la
ancianidad, uno puede asistir a sus necesidades con la ayuda de los amigos; en la
prosperidad, los amigos también son compañía deseable; nos dan sus consejos y su
apoyo en todo momento y necesitamos compartir nuestras cosas, alegrías y tristezas,
con otros.
Según tenemos tres tipos de amor, existen tres tipos de amistad, ya que la amistad es
amor. Tales amores son el amor al placer, el amor a lo útil y el amor a la virtud. De
modo que hay amistad en el placer, en la utilidad y en la virtud. Según estemos
connaturalizados con alguno de estos bienes, tendremos, al menos
preponderantemente, uno de estos tipos de amistad.
La amistad consiste en una cierta buena voluntad, es decir, amor, hacia otro, recíproca
y reconocida y con posibilidades de actualizarse. Debe ser recíproca, ya que si no lo es,
si el otro nos desprecia o nos odia o simplemente le somos indiferentes, entonces eso
no es amistad. Reconocida, puesto que, de otro modo, si yo admiro a alguien y él no lo
sabe, habrá admiración de mi parte hacia él, pero no amistad, como por ejemplo pasa
cuando yo admiro a Nadia Comaneci, suponiendo que fuera recíproca la admiración, si
ella no sabe que yo le tengo buena voluntad, entonces no somos amigos. Y con
posibilidades de actualizarse los actos que pueden surgir de la buena voluntad, dado
que, siguiendo con el ejemplo anterior, si Nadia supiera que yo la admiro y yo que ella
me admira, sin las posibilidades de conocernos en persona y procurarnos bienes,
entonces la amistad no puede llegar a nacer entre nosotros, ella en Rumania y yo en
Venezuela.
De los tres tipos de amistad, uno sólo es amistad verdadera. En efecto, la buena
voluntad hacia el otro se funda en el tipo de amor con que se está connaturalizado, de
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modo que en uno y otro caso se querrá que el amado crezca en el respectivo bien. En
la amistad en el placer, se querrá, por ejemplo que la muchacha esté bonita o el
compañero esté simpático, para yo sentirme complacido. En la amistad en la utilidad,
querré que gane dinero, para que pueda seguir comprándome cosas a mí. En la
amistad en la virtud, por el contrario, querré que él o ella crezcan personalmente en
las excelencias poseídas. Así, los dos primeros tipos de amistad son en realidad un
amor sui, pues en ellas busco principalmente mi satisfacción personal; el último tipo,
es el único en el que se da un amor al otro, en realidad. Por ello y porque el carácter es
algo más duradero que los bienes externos, por lo general, la amistad en la virtud es
más duradera que la amistad fundada en los otros bienes. El amigo verdadero, el
amigo en la virtud, es un bien que es duradero y no es un bien por este o aquel
momento de satisfacción, lo es en todo momento y, si no de toda la vida, lo es de buena
parte de ella; eso respecto de uno en particular, pero respecto de los amigos, en
general, sí se puede decir que sean bienes de toda la vida, incluso en situaciones de
dolor o de insatisfacción.
De ahí que se muestre falsa cualquier teoría que sostenga que no puede haber bienes
de toda la vida, pues los amigos verdaderos lo son, nos estén dando satisfacciones
actualmente o no. Y lo son, precisamente, porque en nuestra relación con ellos, lo
mismo que en la de ellos con nosotros, no nos buscamos a nosotros mismos como
suponen al menos la mayoría de los que creen en la “happy life” o en algo parecido.
7. DEL AMOR EN GENERAL AL AMOR ESPONSAL
El intelecto es en sí mismo superior a la voluntad, pues ésta supone a aquel. Pero, por
su objeto, la voluntad es superior al intelecto, ya que él no puede conocer a Dios en sí
mismo, sino como causa de lo que crea, mientras que la voluntad sí puede amarlo por
sí mismo. Además, como ya vimos, el intelecto propone los bienes en tanto que los
conoce, pero la voluntad es la que nos dirige a ellos.
Desde un punto de vista político, el amor es base fundamental de la sociedad, lo
mismo que la verdad, debido a que en ellos se fundamenta en lo más profundo
cualquier comunidad, como pudieron ver claramente Platón, en el libro V de La
República, y Aristóteles, en el libro VIII de la Ética a Nicómaco. En efecto, el hombre no
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puede satisfacer individualmente todas sus necesidades, por lo que el hombre
requiere de modo indispensable de vivir con otros. Como la primera necesidad
humana externa es la amistad, según hemos visto, y ésta es amor, entonces el hombre
requiere de otros para realizarse; y esto es lo primero que mueve a vivir en sociedad.
Por otra parte, si los hombres no pudieran captar comúnmente realidades, no habría
posibilidades de comunidad ni de amor entre ellos. De donde se ve que sin amistad, es
decir, sin amor y verdad, la comunidad política es imposible.
Esto se hace claro si se observan los millares de casos en la historia en que la
realización de la justicia se hizo imposible, por la sedimentación de odios entre las
personas de distintas sociedades; y con esto se entró en un caos que hacía imposible la
vida social. Tal es el caso de la Europa al final del Renacimiento: los odios entre los
distintos miembros de los distintos partidos hicieron que la gente se lanzara a la
locura de un sin fin de guerras que acabó prácticamente con Europa. Ese fue el caso de
la Grecia de los tiempos que rodearon y siguieron a la gran guerra del Peloponeso, que
terminó por hacer que la Grecia Helénica desapareciera del mapa. Tal fue también el
caso de Méjico desde el siglo pasado hasta el estallido de la guerra “De los Cristeros”.
En el primer y el tercer ejemplo de los que traje a consideración, se ve de forma clara
cómo la verdad o las opiniones comunes sobre lo que es justo –que no son arbitrarias,
por supuesto, sino que se fundan sobre lo que captamos como proporcionado en las
relaciones– fundamentan en última instancia la comunidad en la que “vive” el amor.
Por otra parte, el amor es la fuerza motriz de la historia. Dice San Agustín en la Ciudad
de Dios: “dos amores salieron a construir dos ciudades: el amor a Dios hasta el
desprecio de sí, la ciudad de Dios; el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios, la
ciudad de este mundo”. El “amor Dei” agustiniano puede concebirse sin ser infiel al
Obispo de Hipona como “amor alterius”, como amor al otro, pues lo que se opone a él
es la negación del amor, el “amor sui”, el amor egoísta a sí mismo. De manera tal que la
historia es una gran batalla entre el egoísmo y la soberbia contra el amor verdadero.
Desde su propio principio, como en el Génesis se nos cuenta acerca del pecado de los
primeros padres. Así, podemos decir con el profesor Keating, de La Sociedad de los
Poetas Muertos: “una poderosa Obra se escribe y tú puedes contribuir con un verso,
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¿con qué verso quieres contribuir tú?”. Cada uno contribuye, pues esta Obra tiene
como actor al último electrón del último átomo, ya que Dios nos mantiene en el ser a
cada uno. Pero el tipo de verso que escribamos dependerá del egoísmo o el amor de
entrega que escoja cada uno. Esto es lo que dice Dante también, en el Purgatorio: cada
ser se mueve por su amor, si ese amor es muy pequeño, seremos perezosos, si es
desordenado, seremos malos, si lo ordenamos, la vida y la historia que nos toque vivir
serán buenas.
Cada cual interviene de modo distinto. Pero es el amor de cada uno lo que produce los
movimientos grandes o pequeños de la historia. Es el amor de Alejandro el que lo
lanza a la conquista de Grecia, Egipto, Persia y parte de la India. De donde al menos
trece de veintiún civilizaciones que, según Toynbee, ha habido en la historia tienen
alguna influencia, mayor o menor, de la cultura Helénica. Es el amor de Hildebrando el
que lo lanza, primero como Obispo y luego como el Papa Gregorio VII, a la reforma de
la Iglesia, que termina por sentar las bases del definitivo surgimiento político y
cultural de la gran civilización Occidental. Es el amor de Gandhi el que lo lanza a la
lucha pacífica por la independencia de su país. También el de Napoleón el que lo lanza
a la conquista de Europa; o a Bolívar a buscar la independencia de toda la América
Española. Lo mismo que lanza a cada uno a perseguir sus anhelos, buenos o malos,
vehementemente o de modo perezoso.
El amor es el hijo de Poros, el recurso, y Penía, la pobreza. No es bello, pero nos
impulsa a la obtención y conservación de lo bueno y lo bello, a la consecución de lo
que ansiamos. Y es lo que nos hace subsistir, de modo que nos hagamos conformes
con lo inmortal. Pues en el amor se da una procreación en los cuerpos: de la cría, de la
prole, por la que nos perpetuamos; y en las almas, pues buscamos la construcción y el
crecimiento en lo bueno, virtuoso y bello en el amado y para eso buscamos también
nuestra propia construcción. En este sentido el amor es fuerza conservadora. De ahí
que Shakespeare diga, en el soneto CXVI: “No es amor el amor que al percibir un
cambio cambia ni el que propende con el distanciado a distanciarse. Oh no, el amor es
un faro inmóvil, que contempla las tempestades y no se estremece nunca. El amor es la
estrella para todo barco sin rumbo, cuya virtud se desconoce aunque se tome su
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altura. El amor no es juguete del tiempo, aunque lleguen al alcance de su corva
guadaña los labios y las mejillas de rosa; el amor no pasa con las horas y las semanas
rápidas. Si esto no es así y puede probárseme, entonces yo no he escrito nunca ni
hombre alguno ha amado jamás”.
El hombre, ya lo dijimos, en el apartado sobre el orden ontológico, es un ente cuyo ser
es distendido, no se da todo de una sola vez, va siendo. Así, la entrega total al otro, por
el amor, implica que se entregue la vida entera, todo nuestro tiempo, pues la entrega
de mí es la entrega de mi ser y éste es distendido. Una prueba por argumento en
contrario de esto la da Don Juan: iba por allí buscando poseer mujeres, pero Don Juan
es una figura triste, porque ninguna mujer fue suya: con ninguna formó ese vínculo
íntimo que es la domesticación de la que habla el zorro de El Principito. De manera,
pues, que es claro que el amor verdadero implica una entrega de toda la vida, que no
admite un más aquí y un menos allí, una cosa que me guardo y otra que entrego, sino
la entrega total y permanente, sin descanso, de todo lo que tiene lugar en mi tiempo,
de lo contrario no es amor. Esto es posible si se ama de verdad, pues el amor es fuerza
de conservación.
Pero el amor verdadero es también fuerza de unión. En efecto, en el amor ordenado,
que es amor al otro por su virtud, se produce en una entrega personal al amado por
cuanto queremos darle el bien que lo ayude a crecer. Por ese motivo es fuerza de
apertura, a la verdad y al otro: Caldera, en Plenitud y Don de Sí, observa que la entrega
personal no es posible si no se realiza en relación con algo capaz de recibirla, por eso
tiene que ser en referencia a una persona; pero esa persona debe amarnos
recíprocamente, ya que de lo contrario no querrá recibirnos, no nos acogerá: recibir el
don del otro es realizar el propio. Víctor Frankl dice que el hombre se realiza en esta
entrega, en esta oblación de sí que es el amor. En todo esto se demuestra que “el
hombre, única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma, no puede
encontrar su propia plenitud, sino en la entrega sincera de sí mismo a los demás”
(Constitución Pastoral Gaudium et Sepes, del Concilio Vaticano II, n. 24).
Mariano Picón Salas muestra, mediante anécdotas, que el amor es fuerza de apertura,
en tanto que lo es de unión y de entrega, ya que hace que los niños, al entrar a la
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adolescencia descubran el mundo. Una característica típica de la infancia, antes de
entrar en la etapa del desarrollo físico, es que el niño vive en su propio mundo;
cuando entra a la adolescencia, se enamora y descubre por primera vez a un otro, eso
lo hace abrirse ya al resto de la creación. Si el muchacho es bien educado podrá entrar
en caminos contemplativos; si, por el contrario, es egoísta y malcriado, los caminos de
su entrega y, por tanto, de su realización personal estarán en peligro: de acuerdo con
Frankl, según quien, por el egoísmo en los actos que naturalmente son de entrega, los
caminos de ésta pueden ir cerrándose, una vez cerrados, ya no hay quien vuelva a
abrirlos.
Así, el amor verdadero es fuerza de conservación, de unión, de entrega y apertura.
Pero también es fuerza difusiva y fuerza difusiva de bien. Naturalmente, el bien es lo
que apetecemos. Por ello, el bien es, de suyo, difusivo, pues la perfección, la actualidad
de un ser, posee un carisma de atracción, de modo que otros se lanzan a la posesión de
esa actualidad, es por esto que el bien es lo que todos apetecen. Además, lo que
amamos en el otro es su bondad y la nuestra es lo que él ama en nosotros. De modo
que, cuando se produce la entrega mutua, tiene lugar una mutua participación en los
bienes poseídos por cada uno de los amantes. Por ello, crecen en la virtud cuando su
entrega es sincera, formándose así, por tanto, una especie de círculo virtuoso, de
espiral, en el que ambos crecen en bondad y felicidad, que va perfeccionándose, en la
medida en que la entrega va haciéndose más íntima, en que se da una unión más
fuerte entre ellos.
De todo esto se demuestra que el amor y, con él, la felicidad son imposibles si no es en
hombres virtuosos. En primer lugar, porque el amor es fortaleza para lanzarse a la
consecución de las cosas que anhelamos. Si es muy débil, no las alcanzaremos. Pero, si
estamos connaturalizados con cosas malas, desproporcionadas a nosotros, iremos
directo a la propia destrucción. Tal es el caso de un muchacho con tendencia al vicio, el
cual elegirá para compañera de la vida a una mujer mala, por ser ella conforme con las
cosas amadas por él.
Además, el amor esponsal, como vimos, implica constancia. Quien esté, por ejemplo,
corrompido por el apetito sexual, es conforme con satisfacciones inmediatas. De forma
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tal que no podrá realizar esa entrega total de sí, de su ser, en la que consiste en gran
medida la felicidad.
Además, si la felicidad está en la entrega y esta se da en buena medida en la entrega
esponsal, en el acto sexual, que desde este punto de vista es un acto sublime, al acudir
a él con la mira puesta en la pura satisfacción sensible, termina siendo una grave
aberración, que nos desnaturaliza. Si se toma en cuenta que esa forma de orientarse al
sexo terminará por cerrar los caminos de la entrega, por la formación de hábitos
viciosos referidos al sexo y al egoísmo, por los que además perdemos la libertad y
somos tiranizados, entonces vemos hasta qué punto es necesario una adecuada
actitud frente a esta tema. Hay una propaganda de televisión en la que se nos presenta
a una niña, de catorce o dieciséis años, diciendo que ella tomó el control de su vida por
tomar pastillas anticonceptivas: lo que hay que decir es que esa compañía promete a
niños el control de su vida y eso es exactamente lo que les quitan; y los destruyen y los
hacen perder toda posibilidad de realización personal por el amor verdadero.
Por otra parte, Santo Tomás dice que el amor sensible requiere de la consideración del
objeto: eso es de experiencia común. En las películas de cine, en muchísimas de
Hollywood, al menos, se nos presentan a personas que, al rato de conocerse, realizan
actos sexuales, al final de los cuales uno de los actores dice al otro que lo ama: nada
puede estar más lejos de la realidad que este tipo de escenas y, puesto que en el cine,
la televisión y el teatro, se introducen en los caracteres infinidad de cosas, millones de
personas hoy son corrompidas en sus posibilidades mismas de realización por basura
como ésta. Muchas otras veces nos dan cosas buenas, pero estas no son ejemplos de
ellas.
Al final, el orden y la sinceridad de nuestros amores nos harán felices y nos darán paz,
pues harán que lo interior en nosotros sea conforme consigo mismo y con el orden de
la naturaleza. De modo que amemos más a lo más digno de ser amado, a lo mejor; y de
que en nosotros lo humano, lo mejor, sea lo que mande y lo que tenemos en común
con los animales irracionales, los apetitos sensibles, se someta. Además, recibiremos
con más dignidad las cosas desagradables, por nuestra mayor fortaleza; y
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encontraremos sentido al dolor en la irradiación de ese amor más fuerte, más grande,
más total que el mal.
Por otra parte, de esta propiedad nuestra de que lo más alto y lo más importante que
hay en nosotros es el amor se puede percibir una característica de la femineidad, que
la define. En una oportunidad, una amiga, que además era madre, me decía que yo no
podía imaginar lo que eran los dolores del parto; según ella, no hay dolor comparable
a eso. Pero, también según ella, luego de dar a luz, por la felicidad de ver al fruto del
propio vientre, los dolores se olvidan, no son nada comparados con la inmensa alegría
que produce el niño: es lo que dice Juan Luis Guerra, en Rompiendo Fuente, “el fruto
olvida lo sufrido”.
Más tarde, mi amiga perdió a su niñita de tres años. Me partía el corazón ver el
monumental sufrimiento de esa madre a la que yo tenía mucho aprecio. Le escribí un
cuento para consolarla. Su esposo, quien es mi amigo también, no podía entender el
dolor de la madre: era algo incomprensible para los demás. A él le dolía, pero su
sufrimiento era incomparable al de su esposa. De esa forma, por la prolongación del
estado de cosas, el matrimonio llegó a un punto crítico. Lo mismo he visto repetirse en
otras oportunidades de manera casi idéntica. Y el caso es que la mujer está llamada,
por su constitución ontológica a guardar un amor que ningún hombre puede entender.
A esto alude Tolstoi en Ana Karenina, cuando narra los acontecimientos posteriores al
nacimiento de la hija de Lievin y Kitty: Lievin no podía entender los desvelos de su
esposa por esa muchachita. La mujer es naturalmente mejor que el hombre. Pero la
corrupción de la mujer es, correspondientemente, peor, pues “corruptio optimi,
pesima”: la corrupción de lo mejor es la peor.
Hoy se predica que la maternidad es una negación de la mujer y esa es una de las
peores aberraciones del mundo, en estos días. Cierto que la mujer puede salir y
buscar el éxito profesional, que es muy importante, como veremos en el próximo
apartado, pero es denigrante que se diga que la maternidad es una negación. La
maternidad es la mayor afirmación que un ser humano puede desear, en ella se realiza
un acto de amor incomparable, esa es la causa primera de la superioridad de la mujer
respecto del hombre. El amor es procreación en los cuerpos y en las almas, de forma
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que el niño es el fruto de la entrega sincera de los padres y el objeto del amor
maternal, que es uno de los más bellos del mundo: en ella hay una afirmación
incomparable y la realización más cumplida del ser humano. En el hijo, más que en
ninguna otra parte, los cónyuges son una sola carne y un solo espíritu.
Hay que devolverle a la mujer su dignidad, que es arrebatada cada vez que una mujer
se convence de que la maternidad es una carga que le impide el despliegue de su ser,
por la propaganda nefasta de un feminismo inhumano. Hay que gritar a voces el
verdadero feminismo, que reconoce el anhelo de la mujer de superarse
profesionalmente, pero que de modo primordial procura la realización de la mujer en
el matrimonio y la maternidad. Sólo así hombre y mujer podrán vivir una vida de
respeto mutuo a lo que cada uno en realidad es.
8. EL TRABAJO
La consideración del trabajo, no sólo como virtud, sino como actividad vital, es muy
importante para determinar en qué “sitio” se realiza la felicidad del hombre. Pues,
entre otras razones que veremos, la felicidad es el fin que da sentido a la vida y la
mayor parte de la misma, al menos cuando estamos conscientes y no durmiendo, la
pasamos en nuestro ambiente laboral.
En realidad, acerca de este tema no hay sino que aplicar los conocimientos que ya
tenemos acerca del sentido de la vida. En primer lugar, vemos que en el trabajo
realizamos esa actividad vital que es lo que se busca al formar una comunidad política.
En efecto, la comunidad nace porque no podemos dar satisfacción individualmente a
todas nuestras necesidades, por lo que nos unimos a otros. De donde al realizar esta
actividad ponemos la parte que nos corresponde en la comunidad: así el trabajo es
servicio social y realización de la justicia, ya que esta consiste precisamente en dar lo
que le corresponde a cada quien. Más que ir al centro comunal el sábado, el trabajo,
luego de la familia, es nuestra labor social por excelencia. Es por esto de que en él
realizamos nuestra actividad vital por lo que de los que son muy mediocres en su
profesión se dice que no sirven para nada, no porque no puedan amar y dar cosas
buenas a los que están con ellos, sino porque no son capaces de realizar
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adecuadamente su actividad profesional, aunque todo ser humano, en tanto que tal,
valga más que el universo sensible entero.
Además, mediante el trabajo, conseguimos el sustento y el de nuestra familia. Por lo
que, en él, realizamos parte de la entrega a nuestros seres más cercanos: hay una
relación muy estrecha entre nuestra actividad profesional y la familia.
Aparte, las personas con quienes nos relacionamos, de forma muy importante, son
nuestros compañeros de labor. De manera tal que la mayoría de nuestros amigos es
conocida por nosotros en el lugar de trabajo. De hecho, si tomamos a los estudios
como el trabajo de los estudiantes, del trabajo y la familia la gran mayoría de nosotros
obtiene casi todos sus amigos. E, incluso, muchos entran en relación por primera vez
con sus compañeros de toda la vida, con sus cónyuges, por actividades relacionadas
con el trabajo.
El trabajo es cauce, por otro lado, de realización de innumerables virtudes. La
honestidad y la lealtad a los compañeros y la empresa y para con los clientes de la
misma; de donde en él nos hacemos justos. Allí, tenemos que vivir un orden, ya que las
cosas salen si se planifican y si llevamos como deben ser nuestras actividades en él.
Realizamos, como ya se dijo, la amistad; y esto es claro, ya que la amistad es
comunidad y tenemos mayor comunidad con quienes comparten con nosotros la
mayor parte de la vida y muchos de nuestros intereses más importantes. Nos
fortalecemos y nos hacemos constantes, por todo el empeño que hay que poner para
hacer las cosas bien. También adquirimos tolerancia con los defectos ajenos y con las
distintas formas de pensar. Aprendemos a resolver problemas y a enfrentar
situaciones nuevas; aparte de hallar el sentido de lo cotidiano, que no es rutina si se
hace con amor y si vemos cómo nos realizamos por medio de esas cosas que desde
otro punto de vista no parecen ser sino tediosas.
El trabajo no es castigo, como dicen ciertos mediocres. El trabajo es lugar ideal de
realización personal.
Arnold Toynbee dice que las instituciones, entre otros servicios sociales, prestan el de
hacer vinculaciones entre personas que de otro modo no tendrían nada que ver, pues
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las comunidades políticas reúnen a tal número de personas, que sin las instituciones
no podrían relacionarse todas entre sí. Las instituciones personalizan lo que sin ellas
sería impersonal.
Una institución social muy importante es la empresa, como lugar en el que se realizan
infinidad de relaciones personales que sin ellas no tendrían lugar. Aparte de que ella
es el cauce para la realización vital de miles y miles de personas. Y tiene sentido, como
todo lo humano, en orden a la realización de las personas que en ella se desempeñan.
Pero, también, como institución en la que llevamos a la acción nuestras ideas sobre lo
que debe ser nuestro servicio a la comunidad política. Además, para dar el sustento a
quienes en ella se desempeñan: a los empleados y obreros y a los empresarios.
No puede entenderse la empresa como mero instrumento de lucro de unos pocos sin
desnaturalizarla. Mucho menos, como hoy en día ocurre en gran cantidad de casos,
para afirmar la voluntad de poder de unos administradores, de unas instituciones
cuya propiedad es indeterminable, puesto que las acciones pasan de mano en mano en
el mercado bursátil y cada empresa es en algún momento dueña de la otra sin poder
saber quiénes son las personas naturales que, en último término, están involucradas.
Y peor es el caso cuando esos administradores deciden despedir a un alto porcentaje
de los operarios, para multiplicar las ganancias, que ya son millonarias.
Tampoco es admisible el pago de un salario que no alcance para el sustento, si puede
disponerse otra cosa. El estado no es un instrumento protector de las ganancias de la
avaricia; ni la sociedad es el medio de enriquecimiento de seres egoístas e injustos, a
costa de la pobreza de la mayoría. No es justo tampoco, y puede terminar en un
aplastamiento de la vida como el que dio lugar a que los alemanes de la década de los
treinta del siglo XX se adhirieran al Tercer Reich, como instrumento salvador, el
cargar con pesos insoportables a los trabajadores.
El trabajo y la empresa son medios de realización, de construcción de las personas en
la comunidad política y utilizarlos con fines distintos termina por traer graves
perturbaciones sociales, entre las cuales cabe destacar como muy importante, como lo
hace Platón en La República, la disensión, que puede ser el inicio de la disolución de la
comunidad política, porque esta se hace disconforme con sus propios fines.
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