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El tesoro del dragón

George L. Eaton

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¡Bill Barnes, el Aventurero del Aire vuela a los Mares Sur en una misión desesperada!

El día 20 de febrero de 1940 comenzó para Bill Barnes con una sonrisa provocada por
Sandy Sanders que tocaba la armónica. A las 7,30 a.m., el joven piloto de la organización
Barnes debía salir en vuelo, a través del continente, hasta Hollywood, para su presentación
como actor invitado en el “Programa de Pasatiempos”. Durante las últimas dos semanas todo
el personal de Camp Barnes, en Long Island, había sido consciente de tal honor musical.
Sandy había ensayado sin descanso.
Instantes antes del despegue, Bill salió a la franja de cemento donde Sandy aprestaba su
pequeño caza, el Aguilucho, mientras la hélice giraba perezosamente accionada por el motor a
bajas revoluciones.
El resto de la pandilla, Shorty Hassfurther, Red Gleason y Bev Bates, se acercó a la
nave.
Sandy estaba de pie en la cabina única del pequeño caza, impecable con su traje de
vuelo y casco blancos. Su cara, limpia y brillante como un espejo, destacaba las pecas sobre la
nariz y las mejillas del joven.
Sandy se contoneó airosamente de izquierda a derecha, y llevándose la armónica a los
labios, comenzó una chillona versión de “Deme mis botas y silla de montar”. Cuando hubo
concluído, dijo muy seriamente:
-Caballeros, acaban de escuchar simplemente mi número de presentación. Es el mismo
que esta noche llegará al gran público en la lejana Hollywood.
-Y puede que Alá ponga misericordia en sus orejas. – dijo Shorty.
Todo el auditorio estalló en carcajadas.
Así había comenzado el día. Y Bill seguía riendo entre dientes, tiempo después de que el
Aguilucho hubiese rodado velozmente despegando de la pista y desaparecido hacia el
sudoeste.
Mientras Bill caminaba candenciosamente en dirección a su oficina, en el edificio de la
Administración, no tenía idea de la importancia vital que tendría ese viaje de Sandy rumbo a
la costa occidental y su concierto de armónica.
Porque Bill aún no había recibido aquella llamada urgente.
Una llamada del señor Qu, comerciante cantonés, que lo llamó desde su apartamento
ricamente decorado en el Chinatown, y que lo sumergiría en una siniestra intriga oriental.
Esa misma tarde, cuando avanzaban las sombras del crepúsculo, Bill se acomodaba en
el amplio asiento trasero de una limusina que rodaba por la autopista de Sawmill River. Era un
gran automóvil de fabricación extranjera, conducido por un esmirriado chofer con un
uniforme encarnado. Las ventanillas estaban cubiertas por espesas cortinas que dejaban el
interior sumido en sombras.
Junto a Bill estaba sentado Mr. Qu, el rico comerciante. Su gorda cara oriental se
mostraba impasible y los rasgados ojos estaban atentos.
Era un hombre obeso de corta estatura, de alrededor de cuarenta y cinco años de edad,
vestido con un impecable traje oscuro y sombrero Chesterfield.
La pesada pistola Luger en su mano derecha era una nota incongruente.
-¿Aún nos siguen? - preguntó el chino.
Bill se giró en el asiento y levantó ligeramente las cortinillas de la luneta del gran
automóvil. Al instante distinguió el sedán gris que los había seguido constantemente desde
que dejaron el barrio chino de Nueva York.
-¡Todavía tenemos en la cola, a los muy condenados! – gruñó Bill - ¡Dígale a su chofer
que apure y los pierda!

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Mr. Qu soltó una retahíla en rápido staccato cantonés por el tubo de comunicación con
el conductor, situado a su izquierda.
De inmediato el ruido de los neumáticos rodando sobre el pavimento subió de tono
marcadamente. Bill se inclinó hacia delante y casi gritó:
-¡En el próximo camino lateral, gire a la derecha! – su voz denotaba la tensión.
El automóvil dió velozmente el giro y posteriormente hizo otras cuatro maniobras
semejantes, atento a las indicaciones de Bill. El zig-zag continuó por caminos secundarios
poco transitados y a una velocidad considerable, intentando perder al sedán gris. Pero el otro
automóvil persistía obstinadamente tras ellos.
Bill acarició dentro del bolsillo, la empuñadora de su automática. ¡Debían despistar a
sus perseguidores para que el plan diera resultado!
Había sido un plan trazado apresuradamente esa misma tarde, cuando Bill acudió a
reunirse con Mr. Qu ante la urgencia de su llamada.
Allí, perdida su calma oriental, el comerciante le había hablado del gran tesoro que
había sido sacado subrepticiamente de la convulsionada China, en plena guerra con Japón, en
un lento vapor denominado Dragón.
El tesoro consistía en una inmensa fortuna en oro, joyas y objetos de arte enviadas a los
Estados Unidos para su venta. El producto de tal subasta estaba destinado a la compra de
alimentos, ropas y medicinas para el sufrido y desbastado pueblo chino.
Pero, dos días después de su partida, el Dragón llevando su enorme fortuna, topó con un
terrorífico tifón y desapareció.
Durante muchos meses se lo buscó inútilmente, no solamente por parte del gobierno
chino, sino que también intervino en la búsqueda una sociedad secreta del enemigo, la Yako,
que ambicionaba apoderarse de las riquezas para sus propios fines.
Entonces, hacía apenas una semana, apareció un superviviente del Dragón. El marino
relató como la nave, batida por la tormenta, fue desviada hacia el sur, encallando finalmente
en una desértica y aislada isla de coral. Los miembros de la tripulación que habían
sobrevivido llevaron el tesoro a tierra y lo ocultaron, partiendo después en una chalupa para
tratar de alcanzar tierras habitadas. El viaje fue terrible, muriendo todos los tripulantes
excepto uno.
-El tesoro está aún allí, Barnes. – le había dicho Mr. Qu – Millones en oro, piedras
preciosas, joyas y objetos artísticos. Debe recuperarse antes que la Yako descubra la isla y se
apodere de todo. En torno a la isla hay temibles arrecifes, que transforman en un suicidio
cualquier intento de acercamiento en una embarcación. La única manera de llegar, la única
manera rápida, es en avión. Es por eso que lo he llamado, Barnes. Mi hermano, que es
actualmente un alto funcionario del gobierno chino y que una vez salvó su vida, me ha
pedido su intervención. Ya ha reservado pasajes para Ud. en el vuelo transpacífico de esta
noche. El Sky King despegará hoy de Los Angeles hacia Manila. Allí lo estará esperando un
hidroavión grande con una tripulación escogida. Ccontactará con usted un hombre llamado
Cuebelo, que le servirá de guía e irá con Ud.
Su trabajo consistirá en llegar a la isla, encontrar el tesoro y traerlo a este país. ¿Hará
Ud. eso, Barnes? Será muy bien pagado.
¿Hacerlo? Bill no había dudado. Recordaba perfectamente al chino que años atrás lo
había salvado, arrojándolo de un avión en llamas. Eso estaba muy vívido en su mente.
-Por supuesto que iré - le había dicho Bill - ¿No conoceré el nombre ni la ubicación de
la isla hasta llegar a Manila?
-Así será más seguro, para usted y para nosotros. – dijo el señor Qu – La Yako es muy
hábil e implacable. Llegarían a cualquier extremo para averiguar la situación de la misma.
Y ahora, mientras la limusina corría velozmente a través del paisaje, a los pensamientos
de Bill volvía el eco de aquellas palabras: “llegarán a cualquier extremo para averiguarlo”.
Porque eran los agentes de la Yako los que ocupaban el sedán gris que los perseguía.
Esos mismos agentes que habían asesinado brutalmente a los guardaespaldas de Mr. Qu en su
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apartamento, cuando atacaron el lugar, hacía poco más de una hora. Pero Bill, blandiendo su
automática, había conseguido mantenerlos a raya y llamar por teléfono a Shorty para que
pasara a recogerlo al solitario aeropuerto de Parsons. Luego, el comerciante chino y él habían
abandonado el edificio por la escalera de incendios hasta abordar la limusina.
Bill, sentado en el borde de su asiento, reconoció el camino que recorrían, advirtiendo
que ya estaban acercándose al Campo Parsons. La limusina tomó violentamente una curva del
camino y avanzó veloz por la recta carretera, hasta que Bill vislumbró la pista cubierta de
malezas del aeródromo abandonado. Un pequeño y desvencijado hangar se alzaba junto al
camino, con los restos de lo que había sido una manga indicadora del viento.
El lugar parecía totalmente desierto. No había señal alguna de Shorty ni de su Snorter.
-¡Ahora más despacio! – dijo Bill mirando apresuradamente hacia atrás. La curva del
camino había ocultado momentáneamente al sedán gris. Si él conseguía apearse con disimulo
de la limusina, podría correr hasta detrás del hangar y esconderse sin que los agentes de la
Yako lo vieran.
Quizás pudiera engañarlos mientras ellos continuaban persiguiendo inútilmente a la
limusina de Mr. Qu.
Bill abrió la portezuela trasera del automóvil y se dispuso a saltar a la cuneta.
-¡Buena suerte, Barnes! – le deseó Mr. Qu - ¡Tenga cuidado, hay mucho peligro!
-¡De eso estoy seguro! – respondió Bill seriamente - ¡Ahora, aléjese rápido!
Bill saltó de la limusina, cayó a la carretera trastabillando y corrió a toda velocidad
hacia el hangar.
La limusina aumentó su velocidad siguiendo el camino. Bill casi había alcanzado el
hangar cuando escuchó el chirrido de los neumáticos del sedán gris tomando la curva a gran
velocidad. Inmediatamente un segundo chirrido anunció su brusca frenada en medio de una
gran sacudida del automóvil. ¡Sin duda los agentes de la Yako habían advertido su maniobra!

II

En ese momento el familiar zumbido de un motor de aviación llegó a los oídos de Bill.
Su mirada oteó rápidamente hacia el sudeste y distinguió el avión muy cerca, volando bajo,
elevándose apenas sobre los setos, dirigiéndose en línea recta hacia el campo. Distinguió un
monoplano con un solo pontón de amerizaje y pintado de rojo, negro y naranja: ¡El Snorter de
Shorty!
Bill se dio la vuelta y vio el sedán detenido fuera del camino. Sus puertas estaban
abiertas y tres hombres de apariencia asiática saltaron afuera con armas en las manos.
Bill continuó corriendo agachado por el aeródromo hacia el lugar en que suponía se
detendría el anfibio de Shorty. Cesó el rugido del motor del avión cuando estaba en los límites
del campo. Shorty hizo colear al aparato para perder velocidad realizando un rapidísimo
aterrizaje.
Bill escuchó el seco ladrido de un arma al disparar y algo pasó silbando cerca de su
cabeza.
Otro disparo sonó y Bill sintió el rugido del motor del Snorter al volver a la vida. El
anfibio giró sobre si mismo y correteó a gran velocidad sobre la pista en su dirección. Shorty
había entendido la situación.
Zigzagueando como un jugador de fútbol que esquiva a sus adversarios, Bill corría a
todo lo que le daban sus fuertes piernas. Una bala atravesó la manga de su chaqueta como un
cuchillo invisible.
Entonces, con un último esfuerzo llegó junto al Snorter y trepó al ala, al tiempo que le
gritaba a Shorty:
-¡Despega, rápido!
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Al corto de estatura holandés de Pennsylvania, no hubo necesidad de repetirle la


indicación. Rugieron los Diesel de forma ensordecedora al abrir las llaves de gas y el anfibio
pegó un salto hacia adelante.
Bill, encaramado en el ala del Snorter disparó repetidamente su automática hacia los tres
agentes de la Yako que corrían por la pista hacia ellos. Enseguida se zambulló en la carlinga
trasera y volvió a apuntar y a apretar el gatillo, pero nunca supo si acertó a alguno. En ese
instante Shorty alzó la nariz del Snorter y el caza se alejó de la tierra disparándose como un
cohete hacia los cielos.
Bill aún jadeaba tratando de recuperar su respiración cuando se calzó el casco de vuelo
que tomó de un compartimento lateral. Conectó el enchufe de los auriculares y habló a Shorty
por el intercomunicador.
-¡Toma altura, proa al Suroeste y no ahorres combustible! – le dijo - ¡Tengo que estar en
Los Angeles lo antes posible!

Comenzó una alocada carrera rumbo a la costa del Pacífico, cuando ya estaban a
muchas millas del aeródromo Parsons, Bill se puso en contacto radial con Tony Lamport, en
el campo de Long Island.
-Contacte a Sandy en Hollywood. - le ordenó – Que se prepare para abordar al Sky
King, del vuelo
transpacífico, en Los Angeles, esta misma noche, a las diez, hora del oeste. Dígale
también que los pasajes ya están reservados. Que me espere allí y que mantenga su boca
cerrada.
Mientras esperaba el informe de Tony sobre sus indicaciones, Bill relató concisamente a
Shorty, que piloteaba desde la cabina delantera al Snorter, sobre su conversación con Mr. Qu,
sobre el tesoro chino y sobre la Yako.
-Sandy irá conmigo, - concluyó – necesitaré su ayuda para volar ese gran hidroavión
que me espera en Manila. Aprovecho que está descansando en la costa oriental.
La voz de Shorty sonó angustiada:
-Ese trabajo parece hecho a mi medida, Bill. – dijo - ¡Al infierno, tú necesitarás más
ayuda! ¿Qué hay de mí?
-No. Por ahora no te necesitaré. Cuando me dejes en la costa, te vuelves rápido a casa.
Ocúpate que el Corcel y los Snorter estén a punto para salir deprisa. Tú, Red y Beverly
estarán alertas. Pienso que no será necesario, pero si los llego a precisar, los necesitaré con
urgencia.
El cuadrante rojo de la radio se iluminó y Bill abrió la conexión. Era Tony que llamaba.
-Sandy fue avisado, – dijo el operador de radio – él seguirá las instrucciones.
-Bien, – asintió Bill – a propósito, ¿cómo fue su transmisión radial?
Se escuchó la risa de Tony:
-El comenzó con “Oye, oye, oye la alondra”, mezclada con “Muéstreme la manera de
llegar a casa” y terminó tocando “Las aceras de Nueva York”!

III

Precisamente a las nueve treinta, hora del Pacífico, Shorty planeó descendiendo sobre el
Pasquel Field, de Los Ángeles. Cuando el Snorter se acercó traqueteante a la faja de cemento
enfrente de los hangares, Bill corrió la cubierta acristalada de la cabina y pasando sus piernas
por sobre el borde, le indicó a Shorty:

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-Vete pronto, amigo. No quiero que demasiadas personas vean que uno de nuestros
Snorter ha aterrizado aquí. Podrían pasar el informe a quienes no deseamos. ¡Yo ya me estoy
yendo!
Sin decir más, Bill se dejó caer a tierra y se dirigió deprisa hacia la parada de los taxis
en el extremo del edificio de administración del campo de aterrizaje. Allí se alineaban cuatro
automóviles de alquiler y Bill ascendió al primero.
-¡Al muelle de la Transpacific, deprisa! – le indicó al chofer. Su apuro era justificado, ya
que no quedaba más de media hora para la partida del Sky King.
El taxi rodeo la pista y tomó el camino principal. Bill se volvió en su asiento a tiempo
para ver las luces del Snorter de Shorty correr a gran velocidad por la pista y lanzarse al aire
de regreso a casa.
Bill agitó su cabeza con inquietud. No tenía ninguna certeza sobre lo que enfrentarían
Sandy y él, ni cuando podrían regresar a su campo de Long Island.
La noche era oscura y los faros del automóvil iluminaban el camino como cintas de
metal brillante. Bill se recostó en el asiento de cuero duro y estiró sus piernas cubiertas con
pantalones de pana, intentando relajarse. Pero seguía pensando y preguntándose mil dudas.
Tiró hacia atrás la manga de su chaqueta de vuelo de cuero, para mirar su reloj de pulsera.
¿Por qué había aceptado este trabajo? Ciertamente era interesante el dinero que el señor
Qu le pagaba. Pero no, no fue esa la causa de su compromiso. Fue algo más profundo: una
obligación, para él sagrada. La obligación que tenía con el hermano de Mr. Qu, que le había
salvado la vida.
Los músculos de la mejilla de Bill se endurecieron. Con el tesoro enterrado en la isla de
los Mares del Sur se podrían comprar elementos para el bienestar del pueblo chino. Pero si
caía en manos de la Yako, se convertiría en armas y aviones portadores de muerte para ese
mismo pueblo.
La carretera tenía poco tránsito y el conductor pudo mantener la veloz marcha. A los
lados del camino, como una procesión, altos árboles erguían en la oscuridad sus siluetas
fantasmales y amenazadoras.
De pronto, desde atrás se sintió el fuerte sonido de un claxon perteneciente a un
automóvil que les daba alcance. El coche se puso a la par sin reducir su velocidad y los rebasó
enseguida. ¡Entonces, sin ningún tipo de advertencia ni señal, se cruzó directamente delante
del taxi!
El conductor soltó una maldición y clavó los frenos. Bill se sacudió en su asiento
mientras los faros del taxi iluminaban al otro automóvil que se había colocado por delante.
En un segundo desapareció la distancia entre ambos y la conmoción y el estrépito del
choque se sucedieron en otra fracción de segundo, sin dar a Bill tiempo de asegurarse.
El piloto alzó sus brazos pero fue lanzado del asiento y golpeó su cabeza contra el
asiento delantero. Y no supo ya nada más.

Cuando Bill abrió sus ojos – le parecía haber estado durmiendo largo tiempo – sintió su
cabeza revuelta y confundida mientras escuchaba un fuerte sonido de motores rugientes. Echó
una mirada desorientada a su alrededor, descubriendo que se hallaba en un cuarto pequeño de
altas paredes blancas. Una bombilla desnuda colgaba de su cordón en el techo y advirtió que
se hallaba tendido en una cama totalmente vestido. En lo alto de una de las paredes se abría
una pequeña ventana, que permitía vislumbrar más allá de los vidrios las tinieblas de la noche.
Hizo un rápido inventario del escaso mobiliario de la habitación, contabilizando la
cama, una mesilla desnuda, una silla y un cesto de papeles con un periódico en él.
Se sentó en la cama aturdido y confundido, tratando de recordar algo. En los espacios de
su cerebro se abría paso algún vestigio de memoria vaga: Un hombre que lo sacaba de un
automóvil y que parado a su lado le inyectaba con una hipodérmica en el brazo. Hasta allí
llegaron sus recuerdos.
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Instintivamente se frotó el lugar donde pensó le habían inyectado. Aún sentía el


pinchazo en el músculo herido. Se enderezó abruptamente y recordó de golpe la carrera en el
taxi para alcanzar al Sky King, la persecución, el otro auto cruzándose y el choque. Recordó
su conmoción y una cruel cara asiática inclinándose sobre él.
¡La Yako! Ese choque no había sido accidental. Fue planeado deliberadamente. Era
obra indudable de la Yako, esa siniestra organización con la que se había enfrentado en el
pasado.1
Sin duda ellos sabían que iba a abordar al Sky King que partía hacia Manila. Y lo habían
detenido pues seguramente conocían los planes de Mr. Qu y del encuentro con Cuebelo y del
hidroavión que lo esperaba en Manila. ¿También conocerían la ubicación de la isla del tesoro
e intentarían llegar a ella antes que nadie?
Alarmado, Bill se puso de pie junto a la cama. La cabeza le dolía espantosamente, pero
su mente comenzaba a aclararse. Comprendió que había sido traído narcotizado a ese lugar,
pero, ¿dónde estaba él ahora? ¿Cuánto tiempo había pasado desde el choque de los
automóviles? ¿Había despegado el Sky King con Sandy a bordo, dejándolo a él en tierra?
Llegó vacilante hasta la puerta y tanteó el picaporte, comprobando que estaba cerrada
con llave.
¡Estaba prisionero! No había otra manera de salir del cuarto. Solamente quedaba la
ventana, pero estaba demasiado alta, aún encaramándose sobre la mesa.
“¡Infiernos!”, maldijo Bill, de alguna manera debía averiguar donde estaba, encontrar
alguna pista.
Su mirada cayó sobre el periódico que estaba en el cesto de papeles. Bill lo recogió
ávidamente.
Era la edición de un diario de Los Ángeles, el “Evening Herald” del 21 de febrero. El
choque del taxímetro había tenido lugar en la noche del 20 de febrero. ¡Había pasado un día
entero!
Pero esta revelación sorprendente quedó totalmente de lado cuando leyó el gran
encabezado de la primera plana:

EL “SKY KING” DESAPARECIDO


Está muy retrasada su llegada a Honolulu
Comienza intensa búsqueda

Gran misterio rodea el destino del lujoso hidroavión de la Transpacific Airlines, el Sky
King, que partió anoche a las diez horas de Los Ángeles con destino a Manila, en las Islas
Filipinas, perdiéndose el contacto radial esta mañana a temprana hora.
El Sky King debía hacer su primera escala en Honolulu esta misma tarde. La primera
comunicación de la línea aérea dando cuenta de la extraña desaparición, fue el informe
referente a las palabras del oficial de radio del hidroavión Mac Murray que interrumpió su
informe de rutina de las 9 a.m., con las palabras “algo malo sucede”. Fue la última
comunicación con el hidroavión en vuelo.
Oficiales de la Transpacific no ocultaron su ansiedad por el destino del hidroavión
desaparecido. Una aeronave gemela fue despachada para recorrer e investigar la ruta, mientras
se alertó a los navíos en navegación en las inmediaciones del rumbo seguido por el Sky King.
El hidroavión desaparecido llevaba el pasaje completo, que incluía a un miembro muy
popular de la Organización Barnes, el joven Sandy Sanders.

Bill no pudo seguir leyendo. Se sentó en la silla y miró fijamente el periódico hasta
que las letras se borronearon en su vista. ¿Habría sido debido a causas naturales la

1
N.del E.: En el Nº 7 “La flor sangrienta”, Bill enfrenta a una organización japonesa llamada “Yako”.
7

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desaparición del hidroavión transpacífico o todo aquello era nuevamente responsabilidad de la


mano siniestra de la Yako? ¿Pero, porqué habrían de atacar al Sky King?
De pronto, oyó detrás de él el ruido de la cerradura y se volvió a tiempo para ver abrirse
la puerta del cuarto. Entró un rechoncho oriental vestido con unas prendas sucias de lino
blanco y llevando un arma en su mano.
-Mi jefe quiere ver usted –dijo el hombre– usted, viene conmigo.
Y el hombre gesticuló con el revolver en dirección a la puerta. Bill se levantó.
-¿Quién es usted? – preguntó.
-Usted venga rápido – le contestó el japonés.
Bill dudó un instante, pero luego caminó hacia la puerta diciendo:
-Muy bien.

IV

El pistolero se puso a un lado, haciéndole gestos para que marche delante. Bill atravesó
la abertura de la puerta y vio un estrecho y corto pasillo con otra puerta entreabierta en su
extremo. Bill apretó sus labios al sentir la presión del arma en la espalda. Ya no le quedaban
dudas de ser prisionero de la Yako. La nacionalidad de su guardián corroboraba esa
suposición, pero todavía tenía muchas preguntas quemantes sin respuesta.
“¿Dónde se encontraba? ¿Cuáles eran los planes de la Yako? ¡Condenación, -maldijo-
tendría que escapar de algún modo! Su trabajo era encontrar el tesoro. Así lo había prometido
al señor Qu, y así lo haría.”
El cuarto al final del pasillo estaba brillantemente iluminado desde el techo y las
ventanas habían sido herméticamente cubiertas con espesas cortinas para impedir el paso de la
luz al exterior. Contra la pared más lejana, Bill vio un muy completo emisor-receptor de radio.
Un asiático alto y delgado con la piel color de pergamino estaba agachado sobre el aparato. Su
pelo tosco y renegrido nacía muy bajo en la estrecha frente, dándole una apariencia algo
salvaje. Llevaba puesto un traje de vuelo color castaño abrochado hasta el cuello y un delgado
cigarrillo se balanceaba entre sus gruesos labios.
Bill se detuvo en la puerta. ¡Ese hombre era el que recordaba se había inclinado sobre él
luego del choque del taxi!
El japonés alto estaba escuchando atentamente el torrente de palabras ininteligibles
pronunciadas en un idioma oriental y que salían del altavoz. La chillona voz parecía muy
entusiasmada y como fondo sonaba una música melódica y familiar.
El operador de radio se volvió y miró a Bill dirigiéndose rápidamente al encuentro de
éste. Se detuvo frente a él e hizo una formal reverencia diciendo:
-Nosotros hemos estado esperando que Ud. despertara, Sr. Barnes. – dijo en perfecto
inglés – Yo soy el Sr. Susuka y ya nos hemos encontrado antes, pero seguramente Ud. no
puede recordarlo. – le mostró una silla junto a la radio y concluyó: - Siéntese aquí, por favor.2
Bill se sentó sintiendo que la furia crecía dentro de él: “¡Infiernos, que no estaba para
recibir órdenes de cualquier untuoso delincuente y charlatán!” – pensó – “Pero debo
controlarme, es necesario esperar que descuiden la guardia”
El hombre que lo había ido a buscar estaba a su lado, de pie junto a la silla y
encañonándolo con su arma.
-¿Cuál es la idea de tenerme aquí? – dijo Bill enojadamente - ¿Por qué nos chocó Ud.
ayer en el camino?

2
N.del E.: En el Nº 29 “La línea roja” (Nº 33 U.S.A.), aparece un personaje llamado “el barón Susuka”, disfraz
del villano Nick Laznick, sin semejanza física con el aquí descripto. Es el jefe de una organización de
narcotraficantes japoneses.

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Bill no hubiera querido decir eso, ni violentarse. No tenía ningún sentido perder la
calma y logró dominarse rápidamente.
-El accidente fue inevitable. – expresó Susuka cortésmente – Era necesario que Ud. no
abordara ese avión, Sr. Barnes. Fue solamente un movimiento preventivo de nuestra parte.
Teníamos que tener la certeza que Ud. no interfiriera, cuando nuestros agentes dominaran a la
tripulación del Sky King y se apoderaran de la nave.
Bill comenzó:
-¡Usted me quiere decir que la Yako...!
-Sí, así es Sr. Barnes. Nosotros teníamos ocho hombres a bordo del Sky King como
pasajeros.
Susuka continuó:
-Temprano, esta mañana ellos se hicieron cargo del hidroavión. Desgraciadamente el
comandante recibió un disparo. Él había estirado su mano hacia la radio... Lo que usted está
escuchando es la voz de nuestro operador, que nos informa desde el avión capturado.
La voz chillona todavía continuaba con su charla incomprensible, pero claramente, Bill
distinguía la música de fondo. Era una melodía ligera y sentimental, y le parecía fantástico
escuchar esos compases familiares mientras ese hombre le hablaba fríamente de piratería y
asesinato.
-El Sky King ya está en camino, Sr. Barnes. – prosiguió Susuka – Dentro de unas horas,
a la medianoche, según nuestro horario, habrá arribado a la isla donde se halla el tesoro. El
tesoro que usted debía recuperar, Barnes. ¿No fue un plan muy inteligente pedir prestado tan
magnífico hidroavión para llegar a la isla y luego transportar el tesoro en vuelo a nuestra base
secreta?
Bill miró ceñudo al oriental. Sí, el plan era inteligente, diabólicamente inteligente y
hábil. Pero entonces, ¡la Yako conocía el nombre de la isla!
-¿Y qué les pasó a los pasajeros? – preguntó Bill. Él debía saber de Sandy.
Susuka se encogió de hombros.
-Ellos deberán ayudar a cargar las cajas del tesoro a bordo. Luego, su destino lo
decidirán nuestros agentes. Quizás decidan dispararles. O tal vez dejarlos abandonados en la
isla donde morirán de hambre. No hay ningún refugio ni alimento en ese atolón. ¿Usted está
preocupado por su joven amigo

Sanders, verdad? Pues no debe estarlo, sepa que hasta ahora él no ha causado ningún
problema. Es más, le sorprenderá el saber que está cooperando con nuestros pilotos
ayudándolos en la navegación.
Bill frunció su entrecejo. ¡Sandy cooperando con esos asesinos!
Cuidadosamente, Susuka sacudió su cigarrillo en un cenicero metálico:
-El Sr. Qu fue muy hábil en contratarlo, Barnes, pero no tanto como él piensa que lo fue.
No supo que la Yako interceptó el mensaje de su hermano y averiguó donde se ocultaba el
tesoro. Seguidamente hicimos planes perfectos para conseguirlo. Los micrófonos que
instalamos en su apartamento nos informaron de sus planes de volar a Manila en el Sky King,
cosa que no podíamos permitir. A propósito, esta mañana ocurrieron dos accidentes
infortunados. En Manila, un gran hidroavión contratado se incendió destruyéndose y en él
pereció quemado un hombre llamado Cuebela. En tanto, en Nueva York, el señor Qu fue
encontrado con el cuello cortado. Lamentable.
Bill saltó como un resorte de su silla:
-¡Usted los asesinó!
Su voz sonó alterada por la emoción. El guardia se acercó levantando su arma, y Bill
tratando de recuperar la sangre fría tomó nuevamente asiento.

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Ahora más que nunca, él tenía que tratar de liberarse. ¿Pero muertos Mr. Qu y Cuebelo
cómo podría averiguar el nombre de la isla? ¿Cómo podría rescatar el tesoro, a Sandy ya los
demás pasajeros del Sky King?
Susuka encendió un nuevo cigarrillo. En el cuarto solamente se escuchaba el sonido de
una canción que transmitía la radio. Bill prestó atención a la música. Reconoció la melodía.
Alguien estaba haciendo variaciones con la introducción de “Luz de luna y rosas”, pero de
pronto, la canción cambió abruptamente a otra que había sido muy popular hacía unos años:
“Luna sobre Miami”
De repente Bill se tensó. ¿La música que escuchaba, estaba ejecutada con una
armónica? Sandy sin ninguna duda, llevaba su armónica con él. ¿Podría ser posiblemente el
muchacho estuviese tocando en el cuarto de la radio del Sky King? Susuka había dicho que
Sandy estaba cooperando con la tripulación de la Yako que había capturado el hidroavión.
Eso le podría haber dado cierta libertad en la nave, ¿pero por qué habría Sandy de estar
tocando despreocupadamente su música, mientras esos asesinos asiáticos lo llevaban hacia un
destino desconocido?

Susuka comenzó a hablar nuevamente, pero Bill no lo escuchaba. Él prestaba atención a


la música que salía del altavoz. Primero fueron unos compases de “Luz de luna y rosas”,
luego, el comienzo de “Luna sobre Miami”. ¿Si era Sandy, por qué tocaba una y otra vez los
mismos trozos musicales?
¿Estaba intentando mandar un mensaje de largo alcance al Camp Barnes, con la
esperanza que alguien escuchara accidentalmente esa longitud de onda? ¿Y en ese caso, qué
es lo que quería transmitir?
“Luz de luna y rosas”... “Luna sobre Miami”...
-¡Luna! – dijo Bill descuidadamente en voz alta.
Susuka lo miró atentamente:
-¿Qué dijo usted?
-La luna – repitió Bill mientras su corazón comenzaba a latir apresurado.
Susuka echó una mirada significativa al guardián armado:
-Kammato, parece que después de todo él conoce el nombre de la isla. Bueno, Barnes, -
prosiguió – yo había planeado dejarlo aquí encerrado, cuando nos fuéramos. Pero ahora que
usted sabe cual es la isla, usted podría hacernos mucho daño. No podemos arriesgarnos a que
usted dé la alarma y que la marina de los Estados Unidos interfiera. Hay algunos destructores
navegando en las inmediaciones. Lamentablemente deberé cambiar mis planes con respecto a
usted.
Las manos de Bill se agarraron del borde de la silla. ¡La Isla de la Luna! ¡Por Júpiter, el
secreto lo había descubierto y transmitido Sandy! ¡Y él había arruinado su buen trabajo!
No le quedaba otra alternativa que dominar de alguna manera a los dos agentes de la
Yako y escapar.
Enviaría un mensaje a Shorty para que viniese con el Corcel y transmitiese la alarma a
la marina. ¡Quizás el Sky King, con sus captores de la Yako, podría detenerse todavía!
Mientras Bill pensaba esto, a sus oídos llegaron las palabras de Susuka dirigidas al
guardián.
-Mi avión está afuera preparado para despegar. Usted, Kammato, vendrá conmigo y
llevaremos también a Barnes con nosotros. Cuando estemos mar adentro, usted se encargará
que realice un salto al Pacífico sin paracaídas. ¡Yo voy a matarlo, Barnes! – concluyó,
dirigiéndose a Bill.
Susuka sacó una pequeña y ñata automática de su bolsillo y encañonó a Bill, diciendo:
-¡Vaya, Kammato! ¡Ponga en marcha el motor, nosotros saldremos inmediatamente!
Kammato dijo “Sí” y salió deprisa de la habitación.
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Bill encogió sus piernas preparándose para entrar en acción mientras no le perdía
movimiento a Susuka. Tenía que actuar antes que lo llevaran al avión donde seguramente lo
amarrarían. Ya no tendría oportunidad.
Susuka no se descuidó. Empujó hacia atrás su silla, distanciándose de Bill y apuntó su
automática al pecho de su prisionero.
-Lamento hacer esto, Barnes, – dijo – pero si no lo hago se que lo lamentaré más. Como
piloto respeto su habilidad, pero usted ha interferido con la Yako y su honorable causa. Y eso
debe ser castigado.
Desde afuera, de muy cerca, llegó el ruido de un motor de aviación al arrancar. En un
instante el motor, luego de toser dos o tres veces, volvió a la vida y comenzó a bramar
regularmente.
Bill sentía pulsar la sangre en su cuello. Cada músculo de su cuerpo estaba tensado.
Pensó que se arriesgaría en cuanto viera la menor oportunidad. Pero Susuka nunca descuidó
su atenta vigilancia. Lentamente se puso de pie sin dejar de encañonar a Bill en ningún
momento.
-El motor del avión ya está calentándose. Nosotros ahora nos iremos, Barnes. Usted irá
adelante. Yo le seguiré y no dude que al menor movimiento en falso, le dispararé.
Bill se alzó de su silla. Hubiera sido un suicidio saltar sobre Susuka en ese momento.
Pero no tendría más posibilidades. Con desaliento caminó hacia la puerta, tiró del picaporte y
salió. Por primera vez se percató que se trataba de una pequeña casa de una sola planta. No se
veía ninguna otra construcción, solamente el terreno desierto. A unos veinte metros de la casa
y en el extremo de la pista de hierbas, había un monoplano de ala alta, vibrando sobre el
nivelado terreno y con su hélice girando. Se distinguían unas luces, espaciadas a intervalos, a
lo largo de los costados del campo.
Baja en el cielo, se veía a la luna iluminando la noche. Lejos, hacia la derecha se
distinguía un fuerte resplandor en el cielo. Probablemente las luces de Los Ángeles.
-Siga adelante. – ordenó Susuka – Kammato nos está esperando.
Sí, Kammato estaba en la cabina del monoplano con la cara iluminada por las luces del
tablero de instrumentos de la nave. Aguardaba para colaborar en el asesinato de Bill Barnes.
Bill se mordió el labio inferior mientras caminaba obligadamente tratando de no caer en
la desesperación. Su cerebro era una máquina vertiginosa tratando de imaginar una manera de
huir.
Con el rabo del ojo advirtió que Susuka estaba detrás, cerca de él. El avión se hallaba
posado paralelo a la casa, por lo que para acceder a la cabina deberían pasar por debajo del
ala, agachándose.
En ese preciso instante ellos estarían en las sombras, fuera de la vista de Kammato.
¿Sería la ocasión para arriesgarse y saltar sobre Susuka intentando dominarlo?
Bill fue calculando segundo a segundo su aproximación al monoplano. Esa sería su
única oportunidad: una contra cien.
Cada paso que daba aumentaba su nerviosismo y el temor al fracaso.
El motor del avión funcionaba regularmente a marcha lenta y las aspas de la hélice
giraban perezosamente.
Bill calculó cuantos pasos más le serían necesarios para llegar al lugar en que debería
agacharse bajo el ala. Serían cinco pasos, hasta quedar justamente en las sombras y a la
izquierda del arco de la hélice.
Cuando hubo dado tres pasos largos, demoró la marcha y observó subrepticiamente que
Susuka todavía se hallaba cerca y con el brazo armado con la automática extendido.
Mientras avanzaban Bill llenó sus pulmones de aire. Podía sentir el fuerte viento de la
hélice sobre su rostro afiebrado.
Dio un paso más y agachó su torso, como para pasar bajo el ala. ¡Entonces giró
velozmente y se lanzó sobre Susuka!

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El Yako fue tomado completamente de sorpresa. Bill cayó sobre él con todo el peso de
su cuerpo, mientras el dedo del japonés oprimía el gatillo de la pistola.
El arma ladró y una bala atravesó el ala revestida de tela del monoplano.
El impacto de la salvaje embestida de Bill tiró a Susuka hacia la derecha, haciéndole
tambalear.
El asesino trastabilló, intentó recuperar el equilibrio, pero cayó hacia el brillante disco
de la hélice del avión.
Horrorizado, Bill vio como las hojas de metal golpeaban la cabeza del Yako.
Susuka cayó al piso sin volver a moverse, su automática había caído de la mano.
Bill tomó el arma caída y se acurrucó. Había visto a Kammato apoyado en la puerta de
la cabina gritando mientras alzaba su revólver. ¡Estaba a punto de dispararle!
Bill levantó la automática y oprimió el gatillo repetidamente. El arma lanzó una
llamarada escarlata, y luego otra, y otra. Su puntería fue mortal.
Kammato se dobló contra el marco de la portezuela de la cabina del monoplano y luego
hacia adelante, cayendo estrepitosamente a tierra.
Estaba inconsciente, con dos heridas de bala, pero aún vivo, cuando Bill se acercó a él.
Espantado del rotundo éxito de su violento juego, Bill se movió con rapidez. Cargó con
Kammato y lo llevó hasta la casa. Luego examinó a Susuka. El asiático respiraba aún, aunque
muy débilmente, con una fea cuchillada en el costado de su cabeza, causada por el golpe de la
hélice.
Bill lo llevó también adentro. Les enviaría ayuda médica en cuanto pudiese. Por el
momento, no podía hacer más.
Frenéticamente corrió hacia el avión. Trepó a la cabina y soltó los frenos mientras abría
al máximo las llaves de gas.
¡Aún tenía una oportunidad de detener a la Yako!

VI

Veinte minutos más tarde, Bill había aterrizado en Pasquel Field y hablaba agitadamente
por teléfono desde el edificio de la administración.
Ya había sido dada la alarma a la marina de guerra y los destructores de la Flota del
Pacífico estaban dirigiéndose a marcha forzada hacia la Isla de la Luna.
La policía de Los Angeles y una ambulancia iban a toda velocidad a recoger a Susuka y
a Kammato.
-Tony, - gritó Bill en el teléfono – dile a Shorty que tome el Corcel y se dirija a toda
velocidad hacia el Pasquel Field, aquí en Los Ángeles. ¡Rápido!
La respuesta de Tony Lamport lo llenó de alegría y nerviosismo. Shorty, alarmado por
las malas noticias sobre el Sky King, había salido hacía horas hacia la costa occidental con el
Corcel y estaría a punto de llegar a Los Ángeles.
-Hace un rato hablé con él por la radio. – dijo Tony – Estará allí en treinta minutos.
Esa media hora pareció interminable para Bill. Intentó comer algo, pues pensó que
necesitaría de toda su fuerza para llevar a cabo el largo vuelo que le esperaba hasta la isla de
la Luna. Pero apenas pudo tragar unos bocados de comida. No hacía más que pensar y rogar.
¿Podría llegar a tiempo a la isla del tesoro, antes que la Yako terminase de cargar al Sky
King y desapareciese rumbo a su base desconocida en el inmenso océano Pacífico? ¿Estaría el
Corcel en condiciones para afrontar ese vuelo agotador y sin escalas de casi cuatro mil millas?
¿Volvería a ver a Sandy con vida?
Un mecánico gritó:
-¡El Corcel está aterrizando, señor Barnes!

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Poco después Bill se lanzó al raid nocturno a través del Pacífico con los poderosos
motores del Corcel luchando contra la lluvia y la tormenta. Debía prepararse para afrontar aún
más difíciles condiciones meteorológicas.
Shorty se agachó a su lado y lo relevó en los mandos del Corcel. Habían planeado su
curso con la precisión del grueso de un cabello, para poder contar con las reservas necesarias
de combustible.
Trataron de recuperar los preciosos minutos perdidos en reabastecerse en el Pasquel
Field, pues debían tener los tanques llenos a tope.
A las 9,30 p.m. habían levantado vuelo y hacia la medianoche habían alcanzado los
treinta mil pies de altura, llevando abiertos los tanques de oxígeno de la cabina.
A intervalos regulares, recibían entre crujidos de la estática, los informes de los
destructores de la armada estadounidense y los que les enviaban desde la retaguardia Bev
Bates y Red Gleason, que a bordo de sus Snorter, les seguían los pasos tratando de alcanzar la
isla, para contribuir a detener el accionar de la banda asesina de la Yako.
Pero, insistentemente, una pregunta atenaceaba quemando la mente de Bill: ¿Llegaría el
Corcel a tiempo, para alcanzar al Sky King, antes que éste desapareciese con el tesoro?
Seguramente el gran hidro capturado por los yakos ya se hallaría en la isla. ¿Cuánto tiempo
les demoraría el cargar a bordo las riquezas? ¿Y qué estaba pasando con los pasajeros y con
Sandy, cuya ingeniosidad había hecho el rescate posible?
Hora tras hora continuó la furiosa carrera del Corcel a través del terciopelo de la noche
donde resplandecían miríadas de estrellas, destacándose refulgente la constelación de la Cruz
del Sur, hasta que los primeros destellos del alba las fueron esfumando.
Bill iba aferrado a los mandos, con el rostro ceñudo y sus ojos inyectados en sangre.
Había hecho un corto descanso mientras Shorty continuaba piloteando al formidable Corcel.
Miraba las agujas de los instrumentos fluctuar, vigilando la marcha de los motores y atento a
cualquier ruido irregular que indicase una posible falla y el inmediato desastre en medio de la
inmensidad del océano.
Habían cruzado el Ecuador cuando el Corcel entró en un nuevo huso horario y se veía el
sol ya alto sobre el horizonte cuando Bill ajustó su reloj. A las 8 a.m., hora local, Bill verificó
el curso por centésima vez e hizo una ligera corrección con el bastón de mando. Su rostro se
distendió. Ya estaban cerca de la Isla de la Luna.
-Media hora más, amigo. – le informó a Shorty.
Aún le faltaba media hora para saber si había ganado o perdido. Media hora en la que su
cerebro quedó congelado por la incertidumbre y el miedo. Si el Sky King aún no había
partido, pronto estaría a la vista.
Bill inclinó el morro del Corcel, iniciando el descenso. La piel metálica gris claro del
gran caza brillaba a la luz temprana de la mañana. Abajo se veían nubes monstruosas a través
de las cuales pasó la aeronave en medio de lloviznas pertinaces, hasta encontrar el gris pizarra
de las aguas oceánicas.
A los cinco mil pies Bill niveló la máquina. Adelante y abajo, lejos sobre el gran
océano, vislumbró dos destructores de la marina de los Estados Unidos rompiendo las olas a
toda máquina y echando espesas humaredas por sus chimeneas.
¡La Armada luchaba por llegar a tiempo!
El Corcel pasó como una bala enloquecida por encima de los dos galgos del mar. En
cuestión de segundos los buques de guerra quedaron atrás y habían desaparecido tras el
horizonte. Nuevamente quedaba a la vista solamente la gran extensión gris y lisa del océano
Pacífico.
Y de pronto, allí adelante, lejos sobre la superficie del mar apareció una pequeña forma
oscura. Bill se inclinó hacia adelante y observó atentamente. La forma creció de tamaño. De
pronto estuvo seguro y su corazón dio un brinco. ¡Esa era la Isla de la Luna!

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Febrilmente, Bill abrió del todo las llaves de gas y el Corcel dio un salto hacia adelante.
Ahora, con su destino a la vista, la pregunta creció en su cerebro: ¿Estaría todavía allí el Sky
King? ¿Habrían llegado a tiempo?
Shorty se acercó a la cubierta de cristal y llevó los prismáticos a sus ojos. Por un
momento no hizo comentario alguno. La isla ahora estaba mucho más cercana. Entonces
Shorty exclamó excitado:
-¡Bill, el hidroavión está allí! ¡Es sin duda el Sky King!

Bill se sintió inundado de una sensación de alivio. ¡Bien! El gigantesco avión de la


Transpacific Airlines todavía estaba en la isla.
Ya podía verlo a ojo desnudo mientras el Corcel se acercaba a la Isla de la Luna.
El Sky King estaba posado sobre las aguas tranquilas de la abierta laguna del atolón de
coral.
¡Pero no! ¡El gran hidroavión se estaba moviendo! El agua blanca estaba hirviendo
detrás de él.
¡La Yako había completado la carga del tesoro a bordo y se aprestaban a levantar el
vuelo!
Enloquecido, Bill empujó la palanca de mando de su caza para que el Corcel se lanzara
en picado. Los motores Diesel en las alas rugían a plena potencia.
¡No podía permitir que el Sky King escapara! ¡Tenía que detenerlo antes que levantara
vuelo! ¿Cómo dejarlo inerte hasta que la llegada de los destructores de la Armada hiciese
posible la captura de todos los hombres de la siniestra banda Yako?
Bill sintió su nave como parte de su propio cuerpo. Sus pies estaban afirmados en los
pedales del timón y sus manos aferraban con firmeza la palanca de mando. Tenía su rostro
contraído y sus labios formaban una línea recta y dura.
El viento golpeaba la proa y las alas del Corcel chillando furiosamente. Bill se acurrucó
en su asiento con los ojos fijos en las miras de sus armas mientras sus dedos se cerraban
firmes en los gatillos de disparo.
Alineó el poderoso monoplano con el Sky King que corría sobre las aguas de la laguna
y apuntó sus armas hacia el ala de estribor del gran hidroavión, directamente a sus motores,
colocados en el borde de ataque del enorme plano.
Esperó y calculó el tiempo, segundo a segundo. Entonces, serenamente, oprimió los
disparadores. Las ametralladoras gemelas calibre 50 ubicadas a cada lado llamearon, enviando
un río de trazadoras mortales. El torrente de plomo cayó sobre el ala del Sky King dando de
lleno en los dos motores de estribor.
Mantuvo al Corcel firme en su rumbo hasta el último momento posible sin dejar de
disparar. Luego tiró de la palanca de mando hacia atrás levantando el morro.
Ferozmente Bill hizo girar al Corcel y se preparó para un nuevo ataque para destruir los
motores de la gran nave e impedir su huída.
Pero Bill no llegó a disparar nuevamente. El Sky King había aminorado su marcha. Los
motores de estribor se habían detenido y sus hélices estaban retardando su giro. La compuerta
superior de la sección central del gran hidroavión se abrió y un hombre salió por ella
corriendo por sobre el casco. El hombre estaba en pie agitando una bandera blanca.
¡Los yakos se estaban rindiendo!

VII

Cuatro días, más tarde había un banquete informal en la sala común del edificio
principal de Camp Barnes.
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Los pilotos de la escuadrilla estaban sentados en torno de la gran mesa. Había llegado el
momento de servir el café.
Sandy estaba de pie, con la cara enrojecida.
-Bien, charlatanes, - dijo a sus compañeros – todos ustedes saben lo que pasó en la isla.
Cuando Bill detuvo a tiros al Sky King que se escapaba, yo permanecía en la isla con el resto
de los pasajeros. Teníamos un par de armas que los de la Yako no habían encontrado y
pudimos mantenerlos a raya hasta que llegaron los destructores. Ellos detuvieron a toda la
banda y se hicieron cargo del tesoro. Y eso fue todo. Yo no pude hacer nada. -Terminó el
joven y tomó asiento.
Bill, desde la cabecera de la mesa, meneaba la cabeza:
-Bueno, Sandy piensa que no hizo nada y en realidad hizo mucho dándonos esa clave
con su armónica que nos indicó el camino. El hermano de Mr. Qu nos envió un cheque. Me
indicó expresamente que quiere que Sandy se compre un regalo con él.
El muchacho miró el papel y silbó al ver la cifra escrita.
-¿Qué es lo que te comprarás con él, muchacho? –le preguntó Bill.
La cara pecosa de Sandy se tornó pensativa. Al cabo de unos momentos dijo:
-Bien, Bill siempre me dice que debo hacer las cosas de la mejor manera posible,
perfeccionar siempre lo que hacemos. Bueno, esa armónica por ejemplo, yo podría hacer
mejor música con un instrumento con mayores posibilidades expresivas.
-¿Como un gran órgano a vapor, por ejemplo? – dijo Shorty sonriendo abiertamente.
-¡Escucha! ¡Ese sería el instrumento musical ideal! – respondió Sandy mientras se le
iluminaban sus ojos azules.

La alegría y las risas que en esos momentos sonaban en Camp Barnes pronto se
acallarían, cuando Bill Barnes y sus intrépidos pilotos debieran luchar por sus vidas contra un
horrible Azote de los Cielos3 que sobre ellos planeaba.
Una nueva amenaza se cernía en las siniestras sombras nocturnas.

FIN

3
N.delE.: Parece referirse al Nº 73 “Scourge of the Skies” publicado en Diciembre de 1940 en Doc Savage
Comics. De tratarse de esta novela su numeración correcta sería la Nº 69.
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