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Salto, 18 de Noviembre de 2003

Peripecia de viaje
- ¡¡¡ Guampudo!!!!

El insulto sonó como un tiro, y rebotó entre los cerros, como una piedra que cae.
“Usted es un imbécil”, contesté. Y me di vuelta, yendo hacia el alambrado. Entonces escuché los gritos de la
mujer: “¡¡ Dejálo!!!! ¡¡¡Dejálo!!! ¡¡Dejálooooooooo!!”

Era pleno mediodía del 14 de noviembre del 2003, como las 12.30. Ya nos faltaba poco para llegar a
Tacuarembó, en la motoneta. El motivo era la colación de grado de mi hija Jimena, que recibiría su segunda
medalla de oro. Me había pedido que la acompañara, y ahí íbamos, con Camilo, mi hijo mayor.
Habíamos pasado lo que se pasa en esos viajes: la mañana con viento en contra, muy frío, que se mete a
través de la campera y te hace lamentar no haberte puesto un diario contra el pecho, el sol en un cielo de azul
purísimo, que te quema y requema la cara, aunque no lo sientas; los bizcochos comprados en Valentín, la
culebra verde esmeralda atrapada apenas pasamos la intersección con la ruta 4, las partes donde la ruta 31,
todavía y a Dios gracias, permite que los arroyitos le pasen por arriba, las curvas estupendas sobre un
pavimento muy liso, que hacen que te sientas como una gaviota planeando en dos ruedas….

Todo había ya pasado, y ahora estábamos en la zona de sierras, donde muere la Cuchilla de Haedo.
Una zona de valles escondidos, donde la gente está oculta del paisaje, saliendo sólo de cuando en cuando
hacia el pueblo. Es una larga bajada, a cada rato interrumpida por cañadas. Una de esas cañadas, la más
bonita y que habíamos recorrido con los gurises en otros viajes, se llama Cañada de la Peña. Tiene una
pequeña cascada, como de tres metros, y una laguna donde brillan las tarariras.

Ya estábamos, pues, con la expectativa de llegar. Unos 30 Km. más, y estaríamos abriendo el portón
de Alsino y Clarinda, los bisabuelos de mis hijos. Pero entonces, en una curva, vemos una moto en un
zanjón, al costado de la carretera. No estaba caída; estaba metida en el zanjón, parada. Al costado una
mochila semiabierta, un casco tirado y alguna otra cosa.

Pasamos unos metros y le dije a Camilo: “Vamos a ver qué fue lo que pasó. Capaz que alguien
precise ayuda...” Dimos la vuelta, estacionamos la motoneta al lado del zanjón, y mientras nos bajamos, veo
a unos cincuenta metros una chica que sale de una portera, a los tropezones, tomándose el vientre.

En seguida me doy cuenta de que, una vez más, tendré que socorrer a un accidentado. Y vienen a mi
mente aquella gorda a la que habían atropellado en Bulevar España y Latorre, a la que tuve que meter en un
auto, dejando a Bernarda sola, en la parada del ómnibus. Tan gorda que después quedé trancado en el auto
(yo tiraba desde adentro para meterla) y tuve que acompañarla hasta el Hospital de Clínicas. Viene a mi
mente aquellas dos chiquilinas flotando, como pájaros muertos, en el espigón de Atlántida, y también el
gurisito que se cayó al canal en Holanda, donde tuve que tirarme para sacarlo. O aquel motociclista de
cabeza rota que voló por encima mío, cuando fui al almacén de Roberto. Viste – le digo a Camilo con cierta
resignación fatalista – siempre me pasan estas cosas. Ahí tenés al accidentado viniendo hacia nosotros.

La gurisa tendría unos 16 años, cadera estrecha, pelo castaño, pantalón vaquero marrón y camperita
en el mismo tono. La tomé de la cintura y la ayudé a sentarse en el pasto. Se quejaba mucho y se tomaba el
vientre, a la altura del bazo. No sangraba. Le pregunté si quería que la llevara. Me dijo que no, que su padre
estaba allá, pasando la Cañada de la Peña.
- ¿Tu nombre?
- Ana
- ¿Apellido?
- Cabrera
- Quedate con ella, Camilo. Yo voy a ver si encuentro ayuda.

Camilo me miró como para matarme. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? No podía dejarla sola, pudiendo
dejarla con Camilo. A Camilo le iba a tocar bailar con una fea, pero era eso, y no otra cosa.
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Arranqué la moto, con el cajón, la culebra, el bolso, el casco y mil cosas más, y enfilé hacia atrás, en
busca del tal Cabrera. Pero, ¿saben Uds. lo que es encontrar a un productor que uno no conoce, en un
establecimiento que uno no conoce, con la premura de que alguien quizás esté muriendo por hemorragia
interna?

Fui haciendo uno, dos kilómetros, tres, cuatro, mirando para todos lados en el camino estrecho,
rodeado de cerros. Por fin, a la izquierda veo el casco de una estancia, no muy lejos de la carretera. Un
portón de madera. Me bajo de la motoneta, lo abro, paso la motoneta, lo cierro, y me meto en un campo lleno
de tacuruses. “Despacio… - me digo - …. Despacio que estás apurado…” Así, dando una gran vuelta por un
campo muy desparejo, llego al casco. Cinco o seis perros grandes me reciben, amenazadores. Cierta vez me
mordió un perro, andando en motoneta. Así que ya sé que hay que apagar el motor. Me bajo, camino hacia
los galpones y veo un hombre en el dintel de una piecita.

- Buenas!!!! Se accidentó una chica… la hija de un tal Cabrera…. Preciso ayuda. ¿Tiene teléfono?
- Pahhhh!!!! ….. Nooooo….. teléfono no hay….
- ¿Y un auto para llevarla?
- Nooooo…… auto no hay… pero mire: ¿ve allá? Aquella camioneta es la del Dr. Pepín. Capaz que
puede ayudarlo.

Miro, y efectivamente, entre los cerros se ve una camioneta blanca.

- Bueno, muchas gracias.

Salgo nuevamente, cuidando los pozos, porque en cualquier momento yo mismo me clavo de cabeza en esa
huella. Llego a la portera, paro la moto, me bajo, abro la portera, paso la moto, cierro la portera, prendo la
moto, me subo y sigo camino.

Digo todo esos pasos, para que se den cuenta de que hay que darlos, uno a uno y sin que falte
ninguno, que hacía calor, que andaba apurado, con una gurisa herida, con Camilo acompañándola, y que la
moto es pesada, y el cajón de atrás incómodo, y que tenía la cara muy quemada por el sol, y que desde las
7:30 andaba dando vueltas…. No había, ciertamente, una puerta giratoria dejándome pasar como si fuera
una princesa, o aire acondicionado, o música FM, o un portero amable. No. Estaba solo, muy solo en un
lugar desolado.

Seguí hacia atrás, y entonces veo, en una ladera bien incómoda, a la camioneta y dos personas
plantando. Me bajo, paro la moto, bajo la banquina, llena de piedras sueltas, busco en el alambrado, entre las
chircas y las espinas un lugar donde pasar (no había una alfombra roja esperándome), me meto en el campo y
llego hasta una tierra arada, como a unos cincuenta metros del alambrado. Ahí hay un hombre veterano,
pelado, de short y sin camisa, y una mujer sesentona de pelo teñido, con una capelina protegiéndose del sol.
Los dos están plantando maíz o porotos, del otro lado de la tierra arada, cuyo ancho sería de unos treinta
metros.

- ¡¡¡Hola!!! - grito - ¡¡Preciso ayuda!!! La hija de un señor Cabrera se cayó de una moto y está
herida!! ¿Tienen teléfono?

El hombre ni me miró. Siguió plantando, como si estuviera sordo. La mujer me contestó que no tenía
teléfono.

- La chica está herida, explico…


- Lo de Cabrera es ahí adelante – dice el hombre, sin mirarme.

Tuve la fea percepción de que no querían ayudar, que no les interesaba. Así que volví para atrás, a la

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motoneta, para ver si podía encontrarlo a Cabrera. Paso nuevamente el alambrado, muevo la moto en plena
subida, arranco y entonces me doy cuenta, para mi consternación, que la moto había pinchado la rueda de
atrás. Seguramente alguna espina del campo en el que acababa de meterme. Vuelta a parar la moto, que ahora
pesaba como 500 Kg., vuelta a cruzar la banquina llena de piedras sueltas, vuelta a pasar el alambrado
esquivando las espinas, vuelta a entrar en el campo.

- Escuche…. Mi moto está pinchada. Yo no puedo ir a lo de Cabrera…


- Eso no me importa – dijo el hombre – No es asunto mío.
- Pero…. (tuve que hacer un esfuerzo para contenerme…) Yo no sé si Ud. entiende lo que pasa: hay
una gurisa herida, está con mi hijo, que tiene quince años…. ¿Ud. no puede ir en la camioneta y
ayudar?
- Eso no es cosa mía. A mí no me interesa….

Quedé azorado. La situación semejaba una pesadilla, de esas que se ven en el cine… Estaban allí todos
los ingredientes para una situación malévola. Imaginen Uds. mi situación… Era del todo evidente que
ese tipo tenía una muy mala voluntad. Iba a tener que seguir yo solo. Pero entonces le dije:

- Ud. sí que es buen vecino, ehhh!!! Lo felicito. La verdad… Ud. es flor de vecino, sí señor!! Siga
plantando nomás. No se preocupe. No se agite…. Que tenga mucha suerte con su plantación!
- El qué???? ¿Qué dijo? ¿Qué fue lo que dijo???
- Que Ud. es un vecino estupendo. Buenísimo…
- Guampudo!!!! ¿Me vas a enseñar lo que tengo que hacer? ¡¡Yo estoy trabajando!!!
- ¿Sabe lo que es Ud.? Ud. es un imbécil. Un grandísimo imbécil.

Le di la espalda y me fui hacia el alambrado.

Entonces sentí los gritos de la mujer: “Dejáloooooo! “Dejálooooo”

Miro hacia atrás, y veo al hombre corriendo hacia mí, para pegarme con una azada. Yo me dí cuenta de que
estaba dentro del campo del hombre, así que corrí hacia el alambrado. Pero corrí medio poco, como sin
ganas, unos diez pasos, y lentamente. Porque nunca me gustó correr, y aunque nunca fui un portento de
valor o de arrojo (siempre me viene un miedo terrible a muchas cosas), tampoco me ha gustado que me
corran, ni cuando el tiempo de los milicos. Así que, pasados esos diez pasos, ya sobre el campo firme, miré
para abajo, y vi unas piedras. El hombre se me acercaba empuñando la azada. Recogí tres piedras: dos de
medio kilo de peso, y una como de kilo y medio. Y lo esperé.

El hombre se me acercó y me amenazó con la azada. Yo, a su vez, tenía una piedra en la derecha,
pronta para tirársela. Nos miramos a tiro de piedra y golpe de azada.

- Guampudo – me dice – No sabés quien soy???? Yo soy el Doctor Pepín!!! Yo soy el Doctor
Pepín!!!!! Te voy a denunciar a la policía!!!
- Ud. es solamente un imbécil. Haga la denuncia, nomás…. ¡Me encanta que me denuncie!
- ¡Guampudo!
- Serás vos...

Ahí el hombre comenzó a alejarse, y yo dejé caer las piedras. Pude por fin cruzar el alambrado. Llegué a la
moto, saqué las cosas del cajón, la di vuelta y comencé el lento trabajo de cambiar la rueda. Mientras tanto
puteaba en voz baja: “Hijo de puta… aunque tenga que quedarme un día más en Tacuarembó, voy a ir a la
prensa y te voy a dejar pegado como un chicle, hijo de una gran puta….” Cuando estoy en eso, con la rueda
casi cambiada, para la camioneta blanca al lado mío. Imaginé que era el segundo capítulo de nuestra pelea.
Lo miré bien fijo y le dije” Mi nombre es Mario Caro, ¿entendió bien? Mario Caro. Acuérdese, para la
denuncia.”

- ¿Dónde está la chiquilina?


- Ahí delante, al costado del camino
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- Suba
- No… vaya Ud. nomás. Yo me quedo aquí.

Terminé de cambiar la rueda y pensé en qué debía hacer…. ¿Qué querría que hiciera otro por mí, si tuviera
una hija en esa situación? Lo mínimo era enterarme, de que ella estaba en problemas. No podía confiarme en
ese viejo anormal. Tenía que ir a avisar a Cabrera. Así que, acomodadas las cosas en la moto, la prendí y
seguí bajo el sol del medio día hacia el establecimiento. Encontré nuevamente la Cañada de la Peña y una
portera, tras la cual se veía unas casas. Entré (siempre sin la alfombra roja), me recibieron como diez perros.
Apagué la moto y salió un hombre, “¿Ud. es Cabrera?” – pregunté - . “Sí” –me dijo -. “Su hija tuvo un
accidente en la moto, está herida,” le dije….

En ese momento llega Pepín en la camioneta, con la gurisa retorciéndose de dolor en el asiento de atrás.
Camilo la acompañaba. Sale la madre de la chica, desesperada, el padre, que la agarra, una costilla rota
parece, dice Pepín, le toco el hombro a Camilo y le digo “Vamos”, y nos alejamos.

Una vez en la ruta le cuento a Camilo, riéndome, todo lo que me ha pasado.

¿Viste – le digo - que uno no puede pasar aburrido?

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PD: He estado repasando qué posibles errores pude haber cometido para justificar una reacción tan estúpida
por parte de ese médico a quien he llamado Pepín, por razón de posibles consecuencias legales. Quienes son
de Tacuarembó no tendrán dificultades en identificarlo: es cardiólogo, de unos 60 años, petiso y calvo, y
tiene una camioneta Toyota doble cabina, de color blanco. Lo he visto cerca de la esquina de 18 de Julio y
Catalina, limpiando su camioneta. Además, su apellido es compuesto, y se asemeja a limón.

Me doy cuenta de que lo único que solicité, en primer lugar, fue un teléfono. Quizás le molestó que
no lo reconociera, que no me dirigiera a él diciéndole “Por favor, Doctor, me puede ayudar…”. Pero, la
verdad, no sabía si era él o no, y tampoco lo parecía, ni por lo que estaba haciendo, ni por su actitud
deshumanizada. Después, fue como si un genio malévolo manejara las cosas. Parece evidente, eso sí, que la
mujer lo hizo razonar, porque si quedaban así las cosas, arriesgaba una denuncia penal por omisión de
asistencia. Justamente él, que es médico.

Lo que sé, es que estuve a un paso de un hecho de sangre, y que si me atacaba de verdad, entonces
podía llegar a ocurrir un desastre. Quizás, en la furia e indignación del momento, o me mataba, o lo mataba.

En fin…. Peripecias de un camino.

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