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HACIA UNA NUEVA CONCEPCIÓN DE DIOS

Javier F. A. Vega Ramírez


Bach. en Teología (PUC)
Pedagogía en Religión y Moral (PUC)
Licenciatura en Educación (PUC)

El hombre se descubre en sí mismo como un microcosmos, como el resumen de todo lo


existente, presente en estado latente y en ocasiones manifestado en toda su plenitud. De
esta cualidad del ser humano, de esta característica fundamental, podemos nosotros
desprender que el ser humano es, en sí, la suma de todas las cosas, y como tal, no puede ser
abarcado ni definido en su plenitud, desde sí mismo. Es necesario, para poder abarcar al
ser humano, ser capaz de mirar desde fuera de lo humano, o desde fuera del ser humano tal
como es y existe. Levantar la mirada a lo extra-humano, ser capaz de mirar más allá de lo
humano, pasar a lo meta-humano, en una meta-historia, en una existencia mayor. Lo más
que humano, lo divino.

Pero ¿qué decir de lo divino en un tiempo en que lo mismo humano es indefinido?.


Pretender pasar a lo meta-humano requiere pasar por lo propiamente humano, es un paso
necesario, un paso exigido en un tiempo en que la simplificación del hombre a llegado a su
manifestación última. El hombre, un número, el hombre, un estereotipo. El hombre, un
algo existente. Un algo. ¿Cómo acercarse a lo humano cuando el concepto “humano” se
encuentro sometido a un sinnúmero de presiones y disgresiones que hacen casi imposible
definirlo en su ser, posibilitando un humanismo sólo desde el hacer?

Una visión de lo humano en la actualidad se dificulta en el hecho real y patente de la


imposibilidad de acceder a lo propio en su esencia, dejando abierta las posibilidades de
acceder sólo a la existencia. Sólo al fenómeno humano, en la concepción positivista. Un
ser humano manifestado sólo a través de lo que demuestra que es capaz de hacer, y no
necesariamente según lo que podría llegar a ser. Una visión del hombre desde la
posibilidad más pragmática y utilitarista. El hombre compitiendo no con el hombre, sino
con máquinas hacedores de cosas. El hombre compitiendo por anular lo que es para llegar
a superarse en un tiempo que le exige el no ser, el sólo hacer.

Ante este movimiento complejo - indefinición del ser, definición por el hacer - el acceso a
lo extra-humano, o (más propiamente tal) lo meta-humano requiere una actualización
conciente, inédita, necesaria y temeraria: Comprender lo “divino” más allá de lo que hasta
el momento vamos comprendiendo como lo “divino” para descubrir, desde ahí, lo humano,
más allá de lo que tradicionalmente queremos comprender como lo humano.

Así se perfila lo que es la tesis del presente ensayo: sólo desde una concepción renovada de
lo divino en cuanto meta-humano, podremos dar una nueva luz a lo humano en cuanto a su
ser.

LO DIVINO COMO META-HUMANO


La concepción de lo divino, como elemento integrante del entramado cultural de un pueblo,
es una realidad aceptada y aceptable desde cualquier punto de vista. Lo divino es un
elemento constituyente, que justifica y motiva la creación de cultura. Los aspectos cúlticos
de lo divino en una cultura agrícola, la dimensión profética de lo divino en una cultura
nómade y con conciencia histórica, la dimensión sacrificial de lo divino en una cultura
marcada por la tragedia, son elementos que en su conjunto crean cultura. Lo divino crea
cultura, y dios fortalece la cultura.

Hacemos la separación entre lo divino y dios porque podemos acceder a la dimensión de lo


divino como un hecho básico que puede o no tener su raigambre en algo esencialmente real.
Puede existir o no existir Dios, y sin embargo lo divino lo subsiste ya que la existencia de
Dios exige una adhesión personal a una realidad inabarcable, pero la existencia de lo
divino, en cuanto realidad mayor a lo que nosotros podemos comprender, no
necesariamente exige la adhesión a un Dios.

Las culturas primitivas (Egipto, Grecia, Mesopotamia) cultivaron un panteón de


divinidades que, en su origen, no son más que la concreción con intenciones cúlticas de
determinadas cualidades aspirables en el ser humano, y que en la divinidad encontrarían su
cauce. La cualidad divina del dios agrícola, pacificador y fecundador de la tierra, se
transforma en cuanto este dios comienza a ser mirado desde la perspectiva de la disputa por
la tierra, transformándose el dios en un dios destructor y vengativo de los hombres.

La dimensión de lo divino se altera según las necesidades humanas, según la historia se


vaya configurando, pero, en ningún caso, desaparece. Lo divino permanece, aún cuando el
dios sea readoptado en la historia. Lo divino supera, en su permanencia, al dios.

Así podemos decir que, mientras se afirma que hay una “revelación progresiva de Dios”
(del Dios de los cristianos) lo divino es uno de los pocos elementos que transversalizan en
todas sus etapas a la humanidad. El ser humano es un ser “sometido a la idea de lo divino”,
sin que esto signifique un sometimiento a Dios.

¿Qué es lo divino? Es la visión conciente de una dimensión superior al hombre que el


hombre no agota, pero que tampoco le supera. Lo divino subyace en el ser humano como
idea permanente, pero el hombre no se advierte superado por lo divino. ¿Y dios? El dios
es la forma concreta en que lo divino va siendo percibido en el hombre, que puede ir
cambiando en su manifestación externa, según lo aprecie el mismo hombre, sin que por
ello agote la total dimensión de lo divino que representa.

En esta exposición de ideas no se niega, ni cuestiona, la existencia real de Dios, sino que se
relativiza la concreción de lo divino en el dios. Sobre el problema de Dios hablaremos más
adelante, por lo pronto lo que importa reafirmar es la dimensión divina como elemento
perpetuo sobre la concepción concreta del dios.

Si lo divino es una dimensión transversal en la historia de lo humano, y el ser humano


concretiza la visión de lo divino en una imagen real de un dios. ¿Qué peso ontológico
tienen la afirmación de lo divino como lo meta-humano? ¿No estamos acaso hablando de
lo divino como superación de la limitación de lo humano? - ¿dios como la suma de mis
imposibilidades sublimadas? Entramos así, por necesidad, en el tema de la existencia de
Dios.

Siendo que la divinidad es una realidad que se hace necesidad anterior en el ser humano,
no podríamos afirmar que el ser humano sea quien invente a la divinidad. Sí podríamos
decir, con riesgo a dañar alguna sensibilidad religiosa, que el ser humano crea formas
concretas de lo divino a las cuales les llama dios, siendo el dios el cuestionable en cuanto al
contenido concreto que involucra su existencia. Sin negar lo divino, podemos cuestionar al
dios.

¿Qué significa esto? Significa que antológicamente hablando la expresión “dios” carece de
sentido, únicamente es la versión nominativa de una realidad que sí tiene peso ontológico,
pero que no logra traspasar toda la atribución verbal que el concepto pretende.

Un ejemplo de esto es lo que comprenden como “dios” los musulmanes. Dios en cuanto
divinidad es una realidad común, pero Dios en cuanto “Alá”, fuente de sabiduría que exige
entrega absoluta y que puede, en la concepción más extrema de la percepción religiosa a
que da origen, justificar la muerte en nombre de la fidelidad no puede sino confirmar que
hay una dicotomía entre la divinidad y el dios.

Otro ejemplo más cercano a nuestra sensibilidad religiosa es la de los ejércitos luchando en
nombre del dios. Tanto los de un ejército como del otro (como ocurre durante la guerra del
pacífico) se encomiendan al, nominativamente, mismo dios, pero en concreto ese “dios”
favorece a unos mientras desfavorece a otros con la vida y la muerte, sin que ello
signifique que “dios” toma partido. No se puede pretender que lo divino se haga parte de
una justicia/injusticia simultánea solamente justificados en los planes eternos y divinos.
Pero sí se puede comprender que “dios”, bajo la concepción de uno y otro bando, tome
formas distintas en que manifiesta su “justicia”.

No apuntamos con esto al problema de la teodicea (“Unde malo?”) apuntamos al problema


de la concepción de “dios” como un absoluto que pretende dar cuenta de todo lo divino,
visión que empobrece el mismo conocimiento de “Dios”. ¿Qué más desearía conocer en un
bosque si tengo ya todos los mapas sobre cómo recorrerlo?1.

“Dios”, como concepto absoluto, termina por agotar la búsqueda del contenido de la
realidad (ciertamente de peso ontológico) llamada “divinidad”.

Si superamos la tentación de encerrar lo divino en “dios” podremos dar el paso necesario


para comprender lo divino como “meta-humano”. ¿Qué Dios conocemos más allá del
simple concepto “dios”? ¿Estaremos ya en condiciones de nominar lo divino como Dios?

LO DIVINO COMO DIOS Y NO DIOS COMO DIOS

1
Parábola famosa recopilada por el Sacerdote Indio Anthony de Mello. Véase MELLO A., El canto del
pájaro. Sal Térrae, Salamanca 2002.
Evitar la identificación entre “dios” y Dios permite salvaguardar el camino de la teodicea
dentro de la búsqueda de las pruebas de la existencia de Dios. Podemos aceptar que Dios
existe, o (más adecuadamente para el objeto de este ensayo) podemos aceptar que lo divino
es una realidad, pero no podemos identificar a lo divino con el conjunto de características
de lo divino personalizadas en un “dios”, o en el concepto “dios”. Esto, que para muchos
parecerá una dificultad artificial, es una disgreción que naturalmente debe hacerse.

Cuando referimos a lo divino aludimos a una realidad externa al hombre, que en su


constitución conceptual ya demuestra la imposibilidad de ser abarcada desde el
racionamiento humano. Las pruebas cosmológicas de la existencia de Dios siempre aluden
a lo divino como el algo anterior a la existencia misma del ser humano (las cinco vías. Vía
del movimiento, vía de la causalidad eficiente, vía de la contingencia, vía de los grados de
perfección, vía del orden), por otro lado la prueba ontológica de la existencia de Dios, de
San Anselmo (que en propiedad es una prueba lógica “aquello sobre lo cual como mayor
nada más puede pensarse”) alude a un pensamiento humano, y por lo tanto sometido en la
jerarquía de las capacidades. Tenemos así pruebas para el hombre que hablan de la
existencia de Dios, y que por lo mismo requieren, como única exigencia, que el hombre al
que va dirigido sea convencido, pero no prueban en sí la existencia de Dios2. Las pruebas,
dadas desde la racionalidad humana, no son suficientes para comprobar la existencia de
Dios. De Dios tendremos por tanto siempre, e inexcusablemente, lo suficiente para
constituír conceptualmente un “dios”, pero nunca tendremos lo necesario para abarcar con
el concepto la propia identificación de “Dios”.

Cada uno de los avances, cada una de las confesiones de fe, cada una de las declaraciones
que realicemos en relación a “Dios”, no serán sino “dios”, una concepción limitada, una
adecuación conceptual en lenguaje humano, acerca de lo que logramos comprender y
aprehender respecto de la realidad de la divinidad, tal como se nos manifiesta. Así llamar
a “Dios” “Dios” es un, obligadamente, reducirlo a la categoría de “dios”.

En cambio lo divino, tanto en su textura lingüística como en la percepción ontológica,


nunca quedará absorbida por el concepto, ni se verá limitada en una determinada
concepción histórica. Siempre Dios podrá ser, en la visión de Dios como la concreción de
lo divino en sí, y no en la percepción de lo divino en el hombre, Dios.

¿QUÉ DECIMOS CUANDO DECIMOS “DIOS”?

Establecidas ya las diferencias conceptuales entre el término “dios” y la realidad “Dios” en


cuanto a lo divino, podemos usar en propiedad el término “Dios”, pero de inmediato
tenemos que aceptar, como una triste constatación, que cuando hablamos de “Dios”, sólo
estamos aludiendo al concepto (pobre, limitado, humano) de “dios”.

¿Qué decimos cuando decimos “Dios”?. En la cultura occidental usamos el concepto


“Dios” para aludir a una realidad personal que supera las posibilidades del hombre y que,
2
Similar a esto podemos ver el pensamiento en Hegel, citado por Casalle Rolle, ver CASALE ROLLE, Carlos.
Wolfhart Pannenberg y el reto de la Modernidad: Pensar a Dios y al hombre desde la mediación. Teol. vida, 2006, vol.47,
no.1, p.5-46.
en un trato singular entre ritualismo e interioridad, se manifiesta amablemente al hombre
en la totalidad de las notas positivas. La cualidad de realidad personal de Dios es
precisamente lo que marca la diferencia entre las concepciones anteriores de lo divino y la
actual concepción. En los tiempos más remotos hablar de “Dios” era casi prohibido. La
visión de Dios causaba temor y espanto, era el terrible, el “kabod” que en su plenitud
anulaba en su totalidad al hombre, al punto de hacerlo merecedor de la muerte 3, luego la
visión de Dios es fuente de beatitud, tanto que el objeto de la vida era la vissio Dei, “tu
rostro buscaré Señor”4. Luego, en Jesús de Nazareth, Dios se hace cercano, el Padre, el
que tiene una relación de parentesco con el hombre. En la época de los primeros cristianos
es el que espera, el que aguarda en su morada celestial más allá de las limitaciones
humanas5.

En la época de la edad media Dios se confunde con lo mágico, y, mientras en un nivel más
culto Dios se transforma en el Pantocrator (el dios hierático que vigila y domina el todo) a
niveles no cultos Dios es aún el dios de la tribu, el que acompaña al pueblo, el que
existiendo ayuda y acompaña en su magicismo. La época moderna le transforma en el
majestuoso, la época de las luces en el antagonista por absorción de la capacidad del
hombre, la época del desarrollo industrial en el calmante de la angustia del hombre desde
su insensibilidad, el existencialismo lo transforma en el problema, la angustia, la duda, la
aporía, la espina en el alma. Nuestra época, el Dios siempre nuevo, siempre libre,
siempre Dios, administrado en algunas épocas de manera no muy feliz por sus ministros,
pero en constante búsqueda de nuevas recepciones.

Visiones históricas, algunas más felices que otras, algunas más completas que otras, pero
todas, sin excepción, insuficientes para dar cuenta de una realidad que, en su concepción
desde el hombre, es mayor que el mismo hombre que lo piense.

Esto último constituye una aporía. El hombre puede imaginar lo infinito, puede vislumbrar
las dimensiones de su limitación, pero no puede crear algo mayor a sí mismo. De ser Dios
una invención tendríamos la invención más maravillosa que se podría imaginar, algo
mayor a su creador. Una creación que supera al creador. Dios no puede ser creado por el
hombre como idea, ya que de haber sido así la creación ha superado con creces todo el
esfuerzo humano.

Ahora, más allá de las pruebas ontológicas de Dios6, y más allá de las mismas pruebas
cosmológicas de Dios7, debemos reconocer que la visión de Dios como es aceptada en la
actualidad no da cuenta de la totalidad de concepciones humanas que buscan su referencia a
lo divino: El Dios personal pierde (paradojalmente) presencia frente al Dios cósmico. La
3
Así, desde el libro del Génesis, en el encuentro entre el Angel y Jacob, en adelante. Cfr. Gn. 32, 4 ss.
4
Cfr. Salmo13
5
Cfr. Libro del Apocalipsis, particularmente desde el capítulo 13 en adelante.
6
Clásicamente referida al capítulo 15 del Proslogion de San Anselmo de Canterbury: “Así pues, Señor, no
sólo eres algo mayor que lo cual nada podemos pensar, sino que eres algo mayor que lo que podemos pensar.
Y dado que somos capaces de pensar que existe algo así, si tú no eres eso mismo, podríamos pensar algo
mayor que tú, lo cual es imposible”
7
La más importante de estas es la citada desde Santo Tomás de Aquino. Cfr. AQUINO ST. T., Summa
theologica, 1 q.2. hasta la q. 6
visión cristiana de Dios, la más difundida en el mundo occidental, habla de un Dios
personal, que es persona y se comunica a personas por medio de canales renovados, según
las cualidades y posibilidades de los receptores del mensaje. ¿Es suficiente una visión
personal de Dios? ¿Da cuenta del hombre actual?. La visión que tenemos en la actualidad
de Dios es una condición de posibilidad para conocer al hombre (el hombre es “Habla
comunicativa”8), esto si consideramos al hombre como posibilidad de comunicación, como
necesidad de ser en el otro (¿simple alteridad?). El ser humano no puede constituírse en
base a ideas ya dadas. El ser humano no es idea fija ni verdad descubierta, es misterio, y
como misterio necesita nueva profundidad. ¿Un Dios personal para un hombre persona?.
Sí, pero no es suficiente.

Cuando decimos Dios hablamos de lo que no conocemos, intuimos, vislumbramos y


anhelamos, pero no abarcamos. Ya sea por origen, o por extensión, Dios está más allá del
hombre. Ya sea porque el hombre lo ubicó ahí, como por si el hombre lo descubrió ahí,
Dios es Meta-humano. Es lo que trasciende al mismo hombre.

¿Qué Dios para qué hombre?. Necesitamos hablar del hombre.

LO HUMANO COMO EL MISTERIO POR EXCELENCIA.

Un hombre es el hombre, es la totalidad de la humanidad reunida en su esencia,


especificada en determinaciones variadas según las condiciones históricas en las cuales éste
se llega a desarrollar. Es el que da origen a la concepción de Dios, tanto del dios en cuanto
a producto como de la divinidad en cuanto a conciencia real de su existencia. Ciertamente
la Teología, tanto católica como protestante, ubican al hombre respecto de Dios como aquél
que responde a una primera palabra pronunciada por Dios. Dios sería una respuesta a Dios,
con lo que Dios sería el anterior.

Si aceptamos la limitación del hombre, y tratamos de mirar a Dios desde el hombre, Dios se
origina en el hombre, por concepción y conciencia, siendo anterior a él, el hombre requiere
de un acto conciente originario y primario de El. Dios es el anterior, pero el hombre le da
consistencia lógica a esta anterioridad.

El hombre origina el misterio. Y al mismo tiempo es él para el hombre un misterio. Cuando


un hombre es el hombre en su totalidad necesitamos despejar al hombre de las
individuaciones que nos impiden ver con claridad. ¿Qué es el hombre en último término?
Un misterio, personal pero más que eso. El hombre es un misterio cósmico.

El hombre es un misterio cósmico porque la suma de sus posibilidades le ubica en plenitud


de conocimiento del todo. El hombre es así el que es, en cuanto que aparece como
fenómeno ante otros. El hombre es el hombre ante otros. Otros que le buscan, otros que le
requieren y exigen, otros que le simplifican. El hombre es el otro manifestado en su
plenitud

8
Tal como lo ha difundido en sus clases en el Seminario Pontificio Mayor de Santiago el P. Anibal Edwards.
Testimonio de sus ideas principales en Revista MENSAJE, Enero de 2002.
El hombre así no es el que hace, el hombre no es el que produce, el hombre no es el que
crea, el hombre es el otro, la condición de posibilidad de mi propio ser que en su novedad
puede ser descubierto y advertido como aquello que habla más propiamente de mí que mí
mismo. El hombre es el que es. Y como el que es manifiesta también al todo. El todo, el
todo cósmico, encuentra su correlato perfecto en cada hombre. El cosmos es manifiesto en
el hombre. El hombre es más que un microcosmos, es el cosmos como misterio
manifestado.

Abrir los ojos hacia el todo, hacia el infinito, guardar silencio y contemplar,
compenetrarse con el todo. Sentir la presencia de lo inabarcable, descubrirse en un
atardecer, descubrirse en la profundidad de una puesta de sol, descubrirse en una noche
plena de estrellas. Descubrirse y no solo contemplar desde fuera, descubrirse y darse
cuenta que en el propio corazón, en el propio respirar, en el movimiento oculto de la
sangre, late la creación en su plenitud, y sentir esa mutua conexión, y sentir que la
creación entera es cercana a nosotros porque somos parte de toda ella. Somos parte de toda
la creación. El todo en uno reunido. Un latido universal en el hombre

A este hombre ya no le acomodan las categorías limitadas de “el que hace”, ni “el que
existe”, este hombre es más que eso, se descubre como más que eso. Limitarlo a eso es
poner fronteras en el corazón humano que no son justas para el hombre. En el que hace y
existe se manifiesta la esencia de su ser, pero se manifiesta, no se agota. El hombre es el
que es. Tal como Dios es el que es. El hombre es el que es.

RELACIÓN DE MUTUA INCLUSIÓN.

El hombre da origen para el hombre a Dios, lo descubre, lo protege, lo manifesta, lo


proclama. El hombre es el creador de una idea de dios, y ayuda a que el hombre pueda
encontrarse con Dios, encuentro que se hace las más de las veces como un ciego buscando
un recuerdo que jamás tuvo. Está la intuición, está el deseo, está la oscura certeza de su
existencia, jamás la claridad de su presencia. El hombre encuentra al dios, pero no abarca
a Dios. Encontrar a Dios es fundirse en dimensiones superior a sí mismo. La sal en el agua.
La sal no puede abandonar el agua, el agua sí puede expulsar a la sal.

¿De dónde comienza la idea de Dios? Sólo del hombre es insuficiente, necesitamos un
correlato externo, algo que sea distinto del hombre pero que comparta la condición del
hombre en cuanto capacidad de comprender. No podemos afirmar que solamente del
hombre porque afirmar esto sería limitar a Dios a la categoría de creación intelectual,
limitada, sujeta, asumida. Una idea genial, pero sólo una idea, y la cualidad de la idea de
Dios es demasiado superior en su alcance al mismo hombre. No podemos afirmar que solo
del hombre, pero sí inexcusablemente del hombre. Sin el hombre Dios no puede ser
conocido para el hombre, porque en su origen el hombre está en Dios. Se podría afirmar,
con el riesgo de volver a lesionar el pensamiento más sensible de otros, que Dios existe
para el hombre, y existe por el hombre. El ser de Dios sigue incuestionable, pero su
existencia, la irrupción de Dios en las fronteras espacio-temporales, sujetándose así al
riesgo de su simple intelección, su mostrarse y ser evidente, es para el hombre. Dios
existe por hombre. Dios, desde el hombre, encuentra en el hombre su fin. El hombre como
causa final. ¡¡El hombre como causa final de Dios!!.
Ubicarse desde el hombre para mirar a Dios lleva a muchos riesgos, pero es al hombre al
que buscamos, al que queremos descubrir desde una imagen renovada de Dios, una nueva
imagen del dios. Caemos en muchos riesgos, llegamos al borde, a la frontera. Delicado
equilibrio. No negar a Dios, pero sí renovar al dios del hombre. Al dios creado por el
hombre.

El hombre es el cosmos manifestado, y Dios es parte del todo (supera al todo, pero
también es parte de él), y el hombre tiene en sí la parte contenida de Dios manifestado, en
cuanto a cosmos que lo abarca. Dios en el hombre y el hombre en Dios, no sólo por una
mutua relación mística (Origenes, la divinización del hombre), ni solo por una mutua
inclusión (un ser en el otro, perijorésis) sino también por una necesidad lógica, desde el
hombre hemos afirmado que Dios “es para el hombre”, y desde el dios afirmamos que el
hombre “es para Dios”, cada una de estas afirmaciones exige y reclama al otro. Hablar del
hombre es hablar de Dios. Solo el hombre en solo Dios. Solo Dios en el solo hombre, que
es un hombre, que es todo el hombre. Dios exige presencia en el hombre.

UN DIOS CÓSMICO

Renunciar al Dios personal. Porque un Dios personal no es suficiente para un


hombre que siendo persona no es sólo persona. Un Dios personal para personas, un Dios
cósmico para hombres cósmicos, en perfecto correlato con el dato revelado, en consonancia
con el débil equilibrio entre el no saber y no poder saber. Un hombre que se manifiesta
como la totalidad revelada, pero velada, desvelada, re-velada. El hombre es revelación de
Dios.

Las implicancias de un Dios cósmico no son menores. No podemos negar que la


cualidad de persona en Dios, asumiendo el dato revelado en Jesucristo (válido para gran
parte de la humanidad), aporta una concepción renovada del dios. Le da la característica
de cercano, de compañero, de amigo. Compañero, el que parte el pan conmigo, tal como
el dios que se queda en el pan. Dios conmigo. Pero esta concepción tan humana exige
formas humanas de transmitirse, de mostrarse, estructuras humanas de ser. Un Dios que
no solo está sujeto a las fronteras de la manifestación antropomorfa (es un dios que ha
superado las recreaciones de los griegos, que les hacían parte a sus expresiones de la
divinidad de todas sus tragedias y miserias humanas. Los griegos hacen a sus dioses tan
imperfectos en ocasiones que parecen realmente vidas sublimadas, la divinidad como un
personaje catártico), sino un Dios que efectivamente tiene forma humana, pero que se
ritualiza, como todo en el hombre.

Recordar a Dios, actualizar la presencia de Dios, renovar a Dios en el tiempo exige


ritualidad. Y Dios queda reducido al dios del rito, al dios manifiesto en la reiteración de tal
o cual acción. Un dios humano que como humano se repite y renueva. Re. Otra vez. Y el
rito es para el hombre, el rito no es para Dios, la acción ritual-cúltica, no aporta
absolutamente nada al ser de Dios, podrá calmar ansias de una divinidad, o podrá ser
respuesta para las necesidades de un dios, pero no aportan absolutamente nada al ser de
Dios. Dios no necesita el rito. El rito es para el hombre porque necesita confirmar su
creencia por medio de la reiteración de la acción, reiteración consistente, mística, perpetua,
volver a colocar la acción en el tiempo. Pero el rito sigue sin ser para Dios.

Porque la divinidad no necesita ser definida por el hombre. Esta es necesidad del dios del
hombre ritual. Y esta estructura del acercamiento a Dios, que ha buscado y establecido
estructuras a lo largo del tiempo, ya se hace insuficiente. Los primeros cristianos tenían
mucho de celebrativos, de espirituales, y poco de rituales. La vida de las primeras
comunidades cristianas no era tanto estructura como comunión. Era el vivir la vida en
común. El pan se partía en todas partes en común, pero no en todas partes de la misma
forma. La fe se vivía en todas partes en común, pero no en todas partes de la misma forma.
Hasta que el riesgo de perderse fue más fuerte que el confiar, y se estableció la estructura.
Y el rito de la Eucaristía llegó a identificarse con la Eucaristía misma, y el Dogma creyente
llegó a identificarse con la Fe en sí. Y se perdió su cualidad de vehículo y sostén, para
pasar a ser el todo.

Hoy en día el rito se vive más como sujeción, como retención en el hombre. Porque la
misma estructura de la vida, reducida al hacer, es rito. El movimiento reiterativo, el
fordismo, en la producción ya no es suficiente. El hombre se revela contra la estructura
clásica del hacer para ser más que hacer, o para hacer mejor. Y todo lo que se descubre
manifestado en el hacer, en el rito, pierde peso y consistencia frente al hombre que busca
ser. Un dios para del hombre ritual queda desfasado, porque el hombre ya no es solo rito.
Es creación nueva y permanente.

El dios del rito ya no es suficiente, el dios del dogma ya no responde a la inquietud del
hombre. Dios ya no es suficientemente manifestado como “el dios” bajo las características
de lo ritual. Un Dios semper maior, un dios nuevo. Lo sólo personal, lo solo ritual, pierde
sentido y consistencia ante un hombre que es más que eso. Un dios cósmico, ubicado en
las fronteras del todo, incluso superando al todo. Elevado sobre las limitaciones del todo.
Ese dios responde al hombre con propiedad, porque el hombre abre sus brazos y siente latir
el universo en su interior. Un dios cósmico, un dios de estrellas y planetas, galaxias,
nebulosas, hoyos de gusano y espacios de vacío. Un dios novedad, un dios que no
necesariamente se comunique en el lenguaje humano, pero sí un dios que se manifieste al
ser humano. Un dios por descubrir en mi todo, un dios en mí y sobre mí, traspasándome
no sólo por omnipresencia, porque no es propiamente omnipresente. Un dios simple (y
sorprendentemente) presente.

Un dios cósmico hace más sentido al hombre de hoy. No sujeto tanto al rito, sino
descubierto en el ser. El hombre de hoy no cree porque realice el rito. El rito le vehiculiza
en su sentir, pero el hombre de hoy cree por la experiencia, y la experiencia es el sentir,
comprender, advertir, hacerse testimonio viviente. Ser no sólo testigo, sino protagonista
de la realidad. El tiempo moderno no es el tiempo del antropocentrismo, es el tiempo del
individuocentrismo, y el individuo quiere sentir, saber, experimentar, tocar lo fantástico
para saber qué cualidad tiene. Un dios sólo personal no es la respuesta definitiva a la
aspiración del hombre que busca ser el protagonista. El dios puede dar paso a un nuevo
dios revelado en la plenitud del todo, en donde el hombre se descubra, y al descubrirse
descubra a Dios. Al verdadero Dios “sin límites”.
EL HOMBRE ANTE DIOS

Ante este dios, ¿qué hombre se descubre?, ¿qué hombre exige a este dios? ¿Quién es el
hombre? Hemos dicho más arriba que el hombre es el que es. El que se manifiesta en su
existencia, pero que no se agota en ella. Es, propiamente es. Este ser revela al hombre
descubierto ante el dios. El hombre exige un nuevo dios, más allá del acceso desde el rito,
porque el hombre no desea ser limitado en ninguna estructura. El hombre es así un perpetuo
descubrirse, un pensamiento débil (Vattimo), un no afirmar porque cualquiera cosa que se
afirme debilita la realidad. Un silencio, un misterio.

El hombre es, este ser hace que se descubra siempre nuevo, siempre en constante
búsqueda. Y sus individuaciones particulares son esto, un constante descubrirse,
descubrirse que se hace patente en algunos campos por excelencia. El campo de las
opciones, el campo de las relaciones, y su interioridad.

EL HOMBRE ANTE SUS OPCIONES

El hombre es libre de sí. No solo es libre en sí, sino que es libre de sí. El hombre se
manifiesta como el no sujeto a nada. El libre incluso de las categorías que constantemente
va creando para sí mismo, y por lo mismo no se exige coherencia. Las convicciones
escasean en el hombre de hoy. Ya no hay ideas concebidas y resguardadas como un tesoro
a lo largo de los años, estas convicciones, sometidas a la constante revisión de la
experiencia, se van descartando, y no siempre renovándose por otras. Lo desechable afecta
también a las ideas mayores, y caen, no por su ya uso, sino por su inconveniencia al nuevo
tiempo. Y al final quedan solo unas pocas convicciones, escasas concepciones firmes,
duras, resguardadas en el corazón humano, que no han sido sometidas al filtro de la
incertidumbre, pero que en cualquier momento pueden caer, porque el hombre a nada está
sujeto.

Como a nada está sujeto no se exige coherencia. Porque no hay nada ante lo cual medirse,
porque el hombre es el sin-medida. No “la medida de todas las cosas”, sino el sin medida,
el no sujeto, el no domesticado, el no limitado. Puede acoger la idea que le parezca más
justa y luego desdecirse sin mayor dificultad, porque los tiempos cambian, porque las
condiciones parecieron diferentes, porque el alma humana no tiene firmeza en nada. No es
coherente, porque a sí mismo no se exige en coherencia, ya que no hay nada contra lo cual
contrarrestar.

Esta libertad de sí lo va disgregando a lo largo de los años, y va construyendo una vida


hecha de retazos de vida, que se hace interesante mientras más experiencia de lo diverso
acumule, mientras más y mejor pretenda abarcar el universo en sus manos. Nada es
perpetuo, el proyecto de vida es el proyecto a corto plazo, el compromiso adquirido es
hasta que las circunstancias cambien, la consagración a un trabajo o a una vocación es
hasta que siga teniendo sentido. Y el sentido no lo dan las cosas, sino que el hombre le da
sentido.

El hombre busca el sentido de las cosas (Frankl), pero antes de descubrirlo lo crea, y le
atribuye el sentido que desea, el hombre determina su realidad, y las cosas carecen de
sentido en sí, y vuelve a ser la referencia al hombre, porque sólo tienen sentido en mí. El
sentido del todo es en cuanto es sentido del todo para mí, para el individuo, para uno que
sea todos. Y como el hombre le da sentido a las cosas el hombre puede cambiar ese
sentido. No obstante no podemos decir que el hombre sea arbitrario, no podemos decir que
el hombre en el hoy sea caprichoso. El hombre no es arbitrario, porque hay un criterio,
quizás el único, que se mantiene ineludiblemente. El hombre es su propio criterio. Y, ante
sus opciones, el hombre opta por sí mismo, incluso cuando parece ser generoso para otros

La paradoja de la solidaridad es que no es plenamente alteridad, el hombre solidario opta


por sí mismo manifestado en el otro. No hace “lo que no le gustaría que le hicieran a él”,
hace “lo que quisiera que le hicieran”, se descubre en el otro y opta por el otro porque
antes optó por él mismo9. El egoísmo que movía la economía (Smith) es realidad vital. El
hombre se busca incesantemente. Llegar a ser lo que queremos ser.

El imperio del yo. Del “ego”.

La vivencia de la sexualidad es otro campo en donde se vivencia esta realidad. La


sexualidad ya no se determina por lo dado (lo genital), sino que se determina según lo que
cada uno desea. Y se buscan formas de superar la limitación de la especificación genital, y
la dualidad “macho-hembra” es superado por la dualidad “tú y yo”, que al final termina
siendo un difuso “yo y yo” compartido por otro “yo en yo”. Las personas se relacionan, se
vinculan y se comparten, pero no se encuentran. Se alimentan el uno del otro, pero en
muchas ocasiones no alimentan el uno al otro. Puede ser que la dualidad macho-hembra
sea muy primitiva como para dogmatizarla, pero dogmatizar la indeterminación es caer en
el mismo error. Pensamiento riguroso que de tan libre termina endureciéndose, y acabando
con la búsqueda sin encontrar solución.

LAS RELACIONES

El hombre solo busca su libertad, y se encuentra para buscarse en el otro, y en el otro


descubre su identidad, y esto lo desarma. La sociedad de las comunicaciones ha facilitado
este proceso. El hombre se busca en la vida como se busca una palabra en Internet, y cada
hombre se prepara con un breve resumen de su contenido, breve resumen que da sentido
según quién consulte por nosotros. Si buscan vida, somos un poco de vida, si buscan
diversión nos adecuamos a la diversión, sin buscan profundidad hay dos o tres frases que de
entrada dan cuenta de esto. El hombre es constante oferta porque necesita buscar y ser
encontrado, pero esta búsqueda se debe hacer contra reloj, contra el tiempo, la oferta es
muy amplia para detenerse a contemplar. La sociedad se ha configurado como un lugar de
encuentros y despedidas, como un collage de rostros y personas, y partes de personas. El
llanto de uno, la alegría de otros, lugares sociales inmensos pero mesas pequeñas, en
donde no quepan muchos. En el mejor de los casos sólo dos.

9
Qué gran distancia hay entre el hombre solidario y Jesús de Nazareth. Jesús no hizo lo que hubiera querido
que le hicieran a El, porque nada de lo que El hizo otro hubiera podido hacerlo. Hizo lo que el otro necesitaba
que le hicieran. Supera la solidaridad vista simplemente y pasa a la alteridad pura. Ser en el otro, y no en sí.
Se ha creado un entramado de relaciones fugaces que hacen que el hombre se descubra en
partes de otros hombres. El rostro ya no es mirado 10. El rostro ya no es el encuentro con el
otro. El rostro no es abarcado. El otro es mi reflejo, y descubro profundamente al otro
cuando miro al otro, y advierto en el reflejo de sus ojos mis ojos (Sordo) y esto desarma al
hombre, porque tanto tiempo sin verse y descubrirse en el otro es abrumador. Tanto
tiempo eludiéndose, evadiéndose, escabulléndose para no ser, para no sentir, para no estar
conciente. Haciendo, sólo haciendo, no siendo. Sólo haciendo. Que cuando logra verse,
cuando es obligado a verse, cuando se sorprende al verse, descubre lo que no quería ver.
Su grandeza y su miseria. Su ser. Y esto es abrumador. El hombre es superado. Y la
experiencia es tan fuerte que no la puede soportar, y evita mirar, y esquiva al mismo
hombre. Y se necesita, y se requiere, y se exige estar ahí, pero no puede. Va da hombre en
hombre buscándose, temiendo volver a encontrarse. El hombre marcha en muchos
hombres desorientado, temeroso, evadido de sí. Escabullido. Huye el hombre del
hombre.

Las relaciones del hombre son un buscarse, pero con miedo a encontrarse.

Así, en muchos, la soledad no es opción. Es tragedia. Y se vive solo, y se muere solo. La


soledad no como el encontrarse, sino como el jamás haber sido capaz de detenerse cuando
logra encontrarse.

SU INTERIORIDAD

¿Qué hay en el corazón del hombre? ¿Qué en su interior?. El hombre que busca eludirse y
evadirse, y que rehúye encontrarse en el otro descubre la soledad como tragedia. La
soledad no es el lugar del encuentro consigo mismo (el lugar del encuentro sigue
ubicándolo en el otro) La soledad es el lugar del abandono, de la nada, y la nada es la
anomía existente en el ser humano. La soledad es el lugar de la muerte. El hombre se
apacigua con el cosmos contemplado y percibido en sí, pero no se apacigua consigo
mismo. El hombre es la tormenta y la calma luego de ella. Es la mezcla inicial, el caos
primordial, la serena armonía, la organización, el orden y el caos.

Lo más propio del hombre, lo más interior a él, son las fronteras más lejanas del universo.
Podrá no encontrarse en su corazón, pero se encuentra en sus sueños y aspiraciones de
infinito. El hombre marcha con un corazón vacío de yo, pero lleno de un ego ubicado en el
infinito. Se advierte como el todo y el todo le exige y reclama. En el interior del hombre
marcha un Universo. Entrar en el corazón del otro es absorverse en el propio corazón. El
corazón del hombre está vedado para todos, menos para uno, el más similar a mí, que de
tan similar no se me asemeja, pero me revela. El otro me revela porque en el otro me
encuentro, y encuentro lo que realmente hay en mi interior, el cosmos latente en mi pecho.

El interior del hombre es la riqueza del todo, por eso el hombre no descansa, porque el
cosmos no descansa. El hombre permanece inquieto, quiere ser, busca ser, anhela ser, y
marcha incompleto. Es. Es, el universo Es, y el hombre Es. Y el sólo hacer pareciera

10
Emmanuel Lévinas, citado por Rodrigo Castro Orellana en CASTRO O, R., Lévinas y el humanismo del
rostro. En http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2095845&orden=80271&info=link.
darle sentido, o apariencia de ser. Pero exige más, y no se conforma con el sólo hacer. El
hombre busca auténticamente ser. En su interior late este deseo. Quiere ser. Y los
instantes de quietud, las horas de solitaria compañía de sí mismo, los momentos de
reflexión e interiorización acaricia el deseo del ser. Este deseo da sentido a sus oraciones
y plegarias, da sentido a sus obras artísticas, a su música y a su literatura, da sentido a sus
relaciones y a sus estructuras. A sus palabras, a sus canciones, a sus poemas. Este deseo
del ser da sentido a su vida, porque quiere la llave, la clave, la precisa combinación que
abra su alma y le permita integrarse al todo y se diluya siendo en el todo. Ser.

Esto es el hombre: el todo patente. El deseo de ser. El solo y uno en todos. El todo
presente.

¿QUÉ DECIMOS CUANDO DECIMOS “HOMBRE”?

Las palabras no tienen peso ontológico, más que en la atribución que correcta o
incorrectamente ejercen. Las palabras no determinan al ser, pero sí lo vehiculizan, a veces
incompletamente, guiándonos a un descubrimiento más adecuado del concepto contenido.
La palabra hombre nomina una realidad que, al igual como ocurre con la palabra “dios”,
no agota la realidad a la que alude. Pero no hay otro concepto que se le iguale. El hombre
es una realidad más compleja que el mismo hombre. Es una realidad que, por la similitud
que hay entre lo dicho y lo contenido, pareciera agotarse en la sola palabra, en la sola
mención, cuando la mención del hombre nos abre las puertas a las fronteras del misterio.

El hombre es un misterio, nominarlo es aludir al misterio, es invitar a entrar en comunión


con él. Es hacer el ejercicio de abstraerse de la propia realidad (porque al hombre lo piensa
el hombre) y mirar desde fuera de lo real. El hombre podría caer en el riesgo de verse
como lo irreal, como la fantasía del ser, pero más bien tenemos en el hombre al que no deja
jamás de ser, a la realidad misma que habla de sí, o más bien como lo absolutamente
conciente, porque sólo el que sabe quién y qué es puede nominarse correctamente siendo.
El hombre que habla del hombre debe hacerlo sabiéndose misterio, porque el hombre es un
misterio manifestado. Es el fenómeno del ser. El fenómeno del siendo, el fenómeno de lo
existente. Lo manifiesto.

Cuando decimos hombre estamos empobreciendo al mismo hombre, lo estamos reduciendo.


Porque nuestro tiempo prefiere el nominar, prefiere el definir, prefiere primero establecer
los márgenes que no podrá traspasar. Y nomina en su afán de dominar. Y nomina al hombre.
Ya antes creó un dios que hablara, aunque imperfectamente de Dios, ahora nomina al
hombre, y el concepto habla imperfectamente de la realidad del hombre.

¿Qué es el hombre? Podemos responder qué es el hombre si aceptamos que el hombre es lo


fuera de mí que siendo propiamente mío se ha hecho un objeto, algo manejable, algo
dominado, algo que puede encontrar un espacio en mi razón y a lo cual le puedo exigir ser
lo que he definido que es, pero no más, algo que no puede superar las fronteras de su
propia definición. Un qué, un algo, un objeto, algo que está bajo mí, que permanece a mí
dominado. Un algo que puede ser herramienta, un algo a lo cual puedo fijar límites. Un
algo extensión de mí mismo, y que llega a ser lo que deseo que sea. El algo para mí. El
hombre en cuanto el útil. Cuando pregunto qué es el hombre, y cuando acepto cualquier
respuesta, estoy aceptando que el hombre es lo manipulable, maleable, transformable
según mis deseos. El hombre es lo a mí sujeto. El hombre respondido desde el qué es la
más clara oposición a la voluntad de ser que hay en el hombre hoy. El hombre desea
establecerse como el que no tiene límites, como el sin límites, pero el hombre, para el
hombre, es el limitado, el que está marginado. El que necesita una frontera. El hombre
deshumaniza al hombre.

Cuando decimos hombre, cuando preguntamos sobre qué es el hombre, estamos exigiendo
la respuesta al no ser. El hombre deja de ser lo que es para encerrarse en las fronteras de la
definición. La realidad no es abarcada en ningún concepto, pero es en el concepto hombre
en donde este no abarcar alcanza su expresión más triste y más limitada tanto intelectual
como existencialmente. El concepto hombre, pronunciado por el hombre, limita tanto a
quien lo enuncia como a quien reclama su presencia. Nominar al hombre es negar el
misterio.

El problema se establece de esta forma en ser capaces de acceder al misterio. No nominar,


ni definir, no ensuciar la pureza del misterio. Hacerse parte de él para resolver su interior.
El misterio en sí no busca ser resuelto, no busca arrojar una respuesta, ni dar como salida
final un contenido absoluto. El misterio llama a hacerse parte de él, porque el misterio es
lo que es en cuanto a invitación para el ser, y llama a integrarse en su ser para poder
comprender (y no abarcar) su interior. El misterio es lo contemplado en silencio, lo que
por su simpleza deja absorto al que se ubica frente a el.

¿Se puede contemplar en el hombre puro el misterio? Hemos establecido más arriba que el
hombre ha cambiado su mirada acerca del hombre. Ya no mira a los ojos, ya no encuentra
en los ojos al otro. Mira al otro para descubrirse (y eludirse) a sí mismo. El hombre se
encuentra en el encuentro del otro como reflejo de sí mismo. Los ojos del hombre moderno
no son suficientes para contemplar el misterio, “corazón enceguecido” diría Esteban
Gumucio en su tiempo, parafraseando a esta fuente de espiritualidad para el hombre que
son lo salmos hebreos. Necesitamos ojos nuevos, un corazón nuevo.

Un dios cósmico es necesario para dar cuenta de Dios para el hombre que se abre más allá
de las fronteras del rito. Un corazón nuevo necesitamos para mirar a este hombre nuevo
descubierto en el misterio. Un corazón cósmico. El hombre, misterio cósmico.

UNA VERDAD INABARCABLE.

La realidad se nos presenta como lo inabarcable, como lo que, desde nuestros concientes
ojos humanos, no podremos agotar. La realidad nos supera y sin embargo nos esforzamos
por nominarla, y le atribuímos consistencia y plenitud ontológica a realidades mayores a
nosotros mismos. El mundo lo limitamos, y hasta identificamos, con lo que conocemos.
Balbucientes nominamos al mundo que se abre ante nosotros y se manifiesta. Es el
ejercicio del niño que advierte la realidad como lo fuera de sí, crea nombres, inventa
sonidos, llega a consenso con sus mayores, se convence de la realidad según lo que logra
abarcar. Es el entusiasmo balbuciente. El hombre es un permanente niño nominando
entusiasta la realidad, y una vez que ha concebido un concepto se esfuerza por darle
consistencia y profundidad, en un recorrido que jamás terminará.

El pensamiento de enciclopedia, la ansiedad del saber, el deseo de utilizar e


instrumentalizar. La necesidad permanente de objetivar la realidad para hacerlo algo
asible. Es el ansia de dominar. El hombre se mueve en las fronteras de la realidad creada
por el hombre. Y la realidad es lo que está más allá. El hombre limita su acceso al más allá.
El hombre, el que no acepta su límite, el que vive sin límites, es el límite para el hombre.
El hombre ante el misterio, ante lo inabarcable, debe callar. No para dejar de enunciar,
sino para evocar, con su silencio, la realidad mayor a lo que cualquiera pudiera pensar.

En el silencio el hombre es parte de una realidad latente en lo existente. El hombre,


existiendo, es más allá del simple fenómeno. El hombre, ante la contemplación del todo,
se sabe parte del todo, y es reclamado por el todo como lo propio, como lo que debe ser ahí.
Como lo que es ahí. El hombre, el ser ahí (dasein) está en sí para el hombre. El hombre
es el que estando en mí se descubre en el otro. En el otro universal, se descubre hombre en
el otro hombre, como un solo hombre, se descubre cósmos en el cosmos, como uno solo
con el cosmos. El hombre se descubre todo en el todo. En el silencio ante el todo. En la
mutua compenetración con el cosmos. Ser parte. Ser todo, parte del todo.

EL HOMBRE DESCUBIERTO ANTE DIOS

¿Qué es el hombre ante Dios?. No ante el dios, sino ante la divinidad jamás abarcable,
siempre superior, al Deus semper mayor. Quizás la reacción del hombre en la percepción
cósmica del ser no sea adecuadamente la sumisión, porque el hombre no es sumisión, o la
reacción no sea ya la eliminación de Dios (el Dios ha muerto no es ni siquiera un paso
psicológicamente necesario). Ni sumisión ni eliminación. Ni dejarse abrumar ni declarar
la muerte de Dios. La reacción del hombre en la dimensión del todo es ponerse de pie y
mirar en frente, y, a la misma altura de Dios, mirar a Dios, mirar en su profundidad.
Callarse, silenciarse. Ser frente a El, sabiendo que El también es. Ser el que se es ante
aquél que es sólo ser. Y ahí, de frente a Dios, mirar en sus ojos, en los ojos de la
inmensidad, y descubrirse, descubrirse reflejado en Dios, en el Dios.

Dios es la oportunidad única para que el hombre descubra su verdadero ser, porque Dios es
el inabarcable, y el hombre jamás podrá ser agotado en su totalidad. Desde el hombre Dios
es la única oportunidad para conocer al hombre. El misterio del hombre se descubre en su
realidad en el misterio de Dios.

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