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Los posos del café, cucharillas manchadas de espuma y sobres de azúcar vacíos,

arrugados. Las migajas de croissant sobre la mesa del oscuro café y las lágrimas
derramadas sobre las cimas colmadas de color. Un dolor que no se puede explicar y un
zumo de naranja a mitad beber. Calor. Dos manos que se encuentran pero dos miradas
que se huyen y buscan en cualquier detalle de la pared una escusa para esto, amor. Luz
occipital, las ocho de la mañana tras un viaje en metro, luz artificial. Se ven los amagos
de llanto truncados por el dolor que impide su expulsión y mira el reloj, han pasado
cinco minutos. Y pasan los minutos entre sorbos de café y zumo, entre reproches y
preguntas en el aire y dejan el regusto amargo en la boca como cuando bebes café sin
beberlo. Y se ve en sus miradas que se quieren pero no saben como hacerlo, no saben
hacer café, solo zumo. Y pasan los minutos, las miradas al móvil, los silencios y las
frases tontas y el ansia de pensar que todo volverá a ser como antes; bonito, lindo
tiempo entra por la ventana del establecimiento. Y el tiempo se acaba y todavía siguen
sobre las mesas las migajas de croissant y las lágrimas en los ojos, y los suspiros de
desasosiego, y los besos que se imagina que van a venir y la cuenta que no llega. Y miro
las tazas de café, arrugo una servilleta como intentando que todo lo malo se valla, como
si fuera su dolor. Y ríe y llora, y retiran los restos del desayuno de la mesa, se acerca el
final, el ticket sobre la mesa y los nervios exasperan. Recuerdo el viaje a Grecia, el café
helénico y miro las formas que los restos del café quedan el fondo de las blancas tazas.
Una nube, un pájaro o un corazón.

Se despiden con ese regusto amargo que te deja el café en la lengua, en el paladar; al
igual que la huella que el amor deja en el corazón. Tal vez a veces el amor se edulcore
con azúcar o sacarina; se componga de solo café o se le añada leche, nata o canela;
porque el café siempre es café.

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