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La balanza de los Balek

Heinrich Boll
EN LA tierra de mi abuelo, casi todo el mundo vivía del trabajo en las agramaderas. Desde
hacía cinco generaciones —generaciones pacientes y alegres que comían queso de cabra y
patatas, y de vez en cuando sacrificaban un conejo— respiraban el polvo de la agramiza y
dejaban que este los fuera matando poco a poco. Al anochecer hilaban y tejían, cantaban,
bebían té con menta y eran felices. Durante el día agramaban el lino con máquinas vetustas,
expuestos al polvo sin protección alguna, y también al calor que desprendían los hornos de
secar. En sus casas tenían una sola cama parecida a un armario, reservada a los padres, y los
niños dormían alrededor en bancos. Por la mañana flotaba en la estancia el olor a sopas; los
domingos había gachas, y las caritas de los niños se arrebolaban de alegría cuando en los días
de fiesta señalada el negro café de bellotas se teñía de claro, cada vez más claro, con la leche
que la madre vertía sonriente en los tazones.

Los padres salían al trabajo muy temprano y confiaban a los niños el cuidado del hogar;
ellos barrían y arreglaban la casa, fregaban los cacharros y pelaban patatas, preciosos frutos
amarillentos cuya fina monda tenían que presentar luego para desvanecer la posible sospecha
de despilfarro o ligereza.

Cuando los niños regresaban de la escuela tenían que ir al bosque a recoger setas o
hierbas, según la época: asperilla y tomillo, comino y menta, y también digital, y en verano,
después de cosechado el heno de sus míseras praderas, recogían las amapolas. Les daban un
penique por kilo, y en la ciudad los boticarios lo vendían a veinte peniques el kilo a las señoras
nerviosas. Lo más valioso eran las setas: les daban veinte peniques por kilo, y en las tiendas
de la ciudad se vendían a un marco veinte. Hasta lo más profundo y oscuro del bosque se
aventuraban los niños en otoño, cuando la humedad hace brotar las setas de la tierra, y casi
todas las familias tenían un lugar determinado donde recogían setas, lugar cuyo secreto se iba
transmitiendo de generación en generación.

Los bosques pertenecían a los Balek, y también las agramaderas; y los Balek tenían en
el pueblo de mi abuelo un castillo, y la esposa del cabeza de familia tenía junto a la despensa
un gabinete donde pesaban y se pagaban las setas, las hierbas y las amapolas. Encima de la
mesa estaba la gran balanza de los Balek, un artefacto antiguo y retorcido, Con adornos de
bronce dorado, ante el cual habían esperado ya los abuelos de mi abuelo con las cestitas de
setas y los cucuruchos de amapolas en sus sucias manos infantiles, observando con
impaciencia cuántas pesas echaba la señora Balek en el platillo hasta que el fiel de la balanza
se detenía exactamente sobre la raya negra, aquella estrecha línea de la justicia que cada año
había que trazar de nuevo. La señora Balek tomaba luego el libro del lomo de cuero pardo,
anotaba el peso y pagaba el dinero, en peniques o piezas de diez peniques y, muy raras veces,
de marco. Y cuando mi abuelo era niño había allí un tarro de vidrio con caramelos ácidos de los
que costaban un marco el kilo, y cuando la señora Balek, que gobernaba a la sazón el
gabinete, estaba de buen humor, metía la mano en aquel tarro y daba un caramelo a cada niño,
y los rostros de los pequeños enrojecían de alegría, como cuando su madre, en los días de
fiesta señalada, vertía leche en sus tazones, leche que teñía de claro el café, cada vez más
claro, hasta que adquiría el color rubio de las trenzas de las niñas.
Una de las leyes que los Balek habían impuesto al pueblo era que nadie podía tener
una balanza en casa. Esta ley era tan antigua que a nadie se le ocurría ya pensar cuándo y por
qué se había promulgado, pero había que respetarla, pues todo aquel que la infringía era
despedido de las agramaderas, y no se le aceptaban más setas, ni tomillo ni amapolas; y el
poder de los Balek era tal que en los pueblos vecinos tampoco había nadie que le diera trabajo,
ni nadie que le comprara las hierbas del bosque. Pero desde que los abuelos de mi abuelo eran
niños y recogían setas y las vendían para que fueran a condimentar los asados o los pasteles
de los ricos de Praga, a nadie se le había ocurrido desobedecer aquella ley: para la harina
había medidas de capacidad, los huevos se podían contar, el tejido se medía por varas, y por lo
demás la balanza de los Balek, antigua y con adornos de bronce dorado, no daba la impresión
de inexactitud; cinco generaciones habían confiado al negro fiel lo que con infantil fervor
recogían en el bosque.

Entre aquellas gentes pacíficas había ciertamente algunos que burlaban la ley,
cazadores furtivos que pretendían ganar en una sola noche más de lo que hubieran ganado
trabajando un mes en la fábrica de lino, pero a ninguno se le había ocurrido la idea de
comprarse una balanza o fabricársela él mismo. Mi abuelo fue el primero que tuvo la osadía de
poner en duda la honradez de los Balek, que vivían en el castillo, que tenían dos coches, que
pagaban siempre a un muchacho del pueblo los estudios de teología en el seminario de Praga,
a cuya casa iba el párroco cada miércoles a jugar a las cartas, a los que el comandante del
departamento, con el escudo imperial en el coche, visitaba por Año Nuevo, y a los que, a
principios de 1900, el propio emperador confirió un título de nobleza.

Mi abuelo era diligente y despabilado. Se internaba más en los bosques que los demás
niños de su estirpe, se aventuraba hasta la espesura donde, según la leyenda, vivía Bilgan, el
gigante que guarda el tesoro de los Balderer. Pero mi abuelo no temía a Bilgan: ya de niño se
adentraba hasta lo más profundo de la floresta; recogía muchísimas setas, y encontraba
incluso trufas, que la señora Balek pagaba a treinta peniques la libra. Mi abuelo anotaba todo lo
que vendía a los Balek en el reverso de una hoja de calendario: cada libra de setas, cada
gramo de tomillo, y con su letra infantil apuntaba al lado, a la derecha, lo que le habían pagado;
desde los siete años hasta los doce anotó hasta el último penique. Y cuando cumplió los doce,
el año 1900, los Balek, para celebrar que el emperador les había elevado a la nobleza,
regalaron a cada familia del pueblo mitad de cuarto de kilo de auténtico café, del que viene del
Brasil; también hubo cerveza y tabaco para los hombres, y en el castillo se celebró una
suntuosa fiesta. En la avenida de chopos que conduce de la verja al castillo se veían
muchísimos coches.

Pero el café se repartió el día antes de la fiesta, en el gabinete donde hacía casi cien
años estaba instalada la balanza de los Balek, que ahora se llamaban Balek von Bilgan porque,
según la leyenda, el gigante Bilgan había tenido un gran castillo en el lugar donde ahora se
alzan los edificios de los Balek.

Mi abuelo me contaba a menudo que al salir de la escuela fue a recoger el café de


cuatro familias: los Cech, los Weidler, los Vohla y el suyo propio, el de los Brücher. Era la tarde
de Nochevieja; había que adornar las casas y hacer pasteles, y no era cosa de prescindir de
cuatro muchachos para mandarlos al castillo a recoger mitad de cuarto de kilo de café.

Así pues, mi abuelo se sentó en el estrecho banquillo de madera del gabinete mientras
Gertrud, la criada, sacaba los cuatro paquetes de café. Entonces se fijó en la balanza, en cuyo
platillo izquierdo había quedado la pesa de medio kilo. La señora Balek von Bilgan estaba
ocupada con los preparativos de la fiesta. Y cuando Gertrud se disponía a meter la mano en el
tarro de vidrio de los caramelos para darle uno a mi abuelo, reparó en que estaba vacío: lo
llenaban una vez al año, y tenía capacidad para un kilo de los de un marco.

Gertrud se echó a reír y dijo:

—Espera, voy a buscar más.

Y mi abuelo, con los cuatro paquetes de octavo de kilo empaquetados y precintados en


fábrica, quedó solo ante la balanza, en la que alguien había dejado la pesa de medio kilo. Tomó
los cuatro paquetitos de café y los puso en el platillo vacío. El corazón empezó a latirle
aceleradamente cuando vio que el índice negro de la justicia permanecía a la izquierda de la
raya, el platillo con la pesa de medio kilo seguía abajo y el del medio kilo de café flotaba a una
altura considerable. El corazón le latía con más fuerza que si, apostado en el bosque detrás de
un matorral, hubiera esperado ver aparecer al gigante Bilgan. Rebuscó en el bolsillo y sacó
unos guijarros de los que siempre llevaba para disparar con la honda contra los gorriones que
picoteaban las coles de su madre. Tres, cuatro, cinco guijarros tuvo que colocar en el platillo de
los cuatro paquetes de café antes de que el de la pesa de medio kilo se elevara y el fiel coin
cidiera por fin con la raya negra. Mi abuelo retiró el café de la balanza y envolvió los cinco
guijarros en su pañuelo. Cuando Gertrud volvió con la gran bolsa de kilo llena de caramelos
que tendría que durar otro año para arrebolar de alegría las mejillas de los niños, y los vertió
ruidosamente en el tarro, el pálido muchacho permaneció plantado allí como si nada hubiera
ocurrido. Pero mi abuelo sólo aceptó tres paquetes de café, y Gertrud le miró con asombro y
temor cuando vio que tiraba el caramelo al suelo, lo pisoteaba y decía:

—Quiero hablar con la señora Balek.

—Balek von Bilgan, querrás decir —le corrigió Gertrud.

—Está bien, la señora Balek von Bilgan.

Gertrud se limitó a burlarse de él, y mi abuelo regresó al pueblo en medio de la


oscuridad, entregó el café de los Cech, los Weidler y los Vohla y dijo que todavía tenía que ir a
hablar con el párroco.

Pero salió con los cinco guijarros envueltos en el pañuelo. Habría de caminar mucho
para encontrar a alguien que tuviera una balanza, que pudiera tenerla sin infringir la antigua ley.
En los pueblos de Blaugau y Bernau sería inútil buscar, eso lo sabía; así pues, los atravesó, y
después de una caminata de dos horas llegó a la villa de Dielheim, donde vivía el boticario
Honig. De casa de Honig salía un olorcillo a buñuelos recién hechos, y cuando el boticario abrió
la puerta al aterido muchacho, el aliento ya le olía a ponche y tenía un cigarro húmedo entre los
delgados labios. Oprimió un instante las frías manos del muchacho y luego dijo:

—¿Qué pasa? ¿Está tu padre peor de los pulmones?

—No, no vengo a buscar medicinas; yo querría... —Mi abuelo abrió el pañuelo, sacó los
cinco guijarros, se los enseñó a Honig y prosiguió—: Querría que me pesara esto. —Examinó
asustado la cara de Honig, pero en vista de que no decía nada, no se enfadaba ni le
preguntaba nada, añadió—: Es lo que le falta a la justicia.

Y sólo entonces, al entrar en la casa caliente, se dio cuenta de que tenía los pies
empapados. La nieve se había filtrado por los viejos zapatos, y ahora se estaba fundiendo la
que le había caído de las ramas al atravesar el bosque. Estaba cansado y hambriento, y de
pronto se echó a llorar porque recordó la gran cantidad de setas, hierbas y flores pesadas con
la balanza a la que faltaba el peso de cinco guijarros para la justicia. Y cuando Honig,
sacudiendo la cabeza y con los cinco guijarros en la mano, llamó a su mujer, mi abuelo pensó
en la generación de sus padres, y en la de sus abuelos, y en todos aquellos que habían tenido
que pesar sus setas y sus flores en aquella balanza, y le embargó una gran ola de injusticia, y
su llanto se hizo desgarrador. Sin que nadie le invitara, se sentó en una silla de casa de Honig;
no hizo caso de los buñuelos y la taza de café caliente que le puso delante la buena y
regordeta señora Honig, y no cesó de llorar hasta que el propio Honig volvió de la tienda y,
haciendo sonar los guijarros en la palma de la mano, dijo en voz baja a su mujer:

—Cincuenta gramos exactamente.

Mi abuelo caminó las dos horas de regreso por el bosque, dejó que en su casa le
zurraran y guardó silencio; cuando le preguntaron por el café tampoco dijo una palabra. Se
pasó la noche echando cuentas en el trozo de papel en que tenía anotado todo lo que había
vendido a la señora Balek von Bilgan, y a medianoche, cuando se oyeron los disparos de
morterete del castillo, los gritos de júbilo de todo el pueblo y el ruido de las carracas, cuando la
familia se hubo abrazado y besado, mi abuelo dijo en medio del silencio que siguió al nuevo
año:
—Los Balek me deben dieciocho marcos y treinta y dos peniques.

Y volvió a pensar en todos los niños del pueblo, pensó en su hermano Fritz, que tantas
setas había recogido, en su hermana Ludmilla, pensó en los centenares de niños que habían
recogido para los Balek setas, hierbas y flores, y esta vez no lloró, sino que contó a sus padres
y a sus hermanos lo que había descubierto.

Cuando el día de Año Nuevo los Balek von Bilgan fueron a misa mayor con sus nuevas
armas —un gigante sentado al pie de un abeto— campeando ya en su coche sobre un fondo
azur y gualdo, comprobaron que la gente les miraba de hito en hito con expresión dura y la cara
pálida. Habían esperado ver al pueblo lleno de guirnaldas, una alborada, vivas y aclamaciones,
pero el pueblo estaba como muerto cuando lo atravesaron en su coche; en la iglesia, los
pálidos rostros de la gente se volvieron hacia ellos con expresión hostil, y cuando el párroco
subió al pulpito para pronunciar el sermón, sintió el frío de aquellas caras hasta entonces tan
apacibles.

Llegó al final de su plática con grandes apuros y volvió al altar bañado en sudor. Y
cuando los Balek von Bilgan salían de la iglesia después de la misa, pasaron entre dos filas de
rostros mudos y pálidos. Pero la joven señora Balek von Bilgan se detuvo delante, junto a los
bancos reservados a los niños, buscó la cara de mi abuelo, el pequeño y pálido Franz Brücher,
y le preguntó allí mismo, en la iglesia:

—¿Por qué no te llevaste el café para tu madre?

Y mi abuelo se levantó y repuso:

—Porque todavía me debe usted tanto dinero como cuestan cinco kilos de café. —
Sacó los cinco guijarros del bolsillo, se los mostró a la joven dama y añadió—: Todo esto,
cincuenta gramos, es lo que falta a su justicia en cada medio kilo.

Y antes de que la señora Balek von Bilgan pudiera replicar, los hombres y mujeres que
llenaban la iglesia entonaron el himno: «Fue la justicia de la Tierra, oh Señor, quien te dio
muerte...»

Mientras los Balek estaban en la iglesia, Wilhelm Vohla, el cazador furtivo, entró en el
gabinete, robó la balanza y aquel libro tan gordo, encuadernado en piel, en el que estaban
anotados cada kilo de setas, cada kilo de amapolas, todo cuanto los Balek habían comprado en
el pueblo. Y el día de Año Nuevo los hombres del pueblo se pasaron toda la tarde haciendo
cuentas en casa de mis bisabuelos; calcularon la décima parte de todo lo que les habían
comprado... Pero cuando ya habían contado muchos miles de táleros y aún no habían
terminado, llegaron los gendarmes del comandante del distrito, irrumpieron en la casa de mi
abuelo a tiros y bayonetazos y se llevaron por la fuerza la balanza y el libro. En la refriega
murió la pequeña Ludmilla, hermana de mi abuelo, resultaron heridos un par de hombres y
Wilhelm Vohla, el cazador furtivo, mató de una puñalada a uno de los gendarmes.

Hubo sublevaciones no sólo en nuestro pueblo, sino también en Blaugau y Bernau, y


durante casi una semana se interrumpió el trabajo en las agramaderas. Pero llegaron
muchísimos gendarmes, y los hombres y mujeres fueron amenazados con penas de
encarcelamiento, y los Balek obligaron al párroco a exhibir públicamente la balanza en la
escuela y demostrar que el fiel de la justicia estaba equilibrado. Y los hombres y las mujeres
volvieron a las agramaderas, pero nadie fue a la escuela a escuchar al párroco. Permaneció allí
solo, desamparado y triste con sus pesas, la balanza y los paquetes de café.

Y los niños volvieron a recoger setas, tomillo, flores y digital, pero todos los domingos,
en cuanto los Balek entraban en la iglesia, se entonaba el himno «Fue la justicia de la Tierra,
oh Señor, quien te dio muerte», hasta que el comandante del distrito mandó pregonar por todos
los pueblos que quedaba prohibido cantar aquel himno.

Los padres de mi abuelo tuvieron que abandonar el pueblo y la reciente tumba de su


hijita; adoptaron el oficio de cesteros, mas no paraban mucho tiempo en ningún lugar, pues les
apenaba ver que en todas partes el fiel de la justicia estaba desequilibrado. Caminaban detrás
del carro, que avanzaba lentamente por las carreteras, arrastrando una cabra flaca. Y aquellos
que se cruzaban con el carro a veces oían que alguien cantaba dentro: «Fue la justicia de la
Tierra, oh Señor, quien te dio muerte». Y todo aquel que quisiera escucharles podía oír también
la historia de los Balek von Bilgan, a cuya justicia le faltaba la décima parte. Pero casi nadie
quería escucharles.

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