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A diferencia de los animales, los humanos creamos culturas. Para comprender el complejo
funcionamiento de los procesos psicológicos humanos – como la memoria, el pensamiento
o el lenguaje- es necesario entenderlos como producto de la interacción entre las personas y
el mundo. Y el mundo humano es un mundo cultural.
La palabra “cultura” proviene del latín, colere, que quiere decir “labrar el campo”, o sea,
cultivarlo para hacerlo fértil. A lo largo de la evolución, los seres humanos “labramos el
campo” de formas diversas, es decir, humanizamos el entorno natural convirtiéndolo en
cultural, creando diversos instrumentos y modificando nuestro propio desarrollo como
“labradores” en ese proceso. Esos “campos” encuentran así diversos modos de “fertilidad”.
Es decir que la diversidad de culturas construidas por los seres humanos producen,
enriquecen y transforman el mundo de maneras diferentes.
La diversidad humana, lejos de ser una carencia, refleja la gran cantidad de posibilidades
que las personas poseemos para producir diversas formas de habitar nuestro mundo.
Los seres humanos, además de vivir en sociedad, creamos la sociedad para vivir. Y lo
hacemos de maneras sumamente variadas, complejas y cambiantes.
EL SECRETO DE LO “MEGA”
Este es el secreto que parece haber sido olvidado en nuestra cultura. Por el contrario, los
demás, el otro, el prójimo, han ido convirtiéndose paulatinamente en una silueta, en una
sombra sin rostro, en una referencia lejana, sin contenido, cuando no en un obstáculo o, a lo
sumo, en un medio para un fin. Nunca han existido tantos seres humanos vivos como hoy,
nunca han estado tan conectados por la tecnología y acaso nunca han estado menos
comunicados entre sí, nunca se han reconocido menos como semejantes y necesarios cada
uno para la existencia del otro.
El siglo XXI se ha iniciado bajo el signo del egoísmo. La identidad de las personas parece
construirse a partir de lo que tienen, aunque pocas de ellas saben qué son, quiénes son.
Vivimos en la sociedad del mercado. Tomada individualmente cada persona es un
consumidor y, y cuando se junta con otras, constituyen un mercado. El mercado es un
ámbito en el que se compran y venden mercancías. Hoy los individuos son,
prioritariamente, eso: mercancías. Tanto tienen, tanto valen. Como necesitan tener para
valer, siempre habrá alguien dispuesto a venderles para que tengan. En este contexto,
pareciera que” más” es siempre “mejor”. Hay que desear más, tener más, mostrar más,
aspirar a más. La palabra mega se ha incrustado en el vocabulario contemporáneo y
acompaña a cada vocablo. En esta cultura de lo mega lo que predomina es una mega
insatisfacción, un mega vacío existencial, una mega angustia colectiva. En esta sociedad del
consumo, de la fugacidad, del materialismo obsceno y voraz, nacen, se crían, se educan, se
forman los niños y adolescentes de hoy. Los adultos responsables de ellos (padres,
educadores, políticos, formadores de opinión y demás) son protagonistas y reproductores de
ese modelo social y cultural.
Enfrentados a estos temas, muchos adultos en general suelen decir: “ No me queda más
remedio que hacer esto, pero es porque las circunstancias (o la sociedad) te obligan. De
todas maneras no es esto lo que quiero para mis hijos y siempre les aconsejo otras cosas”.
La excusa luce insostenible por donde la mire y es un perfecto ejemplo de des-
responsabilidad. No es lo que les decimos a nuestros jóvenes en general lo que va a
guiarlos, a darles referencias para encontrar rumbos en un mundo incierto y hostil, sino lo
qué hacemos y cómo lo hacemos.
Quizá no sea ésta una frase que vayan a invocar masivamente, cuando sean adultos, los
adolescentes de hoy. Un relevamiento efectuado durante 2005 por el Ministerio de Salud y
Medio Ambiente de la Argentina indica que, en el país, cada día muere trágicamente un
joven de entre 15 y 19 años. En 12 meses, de acuerdo con el informe, 832 chicos de esas
edades fueron asesinados (esto significa el 30% de los homicidios registrados en el país) y
otros 353 fallecieron por causas violentas. Esto significa accidentes, manipulación de armas
de fuego, riñas y tragedias automovilísticas. La Dirección de Psicología y Asistencia Social
Escolar de la provincia de Buenos Aires hizo en 2006 un estudio entre los 4 millones y
medio de alumnos que acuden a 16 mil escuelas de esa provincia. Algunos datos: en un año
se produjeron 14.199 agresiones físicas, 28.129 insultos y humillaciones, y 9.668 episodios
violentos (enfrentamientos entre grupos rivales).
La peor actitud ante esta dramática realidad es reaccionar airadamente cargando toda la
culpa sobre los traficantes, los vendedores, los productores, los anunciantes, los
programadores de la televisión violenta e inmoral y las autoridades (cuando no, en el colmo
de la displicencia, también sobre la escuela). De todas las responsabilidades que a diario se
evaden, se ocultan, se ignoran o se olvidan en nuestra sociedad, ésta es una de las más
trágicas. Hay una responsabilidad de los padres, de los adultos involucrados.
Responsabilidad significa capacidad de responder, facultad de hacerse cargo ante las
consecuencias de los propios actos, decisiones y elecciones. La presencia y responsabilidad
de los padres no evitará que los hijos beban, o que prueben drogas, o que participen de
enfrentamientos. Crecer, como vivir es una actividad de riesgo y muchas veces protegerse
de ellos implica pasar por ellos, al igual que cualquier vacuna poniendo en contacto
(atenuado y controlado) con aquello de lo que nos queremos preservar. Es entonces la
función de los adultos contener, limitar, responder, confrontar de un modo orientador,
canalizar, encauzar búsquedas y tendencias. Se crece a través del peligro, pero una cosa es
no tener recursos (especialmente emocionales, de valores, espirituales y también
materiales) ante el riesgo, y otra es encontrarse con él librado al azar.
LA MISION A CUMPLIR