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Contenido del número 1

Por autor:

Max Beerbohm---------------------------------------------------------pág. 4
Léon Bloy-------------------------------------------------------------pág. 31
Alphonse Allais-------------------------------------------------------pág. 37
Sei Shonagôn---------------------------------------------------------pág. 41
Urabé Kenkô----------------------------------------------------------pág. 48
Carlos Cámara--------------------------------------------------------pág. 50

Por sección y título:

El cuento largo

Hilary Maltby y Stephen Braxton-------------------------------------pág. 4

Los cuentos cortos

Una mártir------------------------------------------------------------pág. 31
Ferdinando------------------------------------------------------------pág. 37

El cuento escondido

La montaña de nieve-------------------------------------------------pág. 41

El minicuento

La salvación por los nabos-------------------------------------------pág. 48

El cuento inédito

La búsqueda----------------------------------------------------------pág. 50

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HILARY MALTBY Y STEPHEN BRAXTON

Max Beerbohm

Muy alegremente, la gente sigue comparando,


aún hoy, a Thackeray con Dickens. Pero la moda de
comparar a Maltby con Braxton desapareció ya por
1795. No, miento. Sólo que algo que ocurrió en los
dulces y viejos años anteriores a la guerra parece
realmente corresponder a cien años más atrás. El
año del que hablo es el de la primavera en que (¡oh
emoción!) íbamos a andar en bicicleta al Battersea
Park, y en que las damas usaban mangas
enormemente infladas en los hombros, y en que
Lord Roseberry era Primer Ministro.
En ese Parque, en esa primavera, en ese mar de mangas, se hablaba casi
tanto de los méritos respectivos de Braxton y de Maltby como de los de Rudge
y Humber. Permítaseme aclarar, en consideración a mis lectores más jóvenes y
quizás, también, a sus mayores (débil es la memoria humana), que Rudge y
Humber eran marcas rivales de bicicletas, que Hilary Maltby era el autor de
"Ariel en Mayfair" y Stephen Braxton el de "Un fauno en las colinas Cotswolds".
"¿Cuál cree usted que es realmente el mejor, 'Ariel' o 'Un fauno'?" Las
señoras estaban siempre haciéndole a uno esa pregunta. "Bueno, usted sabe,
son tan diferentes. Es realmente muy difícil compararlos." Uno estaba siempre
dando esa respuesta. Uno no era muy brillante, tal vez.
La boga de ambos libros duró todo el verano. Como los dos eran "primeras
novelas" y Gran Bretaña no tenía, en consecuencia, ninguna otra obra de
Braxton o de Maltby a la que recurrir, se escrutaba cuidadosamente el
horizonte a la espera de lo que Maltby y Braxton nos darían a continuación. En
el otoño, Braxton nos dio su segunda obra. Fue un fracaso instantáneo. Ya
nadie más lo comparó con Maltby. En el verano de 1896 apareció el segundo
libro de Maltby. El fracaso fue instantáneo. Maltby podría haber sido
comparado nuevamente con Braxton. Pero a Braxton ya lo habían olvidado. Y
lo mismo ocurrió con Maltby.
Eso no estaba bien. No era justo. La primera novela de Maltby, así como la
de Braxton, había hecho las delicias de muchos miles de hogares. La gente se
debería haber tomado el tiempo de decir de Braxton: "Quizás su tercera novela
sea mejor que la segunda," y otro tanto acerca de Maltby. Acuso a la gente de

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no haber dado señales de querer una tercera novela de ninguno de los dos; y
los acuso con tantas más ganas cuanto que ni "Un fauno en las colinas
Cotswolds" ni "Ariel en Mayfair" eran libros meramente populares: cada uno de
ellos, lo sostengo, era un buen libro. No llegaré a afirmar que el primero tenía
"más magia natural, más encanto británicamente agreste, más pura alegría de
vivir que cualquier otra obra desde 'Como gustéis'", pese a que Higsby llegó a
decirlo en el Daily Chronicle; ni suscribiré el juicio que Grigsby formuló sobre el
segundo en The Globe y según el cual "nada ha habido, desde que Swift
depuso su pluma, que pueda equipararse a su sátira mordaz, ni nada de
similar aliento puede mencionarse, en cuanto a la pura dulzura y delicadeza de
sentimientos —ex forti dulcedo— desde que la cansada mano de Teócrito
dejara caer el laúd." Estas no son sino tontas exageraciones. Pero no debemos
condenar algo por la simple razón de que fue excesivamente alabado. El "Ariel"
de Maltby era un trabajo delicado y brillante; y el "Fauno" de Braxton, a pesar
de su innegable crudeza, tenía, con todo, un poder y una belleza genuinos. No
es esta una mera impresión de nuestra primera juventud, que más tarde
recordamos. Es el juicio que la experiencia y la razón le dictan a la edad
madura. Hace ya muchos años que las ediciones de ambos libros están
agotadas; pero no hace mucho conseguí un ejemplar de segunda mano de
cada uno de ellos, y encontré que valía la pena volver a leerlos.
Desde la época de Nathaniel Hawthorne hasta el estallido de la guerra, la
literatura no careció de faunos. Pero cuando apareció el primer libro de Braxton
los faunos tenían aún un aire novedoso. Todavía no estábamos cansados ni de
ellos ni de sus pezuñas, sus ojos sesgados y su manera de abandonar
repentinamente los bosques para hacer trizas la respetabilidad de los apacibles
pueblos ingleses. Nos cansamos más tarde. Pero el fauno de Braxton, incluso
hoy en día, me parece un admirable espécimen de su género; salvaje y
extraño, terrenal, con algo de macho cabrío, casi convincente. También me
convencen plenamente los campesinos de Braxton. Reconozco que no entiendo
mucho de campesinos, fuera de los que se encuentran en las novelas. Pero
sostengo que lo poco que sé de ellos por observación personal no confirma
gran cosa de lo que tantos novelistas me han enseñado. Sostengo también que
Braxton bien podía tener razón en lo concerniente a los campesinos de
Gloucestershire porque era (como muchos periodistas subrayaron en la época
de su breve apogeo) hijo de un pequeño granjero de Far Oakridge y había
pasado la infancia y la adolescencia entre su pueblo y la Escuela de Gramática
de Stroud. No hace mucho tuve la ocasión de visitar la zona y me crucé con
varios lugareños que, no dudo en asegurarlo, podrían haber salido
directamente de las páginas de Braxton. Si vamos al caso, el mismo Braxton, a
quien encontré a menudo en la primavera de 1895, podía haber salido
directamente de sus propias páginas.
Me siento culpable de haber deseado que volviese a entrar en ellas. Era un
individuo muy rústico, hosco y gruñón. Era la antítesis del pequeño y agradable
Maltby. Yo solía pensar que quizás habría sido menos antipático si el éxito le
hubiera llegado antes. Tenía treinta años cuando su libro se publicó, y había
llevado una vida muy dura desde que se estableció a Londres a los dieciséis. El
pequeño Maltby tenía treinta y un años y, por lo tanto, había debido esperar un

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año más; pero había esperado bajo un confortable techo en Twickenham, para
trasladarse a la metrópolis con el nada desagrable objetivo de sentarse a
contemplar a los elegantes jinetes y transeúntes de Rotten Row y luego volver
a casa a escribir un poquito o a jugar al tenis con las señoritas de Twickenham.
Era el hijo único y mimado de sus padres (ninguno de los cuales, ay, sobrevivió
para disfrutar de la repentina fama de su vástago). Luego emigró de
Twickenham para instalarse en Ryder Street. Si hubiese compartido con
Braxton el pan de la adversidad… pero no, pienso que de todos modos hubiera
sido alguien agradable. Y, recíprocamente, no puedo imaginar que Braxton lo
hubiera sido.
Nadie que hubiese visto juntos a los dos rivales, nadie que se los hubiese
encontrado en los famosos almuerzos de Mr. Hookworth en el Author's Club, o
en los no menos famosos garden parties de Mrs. Foster-Dugdale en Greville
Place, podría haber supuesto espontáneamente que tuviesen un solo punto en
común. El pequeño y atildado Maltby, el rubio, afable y diminuto Maltby, con su
monóculo y su gardenia; el enorme y moreno Braxton, con su pelo llovido, su
cuadrada y mal afeitada mandíbula y su frente cetrina y cuadrada. Canario y
cuervo. La divertida conversación de salón de Maltby parecía un gorjeo
perpetuo. Braxton, por lo general, permanecía callado, pero valía la pena
prestar atención cada vez que graznaba. Tenía distinción, lo admito; la
distinción de quien obstinadamente rehúsa adaptarse al entorno. Se mantenía
aparte. Temía y veneraba a Mr. Hookworth. Las damas estaban todo el tiempo
preguntándose unas a otras, de manera bastante insistente, qué pensaban de
él. Uno podía imaginar que si Mr. Foster-Dugdale hubiese vuelto a casa desde
el centro de la ciudad para asistir a los garden parties, podía haberlo
considerado como alguien de quien habría sido mejor proteger a Mrs. Foster-
Dugdale. Pero un observador casual de Braxton y de Maltby en casa de Mrs.
Foster-Dugdale o en cualquier otro lugar se hubiera equivocado en caso de
suponer que eran totalmente diferentes. Habría pasado por alto un detalle
elemental y evidente: el hecho de encontrárselos juntos en casa de Mrs.
Foster-Dugdale o en cualquier otro lugar. Allí donde se los invitase, allí, segura
y puntualmente, estarían. Ambos ansiaban glotonamente los frutos y las
pruebas de su éxito.
Los periodistas y los fotógrafos tenían tan poco motivo como las
anfitrionas para quejarse de dos hombres tan seria y constantemente
dedicados a "sacar tajada" como Maltby y Braxton. Maltby, pese a su chispa,
era serio; Braxton, pese a su arrogancia, era constante.
"Un fauno en las colinas Cotswolds" no tenía panegirista más entusiasta
que el autor de "Ariel en Mayfair". Cuando alguien alababa su obra, Maltby
solía restarle importancia comparándola con la de Braxton: "¡Ah, si yo pudiese
escribir así!" Maltby se ganaba, de este modo, las mejores opiniones. Braxton,
por su parte, no desperdiciaba oportunidad de burlarse de la obra de Maltby:
"Fruslerías", como él la llamaba. Esto no le hacía bien a Maltby. A hombres
diferentes, métodos diferentes.
"El rapto del rizo" es, si se quiere, una "fruslería"; pero es una obra
delicada y brillante; así como, repito, el "Ariel" de Maltby. ¿Que es absurdo
comparar a Maltby con Pope? No estoy tan seguro. He leído "Ariel", pero nunca

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he leído "El rapto del rizo". El oprobioso término que Braxton le aplicaba a
"Ariel" no se debía, quizás, a la mera envidia. Braxton tenía imaginación, y su
rival no se remontaba por encima de la fantasía. Pero lo importante es que la
audaz inventiva de Maltby era capaz de llegar muy lejos. Al contar cómo Ariel
se corporizaba en el aire impalpable, alquilaba una casita en Chesterfield
Street, era presentado en Levee, interpretaba el papel del hada buena en un
asunto de amor sincero que no iba sobre ruedas, a la vez que operaba todo
tipo de divertidas transformaciones en la aristocracia antes de volver a
esfumarse, Maltby mostraba una preciosa dosis de ingenio. En cierto sentido,
su obra era un logro más sorprendente que el de Braxton, dado que, mientras
que Braxton había nacido y crecido entre sus campesinos, Maltby sólo conocía
a sus aristócratas gracias a Thackeray, gracias a fotos y artículos periodísticos
y gracias a las apasionadas excursiones que hacía a Rotten Row. Sin embargo,
sus aristócratas me parecían tan convincentes como los campesinos de
Braxton. Es verdad que mi convicción puede haber sido errónea. Esta es una
cuestión que sólo la experiencia me permitiría zanjar. Cambiaré de estrategia y
declararé sólo esto a favor de los aristócratas de Maltby: que me gustaban
muchísimo.
Cuando los aristócratas se nos presentan sólo a través del sentido estético
de un novelista, no nos satisfacen. Pueden ser muy hermosos, pero el temor a
pasar por esnobs nos impide creer en ellos. Creemos en ellos, sin embargo, y
disfrutamos con ellos, cuando el novelista nos permite salvar las apariencias
gracias a una ironía omnipresente en el tratamiento de lo que ama. La ironía,
nótese bien, debe ser omnipresente y obvia. Los grandes ladies y lores de
Disraeli no son buenos ejemplos, ya que no hay sino una ironía latente en su
homenaje, por lo que el lector se siente inducido a la reverencia y, finalmente,
a la burla. Todo está bien, no obstante, cuando es el homenaje el que se
encuentra latente en la ironía. Thackeray, al invitarnos a reírnos de las locuras
de Mayfair suscitando, a la vez, nuestra reprobación, nos permite bailar con él
en una secreta orgía de veneración por esos locos.
También Maltby, en la medida de sus posibilidades, nos permitía bailar así.
Esa fue la razón principal por la que, a fines de abril, su editor pudo anunciar
que "la séptima edición de 'Ariel in Mayfair' está casi agotada". Pero se nos
reconocerá que, al mismo tiempo, el editor de Braxton tuviese "el honor de
anunciar al público que la octava edición de 'Un fauno en las colinas Cotswolds'
está en preparación".
Por cierto, para cada uno de estos autores parecía imposible superar al
otro en éxito y en gloria. Con el paso de las semanas, la momentánea ventaja
de cada uno de ellos se veía anulada. Era una carrera cabeza a cabeza. Se
desarrollaba así: Maltby aparece como el Personaje del Día en The World (el
martes). ¡Ah, no! Spy (el miércoles) publica en Vanity Fair una precisa
semblanza de Braxton. ¡Cabeza a cabeza! No, Vanity Fair anuncia que "el tema
de la viñeta de la semana próxima será el señor Hilary Maltby". ¡Maltby va
ganando! No, a la semana siguiente se habla de Braxton en The World.
Durante todo el mes de mayo tuve, por así decir, los ojos pegados a los
binoculares. Y lo que vi el primer lunes de junio me arrancó una ronca
exclamación.

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Permítaseme explicar que, en esa época del año, al abrir el periódico
todos los lunes por la mañana buscaba saber, con respetuoso interés, qué
grupo del gran mundo había sido agasajado en Keeb Hall durante el fin de
semana. La lista era siempre insigne y estimulante. El Estado y la Diplomacia
se entretejían sabiamente allí con el mero Linaje y con la mera Belleza; con la
Realeza, a veces, con la mera Riqueza, nunca; con el privilegiado Genio, de
cuando en cuando. Siempre una noble combinación. Se decía que el duque de
Hertfordshire sólo se ocupaba de su colección de huevos de pájaros y que las
colecciones de huéspedes de Keeb estaban exclusivamente a cargo de la joven
duquesa. Se decía que el duque se había trepado a árboles en cada rincón de
cada continente. El hobby de la duquesa era más simple. Permanecía sentada
allá arriba y atraía hacia ella a los especímenes deseables.
La lista publicada ese primer lunes de junio empezaba, por lo común, con
el embajador austro-húngaro y el ministro portugués. Venían luego el duque y
la duquesa de Mull, seguidos por dos Pares de rango inferior (dos de los
cuales, sin embargo, eran procónsules) con sus respectivas Paresas, tres Pares
sin sus respectivas Paresas, cuatro Paresas sin sus respectivos Pares y una
docena de portadores de títulos honoríficos con o sin sus respectivos esposos o
esposas. En la última posición figuraban "Mr. A. J. Balfour, Mr. Henry Chaplin y
Mr. Hilary Maltby".
Los jóvenes son propensos a no ver más que el lado negativo de las
cosas. Confieso que mi primer pensamiento fue para Braxton.
Perdoné y olvidé su falta de modales. Los jóvenes son generosos. No
critican al hombre fuerte que es golpeado.
Y, de inmediato —tan habituado estaba yo a la paridad entre ambos
contendientes—, imaginé que podía haber algún error. Los periódicos se
imprimen precipitadamente. ¿No sería "Henry Chaplin" un error de imprenta
por "Stephen Braxton"? Fui a comprar otro periódico. El nombre de Mr. Chaplin
también estaba en ése.
"¡Paciencia!", me dije. "Braxton sólo se agazapa para saltar mejor. El
sábado próximo estará en Keeb Hall."
Mi mente gozaba ahora de plena libertad para saborear el gran logro de
Maltby. Pensé en escribirle para felicitarlo, pero temí que fuese de mal gusto.
Le escribí, en cambio, para invitarlo a almorzar conmigo. No respondió a mi
carta. Esto hizo que el lunes siguiente me afligiese aún más al no encontrar en
el catálogo del fin de semana de Keeb la mención "y Mr. Stephen Braxton".
Unos días después me encontré con Mr. Hookworth. Me comentó que
Stephen Braxton había dejado la ciudad. "Ha alquilado", me dijo, "un
primoroso bungalow en la costa este. Se ha instalado allí para trabajar."
Agregó que Braxton le gustaba mucho: "un hombre esencialmente puro".
Deduje que también él le había escrito a Maltby y que no había recibido
respuesta.
A esta última mariposa, sin embargo, no se la vio volar de flor en flor en
los macizos del rango y de la elegancia. En la cotidiana lista de invitados a
cenas, recepciones, danzas y bailes, el nombre de Maltby no volvió a figurar.
Maltby no había logrado imponerse.
Poco después oí decir que también él había abandonado la ciudad. Inferí

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que se había ido en los primeros días de junio, inmediatamente después de
Keeb. Nadie parecía saber dónde estaba. Mi teoría personal era que había
alquilado un encantador bungalow en la costa oeste, para equilibrar a Braxton.
Sea como fuere, la paridad entre ambos contendientes de algún modo se había
restablecido.
De hecho, la disparidad no había sido tan grande como yo lo suponía.
Cuando Maltby estuvo en Keeb, Braxton estuvo también allí, en cierto modo…
Fue una extraña historia. No lo supe en ese momento. Nadie lo supo. Oí hablar
de eso diecisiete años después. En Lucca.
La pequeña ciudad de Lucca me pareció tan encantadora que, aunque sólo
disponía, en principio, de un par de días, me quedé todo un mes. Me
acostumbré a recorrer cada mañana el sendero empinado que rodea Lucca,
ese ancho y umbrío sendero desde el que es posible contemplar, más allá de
los muros de la ciudad, las fértiles llanuras. Nunca había allí mucha gente;
pero los pocos que iban lo hacían a diario, de modo que le tomé gusto a verlos
y me interesé moderadamente en ellos.
Una de esas personas era una anciana dama en silla de ruedas. Tenía no
menos de setenta años, y quizás había sido bella, o quizás no. Una italiana
empujaba lentamente la silla. Era evidente que también ella era italiana. No
así, sin embargo, el pequeño caballero que con frecuencia caminaba a su lado.
Intuí que era inglés. Se trataba de un pequeño señor fornido, de anteojos
relucientes y tupida barba rubia, y parecía irradiar buen humor. Pensé, al
principio, que podía ser el médico de cabecera de la dama; pero no, había algo
sutilmente no profesional en él: me convencí de que su diligencia era
desinteresada, y de que su buen humor era real. Un día, finalmente, no sé
cómo, despuntó en mí la sospecha de que era —¿quién?— alguien a quien yo
había conocido —algún escritor— cómo se llamaba… algo con M… Maltby… ¡el
Hilary Maltby de hacía tanto tiempo!
Al volver a verlo al día siguiente, mi sospecha se convirtió en una certeza
casi total.
Ansié poder encontrarlo a solas para preguntarle si estaba en lo cierto, y
qué había hecho todos esos años, y por qué había dejado Inglaterra. Siempre
estaba con la anciana dama. La oportunidad se me presentó recién en mi
último día en Lucca.
Acababa de almorzar y estaba sentado en un cómodo banco frente al
hotel, con una taza de café delante de mí, en la mesa; contemplaba la vieja
piazza de colores desvaídos bajo el rayo del sol, mientras me preguntaba qué
haría en mi última tarde. Fue entonces cuando divisé, a lo lejos, la espalda del
presunto Maltby. Fui rápidamente hacia él. Estaba comprándole un gran ramo
de rosas rosadas a una vendedora sentada bajo una sombrilla. Su rostro
inexpresivo enrojeció súbitamente cuando me atreví a abordarlo. Admitió que
se llamaba Hilary Maltby. Le dije mi propio nombre y, gradualmente, fue
acordándose de mí. Me pidió disculpas por su confusión. Me explicó que hacía
—"oh, cientos de años"— que no hablaba inglés ni había tenido tratos con
ingleses. Me dijo que, desde que residía en Lucca, había visto a dos o tres
personas a las que había conocido en Inglaterra, pero que ninguna de ellas lo
reconoció. Aceptó, como si estuviera embarcándose en la más extraña

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aventura del mundo, mi invitación a sentarse a tomar un café conmigo. Se rió
con gusto y asombro al descubrir que todavía podía hablar su lengua natal con
total fluidez y espontaneidad. "No sé absolutamente nada", me dijo, "de la
Inglaterra de hoy en día, salvo por contadas noticias que publica el Corriere
della Sera"; y no mostró el menor deseo de que yo lo informase. "Inglaterra",
murmuró, "¡cómo vuelve todo a mí!"
—¿Pero usted no vuelve a todo?
—Ah no, claro que no —dijo gravemente, mirando las rosas que había
depositado con cuidado en la mesa de mármol—. Soy el hombre más feliz del
mundo.
Bebió un sorbito de café y dejó que su mirada se perdiese más allá de la
piazza, hacia el pasado.
—Soy el hombre más feliz del mundo —repitió.
Confié en que mi silencio lo incitase a hablar.
—Y todo lo debo al hecho de haber cedido una vez a un mal impulso. ¡De
qué manera absurda se entretejen los hilos del destino!
Seguí aguijoneándolo con mi silencio. Como esto no pareció afectarlo,
repetí sus últimas palabras.
—¿Por ejemplo? —agregué.
—Imagínese —dijo— una cierta velada de la primavera del '95. Si esa
noche la duquesa de Hertforshire hubiera tenido un fuerte resfrío; o si hubiera
decidido que en realidad sería poco interesante ir a esa fiesta —a esa Velada
Anual, según creo— del Club de las Mujeres de Letras; o bien —yendo incluso
un poco más atrás— si ni siquiera hubiese escrito ese poemita, ni éste hubiera
sido impreso en "La Aristócrata", y el comité del Club no la hubiese instantánea
y unánimemente elegido Vicepresidente Honoraria a causa de ese único
poemita; o si… en fin, si más de un millón de cosas absolutamente irrelevantes
no hubiesen ocurrido, yo ¿sabe usted? no estaría aquí… Podría estar allá —dijo
sonriendo, mientras hacía un gesto vago en dirección a Inglaterra.
—Suponga —prosiguió— que no me hubieran invitado a esa Velada Anual;
o suponga que ese otro individuo…
—¿Braxton? —sugerí. Había recordado a Braxton en el momento de
reconocer a Maltby.
—Suponga que él no hubiera sido invitado… Pero, por supuesto, ambos
fuimos invitados. Ocurrió que yo fui el primero en ser presentado a la
duquesa… Un momento memorable. Esperé no perder la cabeza. Llevaba
puesta una tiara. Yo había visto a menudo mujeres con tiaras, en la Ópera.
Pero nunca le había hablado a una mujer con tiara. Las tiaras, para mí, eran
símbolos. Los ojos no son más que un rasgo humano. Clavé los míos en los de
la duquesa. Para conservar la calma, evité mirarlos. Me comporté como un ser
humano frente a otro. Parecía muy inteligente. Nos entendimos a la perfección.
En seguida me preguntó si me parecería muy atrevido de su parte que me
dijese cuán absolutamente divino le había parecido mi libro. Dije algo así como
que había tratado de dar lo mejor de mí, y le pregunté, con cierta vivacidad, si
había leído "Un fauno en las colinas Cotswolds". Lo había leído. Dijo que era
tremendamente maravilloso, tremendamente grandioso. De no haber sido ella
una duquesa, la habría encontrado levemente histérica. Su innata sensatez

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recobró rápidamente el equilibrio. Empleó su gran poder. Con un movimiento
de su varita mágica convirtió en realidad la posibilidad rutilante que me
obsesionaba. Me invitó a Keeb.
»Acepté la invitación, y eso pareció encantarle. ¿Estaría yo libre, por
casualidad, el próximo sábado? Esperaba poder presentarme algunas personas
divertidas. ¿Podría tomar el tren de las 3:30? Era sólo una hora y cuarto de
viaje desde la estación Victoria. Los sábados siempre había, en el tren de las
3:30, compartimientos reservados para gente que iba a Keeb. Esperaba que
llevase mi bicicleta. Esperaba que la reunión no me pareciese muy aburrida.
Esperaba que no me olvidase de ir. Me dijo que debía ser indudablemente
encantador pasar la vida entre personas inteligentes. Suponía que yo debía
conocer a todos los que estaban allí esa noche. Me pidió que le dijera quién era
quién. Me preguntó quién era aquel hombre alto y moreno. Le dije que era
Stephen Braxton. Me dijo que le habían prometido presentárselo. Agregó que
parecía alguien más bien maravilloso. "Oh sí, mucho, por cierto", le aseguré.
Me miró con repentina ansiedad: "¿Cree usted que, si me atreviera a invitarlo,
aceptaría venir a Keeb?"
»Vacilé. Sería fácil decir que Satanás respondió en mi lugar; fácil, pero
falso; fui yo el que farfulló: "Bueno… para decir la verdad… ya que me lo
pregunta… si yo estuviera en su lugar… realmente creo que haría mejor en no
invitarlo. Es muy excéntrico en algunos aspectos. Detesta particularmente
dormir fuera de Londres. Siente por Londres el amor típico de los nativos de
Gloucestershire. Al mismo tiempo, es muy tímido; y si usted lo invitase no
sabría muy bien cómo negarse. Creo que sería más amable no invitarlo."
»En ese momento, Mrs. Wilpham —la Presidenta— surgió ante nosotros
trayendo a Braxton. Su compostura era irreprochable. Una áspera dignidad con
un toque de gracia. Podría jurar que usted nunca lo vio sonreír. Se inclinó ante
la duquesa con una grave sonrisa mientras ella hablaba en su encantador estilo
vivaz y modesto. La impresión que produjo fue excelente.
»Lo que yo había hecho no sólo era ruin: era muy peligroso. Me aterrorizó
la idea de que la duquesa pudiese unirse a él en su devoción por Londres. No
osé alejarme. Me sentí inmensamente aliviado cuando ella anunció, por fin,
que debía retirarse.
»Braxton pareció renuente a soltarle la mano al saludarla: temí que ella
no pudiese escapar sin formular la invitación. Pero todo salió bien… Al darme
las buenas noches agregó en un susurro: "No se olvide de Keeb… el sábado
próximo… tren de las 3:30". Fue apenas un susurro exquisito. Pero Braxton lo
oyó. Supe, por la mirada diabólica que posó en mí, que Braxton lo había oído…
De lo contrario, hoy no estaría yo aquí.
»¿Fui presa del remordimiento? Digamos que, en los días que
transcurrieron entre aquella Velada y aquel sábado, el remordimiento me
reclamó a menudo, pero el embeleso nunca me entregó. La Arcadia, el Olimpo,
la gente comme il faut, ¡al fin! Yo no había comprendido cuán bueno era mi
libro; no, al menos, hasta que obtuve, gracias a él, esa recompensa; no hasta
que obtuve para él esa publicidad. Preví la alegría de mi editor. Sabía que es
posible entrar en algunas casas de alto rango sin que nadie se entere de que
uno estuvo allí. Pero la duquesa de Hertfordshire nunca escondía la lámpara

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bajo el almud Era exclusiva, pero no excluía la publicidad. Después del castillo
de Windsor, Keeb Hall era la casa más publicitada en toda Inglaterra.
»Entretanto, yo tenía mucho que hacer. Por un
momento pensé en contratar un ayuda de cámara,
pero decidí que no era necesario. Me hacían falta,
por otro lado, tres nuevos trajes de verano, un
nuevo traje para la cena y algunos nuevos chalecos
blancos. Un esmoquin, también. ¿Hubo acaso,
alguna vez, un hombre que asistiese a Keeb sin una
maleta bien provista? Hasta ese momento me había
conformado con un par de cepillos y cosas así. Temí
que eso fuese motivo de horror para el lacayo que
desempacase mis efectos. Encargué, pensando en
él, una gran maleta con mis iniciales grabadas por todas partes. Se veía
comprometedoramente nueva cuando me la trajeron de la tienda. Tuve que
patearla concienzudamente y arrojarla de un lado a otro y arañarla para alejar
toda posible sospecha. El sastre me envió mis cosas recién el viernes por la
noche. Tuve que quedarme levantado hasta muy tarde, poniéndome por turno
mis trajes nuevos.
»Al día siguiente, en la estación Victoria, vi a muchos hombres y mujeres
que iban y venían por el andén con aire de estar esperando el tren en dirección
a Keeb; personas altas, tranquilas, arregladas, que no habían tenido que
empacar sus propias cosas y habían llegado a la estación en berlina. Yo estaba
arreglado, pero no era alto ni estaba tranquilo. Mi changador llevó mis efectos
hacia el tren de una manera más bien negligente. Le pregunté adustamente si
había compartimientos reservados para los pasajeros que iban a visitar al
duque de Hertfordshire. Eso operó en él un cambio instantáneo. Me ubicó en
uno de esos santuarios y pareció casi reacio a aceptar una propina. Un
auténtico esnob.
»Pronto el compartimiento se llenó con una selección de los altos, los
tranquilos, los arreglados, los habituados a tratarse con íntima familiaridad. Allí
estaba yo, y creo que sintieron que debían tratar de hacerme entrar en la
conversación. Como todos estaban hablando de un baile de sociedad al que
habían asistido la noche anterior, yo no hubiera sido capaz de lucirme. Me puse
a mirar por la ventanilla, con una reserva muy de clase media. Luego la
conversación derivó hacia el tema de las bicicletas. Pero ya era tarde para que
yo pudiese participar.
»Vi pasar ante mis ojos los sórdidos arrabales de Londres. Mientras oía
hablar a mis compañeros de viaje, dudé de mi capacidad para lucirme en Keeb.
Casi deseé estar yendo a pasar el fin de semana en una de esas casitas con
jardín al fondo que se alzaban junto a las vías. Tenía muy malos
presentimientos.
»"¡Qué vergüenza!", pensé. ¿Es que yo no era nadie, acaso? ¿Es que el
autor de "Ariel en Mayfair" no era nadie?
»Me repetí a mí mismo que Braxton se sentiría muy contento si se
enterase de mi pusilanimidad. Me lo imaginé sentado, en ese mismo momento,
en su habitación de Clifford's Inn, furioso, mordiéndose de envidia al pensar en

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su odiado rival, que estaría viajando en el tren de las 3:30. Y, después de todo,
¡qué envidiable era mi situación! Me sentí más animado. Todo saldría bien…
»La escena que contemplé en la pequeña estación en que descendimos
me pareció admirable. Era como una fête de Lancret. Me enteré, oyendo la
conversación de mis compañeros de viaje, de que algunos habían llegado en
un tren anterior y otros lo harían en el siguiente. Pero nosotros, que habíamos
ido en el de las 3:30, éramos una buena veintena. ¡Nosotros! Este pronombre
era el detalle que completaba la belleza.
»Frente a la estación había dos berlinas, un landó, algunos tílburis, un
faetón, una tartana y no sé qué más. Pero casi todo el mundo, al parecer,
prefería ir en bicicleta. Lady Rodfitten dijo que ella iría en bicicleta. Año tras
año me había sido dado contemplar a esa famosa condesa en Hyde Park,
siempre a caballo o en coche. Alguien me había repetido un comentario que iba
de boca en boca: que estaba dotada de una inteligencia masculina y era capaz
de hacer y deshacer ministerios. Ya tenía casi sesenta años, se matizaba el
pelo, estaba un poco entrada en carnes y se le veía la piel algo ajada, pero
resultaba aún enormemente atractiva y se la veía más dura que una piedra. No
se hubiera dicho que había envejecido sino que pertenecía a un período más
bien tardío del Imperio Romano. Yo nunca había soñado que un día Lady
Rodfitten y yo estaríamos bajo un mismo techo. De algún modo, impresionó
más vívidamente mi imaginación que cualquiera de los demás; más que el
conde Deym, más que Mr. Balfour, más que la encantadora Lady Thisbe
Crowborough.
»Hubiera podido tener un vehículo ducal a mi entera disposición, cosa que
me hubiese complacido; pero me pareció más correcto ir también en bicicleta.
Por otra parte, no quería hacer el trayecto —yo, un extraño— en medio de toda
esa gente. Me demoré con el equipaje hasta que todos se alejaron, y los seguí
a buena distancia.
»Las nubes habían cubierto el sol. Pero yo pedaleaba lentamente para no
llegar acalorado. Pasando por el macizo portón abierto de par en par, penetré,
no sin estremecerme, en el parque del duque. Desde la cabina de guardia me
saludó, alentadoramente, un hombre macizo que tenía una escarapela en el
pecho. El parque parecía interminable. Llegué, por fin, a una larga y recta
avenida bordeada de olmos casi ostentosamente inmemoriales. Al final de la
avenida se perfilaba… en fin, me sentí como un mosquito que entra en un
edificio público.
»Si hubiera habido molinetes y la entrada hubiera costado un chelín, me
habría sentido más cómodo al penetrar en ese salón, ese salón
paladiogargantuesco. Alguien, un mayordomo o un mozo de cuadra, murmuró
que la señora duquesa estaba en el jardín. Atravesando un majestuoso pórtico,
salí a una vasta y espectacular terraza, más allá de la cual se veía una gran
extensión de césped. En el grupo central —algunos estaban sentados, otros de
pie— divisé a la duquesa, una figurita diestra y animada que estaba sirviendo
el té. Descendí con paso firme la escalinata de la terraza, sintiendo que todo
estaría bien una vez que la hubiera saludado.
»Pero tuve una desconcertante sorpresa mientras avanzaba hacia ella. En
uno de los grupos más pequeños divisé… ¿a quién cree usted? A Braxton.

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»No tuve tiempo de preguntarme cómo había llegado allí; apenas si pude
aprehender la ominosa circunstancia de que estaba allí.
»La duquesa pareció realmente encantada de verme. Me dijo que era
sencillamente espléndido que hubiese ido. "¿Conoce usted a Mr. Maltby?", le
preguntó a Lady Rodfitten, que exclamó "¿Mr. Hilary Maltby en persona?" con
una gracia vigorosa realmente sobrecogedora. Lady Rodfitten declaró ser mi
más ferviente admiradora, y yo bien podía creer que, hiciera lo que hiciese,
estaba por encima de cualquier competidor. Por otro lado, me pareció difícil
creer que me tuviese miedo. Sin embargo, me dio su palabra de que así era.
»A continuación, su encanto de mujer cedió el paso a su intelecto
masculino. Hizo mi alabanza en el lenguaje de un veterano periodista que
trabajara para un periódico de larga data; un poco verboso, quizás, pero
atinado. La adoré, la veneré. Hubiera querido concederle toda mi atención.
Pero mientras estaba sentado allí, con la taza de té en la mano, entre Lady
Rodfitten y la duquesa, parte de mi mente estaba ocupada, temerosamente
ocupada, con mi reciente vislumbre de Braxton. No era que me importase que
su presencia en ese lugar me arrebatara la mitad de mi triunfo. Pero ¿y si
estaba al tanto de lo que yo le había dicho a la duquesa?, ¿y si él le había…?
No, seguramente, si hubiera puesto al desnudo mi bajeza ella no me habría
recibido de manera tan cordial. Me pregunté dónde podían haberse encontrado
luego de aquella velada en el Club de Mujeres de Letras. Oí a Lady Rodfitten
concluir su reseña de "Ariel" con dos o tres frases que parecían especialmente
acuñadas para proporcionarle a mi editor una práctica fórmula publicitaria. Y
entonces pude oírme a mí mismo preguntarle maquinalmente si había leído
"Un fauno en las colinas Cotswolds". La duquesa también me oyó. Interrumpió
su charla con otras personas para decirme: "¡Encontré a Mr. Braxton tan
agradable!"
»—En efecto —solté con una sonrisa forzada—, me alegra tanto que lo
haya invitado.
»—Pero si no lo invité. No me atreví.
»—Pero… pero… supongo que… que no estaría aquí si…
»Nos quedamos mirándonos uno a otro, perplejos. "¿Aquí?", repitió,
echando una mirada a los grupitos de gente dispersos por el césped. Yo
también miré. Estaba muy confundido. Le expliqué que, al llegar, había visto a
Braxton "de pie, ahí mismo", y que supuse que era uno de los que habían
llegado con el primer tren. "Bueno", dijo riéndose con cierta irritación, "debe
haberlo confundido con alguna otra persona". Cambió de tema, cambió de
interlocutor y luego se alejó.
»Esperé que no creyera que había tratado de tomarle el pelo. Por otra
parte, descarté la posibilidad de que se hubiese puesto de acuerdo con Braxton
para burlarse de mí. Y, sin embargo, ¿cómo podía estar Braxton allí sin
invitación y sin que ella lo supiese? La cabeza me daba vueltas. Una sola cosa
estaba clara: yo no podía haber confundido a nadie con Braxton. Braxton había
estado allí; Stephen Braxton, vestido con su viejo traje jaspeado, con la
corbata roja de través y sin sombrero –con la frente tapada por el pelo. Había
visto todo eso clara y nítidamente. Allí había estado, precisamente detrás de
una de las mujeres que había viajado en mi compartimiento; una mujer muy

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atractiva que llevaba un vestido azul pálido; una mujer alta; pero yo había
notado lo baja que se veía junto a Braxton. Esa mujer estaba ahora
paseándose a lo lejos con Monsieur de Soveral. Yo había visto a Braxton junto
a ella tan claramente como ahora podía ver a Monsieur de Soveral.
»Lady Rodfitten estaba hablando de la India con un flamante Virrey.
Parecía comprender la India tan profundamente como mi "Ariel". Permanecí
sentado en mi rincón, sin hablar con nadie. Tenía ganas de levantarme y de ir
a caminar por ahí, con la vaga intención de buscar a Braxton. Pero temí que
eso pudiese hacer creer que estaba enfadado porque me ignoraban. Luego fue
Lady Rodfitten quien se levantó, para dar lo que ella llamaba su "ronda anual".
Me instó a acompañarla y echó a andar a largos pasos, entre el flamante Virrey
y yo, mientras señalaba mejoras que habían sido hechas en la propiedad,
sugería mejoras que podrían ser hechas, indicaba mejoras que debían ser
hechas. Era imbatible en todo lo que fuese jardinería paisajística. El flamante
Virrey era menos imbatible que ella, pero era, de todos modos, bastante
imbatible. No puedo decir que me haya ignorado mientras caminábamos: la
eminente dama me preguntaba constantemente mi opinión; pero mi opinión,
aunque naturalmente siempre coincidía con la suya, sonaba de algún modo
más bien insignificante. Me devoraban las ansias de lucirme. Sólo podía pensar
en Braxton.
»La voz de Lady Rodfitten resonaba demasiado en la calma de la tarde.
Las sombras se alargaban. Mi ánimo se hundía más y más, junto con el sol. Yo
era una persona naturalmente alegre, pero hacia el ocaso siempre sufría un
vago acceso de melancolía: parecía debilitarme, me asaltaban mórbidos
presentimientos. En esa velada en particular, uno de esos presentimientos me
invadía y me abandonaba alternativamente… un horrible presentimiento acerca
de la naturaleza de lo que había visto.
»Vestirse para la cena, sabe usted, es un tónico excelente. Especialmente
si uno se afeita. Mi ánimo mejoró un poco mientras me enjabonaba la cara. Le
sonreí a mi imagen en el espejo. Los últimos resplandores del sol entraron por
la ventana que estaba detrás del tocador, pero yo había encendido todas las
luces. Mis efectos recientemente adquiridos (frascos con tapón de plata y otras
cosas) estaban primorosamente ordenados frente a mí. Esa noche yo también
iba a lucirme. Sentía que, pese a todo, aún podía ser el alma de la fiesta. Sea
como fuere, mi nuevo traje para la cena era impecable. Y mi nueva navaja de
afeitar, perfecta. Una vez que me hube afeitado "para abajo", volví a
enjabonarme la cara y procedí a afeitarme "para arriba". Fue entonces cuando
proferí un grito agudo y giré sobre mis talones.
»No había nadie detrás de mí. Sin embargo, de algo estaba seguro:
Stephen Braxton había mirado por encima de mi hombro. Había podido ver el
reflejo de su cara junto a la mía, estirándose hacia el espejo. Nuestras miradas
se habían encontrado.
»Había estado conmigo. De eso estaba seguro.
»Me di vuelta y miré nuevamente al espejo. Una de mis mejillas estaba
cubierta de sangre. La restañé con una toalla. Tres largos cortes donde la
navaja había resbalado y saltado. Empapé la toalla en agua fría y la apreté
contra mi mejilla. Seguía sangrando, de manera alarmante. Toqué el timbre.

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Nadie vino. Me prometí que no moriría desangrado por culpa de Braxton. Volví
a llamar. Por fin apareció un lacayo muy alto y empolvado –de aspecto más
reprobador que compasivo, como si yo no hubiese comprado mi maleta
pensando especialmente en él. Me dijo que tal vez alguna de las sirvientas
tuviese gasas o vendas. Lamentablemente, requerían su presencia en la planta
baja, pero le avisaría a alguna de las sirvientas. Seguí apretándome la herida y
maldiciendo. Salía menos sangre. Tuve gran presencia de ánimo. Me juré que
Braxton no me impediría bajar a cenar.
»Pero, ¡lindo se me veía cuando bajé! Pálido pero decidido, con tres largas
tiras de venda negra que formaban una especie de Z en mi mejilla izquierda. El
señor Hilary Maltby en Keeb. El Embajador de la Literatura.
»No sé cuán tarde llegué. Ya todo el mundo estaba cenando. Un sirviente
me condujo a mi lugar. Tomé asiento sin que me notasen. Las mujeres entre
las cuales me habían ubicado estaban hablando con sus respectivas vecinas de
asiento. Yo me encontraba cerca del extremo de la mesa que presidía la
duquesa. Me sirvieron sopa, esa sopa de color rojo oscuro en la que hay echar
crema, borsh. Pensé que eso me daría fuerzas. Me llevé a los labios la primera
cucharada y… mi mano dio una brusca sacudida.
»Tuve conciencia de dos horrores bien distintos: un horror pasado, un
horror actual. Braxton se había esfumado. Por un instante apenas había estado
de pie, detrás de los comensales que yo tenía delante de mí, contemplándome
ceñudamente. Por una fracción de un instante, apenas. Pero había dejado su
marca en mí. Bajé los ojos, helado: tenía la pechera de la camisa y el chaleco
blanco manchados de borsh. Me los froté con una servilleta. Fue peor.
»Miré mi copa de champaña. La alcé cuidadosamente y la apuré de un
trago. Eso me dio coraje. Pero debajo de la pechera de esa camisa había un
corazón destrozado.
»La mujer que tenía a mi izquierda era Lady Thisbe Crowborough. No sé
quién era la mujer que tenía a mi derecha. Fue la primera en darse vuelta y en
verme. Pensé que lo mejor sería decir en seguida algo acerca de mi camisa. Se
lo dije sin ladear la cabeza, ocultándole la mejilla izquierda. Sus bellos ojos se
clavaron en las manchas. Dijo, tras un momento de reflexión, que se veían
"bastante vistosas". Dijo que pensaba que el eterno blanco y negro de los
trajes para la cena masculinos era "tan pero tan aburrido". Puso su mejor
voluntad… Lady Thisbe Crowborough, supongo, también puso su mejor
voluntad; pero la buena crianza no nos hace inmunes a todos los golpes
posibles: visiblemente se sobresaltó al ver mi camisa y mi Z. Le expliqué que
me había cortado mientras me afeitaba. Le dije, tratando de expresarme con
ligereza, que los hombres tímidos siempre tendrían que herirse al afeitarse:
eso proporcionaba un excelente tema para entablar conversación. "Pero
supongo", dijo después de una pausa, "que no se cortó a propósito, ¿no?" Era
una idiota redomada. Yo no pensaba eso en aquella época. Se trataba de Lady
Thisbe Crowborough. Esa circunstancia la santificaba. El hecho de que no
lográsemos entendernos era una desgracia de la que sólo me culpé a mí
mismo y a mi apariencia repulsiva y… al inolvidable horror que me había
turbado. Tampoco le reproché a Lady Thisbe que se volviese con cierta
precipitación hacia su otro vecino de mesa.

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»La mujer que estaba sentada a mi derecha hablaba con el hombre que
tenía al otro lado; de modo que me quedé solo, presa de recuerdos secretos y
presa del miedo. No trataba de hallar una explicación; sólo recordaba… y tenía
miedo. Y —¡qué raro es uno!— en las capas superiores de mi conciencia
detestaba que no me viesen hablando con nadie. El señor Maltby en Keeb. Mi
mirada se cruzó con la de la duquesa un par de veces y ella meneó
alentadoramente la cabeza, como diciéndome "Tiene usted un aspecto
espantoso y parece haber quedado totalmente abandonado, pero ni por un
momento lamento haberlo invitado". Pronto tuve otra oportunidad de hablar.
Me oí hablar. Casi me enternecieron mis ansias febriles de agradar. Pero percibí
que los ojos de mi interlocutora me rehuían. Y, aun así, me apené cuando las
damas se retiraron. Tuve la sensación de quedar más expuesto. Hombres que
hasta ese momento no me habían visto, ahora me veían. El duque, que se
levantó para ir a ocupar el sitio de la duquesa, debe haberse preguntado quién
era yo. Tímidamente, sin embargo, me tendió la mano al pasar y me agradeció
que hubiese venido. Había pensado escabullirme para ir a cambiarme el
chaleco y la camisa, pero comprendí que eso me volvería más ridículo aún.
Permanecí sentado, bebiendo oporto —que es un veneno para mí, después del
champaña, pero un veneno relajante— y escuchando la conversación de unos
caballeros de camisas impolutas acerca del partido de cricket australiano…
»¿Se juega aún al bezique Rubicón en Inglaterra? En esa época hacía
furor. El salón paladiogargantuesco de Keeb estaba atestado de mesitas. Yo no
sabía jugar. Mi anfitriona me pidió que fuese "a entretener a la vieja y querida
duquesa de Mull y a su marido", y me condujo hasta un remoto sofá en donde
un anciano caballero acababa de sentarse junto a una anciana dama. Me
miraron con un tenue y amable interés. Mi anfitriona me instaló en una sillita
dorada, frente a ellos. Antes de irse les comunicó, casi gritando —uno de ellos
era muy duro de oído— que yo era "el famoso escritor". Pasó mucho tiempo
antes de que comprendiesen que yo no escribía sobre cuestiones políticas. Tras
una pausa embarazosa, el duque me preguntó si había conocido "al viejo señor
Abraham Hayward". La duquesa dijo que yo era demasiado joven para haber
conocido al señor Hayward, y me preguntó si conocía a su "inteligente amigo,
el señor Mallock". Le dije que acababa de leer su última novela. Me oí a mí
mismo hacer a los gritos un confuso resumen del argumento. El lugar en que
estábamos sentados se hallaba casi al pie de la gran escalera de mármol.
Comenté lo hermosa que era la escalera. La duquesa de Mull me dijo que
nunca le había gustado mucho esa escalera. El duque, tras una pausa, dijo que
a menudo había oído decir que el viejo señor Abraham Hayward era capaz de
"levantar una mesa de comedor". Hubo largas y frecuentes pausas, entre las
cuales pude oírme a mí mismo hablar a los gritos, desaforadamente, mientras
caía cada vez más bajo en la estima de mi pequeña audiencia. Me sentía como
un hombre ahogándose ante los ojos de una pareja de ancianos que, sentados
en la orilla, lamentan no poder ofrecer ninguna ayuda. Luego el duque miró su
reloj y le dijo a la duquesa que ya era hora de "ir pensando en acostarse".
»Se levantaron, por así decir, de la orilla, y me dejaron, por así decir, bajo
el agua. Los contemplé mientras subían lentamente la escalera que yo había
cometido el error de alabar. Me volví para observar la brillante y silenciosa

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escena de los jugadores de cartas.
»Me pregunté qué hubiera hecho el viejo señor Abraham Hayward en mi
lugar. ¿Se habría precipitado hacia las mesas para "levantarlas"? Supongo que
no se habría escabullido en silencio, rápida y cobardemente, por la escalera de
mármol, como hice yo.
»No sé qué fue más grande, si el alivio o la humillación de encontrarme en
mi cuarto. Quizás la humillación era más grande. Allí, en una silla, estaba mi
hermoso y flamante esmoquin, preparado para mí… ¡qué burla! Alguna vez me
había imaginado a mí mismo en el salón de fumar, vestido con ese esmoquin, a
altas horas de la noche, en el centro de un grupo de hombres eminentes
hechizados por mi brillante conversación. Y ahora, ¡ay, ahora!… Ya no era más
que un pequeño recluso apesadumbrado, manchado de sopa, con la cara
vendada y los nervios deshechos. Los nervios, sí. Traté de convencerme de que
no había visto… lo que me había parecido ver. Algo muy extraño, por supuesto,
y muy desagradable, pero fácil de explicar. Los nervios. La excitación de estar
en Keeb, emoción demasiado fuerte para mí. Una buena noche de descanso:
eso era todo lo que necesitaba. Al otro día me reiría de mí mismo.
»Me extrañó no sentirme físicamente cansado. Allí estaba mi estupendo y
flamante pijama de seda, y, sin embargo, no tenía ganas de acostarme…
ningún deseo de acostarme mientras todavía tuviese la posibilidad de hacerlo.
El pequeño escritorio que se encontraba al pie de la cama parecía invitarme.
Había traído en mi portafolios unas cuantas cartas que, deliberadamente, había
dejado sin contestar para poder hacerlo con el papel membretado de Keeb. El
lacayo las había colocado cuidadosamente, junto con bloc de papel secante, en
ese escritorio que se encontraba al pie de la cama. Lamenté que las hojas allí
apiladas no tuviesen impresa la corona ducal. ¿Qué importaba? Bastaba con la
dirección. Si no había hecho aún buena impresión en la gente que estaba en
Keeb, podía de todos modos hacerla entre quienes no estaban. Me senté. Puse
manos a la obra. Escribí un número prodigioso de cartas fluidas y elegantes.
»Algunas iban dirigidas a extraños que solicitaban mi autógrafo. Enviar mi
autógrafo era algo que siempre me encantaba, y nunca lo hacía de modo
somero… Recuerdo haberle escrito a alguien esa noche: "Querida señora, si no
me lo hubiera pedido usted de un modo tan encantador, vacilaría en enviarle
una cosa cuyo alto precio no reside más que en su rareza. –Su seguro servidor,
Hilary Maltby". Recuerdo haber releído esas líneas preguntándome si la palabra
"precio" no sonaba un tanto comercial. Estaba precisamente estudiando esa
cuestión cuando levanté los ojos del papel y vi, a través de los barrotes de
bronce de la cama, la desnuda planta de un enorme pie humano; y vi, más
allá, la pantorrilla de una enorme pierna; y un camisón; y la cara de Stephen
Braxton. No me moví.
»Pensé en precipitarme hacia la puerta y correr por el pasillo, gritando a
voz en cuello para pedir ayuda. Me quedé sentado, inmóvil.
»Lo que me mantuvo clavado en la silla fue el temor de que, si trataba de
alcanzar la puerta, Braxton pudiese saltar de la cama para interceptarme. Me
dije que si me quedaba sentado, bien quieto, quizás no se movería. Sentí que
si llegaba a moverse me desmayaría.
»Lo miré, me miró. Allí estaba, con su cuerpo levantado a medias, un

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codo apoyado en la almohada y la barbilla clavada en el pecho; debajo de sus
negras cejas, sus ojos me miraban fijamente.
»Ya no se trataba de una pura cuestión de nervios. Se me había esfumado
esa esperanza. Esa presencia persistente no era una simple ilusión óptica. Allí
estaba Braxton. Estábamos juntos, él y yo, en la habitación llena de luz y de
silencio. ¿Durante cuánto tiempo más se conformaría con mirarme?
»Once noches atrás me había mirado de una manera horrible. Esa era la
mirada que ahora, como en una prolongación infinita, tenía que volver a
encontrar, sin atreverme a apartar los ojos. Braxton yacía y yo seguía sentado,
ambos igualmente inmóviles. No lo oía respirar, pero sabía, a juzgar por la
manera en que su pecho subía y bajaba debajo del camisón, que estaba
respirando pesadamente. De golpe, me puse de pie. Porque se había movido.
Había alzado lentamente una mano. Se acariciaba el mentón. Y mientras lo
hacía, y mientras me miraba, su boca se dilató gradualmente en una amplia
sonrisa. Esa sonrisa era peor, era algo más maligno que el ceño que la
acompañaba; y su efecto inmediato en mi ánimo fue un impulso tan odioso
como difícil de resistir. La ventana estaba abierta. Estaba más cerca de mí que
la puerta. Podía haberla alcanzado a tiempo para…
»Bueno, viví para contar el cuento. Resistí a pie firme. Y entonces caí en la
cuenta de un hecho singular vinculado con mi compañero de cuarto. Todo el
tiempo había tenido conciencia de que había algo anormal en su actitud, como
una falta de soltura en su grosera posesividad. Comprendí ahora la razón de
ese efecto. La almohada en que descansaba su codo se veía uniformemente
inflada y convexa, como una almohada intacta. El codo apenas si se apoyaba
en la superficie, sin cambiar en absoluto su forma. El cuerpo no hacía el menor
surco en la cama. Braxton no tenía peso.
»Comprendí que si me inclinaba hacia él y pasaba la mano por entre los
barrotes de bronce para aferrar su pie… no aferraría nada. No era tangible. Era
realista. No era real. Era opaco. No era sólido.
»Por extraño que pueda esto parecerle a usted, tales certezas
disminuyeron mi horror. Durante mi caminata con Lady Rodfitten, una
sospecha obsesiva me había sumido en la perplejidad. Pero ahora la
confirmación misma de esa sospecha me infundió una especie de coraje: esa
noche podía vérmelas más fácilmente con cualquier cosa que con el verdadero
Braxton. Usted podrá comprender hasta que punto me sentí aliviado si le digo
que volví a sentarme en la silla.
»Más de una vez renació en mí la descabellada esperanza de que, al fin y
al cabo, no se tratase sino de una ilusión óptica. Entonces cerraba fuertemente
los ojos y sacudía la cabeza; pero, al mirar otra vez, allí estaba esa presencia,
por supuesto. Esa cosa, Braxton —no el verdadero Braxton, pero, en rasgos
generales, Braxton—, había venido para quedarse. A pesar de que cada
partícula de mi ser estaba tensa y en estado de alerta, yo tenía conciencia de
un intenso cansancio; en el curso de esa horrenda noche, fui consciente
también de una gran envidia. Porque poco antes de que el amanecer se
insinuase en la ventana los ojos de Braxton se cerraron; luego, poco a poco, la
cabeza fue inclinándose hacia un costado, cayó sobre el antebrazo y se quedó
allí. Braxton estaba dormido.

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»Privado de sueño, yo sentía un gran deseo de fumar. Tenía cigarrillos y
fósforos. Pero no me atreví a hacer fuego. El sonido podía haberlo despertado.
Dormido era menos terrible, aunque tal vez más odioso. Yo sentía, ahora,
menos miedo que indignación. "Es intolerable", permanecí diciéndome a mí
mismo, sentado, "absolutamente intolerable".
»Tenía que soportarlo, sin embargo. Era
consciente de que, de algún modo, yo mismo había
creado esa situación. Sin mi interferencia y sin mis
mentiras, el verdadero Braxton hubiera estado allí,
en Keeb, y yo, en ese momento, hubiera estado
durmiendo profundamente. Pero eso no lo
disculpaba. Braxton no sabía lo que yo había hecho.
Simplemente, me tenía envidia. Y, como poco a poco
fui comprendiendo hacia el alba, con la sola fuerza
de su envidia, de su odio y de la maldad que había
en él, había proyectado hacia mí ese simulacro de sí
mismo. Yo sabía que estaría pensando en mí. Sabía que la idea de que yo
estuviese en Keeb Hall envenenaría sus sentimientos más sagrados. Pero no
había contado con la apasionada fuerza y la intensa personalidad de aquel
hombre.
»Si con esa misma fuerza e intensidad simplemente se hubiese
proyectado a sí mismo como un huésped invisible bajo el techo de la duquesa
—si su hazaña hubiese sido enteramente, como quizás lo era en parte, una
hazaña de pura tristeza y de anhelo—, entonces yo realmente me hubiera
apiadado de él; lo que, en comparación con él, me hubiera elevado ante mis
propios ojos. Pero no; si esa miserable criatura hubiera sido invisible para mí,
yo no hubiera pensado en absoluto en Braxton, salvo para alegrarme de que
no estuviese allí. El hecho de que fuera visible para mí, y sólo para mí, no era
un signo de que me remordiese la conciencia. Era simplemente la prueba de su
increíble malevolencia.
»En fin, me parecía que se había vengado, ¡y cómo! Ahí estaba yo,
sentado, con la frente ardiente de insomnio, los pies helados, las piernas
entumecidas, intimidado e indignado al mismo tiempo; sentado allí en la luz
creciente del amanecer y en mi traje flamante, con la camisa y el chaleco
braxtonizados, los que, a la luz del día, se veían aún más horribles. El
embajador de la Literatura en Keeb… Me levanté de la silla, tambaleante, y
espié en el espejo mi cara, mi mejilla braxtonizada. Oía el gorjeo de los
pájaros en los árboles lejanos. Veía por la ventana el sofisticado paisaje de la
finca del duque, difuminado en el esplendor gris de la mañana. Creo que,
desde que era pequeño, nunca había vuelto a sentir tantas ganas de llorar. Ese
momento de debilidad pasó. Me volví hacia el personaje acostado en mi cama
y, juntando todo el poder que pudiera existir en mí, deseé intensamente que se
fuese. Mi esfuerzo dio su fruto, un fruto inadecuado. Braxton se dio vuelta en
la cama y siguió durmiendo.
»Volví a sentarme y… y… al levantar la cabeza, pestañeando, vi frente a mí
a un hombre alto y pelirrojo. "Debo haberme quedado dormido", dije. "Sí,
señor", replicó el hombre; y su voz inexpresiva tocó uno o dos resortes de mi

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memoria: estaba en Keeb, y ese era el lacayo a mí servicio. Pero… ¿por qué no
estaba yo en la cama? ¿Es que… ? No, seguramente no había sido una
pesadilla. Sin ninguna duda había visto a Braxton en esa cama blanca.
»El lacayo, impasible, guardaba mi esmoquin. Yo estaba demasiado
aturdido como para preguntarme lo que podía estar pensando de mí. Y ni
siquiera reprimí un grito cuando, al girar en la silla un momento después, vi a
Braxton apoyado contra la chimenea, con cara de pocos amigos. "¿El señor se
siente mal?", me preguntó el lacayo. "No", respondí, con un hilo de voz, "estoy
perfectamente bien." "Muy bien, señor. ¿Se pondrá el señor el traje azul o el
gris?" "El gris". "Muy bien, señor." Parecía casi increíble que no viese a
Braxton; él mismo no me parecía ni una pizca más sólido que ese animal en
camisón que, de pie junto a la chimenea, lo miraba ocuparse de mis prendas.
"¿Desea el señor que le llene la bañera?" "Sí, por favor." "El cuarto de baño del
señor es la segunda puerta a la izquierda." Se fue, llevándose mi toalla de
baño y mi esponja, y me dejó solo con Braxton.
»Me puse de pie, mientras reunía una vez más toda la fuerza que había en
mí. Esperando contra toda esperanza, apretando los dientes y los puños, lo
encaré; concentré en él toda mi voluntad y, con todos los recursos de mi ser,
salvo las palabras, le ordené que se esfumara, que cesara de existir.
»Repentinamente, se esfumó. Y puede usted imaginar la genuina y
exquisita sensación de triunfo que me estremeció y que siguió
estremeciéndome hasta que fui al cuarto de baño y lo encontré en la bañera.
»Temblando de ira, volví a mi habitación. "Es intolerable", me oí repetir,
como un loro que no conociese otras palabras. Un baño era justamente lo que
necesitaba. Si hubiera podido permanecer largo rato disfrutando del agua bien
caliente, para frotarme después el cuerpo con agua fría, habría emergido
sereno y lleno de coraje; relativamente, al menos. Habría tenido un aspecto
menos cadavérico, y me habría dolido menos la cabeza, y habría sentido un
poco más de hambre al bajar a tomar el desayuno. Además, no habría sido el
primer invitado en aparecer en el comedor. Había cinco o seis mesas redondas
en lugar de la larga mesa de la noche anterior. En el extremo opuesto del
salón, el mayordomo y otros dos sirvientes estaban encendiendo pequeños
calentadores debajo de las bandejas. Rechacé la idea de salir corriendo, lo que
me hubiera puesto en ridículo. Por otro lado, ¿era correcto que comenzase a
desayunar solo, sentado a una de las mesas? Supuse que sí. Pero temí que el
primero en bajar me encontrase comiendo en perfecta soledad en ese vasto
comedor. Permanecí sentado, jugueteando con una tostada y vigilando la
puerta. Se me ocurrió que Braxton podía aparecer en cualquier momento.
¿Sería capaz de ignorarlo?
»Los primeros en aparecer fueron un hombre con su esposa, una pareja
muy elegante. Me saludaron inclinando la cabeza y diciendo "Buen día" al
verme mientras se dirigían hacia las bandejas. Me levanté —sintiéndome
incómodo y culpable— y volví a sentarme. Me levanté de nuevo cuando la
mujer avanzó hacia mi mesa, seguida por el marido con dos platos humeantes.
Me preguntó si no me parecía que hacía un día divino, y le respondí con
nervioso entusiasmo que así era. Luego se puso a comer su kedgeree en
silencio. "Usted ya está por terminar, ¿no?", me preguntó el marido mirando mi

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plato. "Oh, no… no… recién empiezo", le aseguré, alargando la mano hacia la
manteca. También él se puso a comer su kedgeree en silencio. Parecía un toro
espléndido, y ella una vaca espléndida, que estuviesen pastando. Les envidié
tanta calma eupéptica. Calculé que ni diez mil Braxtons hubieran sido capaces
de impedirles dormir profundamente de noche y pastar tranquilamente de día.
Quizás su impasibilidad se me contagió un poco. O quizás lo que me fortaleció
fue la gran cantidad de té cargado que tomé. Sea como fuere, empecé a sentir
que si Braxton venía en ese mismo momento yo no me asustaría ni flaquearía.
»Bueno, no tuve que pasar esa prueba. Una gran cantidad de gente fue
entrando en el comedor, pero Braxton no estaba entre ellos. Lady Rodfitten…
no, ella no se limitó a entrar, ella irrumpió marcialmente; y luego, sentada a
una mesa contigua, se puso a esbozar, con voz sonora, una comparación entre
Jean y Edouard de Reszke. A mí me pareció que su propia voz tenía mucho en
común con la de Edouard. Más afinidad tenía aún con una banda militar.
Inconscientemente me puse a marcar el compás con el pie. Definitivamente,
me había mejorado el ánimo. Me sentía con fuerzas para enfrentar y desafiar
cualquier cosa. Cuando me levanté de la mesa y me encaminé hacia la puerta,
lo hice con un contoneo cadencioso, al compás de la voz de Lady Rodfitten.
»La alegría, sin embargo, me duró poco. Ya no me contoneaba cuando, un
instante después, salí a la espectacular terraza. Había vuelto a ver a mi
enemigo y , enloquecidamente, me batí en retirada. Sin duda pronto volvería a
verlo, allí, tal vez, en esa terraza. Dos de los invitados se paseaban lentamente
en bicicleta por el extenso pavimento, sonrientes, orgullosos de esa nueva y
deliciosa forma de locomoción. Había una gran cantidad de bicicletas
ordenadamente apoyadas contra la balaustrada. Reconocí la mía entre ellas.
Me pregunté si Braxton, desde Clifford's Inn, habría proyectado una imagen de
su propia bicicleta. Quizás lo había hecho; pero no me consta. Cuando lo volví
a ver, yo iba en mi bicicleta; pero él, recuerdo, andaba de a pie.
»Eso ocurrió sólo unos minutos más tarde. Estaba paseándome en
bicicleta en compañía de la querida Lady Rodfitten, quien, realmente, parecía
sentir una gran simpatía por mí. Se me había acercado en la terraza, en
actitud cordial, y me había preguntado, a causa de mis vendas, con quién me
había batido a duelo el día anterior. Antes de que pudiese decirle con quién, ya
se había puesto a disertar sobre el tema del duelo en general. Lamentó la
extinción de esa costumbre en Inglaterra, y avanzó convincentes razones para
lamentarlo. Luego me preguntó cuál sería mi próximo libro. Le confié que
estaba escribiendo una especie de segunda parte, "Ariel vuelve a Mayfair".
Sacudió la cabeza, dijo con su habitual sensatez que las segundas partes eran
algo muy riesgoso y me pidió que le describiera "en pocas palabras" las líneas
generales de mi trabajo. Obedecí. Señaló dos o tres puntos flojos en mi plan.
Me dijo que podría juzgar mejor si le dejaba ver mi manuscrito. Me invitó a
almorzar con ella el viernes siguiente —"los dos solos"— en Rodfitten House, y
me dijo que llevase el manuscrito. ¿Hará falta que diga que tuve la impresión
de caminar sobre las nubes?
»"Y ahora", proclamó, "vamos a dar una vuelta en bicicleta." En ese
momento ya había unos doce ciclistas en la terraza, todos sonrientes,
orgullosos y extasiados. Montamos y echamos a andar, juntos. La terraza se

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extendía al frente y sobre un flanco de la casa, y antes de que la hubiésemos
recorrido en su totalidad estas palabras provisorias se habían abierto camino
en mi mente:

A
ELEANOR
CONDESA DE RODFITTEN
DEDICO AGRADECIDAMENTE ESTE LIBRO
QUE TODO LO DEBE
A SU SABIO CONSEJO
Y A SU INFATIGABLE AYUDA
SU AMIGO
EL AUTOR

»Empecé a sentir, mientras correspondía con una sonrisa masónica a las


masónicas sonrisas que me dirigían los ciclistas que cruzábamos, que el resto
de mi visita transcurriría apaciblemente, si...
»"Vamos más rápido. ¡Corramos!", dijo Lady Rodfitten; y es lo que
hicimos, "los dos solos". Yo iba del lado de la balaustrada, y fue allí donde
Braxton salió de golpe de la nada, aparentemente tan sólido como una roca,
con los brazos en jarras, a menos de tres metros delante de mí, de modo que
me desvié involuntariamente, bruscamente, golpeando de lleno le rueda
delantera de Lady Rodfitten y derrumbándome con ella en un estrépito de
hierros.
»No me lastimé. Ella había amortiguado mi caída. Quise estar muerto.
Estaba furiosa. La cólera le impedía hablar. Pronto hubo una multitud a nuestro
alrededor, como en un accidente callejero. Me acusó ante a la multitud. Dijo
que lo había hecho a propósito. Dijo cosas tan terribles que, creo, me gané la
compasión de la multitud. La ayudaron a levantarse. Traté de estar entre los
que ayudaban. "¡No dejen que se me acerque!", tronó. Divisé a Braxton detrás
de la multitud, sonriéndome. "¡Fue culpa suya!", grité desesperado,
señalándolo. Todos miraron a Mr. Balfour, que estaba de pie delante de
Braxton. Hubo un murmullo de sorpresa general, al que, estoy seguro, Mr.
Balfour unió el suyo. Sonrió de manera encantadora, indiferente y
despreciativa. "Quiero decir… no puedo explicar lo que quiero decir", dije con
voz ronca. Lady Rodfitten se alejó, sin aceptar ayuda, rengueando
horriblemente, hacia la casa. La multitud la siguió, solícita. Yo me quedé allí,
desvalido y desesperado.
»Me había convertido en un proscrito, en una mota de polvo en la terraza
desierta. Maquinalmente, recogí mi sombrero de paja y empujé hasta la
balaustrada las dos bicicletas retorcidas. Supongo que Mr. Balfour tiene un
carácter adorable. Porque al poco tiempo volvió a salir; expresamente, estoy
seguro, para aliviar mis penas. Me dijo que Lady Rodfitten no había sufrido
daño. Se paseó conmigo por la terraza, hablando reflexiva y encantadoramente
de diversos temas. Luego, una vez cumplida su obra de caridad, ese Buen
Samaritano volvió a la casa. Mis ojos lo siguieron con gratitud; pero yo aún
sufría por heridas que estaban más allá de su capacidad de curar. Huí hacia los

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jardines. No quería ver a nadie. Más aún, no quería que nadie me viese. La
sola idea de reaparecer entre esa gente me ponía los pelos de punta. Caminé
cada vez más rápido, para acallar mis pensamientos; fue en vano. ¿Por qué,
simplemente, no pasé a través de Braxton, sin dejar de pedalear? Tenía
conciencia de estar ahora en el parque, entre árboles inmensos y onduladas
extensiones agrestes. Pero la Naturaleza fue incapaz de concluir la tarea
iniciada por Mr. Balfour; y nada mitigó mi angustia.
»Me detuve para recostarme contra un árbol al borde de la enorme
avenida que llevaba a la enorme y odiosa casa. Me recosté preguntándome si
la idea de volver a entrar en esa casa me resultaba más odiosa porque debería
enfrentar a los otros huéspedes o porque, probablemente, debería enfrentar a
Braxton. En alguna parte comenzó a tocar la campana de una iglesia. Y a
continuación percibí otro sonido, un murmullo de voces animadas. Un grupo de
mujeres, equipadas con sombreros y sombrillas, avanzaba rápidamente hacia
mí por la avenida. Mi primer impulso fue el de esconderme detrás del árbol.
Pero temí que ya me hubiesen visto; de modo que lo que aún me quedaba de
respeto por mí mismo me obligó a salirles al encuentro.
»La duquesa estaba entre ellas. La había visto de lejos durante el
desayuno, pero no después. Llevaba un Libro de Oraciones, que agitó en el
aire, saludándome. Yo era un huésped desastroso, pero seguía siendo un
huésped, y nada hubiera podido ser más precioso que su sonrisa. "La mayor
parte de los caballeros que he invitado esta semana", me dijo, "son paganos, y
los otros tienen asuntos personales que atender, salvo el viejo y querido duque
de Mull, que es miembro de la Free Kirk. Usted, naturalmente, es pagano, ¿no
es verdad?"
»Le dije —y en verdad fue un grito que me salió del corazón— que me
gustaría muchísimo asistir al oficio. "Siempre y cuando mi presencia no
estorbe", agregué, de manera un tanto abyecta. No se me ocurrió que Braxton
pudiese tratar de interceptarme. No sé por qué, pero en ningún momento
pensé, mientras caminaba briosamente junto a la duquesa, que podría
encontrarlo tan lejos de la casa. La iglesia se encontraba en un rincón del
parque, y el camino que conducía a ella era un sendero oblicuo que nacía del
último tramo de la avenida. Un poco más allá, proyectando su sombra a través
del sendero, había un grueso roble. Fue de atrás de ese roble, cuando
llegamos a él, de donde Braxton surgió repentinamente y me hizo una
zancadilla.
»¿Le parece absurdo que a uno le haga una zancadilla la mera apariencia
de un pie? Recuerde que yo caminaba rápido y que todo ocurrió como en un
relámpago. Fue inevitable que estirase los brazos y me fuese de cabeza al
suelo, como si el obstáculo hubiera sido tan real como parecía serlo. Me caí
sobre las manos y las rodillas, y en un instante estuve otra vez de pie, dolorido
y zarandeado y pidiendo disculpas. "¡Pobre señor Maltby! ¡No puede ser!",
gimió la duquesa, apiadándose de mí en la última de mis desventuras. Una
dama corrió para atrapar mi sombrero de paja, que había salido disparado
hacia adelante. Otras dos se pusieron a desempolvarme el traje. Todas eran
muy amables, y en su preocupación por mí había un temblor de regocijo. Miré
furtivamente a mi alrededor en busca de Braxton, pero se había ido. La grava

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me había desollado las palmas de las manos. La duquesa proclamó que, dadas
las circunstancias, no debía en modo alguno ir a la iglesia. Yo estaba
firmemente decidido a llegar a ese santuario. Seguí caminando a su lado, con
paso firme. Ocurriera lo que ocurriese, no iba a permitir que me dejasen allí.
Estaba totalmente dispuesto a lograr por los menos un respiro.
»En fin, llegué a la iglesita sin volver a sufrir molestias. Estar allí me
pareció casi demasiado bueno como para que fuese cierto. Justo cuando
entrábamos se oyeron las primeras notas del órgano. Las damas se sentaron
en el primer banco, entre el frufrú de los vestidos. Como yo era el único
hombre de la partida, me senté en la punta del banco, junto a la duquesa. No
pude evitar sentir que la mía era una ubicación destacada. Pero había pasado
por demasiados sinsabores como para poder disfrutar de ella, y la idea de los
nuevos horrores que podían estar esperándome en el camino de regreso no me
dejaba en paz. Rogué que el oficio no fuese breve. La música del pequeño
órgano, que subía y bajaba en el ámbito de la iglesia, era extrañamente
apaciguadora. Me volví para echar sobre los simples feligreses de los bancos
posteriores una mirada casi feudal y, ante lo que vi, se me fue el alma al piso.
»Braxton avanzaba por la nave central. Caminaba lentamente,
contemplando los vitrales laterales con mirada de turista. Con pasos pesados,
aunque sus botas no resonaban en el piso, llegó hasta nuestro banco.
Imponente y encolerizado, se detuvo allí como pidiendo que le hiciésemos
lugar. Un momento después, hoscamente, avanzó con la intención de sentarse.
Instintivamente me eché hacia atrás, rígido, y aparté mis rodillas con un
estremecimiento de repulsión ante la idea del contacto. Pero Braxton no pasó
frente a mí. Lo que hizo fue, lenta y directamente, sentárseme encima.
»No, encima no. Fue a través de mí como se sentó, y en torno a mí. Lo
que me ocurrió no fue un mero y horroroso contacto con lo intangible. Fue
inclusión, inmersión, eclipse. Braxton no se sentó sobre mis piernas, sino en el
banco mismo; y no se recostó sobre mi cara y mi pecho sino contra el respaldo
del banco. En ese momento no me di cuenta. Lo único que sentí fue como si
todo se borrara de golpe, diluyéndose en una oscuridad infinita e impenetrable.
Por un momento conjeturé, vagamente, que me había muerto. Lo que pasaba,
en realidad, era que mis ojos y todo el resto de mi cuerpo estaban dentro de
Braxton. Usted recuerda lo corpulento que era. Calculo que, sentados ambos
allí, mis ojos estaban justo por debajo de su paladar. ¡Algo horrible!
»Desde las profundidades insondables de esa negrura absoluta podía aún
oír, como antes, la melodía del órgano que subía y bajaba. Eso me hizo
comprender que no estaba muerto. Y supongo que debo haber estirado el
cuello hacia adelante, ya que tuve una visión repentina de dos o tres cosas;
una visión fugaz, a la altura del vientre, de un chaleco jaspeado y de dos
grandes manos peludas cruzadas sobre él. Luego, de nuevo la oscuridad. No sé
si era yo el que había vuelto a echar atrás la cabeza o Braxton el que había
adelantado la suya. "¿Se siente bien?", susurró la voz de la duquesa; mi cara,
sin duda, debía estar lívida. "Perfectamente", susurró mi voz. Pero ese
lastimoso adverbio fue el último estertor del instinto social en mí. De repente,
mientras la música del órgano subía antes de acabar, se oyó un crepitante
ruido general. La congregación se había puesto de pie para saludar la entrada

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del coro y del vicario. Braxton también se había levantado, dejándome en
plena luz. Contemplé desde abajo su espalda imponente. Volviéndose hacia mí,
la duquesa, que estaba a su lado, me echó una mirada. Pero yo no me atrevía
a ponerme de pie, no podía ponerme de pie para volver a entrar en esa
espalda, en esa gran oscuridad que estaba allí, esperándome. Lo único que
atiné a hacer fue agarrar mi sombrero de abajo del banco y huir
enloquecidamente de la iglesia, a grandes pasos, por la nave central.
»¿Hacia dónde? ¿Para qué? Yo no razonaba. Simplemente huí, como
Orestes; huí como un autómata por el sendero que nos había llevado a la
iglesia. ¿Me seguían? Sí, sí. Mirando hacia atrás por encima del hombro, vi a
ese animal a unos veinte metros detrás de mí, acercándoseme. Eché a correr
más rápido. Poco después, ¡horror!, Braxton estaba junto a mí, mirándome
ceñudo.
»Viré, esquivé, reculé, pero siempre estaba junto a mí. De tanto en tanto,
sofocado, me detenía, y él se detenía conmigo. Y luego, cuando había
recuperado el aliento, volvía a correr con la loca esperanza de escapármele.
Llegamos, después de no sé cuántas vueltas, a la gran avenida, y mientras
estaba allí de pie, jadeando con angustia, pude ver a lo lejos, confusamente, el
pabellón de Keeb. Había olvidado completamente que me encontraba en casa
del duque de Hertfordshire. Pero Braxton no lo había olvidado. Se me plantó
delante. Entre la casa y yo.
»Débil y todo como estaba, casi hubiera podido echarme a reír. ¡Dios
santo! ¿Eso era todo lo que quería: que no volviese allí? ¿Podía suponer que
quería volver allí… con él? ¿Era yo, acaso, el prisionero del duque? ¿Qué podía
impedirme que me fuese simplemente caminando hasta la estación? Giré sobre
mí mismo y eché a andar.
»Braxton me acompañó. Pensé que, una vez que hubiésemos traspuesto
el portón, quizás desaparecería, satisfecho. Pero no, no desapareció. Parecía
sospechar que si me perdía de vista volvería a escabullirme hacia la casa.
Llegamos juntos, mi apacible compañero y yo, a la pequeña estación
ferroviaria. Se le veía la intención de despedirme. Un viejo y solitario
changador me informó de que el próximo tren para Londres pasaría a las 4:30.
»Así que Braxton me despidió a las 4:30. Pensé, al subir al vagón vacío,
que no hacía ni siquiera veinticuatro horas que yo, o alguien que se me
parecía, había descendido en esa estación.
»El guarda anunció la partida; sonó el silbato de la locomotora y el tren,
con un brusco sacudón, se puso en marcha; pero yo no me asomé a la
ventanilla para ver desaparecer a mi atento amigo en la distancia.
»¿Menos de veinticuatro horas, realmente? ¿No serían veinticuatro años?»
Maltby hizo una pausa en su relato.
—En fin —dijo—, no quiero que usted piense que exagero la ordalía que
fue mi visita a Keeb. Un hombre de mayor temple que yo, y más ingenioso que
yo, podría haber enfrentado exitosamente a Braxton desde el principio hasta el
fin; podría haberse quedado hasta el lunes, causándoles muy buena impresión
a todos durante todo ese tiempo. Aún así, incluso después de mis múltiples
desventuras y de mi huida repentina, no puedo decir que mi posición fuese
indefendible. Sólo afirmo que esa era mi impresión. Un hombre menos sensible

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que yo, y menos fatuo, podría haber recuperado el ánimo tras escribirle una
carta de disculpas a su anfitriona, y podría haber retomado su vida normal
como si nada demasiado terrible hubiera ocurrido, después de todo. Esa misma
noche le escribí a la duquesa unas cuantas líneas; pero las escribí mientras
preparaba mi partida de Inglaterra: crucé el canal de la Mancha a la mañana
siguiente. En esa tarde de domingo que pasé con Braxton en la estación de
Keeb, mientras recorría con él, de punta a punta, el andén desierto, mientras
esperaba con él en la desierta sala de espera, me sentía atontado por la pena y
no pensaba más que en el tren de las 4:30. Durante todo el viaje a Londres,
mi cerebro trabajaba y mi ánimo se encogía. Volví a ver con total claridad cada
uno de los incidentes ocurridos durante mi estancia en Keeb; un panorama
horrible, espantoso. Estaba acabado, por lo menos en lo concerniente a esas
personas. Y después de haber probado con ellos, ¿qué me importaban los
demás? "Para ser un halcón vuela demasiado bajo; para ser un gallinazo,
demasiado alto." Ese viejo refrán nuestro parecía resumir mi caso. Y,
suponiendo que yo aún pudiese disfrutar con la compañía de mi vieja clase
media alta, ¿qué pensarían ellos de mí ahora? Los chismes se cuelan por todos
lados. Estaba seguro de que, poco a poco, la historia de mi fiasco de Keeb se
abriría camino hasta el salón de la señora Foster-Dugdale. Sentía que nunca
sería capaz de mantener alta la cabeza en un lugar en donde se conociese esa
historia. ¿Está usted seguro de que nunca oyó nada?
Le aseguré que sólo había oído hablar de su grandiosa visita a Keeb Hall.
—Qué curioso —dijo pensativamente—. Es un
buen ejemplo de la lealtad que existe entre esa
gente. Supongo que, por consideración hacia la
duquesa, hubo un acuerdo general para no decir ni
una sola palabra sobre su extraño huésped. Pero,
incluso si me hubiera atrevido a esperar que se
guardase un silencio tan eficaz acerca de mí, no
podía no huir. Quería olvidar. Quería aislarme, lejos
de cuanto pudiese recordarme todo aquello. Fui
directamente de Ryder Street a Vaule-la-Rochette,
que, según tenía entendido, era la estación
balnearia menos frecuentada de Europa. Me fui sin dejar mi dirección, y le dije
a mi casero que, si llegaban a mi nombre una valija y un baúl, podía
considerarlas, junto con su contenido, de su entera propiedad. Probablemente
la duquesa me escribió una amable cartita, en la que se esforzaba en expresar
vagas esperanzas de que "alguna vez" volviese a visitarla. Supongo que Lady
Rodfitten no me escribió para recordarme mi promesa de ir a almorzar con ella
el viernes llevándole "Ariel vuelve a Mayfair". Dejé el manuscrito en Ryder
Street; en la chimenea de mi dormitorio; convertido en un montoncito de
cenizas. No era que hubiese abandonado toda idea de escribir. Pero, por cierto,
no era cuestión de ponerme a escribir sobre las dos cosas que más necesitaba
olvidar. No iba a ponerme a escribir sobre la aristocracia británica, ni sobre
ningún tipo de presencia sobrenatural… Escribí, sí, una novela —mi última
novela— mientras estaba en Vaule. "El señor y la señora Robinson". ¿La vio
alguna vez?

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Asentí gravemente.
—Ah… No sabía bien —dijo Maltby—, si la habían publicado o no. Un triste
asunto, ¿no es verdad? Yo conocía muy bien la vida del suburbio. Pero, en fin,
supongo que uno no puede entender realmente lo que no ama, y uno no puede
escribir nada realmente divertido sin una verdadera comprensión. Además,
¿qué valor puede tener un libro escrito meramente para distraer la mente del
autor? Había esperado que el sol y el mar y la soledad curasen mis heridas.
Nada de eso sirvió. Trabajar en "El señor y la señora Robinson", en cambio, me
ayudó, un poco. Cuando lo terminé, pensé que podía enviárselo a mi editor,
que me había dado, después de "Ariel", una enorme suma de dinero como
adelanto por mi próximo libro; una suma tan grande que yo era más bien
reacio a devolvérsela. En la nota que adjunté al manuscrito no indiqué mi
dirección, y pedí que las pruebas de galera se leyesen en la imprenta misma.
No me importaba si publicaban el libro o no. Sabía que, en el primer caso,
sería un fracaso total. ¿Qué podía importar una gota más en la desbordante
copa de mi humillación? Sabía que Braxton se regodearía. Ni siquiera eso me
importaba.
—Bueno —dije yo—, Braxton no estaba de humor para regodearse. "Los
zánganos" acababa de aparecer.
Maltby no había oído hablar de "Los zánganos", que a mí mismo sólo me
había venido a la memoria en el curso de sus confidencias. Le expliqué que era
la segunda novela de Braxton, y que consistía en un salvaje alegato contra la
aristocracia británica; que estaba escrito en un estilo del peor gusto posible,
pero que era tan aburrido que no produjo el menor efecto; que, en
consecuencia, Braxton, con lo que Maltby había llamado "su fuerza apasionada
y su intensa personalidad", se había dado a la bebida y se había hundido
irremediablemente.
Maltby dio signos de una emoción genuina, aunque poco profunda, y me
citó dos o tres de los pasajes más bellos de "Un fauno en las colinas
Cotswolds". Incluso expresó su convicción de que a "Los zánganos" se lo había
juzgado mal. Dijo que se culpaba a sí mismo más que nunca por haber cedido
a ese mal impulso en aquella velada.
—Y sin embargo —murmuró—, y sin embargo, honestamente, en lo
profundo de mi corazón no puedo lamentar el hecho de haber cedido. Sólo
puedo desear que, al final, todo hubiese terminado para Braxton tan bien como
terminó para mí. Me gustaría que hubiese podido conquistar, como yo, una
grande y duradera felicidad. Después de terminar "El señor y la señora
Robinson", durante alrededor de un año anduve viajando de lugar en lugar,
tratando de ahogar los recuerdos y evitando todos los sitios frecuentados por
ingleses. Al final recalé en Lucca. Este es el lugar, pensé, en que un espíritu
maltrecho y atormentado puede encontrar poco a poco la paz. Decidí
abandonar el hotel y fijar domicilio permanente. No ambicionaba la felicidad ni
un completo restablecimiento de mi amor propio; sólo la paz. Un intermediario,
un "mezzano", me condujo hasta una noble y antigua casa, cuya propietaria,
me dijo, estaba ansiosa por alquilar el primer piso. Este estaba en muy mal
estado, pero aun así me pareció barato. Para el sencillo nivel de vida habitual
en Lucca, soy un hombre rico. Alquilé el primer piso por un año, lo hice

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arreglar y contraté dos sirvientes. Mi "padrona" ocupaba la planta baja. De
cuando en cuando me permitía visitarla. Era la contessa Adriano-Rizzoli, la
última de su linaje. Ahora es la contessa Adriano-Rizzoli-Maltby. Hace quince
años que estamos casados.
Maltby miró la hora y, levantándose, recogió de la mesa, delicadamente,
el gran ramo de flores.
—Desciende en línea directa —me dijo—, del emperador Adriano.

© Traducción de Carlos Cámara

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El autor

Max Beerbohm

G. B. Shaw lo llamó alguna vez "el incomparable


Max"; Wilde dijo que su estilo era como "un puñal de
plata". Autor para pocos (él mismo, no sin vanidad,
declaró tener apenas mil quinientos lectores en Inglaterra
y otros mil en los EE. UU.), Max Beerbohm (1872-1956)
es muy poco conocido en castellano. Fue un dandy que se
jactaba de ser capaz de enseñarle a Sir I. Newton "la ley
de la levedad"; fue un ironista incapaz de expresarse
como no fuese irónicamente; fue un caricaturista
implacable que se definió a sí mismo como un
monstruificador ("monstrifier") de hombres; fue, sobre
todo, un escritor cuyos cuentos, ensayos, parodias y única novela no se
pueden leer sin deleite. En su "Antología de la literatura fantástica", Borges,
Bioy Casares y Silvina Ocampo incluyeron el memorable "Enoch Soames",
extraído del volumen de cuentos "Seven Men", que la Encyclopedia Británica
califica, sin exageración, de obra maestra. A ese volumen pertenece también el
presente relato, en el que el avispado lector podrá percibir, quizás, el germen
de una idea que Bioy Casares utilizaría en su cuento "En memoria de Paulina".

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UNA MÁRTIR

Léon Bloy

—De modo que es cierto, señor yerno mío, que


ninguna consideración religiosa podrá tener efecto
sobre su alma. Usted no esperará ni siquiera hasta
mañana para hacer sus porquerías, ya me voy dando
cuenta. No tendrá compasión alguna de esta pobre
niña, criada hasta el día de hoy con la pureza de los
ángeles, y a la que usted va a manchar con su aliento
de reptil. En fin, ¡hágase tu voluntad, Dios mío, y
bendito sea tu nombre por los siglos de los siglos!
—Amén —respondió Georges mientras encendía
un cigarro. —Se lo digo por última vez, querida suegra: le guardo a usted un
agradecimiento eterno. Confío infinitamente en sus plegarias y no olvidaré,
créame, sus exhortaciones. Buenas tardes.
El tren se ponía en marcha. Madame Durable, de pie en el andén, miró
alejarse el rápido que se llevaba a los recién casados hacia el sur de Francia.
Agitada aún por las emociones de aquel día, pero con los ojos tan secos
como una pieza esmaltada que sale del horno, golpeteaba nerviosamente en el
suelo con la punta de su paraguas.
Haciendo con rabia el cómputo de inmolaciones y sacrificios, la buena
señora se decía que era verdaderamente muy duro haber vivido dedicada por
entero, durante veinte años, a aquella hija ingrata que la abandonaba así, ya
desde la primera hora de su matrimonio, para seguir a un extraño
manifiestamente desprovisto de pudor que sin duda iba a profanarla, casi de
inmediato, con sus caricias impúdicas.
—¡Ah, sí, seguro! ¡Es una dicha tener hijos! Piense, señor —casi
inconscientemente se dirigía al subjefe de la estación, que se le había acercado
para exhortarla cortésmente a hacerse humo—, piense que una los trae al
mundo entre dolores abominables que usted no se puede imaginar, que los cría
en el temor de Dios, que trata de hacerlos parecidos a los ángeles para que
sean dignos de cantar indefinidamente al pie del Cordero. Una ruega por ellos
sin descanso noche y día, durante la tercera parte de la vida. Una se inflige a sí
misma, por el bien de esas almitas tiernas, penitencias que hacen temblar de
sólo pensar en ellas. ¡Y ahí tiene la recompensa! ¡Ahí la tiene! A una la
abandonan, la tiran al piso como un harapo, como una peladura de papa, tan

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pronto como aparece un granuja a quien una cometió la estupidez de recibir,
porque parecía un buen cristiano, y que abusó de inmediato de esa
oportunidad para mancillar un corazón inocente, para sugerir visiones impuras,
para hacer creer, si me atrevo a decirlo, a una joven criada en la más santa
ignorancia, que las sucias caricias de un esposo carnal le darían una dicha más
intensa que las castas efusiones del cariño de una madre... ¡Y ya ve lo que
ocurre, señor; usted podrá dar testimonio el día del Juicio Final! Aquí me
dejan, abandonada, traicionada, sola en el mundo, sin consuelo y sin
esperanza. Póngase en mi lugar.
—Señora —respondió el empleado—, créame que me apiado de su dolor.
Pero es mi deber hacerle observar que las exigencias del servicio me impiden
permitirle permanecer por más tiempo en este sitio. De modo que le ruego,
con gran pesar, que tenga a bien retirarse.
La madre dolorosa, así despachada, desapareció, no sin antes poner al
cielo por testigo, una vez más, de la inmensidad de su pena.

Madame Virginie Durable (Mucus, de soltera) pertenecía al tipo nunca bien


admirado de la mártir.
Era, incluso, una mártir de Lyón, y, por consiguiente, la harpía más atroz
que se pueda imaginar.
La habían entregado desde su infancia a los verdugos más crueles, y no
había conocido nunca el bálsamo del consuelo humano. Ella misma, por lo
demás, ponía regularmente al universo al tanto de sus tormentos.
Treinta años antes, cuando el señor Durable, actualmente vendedor de
ostras jubilado, desposó a aquel holocausto, apenas sospechaba, el pobre
hombre, la espantosa responsabilidad de torturador que asumía.
No tardó en saberlo; e incluso, a causa de ello, acabó completamente
chocho.
Independientemente de lo que pudiera hacer o decir, no logró nunca, ni
una sola vez, no ser criminal, no pisotear el corazón de su mujer, no clavar en
él espinas o puñales.
Virginia era una de esas adorables criaturas que «han sufrido tanto», de
las que no es digno ningún hombre, a las que nadie puede ni comprender ni
consolar y que no tienen bastantes brazos para alzar al cielo.
Hacía gala, demás está decirlo, de una piedad sublime que hubiera sido
ridículo pretender admirar lo bastante y que a ella misma la dejaba
invariablemente perpleja.
En una palabra, fue una esposa irreprochable, ¡ah, Dios santo!, y que
debía hacer descender infaliblemente las bendiciones más inusuales sobre el
comercio de un malvado imbécil que no comprendía lo feliz que era.

Cierto día, pocos años después de la boda, cuando la mártir era joven aún
y, según dicen, bastante apetitosa, el odioso personaje la sorprendió en
compañía de un caballero en paños menores.
Las circunstancias eran tales que hubiera hecho falta ser, no sólo ciego,
sino aun tan sordo como la muerte, para que a uno le quedara la más leve
duda.

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La austera devota, que le ponía los cuernos con
un entusiasmo evidentemente compartido, no tenía
suficientes conocimientos literarios como para
espetarle la frase de Ninón, pero lo que hizo fue casi
igualmente bello.
Avanzó hacia él, despechugada, y con una voz
muy dulce, una voz profundamente grave y dulce, le
dijo a aquel hombre estupefacto:
—Amigo mío, estoy tratando con el señor Conde
ciertos asuntos privados. Así que, por favor, vaya a
atender a sus clientes.
Después de lo cual, cerró la puerta.
Eso fue todo. Dos horas más tarde, le notificaba a su marido que en
adelante no debería dirigirle la palabra como no fuera en caso de extrema
urgencia, declarando estar cansada de tener que descender hasta su alma de
tendero y sentirse, en verdad, muy digna de lástima por haber renunciado a
sus esperanzas de muchacha virgen por un rústico sin ideales que cometía la
indelicadeza de espiarla.
Como era hija de un oficial de justicia, no olvidó recordarle, en tales
circunstancias, la superioridad de su linaje.
A partir de aquel día, la cristiana de los primeros siglos no volvió a
caminar sin empuñar una palma, y la existencia se volvió un infierno, un lago
de hondísima amargura, para el pobre cornudo domado que se dio a la bebida
y se volvió lo bastante idiota como para que, razonable y caritativamente, lo
recluyesen en un asilo.

Por una suerte inaudita, la educación de Mademoiselle Durable fue mejor


de lo que hubiera podido dejar suponer la coyuntura.
Es cierto que su virtuosa madre, dedicada sin descanso al
embrutecimiento del señor Durable y entregada, además, a oscuros comercios,
se ocupó muy poco de ella y pronto la dejó librada a la mercenaria vigilancia
de las religiosas de la Escalera de Pilatos, las que, por milagro, cumplieron
concienzudamente su misión.
La joven, provista de una dote suficiente y presentable desde todo punto
de vista, aprovechó con presteza la primera ocasión de matrimonio que se le
presentó en cuanto comprendió lo ridícula y execrablemente malvada que era
aquella perra vieja, que se transformó entonces en suegra por un decreto
misterioso de la terrible Providencia.
Todos admiraron el coraje del novio.
La ceremonia acababa de terminar, cuando éste, de carácter muy
independiente, declaró su firme voluntad de alejarse de inmediato con su
mujer en un tren rápido. Todo el mundo pudo ver que esa resolución, quizás
adoptada de común acuerdo, no afligía en lo más mínimo a la recién casada,
que no pareció prestarles más que una vaga atención a los gemidos o los
reproches maternos.
Madame Durable, sofocada por la más generosa de las indignaciones, se
volvió entonces a su casa solitaria meditando las peores venganzas.

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Pero no. La palabra venganza no era la adecuada. De lo que se trataba era
de castigar.
Aquella madre ultrajada tenía el derecho de castigar. Tenía incluso el
deber de hacerlo, para que no perdiese validez el cuarto mandamiento de la
ley divina.
En consecuencia, todos los medios eran buenos, y la intención piadosa
impregnaría con su fragancia los más venenosos tejemanejes.
Con el fin de poner en práctica tan loable propósito, la mártir, en adelante,
se las arregló para lograr, por medio de cualquier treta y de cualquier
artimaña, la deshonra de su yerno y la deshonra de su hija.
Al primero lo acusó de vicios monstruosos, de costumbres infames que
fueron certificadas por abominables testigos. La joven recibió cartas que
podían haber sido enviadas desde Sodoma.
La Culona le escribió sus quejas y el Nene Dedo-Gordo le hizo saber que
«esto no quedaría así». Un torrente de inmundicias cubrió el lecho conyugal de
los recién casados.
Por su parte, al marido lo abrumaron una infinidad de mensajes anónimos
o firmados con seudónimos, de formas diversas pero siempre untuosos y
saturados de la más afable tristeza, que, con precaución, lo ponían al corriente
del sucio pasado de su compañera, cuyo solo aliento había podrido cincuenta
chicas en los dormitorios del pensionado y que, por cierto, junto con la dote,
no había podido ofrecerle más que la baja y rudimentaria virginidad de su
cuerpo.
Nada podía expresar la maldad diabólica, la habilidad infernal que movía
todos los hilos de aquella intriga de imposturas, que suministraba así, día a
día, los espantosos venenos del infanticidio.
Aquello duró más de seis meses. Los desdichados, que no quisieron
responder, al principio, sino con un profundo desprecio, pronto fueron presa del
horror ante una persecución tan tenaz.
Supieron que cartas procedentes de la misma fuente desconocida se
difundían a su alrededor en los hoteles, entre los patrones y la servidumbre,
así como entre ciertos notables de las ciudades y pueblos que atravesaban
huyendo.
Los atenazó una angustia pánica, continua; desgarrados por irreparables
sospechas que ellos, vanamente, sabían absurdas, terminaron precipitándose
en una cloaca de melancolía.
Ya no comieron ni durmieron, y sus almas se
perdieron en los pálidos abismos en que se diluye la
esperanza.
Un día, al fin, murieron juntos a la misma hora y
en el mismo lugar, sin que se haya podido saber
precisamente de qué manera dejaron de sufrir.
La madre, que los seguía como un tiburón, hizo
constatar el suicidio para que de ningún modo se les
pudiese dar la sepultura de los cristianos.
Es, cada vez más, la Mártir, y cada día se eleva
con extrema facilidad hasta el tercer cielo, y cada noche, a última hora, le toca

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la campanilla —según reza la crónica de la calle de Constantinopla— a un
robusto ayuda de cámara.

© Traducción de Miguel Ángel Frontán

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El autor

Léon Bloy nació en Périgueux en 1846. Su padre


era masón y su madre una católica devota. En 1869 se
convirtió definitivamente al catolicismo.
A lo largo de una existencia llena de sinsabores,
continuamente atormentada por la falta de dinero y
marcada por un fervor religioso cada vez más
intransigente, Bloy escribió una vasta obra que
comprende ensayos nunca inofensivos, panfletos de
inusitada violencia como "La salvación por los judíos",
novelas autobiográficas como "La mujer pobre" y "El
desesperado", relatos como los que forman sus
"Cuentos descorteses" y un largo "Diario", que
comenzó a publicar en 1892. Murió en Bourg-la-Reine,
cerca de París, en 1917.
Brutalidad, exceso y truculencia inundan su obra;
supo crearse, sin embargo, una lengua vigorosa y personalísima (fue, como
diría Céline, un "hombre de estilo"), y sus propios, y muchos, detractores
siempre reconocieron en él algo más que el simple talento.

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FERDINANDO

Alphonse Allais

¿Tienen alma los animales? ¿Por qué no habrían


de tenerla ? He conocido en mi vida a una
considerable cantidad de hombres, incluyendo
algunas mujeres, tontos como gansos, y varios
animales no mucho más idiotas que unos cuantos
electores.
E incluso —no digo que el caso sea muy
frecuente— conocí, personalmente, a un pato que
tenía genio.
Aquel pato, llamado Ferdinando en honor al
gran francés, había nacido en el gallinero de mi padrino, el marqués de
Belveau, presidente del comité organizador de la Sociedad General de
Publicidad en los Túneles.
Yo pasaba siempre mis vacaciones en la propiedad de mi padrino, dado
que mis padres ejercían una industria insalubre en un lugar cerrado.
(Mis padres —prefiero decirlo de inmediato, para que no se los acuse de
indiferencia a mi respecto— habían establecido una refinería de fósforo en un
departamento del quinto piso de la rue des Blancs-Manteaux, compuesto de un
dormitorio, una cocina y un cuartito para las escobas que servía de sala de
estar.)

¡Un verdadero edén, la propiedad de mi tío! Pero era sobre todo en el


gallinero donde a mí más me gustaba estar, probablemente porque era el lugar
más sucio de la finca.
Había allí, viviendo en una conmovedora fraternidad, un cerdo adulto,
conejos de todas las edades, gallinas policromas y patos que daban ganas de
ponerse de rodillas frente a ellos, porque, como dice La Fontaine, "su canto era
digno de sus plumas".
Allí conocí a Ferdinando, que, para esa época, era un joven pato de unos
dos o tres meses. Ferdinando me plugo rápidamente.
En cuanto yo llegaba, dejaba oír unos cuac-cuac de bienvenida y agitaba
las alas, en una ruidosa manifestación de amistad que me iba derecho al
corazón.

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Por lo cual la idea del fin próximo de Ferdinando
me helaba el corazón de angustia.

Ferdinando estaba perfectamente al tanto del


destino que le esperaba, conscius sui fati. Cuando le
llevaban en la comida peladuras de nabos o vainas
de arvejas, un rictus amargo crispaba las comisuras
de su pico, y algo parecido a una nube de muerte le
velaba anticipadamente los ojitos amarillos.
Felizmente, Ferdinando no era pato de dejarse
meter en el asador como un simple pavo: "Ya que no soy el más fuerte", se
decía, "seré el más avispado", y puso todo en juego para no conocer jamás las
altas temperaturas del asador o de la cacerola.
Había observado las maniobras que ejecutaba la cocinera, cada vez que
necesitaba un individuo del gallinero. La cruel muchacha agarraba al animal, lo
sopesaba, lo palpaba cuidadosamente, ¡manoseo supremo!
Ferdinando se juró que no engordaría jamás y cumplió con su palabra.
Comió muy poco, nunca feculentos, evitó beber durante las comidas, tal
como lo recomiendan los mejores médicos. Mucho ejercicio.
Como este tratamiento se reveló insuficiente, Ferdinando, con la ayuda de
su instinto y de raras aptitudes para las ciencias naturales, penetraba de noche
en el jardín y engullía las plantas más purgativas, las raíces más drásticas.
Durante cierto tiempo sus esfuerzos se vieron coronados por el éxito, pero
su pobre cuerpo de pato se acostumbró a estas drogas y mi desdichado
Ferdinando recuperó pronto el peso perdido.
Probó con plantas venenosas en pequeñas dosis, y chupó algunas hojas
de un Datura Stramonium que jugaba en los canteros de mi padrino un papel
espinoso y decorativo.
Ferdinando se enfermó como un caballo, lo que casi le costó el pellejo.
La idea de la electricidad se presentó a su alma ingeniosa, y yo lo
sorprendí a menudo con los ojos levantados hacia los cables del telégrafo que
rayaban el firmamento, justo por encima del gallinero; pero sus pobres alas
atrofiadas se negaron a llevarlo tan alto.

Un día, la cocinera, impaciente ante aquella escualidez incoercible, agarró


a Ferdinando y le ató las patas murmurando: "¡Bah! ¡A la cacerola, con un
buen puñado de arvejas!..."
Me falta espacio para pintar mi consternación.
Ferdinando sólo vería brillar un alba más.
Por la noche me levanté para darle a mi amigo
el adiós supremo, y éste es el espectáculo que se
presentó a mis ojos:
Ferdinando, con las patas aún atadas, se había
arrastrado hasta la puerta de la cocina. Con un
enérgico movimiento de fricción alternada estaba
afilando el pico en el peldaño de granito. Luego, de
un golpe seco, cortó la cuerda que lo paralizaba y se

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irguió sobre las patas un poco entumecidas.
Totalmente tranquilizado, volví silenciosamente a mi habitación y me
dormí profundamente.
A la mañana, no pueden ustedes darse una idea de los gritos que llenaban
la casa. La cocinera, en un lenguaje malintencionao, vulgar y tumultuoso,
anunciaba a todos la huida de Ferdinando.
—¡Señora, señora! ¡Ferdinando se rajó!
Cinco minutos después, un nuevo descubrimiento la puso fuera de sí:
—¡Señora, señora! ¡Y encima, antes de irse, el
cerdo se zampó todas las arvejas con que había que
prepararlo!
Reconocí perfectamente, en ese rasgo, a mi
viejo Ferdinando.

¿Qué habrá sido de él, me pregunto?


Quizás puso al servicio del mal las maravillosas
facultades con que la naturaleza, alma parens, se
había complacido en agraciarlo.
¿Qué importa? Recordaré siempre a Ferdinando como a un viejo zorro.
¡Y ustedes también, espero!

© Traducción de Carlos Cámara

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El autor

Nacido en Honfleur en 1854, muerto en París en 1905,


Alphonse Allais creaba, según Jules Renard, "como Dios,
de la nada", en una improvisación siempre eficaz y con
fantasía inagotable; salvo que, a diferencia de la "Otra", la
creación de Allais, desconocedora de angustias y tragedias,
es una pura fiesta del ingenio. Patafísico avant la lettre sin
desfallecimientos, prodigó en su obra prolífica los juegos y
construcciones verbales que, mucho más tarde, darían
celebridad a escritores como Queneau y Perec.
Fabricaciones absurdas, como su cuadro "Estupor de
jóvenes reclutas al ver por primera vez tu azul, oh
Mediterráneo" (un simple rectángulo azul), anuncian, en el tono que sin duda
más conviene a "hallazgos" de este tipo, el humorístico, producciones del arte
del siglo XX como el famoso bleu de Klein. Su obra consta de cientos de
cuentos, artículos, poemas, invenciones y pensamientos estrafalarios, así como
de algunas obras de teatro. "Ferdinando" pertenece en su libro À se tordre.

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LA MONTAÑA DE NIEVE

Sei Shonagon

...Y luego, durante los días que siguieron al


décimo día del duodécimo mes, la nieve cayó y
formó un espeso manto. En una ocasión, las damas
se dedicaron a recogerla y a llenar con ella toda
clase de recipientes. "De la misma manera", decían,
"podríamos levantar en el jardín una auténtica
montaña de nieve." Entonces las damas llamaron a
los sirvientes y les dijeron que se trataba de una
orden de Su Majestad, de tal modo que se reunieron
para trabajar. También acudieron los empleados del
servicio doméstico que se ocupaban de barrer, con lo que la montaña alcanzó
gran altura. Algunos funcionarios de la Casa de la Emperatriz llegaron, se
unieron al grupo y brindaron sus consejos a quienes trabajaban; pronto la
montaña de nieve llegó a ser espléndida. También se sumaron tres o cuatro
empleados del servicio de los chambelanes y algunos otros empleados.
Rápidamente hubo alrededor de veinte personas. Además se mandó buscar a
los que habían permanecido en sus casas. "Hoy", se les dijo, "quienes hayan
tomado parte en la erección de esta montaña de nieve recibirán un salario;
pero para quienes, por el contrario, no hayan venido, no habrá paga alguna."
Habiendo oído esto, todo el mundo acudió. De todas maneras, no hubo forma
de avisarles a los que vivían demasiado lejos. Cuando la montaña quedó
terminada, llamamos a algunos funcionarios de la Casa de la Emperatriz, a
quienes se les dio dos grandes paquetes con rollos de seda; los pusieron en el
suelo de la galería, adonde cada trabajador fue a buscar el suyo. Todos se
prosternaron y, después de atarse la seda a la cintura, se retiraron, con
excepción de algunos que llevaban puestos sus mantos. Éstos, tras cambiar
sus vestimentas, permanecieron con sus trajes de caza cerca de la Emperatriz.
Nuestra Señora les preguntó a las damas hasta cuándo duraría esa montaña
de nieve, y éstas respondieron que podría durar diez días o un poco más.
Como todas las damas presentes indicaban ese lapso, Su Majestad quiso saber
lo que yo pensaba al respecto y yo repliqué que la montaña duraría hasta el
día quince del primer mes. Sin embargo, la misma Emperatriz parecía pensar
que tal cosa no era posible, y las damas se limitaban a decir que la montaña
no llegaría ni siquiera al último día del año en que nos encon-trábamos. Yo

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pensaba para mis adentros que, desgraciadamente, había indicado una fecha
demasiado remota, que la montaña de nieve no podría de ninguna manera
durar tanto y que, simplemente, tendría que haber dicho el primero de año.
Pero pensé que, de todas maneras, incluso si la montaña no subsistía tanto
como yo lo había predicho, ya era demasiado tarde para cambiar de opinión y
preferí sostener con firmeza lo que había dicho al principio. El día en que se
levantó la montaña, Tadataka, el Tercer Funcionario del Protocolo, vino a traer
un mensaje del Emperador. Le ofrecimos un almohadón y conversamos. "Hoy
en día", dijo, "no hay lugar en donde no se haga una montaña de nieve. El
Emperador está haciendo levantar una en el jardín pequeño, delante del
Palacio. También han levantado otras en el Palacio del Este, en el Palacio de la
Belleza Eminente y también en el Palacio que está al salir de la capital."
Hice que la dama que estaba a mi lado recitase este poema compuesto
por mí:

¡Ah, las montañas de nieve!


Solamente admiramos
Lo que aquí se encuentra.
Una vez levantadas, envejecieron.
Por todas partes, sin embargo,
La nieve ha caído.

Inclinando varias veces la cabeza con


admiración, Tadataka dijo: "No te quisiera responder
con un poema indigno del tuyo. Cuando me
encuentre delante del biombo de una gran dama,
contaré esta historia para que todos se ente-
ren." Dicho lo cual, se fue. Como yo había
oído mencionar que le gustaba particularmente la
poesía, su silencio me sorprendió sobremanera. La
Emperatriz, al enterarse de que Tadataka no había
compuesto un poema en respuesta al mío, declaró:
"Habrá pensado que estaba obligado a componer
algo excelente, por lo cual prefirió desistir." Hacia fines de año, la montaña de
nieve parecía haber disminuido un poco, pese a lo cual permanecía aún muy
alta. Un día, al mediodía, en el momento en que las damas salían para
sentarse en la galería, apareció la religiosa a la que habíamos dado el apodo de
Vicegobernador de Hatachi. Le preguntamos por qué no la habíamos visto
durante tanto tiempo, a lo cual respondió: "¿Es algo, acaso, que deba
inquietarlas? Me ha ocurrido algo muy triste." "¿Cómo es eso, qué cosa le ha
ocurrido?", le dijimos, y ella replicó: "Esto es exactamente lo que he pensado."
Y luego, lentamente: "He pensado:

'¡Ah, qué envidiable es su suerte!

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la pescadora en el océano
¿Cuál es
la monja
a la que le dieron tantas cosas
que ya no puede mover las piernas?

Las damas reían y la encontraban detestable; y como ya nadie se ocupaba


de ella, la pobre mujer anduvo dando vueltas alrededor de la montaña de
nieve y luego se fue. Una vez que se hubo ido, enviamos una mensajera a
Ukón, la dama de honor, para contarle lo ocurrido. La mensajera volvió con
esta respuesta, que hizo reír de nuevo a todo el mundo: "¿Por qué no me la
enviaron con alguien? Es algo totalmente lamentable que esa mujer haya ido,
de manera tan inoportuna, a merodear en torno a la montaña de nieve." El año
nuevo llegó sin que la montaña pareciese haberse percatado de ello. El primero
de año la nieve volvió a caer en abundancia y yo pensé que iba a acumularse,
para alegría mía, cuando la Emperatriz dijo: "Esta nieve es inoportuna; dejen
la primera, pero saquen la nueva y échenla lejos." Esa noche dormí en palacio.
A la mañana siguiente, bien temprano, cuando
bajaba de mi habitación, un hombre con aspecto de
mayordomo llegó temblando de frío; en la manga de
su uniforme de centinela nocturno, de un verde
oscuro como las hojas de los naranjos, llevaba un
papel verde atado a una rama de pino. "¿De dónde
viene esto?", le pregunté. Me respondió que era un
mensaje de la Princesa Consagrada. Sorprendida y
dichosa, tomé la carta y salí para ir a ver a la
Emperatriz. Mi señora estaba todavía encerrada en
su habitación, y yo quise, sin ayuda, levantar el
tabique enrejado que separaba el aposento central de la sala situada debajo
del alero. Al levantar ese tabique de un solo lado hice ruido y la Emperatriz se
despertó, sobresaltada: "¿Por qué haces eso?", me preguntó. "Acaba de
llegar", respondí, "una carta de la Princesa Consagrada, ¿cómo no nos
apresuraríamos a abrirla?" "En ese caso", dijo Su Majestad, "nunca es
demasiado temprano para traerla." Luego se levantó y, una vez que hubo
abierto la misiva, vimos que ésta contenía dos amuletos de unas cinco
pulgadas de largo en forma de martillo, dispuestos de tal modo que parecían
un solo amuleto semejante a un bastón. Las cabezas estaban envueltas en
papel, y el conjunto elegantemente adornado con ramitas de naranjo salvaje y
de licopodio, pero no había ninguna carta. "¿Es posible que no haya nada
más?", dijo la Emperatriz; y, al mirar con más atención, vimos que los versos
siguientes habían sido escritos en el papel que recubría las puntas de los
martillos:

"Se buscaba saber qué cosa era


El ruido del hacha
Que sonaba en la montaña.

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Y era el ruido
Del cayado de fiesta."

La Emperatriz preparó su respuesta mientras yo la admiraba, hechizada


por su gracia. A partir de aquel día mi Señora le escribió regularmente a la
Princesa Consagrada. Su Majestad quiso que su carta fuese tan elegante como
la que acababa de recibir; tomó a pecho, pues, su trabajo, y desechó un gran
número de borradores. Yo veía con cuánto esmero se ocupaba de lo que estaba
haciendo. El mensajero que había traído la carta se llevó como recompensa un
hábito simple de tela blanca y otro de un rojo intenso. Parecía un traje del
color de los ciruelos. Contemplé con gusto a ese hombre mientras se alejaba
bajo la nieve, con las vestimentas que acababa de recibir echadas al hombro.
Esa vez me sentí muy decepcionada al no encontrar manera de saber cuál
había sido la respuesta de la Emperatriz. En cuanto a la montaña de nieve,
podría haberse pensado, al contemplarla, que se trataba de la montaña del
país de Koshi; ni siquiera parecía derretirse, pero estaba toda sucia y ya no
tenía encanto. Comenzaba a sentirme orgullosa de haber ganado y rogaba al
Cielo que la hiciese durar, de un modo u otro, hasta el día quince. Algunas
damas aseguraban que la montaña no podía pasar del siete del primer mes; y
todo el mundo decía que acabaríamos sabiendo lo que ocurriría, cuando,
repentinamente, el día tres, la Emperatriz tuvo que volver al Palacio del
Emperador. El hecho era por demás inoportuno. Pensé, sinceramente, que ya
no podríamos saber cómo terminaría esa montaña. Las otras damas, y aun la
misma Emperatriz, repetían: "Era, sin embargo, algo realmente agradable." Yo
pensaba que, si la nieve no se derretía, me las arreglaría para mostrarle a la
Emperatriz que mi predicción se había cumplido; pero tales reflexiones eran
inútiles en ese momento. Aprovechando el tumulto extraordinario causado por
la mudanza, llamé a uno de los jardineros, que había levantado su cabaña
contra el muro de madera recubierto de tierra que rodea el Palacio, y le hice
estas recomendaciones: "Cuiden de esta montaña, no dejen que los niños se
suban a ella y desparramen la nieve, impidan que la destruyan y hagan todo lo
posible para que dure hasta el próximo día quince. Yo sabré mostrarles mi
agradecimiento." Como le había dado gran cantidad de pasteles y otras cosas
que el personal de cocina y las sirvientas siempre tienen a mano, el jardinero
me dijo con una sonrisa: "Es algo muy fácil; yo me ocuparé fielmente de esta
montaña, pero es posible que los niños u otras personas se suban a pesar
mío." "Si alguien no acata sus órdenes," respondí, "háganmelo saber." Luego
de esta conversación, seguí a la Emperatriz al Palacio Imperial, en donde mis
funciones me retuvieron hasta el día siete. Durante todo ese tiempo me sentía
tan ansiosa por la montaña de nieve que enviaba a menudo a alguna que otra
sirvienta de rango inferior, barredora o mujer del guardarropas, a recordarle al
jardinero todo lo que tenía que hacer. El siete hice que le llevaran los restos de
los manjares de la Fiesta del Séptimo Día del Primer Mes; y las mensajeras se
reían entre ellas, al regreso, del aire de adoración con que había recibido el
regalo.

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Después que hube dejado el Palacio para ir al
campo, la montaña de nieve siguió siendo la mayor
de mis preocupaciones, y cada mañana, desde el
despuntar del alba, enviaba a una sirvienta para
ponerme al corriente. El día diez, la mensajera me
dijo que nuestra montaña tenía todavía cinco o seis
pies de altura. Fue una gran alegría; pero la noche
del día trece la lluvia cayó en abundancia; y me
desesperé pensando que, sin lugar a dudas, la lluvia
había derretido la nieve. Me dije que, después de
una desgracia tal, la nieve no duraría, tal vez, ni siquiera un día más, y no
dormí en toda la noche. Quienes oían mis lamentos se reían y decían que
estaba loca. En cuanto alguien se levantó en la casa, me levanté también y
traté de despertar a una sirvienta, pero ella no se movió y yo me enfurecí
contra esa detestable muchacha. Le di a otra sirvienta que ya se había
levantado la orden de ir a ver la montaña. A su regreso, ésta me dijo: "La
montaña es ahora tan grande como un almohadón redondo. El jardinero la
cuidó con esmero, y no permitió que los niños se le acercasen. Tendría que
durar por lo menos hasta pasado mañana. El jardinero asegura que obtendrá la
recompensa prometida." Mi alegría fue inmensa, y pensé que en cuanto llegase
la mañana tan esperada compondría rápidamente un poema y colocaría la
nieve en un hermoso recipiente, para presentársela a la Emperatriz. Mientras
tanto, la ansiedad me roía el pecho. A la mañana siguiente, antes que se
hiciese de día, ordené a una sirvienta que tomara una caja grande y la mandé
a la montaña de nieve con estas instrucciones: "Tráeme esta caja llena de
nieve; pero desecha la parte sucia." Pero pronto la mujer volvió, balanceando
en la punta del brazo la caja que le había dado, y me dijo que ya no había
nada. Quedé estupefacta. ¿Acaso tendría que haber recitado entonces,
suspirando, un poema primorosamente compuesto, pensando en que sería
repetido? Hubiera sido algo inútil y absurdo; perdiendo coraje, pregunté:
"¿Cómo ha podido ocurrir algo así? ¿Cómo es que la nieve, que tenía ayer la
altura que me dijeron que tenía, ha podido derretirse en una sola noche?" La
sirvienta, sofocada, me respondió que el jardinero había dicho, agitando las
manos: "Ayer, al final de la tarde, cuando ya se había puesto muy oscuro, la
nieve estaba aún aquí. ¡Yo confiaba tanto en recibir mi recompensa! Pero, ¡ay!,
ahora no me darán nada." En ese momento llegó un mensaje del Palacio
Imperial. La Emperatriz mandaba preguntarme si la nieve había durado hasta
ese día. A pesar de que fuese para mí algo muy penoso y mortificante,
respondí: "Digan a Su Majestad que esa nieve, que, según todos decían, no
llegaría a fines del año pasado y mucho menos al primero de año, todavía
estaba allí al caer la tarde. Puede considerarse que yo hablé con sabiduría; si
la nieve hubiese durado hasta hoy, mi predicción hubiera sido por demás
precisa. Pero pienso que esta noche, quizás, alguien, por celos, la habrá
recogido para arrojarla lejos." Volví al Palacio el día veinte; y, en cuanto estuve
delante de la Emperatriz, me puse a hablar de la montaña de nieve. Le conté
hasta qué punto me sentí frustrada cuando la sirvienta volvió, muy poco
después de haberse ido, balanceando, como si fuese un sombrero, la caja que

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yo le había dado. También le dije que había pensado hacer una bonita montaña
de nieve en algún recipiente para ofrecérsela con un poema elegantemente
escrito en papel blanco. La Emperatriz se puso a reír de buena gana, y como
las damas que estaban con ella también se reían, Su Majestad me respondió:
"Tú, que pensabas con tanta ansiedad en esa montaña, has sufrido una gran
decepción: y, sin lugar a dudas, merezco que el Cielo me castigue. Para decir
la verdad, la noche del día catorce di a unos sirvientes la orden de levantar la
nieve y arrojarla lejos. Es increíble que en tu respuesta hayas hecho referencia
a algo semejante. El anciano al que encomendaste el cuidado de la montaña
salió de su choza y vino a implorar con las manos juntas a mis enviados; pero
ellos le respondieron: 'Es una orden de la Emperatriz. No digas nada a quienes
te pregunten, o de lo contrario demoleremos tu casa.' Recogieron toda la nieve
y la arrojaron por encima de la empalizada que está al sur del edificio que se
encuentra a la izquierda de los cuarteles de la Guardia de Honor. En realidad,
esa nieve podría haber durado hasta el día veinte, y quizás se le hubiesen
agregado las primeras de este año. Tras oír esta historia, el Emperador dijo a
los cortesanos que nuestra conversación versaba sobre algo muy difícil de
prever. Ahora, yo te he revelado todo y tu victoria es tan completa como si la
nieve hubiese permanecido allí. Dinos, pues, tu poema." Las damas decían lo
mismo que la Emperatriz, pero yo respondí, triste y apesadumbrada: "¿Qué
sentido tendría que recitase el poema a Su Majestad, ahora que lo sé todo?"
En ese momento el Emperador entró en los aposentos de su esposa y me dijo:
"Realmente, durante años te había considerado una persona común; pero
ahora, después de lo que ha pasado, pienso que eres alguien sorprendente.
Mientras lo escuchaba todo, me era aún más difícil aceptar que la Emperatriz
hubiese hecho arrojar la nieve; y me parecía que iba a largarme a llorar." "¡Ay,
qué lastima! El mundo en que vivimos es cruel. Yo me regocijaba viendo caer y
acumularse la segunda nieve; y resulta que la Emperatriz ordenó recogerla y
arrojarla lejos, diciendo que era una nieve inoportuna." Entonces el Emperador,
riéndose, exclamó: "Seguramente la Emperatriz no habrá querido darte la
ventaja."

© Traducción del francés de Miguel Ángel Frontán

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La autora

Muy poco sabemos de Sei Shonagon. Hija de un letrado


de la Corte de Heian, tenía alrededor de treinta años cuando,
hacia el 993 de la era cristiana, entró en la corte como dama
de honor de la Emperatriz Sadako. Luego de la muerte de la
Emperatriz, en el año 1000, perdemos su rastro. El Makura
no Soshi ("Notas de la cabecera" o "Libro de la almohada")
es una crónica, en forma de diario, de la vida de la Corte
Imperial, en alrededor de trescientos pequeños capítulos.
Casi la mitad se presentan en forma de catálogos: "cosas
agradables", "cosas desagradables"... "La montaña de nieve"
pertenece al capítulo "Cosas que despiertan la melancolía".
Este diario íntimo, que en mil años nada ha perdido de su interés, fundó, en el
País del Sol Naciente, el género del ensayo. Junto con las brevísimas "Notas
desde mi cabaña de monje" de Kamo no Chomei (1212) y las maravillosas
"Horas ociosas" de Urabé Kenko (1350), es considerado uno de los tres
grandes clásicos del ensayo japonés.

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LA SALVACIÓN POR LOS NABOS

Urabé Kenkô

En la provincia de Tsukushi vivía alguien de cuyo


nombre no puedo acordarme y que era algo así como
un Jefe de Policía. Aquel hombre consideraba que los
nabos eran una maravillosa panacea; todas las
mañanas, desde hacía años, desayunaba dos nabos
tostados.

Un día en que, aprovechando que no había nadie


en la casa, los enemigos la asediaban y atacaban por
todas partes, dos guerreros irrumpieron de pronto; y,
luchando con coraje, sin reparar en riesgo alguno, los
obligaron a huir. El dueño de casa, estupefacto, les
dijo: —"Señores, no hemos tenido hasta hoy el honor
de verlos a menudo por aquí. ¿Quiénes son, pues,
ustedes que luchan de tal manera? " —"Somos
aquellos" —respondieron— "en los que pones tu
confianza desde hace años, comiendo dos cada
mañana: nabos, para servirte." Y, en ese mismo
instante, desaparecieron.

¡Tal es la eficacia de una fe profunda!

© Traducción del francés de Miguel Ángel Frontán

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El autor

En 1317, en Japón, un oficial de la Guardia


Imperial, Urabe Kenko, también conocido como
Yoshida Kenko, abandona la corte del
Emperador Hanazono y se hace monje.
Después de vivir en una ermita del monte Hiei,
se establece al oeste de Kyoto, cerca del
templo Nina-ji, en la colina de Narabi. En el
momento de recibir la tonsura tiene treinta y
cinco años; le quedan aún por vivir otros treinta y tres. Poeta admirado ya en
vida, muchos de sus poemas figurarán en las antologías compuestas por orden
imperial, máxima consagración de la época. Hacia fines de 1330, comienza la
redacción de la primera parte del libro que será uno de los grandes clásicos de
la literatura nipona, "Las horas ociosas". La segunda parte será escrita hacia
1335. Este hermano espiritual de Montaigne comienza su libro diciendo: "En el
curso de mis horas ociosas, de la mañana a la noche, delante de mi escritorio,
anoto sin objeto preciso las naderías cuyo fugitivo reflejo me pasa por la
mente. ¡Extrañas divagaciones!"

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LA BÚSQUEDA

Carlos Cámara

Se había enamorado de ella (hay que decirlo)


apasionadamente, y ella le había correspondido con
pareja intensidad, enalteciéndose en la promesa de
una fidelidad inconmovible; se complacía en
acompañarlo en todo momento, en compartir con
él las cosas más insignificantes como si tuvieran
una importancia capital —y no perdía ocasión de
manifestarle que, no ya otro hombre, sino aun la
fantasía o la mera hipótesis de otro hombre, le
eran extrañas y ofensivas. Sin duda fue,
paradójicamente, esta devoción tan completa lo
que motivó en él las primeras sospechas; y cuando éstas hicieron su aparición,
no dejaron de suscitar otras que pronto le pesaron y le dolieron con la crueldad
de una certeza, envenenándolo con su aire turbio de cosa rancia que ninguna
limpieza interna podría remover.
Hay que decir, también, que ella encontró bastantes divertidas las
primeras escenas; respondió con ternuras renovadas a los cargos y
recriminaciones que él le terminó por manifestar; le aseguró de mil modos
distintos su fidelidad inquebrantable; le dejó entrever, y aun ver, el halago que
significaba para ella esta desconfianza intempestiva. Él trató de convencerse
de que la evidente sumisión de ella, dispuesta siempre a la más estricta
intimidad, era la mejor garantía contra toda inquietud. Y, no obstante, los celos
continuaron con su invasión gradual. Tan extrema constancia, ¿no obedecía, en
verdad, a la astucia con que lo engañaba? Los reproches recrudecieron, y no
encontraron alivio en la dulzura con que ella los acogió, sensible al torvo
homenaje que percibía en las acusaciones. Esta reacción de ella lo indujo a él
afinar los sentidos, para descubrir la mentira oculta bajo la superficie
aparentemente intachable de su honestidad. Se dio a controlar sus salidas, sus
llamadas, sus momentos de ocio, su sueño mismo, con una avidez que
rápidamente endureció su desconfianza. Lo hizo, al principio, con disimulo,
auxiliado por agentes profesionales que la siguieron y que, pese a su diestra
vigilancia, entregaron semana a semana informes detallados que no revelaban
ni el más tenue asomo de inconducta; después la controló en forma abierta,
brutal y desafiante, con la esperanza, quizás, de que se irritara y, en un

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momento de ofuscación, lo confesara todo; o, tal vez, para hacerle ver con
claridad que él nunca se había dejado embaucar por sus artimañas, que desde
el primer día (desde la primera mirada que habían cruzado, meses atrás) había
sabido descifrar su duplicidad.
La reacción de ella lo exasperó aún más: pareció casi contenta de ser
objeto de un control tan severo; cuando él la seguía por la calle se dio vuelta
en más de una ocasión para hacerle un travieso guiño de complicidad; se las
ingenió para hacerle llegar, por intermedio de sus agentes, papelitos con
palabras amables; soportó los rigores de su desconfianza con una alegre
despreocupación, casi con agradecimiento. Todas estas burlas, tan evidentes y
malintencionadas, lo ponían a él fuera de sí.
Un odio denso y acre acabó por sumarse a sus
celos, un fuego atroz que encontró alimento no ya
en la forma en que ella (cómo dudarlo) estafaba su
amor, sino en sus propios esfuerzos frustrados por
desenmascararla. Reforzar la vigilancia le pareció
inútil; prefirió imponerle límites precisos,
acorralarla para inducirla a manifestar sus
sentimientos más recónditos. Estableció horarios
rígidos que ella debería observar sin la menor
imprecisión; planificó los encuentros con sus
amistades; decidió, asimismo, quiénes deberían
contarse entre esas amistades, excluyendo nombres y agregando otros que le
parecieron más seguros (o, tal vez, menos seguros); todas sus llamadas
telefónicas serían grabadas; una persona designada por él la acompañaría en
sus salidas. El regocijo con que ella saludó todas estas medidas excedió sus
previsiones; las tomó como un juego que revelaba de una manera más
tortuosa, sí, pero inconfundible, la profundidad de su amor; consideró que se
le daba una oportunidad ideal de demostrar la justa dimensión del suyo. Y se
plegó dócilmente, creativamente, a las limitaciones impuestas.
Las respetó con tanta minucia que una furia negra finalizó por apoderarse
de él. Se produjeron escenas de insólita violencia en las que acusó, lloró, gritó,
amenazó, insultó, golpeó incontroladamente, poseído por la convicción de que
tan plena fidelidad, tan absoluta sumisión, no podían ser sino el mullido
anverso de su perfidia. Ella (duele decirlo) encontró en su ilimitada
mansedumbre el modo de responder con besos y caricias sin estrenar a cada
nuevo arrebato.
En noches de frenéticas especulaciones él concibió, por fin, el plan que
sacaría a la luz todas sus felonías. La confinó a la habitación más pequeña de
la casa; de allí en adelante su vida quedaría reducida a ese mínimo espacio
que no podría, en modo alguno, escapar a su control. Hizo instalar en el cuarto
cámaras de televisión que registrarían su imagen desde todos los ángulos
posibles, para transmitirla a su dormitorio; grabadores que sorprenderían cada
insignificante sonido que pudiese producir; sensores que denunciarían el más
imperceptible de sus movimientos. No ahorró redundancia técnica alguna que
pudiera serle útil: todo debía ser rigurosamente captado, escudriñado, medido.
(Sólo él puede saber qué tormentos le deparó el que no existan máquinas

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capaces de sondear los pensamientos, las fantasías, los deseos más íntimos,
necesitado como estaba de llegar a ese centro inaccesible en que podía
vislumbrar la presencia, la imagen, la sombra de Otro).
El resultado fue desolador. Las fotos se obstinaron en mostrarle el rostro
de ella floreciendo en mil sonrisas diversas, cuidadosamente cultivadas para él;
las cintas repitieron hasta el hartazgo su nombre, nimbado de términos que
prodigaban todos los matices de la ternura; al asomarse a los monitores de
televisión, descubría invariablemente los ojos de ella dirigidos hacia la cámara
para encontrarse con los suyos: ojos desbordantes de lívido, lánguido, líquido
amor. Un sinnúmero de fotografías, de tablas, de gráficas, de cintas
magnéticas se acumularon en vano. En ninguna de ellas logró descubrir un
desfallecimiento, un descuido, una ínfima distracción de su entrega absoluta,
un miserable atisbo de indiferencia o de olvido —no ya de traición.
Creyó enfermar; creyó volverse loco.
Desconectó los aparatos, anuló esos ojos, esos
tactos inútiles que habían sido incapaces de
desenterrar la verdad. Durante dos o tres días
permaneció en su cuarto, sumido en una apatía
surcada de náuseas. Después salió, vagó por la
ciudad, se emborrachó en bares lóbregos, durmió
en plazas y bocas de subterráneo; tuvo sueños en
los que ella yacía en una camilla de hospital,
sonriente, beatífica, mientras él hurgaba en su
cuerpo con un bisturí, lo desmenuzaba en trozos
cada vez más pequeños tratando de localizar el elusivo objeto de su búsqueda;
tuvo sueños en los sus caricias, sus miradas, sus besos, sus abrazos se
confundían en una materia sofocante que inundaba el universo. Una noche, por
fin, pudo dormir con relativa calma. El alba del día siguiente lo devolvió a una
realidad a la que (llegó a creer) apenas pertenecía. Entonces se acordó de ella
y regresó.
Antes de dirigirse al calabozo, fue a su propio dormitorio y encendió los
monitores. Allí estaba su cara; su cara demacrada, grisácea, volviendo hacia él
los ojos hundidos (por el hambre, por la sed, por el abandono en que había
pasado esos días) pero rebosantes, aún, de ilimitado amor, mientras los labios
trémulos, violáceos, agotaban sus últimas fuerzas en sostener una heroica
sonrisa por cuyo arco se filtraba, como en una melopea celestial, Su Nombre.
Sintió que lo golpeaba como una ola en la que hervían todas las
emociones que había sentido o que sentiría en su vida, todos los sentimientos
de que su alma, o la de cualquier otro hombre, podía ser capaz, en un caos
violento y purificador. La ola pasó, y en el vacío subsiguiente creció en él una
paz indestructible. Se reconcilió con la vida, consigo mismo, con ella. Fue a su
habitación. La levantó del suelo, la condujo a la cocina, la obligó a comer.
Acalló con un tenue, imperativo ademán, sus consabidas protestaciones de
amor. Cuando comprobó que podía caminar por sí sola, la acompañó hasta la
puerta. Le dio un beso en la frente, le puso algún dinero en la mano, le
aseguró (y era verdad) que no la olvidaría nunca. Se hizo fuerte para desoír
sus ruegos lastimeros, y aún permaneció unos minutos en el umbral, viéndola

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alejarse con paso vacilante hasta que desapareció a la vuelta de una esquina.
Sólo entonces entró en su casa, donde lo esperaban, como anticipo de una
nueva vida sin incertidumbres ni zozobras, una ducha caliente y un largo sueño
reparador.

© Carlos Cámara

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El autor

Carlos Cámara comparte con Miguel Ángel


Frontán la dirección de A Rascal Rat. Es narrador (Un
carnicero, Simurg 2003) y traductor (La mujer pobre, de
Léon Bloy, Simurg 2007/Alfama 2008; Memoria sobre los
judíos, de Charles-Joseph de Ligne, Simurg 2008/Alfama
2008; Memoranda, de Jules Barbey d'Aurevilly, Alfama
2009; El jardín de los suplicios, de Octave Mirbeau, El
Olivo Azul 2010; Babilonia, de René Crevel, Simurg
2010).

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