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Los simuladores de inteligencia

Si a usted no le dan rabia estas cosas le advierto que es un santo. No se da cuenta del
peligro de que le cambien la verdadera vida por puñados de paja. A mí sí me embejucan.
Me embejucan los monederos falsos, la apoteosis de los mentirosos que confunden el
ruido del éxito con la excelencia y las babas con lo conceptual. Pero en fin, así es el arte
hoy, una manipulación maliciosa de los medios para cosechar en la candidez del común,
entre los esnobs y los aficionados de medio pelo a las llamadas cosas nobles, llevados y
traídos por los oropeles de los relacionistas públicos, e incapaces de un criterio propio. La
vida tiene mucho de farsa en su tragedia. Y hay farsa mala y farsa buena. Mejor discernir,
si no para salvarse de la bancarrota y de los ridículos de moda, para entender sus aires de
farándula baja y su pueril pornografía. En esto convertimos el arte. El arte, es decir, los
oficios.
Estos días, en Medellín, esa ciudad pecaminosa en eterna primavera que quise tanto, un
señor inauguró una obra, surgida del genio del análisis, de una filosofía del mestizaje, dice
su gacetillero. Se trata de una parodia de El pensador de Rodin vestido de Supermán.
Estremecedor, ¿cierto? La orgía de las síntesis, el genio de la humanidad plasmado en un
Supermán azul en la pose de El pensador de Rodin, ícono gris del primer arte moderno,
del comienzo de las deformaciones que nos trajeron a este desgarramiento, a las
desconstrucciones generales en la música, la pintura y la literatura. Y el arte y la vida y la
política y la ética y la crítica.
El artífice del esperpento había hecho ya, llevado por idéntico impulso genial, arreglos
macarrónicos entre el Ratón Miguelito de Disney, ese paradigma del arte del siglo de joder
que fue el XX, y la estatuaria agustiniana. Y en la calle 72 en Bogotá puso hace años en el
antejardín de una institución financiera unos ciervos de bronce pastando, iguales a los que
pastaban en los ceniceros de las casas de mis tías en mi infancia, pero más grandes. Está
bien que las instituciones financien el arte, aunque sea ese. Al fin y al cabo, el mundo
financiero también está muy cerca del fraude, como todos sabemos y experimentamos en
carne viva en la actual crisis hipotecaria y cada que nos inclinamos en el altar del cajero
electrónico.
No es que envejezca. La Venus con gavetas de Dalí aún me divierte. Dalí es Dalí, un
payaso magnífico que además fue un gran artesano. Y me encantó la masacre de las
Meninas por Picasso en un museo en Barcelona, es Picasso. Y los bigotes de Monalisa
por Duchamp son consecuentes con una época de ensayos auténticos y de decepciones
verdaderas. Pero ya se cumplieron las profecías del romántico Nietzsche sobre el terror
que seguiría a la muerte de Dios, la llegada de los destructores puros y la inversión de
todos los valores. Hoy para ser rebelde hay que vivir como un clásico y confiar en alguna
clase de orden. Lo demás es infatuación, repetir gestos gastados, el suicidio incompleto.
Nimiedades que pasan por humorísticas e inteligentes, como el Supermán de Medellín.
Tampoco es que tema la irreverencia después de una juventud de iconoclasta. Además,
no me gusta Rodin, excepto su Balzac. Ese arte demasiado masculino, musculado, a
caballo entre la sensibilidad del dandy y la albañilería rasa, me deja frío. El pensador tiene
más la pose de un deprimido en la espera de un siquiatra que la de uno que piensa. Y creo
con Fernando González que parece ocupado en cosas más humildes pero más urgentes,
pues se puede vivir sin pensar, pero no sin ir al sanitario. En sus obras compadezco a un
siglo de distancia los calambres de sus pobres modelos haciendo fieros esfuerzos por el
diario morir. Pero no merecía ser asociado al bodrio de Medellín. Si seremos pendejos.
Qué falta de criterio. A este ritmo nos plagarán las ciudades de nadinerías. Y no es justo
con nosotros que le sumen la trivialidad a la confusión del estado de cosas.

Eduardo Escobar

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