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LA ALEGRÍA COMO DON

Colegiata Nuestra Señora del Cielo. Abril 2011

Entre la resurrección de Jesús y el día de Pentecostés, los evangelios nos ofrecen una serie de
narraciones que nos hablan de las apariciones de Jesús a sus amigos y a muchas otras
personas. Como sabemos, la aparición a María Magdalena es el hecho clave del cual parte
toda la expansión cristiana. Ella fue objeto de elección por parte del resucitado, ya que fue la
primera en ver y experimentar su presencia y fue la encargada de transmitir este hecho
trascendente al resto de discípulos y discípulas.

Estas narraciones tienen un eje común: la alegría. Tienen un mensaje clarísimo: Cristo no
queda atrapado en la tristeza y el dolor lacerante de la pasión y de la muerte, sino que su
resurrección nos instala definitivamente en el tiempo de la alegría.

Pero antes de este crucial acontecimiento, los evangelios nos dicen de muchas maneras, una y
otra vez, que, a través de su vida y de su mensaje, Jesús invita a todo el que quiera seguirle a
compartir su alegría, el gozo profundo que habita en él. Una alegría insólita porque su vida,
como la nuestra, estuvo llena de dificultades y de trabajos. No fue precisamente un ir de
triunfo en triunfo y no fue, ni mucho menos, una vida fácil y llena de comodidades. Su alegría
es ese gozo silencioso que emerge de dentro a fuera y que transfigura la realidad. No se trata
de una alegría fácil. No es una alegría banal, ni superficial; no es un sentimiento fugaz, sino
una manera de vivir, un estado permanente, con sus altos y bajos, que sin suprimir el dolor de
esta vida lo trasciende, porque está hecha de una presencia inefable.

Buscar el origen de esta alegría es llegar al interior mismo de Dios. Es una alegría que se
construye poco a poco, que no surge por arte de magia. En esta vida siempre la alegría anda
asediada por las oleadas del mal. La alegría que Jesús nos transmite, no es una alegría fácil.
Es una alegría trabajada, una alegría que convive con las pérdidas y el sufrimiento que va
grapado a nuestra existencia humana. Pero es una alegría que hace ligera la carga, que no
guarda memoria de lo perdido ni de las carencias. Una alegría que está radicalmente anclada
al gozo por lo encontrado: ese tesoro y esa perla preciosa del Reino.

Es una alegría humilde. Pasa por la puerta de nuestra pobreza y pasa por reconocer cómo Dios
abraza este mundo y a cada una de sus criaturas. Esta alegría humilde, suave y ligera, nos
reviste de dignidad. Es más fuerte que cualquier temor, porque nos hace experimentar que
nada podrá separarnos del amor incondicional de Dios. Esta alegría no se ofrece sólo a los
fuertes ni a los mejores. Los evangelios dicen de muchas maneras: venid a mí los cansados,
los agobiados, los entristecidos, los heridos, los indecisos, los enfermos, los que no acertáis a
hacerlo mejor. Se ofrece a todos los que se sienten necesitados. Esta alegría proporciona una
felicidad también humilde, porque no nos pertenece: nos es dada y crece en la medida en que
abrazamos lo que somos y lo que es la realidad.

Hay situaciones en la vida que parecen arrasarlo todo, más si duran y duran, y si después de
una desgracia cae otra. Tantas cosas como son nuestra cruz de cada día. La persona madura no
puede ignorar el peso del mal. Vivir es una cuestión muy seria, y para algunos muy dura.
Quizás no acabamos de amar nuestra realidad y no acabamos de reconciliarnos con nuestra
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biografía personal. No somos cristianos si no vivimos la cruz plenos de confianza en la


misericordia de Dios, pero tampoco lo somos si no sabemos vivir del gozo exultante y de la
alegría profunda, humilde, confiada, suave, pero tremendamente fuerte, de la Resurrección

Este tiempo que va de la pascua a Pentecostés es un tiempo lleno de maravillas para nuestra
fe, por lo que es bueno para nosotros leer y releer estos episodios en los cuatro evangelios y
en los Hechos de los Apóstoles, dejar que nuestro corazón se impregne de su misterio y de su
profunda alegría. Sobre estos episodios se ha editado también un libro precioso titulado
Andadura Pascual, Camino de la alegría, de Alfredo Rubio de Castarlenas, que con gran
belleza nos ayuda a penetrar en todo ello.

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