Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
(Esp) La Desaparición Del Guión JCCarr
(Esp) La Desaparición Del Guión JCCarr
LA PELÍCULA QUE NO SE VE
Un buen guión es, en realidad, aquel que da lugar a un buen filme. Cuando el
filme nace a la vida, el guión ya no existe. En la película ya terminada es, sin
duda, aquello que se ve menos, esa primera forma aparentemente completa que,
sin embargo, está destinada a transformarse, a desaparecer, a confundirse con
otra forma, que será la definitiva.
Cuando yo tenía veinticinco años y acababa de publicar mi primera novela,
mi editor, Robert Laffont, me propuso—sabiendo lo mucho que me atraía el
cine—participar en un extraño concurso. Acababa de filmar un contrato con
Jacques Tati para publicar dos libros inspirados en dos de sus películas. Las
vacaciones del señor Hulot (Les vacances de Monsieur Hulot, 1951 ) y Mi tío
(Mon oncle, 1958). Entonces en pleno rodaje, Tati propuso a Laffont que dijera
a algunos de sus más jóvenes autores que escribieran un capítulo de Las
vacaciones del señor Hulot. Después, él escogería al novelista definitivo.
—No es eso. Lo que quiero saber es qué sabe usted exactamente del mundo
del cine, de la manera en que se hace una película.
—No, señor.
Muy al contrario, hay que acercarse mucho, tocarlo, vivir con ello.
Ese día, Suzanne Baron me llevó a una sala de montaje, situada en el mismo
inmueble. Me hizo entrar en aquella pequeña y sombría habitación y me instaló
ante una misteriosa máquina que respondía al nombre de Moritone. Cogió la
primera bobina de Las vacaciones del señor Hulot y la puso en la máquina.
Luego, en alguna parte, se encendió una bombilla. Las imágenes empezaron a
aparecer en la pequeña pantalla y Suzanne me mostró cómo podía hacer avanzar
y retroceder el filme, cómo podía congelar la imagen, acelerar el movimiento,
ralentizarlo, volver al punto de partida, todo ello mediante una pequeña palanca
metálica. Una palanca mágica que me permitió jugar por primera vez con el
tiempo.
55
De todas las formas de escritura, la cinematográfica me parece la más difícil,
pues para ponerla en práctica son necesarias unas cuantas cualidades que
raramente se encuentran reunidas. Hace falta talento, por supuesto, como para
todo, pero también inventiva, emotividad, tenacidad. Es necesario un mínimo de
capacidad literaria e incluso de habilidad. También un sentido especial del
diálogo, que debe parecer real sin serlo, y un buen bagaje técnico. Como decía
Tati, hace falta saber cómo se hace una película. De lo contrario, estaremos
escribiendo sobre el absoluto, sobre utopías, y nuestras frases, por elegantes que
sean, permanecerán irrealizables, aunque sólo sea por razones de presupuesto.
¿,Por qué lo que parece adecuado y verosímil cuando se lee, e incluso cuando
se lee en voz alta, se convierte en falso y forzado cuando se ve en una pantalla?
¿Es por el paso de nuestra subjetividad de lectores, cuyas normas imaginadas
quedan siempre indefinidas, a la implacable objetividad de la cámara, cuyo ojo y
cuyo corazón son tan distintos de los nuestros? ¿Se trata de un problema
irresoluble?
Para el director atento, se trata de una señal de alarma. Cuidado: hay algo que
no funciona. Y entonces se le plantea el problema de siempre: ¿debe obligar al
actor a vencer esa resistencia—y a encontrar, quizá, más allá de sus vínculos,
una segunda verdad—o es preciso cambiar, incluso eliminar cuanto antes esa
escena?
Cuando llega el día del rodaje, que es el primer momento de la verdad (el otro
será el estreno), nos contentamos con lo que hay. Empiezan las concesiones,
aunque podría decirse que ya han empezado durante la preparación: Fulano no
está libre, no hay dinero suficiente para rodar la escena del barco, no podemos
trasladar a un equipo a tal o cual país tras los últimos acontecimientos y, como
siempre, el tiempo apremia. Durante el rodaje de Les enfants du Paradis en los
estudios de la Victorine, en Niza, se cuenta que Marcel Carné gritaba de cólera
contra los aviones de guerra norteamericanos que estaban apoyando el
desembarco aliado en la Provenza: «¡No podéis hacer esto! ¿No véis que
estamos haciendo una película?».
Sin duda, y en cierto sentido, tenía razón. Es mejor hacer una película que
hacer la guerra. De acuerdo, pero entonces se trataba de liberar a Europa de un
monstruo.
En efecto, hoy en día ya no hay santos que hagan milagros, por lo menos en
Europa. ¿Y si situáramos la historia en la India, África o América del Sur?
Entonces intervino el productor, con los argumentos de siempre. Ni hablar de
rodar en África o la India. Al público no le interesan los personajes exóticos.
No, hay que rodar en Europa o, de lo contrario, no habrá película (es así: nunca
se puede escoger entre esta película y otra que podría ser mejor, sino sólo entre
ésta o ninguna).
Por el contrario, cuanto más envejezco más admiro a los artistas que saben
disimular todas sus habilidades—Renoir, Buñuel, Ozu—, que evitan
cuidadosamente los golpes de efecto, que huyen de los subrayados. No hay
ninguna duda de que son capaces de cualquier virtuosismo. Pero me gusta que
sus investigaciones vayan por otro lado: el misterio, la concentración, la
intensidad vital, cualidades menos espectaculares pero a la vez menos
frecuentes.
Me gusta mucho aquello que decía Delacroix: «Si viviera ciento veinte años,
seguro que al final me quedaría con Tiziano. No es un pintor para la juventud.
Es el menos amanerado y, por consiguiente, el más variado de los pintores. El
talento menos amanerado es siempre el más variado: a cada instante obedece a
una emoción real y distinta una emoción a la que debe rendirse. No le preocupa
el boato, ni tampoco demostrar su facilidad ni su seguridad en el trazo. Al
contrario, desprecia todo aquello que no le conduzca a la más viva expresión de
su pensamiento».
Nadie nos cerró la puerta en las narices. Hubo incluso una familia
que prácticamente nos obligó a compartir su comida. Y la puerta de
nuestro apartamento, situado en Leroy Street, estaba siempre
1
En inglés en el original: alguien que se va de casa.
2
En inglés en el original: "muchachos fugitivos".
abierta para todos aquellos que quisieran entrar. Por nuestra parte, nos
dedicamos a escuchar atentamente sus relatos, que al principio casi no
entendíamos a causa del lenguaje utilizado, un argot tribal que sólo pueden
comprender los miembros del grupo (hasta el punto de que en Inglaterra
tuvieron que subtitular varias escenas).
La escritura siempre debe entrar en escena al final del proceso, cuando ya nos
hemos enfrentado a lo esencial. Lo más tarde posible.
Como quien no quiere la cosa, algunos de nosotros vamos un poco más lejos
e intentamos compartir con los demás nuestras imágenes, nuestros sonidos y
nuestras historias. Nos llamamos a nosotros mismos narradores profesionales y,
recurriendo voluntariamente a la imaginación, la parte más soñadora y errática
de nosotros mismos, la obligamos a trabajar sin ningún escrúpulo, a horas fijas,
manipulándola y torturándola. Un tratamiento que ella detesta y adora a la vez.
Acabemos, decían los tiranos, con todo ese calamitoso desorden. Ahora hay
que respetar las reglas y expresarse con claridad. Sólo cuenta el decoro. De
nuevo se imponía una prohibición poniendo como excusa el buen gusto. El
resultado fue que, durante todo el siglo siguiente, el XVIII, no se escribió en
Franela un solo poema. Muchos versos, sí, pero ningún poema.
El gran peligro, sin duda, tanto en nuestro terreno como en los demás, es
creer que basta con lo que ya sabemos, cuando en realidad hay que provocar,
irritar, y abordar cada película como si fuera la primera. Sin olvidar nunca que
nuestro trabajo, en el curso de esta alquimia, está condenado a desaparecer.
Buñuel leía el periódico cada día. Sin duda para enterarse de las noticias del
mundo, por las que sentía un gran interés, pero también por motivos
profesionales. La lectura y el comentario de la prensa formaban parte, para él, de
la elaboración del guión. No sin irritación, y a veces incluso pánico. Un día
leímos que había explotado una bomba en la basílica del Sacré-Coeur, en París,
información que nos inquietó, pues en esa época —la de Ese oscuro objeto del
deseo— habíamos imaginado a un grupo terrorista que actuaba en nombre del
Niño Jesús.
A la mañana siguiente, llenos de ansiedad, abrimos el periódico para ver
cómo iba la investigación. Ni una palabra. Otras informaciones sustituían a la
del Sacré-Coeur. Cuando es la prensa la que nos acerca a la realidad, el
resultado es siempre decepcionante. La mayor parte de aquellas noticias no tenía
ningún interés para nosotros y, en cambio, la única que nos fascinaba
desaparecía de repente y para siempre.
Recuerdo otra mañana en la que vi llegar a Buñuel muy pálido, con aspecto
inquieto. Le pregunté qué ocurría y me dijo: «El mundo está fatal. No vale la
pena continuar trabajando. El fin del mundo está muy cerca: puede ser mañana
mismo». Le pedí que me dijera las razones de ese súbito terror y me respondió:
—¿Es que no has leído la prensa? ¡Dos banqueros suizos se han suicidado el
mismo día!
No a todo el mundo que esté buscando una idea se le puede decir: vete a un
bar confortable y tranquilo —sobre todo sin música—, bébete lentamente un dry
martini y espera. En el caso de algunos, esto no funcionará nunca. Pero para
Buñuel se trataba. sin duda alguna, de un terreno propicio. Mientras los lentos
vapores del alcohol le subían a la cabeza, según decía, empezaba a ver cómo se
movía el aire, a percibir imágenes fugitivas, incluso a ver personajes que se
deslizaban silenciosamente de un sitio a otro.
De la terraza del caté en la que se sentaba Jacques Tati al oscuro bar en el que
me esperaba Buñuel, hay mil lugares, mil atmósferas favorables. He escrito
escenas de Mahabharata en un embotellamiento en Madrás, incluso en un
aeropuerto de provincias en la India, mientras esperaba, al lado de Peter Brook,
un avión confusamente anunciado. Ciertas imaginaciones son, por el contrario,
caprichosas e incluso obsesivas, y exigen, por ejemplo, el color rojo, o una
música de flauta, o un calor excesivo, o el sonido cercano del mar. Al leer los
desiderata de los escritores, y entre ellos los de los guionistas, a veces es como
si estuviéramos hojeando un catálogo de perversiones. Conocí a uno que no
podía soportar el canto de los pájaros, hasta el punto que, de oírlo, caía
súbitamente en una repentina crisis. ¿Fetichismo? ¿Pereza disfrazada? ¿Pánico
ante el inicio de la labor? ¿Un recuerdo lejano, como sucede con algunos
traumas?
Peter Brook cuenta que un actor de teatro inglés, bastante popular, solía
levantar y agitar el brazo para prevenir al público de que iba a soltar una de sus
réplicas: atención, ahora veréis, ésta es buena. Muchos cineastas hacen lo
mismo, a su manera. Y la mayor parte del tiempo sin darse cuenta. Lo que yo
llamo «la carne del filme» se sitúa más allá de las palabras y de las imágenes, en
el terreno indefinible del sentimiento, de las relaciones entre los seres, de ese
alimento secreto y maravilloso cuya ausencia siempre nos deja hambrientos.
Cuando trabajaba con Buñuel, éste me pedía a menudo que le dibujara las
escenas del filme, y yo solía hacerlo por las noches, en la soledad de mi
habitación. A la mañana siguiente, antes de mostrarle mis dibujos, procedíamos
a una rápida verificación. Yo le preguntaba, por ejemplo:
Y él me respondía:
—A la izquierda.
En los años 50, y con algunas excepciones notables (Bresson, Tati, Renoir,
Becker), el cine francés estaba en manos de los guionistas. A menudo la puesta
en escena se reducía a una puesta en imágenes, una formalidad técnica, la
mayoría de las veces muy cuidadosa. Los mismos estudios, los mismos
exteriores, los mismos movimientos de cámara, los mismos découpages
llamados «clásicos». Todas las películas se parecían entre sí. Las únicas
diferencias se encontraban en las historias que nos contaban.
Las formas parecían estar fijadas para siempre, tanto en el cine francés como
en los demás.
Ese enemigo seductor (que nos dice: «Respetad las reglas del arte y seréis
artistas») se llama «formalismo». Consiste en situar la forma por encima de todo
y contemplarlo todo desde su punto de vista. Eisenstein lo denunció vivamente...
y algunas veces sucumbió a él.
Este nuevo punto de vista, claro está, mandaba a los guionistas a las
mazmorras. Ya no eran necesarios. El realizador, como demiurgo único, como
único «autor», estaba invadiendo el territorio sin intención de compartirlo. Y el
guionista se estaba convirtiendo —lo recuerdo con claridad, aunque, por mi
parte, no lo padeciera— en un personaje sospechoso, un ser probablemente
nocivo, una especie de subescritor, de novelista fracasado, que no hacía otra
cosa que aplicar incansablemente sus recetas, obligatoriamente mediocres.
Nos vimos entonces sumidos en una temible avalancha de obras intimistas y
narcisistas, obsesionadas por los recuerdos y las fantasmagorías, llenas de
consideraciones poéticas y de citas prestas para tapar agujeros, que siempre
acababan mostrándonos al director frente a las angustias de la creación.
Por supuesto, atraído por la cada vez más poderosa televisión, el público
huyó por piernas de estas peliculitas, que terminaron amontonándose unas junto
a otras en las estanterías, y a finales de los años 70 el guión empezó a recuperar
su buen nombre. Rápido, rápido, que alguien nos cuente historias, se pedía con
urgencia. Y entonces reapareció el peligro —más que evidente hoy en día, tanto
en el cine francés como en la mayor parte de las películas norteamericanas—de
un cine de guionistas, bien «construido», y engrasado, pero sin sorpresas, sin
atrevimientos, sin estilo.
Todos los equilibrios son difíciles, pues sólo se producen una vez. Cada
nuevo día vuelve a cuestionarlo todo. El viaje que emprenden juntos el guionista
y el director se parece mucho a una historia de amor. Hay que obrar un poco a
ciegas, buscar un territorio común, descubrir lo que nos gusta y lo que no nos
gusta. Cuando Buñuel y yo nos conocimos, en el curso de una comida, la
primera pregunta que me planteó, mirándome fijamente a los ojos —y entonces
supe que se trataba de una pregunta importante, profunda, que podía decidir
nuestros futuros— fue:
Se va formando así una pareja, con sus primeras dudas, los descubrimientos,
las falsas confidencias, los momentos de placer y los accesos de cólera, con
celos y malentendidos, un poco de aburrimiento y mucho pesimismo. Lo que
hay que evitar —creo yo: como en toda pareja que se precie— es saber quién va
a dominar a quién. Eso no tiene ninguna importancia. No se trata de un combate,
y además al público no le importa en absoluto.
Buñuel decía a menudo que las películas deberían ser como las catedrales:
habría que borrar todos los nombres de los créditos. Sólo quedarían unas
bobinas anónimas, puras, sin ninguna marca de autor. Y entonces se
contemplarían como se entra en una catedral, ignorando los nombres de quienes
la construyeron, incluido el del maestro de obras.
El trabajo de guionista tiene que enfrentarse a esto. Tiene que aceptar que la
opinión pública otorga al director ciertas ideas e intenciones que a menudo son
nuestras. En el fondo lo sabemos bien: es algo que tiene más que ver con la
vanagloria que con la gloria propiamente dicha, ese concepto de origen
romántico ya olvidado, incluso un poco sospechoso para los tiempos que corren.
¿Qué ocurre entre dos personas —o más— que trabajan juntas? No hay nadie
que pueda decirlo con seguridad. Ni siquiera sabemos lo que sucede en nosotros
mismos mientras estamos trabajando. Advertimos la presencia de un pequeño
teatro interior en el que somos a la vez actores y espectadores, y por el que
sentimos una especie de indulgencia natural. Tendemos a probar todo lo que nos
propone, y a menudo nos seduce de antemano, a menos que, por el contrario,
nuestro espíritu crítico sea tan feroz que nos obligue a denostar todo aquello que
sale de nuestra imaginación. Ciertos autores parecen siempre contentos con los
productos de su invención, mientras que otros están siempre insatisfechos.
Actitudes ambas tan paralizadoras como nocivas.
Durante los ensayos de una de sus obras, una actriz neurótica se dirigió a
Pirandello y le dijo:
No obstante, durante los primeros ensayos, algunas cosas tienen que estar ya
claras. Si el actor no quiere confiarse únicamente al azar, es necesario un
mínimo de comprensión. «De nada sirve gritar antes de comprender».
acostumbra a decir Peter Brook a los actores amenazados por la histeria. Una
aproximación tranquila, una lectura lúcida y reflexiva siempre son convenientes,
aunque sólo sea para dejar en evidencia las indefiniciones, las contradicciones,
todo aquello que puede plantear dificultades.
Todos los buenos actores lo saben: llega un momento en el que hay que
lanzarse, como las mariposas atraídas por la llama, en lo que bien puede ser un
viaje sin retorno. El conocimiento del personaje, el verdadero conocimiento,
sólo se da al precio, de este riesgo. Ese mismo riesgo que puede proporcionar al
autor, al guionista por ejemplo, un momento de verdadera vida situado en un
conjunto coherente.
Después de esto —como a menudo sucede con el actor— viene otra fase, que
opera en sentido inverso. Es la retirada, el retorno a lo razonable, a lo esencial,
a la famosa pregunta: ¿por qué estamos escribiendo esta historia y no otra? O
dicho de una manera más sencilla: ¿qué nos interesa de ella?
En ese momento, como la actriz neurótica de Pirandello, examinamos tanto el
camino que han seguido los personajes como la verosimilitud, la construcción,
el interés, el grado de comprensión que pueda alcanzar el espectador. Volvemos
atrás, a nuestro punto de partida, y mientras tanto, por el camino, abandonamos
la mayor parte de nuestras apreciadas conquistas, por no decir todas. Volvemos
a las preocupaciones más elementales, en ocasiones incluso banales y
mezquinas, pero que nos ayudan a centrarnos: en esta nuestra aventura ¿no
habremos olvidado nuestras cajas de víveres, nuestra agua potable, nuestro
mapa?
Pocos son los autores que pueden permitirse por sí mismos ese ir y venir
equilibrado e imparcial. Un guión que se lanzara totalmente a la aventura es
inimaginable. Al menos hay que tener en cuenta la duración del filme y el
presupuesto disponible. Igualmente, en todo momento debemos saber dónde
estamos: los personajes, por ejemplo, van por delante o por detrás de los
espectadores? No vale la pena preparar meticulosamente una sorpresa si el
público ya lo sabe todo. Y hay que tener en cuenta que su capacidad de
adivinación es ilimitada. ¿Dónde se encuentra, en ese momento de nuestra
historia, ese público inasible e hipotético? ¿Aún está interesado por lo que le
contamos, o ya ha abandonado la sala, o quizá está practicando el zapping?
¿Queda esta escena lo bastante clara sin perder su ligereza? ¿Conoce todo el
mundo el significado de esta palabra? ¿Reconoceremos luego ese decorado que
sólo hemos visto una vez, de noche? ¿Conseguiremos el permiso para rodar en
la Torre Eiffel? ¿No es esta réplica demasiado larga, o demasiado enigmática?
Chejov escribió una observación inolvidable: «Lo mejor es evitar las
descripciones de estados de ¿mimo. Hay que intentar explicarlas a través de las
acciones de los personajes». ¿Somos siempre estrictamente fieles a este ideal?
Por otro lado, un guión que se contentara con responder a estas cuestiones
estaría más cerca de la burocracia que de otra cosa. Las brechas practicadas por
la imaginación —por la improvisación, en el caso del actor— llegan siempre a
tiempo para subvertir el estado de cosas: para incendiar, para exaltar, para
inventar.
Una búsqueda que no tiene fin. Por momentos, tanto el actor como el autor
tienen la impresión de que las dos fases se han convertido en una. Se ha
producido una aparición. Se ha realizado una unión.
A menudo este encuentro, tan fulgurante como pasajero, produce al actor una
especie de estupefacción a la hora de salir a escena.
Como si las palabras obra personal poseyeran una especie de fuerza superior,
un nivel de existencia más elevado; como si fuera más importante ser personal
que ser útil: como si, una vez más, por no se sabe muy bien qué extraña
perversión, sólo contara el autor, y no la obra.
La alegoría añade:
—Si un día el narrador callara, o se le hiciera callar, quién sabe lo que haría
el océano.