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SI…

YO HICE
ESTO POR TI
Si nosotros hacemos regalos
para demostrar nuestro amor,
¿cuánto más no querría hacer
Él? Si a nosotros -salpicados
de flaquezas y orgullo- nos
agrada dar regalos, ¿cuánto
más Dios, puro y perfecto,
disfrutará dándonos regalos a
nosotros? Jesús preguntó: «Si
vosotros, siendo malos, sabéis
dar buenas dádivas a vuestros
hijos, ¿cuánto más vuestro
Padre que está en los cielos
dará buenas cosas a los que le
piden?» (Mateo 7.11).
Los regalos de Dios derraman
luz en el corazón de Dios, el
corazón bueno y generoso de
Dios. Santiago, el hermano de
Jesús, nos dice: «Toda buena
dádiva y todo don perfecto
desciende de lo alto, del Padre
de las luces» (Santiago 1.17).
Cada regalo revela el amor de
Dios… pero ningún regalo
revela su amor más que los
regalos de la cruz. Estos
venían, no envueltos en papel,
sino en pasión. No estaban
alrededor del arbolito, sino en
una cruz. Sin cintas de colores,
sino salpicados con sangre.
LOS REGALOS DE LA CRUZ
Mucho se ha dicho sobre el regalo
de la cruz mismo, ¿pero, y los
demás regalos? ¿Los clavos? ¿La
corona de espinas? ¿El manto que
se apropiaron los soldados? ¿Las
ropas fúnebres? ¿Te has dado el
tiempo de abrir estos regalos?
Tú sabes que no tenía ninguna
obligación de dárnoslos. El único
acto, lo único que se requería para
nuestra salvación era el
derramamiento de sangre, pero Él
hizo mucho más que eso.
Muchísimo más. Examina la
escena de la cruz. ¿Qué
encuentras?
Una esponja empapada en
vinagre.
Un letrero.
Dos cruces a ambos lados
de Cristo.
Los regalos divinos intentan
activar ese momento, ese
segundo cuando sus rostros
se iluminan, sus ojos se
abren, y Dios te va a oír
susurrando: «¿Tú hiciste
esto por mí?»
Desempacamos estos
regalos de gracia quizás
por primera vez. Y
mientras los tocas y
sientes la madera de la
cruz y sigues las marcas
dejadas por la corona y
palpas las puntas de los
clavos, te detienes y
escuchas. Quizás lo
oigas susurrándote:
“SI. Yo hice esto por ti”

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