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Penas de ciudad. Acerca de los films de Woody Allen.

Por Dionela Guidi

Quizás sea algo snob gustar del cine de Woody Allen, un


“mea culpa” clase mediero, un toque de distinción para la
cena entre nos.

Aún así, despojándonos del fetiche estamental, sus


personajes nos hablan de la vida del hombre (¿medio?) en
las grandes urbes, en este caso un centro imperial, tal vez
comparable a otros centros que operan con la misma tiranía
geográfica hacia un “adentro” nacional.

La ciudad omnipresente (los rascacielos, la basura, la


polución, las tiendas inútiles, la “gente” en forma de
transeúntes que solo transitan), es el hábitat en donde se
desarrollan (casi) todas las tramas.

El hombre de Allen, es un sujeto en permanente crisis con


los parámetros de la normalidad. Su continua insatisfacción
con el propio ser, el tedio en el amor, el deseo de lo que no
se tiene, el éxito y su inexorable fracaso, el miedo a la
muerte, la imposibilidad de creer, son los dramas de la
permanente inconclusión de sus personajes. Protagonistas
que oscilan entre la genialidad y la absoluta trivialidad
caminan por la cornisa del total desmoronamiento al tomar
conciencia de lo lábil de su existencia.

El cineasta apedrea constantemente los grandes bastiones


míticos de la subjetividad occidental; el matrimonio, la
familia, la religión, el trabajo brillante, la sexualidad
“ordenada”; pero no existen, al menos en sus desenlaces,
la posibilidad de la transformación colectiva, más bien un
intento adaptativo.

Allen diagnostica la ANGUSTIA del sinsentido moderno, una


especie de El Grito de Munch emanado desde el mismísimo
Central Park, donde se percibe la opresión económico-
política, al mismo tiempo que se sabe posicionado por
encima de la base de la pirámide social. Casi como si esa
ANGUSTIA fuera un rasgo atávico del linaje.

Así, hay un otro desdibujado, que se sospecha, que se


intuye, pero que no tiene voz. Asoma a veces, en el
cemento de las calles, en el efímero contacto imperceptible,
en el imaginario de los seres que inventa, protegidos por los
edificios imponentes, los taxis, los restaurantes, el arte, el
ruido…

Hay fronteras bien delimitadas dentro y fuera de sus


películas. Hombres y mujeres que se relacionan con toda su
inconclusión tibiamente se dejan llevar por sus historias. El
cine de Allen (como si el cine no fuera ya de antemano un
bien cultural para consumo de ciertos estratos) más que
muchos otros, es apropiado y dirigido al público que se
supone lo verá, saldrá del cine, o apagará la televisión y se
dejará llevar tibiamente por el cauce de sus historias, como
si se asistiera al propio desgarro para retomar la senda. No
es arte para la movilización, sino más bien un relato pueril
de vidas que al fin y al cabo no son “tan perfectas” como el
manifiesto del pequeño burgués lo indica.

Caprichosamente, lo comparo con Buñuel; ahí sí hay


denuncia, hay lucha de clases, hay miserias de los ricos y
miserias de los pobres, hay intentos subversivos, hay
ideología confesa.

La belleza de esta obra (la de W. A) bien podría radicar en


el sabor de lo que pocos conocen.

Si me preguntan, desde aquí, mi periferia tercermundista,


me quedo con el ideal emancipatorio en el arte
cinematográfico. No seamos ingenuos, nadie cuestiona la
existencia humana, sin cuestionar sus condiciones.

Ahora, si me permiten elegir únicamente con la experiencia


sensible, el atraco de la exquisitez de su mundo, lo elijo tan
solo por un verso de distancia, que ni siquiera es suyo: “…
Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene las manos tan pequeñas…”

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