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Discurso pronunciado en el Estudio de la Radio de Budapest el día
del. Corpus del afila 1927.
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I
EL AMOR DE CRISTO EN LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA
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Iré hasta las casas de los esquimales; estaré hasta en las
pobres chozas de las tribus africanas, porque os amo…
Hasta ahora habéis caminado sin apoyo en la vida; mas ahora
Yo me entrego por completo a vosotros; haced de Mí lo que
queráis. El mundo os perseguirá: «en el mundo tendréis grandes
tribulaciones; pero tened confianza; Yo he venido al mundo» (Juan
16, 33). Si hombres sin entrañas os maltratan, venid a Mí, porque
«soy manso y humilde de corazón» (Mateo 11,29). Si os parece
que no podéis resistir más…, si juzgáis insoportable la vida, «venid
a Mí todos los andáis agobiados con trabajos y cargas, que Yo os
aliviaré» (Mateo 11, 28). ¿Queréis orar? Postraos delante de Mí.
¿Necesita vuestra alma un descanso? Recibidme «y hallaréis el
reposo para vuestras almas» (Mateo 11, 29). Lo sabéis: «Nadie
tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos»
(Juan 15, 13). Yo he hecho aún más. Y por todo ello no deseo a
cambio sino una sola cosa: Yo os he amado; amadme a Mí
vosotros. Os he dado mi corazón...; «dame, oh hijo mío, tu
corazón» (Proverbios 23, 26).
Conviene meditar también cuándo instituyó Nuestro Señor
Jesucristo la Santísima Eucaristía.
Se necesita un amor inconmensurablemente grande para que
Nuestro Señor Jesucristo nos tratara de esta manera; y nos tratara
así precisamente cuando nosotros menos merecíamos un amor tan
tierno, antes al contrario, teníamos que ser castigados: cuando iba
a empezar la amarga Pasión.
Cuando los judíos estaban reunidos para ver cómo perderle;
cuando Judas maquinaba la traición abyecta; cuando ya casi se oía
por la calle el griterío del populacho amotinado, y nosotros —
pobres hombres engañados— quisimos arrojar de en medio de
nosotros al Redentor, como el desecho de la humanidad: «Crucifí-
cale, crucifícale...», no contestó Jesús fulminando un rayo del cielo,
no abrió las entrañas de la tierra para que nos tragara, sino que
nos tuvo un amor misericordioso, inconcebible: instituyó la Santísi-
ma Eucaristía.
¿Era posible hacer más? ¿Podía manifestarse de una manera
más conmovedora y admirable el amor de Jesucristo? Antes de su-
mergirse en el mar de los tormentos fue cuando más hermosamen-
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te llameó el amor ardoroso de su Corazón divino, a semejanza del
sol que se pone en el ocaso.
Había llegado la hora de abandonar este mundo y regresar a
la gloria eterna; donde había estado junto al Padre desde toda la
eternidad. Mas el Buen Pastor no quiso dejar abandonada a su
grey, sino que pe quedó en nuestros altares para que podamos en-
contrar junto a Él protección, apoyo, refugio, mientras dure nuestra
peregrinación acá abajo en la tierra, lejos de la patria celestial,
donde Él ha ido con antelación para prepararnos lugar. Realmente,
hemos de reconocer que no pudo hacer más por nosotros.
Añadamos aún: ¡con qué facilidad se realiza el prodigio de la
transubstanciación! Unas breves palabras y queda realizado lo
infinitamente sublime.
Cuando en la santa misa, al toque de la campanilla, el cele-
brante toma en la mano la hostia, ésta no es más que pan de tri-
go..., nada más. Cesa el canto, se mitigan los acordes del órgano,
reina un silencio casi sepulcral, el sacerdote se inclina sobre la hos-
tia y repite las palabras del Salvador: «Este es mi cuerpo»; se
inclina sobre el vino y dice: «Esta es mi sangre...»; y en el mismo
momento el cuerpo y la sangre del Redentor se hacen presentes
en el altar; el sacerdote hace una genuflexión y adora a Dios, que
acaba de bajar a nosotros; los fieles se inclinan y musitan sus
labios palabras de gratitud: «Señor mío y Dios mío.»
Tan admirablemente fácil quiso el Señor que fuese la tran-
substanciación. Casi diría que la hizo demasiado fácil. Esta
facilidad podría ser peligrosa para nuestra fe, para nuestra
veneración, si la Madre Iglesia no hubiese rodeado la escena
sublime de oraciones y acciones hermosísimas: las ceremonias de
la santa misa. Y si preguntamos por qué hizo Jesucristo tan fácil la
transubstanciación, la respuesta ha de ser ésta: para que nosotros
podamos acercarnos a Él con la mayor facilidad y Él pueda recibir
en el mayor número de altares posible nuestro amor y poder entrar
en el mayor número posible de almas.
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II
NUESTRO AMOR A LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA
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porque ante el moribundo brilla una luz nueva: «Brille para él la luz
eterna.»
«Es cosa inconcebible que Dios nos ame —dijo un santo—; es
cosa más inconcebible aún que nos sea lícito corresponder a su
amor; y lo más inconcebible de todo es que nosotros, con todo, no
le amemos.»
Cada mañana, cuando los rayos del sol naciente caen sobre
alguna región del globo terráqueo, se encienden miles de velas en
las capillas, en las iglesias, en las catedrales. Revestidos con los
ornamentos sagrados, los sacerdotes se acercan al altar, para
repetir las palabras misteriosas del Salvador sobre la blanca hostia
y sobre el vino vertido en el cáliz, y elevar luego hacia el cielo el
cuerpo sacratísimo —que un día estuvo pendiente en la cruz del
Calvario— y la sangre preciosísima —que un día se derramó por
nosotros del árbol de la cruz.
Y a medida que va rodando la tierra, nuevas regiones del
globo se ven bañadas por los rayos del sol, y sucede lo mismo...
No pasa ni una hora, ni un momento, ni un segundo de las
veinticuatro horas del día sin que en algún punto del orbe se
celebre la santa misa y sin que los fieles fervorosos, postrados de
rodillas, rodeen con gratitud y amor el cuerpo sacratísimo del Sal-
vador.
Lenguas de bronce, los badajos de miles de campanas, van
lanzando a los espacios del universo, en el momento de la Eleva-
ción, la grata expresión del amor, del reconocimiento que siente la
humanidad. Pasa la voz de las campanas por los campos, por los
montes, por los valles, por los ríos y mares; pasa por encima de
ciudades, aldeas y países dilatados. Vibra ya sobre las islas color
de esmeralda y sobre los picachos que parecen rozar el cielo; sus
últimos estremecimientos se aquietan junto a los mares de hielo,
allá en el Norte, donde unos cuantos esquimales desamparados
están arrodillados en una pobre choza, oyendo la misa que celebra
el misionero.
Y se repite el tañido triunfal de las campanas hacia mediodía;
y pasa por encima de las antiguas catedrales italianas y españolas;
por las regiones septentrionales de África, donde un día floreció
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una pujante vida cristiana; y llega hasta los habitantes de las
regiones más meridionales.
Por todas partes va realizándose la misma acción sacra; por
todas partes se celebra el mismo culto divino; por todas partes el
mismo Redentor, el Hijo de Dios, se hace presente para sacrifi-
carse nuevamente por nosotros. El mismo cántico de alegría y gra-
titud brota de labios de los hombres que asisten a la misa celebra-
da por todos los rincones del planeta.
Y prosigue el culto de hora en hora, día tras día. La tierra está
rodando continuamente en ese misterioso y sublime sacrificio de
gratitud. No parece sino que el Salvador pasa ahora por nuestro
planeta, como pasó hace dos milenios; y repite: Padre mío, guarda
en tu nombre a los que me has dado para que sean una misma
cosa, así como lo somos nosotros.
No estemos ausentes de esa grandiosa oración eucarística en
que se unen los pueblos y las naciones. Mezclémonos con estos
fieles fervorosos que día tras día se arrodillan ante el Salvador
oculto en la blanca hostia. Nuestra alegría, nuestra gratitud, nuestro
amor, nuestra devoción han de resonar con la mayor frecuencia y
con todo el vigor posible en la grandiosa oración de los pueblos;
oración que brota en todas las lenguas, de innumerables corazo-
nes...; oración continua, oración que constantemente se renueva:
«Has dado las prendas de tu amor eterno, ¡oh Jesús!,
instituyendo este gran sacramento y concediendo a tus fieles el
poder unirse contigo y corresponderte con amor. ¡Gloria, honor,
adoración, acción de gracias, a tu santo nombre! Amén.»
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NUESTRA ALEGRÍA EL DÍA DEL CORPUS2
I
CÓMO NOS ALEGRAMOS EN EL DÍA DEL CORPUS
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II
POR QUÉ NOS ALEGRAMOS FI, DÍA DEL CORPUS
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corazones al sentir el amor de Jesús, que en la Santísima
Eucaristía ha eternizado para nosotros todo el brillo y felicidad de
Navidad, Pascua y Pentecostés?
La Santísima Eucaristía es una Navidad perenne. No aludo
ahora al hecho de que muchas veces el Salvador en el Santísimo
Sacramento no es recibido con mayor veneración que en Belén; de
que muchas veces en el sacramento no nos preocupamos de Él
más que aquellos hombres desalmados, que arrojaron a la Madre
Virgen en medio de la sombría noche de diciembre, aunque en
realidad aquella noche no pudo ser más fría que el alma helada de
tantos, de tantísimos hombres modernos que no se preocupan de
la Santísima Eucaristía. El desamparo de Belén y la despreocupa-
ción de los hombres de entonces no pudo dolerle más al Señor que
nuestro comportamiento ante el Santísimo Sacramento, al encon-
trarnos ante su presencia insensibles, conversando acaso con el
que tengo a mi lado.
No aludo a estas circunstancias cuando afirmo que la Santísi-
ma Eucaristía es una Navidad perenne. Lo que quiero expresar es
que el Niño de Belén, que vino a nosotros en la noche de Navidad,
no nos abandona ya nunca, sino que en el Santísimo Sacramento
sigue viviendo para siempre con nosotros aquí abajo en la tierra.
El mismo Jesucristo que nació de María Virgen; el mismo que
estuvo recostado en el pesebre del frío establo; el mismo que reci-
bió el mensaje de los tres Magos, está presente en la Santísima
Eucaristía; y como un día en el establo de Belén, también ahora en
el Santísimo Sacramento está esperando el homenaje y la ado-
ración de sus fieles.
Aquí en el Santísimo Sacramento está presente nuestro
Jesús. ¿Podemos decir algo más grande? Jesús, cuyo simple nom-
bre exhala fragancia y pone en fuga a todos los poderes del infier-
no. Jesús, cuya virtud curaba a los enfermos, aun cuando ellos no
hacían más que tocar una fimbria de su vestidura. No es que en la
Santísima Eucaristía esté escrito su nombre, ni que lo pronuncie-
mos tan sólo, o tengamos un retazo de su vestidura, sino que está
aquí el que llevaba la vestidura, el que tenía el nombre.
Y no está únicamente en Belén, no está tan sólo en la Tierra
Santa, sino que está dondequiera que haya un sacerdote católico
que celebra el santo sacrificio de la misa; está con todos los pue-
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blos del mundo, está en cada país, en cada nación; está con nos-
otros, en medio de nosotros. ¡Dichosos los hombres entre quienes
habita el Señor! «Bendito seáis, cuerpo sacratísimo, sangre pre-
ciosísima, que estáis ocultos bajo las especies de pan y vino»
La Santísima Eucaristía no es tan sólo una Navidad perenne,
sino también una Pascua perpetua para nosotros, una Pascua que
nos colma de alegría, que nos vivifica, que renueva nuestra alma
quebrantada.
La Santísima Eucaristía no es un trozo del árbol de la cruz,
sino Aquél que estuvo clavado en ella. No es la corona de espinas
ensangrentada, sino la misma cabeza coronada. No es la lanza
que traspasó el Corazón del Salvador, sino el Corazón Sacratísimo
traspasado, aquel Corazón que en la aurora pascual empezó a latir
nuevamente e hizo correr la sangre por las venas del Salvador re-
sucitado.
¡Qué energías puedo esperar yo de esta Santísima Eucaristía!
¡Qué germinar de primavera, qué nueva vida llena de sol, si recibo
dignamente a Jesús Sacramentado! Después de la comunión, este
Corazón Sacratísimo, resucitado —que vuelve a latir nuevamente
por nosotros—, descansa sobre mi corazón y envía la sangre del
Salvador a mis venas y expulsa toda flaqueza y mezquindad de mi
pobre corazón pecador y lo purifica a fuego vivo para que no quede
en él ni la más pequeña escoria, para que no tenga ni un solo latido
que no sea por Dios y por su gloria.
Cada comunión es el despertar de un alma dormida. Y la
Santísima Eucaristía es realmente una madrugada pascual a través
de las centurias, a través de los milenios. «Alabado y glorificado
seas, dulce Jesús, a quien confesamos aquí con fe firme. Por amor
viniste a salvamos.»
Finalmente, Jesucristo, en la Santísima Eucaristía, es nuestro
perenne Pentecostés. ¡Qué urgente necesidad tiene nuestra alma
vacilante, atormentada, desfallecida, de que no haya un solo
Pentecostés al año!
Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo que consuela, que
confirma, que alienta; en Pentecostés bajó a nosotros el Espíritu
divino e hizo descender sobre nuestra pusilanimidad su fuego lla-
meante, su vigor; para que no temamos confesar nuestra fe, para
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que no cedamos a la tentación, para que no caigamos nunca en
pecado. ¿Quién puede afirmar de sí que está tan afianzado en el
bien, tan curtido contra el pecado, que no necesite el auxilio de
Pentecostés?
Pues ahí está la Santísima Eucaristía, en que Nuestro Señor
Jesucristo derrama sobre nosotros con amor ardoroso el espíritu de
Pentecostés todas las veces que nos acercamos a Él. En el Santí-
simo Sacramento el mismo Jesús entra en nuestra morada a fin de
darse como auxilio y alimento para la lucha que todos hemos de
sostener en esta vida contra el pecado.
Por esto nos alegrarnos el día del Corpus, en este día conme-
morativo de la institución de la Santísima Eucaristía. Toda la su-
blimidad de Navidad, todos los fulgores de Pascua, todas las ale-
grías de Pentecostés se juntan hoy, cuando con amor, oración y
homenaje acudimos a la Santísima Eucaristía, y exultando lleva-
mos en marcha triunfal por las calles nuestro gran tesoro.
Y lo hacemos bien. Aun la fastuosidad exterior ha de ser la
más grande posible, ha de ser deslumbrante el brillo, resplande-
ciente de riqueza el derroche de adornos con que festejarnos tan
solemne día. Mas no olvidemos una cosa: también la fiesta de hoy
termina con la noche; las flores estarán marchitas mañana, el humo
fragante del incienso pronto se disipará, los acentos del cántico
festivo se perderán en medio del estrépito de la vida ordinaria; no
consintamos que con las flores se marchite nuestro amor, que se
disipe con el cántico y el humo del incienso, que se enerve y
mengüe nuestra gratitud.
Porque si bien el Salvador se contenta con que sólo una vez
al año celebremos el día del Corpus y le ofrezcamos este derroche
y brillo, con todo, espera de nosotros que nuestros pensamientos
descansen en Él, que con el corazón lleno de gratitud nos arrodille-
mos delante de Él, que con nuestro amor le busquemos en el
Santísimo Sacramento no solamente hoy, sino toda nuestra vida.
Puede esperarlo de nosotros Él, que, impulsado por el amor,
no se contentó con nacer sobre la paja punzante de un establo frío,
ni se contentó con morir —después de una vida dura de treinta y
tres años— en el árbol de la ignominia entre indecibles tormentos,
sino que instituyó la Santísima Eucaristía para permanecer con
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nosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos, bajo el
velo de la blanca hostia.
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Muchas veces brotan de nuestros labios las alabanzas del
Salvador oculto en el Santísimo Sacramento; y le adoramos con
profundo homenaje; pero no hemos de olvidar que el Salvador no
acogerá con agrado nuestra alegría, nuestra gratitud, nuestras
alabanzas, si no tenemos suficiente espíritu de sacrificio para
enfrentarnos —por amor a Él— con todos los pecados.
Solamente con este espíritu podremos celebrar de veras el día
del Corpus, esta fiesta tan grata a Jesucristo. Solamente así po-
dremos convertir toda nuestra vida mortal en un grandioso día del
Corpus, lleno de gratitud. Y solamente después de tal vida po-
dremos participar del día eterno del Corpus, cuando seamos ya
unos seres glorificados que en el resplandor indescriptible del reino
de Dios unan su voz al cántico de alabanza y gratitud:
«Gloria y veneración al Padre y al Hijo.
»Bendición y gloria eterna juntamente con el Espíritu Santo.
»Bendigan todas las generaciones al Dios santo, Uno en tres
personas.»
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¿QUÉ ES LA SANTÉSIMA EUCARISTÍA?
I
RECUERDO DE CRISTO QUE SE DESPIDE
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se pregunta: ¿Cómo puede dar Éste su cuerpo? ¿Cómo puede ha-
ber un cuerpo vivo en esa hostia inmóvil? El mundo moderno pre-
gunta lo que preguntaron los judíos, ya que el engreimiento hu-
mano es siempre el mismo.
Y, sin embargo, miremos el campo durante el invierno: ¡qué
frío, qué rígido, qué inmóvil!; ¡Parece que no tiene vida!..., y, con
todo, va a brotar de él la vida en millones de seres.
Miremos el árbol descarnado durante el invierno; parece que
está muerto; ¿es posible que haya vida en él?
Miremos los cables por donde pasa la electricidad, ¿quién
creerá que en ellos pasa una fuerza impresionante?
Me preguntas: ¿Cómo cabe Dios en esa pequeña hostia?
Pero ¿por que no preguntas cómo cabe, por ejemplo, el grandioso
edificio de una catedral en tus ojos tan pequeños?
Pues bien; el Dios todopoderoso, que en la naturaleza sabe
obrar milagros tan sublimes, ¿no tendrá fuerza para obrar un nuevo
milagro con que dejarnos un recuerdo sublime de su amor? ¡De
cuánto es capaz el amor! ¡El amor omnipotente! ¡El amor que se
despide! ¡Con qué milagros nos sorprende un día y otro día el
mismo amor humano!
El mayor sufrimiento del amor es sentir su impotencia. ¡Cómo
sufre el padre moribundo, que no deja a sus hijos sino su fotogra-
fía... porque no puede dejarles más! Pero Cristo agonizante era
omnipotente. Y así nos dejó en recuerdo, no su fotografía, sino a Sí
mismo en la Santísima Eucaristía.
II
EL ALIMENTO DEL ALMA
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ciudadanos de la gloria viven en la tierra, del cielo han de recibir el
pan» (SAN BUENAVENTURA).
Y puesto que Nuestro Señor JESUCRISTO dijo explícitamen-
te: «Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su
sangre, no tendréis vida en vosotros» (Juan 6, 54), la Iglesia
prescribe que, por lo menos una vez al año, todos los fieles reciban
el alimento sagrado.
¿Cuáles son sus efectos?: a) Cura las enfermedades, y b) da
nuevas fuerzas para la vida.
¿Cuáles son las enfermedades? Los pecados, la pena tem-
poral merecida por los pecados y las malas inclinaciones. El peca-
do venial viene a ser en el alma como la erupción de la piel en el
cuerpo. Pero si el Señor viene a nosotros y toca nuestras llagas,
quedan curadas. Aún más, en la sagrada comunión el Señor hasta
condona la pena temporal en la proporción del amor con que le
recibimos. ¿Y quién no sabe por propia experiencia que el corazón
del hombre se inclina al mal desde la juventud? Mas un manzano
salvaje, después de injertado, dará buenos frutos. Así dice el
Señor: «Quien me come, también él vivirá por Mí» (Juan 6, 58); sus
inclinaciones no serán torcidas.
b) La sagrada comunión no solamente cura, sino que comu-
nica nuevas fuerzas para la vida sobrenatural. El pan sostiene la
vida del cuerpo; la Santísima Eucaristía, el «pan celestial», nos da
la gracia santificante, hermosea el alma y nos otorga la perse-
verancia final. Y así como no nos damos puente de cómo no nos
damos cuenta de cómo nos nutre el pan corporal, tampoco
advertimos de qué manera la Santísima Eucaristía alimenta nuestra
alma. No lo notamos, pero podemos repetir: «Vivo yo, mas no vivo
yo, es Cristo quien vive en mí.»
Por desgracia, muchos hombres no saben nada de todo esto;
muchos ni siquiera sospechan qué cosa sea la comunión bien
hecha.
Lo indica el mismo nombre: comunión, es decir, unión. Dos
seres se funden en uno.
Dos: Jesús y yo. ¡Atención!: Jesús y yo, no yo y Jesús; porque
en la comunión todo depende de quién es el primero y quién es el
segundo, quién es el personaje principal y quién el secundario.
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Puedo comulgar de tal manera que yo sea el personaje principal y
Jesucristo el secundario. Así comulgan los tibios, y luego se quejan
de no ver el resultado de la comunión. Y puedo comulgar de ma-
nera que Cristo sea el primero y yo el segundo. Así comulgan los
creyentes fervorosos, y consiguen las bendiciones de la Santísima
Eucaristía.
También los tibios reciben a Cristo, es cierto; mas no se fun-
den con Él. ¿Basta comer un alimento bueno? Hay que digerirlo y
asimilárnoslo; de lo contrario, es inútil.
Se comprende por qué quedan sin efecto muchas comuniones
y por qué no se nota la influencia de Cristo. Sencillamente, porque
no hay lugar para Él en muchas almas. Nuestro corazón esté lle-
no..., ¿de qué?..., del mundo y de nosotros mismos.
Observa a uno de esos hombres que, desde la mañana hasta
la noche, desde el domingo hasta el sábado, desde el día de año
nuevo hasta fin de año viven de continuo en un ambiente extraño a
Cristo. Ahora va a comulgar. Tendría que levantarse al ambiente
sobrenatural de la sagrada comunión, pero no es capaz de de ello.
Sólo está allí su cuerpo, sólo está su lengua; pero está lejos su
corazón, su alma, sus sentimientos, sus anhelos, sus pensamien-
tos. ¿Cómo decirlo? Ese tal recibe a Cristo solamente en la
antesala, y no le introduce en el aposento de los íntimos.
¡Pero recita la acción de gracias! Sí; repite una fórmula hecha.
¿Introduce acaso al Señor en la sala de sus íntimas confidencias,
para explayar con Él su alma?...
¿Cómo ha de ser nuestra comunión?
Hay que despertar en nosotros una fe firme: Va a venir Cristo
el Hijo del Dios vivo, mi Rey; voy a hablar con Él, le daré gracias, le
haré peticiones, le presentaré mis quejas. Si después de comulgar
así vuelvo a casa, mi madre, mi esposa, mi marido, mi familia, mis
compañeros de oficina... quedarán sorprendidos: ¡cuánto, más
suave, paciente, amable, tolerante y pacifico me verán! ¿EI motivo?
Ellos no lo saben. Yo sí que lo sé: llevo a Cristo en mi interior.
¡La Santísima Eucaristía, alimento del alma!
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III
NUESTRA COMPAÑERA EN LA PEREGRINACIÓN TERRENAL
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Y al emprender su camino la procesión, se oye una letanía
que conmueve el corazón y desgarra el alma, una letanía que brota
de labios de aquellos dolientes, una letanía que no se oye en
ningún otro punto del mundo; se oyó algo semejante en el camino
de Jericó, y también de labios del centurión de Cafarnaúm, cuando
Jesucristo andaba corporalmente en medio de nosotros.
Esta letanía no dice: «Señor, ten piedad de nosotros; Cristo,
ten compasión de nosotros», sino «Jesús, Hijo de David, haz que
yo vea; Jesús, Hijo de David, haz que yo oiga; Jesús, hijo de David,
haz que se junten mis huesos; Jesús, Hijo de David, haz que yo
pueda vivir todavía; Jesús, Hijo de David, di una palabra y mi cuer-
po quedará curado.»
Sollozando rezan la letanía los sanos y los enfermos.
Y a medida que pasa la procesión y se da a cada cual una
bendición especial con el Santísimo Sacramento, una fuerza divina
invade a uno de esos pobres enfermos, y el que durante años
apenas pudo moverse, estalla en un grito y se yergue curado, y con
gran gozo arroja sus muletas...
La multitud se estremece de gratitud, emoción y alegría. En
medio de la procesión, con voz temblorosa de alegría, se oye el
canto del sacerdote: «Te Deum laudamus». A Ti, Señor, te
alabamos.
Al volver la procesión a la iglesia iluminada, no queda ya nin-
gún incrédulo, nadie duda, todos creen, todos son cristianos fir-
memente convencidos, y con los labios trémulos, con el corazón
rebosante de gratitud, con los ojos arrasados de lágrimas, postra-
dos todos, entonan con voz vibrante el cántico: «Ten Piedad de
nosotros, Señor; ten piedad de nosotros. Descienda sobre nosotros
tu misericordia, pues hemos esperado en Ti.»
¡Dulce Redentor nuestro! Danos esta fe viva, esta fe inconmo-
vible que no sabe de dudas. En Ti, en tu bondad, ciframos todas
nuestras esperanzas. Haz que sintamos siempre la gratitud, la
veneración y el amor más profundos hacia la mejor prenda de tu
bondad, la Santísima Eucaristía, y así la merezcamos, a fin de que
cuando llegue nuestra hora postrera, confortados con este sacra-
mento, con tu cuerpo sacratísimo y tu sangre preciosísima,
podamos rezar confiados: En Ti, Señor, he esperado, no sea yo
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eternamente confundido. Recoge ahora mi alma humilde, para que
en el otro mundo pueda verte cara a cara, a Ti —que en esta tierra
sólo he podido verte oculto bajo las especies de pan y vino, pero en
quien he creído humildemente—, y unido inseparablemente con tu
Corazón Sacratísimo sea indeciblemente dichoso por eternidad de
eternidades.
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