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EL AMOR DE CRISTO EN LA SANTISIMA EUCARISTIA1

No era posible empezar con palabras más sublimes ni de una


manera más conmovedora la descripción de la Ultima Cena que
hace San Juan en el capítulo XIII de su Evangelio. Con unas
breves palabras indica el ánimo de Jesús: «Como hubiese amado a
los suyos, que vivían en el mundo, los amó hasta el extremo». Con
estas pocas palabras muestra todo el amor abrasado del Corazón
Sacratísimo, del cual procedió también el gran don de la Ultima
Cena: la Santísima Eucaristía.
Con justa razón menciona San Juan el amor inefable de
Jesús, precisamente al describir la Ultima Cena. Ciertamente se
necesitaba un amor grande para que el Hijo de Dios bajase del
cielo y el Dios omnipotente tiritase de frío como un niño impotente
en la noche de Navidad.
Un amor extraordinario se necesitaba también para que el Hijo
de Dios pasase treinta y tres años en medio de nosotros y por
nosotros soportando continuos trabajos y fatigas.
Un amor nunca sospechado por hombre alguno tenía que
arder en el Corazón del Redentor cuando por nosotros quiso sufrir
la más terrible muerte de cruz. Todo esto es verdad.
Y, no obstante, sobrepuja a todos estos amores aquel amor
pródigo, inefable, sin límites, con que Nuestro Señor Jesucristo
abrazó y estrechó contra su corazón amantísimo a los hombres en
la Ultima Cena al instituir la Santísima Eucaristía; y los sobrepuja
también el amor que aun hoy día demuestra tener a cada uno de
nosotros en el Santísimo Sacramento de nuestros altares.

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Discurso pronunciado en el Estudio de la Radio de Budapest el día
del. Corpus del afila 1927.
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I
EL AMOR DE CRISTO EN LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA

Ante todo, es señal de un amor infinito el haberse dado a Sí


mismo en la Santísima Eucaristía.
La Santísima Eucaristía es para nosotros el tesoro más
precioso, el que guardamos con más esmero. Pero no hemos de
contentarnos con esta apreciación. También el diamante brilla y
relumbra más cuando lo miramos y le damos vueltas bajo los rayos
de sol. Meditemos, pues, con mayor detenimiento el amor grande
que el Salvador nos demuestra en la Santísima Eucaristía para que
también nuestro corazón se enardezca al sentir esas llamas, y
nosotros amemos como se merece «el milagro eterno del mundo,
que la razón no es capaz dé comprender».
¿Recordáis cómo es el corazón humano? Os sorprenderá lo
poco que se parece al Corazón de Jesucristo... Y es que nosotros
amamos poco. ¿Quién ama hasta la entrega completa, hasta tener
sed de sacrificio? ¿Quién, al subir al Calvario —donde el hombre
se sacrifica por amor—, no desea descender nuevamente?...
Somos incapaces de sufrir mucho, aun por aquellos que más ama-
mos. No hay más que una excepción: el Corazón de Jesucristo. El
hace entrega de todo cuanto tiene...
Nosotros, precisamente porque amamos poco, amamos a
unos pocos. Para amar nos encerramos; nos hacemos un nido
reducido en que colocamos a los seres más queridos: al padre, a la
mujer, a los hijos, a unos amigos contadísimos. ¿Qué vamos a
hacer? No tenemos más que una gota de amor. Debemos adminis-
trarlo bien...
¡Qué diferente es el corazón de Dios! Ama a todos los
hombres, y los ama a todos con el mismo ardor. A los pequeños y
a los grandes, a los pobres y a los ricos, a los pecadores, a los
desamparados y a los que el mundo desprecia. ¿De quién se
olvidó jamás? ¿A quién dejó de amar con ternura y ardor? ¿Existió
jamás un ser demasiado inmundo para ese corazón tan puro,
demasiado vulgar para ese corazón tan noble, demasiado grande
para ese corazón tan humilde o demasiado pequeño para ese
corazón tan sublime?...
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Pero he ahí que va a coronar la grandeza de su amor. No se
presenta ante el mundo con la tristeza que hace prorrumpir a
PASCAL en estas palabras melancólicas: «La debilidad más
grande del hombre es poder hacer poco por los que ama»; al
contrario, se presenta con serenidad, con la convicción cierta de
que El puede curar, consolar, salvar y llenar de dicha a todos los
que ama. «Venid a Mí todos...» ¡Dichoso el corazón que así puede
hablar! ¡Ah! Nosotros no nos atreveríamos a hablar de esta
manera, no nos atreveríamos a hablar así a nuestro padre, a
nuestra madre, a nuestro amigo, a nuestros hijos; y El habló así al
mundo entero. «El que tiene sed —exclama—, venga a Mí y
beba.» ¿Tenéis sed de felicidad, de consuelo, de santidad, de paz?
No importa... No se turbe vuestro corazón. Yo os dejo la paz; una
paz como no puede darla el mundo, una paz que supera todo lo
que entendemos por paz.
De tal amor es señal el haberse dado Cristo a nosotros en la
Santísima Eucaristía.
Todavía veremos con mayor claridad su amor si meditamos
por qué instituyó el Santísimo Sacramento.
—Hijos míos, por quienes bajé del cielo, ahora tendría que
dejaros; almas muy amadas, por las cuales lo sufrí todo, ahora
tendría que separarme de vosotras. Si un día sois capaces de
olvidar mi amor, mirad este Sacramento que os di en la Ultima
Cena, y vuestro corazón sentirá el fuego de mi amor. Tenéis pocos
recuerdos de Mí, pero os he dejado uno que los suple todos.
No temáis, «no os dejaré huérfanos; Yo volveré a vosotros» (
(Juan, 14, 18). De un modo prodigioso, bajo las especies de pan y
de vino, quedaré en medio de vosotros para consolaros. Sé que
lobos voraces os atacarán... «y vosotros lloraréis y os lamentaréis,
mientras el mundo se regocijará; os afligiréis, pero vuestra tristeza
se convertirá en gozo» (Juan 16,20), porque «Yo estaré con
vosotros hasta la consumación de los siglos» (Mateo 28,20).
Iré con vosotros a las oscuras catacumbas, cuando los
poderosos emperadores romanos os persigan, así como estaré
dentro de milenios con vuestros descendientes, porque os amo con
perpetuo amor (Jeremías 31, 3).

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Iré hasta las casas de los esquimales; estaré hasta en las
pobres chozas de las tribus africanas, porque os amo…
Hasta ahora habéis caminado sin apoyo en la vida; mas ahora
Yo me entrego por completo a vosotros; haced de Mí lo que
queráis. El mundo os perseguirá: «en el mundo tendréis grandes
tribulaciones; pero tened confianza; Yo he venido al mundo» (Juan
16, 33). Si hombres sin entrañas os maltratan, venid a Mí, porque
«soy manso y humilde de corazón» (Mateo 11,29). Si os parece
que no podéis resistir más…, si juzgáis insoportable la vida, «venid
a Mí todos los andáis agobiados con trabajos y cargas, que Yo os
aliviaré» (Mateo 11, 28). ¿Queréis orar? Postraos delante de Mí.
¿Necesita vuestra alma un descanso? Recibidme «y hallaréis el
reposo para vuestras almas» (Mateo 11, 29). Lo sabéis: «Nadie
tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos»
(Juan 15, 13). Yo he hecho aún más. Y por todo ello no deseo a
cambio sino una sola cosa: Yo os he amado; amadme a Mí
vosotros. Os he dado mi corazón...; «dame, oh hijo mío, tu
corazón» (Proverbios 23, 26).
Conviene meditar también cuándo instituyó Nuestro Señor
Jesucristo la Santísima Eucaristía.
Se necesita un amor inconmensurablemente grande para que
Nuestro Señor Jesucristo nos tratara de esta manera; y nos tratara
así precisamente cuando nosotros menos merecíamos un amor tan
tierno, antes al contrario, teníamos que ser castigados: cuando iba
a empezar la amarga Pasión.
Cuando los judíos estaban reunidos para ver cómo perderle;
cuando Judas maquinaba la traición abyecta; cuando ya casi se oía
por la calle el griterío del populacho amotinado, y nosotros —
pobres hombres engañados— quisimos arrojar de en medio de
nosotros al Redentor, como el desecho de la humanidad: «Crucifí-
cale, crucifícale...», no contestó Jesús fulminando un rayo del cielo,
no abrió las entrañas de la tierra para que nos tragara, sino que
nos tuvo un amor misericordioso, inconcebible: instituyó la Santísi-
ma Eucaristía.
¿Era posible hacer más? ¿Podía manifestarse de una manera
más conmovedora y admirable el amor de Jesucristo? Antes de su-
mergirse en el mar de los tormentos fue cuando más hermosamen-

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te llameó el amor ardoroso de su Corazón divino, a semejanza del
sol que se pone en el ocaso.
Había llegado la hora de abandonar este mundo y regresar a
la gloria eterna; donde había estado junto al Padre desde toda la
eternidad. Mas el Buen Pastor no quiso dejar abandonada a su
grey, sino que pe quedó en nuestros altares para que podamos en-
contrar junto a Él protección, apoyo, refugio, mientras dure nuestra
peregrinación acá abajo en la tierra, lejos de la patria celestial,
donde Él ha ido con antelación para prepararnos lugar. Realmente,
hemos de reconocer que no pudo hacer más por nosotros.
Añadamos aún: ¡con qué facilidad se realiza el prodigio de la
transubstanciación! Unas breves palabras y queda realizado lo
infinitamente sublime.
Cuando en la santa misa, al toque de la campanilla, el cele-
brante toma en la mano la hostia, ésta no es más que pan de tri-
go..., nada más. Cesa el canto, se mitigan los acordes del órgano,
reina un silencio casi sepulcral, el sacerdote se inclina sobre la hos-
tia y repite las palabras del Salvador: «Este es mi cuerpo»; se
inclina sobre el vino y dice: «Esta es mi sangre...»; y en el mismo
momento el cuerpo y la sangre del Redentor se hacen presentes
en el altar; el sacerdote hace una genuflexión y adora a Dios, que
acaba de bajar a nosotros; los fieles se inclinan y musitan sus
labios palabras de gratitud: «Señor mío y Dios mío.»
Tan admirablemente fácil quiso el Señor que fuese la tran-
substanciación. Casi diría que la hizo demasiado fácil. Esta
facilidad podría ser peligrosa para nuestra fe, para nuestra
veneración, si la Madre Iglesia no hubiese rodeado la escena
sublime de oraciones y acciones hermosísimas: las ceremonias de
la santa misa. Y si preguntamos por qué hizo Jesucristo tan fácil la
transubstanciación, la respuesta ha de ser ésta: para que nosotros
podamos acercarnos a Él con la mayor facilidad y Él pueda recibir
en el mayor número de altares posible nuestro amor y poder entrar
en el mayor número posible de almas.

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II
NUESTRO AMOR A LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA

¿Sabemos corresponder a tanto amor? ¿Sentimos una


veneración profunda cuando le recibimos en la comunión y le
decimos: «Señor, yo no soy digno»?
Amaremos la Santísima Eucaristía si nos complacemos en
orar delante de Jesús sacramentado.
El Señor está con nosotros en el Santísimo Sacramento, entre
otras razones, para que haya un lugar donde podamos expresarle
con tranquilidad todos nuestros sufrimientos, para que podamos
llorar ante Él nuestros desconsuelos.
Nos es lícito llorar, pues mismo Jesucristo lloró en les
momentos de gran dolor.
Lloró junto al sepulcro de su amigo Lázaro, que había muerto
hacía cuatro días. Lloró cuando contempló con los ojos del alma la
destrucción de su patria terrena, de la Jerusalén infiel. Se conmovió
en la agonía del monte de los Olivos, cuando sudando sangre dijo:
«Mi alma siente angustias de muerte.»
Y lloró también la Virgen Santísima al pie de la Cruz. Lloró
San Agustín junto al lecho mortuorio de su madre. Lloró de un
modo desgarrador Santa Isabel de Hungría cuando hubo de des-
pedirse de su esposo, que murió tan joven. Y San Luis, Rey de
Francia, al recibir la noticia de la muerte de su madre, sintió un
dolor tan profundo, que los que le rodeaban le dijeron: «Que no
muera también Su Majestad...»
«Bienaventurados los que lloran», dijo el Señor. Se modo que
si nos duele algo es lícito llorar; pero... hemos de llorar orando.
¿Comprendéis ya por qué «el Señor está con nosotros» en el
Santísimo Sacramento? Para que cuando nos abrume el dolor de
la vida nos arrodillemos en la penumbra de la iglesia silenciosa,
ante Jesucristo, que también supo llorar: «Señor mío, me duele
mucho esto que me ha sucedido... ¡Ojala no hubiese sucedido!..
Pero, Señor mío, si Tú lo has consentido, hágase tu voluntad.»
Sé muy bien lo que vas a decirme: «Sí, es cosa fácil razonar
así fríamente, en abstracto. Pero en el momento de la verdad, en
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que en medio de la noche la desgracia me envuelve..., pronunciar
entonces esas palabras: ¡Hágase tu voluntad! ¡Ah, no puedo..., es
imposible!»
Lo comprendo. No obstante, pronúncialas. Al principio acaso
las digas sin convicción, como sin alma. Acaso se rebele tu
corazón cuando las pronuncien tus labios. No importa: pronúncia-
las, pronúncialas... y verás cómo poco a poco sentirás alivio... Y
llegará el momento en que no solamente dirás, sino que también
sentirás: «Señor mío, Tú me amas, ya que soy hijo tuyo. Tú me
amas y no quieres más que mi bien. No puedo ni sospechar que Tú
quieras hacerme daño. Señor mío, todo cuanto haces lo haces
bien. Hágase tu voluntad.»
¡Oh! ¡Cuántos corazones destrozados han sentido las
dulzuras y el consuelo de Jesucristo-Eucaristía!
El catolicismo rebosa de símbolos a cuál más hermosos, pero
apenas habrá otro tan conmovedor en su sencillez como la lámpara
que arde ante el sagrario. ¿Quién no se enternece cuando ora a
solas, a la luz de la lámpara, ante el Santísimo Sacramento? Como
si hablara aquella lucecita cuando estoy arrodillado allí. ¿Qué dice?
«Te he amado desde toda la eternidad». Dios me ama. Me ama
desde toda la eternidad; ¡impresionante!
En Belén había una estrella sobre el establo. Parecía decir:
«Hombres, almas justas, pastores que buscáis a Jesús, venid
aquí.» Y ahora es la lámpara que arde ante el sagrario la que nos
dice: «Venid aquí. Aquí está con vosotros el Señor. El Señor está
con vosotros.»
Cuántas veces en las horas tristes nos preguntamos: ¿Por
qué me creó el Señor?; y entonces parece que la lámpara del
sagrario da una llamarada más viva y nos dice: «Ven aquí y
descansa en este amor infinito.» ¡Oh! si nuestros ojos pudiesen ver
por un momento el mundo sobrenatural, veríamos cómo arde por
nosotros el Sagrado Corazón Jesús; veríamos cuánta razón tiene
la lámpara del sagrario cuando con su luz parpadeante nos dice:
«El Señor te ha amado con amor perpetuo.»
¡Cómo jugamos con esta palabra «eterno»! « ¡Eternamente te
amaré!», dice el novio a la novia. ¡Y pasa muy aprisa ese «eterna-
mente»! A lo más, dura hasta la muerte. No así el amor de Cristo;

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porque ante el moribundo brilla una luz nueva: «Brille para él la luz
eterna.»
«Es cosa inconcebible que Dios nos ame —dijo un santo—; es
cosa más inconcebible aún que nos sea lícito corresponder a su
amor; y lo más inconcebible de todo es que nosotros, con todo, no
le amemos.»
Cada mañana, cuando los rayos del sol naciente caen sobre
alguna región del globo terráqueo, se encienden miles de velas en
las capillas, en las iglesias, en las catedrales. Revestidos con los
ornamentos sagrados, los sacerdotes se acercan al altar, para
repetir las palabras misteriosas del Salvador sobre la blanca hostia
y sobre el vino vertido en el cáliz, y elevar luego hacia el cielo el
cuerpo sacratísimo —que un día estuvo pendiente en la cruz del
Calvario— y la sangre preciosísima —que un día se derramó por
nosotros del árbol de la cruz.
Y a medida que va rodando la tierra, nuevas regiones del
globo se ven bañadas por los rayos del sol, y sucede lo mismo...
No pasa ni una hora, ni un momento, ni un segundo de las
veinticuatro horas del día sin que en algún punto del orbe se
celebre la santa misa y sin que los fieles fervorosos, postrados de
rodillas, rodeen con gratitud y amor el cuerpo sacratísimo del Sal-
vador.
Lenguas de bronce, los badajos de miles de campanas, van
lanzando a los espacios del universo, en el momento de la Eleva-
ción, la grata expresión del amor, del reconocimiento que siente la
humanidad. Pasa la voz de las campanas por los campos, por los
montes, por los valles, por los ríos y mares; pasa por encima de
ciudades, aldeas y países dilatados. Vibra ya sobre las islas color
de esmeralda y sobre los picachos que parecen rozar el cielo; sus
últimos estremecimientos se aquietan junto a los mares de hielo,
allá en el Norte, donde unos cuantos esquimales desamparados
están arrodillados en una pobre choza, oyendo la misa que celebra
el misionero.
Y se repite el tañido triunfal de las campanas hacia mediodía;
y pasa por encima de las antiguas catedrales italianas y españolas;
por las regiones septentrionales de África, donde un día floreció

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una pujante vida cristiana; y llega hasta los habitantes de las
regiones más meridionales.
Por todas partes va realizándose la misma acción sacra; por
todas partes se celebra el mismo culto divino; por todas partes el
mismo Redentor, el Hijo de Dios, se hace presente para sacrifi-
carse nuevamente por nosotros. El mismo cántico de alegría y gra-
titud brota de labios de los hombres que asisten a la misa celebra-
da por todos los rincones del planeta.
Y prosigue el culto de hora en hora, día tras día. La tierra está
rodando continuamente en ese misterioso y sublime sacrificio de
gratitud. No parece sino que el Salvador pasa ahora por nuestro
planeta, como pasó hace dos milenios; y repite: Padre mío, guarda
en tu nombre a los que me has dado para que sean una misma
cosa, así como lo somos nosotros.
No estemos ausentes de esa grandiosa oración eucarística en
que se unen los pueblos y las naciones. Mezclémonos con estos
fieles fervorosos que día tras día se arrodillan ante el Salvador
oculto en la blanca hostia. Nuestra alegría, nuestra gratitud, nuestro
amor, nuestra devoción han de resonar con la mayor frecuencia y
con todo el vigor posible en la grandiosa oración de los pueblos;
oración que brota en todas las lenguas, de innumerables corazo-
nes...; oración continua, oración que constantemente se renueva:
«Has dado las prendas de tu amor eterno, ¡oh Jesús!,
instituyendo este gran sacramento y concediendo a tus fieles el
poder unirse contigo y corresponderte con amor. ¡Gloria, honor,
adoración, acción de gracias, a tu santo nombre! Amén.»

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NUESTRA ALEGRÍA EL DÍA DEL CORPUS2

Alabado, bendito y glorificado sea el Santísimo Sacramento.


Bendecid al Señor. Bendecid al Señor todas las criaturas, el sol, la
tierra y todas las estrellas. Bendecid al Señor los habitantes de la
tierra, los peces del mar, los pájaros del aire, los animales que
pobláis la tierra firme... Bendecid y glorificad al Señor todos los
hombres, porque grande es su bondad, infinita su gracia, benigno
su amor para con nosotros, pobres y mezquinas criaturas...
Con esa oración de alabanza tendrían que empezar todos los
cristianos la gran solemnidad de hoy; todos tendrían que repetir
estas palabras llenas de gratitud, y al prepararse para el descanso
de la noche, seguir arrodillados en espíritu ante el Santísimo Sa-
cramento, y repitiendo el corazón con sus latidos y con su voz los
labios la oración de gratitud: «Eres santo, ¡oh Señor!; eres santo,
¡oh Jesús!, bajo la apariencia de pan en el Santísimo Sacramento.»
Con una ceremonia que conmueve el corazón y el alma; con
una ceremonia sublime y hondamente emocionante celebra nues-
tra Santa Madre la Iglesia en el día de hoy el don indeciblemente
grande de Jesucristo, conmemora la institución de la Santísima Eu-
caristía.
Sabemos que el Salvador la instituyó, no en el día de hoy,
sino en la víspera de la Pasión, en la Ultima Cena, el Jueves Santo.
Mas en los días tristes de la Semana Santa la Iglesia no puede re-
gocijarse y celebrar de todo corazón, como se merece, este don de
valor infinito: la Santísima Eucaristía.
Por esto fue designado un día especial, la fiesta de hoy, para
que celebrásemos con corazón desbordante de alegría, con alma
ardiente de gozo —cuando ya hemos recordado la Pasión del
Señor, cuando nuestra alma se ha bañado ya en la alegría del
aleluya pascual, cuando ya nos hemos enardecido por la venida del
Espíritu Consolador—, el día del Señor; ¡sí, el día del Señor, el día
2
Discurso pronunciado en el Estudio de la Radio de Budapest el día
del Corpus del año 1928.
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de Nuestro Señor Jesucristo, el día en que Él nos dio las prendas
de su amor eterno!

I
CÓMO NOS ALEGRAMOS EN EL DÍA DEL CORPUS

Las ceremonias más hermosas de la Iglesia —por muy grande


que sea su brillo y pompa— se desarrollan en su mayoría allá en el
interior del templo, lejos del estrépito de la vida diaria. Y estas cere-
monias nos recuerdan nuestra culpabilidad, nos instan a hacer
penitencia y aplacar a Dios, insistiendo en que esta vida es vida de
destierro y no tenemos acá abajo ciudad permanente.
Cuando el Miércoles de Ceniza la Iglesia pone un puñado de
ceniza sobre nuestra frente; cuando en la Cuaresma se reviste de
ornamentos morados —color de penitencia—; cuando nos invita
desde el púlpito al arrepentimiento; cuando repite con acentos des-
garradores las lamentaciones de Jeremías, llegando de este modo
al Viernes Santo, tristísimo aniversario de la muerte de Jesús, y
luego al Sábado Santo, con su silencio sepulcral..., el corazón de
todos los fieles se mueve a compunción, siente un dolor profundo
de los pecados cometidos.
Y algo nos incita a arrodillamos ante el árbol de la cruz, a
postramos ante el Salvador colocado en el sepulcro y pedir perdón
de nuestros pecados.
Al celebrar la festividad de la Ascensión, también brota de
nuestra alma un deseo vehemente del cielo, y con anhelo miramos
al Salvador que sube, que se aleja.
Al celebrar la Asunción de la Virgen María, ¡con qué tristes
sentimientos brotan de nuestros labios las palabras: «A ti suspira-
mos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas»!
Cuando el día de Todos los Santos se abre ante nosotros el
cielo y contemplamos la dicha infinita de los bienaventurados,
también sentimos un vehemente afán de estar en la patria eterna.
En una palabra: durante todo el año predominan en las cere-
monias estos sentimientos: penitencia, imploración de perdón, afán
de cielo.
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Pero hay un día en el año litúrgico en que desaparece la triste-
za de nuestra alma, en que olvidamos los pecados y olvidamos —
por decirlo así— el mismo cielo.
Hay un día en que la Iglesia juzga estrechas las paredes de la
iglesia, y sale del sagrado recinto, y colocándose en medio del
pueblo lanza su pregón a los cuatro vientos para que no quede ni
un palmo de tierra en que dejen de oírse sus palabras: Hijos de los
hombres, atended; nosotros los católicos tenemos un enorme
tesoro, que guardamos con solicitud y veneramos de rodillas; un
tesoro de valor infinito.
No lo sacamos a relucir muchas veces; durante todo el año lo
guardamos en el altar, en el sancta sanctorum del templo; no hay
cerca de él más que la tenue luz de una lámpara. Pero en la
presente festividad lo sacamos del templo para que todos lo vean;
lo llevamos procesionalmente, clamando: «He ahí nuestro tesoro;
he ahí nuestro Fundador, nuestro Dios, nuestro todo.»
Casi diríamos que en el día de hoy la Iglesia se embriaga de
alegría; y ya sabemos que cuando la Iglesia quiere celebrar una
fiesta no tiene rival.
¡Si desde una cima elevada pudiéramos pasear nuestra
mirada por las ciudades, por los países y continentes, por los fieles
que andan regocijados, por las procesiones innumerables! ¡Esta
hostia pura, inmaculada, divina, cuya fragancia sube hoy al trono
del Dios infinito! ¡Las mil y mil procesiones que bajo una selva de
estandartes bañados en rayos de sol pasan por las engalanadas
plazas de las grandes ciudades, por calles alfombradas de flores, y
entran bajo las vetustas bóvedas de templos seculares! ¡Cómo
baña la luz llameante de los cirios los altares cubiertos de flores!
¡Cómo sube al cielo el humo del incienso con la oración de corazo-
nes fervientes para implorar bendición y gracia del Dios Redentor,
que está presente en la Santísima Eucaristía!
No parece sino que para este día se ha vestido de gala toda la
redondez de la tierra. Los jardines nos ofrecen sus flores más be-
llas, para que sirvan de alfombra al Salvador oculto bajo la apa-
riencia de pan; las torres tiemblan por el repiqueteo de las cam-
panas, retumban los cañones en la cima de los montes, las embar-
caciones izan sus banderas en los puertos, y soldados vestidos de
gala rinden las armas ante el Rey de reyes. El primer pensamiento
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del Papa y el de la niña que aprende las primeras letras, el de los
obispos y el de los sacerdotes, el de los reyes y el de los
gobernantes, es la Santísima Eucaristía.
Y en medio de esta solemnidad brillante, en medio de esa
fastuosidad, entre el tañer de campanas, luces, humo de incienso y
salvas, se unen los latidos de gratitud de millones de corazones, la
oración humilde de millones de almas y el cántico de alabanza de
millones de labios: «Canta, oh Sión, con voz solemne al que viene
a redimirte, a tu Rey, a tu Pastor.» «Te adoramos, Sagrada Hostia,
maná precioso, Señor de los ejércitos, Rey de reyes.»
Hoy no se habla de tristeza, hoy no se habla de pecados. Aun
el que llora vierte lágrimas de alegría. No parece sino que nos olvi-
damos del mismo cielo; como si hoy ni siquiera el cielo fuese objeto
de nuestros anhelos, ya que el mismo Rey de los cielos está en
medio de nosotros y nosotros sentimos ya ahora la alegría gozosa
de su presencia.
Añadamos a esta manifestación de alegría, puramente ex-
terior, la festividad interior, mucho más valiosa; el cambio, la en-
mienda que se realiza en el secreto de tantos corazones. Conside-
remos las almas que ayer todavía iban errando por los caminos del
pecado, y hoy se sintieron impulsadas a la penitencia por el amor
del Salvador, y cuya conversión llena a los ángeles de un gozo
mayor que la creación de cien mundos nuevos. Consideremos los
innumerables fieles que ahora se preparan con fervor para la
sagrada comunión, el amor ardoroso con que reciben en su cora-
zón a Jesús Salvador y la oración de gratitud que brota espontánea
del fondo de los corazones después de comulgar.
¡Cuántos irán a descansar por la noche con el alma más pura
que cuando se levantaron por la mañana! ¡Cuántos enfermos cre-
yentes que sufren clavados al lecho del dolor elevarán al cielo una
oración de gratitud! ¡Y qué fervorosa será la oración que dura todo
el día y con la que queremos aplacar al Salvador por las frialdades,
tibiezas, blasfemias, profanaciones con que le ultrajan los hombres
durante todo el año! ¡Ah!, realmente el día del Señor, el día del
Corpus, es por toda la redondez de la tierra el día de la alegría, la
fiesta de la gratitud, del amor y del triunfo.

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II
POR QUÉ NOS ALEGRAMOS FI, DÍA DEL CORPUS

Pero, ¿para qué todo este boato y pompa de que hace


derroche en el día de hoy la Santa Madre Iglesia? ¿Por qué se ale-
gran tanto los creyentes?
¿Acaso porque los enemigos de nuestra fe ya se callaron y
ahora puede descansar la Iglesia gozando de paz y tranquilidad en
esta tierra? ¡Ah, no! La Iglesia todavía se ve acosada aquí y allí por
sus enemigos; su mismo Fundador divino predijo que la per-
seguirían.
¿Se alegra acaso por haber triunfado de tantos errores y por
haber guardado incólumes las enseñanzas del Señor para los fie-
les? No; porque en sustitución de un error vencido surgieron diez
nuevos, y los pseudo profetas también hoy siguen tentando con
sus doctrinas el alma de los fieles.
¿Se deberá su alegría al hecho de que sus fieles ya se ven li-
bres de todos los males y tristezas y hayan alcanzado la recom-
pensa de sus luchas terrenales? No; difícil y triste es nuestra vida,
y la recompensa de nuestra fe no la recibimos en esta tierra.
Se alegra de su gran tesoro: la Santísima Eucaristía. Se
alegra de que el Redentor esté aquí con nosotros, de que viva en
medio de nosotros Nuestro Señor Jesucristo. ¡No es el mero
recuerdo del Salvador, sino el mismo Salvador viviente! ¡No una
gracia, sino la fuente de todas las gracias! ¡No una ayuda para la
felicidad eterna, sino el centro y la fuente de la misma, el Dios de
majestad infinita, oculto bajo las especies de pan y vino!
Y todo esto por nosotros. Por nadie más, solamente por nos-
otros; no por los ángeles, ni por los arcángeles, que no saben de
pecado, sino «por el hombre pecador, por el ingrato».
Realmente, esta fiesta ha de ser para nosotros el día de la
más excelsa alegría espiritual. Porque si en Navidad nuestro
corazón saluda con latidos jubilosos al Niño Jesús que baja en
medio de nosotros; si en Pascua aclamamos con alegría al
Salvador resucitado; si en Pentecostés recibimos alborozados al
Espíritu Consolador, ¿qué regocijo ha de bullir en nuestros

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corazones al sentir el amor de Jesús, que en la Santísima
Eucaristía ha eternizado para nosotros todo el brillo y felicidad de
Navidad, Pascua y Pentecostés?
La Santísima Eucaristía es una Navidad perenne. No aludo
ahora al hecho de que muchas veces el Salvador en el Santísimo
Sacramento no es recibido con mayor veneración que en Belén; de
que muchas veces en el sacramento no nos preocupamos de Él
más que aquellos hombres desalmados, que arrojaron a la Madre
Virgen en medio de la sombría noche de diciembre, aunque en
realidad aquella noche no pudo ser más fría que el alma helada de
tantos, de tantísimos hombres modernos que no se preocupan de
la Santísima Eucaristía. El desamparo de Belén y la despreocupa-
ción de los hombres de entonces no pudo dolerle más al Señor que
nuestro comportamiento ante el Santísimo Sacramento, al encon-
trarnos ante su presencia insensibles, conversando acaso con el
que tengo a mi lado.
No aludo a estas circunstancias cuando afirmo que la Santísi-
ma Eucaristía es una Navidad perenne. Lo que quiero expresar es
que el Niño de Belén, que vino a nosotros en la noche de Navidad,
no nos abandona ya nunca, sino que en el Santísimo Sacramento
sigue viviendo para siempre con nosotros aquí abajo en la tierra.
El mismo Jesucristo que nació de María Virgen; el mismo que
estuvo recostado en el pesebre del frío establo; el mismo que reci-
bió el mensaje de los tres Magos, está presente en la Santísima
Eucaristía; y como un día en el establo de Belén, también ahora en
el Santísimo Sacramento está esperando el homenaje y la ado-
ración de sus fieles.
Aquí en el Santísimo Sacramento está presente nuestro
Jesús. ¿Podemos decir algo más grande? Jesús, cuyo simple nom-
bre exhala fragancia y pone en fuga a todos los poderes del infier-
no. Jesús, cuya virtud curaba a los enfermos, aun cuando ellos no
hacían más que tocar una fimbria de su vestidura. No es que en la
Santísima Eucaristía esté escrito su nombre, ni que lo pronuncie-
mos tan sólo, o tengamos un retazo de su vestidura, sino que está
aquí el que llevaba la vestidura, el que tenía el nombre.
Y no está únicamente en Belén, no está tan sólo en la Tierra
Santa, sino que está dondequiera que haya un sacerdote católico
que celebra el santo sacrificio de la misa; está con todos los pue-
16
blos del mundo, está en cada país, en cada nación; está con nos-
otros, en medio de nosotros. ¡Dichosos los hombres entre quienes
habita el Señor! «Bendito seáis, cuerpo sacratísimo, sangre pre-
ciosísima, que estáis ocultos bajo las especies de pan y vino»
La Santísima Eucaristía no es tan sólo una Navidad perenne,
sino también una Pascua perpetua para nosotros, una Pascua que
nos colma de alegría, que nos vivifica, que renueva nuestra alma
quebrantada.
La Santísima Eucaristía no es un trozo del árbol de la cruz,
sino Aquél que estuvo clavado en ella. No es la corona de espinas
ensangrentada, sino la misma cabeza coronada. No es la lanza
que traspasó el Corazón del Salvador, sino el Corazón Sacratísimo
traspasado, aquel Corazón que en la aurora pascual empezó a latir
nuevamente e hizo correr la sangre por las venas del Salvador re-
sucitado.
¡Qué energías puedo esperar yo de esta Santísima Eucaristía!
¡Qué germinar de primavera, qué nueva vida llena de sol, si recibo
dignamente a Jesús Sacramentado! Después de la comunión, este
Corazón Sacratísimo, resucitado —que vuelve a latir nuevamente
por nosotros—, descansa sobre mi corazón y envía la sangre del
Salvador a mis venas y expulsa toda flaqueza y mezquindad de mi
pobre corazón pecador y lo purifica a fuego vivo para que no quede
en él ni la más pequeña escoria, para que no tenga ni un solo latido
que no sea por Dios y por su gloria.
Cada comunión es el despertar de un alma dormida. Y la
Santísima Eucaristía es realmente una madrugada pascual a través
de las centurias, a través de los milenios. «Alabado y glorificado
seas, dulce Jesús, a quien confesamos aquí con fe firme. Por amor
viniste a salvamos.»
Finalmente, Jesucristo, en la Santísima Eucaristía, es nuestro
perenne Pentecostés. ¡Qué urgente necesidad tiene nuestra alma
vacilante, atormentada, desfallecida, de que no haya un solo
Pentecostés al año!
Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo que consuela, que
confirma, que alienta; en Pentecostés bajó a nosotros el Espíritu
divino e hizo descender sobre nuestra pusilanimidad su fuego lla-
meante, su vigor; para que no temamos confesar nuestra fe, para

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que no cedamos a la tentación, para que no caigamos nunca en
pecado. ¿Quién puede afirmar de sí que está tan afianzado en el
bien, tan curtido contra el pecado, que no necesite el auxilio de
Pentecostés?
Pues ahí está la Santísima Eucaristía, en que Nuestro Señor
Jesucristo derrama sobre nosotros con amor ardoroso el espíritu de
Pentecostés todas las veces que nos acercamos a Él. En el Santí-
simo Sacramento el mismo Jesús entra en nuestra morada a fin de
darse como auxilio y alimento para la lucha que todos hemos de
sostener en esta vida contra el pecado.
Por esto nos alegrarnos el día del Corpus, en este día conme-
morativo de la institución de la Santísima Eucaristía. Toda la su-
blimidad de Navidad, todos los fulgores de Pascua, todas las ale-
grías de Pentecostés se juntan hoy, cuando con amor, oración y
homenaje acudimos a la Santísima Eucaristía, y exultando lleva-
mos en marcha triunfal por las calles nuestro gran tesoro.
Y lo hacemos bien. Aun la fastuosidad exterior ha de ser la
más grande posible, ha de ser deslumbrante el brillo, resplande-
ciente de riqueza el derroche de adornos con que festejarnos tan
solemne día. Mas no olvidemos una cosa: también la fiesta de hoy
termina con la noche; las flores estarán marchitas mañana, el humo
fragante del incienso pronto se disipará, los acentos del cántico
festivo se perderán en medio del estrépito de la vida ordinaria; no
consintamos que con las flores se marchite nuestro amor, que se
disipe con el cántico y el humo del incienso, que se enerve y
mengüe nuestra gratitud.
Porque si bien el Salvador se contenta con que sólo una vez
al año celebremos el día del Corpus y le ofrezcamos este derroche
y brillo, con todo, espera de nosotros que nuestros pensamientos
descansen en Él, que con el corazón lleno de gratitud nos arrodille-
mos delante de Él, que con nuestro amor le busquemos en el
Santísimo Sacramento no solamente hoy, sino toda nuestra vida.
Puede esperarlo de nosotros Él, que, impulsado por el amor,
no se contentó con nacer sobre la paja punzante de un establo frío,
ni se contentó con morir —después de una vida dura de treinta y
tres años— en el árbol de la ignominia entre indecibles tormentos,
sino que instituyó la Santísima Eucaristía para permanecer con

18
nosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos, bajo el
velo de la blanca hostia.

***
Muchas veces brotan de nuestros labios las alabanzas del
Salvador oculto en el Santísimo Sacramento; y le adoramos con
profundo homenaje; pero no hemos de olvidar que el Salvador no
acogerá con agrado nuestra alegría, nuestra gratitud, nuestras
alabanzas, si no tenemos suficiente espíritu de sacrificio para
enfrentarnos —por amor a Él— con todos los pecados.
Solamente con este espíritu podremos celebrar de veras el día
del Corpus, esta fiesta tan grata a Jesucristo. Solamente así po-
dremos convertir toda nuestra vida mortal en un grandioso día del
Corpus, lleno de gratitud. Y solamente después de tal vida po-
dremos participar del día eterno del Corpus, cuando seamos ya
unos seres glorificados que en el resplandor indescriptible del reino
de Dios unan su voz al cántico de alabanza y gratitud:
«Gloria y veneración al Padre y al Hijo.
»Bendición y gloria eterna juntamente con el Espíritu Santo.
»Bendigan todas las generaciones al Dios santo, Uno en tres
personas.»

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¿QUÉ ES LA SANTÉSIMA EUCARISTÍA?

¡Qué amor, gratitud y ternura debemos nosotros al Santísimo


Sacramento, en que Nuestro Señor Jesucristo nos dio la prueba
más brillante de su amor infinito!
Porque para nosotros la Santísima Eucaristía es: I. El
recuerdo de Cristo que se despide. II. El alimento de nuestras
almas. III. Nuestra compañía mientras dura nuestra peregrinación
terrenal.

I
RECUERDO DE CRISTO QUE SE DESPIDE

Este recuerdo lo prometió Jesucristo mucho tiempo antes de


su Pasión, con ocasión de la multiplicación de los panes.
Después de este milagro, grandes multitudes rodean al Señor
en Cafarnaum: ¿Eres más grande que Moisés? —le preguntan,
porque también él nos pidió pan.
—¿Si soy más grande? —contesta el Señor—. Yo soy el pan
vivo, que ha bajado del cielo. Vuestros padres comieron del maná y
murieron; mas quien coma del pan que Yo os daré, no morirá
jamás.
Los judíos empiezan a murmurar. Y Cristo confirma sus pala-
bras: «En verdad, en verdad os digo...», y luego añade Trifn-
falmente: «Quien come mi carne y bebe mi sangre, en Mí mora y
Yo en él» (Juan 6,57).
Lo que prometió en esta ocasión el Señor, lo cumplió en la
Ultima Cena.
«El Señor Jesús, en la noche misma en que había de ser trai-
doramente entregado, tomó el pan»—escribe el Apóstol (I Cor
9,22). ¡Qué sublime recuerdo del amor de Cristo!
El mundo frívolo se encuentra hoy ante la Santísima Eucaris-
tía con la misma incomprensión que un día los judíos. También hoy

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se pregunta: ¿Cómo puede dar Éste su cuerpo? ¿Cómo puede ha-
ber un cuerpo vivo en esa hostia inmóvil? El mundo moderno pre-
gunta lo que preguntaron los judíos, ya que el engreimiento hu-
mano es siempre el mismo.
Y, sin embargo, miremos el campo durante el invierno: ¡qué
frío, qué rígido, qué inmóvil!; ¡Parece que no tiene vida!..., y, con
todo, va a brotar de él la vida en millones de seres.
Miremos el árbol descarnado durante el invierno; parece que
está muerto; ¿es posible que haya vida en él?
Miremos los cables por donde pasa la electricidad, ¿quién
creerá que en ellos pasa una fuerza impresionante?
Me preguntas: ¿Cómo cabe Dios en esa pequeña hostia?
Pero ¿por que no preguntas cómo cabe, por ejemplo, el grandioso
edificio de una catedral en tus ojos tan pequeños?
Pues bien; el Dios todopoderoso, que en la naturaleza sabe
obrar milagros tan sublimes, ¿no tendrá fuerza para obrar un nuevo
milagro con que dejarnos un recuerdo sublime de su amor? ¡De
cuánto es capaz el amor! ¡El amor omnipotente! ¡El amor que se
despide! ¡Con qué milagros nos sorprende un día y otro día el
mismo amor humano!
El mayor sufrimiento del amor es sentir su impotencia. ¡Cómo
sufre el padre moribundo, que no deja a sus hijos sino su fotogra-
fía... porque no puede dejarles más! Pero Cristo agonizante era
omnipotente. Y así nos dejó en recuerdo, no su fotografía, sino a Sí
mismo en la Santísima Eucaristía.

II
EL ALIMENTO DEL ALMA

Todos los seres vivientes necesitan un alimento. Un alimento


que esté en consonancia con la clase de vida que les corresponde.
El hombre tiene tres clases de vida: la del cuerpo, la del alma, la de
la gracia o sobrenatural; ha de ser triple también su alimento. Así
como el cuerpo se consume sin el alimento, de modo análogo se
consumiría también el alma y llegaría a perderse la gracia. «Si los

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ciudadanos de la gloria viven en la tierra, del cielo han de recibir el
pan» (SAN BUENAVENTURA).
Y puesto que Nuestro Señor JESUCRISTO dijo explícitamen-
te: «Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su
sangre, no tendréis vida en vosotros» (Juan 6, 54), la Iglesia
prescribe que, por lo menos una vez al año, todos los fieles reciban
el alimento sagrado.
¿Cuáles son sus efectos?: a) Cura las enfermedades, y b) da
nuevas fuerzas para la vida.
¿Cuáles son las enfermedades? Los pecados, la pena tem-
poral merecida por los pecados y las malas inclinaciones. El peca-
do venial viene a ser en el alma como la erupción de la piel en el
cuerpo. Pero si el Señor viene a nosotros y toca nuestras llagas,
quedan curadas. Aún más, en la sagrada comunión el Señor hasta
condona la pena temporal en la proporción del amor con que le
recibimos. ¿Y quién no sabe por propia experiencia que el corazón
del hombre se inclina al mal desde la juventud? Mas un manzano
salvaje, después de injertado, dará buenos frutos. Así dice el
Señor: «Quien me come, también él vivirá por Mí» (Juan 6, 58); sus
inclinaciones no serán torcidas.
b) La sagrada comunión no solamente cura, sino que comu-
nica nuevas fuerzas para la vida sobrenatural. El pan sostiene la
vida del cuerpo; la Santísima Eucaristía, el «pan celestial», nos da
la gracia santificante, hermosea el alma y nos otorga la perse-
verancia final. Y así como no nos damos puente de cómo no nos
damos cuenta de cómo nos nutre el pan corporal, tampoco
advertimos de qué manera la Santísima Eucaristía alimenta nuestra
alma. No lo notamos, pero podemos repetir: «Vivo yo, mas no vivo
yo, es Cristo quien vive en mí.»
Por desgracia, muchos hombres no saben nada de todo esto;
muchos ni siquiera sospechan qué cosa sea la comunión bien
hecha.
Lo indica el mismo nombre: comunión, es decir, unión. Dos
seres se funden en uno.
Dos: Jesús y yo. ¡Atención!: Jesús y yo, no yo y Jesús; porque
en la comunión todo depende de quién es el primero y quién es el
segundo, quién es el personaje principal y quién el secundario.
22
Puedo comulgar de tal manera que yo sea el personaje principal y
Jesucristo el secundario. Así comulgan los tibios, y luego se quejan
de no ver el resultado de la comunión. Y puedo comulgar de ma-
nera que Cristo sea el primero y yo el segundo. Así comulgan los
creyentes fervorosos, y consiguen las bendiciones de la Santísima
Eucaristía.
También los tibios reciben a Cristo, es cierto; mas no se fun-
den con Él. ¿Basta comer un alimento bueno? Hay que digerirlo y
asimilárnoslo; de lo contrario, es inútil.
Se comprende por qué quedan sin efecto muchas comuniones
y por qué no se nota la influencia de Cristo. Sencillamente, porque
no hay lugar para Él en muchas almas. Nuestro corazón esté lle-
no..., ¿de qué?..., del mundo y de nosotros mismos.
Observa a uno de esos hombres que, desde la mañana hasta
la noche, desde el domingo hasta el sábado, desde el día de año
nuevo hasta fin de año viven de continuo en un ambiente extraño a
Cristo. Ahora va a comulgar. Tendría que levantarse al ambiente
sobrenatural de la sagrada comunión, pero no es capaz de de ello.
Sólo está allí su cuerpo, sólo está su lengua; pero está lejos su
corazón, su alma, sus sentimientos, sus anhelos, sus pensamien-
tos. ¿Cómo decirlo? Ese tal recibe a Cristo solamente en la
antesala, y no le introduce en el aposento de los íntimos.
¡Pero recita la acción de gracias! Sí; repite una fórmula hecha.
¿Introduce acaso al Señor en la sala de sus íntimas confidencias,
para explayar con Él su alma?...
¿Cómo ha de ser nuestra comunión?
Hay que despertar en nosotros una fe firme: Va a venir Cristo
el Hijo del Dios vivo, mi Rey; voy a hablar con Él, le daré gracias, le
haré peticiones, le presentaré mis quejas. Si después de comulgar
así vuelvo a casa, mi madre, mi esposa, mi marido, mi familia, mis
compañeros de oficina... quedarán sorprendidos: ¡cuánto, más
suave, paciente, amable, tolerante y pacifico me verán! ¿EI motivo?
Ellos no lo saben. Yo sí que lo sé: llevo a Cristo en mi interior.
¡La Santísima Eucaristía, alimento del alma!

23
III
NUESTRA COMPAÑERA EN LA PEREGRINACIÓN TERRENAL

Nuestro Señor Jesucristo quiso quedarse con nosotros hasta


la consumación de los siglos.
Acaso haya quien suspire con el corazón entristecido:
¡Oh, si yo hubiese vivido en aquellos tiempos en que el Señor
anduvo sobre la tierra!
Y no tiene razón. Fueron pocos los que entonces le vieron;
ahora pueden acercarse a Él todos. Entonces estuvo en medio de
los hombres algunos años, ahora está continuamente, y sólo dejará
el altar cuando haya conducido a la meta a todos sus hijos.
Mientras tanto, queda en medio de nosotros un recuerdo constante
y Vivo de su Pasión, permanece en medio de nosotros el cuerpo
crucificado y la sangre derramada en el Calvario, sigue en medio
de nosotros el Maestro que nos enseña a vivir sacrificándonos por
los demás, permanece como ejemplo y como garantía de nuestra
futura resurrección.
Me imagino qué sería, qué agitación se apoderaría de los
hombres si se diese la noticia de que el Señor ha vuelto a la tierra y
se le puede ver en Jerusalén o en Roma o en otro lugar. ¡Cómo
irían ahorrando los hombres para hacer el viaje y poder verle!
Y, sin embargo, con una fe viva podemos saludar al Señor en
todos las iglesias en que se suarda la Santísima Eucaristía.
Todos hemos oído hablar del célebre santuario de la Virgen
de Lourdes. Es un cuadro inolvidable para todos los que pudieron
contemplarlo: sale la procesión de la magnífica basílica, y las multi-
tudes allí congregadas de todas las partes del mundo colocan sus
mutilados, sus enfermos, al lado del camino: ¡un americano con los
huesos fracturados, un alemán moribundo, un obispo africano
paralítico, una muchacha húngara arrollada por el tren, un negro
con una llaga grande, abierta!... ¡Miserables al borde del camino!
Distinto es su idioma, distinto el color de su rostro, distintos sus
dolores, no tienen de común más que su fe: la fe viva e inconmo-
vible de que se acerca a ellos, bajo las especies de la blanca hos-
tia, el Redentor omnipotente, el cual, si quiere, puede curarlos.

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Y al emprender su camino la procesión, se oye una letanía
que conmueve el corazón y desgarra el alma, una letanía que brota
de labios de aquellos dolientes, una letanía que no se oye en
ningún otro punto del mundo; se oyó algo semejante en el camino
de Jericó, y también de labios del centurión de Cafarnaúm, cuando
Jesucristo andaba corporalmente en medio de nosotros.
Esta letanía no dice: «Señor, ten piedad de nosotros; Cristo,
ten compasión de nosotros», sino «Jesús, Hijo de David, haz que
yo vea; Jesús, Hijo de David, haz que yo oiga; Jesús, hijo de David,
haz que se junten mis huesos; Jesús, Hijo de David, haz que yo
pueda vivir todavía; Jesús, Hijo de David, di una palabra y mi cuer-
po quedará curado.»
Sollozando rezan la letanía los sanos y los enfermos.
Y a medida que pasa la procesión y se da a cada cual una
bendición especial con el Santísimo Sacramento, una fuerza divina
invade a uno de esos pobres enfermos, y el que durante años
apenas pudo moverse, estalla en un grito y se yergue curado, y con
gran gozo arroja sus muletas...
La multitud se estremece de gratitud, emoción y alegría. En
medio de la procesión, con voz temblorosa de alegría, se oye el
canto del sacerdote: «Te Deum laudamus». A Ti, Señor, te
alabamos.
Al volver la procesión a la iglesia iluminada, no queda ya nin-
gún incrédulo, nadie duda, todos creen, todos son cristianos fir-
memente convencidos, y con los labios trémulos, con el corazón
rebosante de gratitud, con los ojos arrasados de lágrimas, postra-
dos todos, entonan con voz vibrante el cántico: «Ten Piedad de
nosotros, Señor; ten piedad de nosotros. Descienda sobre nosotros
tu misericordia, pues hemos esperado en Ti.»
¡Dulce Redentor nuestro! Danos esta fe viva, esta fe inconmo-
vible que no sabe de dudas. En Ti, en tu bondad, ciframos todas
nuestras esperanzas. Haz que sintamos siempre la gratitud, la
veneración y el amor más profundos hacia la mejor prenda de tu
bondad, la Santísima Eucaristía, y así la merezcamos, a fin de que
cuando llegue nuestra hora postrera, confortados con este sacra-
mento, con tu cuerpo sacratísimo y tu sangre preciosísima,
podamos rezar confiados: En Ti, Señor, he esperado, no sea yo

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eternamente confundido. Recoge ahora mi alma humilde, para que
en el otro mundo pueda verte cara a cara, a Ti —que en esta tierra
sólo he podido verte oculto bajo las especies de pan y vino, pero en
quien he creído humildemente—, y unido inseparablemente con tu
Corazón Sacratísimo sea indeciblemente dichoso por eternidad de
eternidades.

Fuente: Primeros capítulos del libro ANUNCIAD EL EVANGELIO,


de Mons. Tihámer Tóth.

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