Desaparecidas quién sabe en qué tristes circunstancias,
el hombre se deslizaba sobre el suelo apoyándose en la base de su tronco, elevándolo e impulsándolo hacia adelante con sus brazos.
Esta visión podría ser triste, incluso penosa, y esos
fueron los sentimientos que primero brotaron en mi corazón al observarla. Pero las cosas se transformaron: el hombre "andaba" de forma ágil y segura -más que nadie en su derredor-. Sus movimientos eran armoniosos y despiertos, seguros. Le seguí con la mirada, no podía dejar de mirarlo e incluso mi mal educado ego se sintió culpable y mezquino al seguirlo con esa irrespetuosa observación. Pero continué con mis ojos fijos sobre la persona que con extraña habilidad bajó de la acera, cruzó la peligrosa calle y, desapareciendo por un instante entre dos vehículos aparcados, emergió con atlética lozanía en la otra acera.
Sin casi darme cuenta, lo estaba siguiendo, caminando
detrás de él y al percatarme de ello, sentí un rubor en el alma que hizo que me detuviera. Como consciente de mis actos -¡él más que yo!-, el hombre se detuvo, giró su cabeza hacia y me miró -que desasosiego-, sonrió y su sonrisa hizo desaparecer como por ensalmo mis aprendidas angustias. Luego siguió su camino.
Nunca sabrá el caminante, lo agradecido que este pobre
hombre que yo soy, le estará en cada instante posterior a ese encuentro, cuando su hermosa persona y su dulce sonrisa, surquen el cielo de mis recuerdos.