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Borrascas perfectas

Arturo Pérez-Reverte

XLSemanal - 07/3/2011

He leído con atención tu carta. Hablas del mar y también de la borrasca en que te ves, de la
incertidumbre y de la vida. Deduzco que eres muy joven, y hay algo que quisiera contarte sobre
eso. Yo tengo 59 años y amo el mar, pero ya sólo navego por el Mediterráneo. Pasó la edad en
que me seducían otros mares y otras costas. Con canas en la barba y arrugas en la cara acabé
confirmando que mi verdadera patria es ese lugar viejo y sabio, memoria de velas blancas y
naufragios, por donde vinieron los héroes, los dioses y las antiguas leyendas que me educaron con
rumor de resaca, en playas donde, al fuego hecho con madera de deriva, hombres de manos
encallecidas por remos y redes, piel curtida y ojos quemados de sal, fumaban tabaco negro,
hervían calderos de arroz y asaban sardinas. Quien no conoce de esas aguas más que las orillas,
las cree siempre apacibles, azules, de mansos amaneceres y rojas puestas de sol. Ignora que
algunos de los más furiosos temporales pueden desatarse en ellas sin previo aviso: el mar
golpeando de manera despiadada, voluble y traidor.

En realidad, ningún mar es mala gente. Es el viento el que lo hace peligroso y mortal. Pero, a
diferencia del Atlántico, donde los temporales pueden a veces prevenirse en intensidad,
trayectoria y duración, y donde la ola suele ser larga y tendida, más gobernable, el Mediterráneo
desata su furia de improviso, con vientos inesperados y una ola corta, asesina, que machaca los
barcos y agota a quienes los tripulan. Viví entre marinos desde niño, y me crié con relatos de
buques y mar. Nunca olvidé el respeto con que viejos capitanes, curtidos en todos los océanos,
hablaban de la mar terrible que los temporales del norte levantan en el golfo de León. Después,
con el paso del tiempo, yo mismo tuve ocasión de comprobar en persona cómo es capaz de
golpear el azul Mediterráneo cuando se torna malhumorado y cabrón. Cuando se pone barbas
grises.

De una de esas situaciones hablé aquí alguna vez: fue a bordo del petrolero Puertollano, navidad
de 1970, y tuvimos una mar horrorosa doblando el cabo Bon, frente a la costa de Túnez, con olas
de diez metros y viento que en la escala Beaufort se conoce como temporal duro, de fuerza 10.
En otras ocasiones tampoco escapé a los temibles mistrales del golfo de León o a las noroestadas
duras del canal de Cerdeña; con la angustia que supone, en esos casos, estar al mando de tu
propio barco, tomando las decisiones, y que éste sea un velero con tripulantes de cuyas vidas
eres responsable. Y te aseguro que un mistral de fuerza 8 pegando en la amura de estribor
durante horas, con sólo una trinquetilla arriba, la mayor reducida al último rizo y el barco
-valiente, fiel y marinero, bendito sea- navegando a ocho nudos escorado hasta el trancanil,
dando pantocazos, macheteando entre rociones y rachas la maldita ola corta mediterránea, es
algo que, por mucho que ames el mar, puede hacerte renegar de él, de los barcos y de la madre
que te parió.

Sin embargo, hay algo bueno en eso. Cuando todo acaba felizmente, si el barco navegó bien
gobernado y estás a salvo en aguas tranquilas, hay algo que caldea tu espíritu con legítimo
orgullo: pasaste la prueba. Llevaste a puerto el barco, a los tripulantes y a ti mismo. Eres marino.
Hiciste las cosas como debías, y ahora estás a salvo. Librado a tus propias fuerzas, con los dientes
apretados, sin aspavientos, estuviste allá lejos, donde nadie puede decir basta, oigan, paren esto
que me bajo. Y, por mucho título de capitán de yate que tengas en casa, posees el mejor
certificado náutico del mundo: saliste vivo, con tu barco. Porque si es verdad que el mar, cuando
se lo propone, acaba matando a cualquiera, incluso al mejor marino, también es cierto que
primero liquida a los torpes, a los arrogantes y a los imbéciles; a quienes carecen de la suficiente
experiencia o la humildad -que allí son sinónimos- para comprender que el mar, reflejo exacto de
la vida, con sus borrascas imprevistas y sus arrecifes acechando en alguna parte, es lugar
peligroso. Y que una saludable y constante incertidumbre, la desconfianza de quien se sabe
siempre en territorio enemigo, ayuda a mantenerse vivo.

Y, bueno. Eso es todo, o casi. Sólo quería decirte que, lo mismo que el mar, espejo de la vida,
también la tierra firme -engañosamente firme- tiene borrascas perfectas que discurren por el
corazón del ser humano, probándolo, tanteando su resistencia y su coraje. Y que no hay mejor
adiestramiento y ojo marinero para enfrentarse a ellas, aparte una saludable incertidumbre, que
la lucidez, la tenacidad y la cultura. Ellas te ayudarán a sobrevivir entre tus particulares
temporales de fuerza 8. Y en el peor de los casos, si no queda otra, a perderte con tu barco
luchando hasta el final, silencioso y sereno como un buen marino. Con el consuelo de que lo
hiciste todo lo mejor posible.

Esto es todo y Vale...!!!

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