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El Lejano Oeste de Lima

Un vaquero, idéntico a Charles Bronson, mira de soslayo mientras


otros dos, montados a caballo, disparan. Una mujer, látigo en mano,
arremete contra un forajido que osó meterse a su alcoba. Un cuatrero
empuña su revólver y apunta sin hesitar, más de uno juraría que se
trata de Lee Van Cliff. Estas imágenes no tendrían nada de raro si
fueran parte de algún western trasnochado, sin embargo las
encontramos en pleno centro de Lima.

Escondida entre el Parque Universitario y la populosa Avenida


Abancay se encuentra la primera cuadra del Jirón Cotabamba, es una
calle desierta. Un lustrabotas en la esquina y tres arbustos a media
acera son los únicos que reciben a los transeúntes; dos pares de
locales abren discretamente sus puertas. Tras ellas, los vaqueros
esperan por los parroquianos junto a seres espaciales, mujeres
enamoradas y gángsters. Es el mundo de los bolsilibros baratos, de
portadas efectistas y títulos excéntricos: Espíritus pendencieros, La
dama del látigo, El último maldito.

Su nombre era la ley

Los títulos corresponden a distintas series. En el caso de las


“coboyadas”, las del oeste, a la Colección Estefanía, apellido del autor
Marcial Lafuente Estefanía. Escritor prolífico; espetaba una obra cada
semana, convirtiéndose en una de las estrellas de Editorial Bruguera.
En los 60s, en pleno auge de los bolsilibros, el tiraje llegó a las
100,000 unidades por historia. Sólo le hacía competencia desde la
novela rosa, otra desbocada de las letras: Corín Tellado.

Fallecido en 1984, dos hijos y un nieto han seguido con la incansable


producción, llegando a contar, a la fecha, con más de 3,000 historias
en su haber. Todas con hombres de unos seis pies de alto, con
mujeres de vida alegre, y disparos a quemarropa; todas con lugares
comunes que antes que clichés se convierten en sello de autoría.

Por un puñado de soles

Al traspasar las puertas de los locales se respira un olor a papel


usado, al contrario que en los pasajes de Quilca, donde parece que
los hongos son los únicos lectores de los libros, aquí los textos sudan
del desgaste de sus hojas y tienen los lomos cuarteados de tanto
trajín. Cada ejemplar no llega a las 100 páginas, pero fácilmente
superan ese número de lecturas.

“Los nuevos están 3.50” anuncia Adelina Agüero, quien junto a su hijo
regenta uno de los locales, uno de vitrinas ordenadas. “Si lo terminas
de leer, y lo traes igualito, te lo cambio por otro; si está maltratado te
lo cambio por uno de estos”, y señala una ruma con libros de
esquinas romas y papel amarillento. El recambio costará cincuenta
céntimos. Su clientela son, en su mayoría, hombres sobre los 50 años,
muchos de ellos jubilados, que llevan sus ejemplares por docenas,
siempre buscando la novedad –que traen de España- o algún número
que no vayan a repetir. “Vienen con sus listas alfabéticas. Ven
Centinelas, buscan en la C, si ya lo han leído no se lo llevan; se pasan
toda la tarde buscando” agrega Carlos, el hijo de Adelina.

En otro puesto, atiborrado de toda clase de revistas -bolsilibros,


cómics y pornos-, suena despacio La Inolvidable; ocho sillas de
plástico están dispuestas mirando hacia una pared, pero ahí no hay
un televisor, solo más libros del oeste. Por treinta céntimos, el lector
puede hacer uso del espacio –para leer o dormir-, seleccionando su
revista del día. “Hasta que acabes o cerremos”, sentencia el
muchacho que atiende. Los hombres de la sala tienen la vista
enterrada en su texto, la camisa gastada, alguno el bigote raleado.
Se entiende que su juventud ha pasado hace varios lustros. “Vienen a
recordar los westerns que se veían antes”, comentó Adelina en su
tienda.

El crepúsculo de los vaqueros

En los 70s, los bolsilibros entablaron duelo con otros divertimentos


más modernos. Perdieron espacio frente a la televisión y la radio,
pero supieron mantener adeptos entre los que se fascinaron con las
historias del far west desde pequeños. Hoy incluso vienen desde
provincias a llevarse las novelas por cajas.

En la primera cuadra de Cotabamba no se dispara una sola bala, solo


la imaginación de los amantes del western, quienes se han
parapetado, cual si fuera El Álamo, ese mítico fortín final contra los
indios, en estas bibliotecas del oeste, en su último reducto.

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