Escudriñaba sin descanso las almas que me rodeaban, pensando cuán triste y vacía era
la vida de cada una de ellas, pensando en el huracán emocional que cargaban,
pensando en la presión que la sociedad les arrojaba a los hombros. Un ruido sordo al otro lado de la recámara llamó mi atención, y al voltear la testa quedéme mirando fijamente el espejo. La fugaz apreciación de mi desabrida figura dio lugar, seguidamente, a una efímera reflexión íntima en torno a mi actuar… Y fue ahí cuando entendí todo: No lamentaba sus vidas, ni me compadecía de sus desgracias, SIMPLEMENTE QUERÍA SER COMO ELLOS. Deseaba intensamente sentir la vorágine dentro de mi persona. Deseaba sufrir, relacionarme y amar como ellos. Deseaba ser turbulento, pusilánime, decadente, promiscuo, infantil, banal, maniático y bipolar, como ellos.
El inusitado psicoanálisis intrínseco abrióme la mente al entendimiento cabal de mi ser
y, asimismo, de la realidad circundante. Era tiempo de vaciar por completo mi almacén de filosofía barata y aceptar, de una vez por todas, la descarnada verdad: El existir no tenía ningún sentido, y tampoco era factible el darle uno propio.
Tras el descubrimiento de esta aplastante revelación, la única conclusión posible era
que nosotros, los seres humanos, debíamos entender, de una vez por todas, que no vale la pena seguir existiendo, pues nuestra naturaleza es meramente destructiva hacia todo aquello que nos rodea. Esta conclusión, tan abrumadora como cierta, me llevó a tomar la única decisión razonable escogida a lo largo de mi existencia: la supresión de mi ser tanto tangible como espiritual, por medio de la asfixia intencionada y el abandono voluntario de lo que, hasta el momento, había creído ser.