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FERDINANDO RANCAN

Yo estuve siempre a su lado

Traducción de JOSé RAMóN PéREZ ARANGüENA

((Carátula exterior))

«Hay que meterse en el Evangelio como un personaje más». A la luz de este consejo de San Josemaría
Escrivá, Ferdinando Rancan se introduce entre sus páginas como un niño huérfano adoptado y acogido en el
hogar de Nazaret, que comparte de cerca las vidas de Jesús y de María.

Ediciones Rialp ya ha publicado Yo también vivía en esa casa, que relata los grandes y pequeños sucesos de la
Sagrada Familia. Ahora, en esta su segunda parte, el autor prosigue contemplando con sus ojos de niño –un
niño que nunca deja de serlo– las incidencias de la vida pública de Jesús, hasta su Ascensión al Cielo, así
como los años posteriores que María sobrevivió a su Hijo.

Confiesa el autor que, desde que se decidió a asumir esta perspectiva, «el Evangelio ya no ha sido para él
simplemente un libro, sino una aventura personal». Por eso, gozoso de la experiencia, no desea más que
compartirla y, a la vez, animar a otros a afrontarla por sí mismos.

((Solapa))

Ferdinando Rancan, sacerdote italiano octogenario, impregna de infancia espiritual su contemplación del
Evangelio, la adoba con su fantasía –eso sí, sin forzamientos arbitrarios que alteren la realidad histórica–, y
ofrece un relato brioso y entrañable de la vida pública del Señor y de los últimos años de la Santísima Virgen,
con el que acerca y hace más amable al lector las figuras de Jesús y de María.

NOTA EDITORIAL

El presente libro recoge la segunda parte de Yo también vivía en esa casa, publicado por Rialp, cuya versión
original italiana apareció en un solo tomo. Al editar ahora por separado en castellano su segunda parte se ha
visto oportuno otorgarle un título diferente y, además, reproducir de nuevo los párrafos más ilustrativos del
prólogo. Con todo, aun cuando no ofrezca solución de continuidad respecto a su predecesor, Yo estuve
siempre a su lado tiene en sí entidad propia y, por tanto, puede leerse con independencia de aquél.
El niño, pues, que en Yo también vivía en esa casa compartía las peripecias de Jesús, María y José, y
contemplaba emocionado las escenas domésticas de la Sagrada Familia, es el mismo que observa aquí de
cerca, con idéntica vivacidad y cariño, las incidencias de la vida pública del Señor, hasta su Ascensión al

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Cielo. Y el mismo que, siempre pegado a María –la Madre que le adoptó y acogió en su hogar de Nazaret
siendo un pobre huerfanito–, permanece a su vera hasta el último instante, hasta el momento de su Asunción
en cuerpo y alma a los Cielos. Un niño… que parece no crecer nunca en edad ni en malicia, pero sí en
experiencia y hondura, y desde luego en amor y admiración tanto a Jesús como a la Santísima Virgen.

Prólogo

¿Un libro de fantasía? ¿Un apócrifo? ¿Una novela histórica? ¿Un conjunto de visiones místicas? Nada de eso.
Es más, el autor jamás ha leído libros apócrifos o narraciones místicas. Las páginas de este libro son
consecuencia exclusiva de una lectura asidua del Evangelio con actitud contemplativa, según el espíritu y la
enseñanza de San Josemaría Escrivá, quien sugirió a millones de hombres y mujeres meterse en el Evangelio –
la aventura humano-divina de Cristo– «como un personaje más».
«No basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de Él detalles y
actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz,
serenidad, paz… Por eso hemos de meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su
muerte y su resurrección… Así nos sentiremos metidos en su vida. Porque no se trata sólo de pensar en Jesús,
de representarnos aquellas escenas. Hemos de meternos en ellas, ser actores. Seguir a Cristo tan de cerca como
Santa María, su Madre, como los primeros doce, como las santas mujeres…» (Es Cristo que pasa, nº 107).
«Esos minutos diarios de lectura del Nuevo Testamento, que te aconsejé –metiéndote y participando en el
contenido de cada escena, como un protagonista más–, son para que encarnes, para que ‘cumplas’ el
Evangelio en tu vida…, y para ‘hacerlo cumplir’» (Surco, nº 672).
El autor de estas páginas, queriendo meterse en las escenas del Evangelio como un personaje entre los demás,
no ha encontrado nada mejor que hacerse niño y sentirse como un huérfano al que María ha adoptado, dándole
entrada en su casa y en el seno de su familia. Desde entonces el Evangelio ya no ha sido para él simplemente
un libro –o si se prefiere el Libro–, sino una aventura personal vivida y narrada en primera persona. Sí,
también «narrada», porque al cabo de muchos años de lectura contemplativa, de experiencia vivida, esa
aventura se ha fundido con su memoria y él se la «narra» continuamente a sí mismo, reviviéndola cada vez
con más alegría, con más emoción, con una intimidad más profunda con su Señor y los personajes que lo
acompañan. Le ha salido una especie de diario, que podríamos titular Diario de un niño adoptado por la
familia más maravillosa y feliz del mundo.
El relato lo ha enriquecido la fantasía del autor, el cual, no obstante, ha tratado de moverse entre los diversos
personajes respetando lo más posible su verdad, sin forzamientos arbitrarios que pudieran alterar su realidad
histórica.
(…)
El autor de este libro ha querido expresar precisamente lo que la participación directa en la vida de Jesús –
participación vivida desde dentro– le ha suscitado en su experiencia personal. Ciertamente, él no es un
exégeta, ni un historiador, ni siquiera un teólogo en el sentido técnico-científico del término. Es sin más un
cristiano común que se ha tomado la santa libertad de meterse en la vida de Cristo siguiendo el curso de sus
propios sentimientos, de su propio instinto, amén del buen sentido y de la enseñanza de la Iglesia. Ahora bien,
sobre todo –y el autor pide excusas por esta audaz presunción suya–, sobre todo se ha dejado llevar por su
amor cada día más apasionado a Jesucristo.
(…)
Por supuesto, cualquier cristiano que lea el Evangelio con asiduidad y actitud contemplativa podría escribir las
páginas de este diario de manera completamente diferente, según su propia experiencia, y con los sentimientos
y pensamientos que la aventura terrena de Jesús le suscite en su alma. De ahí que el niño que narra haya
preferido permanecer anónimo.

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Con todo, el autor ofrece este diario a modo de confidencia de amigo a amigo, con el único deseo de que el
lector se sienta animado a conocer más de cerca a Jesús y a convertirlo en el Gran Amor de su vida.

Por los caminos de Galilea

1. LOS HERMANOS DE JESúS

Habían pasado casi tres meses desde el día en que Jesús abandonara Nazaret y nuestra casa. El invierno
parecía más largo. Las jornadas discurrían lentas, y la noche no llegaba nunca, además de que no estaba Él,
Jesús, para llenarla con su presencia. En ciertos momentos me embargaba una irresistible nostalgia por las
veladas que habíamos compartido. Me volvían a la mente sus explicaciones de pasajes señalados de Moisés y
de los profetas que Él sabía de memoria, la recitación de los salmos que intercalaba libremente entre ellos, y
también sus divertidos comentarios a lo ocurrido en la jornada, siempre marcados por una consideración
positiva de las personas y de los acontecimientos. Ahora, en cambio, la plegaria de la noche daba rápidamente
paso al descanso nocturno.
La ausencia de Jesús hacía aún más denso el silencio de la noche. Ya no tenía la fortuna de entreverlo, en
duermevela, orando perseverantemente durante largo rato. Su figura se me había hecho tan familiar que, por
un tiempo, no conseguí dormirme sin imaginármelo todavía con nosotros.
María, por su parte, no solía trasnochar, sino que dedicaba al descanso las horas nocturnas. Se dormía con
rapidez, con un sueño hondo y sereno, nunca turbado por preocupaciones o insomnios. En cambio, era
madrugadora. Con las primeras luces del día ya deambulaba ligera y silenciosa por la casa y, tras la habitual y
prolongada oración, se metía de lleno en las tareas domésticas.
Ahora, con la casa casi vacía, sus faenas caseras habían disminuido, pero no así su operatividad. Visitaba con
frecuencia el taller, para hacer sentir a Joses el calor de su presencia materna y alentarlo en su trabajo. A
menudo salía al campo con Myriam a animar a Santiago, al que le disgustaba la agricultura y había confiado a
unos parientes el cuidado de las tierras heredadas de su padre. Santiago, en efecto, apegado a las tradiciones
de los padres y a las prescripciones judías, se mostraba más interesado en las actividades de la sinagoga, en
donde ocupaba un cargo importante. Más difícil era el trato con el clan de Judas y Simón: frecuentar los
círculos nacionalistas galileos les había vuelto intemperantes. Sólo con afectuosa firmeza y amable paciencia
lograba María calmar su impulsividad e intransigencia.
La disponibilidad de María con todos y su pronta y delicada atención a las personas hallaban así modo de
expresarse con más libertad. De ello se beneficiaban especialmente los distintos miembros de su parentela,
tanto los que vivían en Nazaret y sus alrededores, como también los de Séforis y Caná, dos aldeas no muy
lejanas de Nazaret por el camino de Tiberíades.
En Séforis y en Caná residían algunos parientes por parte de Ana, la madre de María. En el trato con ellos
habían surgido dificultades, a causa de rivalidades y desacuerdos con los parientes de José. Fue precisamente
María quien allanó esos desacuerdos y acabó con las rivalidades. Su enorme paciencia le permitió llegar al
corazón de todos, escucharles con atenta y afable solicitud, mostrarles su estima y afecto. Su humildad le
movió a pasar por alto las pequeñas provocaciones, a superar las voces de crítica y resentimiento, y a
comprender las incomprensiones.

2. CANá

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Una ocasión particularmente propicia para reforzar las buenas relaciones dentro del clan familiar se presentó
en primavera, gracias a las bodas de un primo de María que ocupaba un puesto de relieve en Caná y era
miembro destacado de la parentela. Durante el invierno, tras marcharse Jesús, tanto María como Myriam se
prestaron a echar una mano en los preparativos de la fiesta de bodas. María tuvo así ocasión de ir con
frecuencia a Caná, cuna del esposo, y sobre todo a Séforis, patria de la esposa. En cada viaje, el encuentro con
los distintos parientes se traducía en un diálogo distendido y convincente, que serenaba los ánimos.
Era lógico, pues, que María y Myriam fuesen invitadas a las bodas, y con ellas los respectivos familiares. En
las visitas a los parientes –Caná dista de Nazaret una hora y media de camino, y casi igual se tarda de Nazaret
a Séforis–, era yo quien acompañaba a María y a Myriam. Para mí era una gozada, pues hacía el servicio del
inolvidable Samuel, el asno fiel que nos había dejado.
El esposo quiso hacer las cosas a lo grande, y de ahí que las fiestas tuvieran un inicio solemne y fastuoso. La
esposa era natural de Séforis, pero al ser huérfana se trasladó para las bodas a Caná, a casa del pariente más
próximo. Allí, preparada y acicalada por las manos expertas y valiosas de María y de Myriam, que hicieron las
veces de madre, aguardó al esposo. La rodeaba un grupo de muchachas, parientes y amigas suyas, que
formaban el cortejo nupcial. Desde Cafarnaún llegó también Salomé, la madre de Santiago y Juan, que no
pudo acudir a las exequias de José. En ese tiempo, Juan se había hecho discípulo de Bautista.
El ambiente era francamente festivo y reinaba gran animación en torno a la esposa: elogios, felicitaciones,
consejos. Voces y entusiasmo se entrecruzaban en todas direcciones. En medio de aquel vocerío de mujeres,
yo me sentí como perdido y me quedé tímidamente aparte, despistado y cohibido. Me acordé de las bodas de
María, cuando José la recibió en su casa: nada de cortejos, ni de aplausos, ni de danzas o solemnes encomios;
ni de banquete, sino tan sólo un sencillo y modesto convite a los parientes más próximos. ¡Qué diferencia!
¡Cuánto me pesaba en ese momento la ausencia de Jesús!
María, que nunca pierde de vista nada y a nadie, se percató de mi situación. Me la topé de pronto a mi lado.
Mirándome con esa sonrisa suya inimitable, que ponía fin a cualquier apuro, me dijo:
—Hijo mío, te necesitamos. Resulta que algunas de las muchachas –¡en estas circunstancias muchas pierden
la cabeza y olvidan las cosas más elementales!– no han traído aceite de repuesto para sus lámparas y se
arriesgan a quedarse fuera del cortejo nupcial. Anda, hazme este pequeño pero importante favor: ve al final de
la calle, justo a la entrada del pueblo, a casa de Simón el alfarero, le dices que te mando yo y le pides que te dé
una orza de aceite de lámpara. Hemos de evitar un lamentable disgusto a esas imprevisoras.
Y diciéndolo me pasó suavemente la mano por la cabeza, gesto que había aprendido de José.

El sentirme repentinamente útil en una peripecia en sí banal, pero que podía traer consigo consecuencias
humillantes, me hizo volver a la realidad, y enseguida acaté la orden con ánimo sereno y risueño. Por otro
lado, era irresistible el modo como María pedía las cosas y no se le podía decir que no; sabía bandear
cualquier pretexto que pretendiera eludir su petición. Y así me fui adonde Simón el alfarero, que me preguntó
por la fiesta y me dijo:
—Si no fuese esclavo de mis clientes –¡me tienen atado a este dichoso horno!–, con gusto subiría a
congratularme con el padrino de la esposa. Me alegro por esa muchacha. Ha pasado tantas cosas feas y
penosas, que un buen partido como éste se lo merecía de veras. Saluda de mi parte a María. Dile que me han
sido valiosísimos sus consejos para mi familia. Es realmente una mujer maravillosa. Tiene la sabiduría de los
patriarcas y la prudencia de la mujer cantada por los Proverbios. Hala, vete rápido –agregó, mientras me
entregaba la orza–, pero mira bien por dónde andas, no vayas a caerte.
Me marché, en efecto, y ya estaba cerca de la casa cuando oí los cantos y fanfarrias del cortejo nupcial. El
esposo, acompañado por sus amigos, estaba llegando y la gente se asomaba a las puertas para ver el paso del
cortejo. El cielo sereno del ocaso del día presagiaba una velada fresca y agradable.
María, en cuanto distribuyó el aceite a las muchachas con las oportunas recomendaciones, dio el último toque
al adorno de la esposa y se apartó del gentío, junto a Myriam y Salomé. Salomé observaba la fiesta con una
benévola envidia, pensando en sus bodas de veinte años atrás, no ciertamente fastuosas.
El cortejo apareció por fin al fondo de la calle: delante iban los flautistas y tamborileros, luego los amigos del
esposo con antorchas encendidas, después los porteadores de la litera adornada de flores, y por último el

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esposo con un grupo de parientes y amigos. Entre éstos, Joses, Simón y Judas se afanaban en orquestar los
aplausos y, a la vez, en moderar las intemperancias del gentío.
El encuentro con la esposa fue seguido por la gente en un silencio reverencial. El padrino salió a recibir al
esposo, quien solicitó formalmente a la esposa para recogerla e introducirla en su casa. Con gesto solemne, el
padrino volvió a entrar y salió poco después con la esposa, coronada de flores y velada. El esposo se le acercó
y, tras una profunda inclinación, desveló pausadamente su rostro. Los ojos de la esposa brillaron de alegría y
de colirio, y sus labios bermejos dibujaron una sonrisa a la vez acogedora y cohibida. El esposo se entretuvo
contemplándola unos instantes y luego la besó en la frente: la señal de que era de su agrado. Estallaron los
aplausos, los gritos, los silbidos y la música. Hizo acomodar a la esposa en la litera, rodeada por las
muchachas con las lámparas encendidas, e indicó al cortejo que reemprendiera la marcha. Ya había
anochecido y la luz rojiza de las antorchas resplandecía en las paredes, proyectando a su alrededor, como
fantasmas, las sombras de los danzantes.
Todo estaba ya dispuesto en la casa del esposo para el banquete inaugural, reservado a los parientes y amigos
más íntimos. No obstante, el esposo mandó servir vino en abundancia a quienes habían seguido al cortejo,
para que brindaran por los esposos. El padrino, que ejercía de maestresala, y los padres del esposo invocaron
sobre ellos la bendición ritual que augura copiosa prole y lo mejor de la tierra y del cielo.
María observaba todo en silencio. Se había sentado a la entrada de la sala, junto a Myriam, desde donde podía
ver a los invitados y, a la vez, el trajín de los sirvientes. La ausencia de Jesús, a pesar de que había sido
avisado, se notaba claramente, aunque nadie hablara de ello.
El banquete se prolongó hasta muy avanzada la noche, cuando los esposos se retiraron y los invitados se
fueron. El breve descanso nocturno resultó reparador para todos, en especial para los criados, que debían
preparar a tiempo el banquete del día siguiente para los invitados que se añadirían a la fiesta. Los festejos, en
efecto, se habían planeado para tres días.

3. «NO LES QUEDA VINO»

A la mañana siguiente, María y Myriam volvieron de nuevo a la casa del esposo para proseguir su
colaboración, a fin de que todo marchase ordenadamente y sin imprevistos. A mediodía llegaron los primeros
invitados. A los parientes y amigos de la noche anterior se añadieron otros amigos y conocidos, a fin de que
las bodas, también por el número de invitados, cobraran solemnidad y relevancia. Entre los primeros, con gran
alegría de Myriam, llegó Santiago, que venía de regreso del Jordán, donde Juan estaba bautizando, y se unió a
Joses y a los demás en la animación de la fiesta. El banquete comenzó con grandes aplausos y nuevos augurios
de bendición para la esposa.
La fiesta estaba en sus comienzos cuando, a través del atrio, se filtró una extraña animación procedente de la
calle. Los sirvientes se acercaron a María, que se levantó y salió presurosa de la sala con Myriam. Poco
después, visiblemente conmovida, volvió a entrar con Jesús, que se dirigió hacia los esposos, en quienes
suscitó viva sorpresa y algo de desconcierto. Durante estos meses de ausencia, en efecto, Jesús había
cambiado mucho de aspecto. Su complexión, aunque se mantenía robusta y armoniosa, era sensiblemente más
magra y le hacía aparentar más alto, casi imponente. La barba ligeramente ondulada y la espesa cabellera que
caía sobre los hombros enmarcaban un rostro alargado, con una frente alta y bien modelada. Los ojos grandes
y profundos conservaban su afable expresión de siempre, pero habían adquirido un nuevo vigor: noté que su
mirada te penetraba y que contenía algo de misterioso. Poseía ya la figura solemne y majestuosa de un rabí,
que transmitía dignidad y atractivo.
María acompañó a Jesús hasta los esposos, que se mostraron muy gozosos de esta visita inesperada. María
presentó la parentela de la esposa a Jesús y lo invitó a recitar una plegaria de bendición sobre los esposos.
Jesús, mirándolos con afecto, puso la mano sobre ellos y dijo:
—Dichoso el hombre que teme al Señor y sigue sus caminos. Tu esposa como parra fecunda en la intimidad
de tu casa. Tus hijos como brotes de olivo alrededor de tu mesa. Que descienda sobre ti la prosperidad de
Jerusalén todos los días de tu vida. Así será bendecido el hombre que teme al Señor.

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Dicho esto, se quedó en silencio unos instantes. Luego cerró los ojos, como concentrándose en un
pensamiento que lo interpelara interiormente, y con voz grave añadió:
—¡Más dichosos aún los invitados a la cena nupcial del Cordero!
El maestresala, que era el padrino de la esposa, inició un aplauso, al que se unieron todos los invitados. Entró
en ese momento un grupo de hombres, tipos fuertes y bien plantados, que Jesús presentó a los esposos como
amigos y discípulos suyos. En medio de ellos vi a Salomé, que irradiaba alegría por todos los poros, pues tenía
de nuevo consigo a sus dos hijos, Santiago y Juan, que habían seguido al Bautista. Anticipándose a todos y
plantándose delante de Jesús, con complacencia materna, dijo a los esposos:
—Estos son mis dos hijos.
Y recalcó a continuación su parentesco con Jesús y con los mismos esposos. En ese instante se dio cuenta de
su inoportunidad, hizo una inclinación, miró a Jesús susurrándole un «gracias, querido Jesús», y retrocedió
manifiestamente satisfecha, sentándose a la mesa al lado de Myriam.
El esposo llamó a los sirvientes y ordenó disponer otra mesa en el centro de la sala para los nuevos invitados:
con Jesús se sentarían, además de Santiago y Juan, los hermanos Pedro y Andrés, así como Felipe y Natanael,
este último natural de Caná y amigo de los esposos. Los criados, pues, se pusieron a preparar la mesa,
mientras Jesús y los suyos se lavaban los pies en el vestíbulo –habían caminado tres días– y cumplían las
abluciones rituales previas a la comida.
María, aprovechando el momento, se acercó a mí y, diciéndome «Ven», me hizo tomar sitio en la nueva mesa
frente a Jesús. En cuanto Jesús entró y me vio, me sonrió. En esa sonrisa volví a ver al Jesús de siempre,
incluso al Jesús niño, cuando corríamos por los prados de Heliópolis y nos agarrábamos de la cola de Samuel.
No me dijo nada, sino sólo me presentó a los suyos, que me habían tomado por un intruso, comentándoles:
—Ha sido mi compañero de juegos,y siempre ha vivido con José y María.
Tras estas palabras, su actitud hacia mí cambió por completo y se tornó en simpatía. Me di cuenta de que, para
ellos, conocer a Jesús en un ambiente familiar suponía descubrirlo en una nueva dimensión, más humana, y
sentirlo más próximo. Sin embargo, esto acrecentó en ellos el sentido del misterio: «¿Quién es realmente este
rabí tan diferente de los demás?».
Pero no era ése el momento de hacerse preguntas. Ante una mesa tan bien provista, y con el cansancio
acumulado de tres días de caminata, la única alternativa era hacer honor a los manjares que se les ofrecían. A
Jesús le resultó fácil animarles a ello. La dificultad sólo era mía. La emoción de volver a ver a Jesús al cabo de
varios meses me quitó el apetito. Su figura tan cambiada y la veneración con que los suyos le llamaban «rabí»
–ya se había vuelto un personaje bíblico–, me impresionaron de veras. Regresé con la memoria a los años
pasados junto a Jesús, y junto a María y a José en su taller, y fue como si de repente se me otorgara una nueva
conciencia de la suerte envidiable que había tenido.
En el entreacto hubo exhibiciones de danzas, cantos y poemas laudatorios en honor de los esposos…: el vino,
como bien se sabe, exalta y a menudo despierta la inspiración poética de la gente. Juan aprovechó ese
momento para acercárseme y preguntarme por María y, sobre todo, por Jesús y por sucesos de su juventud.
Caí después en la cuenta de que le interesaba tener noticias de su madre, Salomé, referentes a los años que
pasó en Nazaret con nosotros y con Jesús. Comprendí entonces cuánto quería Juan a su madre y qué orgullosa
estaba ésta de su hijo.
Volví al banquete y, cuando todos estuvieron en su puesto, noté cierto revuelo en el atrio. Los criados
hablaban entre ellos en voz baja con aire de preocupación. Cuando comenzaron a servir los platos, María entró
en la sala y se fue derecha a Jesús. Se inclinó y le susurró al oído:
—Se ha acabado el vino. No hay más. Pobres esposos.
Jesús, tras un instante de silencio, se giró hacia María y le dijo:
—Mujer, ¿por qué me dices esto? ¿Qué nos va a ti y a mí?
María no respondió, pero se quedó de pie a su lado. Al cabo de medio minuto, Jesús se dirigió de nuevo a
María con actitud muy respetuosa, pero resuelta:
—Entiendo. Pero he de decirte que aún no ha llegado mi hora.

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Una vez más, María no dijo nada, ni se movió de su sitio. Durante el silencio que se produjo, me volvieron a
la mente las palabras de muchos años atrás: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que debo ocuparme de las
cosas de mi Padre?», palabras que de inmediato se concatenaron con la más absoluta docilidad, que llevó a
Jesús a obedecer a María y a José.
Entonces Jesús, enderezándose ligeramente, se giró de nuevo hacia María. Madre e Hijo se miraron callados,
con intensidad. Al fin, Jesús cerró los ojos y, asintiendo levemente con la cabeza, sonrió a cara llena: era la
sonrisa con que solía condescender a los requerimientos de su Madre. Sólo entonces se alejó María, fue a
llamar a dos sirvientes, les indicó a Jesús y les dijo:
—Haced lo que Él os diga.
Y se retiró. Jesús se alzó y ordenó a los criados que llenaran de agua las seis tinajas que se hallaban en el atrio
de las abluciones. Se sentó e invitó a sus discípulos a terminar el vino que quedaba en la mesa.
Me pregunté qué significado podía tener ese gesto. Y el diálogo entre María y Jesús, diálogo sin palabras,
hecho sólo con la vista, es decir, con el alma, ¿qué contenido tenía? ¿Qué es lo que podían haberse dicho
madre e hijo en esos breves instantes? Nadie sabía que en ese momento se encontraban frente a frente la
Madre de Dios y el Hijo de Dios. Yo lo sabía, pero no entendía. Sólo más tarde, Señor, tu luz iluminó mi
mente y me hizo comprender.
De hecho, la mirada de María no era la de una mujer preocupada solamente por la suerte de un banquete de
bodas o por la humillación que dos esposos, en mitad de una fiesta, podían sufrir a los ojos de toda una aldea,
ni tampoco la de una madre que pide ayuda al hijo en una necesidad urgente. Todo eso era cierto, pero había
más. La mirada de María era la de una esposa que, por obra del Espíritu Santo, su esposo, había concebido y
engendrado al Hijo que ese momento tenía delante y que un día, en su seno virginal, se había casado con la
naturaleza humana. La mirada de María intentaba recordar a Jesús que «su hora» ya había llegado desde que,
al encarnarse «en la plenitud de los tiempos», celebró Él las bodas con la humanidad, y que la cámara nupcial
de este casamiento era el vientre virginal de la mujer que en ese momento tenía ante sí. Esas bodas divinas,
pues, inauguraban los nuevos tiempos. El «vino viejo» tenía que ceder su puesto al «vino nuevo», el de la
Nueva Alianza nupcial de Dios con la humanidad. Ahora bien, todo esto necesitaba un «signo», una señal que
hablase sobre todo a los discípulos allí presentes, y a todos los que en su día tuvieran necesidad de creer. Y el
momento de ese «signo» había llegado. No se trataba, pues, de un signo extemporáneo, fuera de «hora», sino
sencillamente del «primer» signo de los nuevos tiempos, la señal indicativa de que, en medio de esa gran
fiesta de bodas, el verdadero esposo era Él, Jesús.
Los discípulos siguieron aquel extraño diálogo, hecho más de silencios que de palabras, con una actitud de
sorpresa y a la vez de expectación, tratando de captar su sentido, y con la convicción, no obstante, de que algo
importante iba a ocurrir. Tampoco yo había captado el sentido profundo del diálogo, pero sentía dentro de mí
una gran alegría, no sólo porque veía a Jesús enormemente cambiado, sino también porque María me parecía
de algún modo transformada. La notaba más decidida, en cierto sentido más consciente. Ya no era la que
observaba calladamente las cosas y las guardaba en el corazón, meditándolas, sino quien tomaba la iniciativa,
intervenía con autoridad en las situaciones –con el tono afable y garboso de su exquisita feminidad, pero sin
dejar nunca de ser plenamente madre–, e intentaba obtener del Hijo lo que solicitaba. Mientras vivió José y
Jesús estaba en casa, nunca lo había hecho. Antes era la esclava que servía en silencio, ocultamente, y cedía
toda la iniciativa a José. Ahora aparecía como la madre y señora, con la convicción de que debía entrar en la
vida y la misión del Hijo.
Los sirvientes comunicaron a Jesús que, conforme a sus órdenes, ya habían llenado las tinajas.
—¿Hasta el borde?, preguntó.
—Hasta el borde.
—Bien, pues id al maestresala y dadle a catar el vino.
Los criados no salían de su asombro. Tomaron una copa y se la llevaron al padrino de la esposa: el aroma y el
sabor del vino eran inigualables. Lo paladeó repetidas veces para cerciorarse de que era cierto. Luego,
rompiendo el protocolo, alzó la copa y elogió decididamente al esposo, por haber sabido reservar para el final
un vino tan excepcional. El esposo no pudo ni pedir explicaciones, pues un fuerte aplauso festejó ese
inesperado anuncio.

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Eché una ojeada alrededor para descubrir a María. Había desaparecido. Supe que se había ido con los
sirvientes y las cocineras, para que lo ocurrido no les distrajese de su trabajo. Los discípulos miraban a Jesús
asombrados y con ganas de preguntarle. Pero Jesús, eludiendo cualquier pregunta, dijo:
—Ha llegado el vino nuevo. Ahora hemos de preparar los odres. Vino nuevo en odres nuevos.
Los discípulos se quedaron aún más confusos y cariacontecidos. Fue Jesús quien interrumpió el embarazoso
silencio y, mirándolos uno a uno con ojos amables, pero severos, añadió:
—El Reino de los cielos está cerca. Necesita hombres nuevos y corazones nuevos.
Los discípulos se quedaron pensativos y, aun sin comprender del todo el significado de sus palabras, se
percataron de que se hallaban ante un Profeta enviado por Dios. Es más, en ese «signo» llevado a cabo por
Jesús vieron ellos confirmada su fe en Él: Jesús era realmente el Mesías anunciado por los profetas e indicado
por Juan Bautista.
El banquete se prolongó hasta bien entrada la noche. Los cánticos y los bailes conclusivos, a la aceitosa luz de
las antorchas, amenazaban con derivar en salidas de tono. Jesús, visiblemente cansado –los discípulos aún
más–, se despidió de los esposos y se retiró. Al pasar junto a María le comentó algo, pero no oí sus palabras.
Le esperé en la puerta del atrio. Al verme se paró y, mirándome fijamente, me dijo:
—Tú sigue junto a ‘tu’ Madre. La necesitas.
Y me sonrió con una sonrisa enteramente nueva, rebosante de cariño.

4. CUENTA JUAN

A la mañana siguiente, Jesús permaneció en Caná, hospedado en casa de Natanael, lo cual nos permitió a Juan
y a mí pasar juntos varias horas. Los dos estábamos deseosos de noticias: Juan, de los años que Jesús vivió en
Nazaret; yo, de los tres meses que Jesús había pasado en Judea, cerca del Bautista.
Fue así como Juan me relató su primer encuentro con Jesús en el Jordán, por mediación de Juan Bautista, del
que era pariente, además de ferviente discípulo. Antes había estado en contacto con el ambiente sacerdotal de
Jerusalén, asistiendo durante un tiempo a las clases de los rabinos del Templo y entablando varias amistades.
No obstante, su referencia fundamental y determinante era Juan Bautista.
Por otro lado, la figura del Bautista, su estilo de vida, su predicación tan diferente de la de otros predicadores,
atraían a multitudes de todas las comarcas de los alrededores del Jordán y de Jerusalén. Incluso de Galilea
bajaban muchos por la ribera del Jordán y llegaban a él, estimulados por su personalidad y su mensaje. Juan
pedía con fuerza un cambio radical de vida, que incluía el reconocimiento de los propios pecados y la
penitencia por las culpas cometidas. Signo visible de esta conversión era el bautismo de penitencia en las
aguas del Jordán.
Como Juan, también Andrés, Felipe y otros galileos, hondamente impresionados por la predicación del
Bautista, se habían hecho discípulos suyos. Entre la gente, muchos se planteaban si acaso era él el Mesías.
Pero el Bautista fue enseguida explícito sobre su identidad: era el precursor, el «pregonero» del que había de
venir, y su misión consistía en anunciarlo al mundo e indicar su presencia. Él era sólo la «voz» que debía
mover a los hombres a allanar los senderos de su corazón ante el Mesías.
Con sus discípulos más íntimos, el Bautista quiso ser aún más explícito y les declaró abiertamente la profunda
diferencia que lo separaba del Mesías, a quien ni siquiera era digno de servirle de esclavo. De hecho, él
bautizaba con agua, pero el Mesías bautizaría con fuego y con el Espíritu Santo, y sanaría los corazones,
purificándolos como se separa la paja del trigo.
Un día, el Espíritu y la sangre le hicieron reconocer a Jesús en medio del gentío de penitentes, e
instintivamente rehusó bautizarlo, siendo Jesús el Santo de Dios. Pero Jesús le dio a entender que debía llevar
a cabo ese bautismo, porque era un signo profético del bautismo con agua y Espíritu Santo, y porque el Padre
daría testimonio de Él ante el pueblo. En efecto, inmensa fue su emoción cuando, en el momento del
bautismo, se oyó la voz del Padre: «Este es mi Hijo predilecto, en el que tengo todas mis complacencias», al

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tiempo que el Espíritu Santo se manifestaba corporalmente en forma de paloma, confirmando que esa era la
voluntad del Padre y así debían cumplirse las Escrituras.
Tras ese encuentro con el precursor, Jesús desapareció durante más de cuarenta días, para regresar después,
pero profundamente transformado. No obstante, el Bautista lo reconoció y comenzó a hablar de su presencia a
la gente, que aún no lo conocía. Y así un día, al ver a Jesús que pasaba, Juan llamó a dos de sus discípulos y,
señalándoselo, les dijo:
—Ese es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, aquel del que os hablé diciéndoos que detrás de
mí viene uno mayor que yo, porque era antes de mí. De Él puedo testificaros que es el Hijo de Dios.
Y a continuación animó a esos dos discípulos a ir detrás de Jesús.
Esos dos eran precisamente Juan y Andrés. Jesús, notando que le seguían, se volvió y les preguntó:
—¿Qué buscáis?
—Maestro –el título se les vino espontáneamente a los labios–, ¿dónde vives?
Como si dijeran: ¿podemos hablar contigo?, o ¿podemos seguirte? Jesús los miró con fijeza y con una sonrisa
que denotaba los sentimientos profundos del corazón. Les dijo:
—Venid y lo veréis.
Esa mirada fue como un relámpago repentino que iluminó su alma: sintieron que se hallaban en un momento
decisivo de su vida. Por la inclinación del sol, serían como las cuatro de la tarde.
Juan suspendió por un instante su relato, como para revivir el instante que había marcado el inicio de una
prodigiosa aventura, aún toda entera por descubrir. Acompañaron a Jesús, pues, y estuvieron con Él todo ese
día y parte de la noche.
Jesús les habló del Reino de Dios y de la necesidad de acoger con corazón bien dispuesto a aquel a quien el
Padre ha enviado al mundo. Y el enviado del Padre estaba allí, ante ellos, perfectamente ignorado todavía por
los sacerdotes y jefes del pueblo, y sólo conocido por una pequeña porción de galileos, que lo consideraban
«el hijo de José», el carpintero de Nazaret. En realidad, era Él de quien hablaron Moisés y los profetas; y
había venido a sacar a los hombres de la ignorancia de Dios y librarlos de la esclavitud del pecado.
Su misión comenzaba, por tanto, con la lucha contra el Maligno, contra el príncipe de este mundo. De hecho,
ya se lo había tropezado pocos días antes, al final de los cuarenta días de oración y de ayuno que había pasado
en el desierto.
—Sí –les explicó Jesús–, porque al demonio se le vence con las armas de la oración y del ayuno.
El Maligno, en efecto, le acosó con sus sugestiones, con la mentira y el engaño, intentado empujarle a
desconfiar de Dios y a sustraerse de la misión que el Padre le había confiado.
Juan relataba todo esto con el aire de quien descubre de pronto cosas impensadas, muy alejadas de su
formación rabínica, y todas todavía por descifrar en su misterioso significado. En cualquier caso, algo estaba
claro para él y para Andrés: habían encontrado al Mesías, y tal encuentro se convirtió de inmediato en el
hecho determinante de su vida. La alegría enteramente nueva que experimentaron les impulsó a comunicar lo
sucedido a los íntimos: Andrés buscó enseguida a su hermano Simón y se lo llevó a Jesús. El encuentro fue
arrollador: la mirada de Jesús traspasó a Simón de arriba abajo y le llegó hasta el fondo del alma. De ahí que
éste no se sorprendiera cuando Jesús le declaró:
—Tú eres Simón, hijo de Juan. Te llamarás ‘Pedro’, porque has de ser roca.
Tales palabras, en ese momento, a Pedro le resultaron incomprensibles.
Al día siguiente, poco antes de marchar con Jesús hacia Galilea, los tres discípulos se encontraron con un
amigo y paisano suyo, de Betsaida, y se lo presentaron a Jesús. Felipe, como hombre sencillo y limpio que era,
se dejó arrastrar rápidamente por Jesús en cuanto le invitó a seguirlo. Felipe, por su parte, pensó enseguida en
su mejor amigo, un tal Natanael de Caná de Galilea, y se puso a buscarlo entre los galileos con los que había
convivido esos días. Natanael, hombre de una pieza, pero víctima de la rivalidad aldeana –Caná se halla a
corta distancia de Nazaret y los habitantes de las dos poblaciones no se miran con simpatía–, respondió a
Felipe que «de Nazaret no puede salir nada bueno». Sin embargo, desarmado por la sencillez de su amigo, se
dejó conducir a Jesús. Jesús le dio a entender que ya lo conocía, antes incluso de que Felipe lo llamara, porque
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estaba al tanto de los pensamientos y problemas que en ese momento asolaban su conciencia. Natanael, todo
sinceridad y coherencia, no tuvo más remedio que rendirse ante las palabras y la invitación de Jesús.
Con este primer grupo de discípulos, en apariencia un tanto circunstanciales, pero entusiastas, Jesús regresó a
Galilea, donde nos pilló completamente enfrascados en la fiesta de bodas de Caná.
El relato de Juan me colmó así un vacío de noticias de más de tres meses, desde que Jesús abandonara
Nazaret, y justificó ante mis ojos el cambio sorprendente que se apreciaba en Él.

5. LOS PARIENTES DE JESúS

Al día siguiente, Caná retomó su aspecto normal y, paulatinamente, incluso su ritmo habitual. Jesús, que se
había alojado en casa de Natanael, partió con sus discípulos hacia el lago de Tiberíades. Les acompañó
también Salomé. Myriam y María se quedaron en Cana un día más, pues era preciso echar una mano a los
esposos en arreglar todo. Al día siguiente, con Santiago, Joses y Myriam, regresamos a Nazaret, cansados,
pero contentos. Volver a ver a Jesús nos había colmado de gozo y de expectación. ¿Qué hará ahora? Había
expresado su intención de establecerse en Cafarnaún, ¿por qué?
Se acercaba ya de nuevo la Pascua, y Jesús iría con los suyos a Jerusalén. Santiago, Judas y Simón salieron de
Nazaret con antelación para pasar por donde andaba Juan Bautista y subir luego por Pascua a Jerusalén. Fue
en ese momento cuando María, Myriam, Joses y yo volvimos a nuestras casas de Nazaret.
Joses repartía su tiempo y su trabajo entre las faenas agrícolas y el taller de José. Intentaba sacar adelante los
trabajos que le eran más asequibles. En cambio, Alfeo, su padre, había contratado para el campo a varios
mozos y a un lejano pariente venido de fuera. Por lo demás, Joses pensaba en fundar una familia y ya se
hablaba de bodas.
El anciano Cleofás, por su parte, tras vender buena parte de su rebaño a otros pastores, tomó a sueldo a varios
zagales del contorno. Había comprendido que no podía contar con los hijos, Simón y Judas, que se mostraban
mucho más interesados en los movimientos patrióticos y en la política que en el patrimonio paterno.
En cualquier caso, tras estos acontecimientos, y desde que Jesús había dejado la casa, nuestra estancia en
Nazaret ya no era tan fija y estable.
Celebrada la Pascua en Jerusalén, donde llevó a cabo los primeros signos que revelaban su identidad
mesiánica, Jesús se retiró al Jordán y permaneció allí varias semanas predicando y moviendo a sus primeros
discípulos a administrar el bautismo al estilo de Juan Bautista. Cuando se supo que el Bautista había sido
arrestado por Herodes, con la complicidad de los jefes de Jerusalén, Jesús decidió regresar inmediatamente a
Galilea.
Juan nos contó muchas cosas de la estancia de Jesús en Jerusalén y en Judea, así como del viaje de vuelta a
través de Samaria. Le había impresionado en particular la forma segura y autorizada en que Jesús se
desenvolvía en sus intervenciones. En Jerusalén asistió a una entrevista nocturna de Jesús con un miembro
importante del Sanedrín, un tal Nicodemo, y en el viaje por Samaria, junto al pozo de Jacob, presenció un
encuentro muy singular de Jesús con una mujer de Siquén, que lo reconoció como Mesías y le obligó a
detenerse dos días con los habitantes de ese pueblo.
Jesús, pues, llegó a Galilea precedido de la fama de cuanto había hecho en los meses anteriores y, por tanto,
con la aureola de ser un rabí muy particular. Corrían diversos rumores sobre Él, forjados a partir de conjeturas
y expectativas. Todo esto empujaba a María a mantener una gran reserva, para no perjudicar la misión de
Jesús, y a la vez la exponía a sufrir las impaciencias de Myriam y, más aún, las del entero clan familiar, que la
animaban a participar en las peripecias del hijo: un hijo que, a juicio de la parentela, manifestaba poseer dotes
excepcionales de inteligencia y de taumaturgia, hasta el punto de poder hacerse famoso en poco tiempo, con
perspectivas de un porvenir muy halagüeño.
Jesús tenía intención de subir a Nazaret, pero al llegar a Caná le abordó un funcionario de la corte de Herodes,
rogándole que hiciera algo por un hijo suyo gravemente enfermo en Cafarnaún. El pobre hombre lo había

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probado todo, pero una íntima inspiración le movió a acudir a Jesús, ya que sólo la intervención de un profeta
o de un hombre de Dios, tal como Jesús demostraba ser, podía salvar a su hijo. Y así fue.

6. NUEVA MORADA: CAFARNAúN

Tras los acontecimientos de esos días, Jesús comenzó a ir de sinagoga en sinagoga por los pueblos de Galilea,
manifestando su autoridad y su poder sobre todo tipo de enfermedad. Hizo de Cafarnaún su centro de
referencia. Allí curó al endemoniado y a muchos otros enfermos. Allí encontró hospitalidad en casa de Pedro,
a cuya suegra había sanado. Allí, una sinagoga grande le ofrecía más posibilidades de toparse con la gente.
Por otro lado, tampoco las sinagogas serían muy pronto suficientemente capaces. Se reuniría con las
multitudes a cielo abierto, en praderas o a orillas del lago.
Fue precisamente una de esas mañanas, después de predicar al gentío desde la barca de Pedro y guiar a éste a
una pesca milagrosa y exuberante, cuando Jesús invitó a sus primeros cuatro discípulos a seguirlo
definitivamente. Pedro, que estaba casado con una muchacha de Cafarnaún, se había trasladado poco antes a
esta ciudad, seguido por Zebedeo, socio de Pedro en un negocio de pesca. Salomé, esposa de Zebedeo, no era
ajena a tales decisiones. Y es que ella, viendo que Jesús había decidido establecerse en Cafarnaún, soñaba para
sus hijos, Santiago y Juan, ya discípulos a la vez que parientes de Jesús, un futuro prometedor, pródigo en
fortuna y grandes beneficios.
Estas noticias y otras más, que nos llegaban de uno u otro paisano de Nazaret, suscitaban en nuestros vecinos
y parientes reacciones diversas, no siempre positivas. El hecho de que Jesús escogiese Cafarnaún como lugar
de residencia, no agradó de primeras a varios parientes, pues consideraban ese traslado como una especie de
traición. Se produjeron discusiones y discordias entre los distintos parientes, sobre todo los de la parte de José.
Algunos de los más fogosos expresaron la intención de traerlo a Nazaret por la fuerza, cuando lo cierto era que
muchos de ellos habían vivido al margen de Jesús durante sus años en Nazaret, y habían mirado con cierta
envidia los primeros momentos de su vida pública.
María, con su paciencia y amabilidad, como ya ocurriera en el pasado, trataba de aclarar los motivos que
justificaban el comportamiento de Jesús y sus decisiones, e intentaba calmar los ánimos, no siempre con
buenos resultados. En este período rezaba mucho más y con mayor intensidad. Me decía:
—Hijo mío, Jesús se ha ido para cumplir su misión, pero, como ya te he dicho otras veces, no debemos dejarlo
solo. Y no hay otra forma de no dejarlo solo que empeñarnos en rezar más. En cualquier caso, no temas:
pronto nos reuniremos con Él.
Este presentimiento, favorecido por las presiones de Myriam, halló en las bodas de Joses la ocasión propia
para llevarse a efecto. Resultaron unas bodas sencillas, sin grandes alharacas, que nos proporcionaron mucha
serenidad a todos y un gran alivio a Myriam en su viudez. Fue entonces cuando María decidió dejar la casa de
Nazaret y trasladarse a Cafarnaún. Además, Jesús y sus discípulos requerían personas que los atendiesen
materialmente. Salomé, en Cafarnaún, ya se había unido a varias mujeres que proveían a las necesidades
personales de Jesús y de los suyos. Todas ellas acogieron con gran satisfacción la decisión de María y de
Myriam de abandonar Nazaret por Cafarnaún.
María dejó su casa no sin gran conmoción. Aun sabiendo que de vez en cuando volvería por unos días, la
separación significaba para ella emprender un viaje que la llevaría lejos. En la casa dejábamos gran cantidad
de recuerdos ligados a gratísimos momentos de nuestra vida con Jesús y con José. Por eso, según salí de la
casa, me detuve un instante a mirarla de nuevo, pues era para mí como un cofre repleto de recuerdos y cosas
preciosas, y me esperaba que a María le ocurriese otro tanto: estaba convencido de que la emoción por
apartarse de objetos y lugares tan queridos haría agobiantes y dolorosos sus primeros pasos de despedida. Sin
embargo, sin volverse a mirar y cogiéndome de la mano, me dijo:
—Hijo mío, detrás de nosotros no dejamos recuerdos, sino únicamente cosas. Los recuerdos los llevamos con
nosotros, en el corazón. Son retazos de nuestra vida y nos pertenecen a nosotros y a Dios. Las cosas pueden
ser, como mucho, un reclamo para nuestros recuerdos, pero no pueden convertirse en jirones de nuestra
persona o de nuestra vida. Las cosas son seres inertes y nos mantienen pegados al pasado, al tiempo que ya no

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existe. Los recuerdos, en cambio, son nuestros compañeros de viaje, caminan con nosotros y nos relatan
continuamente el amor de Dios. Las cosas nos hacen andar con la cabeza vuelta hacia atrás. Los recuerdos nos
impulsan a mirar la senda que se abre ante nosotros, la que lleva escrita nuestro nombre y conduce a la
felicidad. Y además, hijo, todos nuestros recuerdos son un solo recuerdo, un recuerdo vivo, actual, nuestro
único recuerdo, que es Jesús, a quien debemos seguir, amar y servir. Ven. ‘Su hora’ ha llegado también para
nosotros.
La voz de María sonaba velada por la emoción, pero extraordinariamente firme, decidida; y, como siempre,
llegaba al corazón mediante una ternura persuasiva, que no dejaba espacio a dudas o incertidumbres. Nos
acompañaba Santiago con su jumento, un burro peludo y algo escorbútico, que tenía poco en común con
nuestro Samuel; sobre todo no tenía sus grandes y mansos ojazos.

7. LA VIDA EN CAFARNAúN

El ambiente de Cafarnaún era muy diferente al de Nazaret. Nazaret vivía de Nazaret: todos conocían a todos, y
todo «se hacía en casa». Cafarnaún, junto a un núcleo estable de población ligada a la agricultura y la pesca,
mostraba un aspecto –podríamos decir– cosmopolita. Ciudad de tránsito, vivaz y emprendedora, por allí
circulaba un gentío variopinto, de toda procedencia y extracción social. Ciudad de frontera, allí estacionaba
una guarnición romana y un departamento administrativo de Herodes Antipas. Tenía puerto y fielato.
En este ambiente advertimos pronto que nuestra vida cambiaba, entre otras cosas porque, no teniendo ya casa
propia, éramos huéspedes de otras ajenas. De primeras nos acogió Salomé. A su marido, Zebedeo, le
absorbían por completo las faenas de pesca y la gestión del patrimonio familiar. Sus dos hijos, Juan y
Santiago, se habían unido ya establemente a Jesús. También Pedro y Andrés, socios de Zebedeo, habían
tomado la misma decisión. Pedro, viudo y sin hijos, vivía en Cafarnaún en casa de su suegra, una mujer de
gran espíritu, sencilla y franca, que había recuperado la salud precisamente gracias a Jesús. Su casa se
convirtió para Jesús y los suyos en un punto de referencia y de estancia habitual.
Otra casa en la que nos hospedamos fue la de Juana, mujer de Cusa, funcionario de la administración de
Herodes. Cusa había obtenido de Jesús la curación de su hijo gravemente enfermo –fue éste el segundo
milagro realizado por el Señor en Galilea–, y desde entonces Cusa con toda su familia eran discípulos de
Jesús.
María, que rara vez seguía a Jesús en sus desplazamientos, residía en una u otra de esas casas. Las más activas
en cuidar a los apóstoles eran Myriam y Salomé, que se servían también de los providenciales regalos que
prodigaban Juana y una generosa amiga suya, curada igualmente por Jesús, de nombre Susana. Todas ellas
constituían un equipo femenino muy bien avenido. Eran mujeres de diferente edad y proveniencia, pero
sinceramente devotas de Jesús y llenas de afectuosa premura hacia los discípulos. Se distribuían el trabajo y se
ocupaban por turno de las necesidades de cada apóstol. Sus escasas y periódicas divergencias, inevitables
entre mujeres, las resolvía fácilmente María, referente de todas. María no se ocupaba directamente de tales
asuntos, pero estaba atenta a todo, y en todo ponía su sensatez y su palabra amable.
No era normal que un rabí tuviese mujeres como discípulas, pero la presencia de María en medio de ellas las
hacía aparecer como madres y hermanas de los discípulos. Otras mujeres que siguieron más tarde a Jesús,
comenzando por María de Magdala, pasaron también por la mediación de María. Jesús mismo, aun tratándolas
con afectuosa confianza y aceptando sus atenciones y sus más humildes servicios, defendió y respetó siempre
su feminidad, reivindicando para la mujer, en el ámbito de la vida pública, el mismo papel que cumple en la
vida familiar.
En cuanto a mí, al principio me sentí un tanto desplazado en medio de todas esas mujeres y, si no fuera porque
Jesús me había recomendado permanecer junto a su madre –que también era la mía–, habría buscado otro
arreglo. Pero al final también ellas me veían como un hijo y me confiaban diversas tareas, sobre todo encargos
de enlace entre ellas y los apóstoles. Con todo, el auténtico motivo de mi serenidad, hecha de gozo y de
seguridad, era ella, María. Quería tenerme siempre cerca, y adonde iba ella, iba yo. No sé, pero dentro de mí
experimentaba la clara sensación de que le recordaba a Jesús. Esta idea me colmaba a la vez de conmoción y
de vergüenza. Un día le dije:

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—Madre mía, ¿puede suceder que ocupe yo el sitio de Jesús en tu corazón? ¿No es absurdo hasta solo
pensarlo?
Su sonrisa y su mirada materna, que penetraba en mis sentimientos, apagaron esas preguntas en mis labios.
Me respondió:
—¡Hijo mío! ¡Cuántas veces te he llamado así! ¿Crees que es tan sólo un título cariñoso y que realmente no te
corresponde? Pues te lo repito: ¡hijo mío!… No olvides que cada discípulo es otro Jesús. Pero tú, antes de
serlo como discípulo, lo has sido como hijo, desde que te recogí de niño a mi puerta. No temas, sé que ni tú ni
nadie podrá competir jamás con la persona, dignidad y santidad de Jesús, Hijo del Dios altísimo. Pero el poder
del Espíritu Santo, que engendró a Jesús en mi vientre, imprimirá también el sello de Dios en cada hombre
que crea en el Hijo. Y si el Padre ha podido decir, mirando a Jesús, ‘Tú eres mi hijo’, también de cada uno de
vosotros podrá afirmar, mirándoos: ‘tú eres mi hijo, yo te he engendrado’. ¿Me has entendido? Por eso,
cuando te veo a ti y a cualquiera que lleva el sello del Espíritu, también yo puedo decir: ‘Eres mi hijo, eres
otro Jesús’.
No temas, pues, hijo mío, te quiero con el cariño que tengo a Jesús. Tú te quedarás conmigo, a mi lado, y
harás todo lo que te diga. Y al igual que forjé dentro de mí la fisonomía de Jesús con mi carne y mi sangre, así
también forjaré dentro de tu alma, poco a poco, la misma fisonomía de Jesús, y tú te parecerás cada vez más a
Él. Y así cada día podré llamarte con mayor motivo ‘hijo mío’.
El tierno abrazo de María me llenó de emoción y de dulzura. No me di cuenta de que dos lagrimones cayeron
en su toca blanca. Entonces me cogió la cabeza con las manos, la alzó y mirándome con sus ojos profundos y
luminosos, me dijo:
—¡Hale! Ve a Salomé y dile que la necesito: hay que adaptar una túnica de Jesús a la talla de Pedro.

8. EL PARALíTICO DE CAFARNAúN

El lago de Tiberíades se convirtió así en el escenario de nuestra vida cotidiana, al igual que se había hecho el
lugar habitual del ministerio de Jesús. Él, en efecto, mostró enseguida su preferencia por aquel lago y los
territorios que lo rodeaban. La región ofrecía un paisaje ameno, fértil, con gente laboriosa y vivaz. Su
ministerio en Cafarnaún tuvo un inicio esplendoroso. Comenzó a enseñar en las sinagogas y a realizar
innumerables milagros en enfermos aquejados de cualquier suerte de mal. La gente empezó a seguirlo por
todos lados. Jesús se trasladaba rápidamente de una orilla a otra del lago, de una aldea a otra, pero el gentío no
lo perdía nunca de vista.
Un día, apenas llegado a Cafarnaún desde la otra ribera del lago, se dirigió a casa de Pedro, intentando no
hacerse notar, para descansar un rato. Antes incluso de que María y los que estábamos en casa de Juana nos
enterásemos de su llegada, varios centenares de personas asediaban ya la casa de Pedro y reclamaban a
grandes voces a Jesús. Entre los primeros que acudieron se contaban algunos escribas y fariseos procedentes
de Tiberíades y de otras ciudades, incluida Jerusalén. Venían a espiar sus movimientos con curiosidad y
suspicacia, dada la rutilante fama de ese nuevo rabí, tan extraño e independiente, de origen casi desconocido.
De repente, bajo nuestra casa oímos un vocerío y un ruido de gente que pasaba. Me asomé a la calle: eran
amigos y parientes de Ragüel, un hombre de mediana edad, al que un desgraciado accidente había dejado
paralítico hacía años y a quien muchos vecinos conocían, también porque su vida anterior no había sido muy
edificante. No podía moverse a causa de su parálisis y, por tanto, nunca había tenido oportunidad de ver a
Jesús, aunque sentía en su corazón un vivo deseo de conocerlo. Ese día, ayudado por amigos y parientes, quiso
tentar la suerte. Yo también me sumé al cortejo que formaban.
Al llegar a la casa de Pedro, nos topamos de pronto con un obstáculo insuperable: el gentío era como un muro
cerrado. No cabía ni pensar en cruzar entremedias. La situación parecía no tener salida. Ragüel estaba a punto
de descorazonarse y rendirse, pero sus amigos se mostraron decididos a encontrar una solución. Una repentina
intuición les infundió nueva esperanza: en la parte trasera de la casa había una huerta, despejado de gente. Se
trataba de llegar allí y a continuación, al no poder entrar en la casa por la puerta, intentar acceder por el techo.

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La confianza acrecentó el entusiasmo, y el entusiasmo simplificó operaciones que parecían complicadas y
ridículas. Se subieron al terrado de la casa y se pusieron a remover las losetas que lo cubrían y después las
tablas del techo, hasta abrir un hueco que les permitió meter a Ragüel y depositarlo en medio de la habitación,
justo delante de Jesús.
Un runrún de comentarios contrapuestos inundó enseguida la casa. Incluso Pedro, que estaba al lado de Jesús,
se mostró contrariado y molesto. Juan, en cambio (que era nuestro confidente y nos contaba todo lo que
ocurría alrededor de Jesús), contempló asombrado y divertido la escena. Jesús cesó de hablar y miró
alternativamente al paralítico y a los amigos que, a través de la abertura del techo, escrutaban con ansia su
comportamiento, y los saludó con una sonrisa de complacencia. Cuando la gente calló, Jesús fijó su mirada
penetrante y amable en Ragüel y le dijo:
—¡Ánimo, hijo! Tus pecados te son perdonados.
Ante estas palabras, a Ragüel le dio un brinco el corazón, se le iluminó la cara y con sacudidas de cabeza
manifestó su emoción. En cambio, los fariseos se acaloraron y comenzaron a cuchichear entre sí. Uno de ellos
murmuró:
—¡Blasfema! Se apropia de un poder que es sólo de Dios.
Jesús se dirigió entonces a los escribas que allí estaban:
—¿Por qué pensáis estas cosas en vuestros corazones? ¿Qué estáis hablando entre vosotros?
Por parte de los fariseos, silencio. Jesús prosiguió:
—¿Qué es más fácil: decir ‘te son perdonados tus pecados’, o decir ‘álzate y anda’?
Por parte de los fariseos, mayor silencio aún. Y continuó:
—Pues bien, para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados:
Levántate –dijo al paralítico–, toma tu camilla y vete a tu casa.
Ragüel, primero inseguro y luego asombrado, sintiendo que las articulaciones se le desentumecían y que un
nuevo vigor recorría sus miembros, se puso en pie, se contempló incrédulo las piernas, pateó con energía el
suelo, como para asegurarse de que las piernas lo sostenían, miró a Jesús con rostro transfigurado y después a
los amigos que le observaban desde el terrado, y lanzó finalmente un grito de júbilo que llenó la habitación. A
continuación plegó su camilla y se la cargó al hombro, saludó a Jesús con gestos de gratitud, avanzó por el
pasillo que le abrió la gente y se fue a su casa. Lo acompañaron muchos de la multitud, entusiasmados; otros
estallaron en expresiones de alabanza a Dios, mientras que fariseos y escribas desaparecieron calladamente.
Jesús despidió al gentío y pidió a los discípulos que procuraran arreglar el techo de la casa. Después tomó
consigo a Pedro, Juan y los demás, se fue con ellos a casa de Zebedeo, donde recogió las provisiones
preparadas por Salomé, y salió hacia el lago, con intención de comer en sus orillas con los discípulos. La gente
intentaba retenerlo, pero Él proseguía decidido por la calle.
Al llegar a las puertas de Cafarnaún, se detuvo en el fielato. En ese momento estaba allí uno de los escasos
recaudadores de impuestos a los que la gente no miraba con antipatía. Era un hombre de unos treinta años,
muy afable y respetuoso con todos, cumplidor de su trabajo y diligente sin ser fiscalizador, el típico
funcionario de la administración. Se llamaba Leví. Jesús se paró ante él, le miró como sólo Él sabía hacerlo, y
lo invitó a seguirlo. Leví, que desde ese momento quiso llamarse Mateo, encomendó inmediatamente sus
asuntos a un colega y se marchó con Jesús. No fue una llamarada momentánea de entusiasmo, sino un gesto
de auténtica generosidad, sostenida ciertamente por la gracia, pero también brotada de una indiscutible
integridad de vida. Esa misma noche demostró su gran alegría con un suntuoso banquete, en el que presentó a
Jesús a sus amigos y colegas, antes de despedirse de ellos.
El número de discípulos iba así acrecentándose y a Jesús se le presentaba el problema, nada sencillo, de su
buen avenimiento.

9. JESúS Y LOS NAZARENOS

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Los únicos intervalos que Jesús se concedía durante su actividad en Galilea eran las visitas, habitualmente
muy breves, que hacía a Jerusalén con ocasión de las fiestas más solemnes de los judíos. Pero no demoraba
mucho tiempo allí, a causa de la sorda hostilidad de los jefes del pueblo. También nosotros, María y yo,
íbamos algunas veces a Jerusalén. Podíamos contar allí con la hospitalidad de varios conocidos o de parientes
lejanos. Sin embargo, María prefería la casa de algunos discípulos de Jesús, ajenos a su parentela, que
proporcionaban un clima de gran cordialidad a una estancia que era también de descanso, y confortaban con el
calor de la amistad: la casa de Marcos en Jerusalén y la de Lázaro en Betania.
Lázaro había conocido a Jesús en tiempos de Juan Bautista, y había obtenido la curación de su hermana María
de las fiebres recurrentes que la atormentaban desde joven. La otra hermana, Marta, era viuda y se dedicaba a
cuidar la casa, a su hermana pequeña María y a su hermano Lázaro, que era enfermizo y de salud quebradiza.
Su profesión de hábil tejedor lo había impulsado al comercio de telas ricas, por lo que era famoso en toda
Jerusalén, sobre todo en el ámbito de los sumos sacerdotes y de los escribas, a los que aprovisionaba de trajes
para su casa y para el Templo.
El trato con Jesús se convirtió rápidamente en amistad, y el hogar de Betania en un rincón de sosiego y de
serena intimidad para el Maestro. Lázaro y las dos hermanas eran personas sencillas, de ánimo generoso y
exquisito señorío. Jesús, sinceramente encariñado con ellos, se encontraba muy a gusto en su casa.
Este hecho constituía, para María y las otras mujeres de Galilea, un motivo de tranquilidad. Sabían que Jesús
contaba, incluso en la poco fiable Jerusalén y en la hostil Judea, con lugares de residencia seguros y
acogedores. Además, las mujeres de Galilea se entendían a las mil maravillas con las de Judea: las aunaba un
mismo y enorme cariño a Jesús y un atento cuidado de los discípulos. Por su parte, Myriam y Salomé, cuyos
hijos formaban parte del grupo de los apóstoles, estaban directamente interesadas. Todas se intercambiaban
noticias, y de ahí que supiéramos todo de Jesús: adónde iba, los milagros que realizaba, las muchas cosas que
enseñaba a las multitudes de los diversos pueblos y en sus sinagogas. También se comunicaban entre sí las
explicaciones que Jesús, charlando a solas con los discípulos, les ofrecía de las parábolas y demás enseñanzas,
que sonaban enormemente nuevas y difíciles.
Por mi parte ya me había acostumbrado a ese género de vida y de convivencia. Por eso, cuando un día
volvimos a Nazaret, acompañando a Jesús, tuve la sensación de ser un forastero. La aldea y sus contornos, en
donde había vivido unos treinta años junto a José y a María, me parecieron inesperadamente lejanos, pequeños
e incluso mudos, como si todo lo que podían decirme ya me lo hubieran dicho. Me habían abandonado de
repente. A suscitar tal impresión contribuyó también el comportamiento de los habitantes de Nazaret.
Era sábado y, como siempre, la reunión en la sinagoga se abrió con la recitación de los salmos, conforme a la
costumbre celosamente custodiada por el jefe de la sinagoga. Cuando entró Jesús, con varios discípulos y
conmigo, un murmullo recorrió toda la sala. María y las demás mujeres se hallaban visitando nuestras viejas
casas y a algunos parientes. Aquel murmullo en la sinagoga no me sonó muy bien: era una mezcla de sorpresa,
desagrado y expectación. Llegado el momento, el jefe de la sinagoga se fue derecho a Jesús, invitándolo a
situarse en el ambón de lectura. Jesús pidió el rollo de Isaías, lo desenvolvió lentamente y se paró en un
determinado pasaje.
Antes de empezar a leer, se detuvo un instante y recorrió con la vista a los presentes, uno a uno: conocía a
todos. El silencio en la sala era impresionante. Yo, que ocupaba mi sitio habitual, me sentía inquieto: Jesús ya
no parecía el de tiempos pasados, un nazareno entre los nazarenos, uno de ellos, el del taller de José, del clan
de Joses, Santiago, Judas y Simón. Su figura era ahora la de un rabí con autoridad, su hablar solemne y seguro
podía parecer presuntuoso a los ojos de sus paisanos, y a esto se sumaban… todos esos rumores de cosas
extrañas y singulares que habían precedido su llegada a Nazaret. ¿Qué le ha pasado? ¿Cómo puede haber
cambiado tanto? Los interrogantes se reflejaban en la cara de los presentes.
Por eso, cuando acabada la lectura y devuelto el rollo, Jesús proclamó: «Hoy se cumplen ante vuestros ojos
estas palabras del profeta Isaías», el silencio en la sala se transformó en un griterío de imprecaciones,
preguntas y juicios que surgían de todas partes. Y cuando a continuación, tras conseguir acallar las voces con
un gesto de la mano, Jesús exclamó: «Cierto es que ningún profeta ha sido aceptado en su patria y en su casa»,
y citando episodios de la vida de los profetas Elías y Eliseo, concluyó: «Me diréis: médico, cúrate a ti mismo,
o haz aquí las obras que has llevado a cabo en Cafarnaún y en otros lugares», en la sinagoga sobrevino la
debacle. Los más airados eran varios parientes, que comenzaron a acosar a Jesús con multitud de protestas.

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Las protestas se transformaron en amenazas y Jesús se vio obligado a bajar del ambón. Vino hacia mí y me
recomendó ir enseguida a buscar a María y largarnos. Él, escoltado a duras penas por varios discípulos, fue
expulsado a empujones de la sinagoga –situada en la parte alta de la aldea– hacia la cima del monte.
Yo localicé a las mujeres embargado por una fuerte conmoción. María, al ver mi nerviosismo y mi
preocupación por la suerte de Jesús, me cogió y me dijo:
—Hijo mío, no temas. Jesús sabe apañárselas. No le ocurrirá nada. Pensemos, en cambio, en los parientes y en
la gente de Nazaret. Mira, cuando nos negamos a seguir al Señor, es como si renegáramos de todo el bien que
nos ha hecho en la vida pasada. No cabe separar a Dios de sus dones. Rechazarlo en cualquier momento de la
vida supone tirar por la borda todos los dones que nos ha proporcionado, es como arrancarlo de nuestro
pasado, como intentar borrarlo de nuestra memoria.
De los habitantes de Nazaret, ya lo has visto, con muchos has jugado de niño, algunos han sido compañeros de
peregrinación a Jerusalén, otros clientes de Jesús, o lo han visto trabajar con José, pastorear el ganado con
Simón y Judas, sembrar los campos y trillar el grano… Esas personas, resentidas porque Jesús comenzara en
Judea su actividad de rabí, creen que las ha traicionado y engañado. La envidia aldeana les impide entender a
Jesús, y no le perdonan que prefiera la comarca de Cafarnaún a la estrecha cuenca de Nazaret. Por eso, no sólo
se niegan a recibir a Jesús como rabí o como Mesías, sino también a tenerlo como paisano, como compañero
de tantos avatares, como miembro de su comunidad.
Hijo mío, el corazón de Dios es grande: ¡recuérdalo! No tiene la medida de nuestras rivalidades pueblerinas o
de nuestras tacañas envidias. Si no agrandamos nuestra mente y nuestra alma, no comprenderemos ni a Jesús
ni los planes de Dios, que no tienen límites y abarcan a todos los hombres.
Hala, es la hora. Despidámonos de Joses en su casa y vámonos de Nazaret.
Partimos para Cafarnaún no sin cierta angustia por la suerte de Jesús, perseguido por la gente. Yo tenía dentro
una amarga desilusión y hasta una pizca de rabia porque, entre quienes más airadamente protestaban contra
Jesús, había visto a varios de sus parientes, precisamente los más allegados a la sinagoga.

10. LAS TENTACIONES DE LA ENVIDIA

En Cafarnaún, la casa de Pedro se hizo nuestra morada habitual, pero también la casa de Salomé y la de Juana
proporcionaban, sobre todo a las mujeres, un ambiente sereno, adecuado para la oración y las tareas de
asistencia a Jesús y a los apóstoles. Jesús, en efecto, iba y venía de aquí para allá con sus discípulos, de aldea
en aldea, acosado por la gente, que lo buscaba cada vez más. Cuando se quedaba en Cafarnaún, para María y
las otras mujeres eran momentos de intenso trabajo: Tenían que limpiar, coser, arreglar, lavar, preparar las
provisiones y atender a tantos otros menesteres de una docena de hombres que prácticamente vivían en la
calle, con fuerte desgaste de energías y de ropas.
Yo observaba a esos discípulos y de vez en cuando me asaltaba una especie de envidia mezclada con celos.
Era como si esos hombres me hubiesen robado a Jesús, me hubieran quitado algo que me pertenecía desde
siempre, por derecho nativo. Y me lo habían arrebatado abusivamente, sin motivo.
María, a la que nunca se le escapaba nada, se dio cuenta de mis pensamientos. Entonces me llevó aparte y me
dijo:
—Hijo mío, Jesús es de todos, no es propiedad privada de nadie. Tienes que estar contento de verlo rodeado,
conocido y seguido por tanta gente. Yo debería estar mucho más celosa que tú. Y efectivamente no me faltan
momentos en que siento en mi corazón el deseo intenso de tenerlo físicamente cerca, de cuidarlo directamente
como antes, pero sé que Él ha venido por su pueblo, por la humanidad entera, para salvar a los hombres. Y
entonces mi deseo se hace sed ardiente de que el mundo lo conozca, de que la gente se le acerque, lo acoja, se
abra a su palabra y a su salvación.
Sólo hay un modo auténtico, verdadero, de estar cerca de Jesús y de seguirlo: tener los mismos sentimientos
que tiene Él en su corazón, compartir su voluntad de cumplir la voluntad del Padre. Y servirlo con obras de
amor. Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe y los demás lo siguen y le sirven de muchas maneras, pero hemos

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de rezar para que sean fieles por amor. Tengo la impresión de que, entre los muchos discípulos que siguen a
Jesús, no todos creen aún en Él ni lo siguen por amor. Hijo mío, si nosotros lo servimos por amor, no estamos
lejos de Él.
Quizás tienes que profundizar en la oración. Cuando metas en tu oración su actividad de Maestro y de Mesías,
te sentirás más cerca de Él; más aún, tomarás parte en todo lo que realiza. Y además, ¿no ves cómo nos
ocupamos de Él? Jesús vive en la calle, come de lo que halla y duerme donde puede. Si nosotros nos
ocupamos de sus necesidades materiales, por amor, entonces participamos de su persona, de su vida, de su
misión. Por lo demás, ya llegará el momento en que lo tengamos muy cerca, acaso lo tendré de nuevo en mis
brazos: será el momento del dolor, de la humillación, de la inmolación. Hijo mío, aquí, en la tierra, sólo el
dolor y el amor se unen realmente.
Para mí, estos eran los momentos de luz, de paz, de seguridad. Cuando María me hablaba, su voz era
irresistible. Se me borraba todo pensamiento de envidia, tristeza o insatisfacción. Caía en la cuenta de que
estar junto a María era el mejor modo de estar cerca de Jesús, suponía ciertamente descubrir la senda que
conduce a la intimidad con Cristo.
Entre tanto, el trabajo de los apóstoles se acrecentaba cada día más, y a la par crecía la faena de Myriam,
Salomé, Juana y las demás mujeres que, con María, cuidaban de Jesús y los suyos. María rara vez seguía a
Jesús en sus desplazamientos y, sin embargo, ¡cuántas noticias de los hechos y discursos de Jesús nos llegaban
de todas partes! María prefería mantenerse aparte, como en la sombra, pero su atención materna no decaía, y
acogía silenciosamente los rumores, las opiniones, los juicios, los entusiasmos y las críticas de tantos. Todo
entraba en su corazón y se hacía oración. ¡Cuánta oración surgía de su alma enamorada! Lo leía en sus ojos y
en su rostro. Jesús seguía siendo todo en su vida, su plena felicidad y su entero sufrimiento. Las palabras del
anciano Simeón permanecían siempre presentes en su mente, esculpidas y vividas de continuo en lo íntimo de
su corazón.
Y rezaba –me lo pidió también a mí muchas veces–, rezaba por los apóstoles, para que entendieran a Jesús,
para que le fuesen fieles y lo siguiesen sin falsas expectativas. También rezaba por Judas, pues estaba
preocupada por él desde que Myriam nos dijo que no le gustaba ese apóstol. No seguía a Jesús como los
demás, y además siempre pedía dinero. Llevaba la bolsa, es cierto, para afrontar las necesidades de Jesús y los
suyos cuando se alejaban de Galilea y las mujeres no podían ir con ellos, pero esas monedas nunca le bastaban
y no se sabía dónde acababan. «¿Para los pobres?», se preguntaba intranquila Myriam.

11. LOS PANES Y LOS PECES

Ocurrió en la segunda primavera de la actividad pública de Jesús, y ese día marcó un cambio importante en el
humor de las multitudes y en la actitud de los discípulos. Ese día, Jesús quiso tomar consigo a los apóstoles y
llevárselos a un lugar tranquilo. Acababan de regresar de su experiencia misionera, bastante cansados tras
varias jornadas por aldeas y comarcas, a donde Jesús les había mandado a preparar su encuentro con la gente.
Ahora quería que descansaran un poco y entretenerse con ellos solos para escucharlos e instruirlos. Por ello,
decidió montarse en las barcas e ir a la otra orilla del lago, hacia Betsaida, territorio de la jurisdicción de
Filipo, hermano de Herodes Antipas, que le había robado la mujer a aquél. María quiso que fuese yo también
con ellos, junto a Myriam y Salomé.
Zarpamos de Cafarnaún al amanecer, para que nadie nos viese. María me confió la cesta con los panes recién
cocidos durante la noche, con los quesos, las aceitunas y los higos secos. Myriam y Salomé habían preparado
una hornada de peces asados. Con todo, algunos advirtieron nuestra salida, ya que nos cruzamos con las
últimas barcas de los pecadores que volvían de pescar por la noche y comprendieron nuestras intenciones.
Durante la travesía atacamos las provisiones. El relente del lago y el hambre acumulada, además del aroma de
las viandas, motivaron que el ataque fuese completo. De las provisiones no quedó nada, salvo cinco panes de
cebada que yo llevaba de reserva y dos peces que Myriam había apartado pensando en Jesús.
Ese generoso almuerzo y la parada en medio del lago fueron una auténtica panacea para todos. Aquellos
hombres rudos y gallardos recuperaron el buen humor y la alegría. Jesús los observaba con su mirada
penetrante y llena de afecto, visiblemente satisfecho. Durante el almuerzo se adosó a nosotros la otra barca

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más pequeña, donde iban Salomé y Myriam con Santiago, Felipe y Judas. Éste, llevando la bolsa, siempre se
quedaba cerca de las mujeres, intentando recibir así las máximas limosnas posibles. Jesús tuvo palabras
amables para todos e incluso alguna broma con varios.
Recomenzamos a bogar cantando. Sin duda, no era el mejor modo de pasar inadvertidos. Pero al rato, cuando
ya nos aproximábamos a la orilla, notamos una desacostumbrada animación en la ancha zona herbácea que
rodea al lago. Un gentío variopinto, procedente de todas partes, se aglomeraba a lo largo de la orilla y en la
falda del monte. Llegaban en carretas, en burros o corriendo, llevando consigo enfermos, ancianos y una nube
de niños. No eran solamente los moradores del lugar, sino también grupos de peregrinos de la alta Galilea en
viaje a Jerusalén para la Pascua, que aprovecharon la oportunidad de ver y oír al rabí.
Jesús se quedó perplejo y titubeante. Mandó detener las barcas y pensó quizás en cambiar de ruta y marcharse
a otro sitio. Permaneció inmóvil durante un tiempo, mirando a toda aquella gente que, saludándolo con gestos
festivos, le estaba esperando. Jesús, de pie en la barca, parecía impasible. Al cabo de un rato, nos miró a
nosotros con una cara que delataba honda emoción: delante de Él estaba la humanidad dolorida y extraviada
que lo llamaba y suplicaba: «Ven, Maestro. Te necesitamos. No te vayas». De repente se oyó una voz más
potente:
—¡Jesús, hijo de David, ten piedad de nosotros!
Los apóstoles lo observaban inmóviles, sin palabras. No sabían qué pensar. Me miró también a mí,
sorprendido, como si no recordase que yo también iba a bordo con los apóstoles. Yo no supe sonreírle, como
solía hacer siempre. Estaba allí con mi cesta y por deseo de su Madre. Su cara cambió de expresión, miró de
nuevo a los apóstoles y después a la multitud: el extravío de los discípulos y la dispersión de la gente hablaban
idéntico lenguaje, eran las voces de la pobreza y la miseria humana, que pedían salvación. Además, mi sonrisa
le recordaba a su Madre. Dijo entonces con decisión a los remadores:
—Ánimo, acerquémonos a la orilla.
Al bajar de la barca, Jesús fue tragado por la multitud. Fue una escena conmovedora. Jesús comenzó a andar
lenta y trabajosamente entre medias del gentío: clamaban a Él madres que llevaban en brazos a sus criaturas
deformes o llagadas, paralíticos desde sus carretillas o camillas, ciegos y cojos apoyados en un familiar,
chicos y jóvenes víctimas de trastornos nerviosos, atormentados por convulsiones y por penosas
deformidades, además de parientes y amigos de personas enfermas…: todos tenían algo que pedir.
Innumerables manos tendidas enmarcaban un murmullo ensordecedor de gritos e invocaciones. Jesús pasaba
por medio de ellos y se detenía delante de todos, escuchaba, bendecía, curaba a muchos, sobre todo a los más
pequeños, más pobres y más abandonados.
Pedro, Andrés y los dos primos de Jesús intentaban contener a la multitud, que seguían afluyendo por todas
partes: eran miles. Los apóstoles conseguían con dificultad proteger a Jesús, abriendo un pasillo delante de Él
y buscando atemperar lo mejor posible el asalto de la gente. Él descollaba en medio de todos por su figura alta
y majestuosa, que irradiaba fuerza, pero también mostraba signos de sufrimiento y de honda emoción. Se
paraba sobre todo delante de los niños, los abrazaba, los bendecía y a muchos los devolvía curados a sus
madres.
Ese Jesús que María dio a luz, llevó en brazos y protegió cuando era pequeño e inerme, ahora estaba allí,
rodeado por una multitud implorante, que lo buscaba como maestro y taumaturgo, como médico y como guía.
Y yo no lograba contener la ola de sentimientos que borbotaban dentro de mí. Ese Jesús era la omnipotencia y
la misericordia de Dios, que pasaba por medio de los hombres. De repente me acordé de las palabras salidas
del corazón de María tras el saludo de Isabel: «…Mostró el poder de su brazo, dispersó a los soberbios y
ensalzó a los humildes, colmó de bienes a los hambrientos (…) socorrió a Israel su siervo, acordándose de su
misericordia».

12. EL MILAGRO

Pasaron varias horas y Jesús, acompañado por los apóstoles que, visiblemente agotados y un tanto
contrariados, lo habían seguido entre la gente, llegó a lo más alto de la loma. Hizo entonces un gesto con la

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mano y, cuando la gente se acalló, comenzó a hablar. Su voz sonaba con fuerza y, no sé cómo, todos le oían
perfectamente. Les habló del Reino de los cielos, de la necesidad de cambiar el corazón y la propia vida, de
dar espacio a la fe en Dios, a la confianza en su amor de Padre y en su providencia, que alimenta a los pájaros
del cielo y viste de hierba los campos; pero también de arrancar del corazón todo rencor y rivalidad, todo
pensamiento de venganza y de infidelidad, toda hipocresía y preocupación meramente terrena…, y de muchas
otras cosas.
La gente, aun agotada y extenuada, seguía inmóvil y en silencio, como subyugada. Salomé, Myriam y yo, que
nos hallábamos en el borde la pradera, junto con Santiago, Judas y Natanael, subimos hasta arriba del
montículo, no lejos de Jesús. Un mar de cabezas se extendía debajo de nosotros y al fondo aparecía el lago,
como un espejo. Habían transcurrido muchas horas y el sol se acercaba al ocaso. Myriam y Salomé se dieron
cuenta de que en la multitud algunos daban muestras de decaimiento. Hicieron señas a Pedro y a Andrés, que
se apresuraron a interrumpir a Jesús, indicándole que ya se hacía tarde y la mayoría tenía que volver a sus
casas. Felipe comentó:
—Entre otras cosas, hemos de conseguir algo para cenar.
Pero Jesús le dijo:
—No es necesario. Dadles vosotros de comer.
Los discípulos no comprendieron de inmediato qué quería decir Jesús. De ahí que Felipe, medio en serio
medio en broma, le respondiera:
—¿Hemos de ser nosotros, que desconocemos el lugar, y a esta hora, los que busquemos a quienes nos vendan
pan? Y además, ni doscientos denarios bastarían para repartir un pedazo a tanta gente.
Jesús, cambiando el tono de voz, para dar a entender que hablaba en serio, preguntó:
—¿No tenéis absolutamente nada?
Andrés se fijó en nosotros –nos habíamos aproximado a Jesús– y se acordó de los cinco panes de cebada que
yo llevaba de reserva y de los dos peces que Myriam había guardado. Se lo dijo a Jesús.
—¿Pero con eso qué podemos hacer?, añadió, encogiéndose de hombros.
—Traedlos aquí –respondió Jesús– y decid a todos que se sienten, en grupos de cincuenta. ¡Rápido! Y
conseguid también espuertas.
Andrés corrió a por mi cesta con los cinco panes, mientras los demás intentaban obedecer lo mejor posible el
mandato de Jesús. Lograron abrir tantos pasillos que, al final, la multitud se asemejaba a un conjunto de
parterres esparcidos en un campo de hierba verde. Cuando Andrés le llevó los panes, Jesús se recogió un
instante, alzó las manos, pronunció la plegaria de bendición y, partiendo los panes por la mitad, los depositó
en las diez espuertas que los discípulos habían recolectado de la gente. Y dijo:
—Tomad ahora y repartidlos entre todos.
Los discípulos se quedaron parados, mirando a Jesús dubitativos sobre cómo interpretar su orden. Pero Jesús
no les echó cuentas, sino que tomó los peces, los bendijo, los puso en la cesta y mandó a Pedro y a Juan que
los distribuyeran entre la gente. Entonces, también los demás apóstoles se dirigieron a la multitud y se
percataron de que tenían las espuertas repletas de pan reciente. Comenzaron a repartirlo y, conforme lo hacían,
el pan nunca disminuía en la cesta. Sólo entonces cayeron en la cuenta, al igual que el gentío, de lo que había
sucedido.
Yo me quedé junto a Jesús y observé pasmado. Tampoco Myriam y Salomé, llenas de asombro, podían creer
lo que veían. Por mi parte, no supe contener la emoción y le dije.
—Jesús, gracias. Nunca pensé que llegases tan lejos, nunca imaginé que hicieses esto por nosotros. Me
conmueve por completo ver que estás revelando lo realmente eres, tu identidad profunda, la que mantuviste
escondida en los años en Nazaret. Me parece un sueño estar aquí junto a ti, mirarte, hablarte, ayudarte…
También en Nazaret lo hacía, pero aquí es diferente. En Nazaret éramos compañeros de juegos y más tarde de
trabajo. Aquí estoy a tu lado y colaboro con el Hijo de Dios. ¡Hijo de Dios! En Nazaret lo sabía. Aquí lo veo,
lo toco con mis manos. Realmente, cuando estoy junto a ti, siento al Padre. Cuando te miro, veo al Padre, veo

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su rostro, el rostro de la misericordia y noto su presencia…, aunque luego vuelve insistente la pregunta: ¿qué
será de ti, Jesús mío?
Jesús, que había permanecido callado y como absorto, aunque sin dejar de observar a la multitud, en ese
momento me interrumpió y me dijo con gran cariño:
—¿Qué será de mí? Mira, esta multitud se ha saciado del pan que tú y yo le hemos dado... Sí, también tú.
Pero, ¿qué se necesita para tener pan? Primero hay que sembrar el grano en la tierra, para que muera y así dé
fruto en una espiga abundante. Después hay que segar y trillar las mieses, moler el grano, amasar la harina y
cocerla en el horno. ¡Cuántas veces se lo has visto hacer a mi madre! Mira, pues, lo que será de mí, según la
voluntad de mi Padre: he de ser el grano que, macerado en la tierra, muere, para hacerse el Pan de la
humanidad. No como este pan que hemos dado a la gente, que sirve para la vida terrena, sino el Pan celestial
que nutre vuestra alma para la Vida eterna. A los apóstoles, y también a ti, os confiaré la tarea de distribuir ese
Pan entre los hombres.
—¿Y cómo ocurrirá todo esto?, le pregunté.
—Lo sabrás, lo sabrás –me respondió.Pero ahora levantémonos, que la gente comienza a inquietarse.
La multiplicación de los panes, en efecto, había llenado de estupor a la multitud, que veía –tanto en ese
milagro como en todo lo que Jesús había dicho y hecho ese día– la señal más evidente de su poder y de su
sabiduría. Poseía sin lugar a dudas todas las cualidades para gobernar al pueblo y rescatarlo del estado de
humillante subordinación a los reyes extranjeros sucesores de Herodes. Alguien comenzó a gritar:
—Tú eres el hijo de David, el profeta que ha de venir. Tú serás el rey de Israel.
En un instante, el entusiasmo se propagó a toda la muchedumbre. Al fin y al cabo, el pan, tan imprevisto y
abundante, había hecho olvidar a todos el cansancio y la preocupación de regresar a sus casas.
Jesús, viendo que los ánimos se inflamaban peligrosamente, nos encargó a Felipe, a Natanael y a mí que
acompañásemos a Salomé y a Myriam a Betsaida y pasáramos allí la noche. A los demás les mandó recoger
los trozos de pan desperdigados por el suelo, embarcarse rápidamente y cruzar a la otra ribera del lago. Él se
ocuparía de la multitud. Pedro, Andrés y Juan se resistieron de inmediato: no se resignaban a marcharse
dejando a Jesús solo entre toda esa gente. Pero Jesús fue drástico y reiteró su orden en un tono que no admitía
desacuerdo. Pedro se marchó refunfuñando, pero luego, suponiendo que Jesús se vendría a Betsaida con
nosotros, recogió los cestos y se dirigió con los otros a la orilla.
Nosotros, con las mujeres, nos apresuramos en tomar el camino hacia Betsaida. Antes de adentrarnos en los
campos, nos paramos a ver cómo se desenvolvía la situación para Jesús. Aparecía rodeado por los más
encendidos defensores de su proclamación como rey de ese reino del que había hablado poco antes. Jesús los
trató con paciente firmeza, usando la autoridad que ya había mostrado en las circunstancias más
comprometidas. Lo vimos así avanzar por medio de ellos, ganar la cima de la loma y desaparecer entre los
olivos y palmeras. La multitud, un tanto decepcionada, comenzó a desperdigarse y muchos tomaron dirección
a Betsaida, como nosotros. Llegamos allí poco antes de anochecer. Natanael y Felipe se quedaron en la casa
paterna de este último. Myriam, Salomé y yo pernoctamos en casa de Zebedeo.
Dimos gracias a Dios por una jornada tan intensa y llena de maravillas, así como por el lecho y el descanso
nocturno, que en aquel momento era para nosotros el regalo más deseado y valioso. Sólo Myriam intentó
mantenerse despierta un tiempo, pensando que Jesús vendría a Betsaida. Pero no hubo traza alguna de Él.
Tampoco a la mañana siguiente hubo noticia alguna. Por eso Natanael y, sobre todo, Salomé, que estaba
preocupada por sus hijos, decidieron salir enseguida hacia Cafarnaún.

13. EL PAN BAJADO DEL CIELO

Llegamos a Cafarnaún a mediodía, justo a tiempo de asistir al epílogo un tanto penoso de una amarga
peripecia. Según entramos en la ciudad, nos tropezamos con pequeños grupos que venían de la sinagoga
propalando duras críticas contra Jesús, por lo que nos percatamos de que había ocurrido algo desagradable.

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María me lo contó más tarde. Se había enterado de las encendidas disputas de Jesús con el gentío que
aguardaba su regreso de la travesía del lago. Jesús les prometió otro pan, mucho más importante que el pan
distribuido el día anterior, e incluso más valioso que el mismo maná que Dios proporcionó a su pueblo en el
desierto. Este pan, necesario para la vida eterna, sería su mismo cuerpo sacrificado por nuestra salvación. La
reacción de la multitud fue inmediata, pero aún más dura fue la protesta de los fariseos, que sacaron a Jesús de
la sinagoga para discutir con Él ante el pueblo y desacreditarlo así en público. Y desgraciadamente lo
lograron. El entusiasmo de la gente se transformó en sospecha, desconfianza y, por último, en rechazo. Se
fueron casi todos.

Cuando llegamos nosotros a la sinagoga, la encontramos casi vacía. Estaba Jesús con los apóstoles y algún
que otro discípulo. Sus rostros mostraban desilusión. Permanecían callados, pues no tenían palabras para
manifestar su desconcierto o para preguntar. Hasta Jairo, el jefe de la sinagoga, que tenía gran aprecio e
inmensa gratitud a Jesús porque unas semanas antes le había devuelto viva a su hija de doce años, se hallaba
como ido e incómodo. Quería excusarse con Jesús, pero no sabía qué hacer o qué decir. Sólo Pedro rompió
finalmente el silencio y, con las manos en la cabeza, se dirigió a Jesús casi llorando:
—Maestro, ¿qué has hecho? ¿Por qué has dicho esas cosas tan extrañas, tan difíciles, tan molestas? Al menos
podías haberles dado una explicación. Has echado todo a perder. Ya no te creerán.
Jesús no respondió nada, sino que posó sobre cada uno su mirada llena de fuerza y de afecto –jamás la
olvidaré–, que llegaba hasta el corazón y parecía preguntarles: «Por tanto, ¿ya no os fiáis de mí?». Luego,
poniéndose serio, casi severo, y mirando fijamente a Judas, comentó:
—¿También vosotros queréis iros?
La pregunta llegó inesperada y provocadora, pero ya la mirada los había alertado. Pedro, vuelto hacia sus
compañeros como para darles a entender que hablaba también en su nombre, dijo:
—Señor, ¿a quién iríamos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocido que
eres el Santo de Dios.
Esa respuesta fue para mí, al igual que para los demás, como la liberación de una pesadilla. Me colmó de paz
y de alegría. Salí de la sinagoga y corrí adonde se hallaba María. Me urgía verla y relatarle todo lo del día
anterior, y deseaba que ella me dijera qué había ocurrido. Me acogió con su habitual sonrisa, amabilísima; me
preguntó enseguida por Salomé y Myriam, y si todos estaban bien. Luego quiso contarme lo que Jesús había
dicho de sí mismo a la gente, lo de su cuerpo como un pan vivo que da la vida eterna. Me acordé entonces de
lo que Jesús me había comentado el día anterior, mientras los apóstoles distribuían el pan, y María quiso que
se lo repitiese.
En ese momento me dio un abrazo materno, como cuando era niño. Sentí el calor y la ternura de sus brazos y,
pegando mi cabeza a su pecho, oí los latidos de su corazón, latidos fuertes y suaves como sus palabras de
cariño.
—Hijo mío, hijo mío –comenzó, y su voz era como una bella melodía en mi alma–, así es como tiene que ser.
No lo abandones nunca. No siempre logramos comprender sus palabras, pero siempre podemos comprenderle
a Él. Comprender a Jesús, a nuestro Jesús: esto es lo fundamental. El sentido de sus palabras no lo hallarás en
el lenguaje de los hombres. Sus palabras son espíritu y vida. Pretender que tengan el mismo valor y
significado que nuestras palabras humanas supondría falsear su verdad. Aunque nuestra mente no las entienda,
nuestra fe las acepta.
Te repito, hijo mío, lo que te he dicho tantas veces: Jesús no engaña. Debemos fiarnos de Él; si no, no
podremos seguirlo. Y esto no debe suceder, porque hemos dejado todo por seguirlo. No sabemos bien qué
suerte le aguarda, pero no podemos dejar de seguirlo. Ciertamente, un grano que muere en la tierra puede
amedrentarnos, pero si luego pensamos que se hará pan para que vivamos, entonces nuestro pobre corazón
sabrá aceptar incluso lo que nuestra mente no logra entender.
Hijo mío, Dios –el Padre, como lo llama Jesús– puede hacer brotar la vida de la muerte. En la tierra domina la
muerte, que es el compendio de todos los males, pero el Padre es el Dios vivo, el Señor de la Vida. Si Jesús ha
dicho que el Padre lo ha enviado con la misión de hacerse Pan de vida eterna para todos los hombres,
entonces, aunque haya de sufrir el sacrificio y la humillación del grano, hemos de llenarnos de gratitud y de

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júbilo, quererle todavía más y estar más cerca de Él, dispuestos a compartir su suerte, al igual que intentamos
compartir ahora su vida.
Hijo mío, tú conoces a Jesús desde hace muchos años. Él quiere para ti un bien inmenso, y cuando ha hablado
del Pan vivo pensaba también en ti. Un día…
Y aquí se paró, al ver que Salomé, Myriam y todos los demás regresaban de la sinagoga. Llegaban algo
cabizbajos todavía, pero no tristes. Venían a saludarla, a recoger algunas provisiones para luego irse de
Cafarnaún, a pesar de que ya era tarde. Jesús había manifestado la intención de dejar por un tiempo Galilea y
retirarse al territorio de Tiro y Sidón.
En cuanto a mí, toda la tarde me volvieron a la mente las palabras de María sobre el «Pan vivo». Al
acostarme, no lograba dormirme y me encontré continuando en mi corazón el diálogo con María, interrumpido
por la llegada de las mujeres.
«Madre mía –le decía–, rememoro la escena que tantas veces se repitió en nuestra casa de Nazaret: molías con
paciencia el grano seco, amasabas la harina y añadías la levadura que conservabas de la hornada anterior,
preparabas los panes y los cocías en el horno. Una delicia. Sin embargo, ahora es un pan distinto el que espera
ser metido en el fuego, un pan que tú preparaste en tu vientre virginal y forjaste con tus manos maternales.
Pero, ¿con qué fuego se cocerá este Pan divino?…
Desde hace año y medio Jesús recorre Galilea enseñando, iluminando con su palabra la mente y el corazón de
innumerable gente; enfervoriza, consuela, perdona, libra de los demonios, cura a enfermos de todo tipo de
mal; ha resucitado al hijo de una pobre viuda de Naín y a la hija de Jairo aquí en Cafarnaún; y ha realizado
muchos otros gestos de bondad, de sabiduría y hasta de poderío… ¿Cómo es posible, Madre mía, que todo
esto no diga ahora nada a la gente? Muchos discípulos lo han abandonado, los fariseos y los jefes le replican y
le persiguen, y los apóstoles le siguen, pero discutiendo entre ellos. Movidos por interés o por alcanzar gloria
humana, hasta los parientes, a los que tú has intentado aconsejar, apaciguar y tranquilizar con admirable
paciencia, no logran entenderle e incluso te han obligado a ir con ellos para convencer a Jesús de que asuma
sus criterios y proyectos humanos. ¿Por qué cuesta tanto creer en Él, por qué es tan difícil entenderle?».

«¿Qué será de ti, Jesús?». Aquella noche, esta pregunta rondó continuamente por mi mente, hasta que me
venció el sueño.

14. UNA SINGULAR REUNIóN FEMENINA

Al día siguiente, el pequeño grupo de mujeres más cercanas a Jesús y a los apóstoles se reunió con María en
casa de Salomé. Eran Myriam, Salomé, Juana, Susana y María de Magdala. Se hallaban muy amargadas por
los acontecimientos de los días precedentes y necesitaban nuevos ánimos o, en cualquier caso, desfogar su
amargura y recibir algún oportuno consejo de la Madre de Jesús.
La defección de muchos discípulos, la incomprensión de las gentes y la reacción negativa de los habitantes de
Cafarnaún les parecían un auténtico fracaso, lo opuesto no sólo a sus expectativas, sino también a los
prometedores inicios de la actividad pública de Jesús. Las más habladoras eran Myriam y Salomé, que
acusaban las reacciones y el humor de los apóstoles más que las otras. También ellas estaban algo perplejas
ante ciertos comportamientos de Jesús y no los compartían. Al igual que apóstoles, deseaban que Jesús saliese
a descubierto y tomase resueltamente la iniciativa ante el pueblo y sus jefes, conforme a las expectativas del
mesianismo en boga en esos momentos. Sus impaciencias se justificaban asimismo en el hecho de que sus
hijos formaban parte del grupo de los apóstoles y, por tanto, tenían un interés más directo en los éxitos y
fracasos de Jesús.
Juana, en cambio, sugirió dirigirse más bien a cuantos habían sido sanados por el Señor: eran decenas y
decenas, y podrían alzar su voz para manifestar públicamente el bien recibido de Jesús. El favor popular
respecto a Jesús crecería sin duda y Él podría obrar con mayor libertad y eficacia.

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Susana, que por su posición social estaba al corriente de los rumores y opiniones que serpeaban en círculos
políticos, intervino para alertar a todas del riesgo de dar pasos en falso que comprometieran la posición y la
suerte de Jesús. Los tiempos eran difíciles y se habían encendido demasiados focos de inquietud política en
muchas partes de Galilea y de Samaria. Respecto a los curados por Jesús, casi todos pertenecían a sectores
sociales que contaban bastante poco. La mayoría eran pobres, desheredados y marginados, que no tenían peso
alguno ante las autoridades, incluso religiosas. En los ambientes de la sinagoga se detectaba, en cambio, una
creciente hostilidad hacia Jesús, y eran muy pocos todavía los que disentían de tal actitud.
La única que no intervino en la conversación fue María de Magdala. No dijo una sola palabra. Escuchaba las
distintas observaciones de las mujeres como ajena, se la veía completamente ausente, alejada, ocupada en
otros pensamientos. Además, era una recién llegada y no estaba suficientemente al tanto de la situación y de
los problemas que acarreaba.
Por otra parte, la intervención de Susana enfrió las iniciativas sugeridas por las otras mujeres, las cuales, no
sabiendo qué decir, se volvieron en silencio a María, con evidente deseo de conocer su pensamiento. María
dejó pasar un minuto y luego, mirándolas a todas con gran afecto y comprensión, comenzó:
—Queridas mías, hace más de una año que Jesús recorre Galilea y las regiones vecinas enseñando y haciendo
el bien a todos. A los ojos de la gente aparece como un rabí, un maestro cuya palabra da luz y seguridad,
consuelo y esperanza, pero que también sacude y exige. Aparece asimismo como un guía, porque hace mucho
tiempo que no hay profetas entre nosotros y la gente ya no sabe cuál es el camino de Yahvé. Aparece como un
médico que cura toda enfermedad y vence a las fuerzas del mal expulsando demonios, por lo que Dios está
ciertamente con Él. Ahora bien, ¿quién está detrás de todo esto? ¿Quién es Jesús en realidad? ¿Por qué el
Cielo ha querido que se llame Jesús? ¿Y qué es lo que intenta llevar a cabo en favor del pueblo de Israel?
Cada una de estas preguntas fue seguida de una breve pausa de silencio. Y con su voz habitual, llena de
afabilidad y fuerza persuasiva, continuó:
—Queridas mías, Jesús cura las enfermedades, pero no ha venido para expulsar las enfermedades de la faz de
la tierra. Enseña y anuncia a los pobres la buena noticia, pero no ha venido para emancipar a los pobres de su
estado de esclavitud. Jesús aplaca los vientos y tempestades, pero no ha venido para ponernos a salvo de las
catástrofes naturales. Jesús ha multiplicado panes para miles de personas, pero no ha venido para resolver el
problema del hambre o para dispensarnos del trabajo de proveer a nuestro sustento. Jesús no es el que la gente
se espera. El otro día Jesús regañó a todos los que le buscaban, porque le buscaban por haber visto signos,
pero no habían sabido interpretar su sentido. Todos los gestos y milagros de Jesús son ‘signos’, pero es preciso
saber leerlos. Esto es lo que tenemos que pedir a Dios.
Sé que Jesús dará cumplimiento a su misión en Jerusalén. No sé cómo, pero será un cumplimiento doloroso,
difícil de entender y de aceptar. Jesús necesita nuestro cariño, nuestros cuidados y servicios, pero sobre todo
necesita nuestra fidelidad, una fidelidad a toda prueba, aunque no comprendamos. Hay un solo modo de
comprender: amarle a Él y amar lo que Él ama, y querer lo que Él quiere. ¿Estamos decididas a seguirlo a
fondo, hasta el final, a serle fieles como Él es fiel a la voluntad del Padre?
La pregunta quedó en el aire, sin respuesta. Por lo demás, María dio por descontado su asentimiento y pidió a
la Magdalena que trajese un poco de agua fresca para todas, pues comenzaba a apretar el primer calor
veraniego. Magdalena ni se inmutó y de un salto fui yo quien se acercó a traer las jarras que estaban en el
atrio.
Magdalena, sentada junto a la madre de Jesús, se había quedado como embelesada o sojuzgada por las
palabras de María: las había seguido sin pestañear, como le sucede a una persona enamorada. A Magdalena no
le interesaban los problemas que tanto agobiaban a las otras mujeres, sino sólo conocer y seguir a Jesús, para
poder servirlo y amarlo. Había llegado a la casa de Susana en Cafarnaún pocas semanas antes, tras ser liberada
por Jesús de una penosa condición, de toda una vida de sufrimientos y… de pecado.

15. MARíA DE MAGDALA

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Nacida en Magdala, María quedó huérfana en la preadolescencia. Su naturaleza ardorosa y apasionada la
había hecho inquieta, sedienta de vida y de cariño. Su belleza era a la vez inocente y provocadora. Sus ojos
deslumbraban, pero no se fijaban en nada: huían de continuo, como escondiéndose. Ocultaban, en efecto, una
fragilidad interior, que buscaba ayuda y necesitaba protección. Desde joven tuvo que aprender de la vida a
defenderse, haciéndose involuntariamente desenfadada. Pero todo era apariencia. En realidad seguía siendo la
niña deseosa de cariño y con necesidad de amar.
Hasta su belleza, que parecía agresiva, ocultaba una sencillez inerme, una autenticidad que tendía a la entrega
total de sí misma. Había buscado el amor con pasión, pero sólo halló pasión sin amor. Por eso los hombres la
decepcionaron, y por eso mismo nunca logró comprometerse totalmente con ninguno. Una suerte de nobleza
interior –la nobleza propia del amor auténtico–, a la par que un sentido innato de su dignidad de mujer, la
impidieron abandonarse a la pasión de otros y al engaño de los aventureros del amor. Todo esto, sin embargo,
la dejó profundamente herida y humillada.
Al límite de la desesperación cayó en una red de mujeres pitonisas que, con sus artes adivinatorias, se hacían
de oro con los extranjeros –griegos y romanos– residentes en el territorio de Tiberíades. María, con su
atractivo, sus dotes de trato humano y su apasionamiento, incrementó las ganancias de sus astutos jefes. Y así,
primero quiromante, después adivina y finalmente medium, se vinculó cada vez más con el mundo de la
magia y de las prácticas espiritistas. No obstante, su nueva condición chocaba frontalmente con su ansia de
verdad y de amor, el auténtico, que sobrevivía en el fondo de su conciencia. Esta íntima herida le provocó una
neurosis convulsiva, con explosiones violentas y comportamientos disociados que mostraban su
desesperación, pero que eran interpretados –y quizás en parte lo eran– como momentos de obsesión
demoníaca o fenómenos de ocultas influencias espiritistas.
Así las cosas, pasando un día cerca de Magdala, Jesús oyó hablar de ella y, ante la sorpresa y la preocupación
de los discípulos, quiso conocerla. María, por su parte, ya había oído hablar del profeta de Nazaret, de su
poder, de su bondad y de su atracción sobrenatural; y en su corazón soñaba con encontrárselo, porque sólo un
profeta, un hombre de Dios, podría librarla de su desesperación.
Jesús se quedó fuera de Magdala y encargó a Pedro y a Juan que fueran a llamar a María. Llegó escoltada por
dos brujas y, al ver a Jesús, comenzó a estremecerse de arriba abajo con convulsiones violentas e
incontenibles, se puso después a balbucir monosílabos como si fuesen sollozos y, cubriéndose la cara con las
manos, cayó a los pies de Jesús. Jesús la observó en silencio mientras ella seguía temblequeando en el suelo,
presa de sollozos y convulsiones. Consternados, los presentes se dispusieron en círculo en torno a Jesús y a la
mujer. Al poco, Jesús se inclinó levemente hacia la mujer y la llamó con énfasis por su nombre:
—¡María!
Fue como un electroshock: la mujer cesó inmediatamente de temblar y de balbucir, se puso lentamente de
rodillas y dirigió a Jesús su cara llena de sudor y de polvo. Entonces Jesús la miró con ternura y la sonrió.
—Jamás hombre alguno me había mirado así, me comentó un día, al contarme su historia.
Jesús continuó:
—Ten confianza, hija, siete demonios atenazaban tu alma. Pero no temas, pues la misericordia divina te ha
salvado. Eres libre de tu mal. Vete en paz.
Ante estas palabras, María, encorvándose hasta el suelo y abrazando los pies de Jesús, exclamó entre lágrimas:
—¡Maestro! ¡Maestro mío, Maestro mío! No me abandones. No permitas que siga aquí, donde no tengo a
nadie y donde ya no puedo vivir. Jesús, Maestro mío, ¡ten piedad de mí!
Jesús dejó estar y luego indicó a Pedro y a Juan que la ayudaran a levantarse. Cuando se puso en pie, María
miró a Jesús y emitió un inmenso suspiro, a la medida de su liberación interior. Incluso su belleza, tras los
vestidos polvorientos y descompuestos y bajo una cabellera revuelta y mojada por el llanto y el sudor, era una
belleza nueva, auténtica, emergida del fondo de su alma, en donde dolorosos avatares la habían mantenido
atrapada hasta entonces. Decididamente era otra persona, la que ella deseaba y nunca había podido ser.
Las dos brujas se marcharon sin ruidos ni protestas. Se quedaron Jesús, los apóstoles y varios discípulos. Jesús
encargó a Pedro y a Juan que llevaran a María a casa de Salomé y de Myriam, indicándoles que Juana cuidara
de ella. Camino de Cafarnaún, María cogió de la mano a Juan y de cuando en cuando le miraba como si fuese
un hermano, casi como un hijo. Por vez primera en su vida experimentaba el atractivo de la inocencia y la

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belleza del cariño, a la par que pregustaba la ternura de la maternidad. En Cafarnaún, las mujeres se
encargaron de atender a María –Magdalena, como enseguida se la llamó–, mientras la Señora se dedicó a su
formación espiritual, iniciándola en la oración, en la meditación de las obras de Dios y, sobre todo, en el
conocimiento de Jesús.
Magdalena se mostraba insaciable de noticias relativas al Maestro y poco a poco se llenaba cada día más de
amor hacia Él. No era solamente un amor de agradecimiento o de admiración por lo recibido, sino un amor de
amor. Su entera personalidad apasionada y generosa encontró su orientación y su cauce en las palabras y
consejos de María, que la mantenía a su lado como una hija.

Hacia Judea

16. EL TABOR

María había dicho a las mujeres que Jesús consumaría su misión en Jerusalén, cumplimiento doloroso y
humillante que pondría a prueba nuestra fe y nuestra fidelidad. La confirmación de estas palabras de María
vino del propio Jesús. En los meses posteriores a la primavera de ese año –al cabo de más de un año y medio
de iniciar su actividad–, Jesús quiso dedicarse más intensamente a sus apóstoles y pasó más tiempo a solas con
ellos. De ahí que de vez en cuando viajase fuera de Galilea, para alejarse de las multitudes y compartir su
tiempo más sosegadamente con sus apóstoles. A ellos precisamente comenzó Jesús a manifestarles su
intención de trasladarse a Judea y después a Jerusalén, para encontrarse oficialmente con los jefes del pueblo.
Juan nos contó algunos episodios ocurridos durante su permanencia fuera de Galilea, en el territorio de Tiro y
Sidón. Jesús reveló explícitamente a los apóstoles su identidad y afirmó por boca de Pedro que era el «Santo
de Dios», el Mesías. Después añadió que se aproximaba el momento en que se dirigiría a Jerusalén, donde los
jefes del pueblo intentarían matarlo e incluso lo lograrían. Sin embargo, Juan y todos los demás estaban
firmemente convencidos de que saldría vencedor en el duro enfrentamiento con sus adversarios.
Una experiencia fulgurante, que quedó para siempre en la memoria de los tres afortunados testigos, contribuyó
a corroborarles en esta convicción. Al llegar a las cercanías del monte Tabor, en vez de proseguir hacia
Cafarnaún, Jesús decidió hacer una parada y, como era su costumbre, quiso pasar la noche en oración arriba
del Tabor. No subió solo, sino que se llevó consigo a Juan, a su hermano Santiago y al habitual Pedro.
Llegaron a la cima del monte ya de noche. Santiago llevaba en su macuto algo de pan, fruta fresca y un
pequeño odre con agua: tras un día de caminata, que hizo más larga y fatigosa la subida del Tabor, no era
mucho para cenar. Se repartieron la comida entre los tres apóstoles, pues Jesús rehusó su parte. No habían
llevado ni tiendas ni mantas, ya que se trataba de pasar la noche en vela de oración. Una luna grande y rojiza –
era el plenilunio del mes de Elul (agosto)– salía tras los montes de la Decápolis; su claridad podía ayudarles a
dominar el sueño.
Comenzaron recitando con Jesús algunos salmos de alabanza y de adoración. Luego Jesús guardó silencio, se
concentró en sí mismo como hacía siempre, y se metió en una oración más intensa y fervorosa de lo habitual.
De cuando en cuando salía de sus labios la invocación: «¡Padre!». Unas veces con tono de súplica, otras con
acento de conmovedora intimidad, otras más con suspiros de paciente abandono, y otras aún con fuerza,
reiterando la invocación varias veces seguidas: «¡Padre, Padre, Padre!».
En cierto momento comenzó para los tres apóstoles la dura batalla contra el cansancio y el sueño. El más
resistente fue Santiago, y el que menos él, Juan. Pedro no quería que se le notara y camuflaba sus cabezadas
con intentos de cambiar de postura. Pero la lucha se revelaba desigual. Estaban ya a punto de caer redondos
cuando un fortísimo resplandor rasgó la tenue claridad de la noche. Para los tres, lo que contemplaron a
continuación sigue siendo indescriptible e inolvidable: Jesús se mantenía como suspendido en el aire, envuelto
en una luz sin parangón con cualquier luz de este mundo. De su rostro emanaba un esplendor semejante al del
sol, pero que no cegaba. Es más, era como un río de luz que entraba en el alma y la inundaba de felicidad.

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Jamás habían experimentado un bienestar físico y espiritual tan intenso, tan completo y total. Los mismos
vestidos de Jesús eran luminosos, más blancos que la nieve: era como si Jesús estuviese vestido de luz. En
suma, era Él, Jesús, pero ya no era Él, sino un Jesús celestial y no de este mundo.
Los tres se quedaron como fulminados, sin palabras: no entendían qué estaba pasando. De repente aparecieron
junto a Jesús dos personajes: el primero, de porte imponente, con sus cabellos blancos y su larga barba; el
segundo, flaco, con cabellera castaña peinada con raya central y perilla corta en el mentón. Comenzaron a
hablar con Jesús y se oían perfectamente las palabras, pero no la voz: eran palabras sin sonido. El primer
personaje conversó con Jesús sobre la próxima Pascua: sería la Pascua definitiva. Exultó al pensar que el
pueblo elegido, liberado en su día de la esclavitud de Egipto, estuviese ahora a punto de ser liberado, junto con
toda la humanidad, de la esclavitud del Maligno. Además, la alianza de Dios con Israel, sancionada en las
tablas de la Ley, sería renovada para toda la eternidad por el sacrificio de Jesús y sellada con su sangre.
Intervino a continuación el segundo personaje, quien saludó a Jesús como el Cordero de Dios, el que quita los
pecados del mundo, el que expulsaría la idolatría del corazón de los hombres, el que con su muerte encendería
el fuego en la tierra y enviaría a su Espíritu.
Juan relataba las palabras de la conversación, pero mostraba que ni él ni los otros dos apóstoles habían
comprendido su significado. Con todo, los tres se dieron cuenta de que los interlocutores de Jesús eran Moisés
y Elías. Cuando ambos personajes dejaron a Jesús, Pedro temió que también Jesús se marchara. Por eso, gritó
instintivamente:
—Señor, ¡qué bien se está aquí! Haremos tres tiendas, una para cada uno: para ti, para Moisés y para Elías.
Pedro hablaba casi balbuciendo, embargado por una fuerte emoción que le impedía razonar. No tuvo tiempo
de repetir su propuesta, pues una nube toda ella luz y esplendor los envolvió, a la par que resonó una voz clara
y potente:
—Este es mi Hijo predilecto: ¡escuchadlo!
Juan suspendió por un instante su relato: le parecía estar reviviendo esos momentos terribles a la vez que
gratísimos. Ante aquellas palabras, él y los otros dos apóstoles sintieron que las fuerzas se les venían abajo, les
invadió una sensación de gran temor y se hallaron tirados en el suelo como golpeados brutalmente.
Permanecieron así cierto tiempo. ¿Cuánto? Juan no sabía decirlo. De pronto notaron que la mano de Jesús se
posaba sobre ellos y que el Maestro, con su voz de siempre, les decía:
—¡Ánimo, no temáis! Soy yo, alzaos.
Los tres se levantaron lentamente, echando un vistazo a su alrededor: todo había acabado y Jesús se hallaba a
su lado. Los observaba con una mirada profunda y llena de afecto. Ellos no sabían qué decir, pues tenían
todavía la mente confusa, como si despertasen de un sueño increíble. Sólo sintieron en el ánimo una sensación
de gran paz y una alegría nueva, diferente. La luna ya se ocultaba y hacia oriente las primeras luces del alba
estaban apagando las estrellas del cielo turquesa. El éxtasis, que les pareció un instante, había durado en
realidad toda la noche.
Permanecieron mucho tiempo callados, intentando recuperarse de la singular experiencia. Al salir el sol
recitaron con Jesús los salmos matutinos y de alabanza. A continuación comenzaron a bajar del monte. Fue un
descenso lento, con paradas frecuentes, durante las cuales Jesús intentó explicarles varias profecías referentes
a Él, contenidas en los libros de Moisés y de los profetas. Sin embargo, ellos no lograban seguirlo, porque la
extraordinaria experiencia vivida esa noche dominaba su mente y su corazón. Al final, Jesús les ordenó
taxativamente que no contasen a nadie la visión, hasta que Él no resucitase de entre los muertos.
Pese a que su ánimo estaba ya saturado de interrogantes y preguntas, aquella expresión de Jesús –«resucitar de
entre los muertos»– acrecentó aún más su desconcierto. ¿Qué pretendía decir Jesús con esas palabras? Pero
cualquier deseo de pedir aclaraciones ya había decaído en su ánimo. Además, habían llegado al pie del monte,
donde los demás discípulos les aguardaban junto con varios parientes y conocidos de un chico epiléptico, al
que ellos no habían logrado sanar por mucho que invocaron el nombre de Jesús.

Juan acabó su relato dándonos a entender que todo lo dicho debía quedar rigurosamente entre nosotros,
conforme al deseo expreso de Jesús. Si había decidido contárselo a su madre, Salomé, y a todos nosotros, era

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porque una cosa estaba ya clara: Jesús era el Mesías y se enfrentaría cuanto antes a las autoridades de
Jerusalén para instaurar el reino mesiánico. Los otros asuntos de los que había hablado Jesús –la muerte, la
cruz, la resurrección…–, se referían sin duda a cuestiones que, además de extrañas, eran incluso hipotéticas.

17. HACERSE NIñOS

Salomé siguió el relato de Juan con particular atención. Se la veía asaltada por muchos pensamientos. Para
poder hablar a solas con su hijo, quiso acompañarlo a casa de Pedro, donde los apóstoles se hallaban reunidos
con Jesús. En aquellos días, Jesús intentaba transitar casi de incógnito por senderos secundarios, dando gran
libertad a los apóstoles, pero conservando la casa de Pedro como punto de referencia donde reunirse.
Tras irse Salomé, María sugirió que también nosotros nos trasladáramos a casa de Pedro, entre otros motivos
para llevar algunas provisiones y otros objetos personales de Jesús y de los apóstoles. Nos fuimos Myriam,
Magdalena y yo con el pequeño Jonatán, el benjamín de la criada de Juana, que se había encariñado mucho
con Myriam.
Llegamos a casa de Pedro cuando ya todos los apóstoles estaban reunidos. Hablaban animadamente entre
ellos, contándose episodios interesantes de los días de su misión apostólica. No obstante, al grupo en que se
hallaban Andrés y Judas Iscariote se le veía un tanto agitado, con cierto aire de pelea. Jesús, tras convocar a
todos, preguntó a Andrés el motivo de la discusión. Andrés se escamoteó, tratando de ocultar su enfado.
Intervino Felipe, gran amigo de Andrés, dando a entender que, ante una provocación de Judas, habían
discutido sobre cuáles de ellos deberían ocupar los primeros puestos.
Enmudecieron todos, porque sabían que el asunto provocaría un severo reproche del Señor. Esta vez, en
cambio, Jesús mostró gran paciencia y comprensión. Se limitó a decir que los criterios se vuelven del revés:
quien entre ellos se creyera más grande, que se considerase el más pequeño y fuese servidor de sus hermanos.
Este vuelco es fruto de la humildad y requiere conversión, porque en el Reino de los Cielos no se nace niño,
sino que uno se hace tal. Hacerse niños y servir a los hermanos: he aquí los dos criterios que Jesús quiso
esculpir en el corazón de sus discípulos aquella tarde en casa de Pedro. Lo hizo con un gesto inopinado y
emocionante, así como mediante una parábola sumamente eficaz.
En efecto, tras unos instantes de silencio, Jesús se levantó, fue hacia Myriam y cogió en brazos al pequeño
Jonatán. Se puso en medio de todos, miró alrededor y dijo, mostrando a Jonatán:
—Para entrar en el Reino de los Cielos hay que hacerse como este niño.
Se sentó con Jonatán en sus rodillas, lo abrazó tiernamente y continuó:
—Recordad que quien acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí.
Todos, en silencio, mantenían sus ojos fijos en un Jesús absolutamente inédito, transformado en un
cariñosísimo papá.
Repentinamente su cara se entristeció y, con tono severo, dijo, pronunciando con fuerza las palabras:
—¡Ay de quien haga mal a uno de estos pequeños! Sería mejor para él que le arrojasen al mar con una piedra
de molino atada al cuello, para impedir que nunca más salga a flote. Guardaos de despreciar a uno de estos
pequeños, porque os digo que sus ángeles darán testimonio de ello ante mi Padre que está en los cielos. Más
aún, si hay algo que te obstaculiza o impide hacerte niño delante de Dios, sea acaso una mano, un pie o un ojo,
no lo dudes: córtatelos o sácatelo, porque mejor es entrar en el Reino de los Cielos con una sola mano, o con
un solo pie u ojo, que acabar en la Gehenna con dos ojos, dos manos o dos pies.
Repitió varias veces estas palabras, mientras abrazaba con fuerza al niño entre sus brazos. En contra de su
habitual vivacidad, Jonatán se dejaba abrazar y se mantenía tranquilamente pegado al pecho de Jesús. Yo me
había situado en un rincón, junto a Myriam y Magdalena, y con ellas, visiblemente conmovidas, estaba
gozando con la escena: por un lado Jesús con el pequeño Jonatán y, enfrente, los apóstoles, hombres hechos y
derechos, pero todavía llenos de presunción y ganas de afirmarse, a quienes la invitación a hacerse niños no
les sonaba bien y, en cualquier caso, les planteaba dificultades prácticas o de interpretación que los dejaban

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perplejos. Se trataba de cambiar de mentalidad, además de escala de valores, lo cual exige incluso un no
pequeño esfuerzo psicológico.
Mi pensamiento se fue en ese momento a María. Imaginé su alegría cuando le contara la escena de Jesús con
Jonatán, pero sobre todo vi en ella la ayuda más eficaz para llevar a cabo la conversión que Jesús nos pedía.
Pensé que, junto a ella, se comprende más fácilmente nuestra dimensión de criaturas. Su maternidad nos
recuerda que provenimos del amor de Dios, que no podemos nada sin Él, porque todo lo hemos recibido de su
omnipotencia y todo procede de su misericordia. María es el camino más fácil para hacerse pequeños y dejarse
llevar de la mano por Dios, y vivir así nuestra vida con mentalidad de hijos.
Entre tanto, aprovechando un momento de pausa, Juan, que estaba junto a Salomé, su madre, llamó la atención
sobre algo que aparentemente era un problema de competencias, pero que en realidad ocultaba una actitud de
celos y de envidias. Se habían tropezado con unos que expulsaban demonios en el nombre de Jesús y se lo
habían recriminado, «porque –decía– no eran de los nuestros». Jesús reaccionó de inmediato, afirmando que lo
bueno, provenga de donde provenga, siempre es bueno y sirve para difundir el Reino de Dios. En cambio,
debían evitar la envidia y el sectarismo. Todos hemos de aprender de la bondad paterna de Dios que, como
Buen Pastor, va en busca hasta de una sola oveja descarriada, porque no quiere que se pierda ni uno solo de
sus más pequeños.
La pregunta de Juan proporcionó a Jesús la ocasión para una serie de enseñanzas sobre el amor fraterno y el
perdón recíproco. Lo interrumpió Pedro con una pregunta a quemarropa:
—Señor, ¿cuántas veces debo perdonar a uno si me ofende? ¿Hasta siete veces?
—No, Pedro, sino hasta setenta veces siete, porque para perdonar no debe haber límites.
En ese momento Jesús cogió a Jonatán, lo bendijo, le besó en la frente y lo dejó en el suelo. Jonatán le sonrió
y corrió hacia Myriam. Jesús se sentó de nuevo, apoyó las manos en las rodillas y, mirando a Pedro y a los
demás, comenzó:
—El Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso pedir cuentas a sus siervos. Uno de estos le debía
diez mil talentos, pero no podía pagar. Como compensación, el rey indicó que fuese vendido como esclavo,
junto con su familia y todos sus bienes. Entonces aquel siervo se echó a los pies de rey, suplicándole que
tuviera paciencia con él y que haría de todo para satisfacerlo. Movido a compasión, el rey le condonó toda la
deuda. Nada más salir, ese siervo se topó con un compañero que le debía cien denarios. Le agarró del cuello y,
maltratándolo, le decía: devuélveme lo que me debes. Aquel hombre, echándose de bruces en el suelo, le
suplicaba: Ten paciencia conmigo y te pagaré todo. Pero el siervo no quiso escucharlo e hizo que le metieran
en la cárcel, hasta que pagase toda la deuda. Cuando el rey supo lo ocurrido, le llamó y le dijo: Siervo
malvado, yo te condoné la deuda porque me lo suplicaste, ¿no deberías tener tú también piedad de ese
compañero, como la tuve yo contigo? Y lo entregó a los esbirros hasta que pagara lo debido.
Jesús se paró, cerró los ojos y, con un velo de tristeza, añadió:
—Así hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón a vuestros hermanos.
Todos habíamos seguido el relato de Jesús en perfecto silencio, un silencio reflexivo y plagado de
pensamientos. Nadie más sintió la necesidad de hacer preguntas.
Jesús se levantó y fue hacia Pedro. Antes de llegar a él, se volvió de repente hacia los discípulos y dijo:
—Mi Padre os dará el poder de perdonar. Es más, en la comunidad de vuestros hermanos, lo que atéis en la
tierra quedará atado en los cielos, y lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los cielos.
A continuación, para hacerles entender que el perdón recíproco y el amor fraterno nos unen profundamente a
Él y confieren valor y fuerza a nuestra oración ante el Padre, agregó:
—Si dos de vosotros se unen en amor fraterno para pedir algo, mi Padre que está en los cielos se lo concederá.
Pues donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.
De inmediato se despidió, citando a los apóstoles para el día siguiente. Tomó del brazo a Pedro y dijo:
—Vamos a pagar nuestra deuda.
Luego supimos por Andrés que Jesús había ido al recaudador para pagar el tributo del Templo, por sí mismo y
por Pedro, con un didracma pescado en la boca de un pez.

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Las mujeres se enfrascaron enseguida en sus faenas, y yo regresé pensativo a casa de María. Esa noche
conversé largamente con ella: le pedí que me enseñara la senda de la humildad y de la sencillez, la de los
niños, para ser apto para el Reino de los Cielos.

18. DURANTE LA FIESTA DE LOS TABERNáCULOS

Nos hallábamos a finales de septiembre (el mes de Tishri) y se aproximaba la fiesta de los Tabernáculos.
Además de solemne, era una fiesta muy grata a la gente, por estar marcada por la alegría, con expresiones
populares de júbilo y de fervor religioso. Todos esperaban que Jesús aprovechase la fiesta para trasladarse
definitivamente a Judea, dirigirse a Jerusalén y manifestarse abiertamente a los judíos y a los jefes del pueblo,
tal como había aseverado repetidas veces. Al fin y al cabo, la incomprensión y la defección de muchos
galileos constituían motivos muy válidos para abandonar Galilea. Entre los más encendidos defensores de esta
decisión, muchos pertenecían al clan familiar de Jesús. Estaban convencidos de que Jesús no llevaría a cabo el
sueño del reino mesiánico mientras no se impusiese en Judea y en Jerusalén. Pero Jesús se mostró ajeno una
vez más a estas presiones y dejó que salieran las caravanas de peregrinos, dispuesto a quedarse en Galilea
porque aún no era el momento de su manifestación. En realidad, todavía no había llegado «su hora».
Al cabo de unos días, de improviso, Jesús decidió partir, pero por su cuenta, sin publicidad y sin sumarse a
caravana alguna. Las mujeres se afanaron en los preparativos, convencidas de que Jesús, abandonada
definitivamente Galilea, iba a encarar el ambiente judío y el de Jerusalén. Incluso María, que seguía todo con
atención, aun manteniendo su habitual serenidad y compostura, se preparó para partir. Juana y Susana, como
referencia nuestra en Galilea, se quedaron en Cafarnaún.
Jesús quiso seguir el camino que, a través de Samaria, sube directamente a Jerusalén. Los samaritanos no
suelen reservar una buena acogida a los peregrinos en tránsito hacia Jerusalén, porque no reconocen el Templo
de la Ciudad Santa y conservan una atávica hostilidad hacia los judíos. Prudentemente, Jesús mandó por
delante a varios discípulos, pero fueron repelidos por los habitantes de una aldea. Uno de esos discípulos era
Juan, que regresó furioso y pretendía que Jesús los castigase con fuego de cielo. Jesús le recordó que su Padre
es rico en misericordia y lo había enviado como salvador; no para destruir o condenar, sino para salvar.
Esa noche tuvimos que guarecernos en varias chozas camperas. Jesús aprovechó la ocasión para recordar que,
si queremos seguirlo, debemos estar dispuestos a todo, porque el «Hijo del hombre» no tiene ni una piedra
donde reposar la cabeza; porque si lo rechazaban a Él, también nos rechazarán a nosotros, y porque no puede
uno poner la mano en el arado y luego volverse atrás. En el Reino de los Cielos no hay sitio para añoranzas y
componendas. Se despidió de los discípulos, y yo me metí en la cabaña donde se cobijaba María. Jesús se
situó al pie de un olivo y, como de costumbre, se puso a orar. Me parece que así permaneció varias horas.
Cuando llegamos a Jerusalén, la fiesta iba ya mediada. El Templo rebosaba de peregrinos de todo tipo y
procedencia. Los sacerdotes, los levitas, los sirvientes del Templo estaban enfrascados en la organización y en
el desarrollo de la fiesta. Fariseos y escribas se agolpaban en el pórtico de Salomón, inmersos en sus
interminables disputas.
Corría entre el gentío y los contrarios a Jesús la pregunta: «¿Vendrá Él a la fiesta?». Una especie de pudor o
de temor les impedía llamarlo por su nombre, pero ese «Él» impersonal encerraba para todos un significado
personalísimo: era exactamente «Él», el Nazareno de Galilea.
En cuanto llegó a Jerusalén, Jesús se dirigió de inmediato al Templo y apareció como de improviso en el
pórtico de Salomón. Nosotros –María, las otras mujeres y yo– nos mezclamos con la gente. Al ver a Jesús, un
murmullo recorrió la multitud. Los escribas y fariseos interrumpieron sus discusiones y se agolparon en torno
a Jesús. Jesús comenzó enseguida a hablar, pero con un ademán más decidido que el de costumbre. Su voz
poseía una fuerza extraordinaria y su palabra manifestaba autoridad, una autoridad que no provenía de nadie
más que de su persona. Al responder después a algunas preguntas y provocaciones, afirmó con fuerza su
origen divino, testimoniado por las obras que había realizado. Intentaba confirmar así la fe de sus discípulos, a
la vez que invitaba a sus enemigos a no ocultarse tras el escándalo de los hipócritas, sino a tener la rectitud de
corazón necesaria para acoger la verdad.

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Se hizo casi de noche y los sacerdotes comenzaron a encender las grandes lámparas que daban paso a las
fastuosas luminarias nocturnas. A su luz, y guiados por los cantos y músicas de los levitas, los más famosos
doctores de la ley y los ancianos del pueblo, portando vistosas antorchas en la mano, se exhibían con bailes y
corros de danza. Jesús tomó ocasión de esas luces y gritó en alta voz, recalcando las palabras:
—Yo soy la luz del mundo. Quien me siga no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.
Dicho esto, se apartó rápidamente de la muchedumbre y, junto con los apóstoles, salió por la puerta Dorada,
que da directamente al valle del Cedrón, para alejarse de Jerusalén. Jesús, en efecto, nunca pernoctaba en la
ciudad, porque no se fiaba de los jefes de los judíos.
Sin embargo, la presencia de Jesús en Jerusalén acrecentó en muchos el interés de la fiesta, a la vez que
replanteó el debate sobre lo que representaba para ellos el «problema Jesús». Por un lado, los que de algún
modo creían en Él, esperaban un claro y definitivo pronunciamiento sobre su identidad de Mesías y se
mostraban muy impacientes por verlo entrar en acción. Por otro lado, los que no creían en Él –fariseos,
escribas y la casta sacerdotal al completo–, pensaban que era ésta la ocasión propicia para deshacerse de Él.
Jesús era buscado, pues, por todas partes, y mantenía choques durísimos con sus adversarios, que intentaban
arrastrarlo a cuestiones que pudieran desprestigiarlo ante el pueblo. Las disputas recaían en especial sobre su
identidad y sus intenciones. ¿Quién era Jesús en realidad? ¿De dónde provenía? ¿Dónde había adquirido esos
conocimientos y ese poder tan extraordinario?
Los únicos que no se planteaban estos interrogantes eran el Sumo Sacerdote y los miembros del Sanedrín.
Para ellos, Jesús sólo era un enemigo que abatir, y de cualquier manera. Llevaron a cabo un intento, a decir
verdad un tanto teatral, en los últimos días de la fiesta, al enviar a los guardias del Templo para arrestarlo y
quitarlo de enmedio mientras enseñaba. Sin embargo, esos mismos guardias se quedaron maravillados y como
pasmados por la figura y la palabra de Jesús:
—¡Nunca nadie ha hablado como este hombre!, adujeron ante los magistrados, quienes les echaron en cara no
haber acatado la orden recibida.
Todas estas noticias se filtraban desde el Sanedrín a través de Nicodemo, discípulo oculto de Jesús, que se
mantenía en continuo contacto con los apóstoles Juan y Andrés.
María, que tenía a su lado a Magdalena, era huésped de una pariente de Isabel y, según su costumbre, rara vez
seguía a Jesús. En cambio, Myriam y Salomé, como siempre, pasaban el mayor tiempo posible con los
apóstoles. En los días de la fiesta, Magdalena y yo nos metíamos entre el gentío para escuchar a Jesús y
presenciar sus disputas con los judíos. A mí me movía sobre todo la curiosidad y el deseo de disfrutar con las
«derrotas» de los adversarios, aun cuando Jesús nunca era polémico y lo que decía, incluso provocado por los
judíos, constituía siempre una llamada a la conversión del corazón y hacía una continua referencia al Padre.
Por eso, mi curiosidad daba paso rápidamente a la reflexión y a la oración. Por su parte, a Magdalena no le
interesaban demasiado las disputas, también por su escasa familiaridad con las Escrituras, y le atraía sobre
todo la figura de Jesús: gozaba y sufría en la medida en que Jesús era escuchado o contestado. Para ella, Jesús
era todo: el médico que la había liberado y, en especial, el Maestro, el Amor que ya ocupaba su corazón y su
vida entera.
Llegó así el último día de la fiesta, en que tenía lugar con gran solemnidad la procesión de los sacerdotes, que
llevaban el agua de Siloé al Templo para aspergerlo, seguidos por multitud de peregrinos. Cuando los
sacerdotes entraron en el Templo para asperger el altar, Jesús, colocándose en medio de la puerta de Nicanor,
Él solo, con solemnidad y fuerza, y con una voz alta y potente como para ser oído en el atrio de los israelitas y
en el de las mujeres, gritó:
—Quien tenga sed, que venga a mí, y beba quien crea en mí. Como dice la Escritura, de su seno brotarán ríos
de agua viva.
La muchedumbre enmudeció, sorprendida y expectante. Todos miraron a Jesús, quien a su vez posó su vista
en la multitud. Al cabo de unos minutos descendió con paso decidido la escalinata de Nicanor. Se hizo un
pasillo entre la gente y Jesús, seguido por sus apóstoles, salió del Templo y se dirigió, como solía, al huerto de
los Olivos. La fiesta concluyó con las grandes luminarias de la noche.

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19. LA ADúLTERA

Al día siguiente, los peregrinos comenzaron ya a desfilar de la Ciudad Santa. Se pensaba que Jesús no volvería
a la ciudad. Por Nicodemo nos llegaron noticias poco tranquilizadoras acerca de las actitudes y tendencias que
preponderaban en los círculos del Sanedrín: el ambiente era fuertemente hostil hacia Jesús y, por eso, cada vez
se hacía más peligroso para Él permanecer en Jerusalén. No obstante, Jesús había decidido regresar a la
ciudad. Hacia mediodía llegó Juan a nuestra casa para advertirnos de que Jesús se hallaba en el Templo desde
primeras horas de la mañana. Ante esta noticia, Magdalena se levantó rápidamente y salió. La seguimos y nos
dirigimos también nosotros al Templo.
Por lo que nos contó Juan, tuve la impresión de que Jesús albergase un recóndito motivo para entrar en la
ciudad. Lo encontramos cerca del pórtico de Salomón, rodeado de un grupo de judíos que conversaban
animadamente entre ellos. Se mantenían a cierta distancia de una mujer que estaba de pie y con la cabeza baja
ante Jesús, escoltada por dos guardias del Templo. La habían llevado allí tras ser descubierta en flagrante
adulterio. Era una mujer joven, del entorno social servil, mal considerado y despreciado en los ambientes
oficiales, que trabajaba de criada en casa de un notable fariseo. Con motivo de las fiestas, cuando la ciudad
recibe un flujo considerable no sólo de peregrinos, sino de toda clase de gente, se multiplican las ocasiones de
comportamientos transgresores, y para esa mujer los días de la fiesta de los Tabernáculos resultaron fatales.
El principio, el fariseo dejó pasar el asunto en silencio, e incluso quiso acallar al marido de la mujer con una
fuerte suma de dinero, porque lo ocurrido podía menoscabar la honorabilidad de la casa en que servía la
mujer. Ahora bien, cuando se supo que Jesús había vuelto a aparecer en el Templo, el fariseo pensó que tenía
en su mano una óptima oportunidad de poner a Jesús en dificultades ante el pueblo. Lo comentó con otros
fariseos amigos suyos, que mandaron llamar a los guardias y, con ostentosa publicidad, arrastraron a la mujer
hasta el Templo, buscando a Jesús.
Mientras tanto, un grupo de personas se arremolinó junto a los fariseos. Jesús, tras subir los escalones, se situó
bajo el pórtico y, como ignorando a la mujer, observaba en silencio al gentío y a sus enemigos, aguardando
sus ataques. Tras algún titubeo, se adelantó un fariseo notable:
—Maestro, te preguntarás por qué estamos aquí, y por qué te hemos traído a esta mujer. Pues bien, es una
adúltera pillada in fraganti. Sin duda, sabes lo que manda la ley de Moisés respecto a estos casos. Tú, ¿qué
piensas?
El interlocutor ostentaba un celo ferviente por la Ley –la ley de Moisés, en efecto, establecía la lapidación
para estas mujeres– y, a la par, mostraba un hondo desagrado por aquella flagrante violación. Hacia la mujer,
en cambio, ninguna piedad. Parecía sentirse contaminado con solo nombrarla.
Jesús no respondió nada. Observó a la gente que estaba detrás de los acusadores y luego, agachándose,
comenzó a hacer signos con el dedo en el suelo. Todos se mantuvieron a la espera, no sabiendo qué pensar. Al
rato, los fariseos presentes empezaron a dar señales de impaciencia y de irritación, se miraron entre ellos con
mirada inquisitoria y cuchichearon entre sí en voz baja. Finalmente, uno que parecía más principal, se dirigió
de nuevo a Jesús:
—Rabí, te pedimos tu parecer y querríamos incluso tu consejo. Tú, que has demostrado conocer bien la ley de
Moisés y hasta has querido interpretarla muchas veces de un modo muy personal, no siempre concorde con la
tradición, ¿qué respondes a nuestra pregunta? ¿Qué hemos de hacer?
La hipocresía de su pregunta era demasiado manifiesta: no les interesaba la respuesta de Jesús, sino sólo tener
de qué acusarlo.
Jesús se alzó y miró al fariseo. Luego, apuntando el dedo hacia los acusadores, con el tono de quien conoce a
las personas y escudriña con seguridad las conciencias, dijo con voz contenida, pero firme:
—El que de vosotros esté sin pecado, que tire la primera piedra contra ella.
Y tras mirar uno a uno a los acusadores, continuó haciendo signos en el suelo.
Magdalena, apoyada en una columna del pórtico, presenciaba la escena observando alternativamente a Jesús y
al gentío. Por la emoción y la expectación, le sudaba la cara y le temblaban las manos. Para ella, la propuesta
de Jesús tenía el aroma de la misericordia y el rigor de la justicia: de la misericordia, porque se inclinaba hacia

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la debilidad de la mujer, defendiéndola de sus acusadores; de la justicia, porque en el adulterio ponía a
hombres y mujeres en el mismo plano delante de Dios. De ahí que, en ese momento, Magdalena volviera a ver
en su Jesús el Amor que libera y que salva.
Para los presentes, en cambio, en especial para los acusadores, las palabras de Jesús les cayeron como un jarro
de agua fría: no lograban ocultar su desazón y su disgusto. Los más notables y los más ancianos se cruzaron
miradas de entendimiento, y con un desdén que quería ocultar el auténtico motivo de su comportamiento, se
eclipsaron casi de puntillas entre el gentío y se marcharon. Entonces, también los demás, uno a uno, siguieron
su ejemplo. Permaneció sólo el fariseo que había denunciado a la mujer, el cual, al verse abandonado por sus
amigos, no tuvo más alternativa que seguirlos. Hizo una señal a los guardias y se fue con ellos.
En ese momento la mujer quedó sola, allí en medio. Viéndose liberada del juicio y de la condena de los
hombres, y sola ante Jesús, estalló en un llanto convulso que tenía el significado de una liberación. Jesús dejó
que desfogase su tensión y subieran a flote sus sentimientos más íntimos. Luego se inclinó hacia ella y,
mirándola afablemente, le dijo:
—Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno de ellos te condena?
Ella, con un suspiro, respondió:
—Ninguno, Señor.
Y Jesús:
—Tampoco yo te condeno. Vete en paz, pero de ahora en adelante no peques más.
La mujer, con la cara anegada en lágrimas, se giró para irse. En ese momento Magdalena se acercó a ella de
un salto, la cogió del brazo y la acompañó a la salida del Templo. El gentío abrió un pasillo a las dos mujeres
y se produjo un murmullo de comentarios que manifestaban asombro y aprobación. Hasta el gesto de
Magdalena se vio como un delicado detalle de solidaridad femenina, a fin de aliviar la humillación de la
mujer.
Yo aproveché el momento para acercarme a Jesús. Le dije:
—Al fin puedo saludarte y hablarte. Me ha sido muy difícil estos últimos días.
—No te angusties –me respondió, mirándome fijamente y pasándome la mano por la cabeza–. Si nos
mantenemos juntos en cumplir la voluntad del Padre, no hay espacio ni tiempo que pueda separarnos.
Acuérdate: donde esté voluntad de mi Padre, allí me encontrarás siempre. Mantente cerca de mi Madre y lo
entenderás perfectamente. Y ahora vete, salúdala de mi parte y dile: ‘Un poco de tiempo todavía y todo será
cumplido’.
Llamó a sus discípulos, que hasta entonces habían permanecido desperdigados, y se marchó del Templo.
Yo me quedé en el mismo sitio, tratando de colegir dónde había ido Magdalena. De pronto la vi entrar
corriendo en el atrio y venir hacia mí. También ella quería expresar una vez más a Jesús su amor y su gratitud
por lo que había hecho y seguía haciendo para sanar los cuerpos y las almas de tanta gente pobre y débil, que
ni siquiera de los sacerdotes y jefes del pueblo obtenía ayuda y comprensión. Indescriptible fue su desilusión
cuando vio que todos, incluido Jesús, se habían marchado. Se apoyó en una columna, se echó a llorar y
después me recriminó, como culpándome de no haber retenido a Jesús. Cuando al fin se calmó, traté de
explicarle lo que Jesús había dicho, asegurándola que Jesús volvería al templo. Aceptó mis explicaciones con
cierta dificultad y nos fuimos a casa.
La Señora escuchó nuestro relato con alegría. Luego nos recordó las palabras del profeta Isaías: «He aquí mi
siervo, mi elegido, en quien me complazco (…) No gritará, no hará oír su voz en la plaza, no quebrará la caña
doblada, no apagará la mecha moribunda. Por eso, no temáis, porque nunca más tendréis que ruborizaros; no
te avergüences, porque nunca más serás deshonrada (…) Te oculté durante un tiempo mi rostro, pero con
afecto perenne tuve piedad de ti, dice tu Redentor, el Señor».
A continuación consoló a Magdalena con gestos llenos de cariño:
—Hija mía, aquí en la tierra el amor comporta dolor, y cuando mucho se ama, se sufre mucho. A Jesús lo
veremos de nuevo: lo veremos en momentos que parecerán de triunfo, pero sobre todo en momentos de dolor

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y de humillación, cuando nadie podrá ayudarle. Te costará y tendrás que derramar muchas lágrimas por Él,
pero se tornarán en alegría cuando Jesús sea definitivamente nuestro y ya no nos deje jamás.

20. EL CIEGO DE NACIMIENTO

Tras la fiesta de los Tabernáculos, Jesús se quedó todavía unos días en las afueras de Jerusalén y venía a la
ciudad de incógnito, para no dar a sus enemigos la oportunidad de echarle mano. El único episodio clamoroso
ocurrió el sábado posterior a la fiesta. Nos lo contó Juan, que nunca dejaba de visitarnos cada vez que
acompañaba a Jesús a Jerusalén. Sus contactos en el ambiente sacerdotal y, en particular, su amistad con
Nicodemo, eran fuentes continuas de noticias, sobre todo de lo que sucedía en el seno de Sanedrín.
Lo que desencadenó la protesta de los fariseos fue, como siempre, una curación en sábado. Jesús, dirigiéndose
al Templo, pasó junto a un ciego que pedía limosna. Era ciego de nacimiento y sus padres, sin medios para
mantenerlo, lo llevaban cada día a pedir limosna para sobrevivir. Al verlo, a los apóstoles se les ocurrió
preguntar a Jesús de quién era la culpa de tal desgracia, y Él, por toda respuesta, se paró delante del ciego, le
indicó que se levantase, mezcló saliva y barro, le aplicó el emplaste en los ojos y mandó al joven que se lavase
en la cercana piscina de Siloé. Era como si hubiese dicho: no he venido a buscar culpables, sino a sanar al
hombre del mal.
Discípulos y viandantes asistieron pasmados a la escena, y muchos quisieron acompañar al ciego a Siloé para
ver cómo acababa todo. Jesús, en cambio, prosiguió hacia el Templo. El ciego, en efecto, una vez que se lavó
en las aguas de Siloé, comenzó a ver. La noticia corrió enseguida, suscitando asombro.
Los fariseos, advertidos de lo sucedido, decidieron intervenir rápidamente para cortar de raíz los entusiasmos
de la gente. Sometieron al ciego curado a un cerrado y rabioso interrogatorio. Al ciego, maltratado por los
fariseos, que a toda costa lo querían falsario y embustero, o al menos engañado por Jesús, no le pillaron
desprevenido. Fue capaz de responderles con un razonamiento –muy simple por ser de sentido común y, por
tanto, profundamente verdadero– que los doctores de la ley y los fariseos más ortodoxos no supieron articular,
o mejor, no quisieron aceptar:
—Sabemos que Dios no está de parte de quien hace el mal, y que si uno honra a Dios y hace su voluntad, Él lo
escucha. Desde que el mundo es mundo, nunca se ha oído decir que nadie haya abierto los ojos a un ciego de
nacimiento. Si este hombre no fuese de Dios, no habría podido hacer nada».
El razonamiento echaba por tierra la pretensión de los escribas y fariseos de juzgar las cosas de Dios, y les
desautorizaba en su papel de guías y jefes del pueblo. No les quedaba otra opción que despreciar al ciego
como ignorante. N o obstante, hicieron venir a sus padres, en el intento de convencerles para que negaran la
ceguera del hijo. Pero éstos, conociendo a los fariseos y su malignidad, si bien aseveraron la identidad del hijo
y su ceguera de nacimiento, declinaron en su mayoría de edad la responsabilidad del juicio sobre lo ocurrido.
Los fariseos consideraron más útil no continuar con el interrogatorio y expulsaron a padres e hijo de la
sinagoga. El ciego se dirigió entonces al Templo para dar gracias a Dios. Allí se topó con Jesús, que le paró y
le reveló su identidad de Hijo de Dios. Fue el encuentro de la humildad con la gracia, pues el ciego, junto con
la luz de los ojos, recibió la luz de la fe.
Todos seguíamos el relato de Juan sin respirar. Al final, María llamó al discípulo, le cogió las manos y,
mirándolo con cariño, le dijo:
—Hijo mío, Jesús ha venido a la tierra como luz del mundo, la luz verdadera que ilumina la mente y la
conciencia del hombre. Con todo, la luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la han acogido. Y las
tinieblas más terribles son precisamente las de la soberbia que ciega la mente y las de la hipocresía que atrofia
el corazón. Para curarnos de estas cegueras, Jesús nos ofrece su humanidad, significada por el polvo de la
tierra mezclada con saliva; humanidad que, untada en nuestros ojos interiores, esto es, santificada en favor
nuestro, se hace colirio de purificación. Y nos ofrece también el agua de Siloé, es decir, al ‘Enviado’, o lo que
es lo mismo, la gracia del Espíritu Santo, que Él nos enviará. Un día entenderemos mejor todas estas cosas.
Mientras tanto, lo que debemos hacer es seguirlo fielmente, porque, tal como nos dijo hace unos días, ‘quien
me sigue no camina en tinieblas’.

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Hijo mío, tú ocupas un puesto muy especial en el corazón de mi Hijo, de nuestro Jesús. Te quiere con
predilección. Esto te da la posibilidad de conocerlo mejor y más íntimamente. Trátalo con confianza. Te diría:
descansa en su pecho para oír mejor los latidos de su corazón. Los hombres tienen necesidad de verdad y de
amor, y tú podrás contarles la verdad y el amor que arden en el corazón de mi Hijo, si sabes escucharlo. Vete,
pues, y dile que estamos dispuestos a seguirlo hasta donde lo lleve su amor por nosotros, hasta el postrer
momento de su vida.
Estas últimas palabras de María dejaron a Juan muy pensativo: se le veía conmovido y, a la vez, preocupado.
Le volvieron a la mente algunas expresiones de Jesús en el diálogo con los fariseos que acudieron al Templo
tras la curación del ciego de nacimiento. Jesús se había parangonado con el Buen Pastor: el pastor que ama a
sus ovejas y no las maltrata tirándoles piedras o fustigándolas, sino que las precede, las guía por sendas
seguras a pastos abundantes, las defiende del lobo y da la vida por su rebaño, a diferencia de quienes deberían
ser pastores fieles y, en cambio, son mercenarios que abandonan y maltratan a las ovejas, más aún, se
comportan como ladrones y salteadores. Jesús no sólo es el Buen Pastor, sino también la puerta por la que las
ovejas entran en el redil y salen a pastos ubérrimos. Por sus ovejas –éste es el mandato recibido del Padre–, Él
dará su vida.
Esta afirmación de Jesús había dejado perplejo a Juan. Temía ahondar en su significado e incluso intentaba
removerla de su mente. En este momento, Juan se levantó, besó las manos de María, nos dio un abrazo a cada
uno, metió en el talego algunas cosas que María había preparado para Jesús, y se marchó. Se veía que trataba
de ocultar su conmoción y su preocupación. Lo acompañé a la puerta.
—Saluda a Jesús y dale un gran abrazo de mi parte, le dije al despedirnos.
Al día siguiente vinieron a vernos Myriam y Salomé, que nos trajeron noticias de aquellos días. Mostraron en
especial su satisfacción por la decisión tomada por Jesús de alejarse un tiempo de Jerusalén, pues aquí su
incolumidad corría ya grave peligro. La preocupación por sus hijos, además, las mantenía constantemente
cerca de los apóstoles. Así las cosas, María decidió también dejar Jerusalén y trasladarse a Betania.

21. MARTA Y MARíA

En Betania, la casa de Marta y María no sólo ofrecía mayores garantías, sino también un grato ambiente de
calor humano. Jesús lo disfrutaba algún día de descanso, cuando de vez en cuando interrumpía su peregrinaje
y se quedaba con nosotros en esa casa tan hospitalaria. Eran éstos unos momentos muy agradables para
nosotros, pero María de Lázaro y María Magdalena eran las que más gozaban. Cuando Lázaro, los apóstoles y
las demás mujeres se afanaban en sus variadas tareas, ellas, María de Lázaro y Magdalena, aprovechaban para
conversar familiarmente con Jesús. Sentadas a sus pies, le formulaban muchas preguntas, pero sobre todo le
escuchaban, fascinadas por su persona y cautivadas por sus palabras. Yo me quedaba algo aparte simulando
indiferencia, porque no me gustaba verme envuelto en lo que consideraba típica curiosidad femenina, pero en
realidad mantenía bien abiertos los oídos para captar todo lo que decía Jesús.
Jesús charlaba de muchas cosas: les explicaba el sentido de las Escrituras, comenzando por las obras
realizadas por Dios en favor de su pueblo narradas en los libros de Moisés; les hablaba sobre todo del Padre y
de su amor por los hombres; o volvía sobre sus enseñanzas ilustrándolas con imágenes y parábolas, como las
que empleaba en la predicación a las multitudes.
Momentos de gran densidad se producían cuando Jesús pasaba repentinamente de la conversación a la
oración. Su alma se expandía entonces en sentimientos de filial abandono en las manos del Padre, con
expresiones de alabanza y de agradecimiento, de afecto y ternura casi infantil. En tales circunstancias, la
entera humanidad de Jesús entraba en oración, se sumergía del todo en íntimo coloquio con el Padre. Y todo
esto sin planteamientos raros, con una sencillez y, a la vez, con una intensidad tan normales que la oración
parecía lo más natural y espontáneo. Para María y Magdalena, el tiempo volaba a toda velocidad, sin notarlo.
El impacto de esos momentos en su alma era visible en sus rostros, que traslucían felicidad.
Así las cosas, el peso de la cocina y de los diversos servicios recaía por completo en las espaldas de Marta.
Ésta, por decirlo con toda sinceridad, no sólo tenía buenas espaldas y un largo currículo de ama de casa como

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para aguantar esa carga, sino que también, en el fondo, se mostraba celosa de su terreno y su trabajo,
soportando mal las injerencias de otros o las invasiones de territorio. Sin embargo, en circunstancia como
éstas, en las que aumentaba el número de personas «a su cargo» y la necesidad de brazos impelía, Marta, no
pudiendo recabar ayuda de los huéspedes, la pedía a su hermana María. Pese a que por salud y por carácter las
faenas domésticas no eran realmente lo suyo, María se veía obligada a echarle una mano, en vista de que
también ella estaba interesada en tener como huésped al Maestro.
Un día, sin embargo, María se mostró enteramente sorda a las llamadas de Marta, y ésta, agotada su paciencia,
aprovechó la ocasión para lamentarse directamente al Señor, de una manera un tanto victimista y no sin una
pizca de vanidad, que la hizo recalcar su laboriosidad y su destreza.
La respuesta de Jesús, al igual que otras veces, desplazó completamente el problema: si bien el pan material es
importante para los hombres, lo indispensable para su felicidad eterna es el pan de la Palabra de Dios.
Preocuparse y perder la paz por el primero puede impedirnos buscar y alimentarnos del segundo. En cualquier
caso, enfrascarnos en los muchos asuntos de la vida que, aun siendo útiles, son transitorios, no debe
imposibilitarnos atender a lo único necesario, la comunión con Dios, única realidad que no pasa porque dura
eternamente. María ha elegido lo más apropiado y será recompensada.
La mirada intensa y afable de Jesús desinfló a Marta. Alzó los brazos, los dejó caer en jarras con un largo
suspiro y volvió a la cocina. Jesús me buscó entonces con la vista y, con una leve sonrisa, me hizo ademán de
que la siguiera. En la cocina, con sorpresa, me topé con la Madre de Jesús y con Myriam en actitud de quien
se pone a disposición para lo que haga falta. Marta se reanimó y de inmediato ocupó su puesto de ama de casa
que dirige las operaciones. Enseguida me dijo que necesitaba más leña y que me encargara yo de conseguirla.
Cuando regresé, hallé a la Señora trabajando con Marta. Con su amable estilo materno, le estaba diciendo:
—Querida Marta, las personas importan más que las cosas. Lo que hacemos por ellas no vale más que su
persona. He servido a Jesús y a mi inolvidable José durante más de treinta años, y cuando pensaba en ellos,
hasta las cosas más menudas y acostumbradas se hacían grandes e importantes. Tú eres hábil y hacendosa y
puedes entenderme. Es cierto que, como toda alma enamorada, Magdalena y tu hermana María tienden a dar
más importancia a las personas que a las cosas, pero estoy segura de que Jesús ha explicado a tu hermana que
también las cosas, incluso las más pequeñas, hechas por la persona amada, se hacen grandes e importantes
porque denotan amor. Justo como tú estás haciendo. Cuando en nosotros prevalece el amor, entonces no hay
ansia, ni afán, ni inquietud, cosas todas que nacen de la vanidad. Jesús ha querido librarte del afán, para que en
ti sólo permanezca el amor.
Por la tarde, al volver los apóstoles y Lázaro, la casa se llenó. La velada transcurrió animada y serena, más que
en otras ocasiones. Se respiraba un aire de optimismo que infundía alegría y contento en todos. También Jesús
estaba de buen humor y escuchaba divertido los relatos de los apóstoles, que traían las primeras noticias de la
misión de los setenta y dos discípulos enviados por Jesús a las aldeas de Judea y Samaria.
El entusiasmo y una visible satisfacción contribuyeron a dar a la velada el tono distendido que venía bien a
todos. Marta estaba particularmente satisfecha: el buen humor, que despierta el apetito, había empujado a los
comensales a dar buena cuenta de las viandas. Acabada la cena, Jesús pasó junto a Marta y, con una sonrisa y
un gesto de la cabeza, le agradeció su patente sacrificio y su generosidad, dándole a entender que en nada
había mermado su afecto por ella.
Esa noche, a Jesús se le ofreció una de las raras ocasiones en que pudo dormir en un cómodo lecho, al
resguardo de la intemperie nocturna que el invierno, ya cercano, prodigaba. Sin embargo, muy de mañana,
Jesús se levantó y se puso a orar en el huerto. En las últimas semanas, Jesús se recogía más frecuente y
prolongadamente en oración, lo que producía un gran impacto en el ánimo de los apóstoles. Peregrinando por
el valle del Jordán y por Perea, estos se habían tropezado con grupos de discípulos del Bautista que, conforme
a las enseñanzas del precursor, se reunían a menudo para orar. Y ocurrió que, al día siguiente de dejar la casa
de Lázaro, viendo que Jesús pasaba una vez más la noche en oración –habían pernoctado en una cueva
cercana a Betfagé, en el monte de los Olivos–, los apóstoles pidieron expresamente a Jesús que les enseñara a
orar, como Juan había hecho con sus discípulos. Jesús contempló a los apóstoles, los congregó a su alrededor
como si quisiera decirles algo muy importante y, recalcando las palabras con fuerza y a la vez con suavidad,
les enseñó el «Padrenuestro».
Desde entonces, los apóstoles se dirigían cada día a Dios con el Padrenuestro. Al fin y al cabo, en esa oración
resonaban los temas que Jesús mismo trataba con el Padre cuando, como sucedía a veces, rezaba en voz alta.

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Lo que los apóstoles no lograban todavía imitar era el tono sumamente confidencial que Jesús empleaba con el
Padre, en el que afloraba toda la gama de sus sentimientos más íntimos. En cualquier caso, desde ese día el
Padrenuestro se hizo como el distintivo de su pertenencia a Jesús, que les hacía sentirse partícipes de su
plegaria y de su trato con el Padre. Fue éste uno de las ocasiones más importantes para comprender a Jesús y
madurar como discípulos.

22. EL úLTIMO INVIERNO EN GALILEA

Al salir de la casa de Lázaro, Jesús se despidió de su Madre diciéndole:


—Nos veremos en Cafarnaún.
María decidió entonces regresar a Galilea. La idea de pasar el invierno en un lugar templado y soleado, como
era el lago de Tiberíades, nos gustó a todos, aun cuando ignorábamos las intenciones de Jesús.
Mientras tanto, Jesús recorría los caminos de Judea y de la región del Jordán, intensificando su ministerio
como si tuviera prisa, como si le quedase poco tiempo. En sus enseñanzas abordaba cada vez con más
insistencia el tema de la misericordia del Padre y de su amor sin límites a los hombres. Cuando nos reunimos
con Myriam y Salomé en Cafarnaún, nos contaron la honda impresión que les habían producido varias
parábolas de Jesús: inolvidables la del buen samaritano, la de la oveja descarriada y, sobre todo, el
conmovedor relato del padre bueno que abraza al hijo perdido cuando éste regresa a la casa paterna.
Además, se hacían más insistentes y apasionadas sus alusiones a la providencia del Padre celestial que
alimenta a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo, y a su complacencia en la oración humilde y
perseverante. Pero volvía también con más frecuencia sobre la necesidad de corresponder con fidelidad al
amor del Padre: las parábolas del convite, de la higuera estéril, del administrador infiel, del rico epulón, del
fariseo y el publicano. Hacía mucho hincapié en que los discípulos se guardaran de la hipocresía de los
fariseos, de la dureza del corazón y de la codicia.
Antes de regresar a Galilea, Jesús quiso recorrer las aldeas por donde habían pasado los setenta y dos
discípulos. En algunas encontró buena acogida y en otras no tanto, pero por todas partes las gentes lo
buscaban y lo asediaban con sus enfermos que curar, sus sufrimientos que aliviar, sus incertidumbres y dudas
que disipar. Y Él, Jesús, no echaba a nadie, fuesen viejos o niños, hombres o mujeres, sanos o enfermos, no
rechazaba ninguna súplica: incansable en el trabajo, inagotable en la paciencia, ilimitado en la bondad y la
disponibilidad. Repetía a menudo:
—Venid a mí cuantos estéis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Si aprendéis de mí la mansedumbre y la
humildad, la pesadumbre de la vida ya no será insoportable, pues mi yugo es suave y mi carga ligera.
Los relatos de las mujeres nos mantenían ocupados muchas noches, pero eran para mí motivo de lamento y de
envidia por no haber presenciado esas vicisitudes tan apasionantes. Por otro lado, los setenta y dos discípulos
estaban entusiasmados y Jesús los había alentado al recordarles que tenían otro motivo importante para estar
contentos: sus nombres constaban inscritos en el Cielo.

Era ya invierno avanzado cuando Jesús se reunió con nosotros en Cafarnaún. Las lluvias invernales iban
atemperándose, señal premonitora de la primavera. Jesús nos dio a entender que no permanecería mucho
tiempo en Cafarnaún y que abandonaría definitivamente Galilea. Se presagiaba una despedida algo amarga,
porque entre tanto los galileos se habían enfriado respecto a Jesús: habían gozado de sus milagros y de su
presencia, pero no habían entendido gran cosa de sus enseñanzas y, sobre todo, no habían acogido su
invitación a una vida nueva, a un cambio profundo y radical de su mentalidad y modo de vivir; no habían
sabido ver en Él la presencia de Dios, que venía a salvar a su pueblo.
Una noche en que nos hallábamos todos juntos, los apóstoles contaron algunos feos episodios sucedidos en las
cercanías de Cafarnaún, y manifestaron su desilusión por la actitud de desconfianza hacia Jesús que se
difundía entre la gente, alimentada por la hostilidad de los escribas y fariseos y por las expectativas políticas
de los grupos nacionalistas, cada día más activos en toda Galilea.

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Por otra parte, sabíamos que en Judea tampoco iban mejor las cosas. Justo el día anterior Juan nos había
contado que en el mes precedente, con ocasión de la fiesta de la dedicación del Templo, Jesús había hecho una
visita fugaz a Jerusalén. Era un día de viento frío y Jesús se resguardó bajo el pórtico de Salomón. Excuso
decir que los escribas y fariseos lo rodearon inmediatamente y le provocaron con una indisimulada
agresividad:
—¿Quieres decirnos de una vez si eres el Cristo o no? ¿Hasta cuando nos tendrás en esta angustia?
Jesús fue igualmente explícito, si bien no respondió directamente, sino que invocó como testigo al Padre en
cuyo nombre realizaba Él sus obras. Intentó, en cambio, que se fijaran en ellos mismos, porque no se trataba
de una falta de claridad por parte de Jesús, sino de una falta de sinceridad por parte de ellos. Agregó:
—Vosotros no me creéis porque no sois de mis ovejas, pues mis ovejas oyen mi voz. Y yo les doy la vida
eterna. Mi Padre, que es mayor que todos, me las ha dado y las custodiará. El Padre y yo somos uno.
Al oír estas palabras de Jesús, que les sonaron como una blasfemia, se desató la ira de los escribas y fariseos y
cogieron piedras para lapidarlo. Pero Jesús los dejó y se marchó del Templo. El odio y la hostilidad de los
fariseos lo perseguían allá donde fuese.
El relato de los apóstoles sobre las experiencias de aquellos meses sabía, pues, a desilusión y amargura. Jesús,
que siguió la narración con el mentón apoyado en el dorso de las manos, permaneció pensativo y con un velo
de tristeza en sus ojos. Al final se concentró intensamente, apoyó la frente en la palma de la mano y, con un
gemido que se le salió del fondo del corazón, exclamó:
—¡Ay de ti Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Pues a pesar de tantos signos y prodigios no os habéis convertido.
Tiro y Sidón habrían hecho penitencia con ceniza y cilicio. Por eso, su juicio será menos severo que para
vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿piensas que te alzarás hasta el cielo? Te precipitarás en el abismo.
Calló por unos instantes, alzó los ojos para mirarnos a todos y, con un suspiro, continuó:
—Ya os he dicho que quien os escucha a vosotros, me escucha a mí, y quien os desprecia, a mí me desprecia.
Ahora añado que quien me desprecia a mí, desprecia también al que me ha mandado. Pero bienaventurados
los ojos que ven lo que vosotros veis. Os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis y
no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron.
Dicho esto se levantó con decisión, su rostro se volvió sereno, casi luminoso, alzó los ojos al cielo y, elevando
los brazos, exclamó:
—Te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y dotados y se
las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha agradado. Todo me lo ha dado mi Padre y nadie
sabe quien es el Hijo sino el Padre, ni quien es el Padre sino el Hijo y aquel a que el Hijo se lo quiera revelar.
Este gesto de Jesús y su plegaria fueron para nosotros como una inyección de optimismo. La confianza y la
serenidad volvieron al semblante de todos. Jesús salió para su oración vespertina y nosotros regresamos a casa
de Salomé. La Señora nos habló de los preparativos del viaje. Jesús, en efecto, al salir de casa, se había vuelto
hacia los apóstoles y, con tono sereno, que nada tenía de victimista ni de trágico, había dicho:
—Subiremos a Jerusalén y se cumplirá todo lo que escribieron los profetas acerca del Hijo del hombre. Será
entregado a los paganos, será ridiculizado e insultado, lo cubrirán de escupitajos y, tras flagelarlo, lo matarán,
pero al tercer día resucitará.
El tono decidido que mostró Jesús de dar finalmente cumplimiento al proyecto de presentarse en Jerusalén, la
referencia al reino mesiánico predicho por los profetas y el entusiasmo que había creado en todos, impidieron
que los apóstoles comprendieran las últimas palabras de Jesús, las que aludían a su Pasión. Una vez más, el
intento de preparar a los suyos para afrontar la prueba de la Cruz cayó en el vacío. Pero Jesús no quiso insistir
y prosiguió adelante.

23. LA MUERTE DELáZARO

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Los primeros en dejar Cafarnaún en dirección a Judea fueron unos cuantos discípulos, junto con varios
parientes de Jesús, a fin de preparar la llegada. Al día siguiente partió Jesús con los apóstoles, Myriam y
Salomé. Por último salimos María, Magdalena y yo, además de Juana de Cusa, que quiso unirse a nosotros
con la idea de ir a Jerusalén para la Pascua.
Unos días antes, María quiso visitar Nazaret. Vimos nuestra antigua casa, conversamos con Joses, que ya
dominaba el taller de José y esperaba su primer hijo, y saludamos a varios paisanos amigos, así como a los
parientes de María que residían en Séforis y Caná.
El día de partida se palpaba una cierta euforia en todos, motivada por la convicción de que ya estaban por
suceder cosas importantes. Se sabía que era aquel el viaje definitivo de Jesús y que concluiría con un gesto
clamoroso. Lo percibieron muy bien Salomé y sus dos hijos, Juan y Santiago, los cuales, aprovechando un
momento de pausa, se presentaron ante Jesús para pedirle los dos primeros puestos en el reino que iba a
instaurar. Evidentemente, habían desechado de su mente la alusión a la Pasión, formulada dos días antes. La
ambición materna los llevó a anticiparse a sus compañeros.
La moción fue tomada a mal por los demás apóstoles y dejó como una herida en la convivencia entre ellos, ya
un tanto frágil y difícil. Fue menester toda la paciencia de Jesús, el cual, sólo por delicadeza hacia Salomé, no
quiso intervenir con dureza y se limitó a aludir una vez más a su pasión y muerte como ejemplo de amor y de
servicio a los hombres. Salomé nunca volvió a hablar de ello, pero el eco de aquel gesto se prolongó mucho
tiempo en los comentarios de los discípulos.
Jesús, junto con los suyos, se detuvo en la región del Jordán y en Perea. Nosotros, en cambio, continuamos
hacia Jerusalén. En Betania hallamos a Lázaro con la salud muy maltrecha. El invierno le había sentado fatal,
con toses y fiebres persistentes. Se pensaba que la primavera, ya a las puertas, lo ayudaría a recuperarse y, de
hecho, había notado cierta mejora.
Marta quiso que la Madre de Jesús y, naturalmente, Magdalena y yo, nos quedáramos en Betania, mientras
que los demás de nuestro grupo seguían a Jerusalén. Marta estaba intranquila y deseaba que Jesús se
presentara. Su presentimiento se reveló fundado pues, al cabo de un par de semanas, Lázaro decayó de un
modo preocupante: fiebre alta, astenia grave, tos purulenta. Los médicos a los que se llamó no supieron recetar
más que los remedios habituales: infusiones de diversas hierbas, cataplasmas de varias esencias en el pecho y
la espalda. Hubo incluso quien aconsejó practicarle quemaduras en la zona renal y sangrías, que
afortunadamente no se llevaron a cabo. En realidad, Marta y María sabían que únicamente Jesús podía curar a
Lázaro y que, con sólo comunicárselo, se apresuraría a venir a la cabecera de su amigo tan querido.
Fue providencial el paso de dos discípulos hacia Jerusalén, pues nos informaron de que Jesús se hallaba al otro
lado del Jordán, a dos días de camino. Pensé dentro de mí que Jesús mismo había mandado a esos discípulos a
Betania, para hacer saber a las dos hermanas dónde se encontraba. Animadas por la Señora, Marta y su
hermana enviaron un mensaje a Jesús: «Señor, tu amigo está gravemente enfermo». Tan sólo con esto, Jesús
correría a Betania.
Sin embargo, transcurrieron varios días y no hubo respuesta de Jesús. La situación de Lázaro empeoró y nada
se pudo hacer. A comienzos de semana tuvo un colapso fatal y murió. Las dos pobres hermanas se
desesperaron. ¿Pero por qué Jesús no había dado ninguna noticia? Cierto que regresar a las cercanías de
Jerusalén era sumamente peligroso para Él, pero bien podía haberlo curado a distancia. Seguramente se habría
desplazado mientras tanto en alguna otra dirección y el mensaje no le había llegado a tiempo. Cierto que Jesús
lo puede todo y podía hacer lo que quisiera en cualquier momento, pero entre tanto no cabía esperar y era
preciso sepultar a Lázaro. Estas y otras ideas se amontonaban en la mente de Marta y María, que no lograban
tener paz. María no se sintió con fuerza para acudir a la sepultura del hermano y se quedó todo el tiempo junto
a la Madre de Jesús.
Es realmente impresionante cómo la Señora sabe apaciguar el corazón de quienes se acercan a ella. María de
Lázaro, tras despedir a la multitud de judíos que desde tres días antes venían a Betania para manifestar sus
condolencias –Lázaro era muy conocido en la capital por sus actividades comerciales–, se retiró a la
habitación más interior de la casa en compañía de la Señora, como para encontrar en ella un consuelo que
supliese la ausencia de Jesús. Se sentó en el suelo y apoyó la frente en las rodillas de María, con la cara pálida
por la tensión y el dolor de esos días, los párpados hinchados por las abundantes lágrimas, los cabellos sueltos
y desgreñados por el luto; se quedó inmóvil y callada, tan sólo sacudida de cuando en cuando por un suspiro.

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Magdalena se sentó al otro lado en absoluto silencio, tal como exige compartir el luto y el dolor de otro. La
Señora, apoyando suavemente la mano en la cabeza de María, dejó pasar varios minutos, y luego comenzó a
decir:
—Hija mía, con razón lloras y te lamentas. Para ti y para Marta, el bueno de Lázaro era la seguridad. En su
sabiduría y rectitud siempre habéis encontrado el consejo certero, las decisiones más oportunas, la ayuda en
tantas necesidades: era vuestra referencia en toda circunstancia. Pero Lázaro era, sobre todo, el hermano
querido, la persona amada que colmaba vuestra vida, vuestro corazón. Y cuando el corazón se para, es
imposible seguir adelante. Pero Lázaro no se ha parado. La muerte no es la derrota de la vida. La vida
proviene de Dios, y Dios es el Viviente. Por eso la muerte no tiene poder alguno sobre Dios.
¿Recuerdas los últimos momentos de Lázaro antes de que cerrase los ojos a este mundo? Llamó a Jesús
reiteradamente, con afecto y con fuerza, con una sonrisa que traslucía la alegría que llevaba dentro. Y lo llamó
como Amigo, como Maestro, pero sobre todo como Hijo de Dios vivo. ‘Amigo mío, Jesús. Maestro mío…
Jesús, Dios mío. Dios mío, Jesús’. Tú has escuchado a Jesús tantas veces, cuando te hablaba al corazón, de tú
a tú, y te ha revelado que ha venido para dar la vida a cuantos creen en Él. Hija mía, quien cree en Jesús no
conocerá la muerte. Muchos se han escandalizado por esto y lo han abandonado, pero hemos de convencernos
de que Él…, sí, de que Él nos dará la vida a través de su muerte, mediante el sacrificio de sí mismo en
obediencia al Padre.
Antes estas palabras, María de Lázaro alzó la cabeza y miró a la Señora con expresión de quien trata de
comprender.
—Sí, hija mía –la voz de la Señora se hizo cálida y persuasiva, como cuando aseveraba verdades indudables y
ciertas–, Jesús dará la vida al mundo a través de su muerte. Pero no temas. No temas. Ya te he dicho que la
muerte no tiene ningún poder sobre Él. Jesús derrotará a la muerte para siempre, pero mediante el dolor y el
sacrificio. Lázaro, vuestro corazón, late aún. Vive y vivirá para siempre, porque Jesús es la vida y la
resurrección.
María de Lázaro decía que sí con gestos de la cabeza, aunque su mirada proclamaba que no entendía. Sin
embargo, la paz había entrado en su alma. Por su parte, Magdalena observaba inmóvil a María con el aire de
quien tiene la mente lejos, mientras dos gruesas lágrimas rodaban silenciosamente por sus mejillas.
En ese momento, María me miró y, con el estilo amable de siempre, me pidió que buscara a Marta y la hiciera
venir, ya que había que pensar en los llegados de Jerusalén y los alrededores para las condolencias. Aunque
sobria, la comida fúnebre no podía faltar, al menos para los más notables. Me fui a la sala grande, crucé el
patio en el que muchos judíos seguían aún charlando –los músicos ya se habían marchado–, atravesé el atrio y
tomé el sendero que sale de la aldea y pasa junto al huerto. De repente vi a Marta que venía aprisa hacia mí, y
tras ella a un grupo de personas, entre quienes distinguí netamente a Pedro y a Juan, señal de que Jesús había
llegado. La cara distendida y satisfecha de Marta me lo confirmó.
—Está aquí. Está aquí. Ya lo he saludado. Vamos a llamar a María.
María estaba aún con la Señora y Magdalena, a la espera de meterse en faena. Marta se acercó con una mirada
en la que brillaban la esperanza y la alegría, y dijo a su hermana:
—El Maestro está aquí y te aguarda.
Fue como relámpago repentino en su corazón dolorido: María se levantó de un salto, se arregló los vestidos, se
atusó los cabellos y salió apresuradamente de la habitación. Los judíos del patio la vieron pasar a la carrera y,
pensando que iba al sepulcro, se marcharon también para acompañarla en su luto y su llanto. Yo, con Marta y
Magdalena, intenté seguirla de cerca.
Jesús se había detenido fuera de la aldea, a la espera. Cuando María lo vio, se echó a sus pies y, entre
lágrimas, exclamó:
—Maestro, si hubieras estado aquí, tu amigo Lázaro seguiría vivo. No sabes cuántas veces te llamó antes de
morir. Te quería tanto…
Y con la voz rota por los sollozos repetía:
—No habría muerto…, no habría muerto.

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Jesús contempló a María, que a duras penas retenía el llanto. Junto a ella, pegada a su lado, Magdalena lloraba
en silencio. Detrás, algunos judíos, viejos amigos de Lázaro y sus hermanas, se conmovieron también hasta las
lágrimas. Jesús cerró los ojos y se concentró profundamente, luego se encorvó para levantar a María y
preguntó con voz potente:
—¿Dónde lo habéis puesto?
Terminó con apuros la frase, porque se le puso un nudo de emoción en la garganta y estalló en un llanto
irrefrenable. Eran sollozos que movían a compasión.
Yo me quedé impresionado por ese llanto, y muchos judíos que nos rodeaban mostraron su asombro. Unos
observaron:
—Ved cómo le amaba.
Otros, en cambio, comentaron con cierta malicia:
—Si abrió los ojos al ciego, ¿no podía hacer que Lázaro no muriese, si tanto lo quería?
Y nos dirigimos todos al huerto donde se hallaba el sepulcro.

* ** * *

24. EL LLANTO DE JESúS

Jesús, nunca te había visto llorar así. He visto muchas veces cómo te conmovías ante niños enfermos, madres
angustiadas, pecadores que te suplicaban, ante Magdalena llorando a tus pies; a menudo, tus ojos se inundaban
de lágrimas ante tantas miserias humanas. Pero un llanto como el de esta tarde por la muerte de un amigo y
por el dolor de personas tan queridas, un llanto tan humano, tan cercano a nuestro llanto de personas pobres y
débiles, tan incontenible y desgarrador, no lo había visto jamás.
Jesús mío, sólo cuando eras un niño tu humanidad me pareció tan normal, tan similar a la nuestra, tan a la
medida del hombre. Después creciste, te hiciste hombre maduro y poco a poco tu identidad interior comenzó a
traslucirse en la nobleza y la atracción de tu figura, en el trazo amable a la vez que austero de tu porte, en la
hondura y autoridad de tu palabra, y más aún en tu poder taumatúrgico. Pero hoy, como hace años que no
veía, tu humanidad se ha manifestado con las hechuras de nuestro ser criaturas.

Tu llanto, que en otras circunstancias era el ‘llanto de Dios’ que se conmovía por la situación de sus criaturas,
hoy me ha parecido el ‘llanto del hombre’ que ha perdido al amigo del alma, que no sabe dominar el dolor y
las lágrimas de dos hermanas que han perdido a su hermano querido. Un llanto que ha mostrado –querría
afirmar– tu ‘fragilidad’, los sentimientos del corazón humano, un corazón de carne como el nuestro, que se
deja herir por nuestra debilidad y nuestra enfermedad. Quizás, si te hubiera seguido noche y día como tus
apóstoles, habría presenciado otras ocasiones en que tu humanidad ha tomado nuestra medida; te habría visto,
rendido por el cansancio, caerte de sueño sobre el cordaje de una barca; sentarte en el brocal de un pozo,
sediento y exhausto por el largo viaje y el calor del día; buscar en el grano de unas pocas espigas el pretexto
para engañar tu hambre, y tantos otros momentos en los que, tras el aspecto majestuoso de una personalidad
singular, se escondía una humanidad sujeta a los límites y a las fatigas de nuestra condición humana.
Esta tarde, tu llanto se me ha contagiado. También a mí me han venido lágrimas a los ojos y he llorado, no
sólo por Lázaro, sino sobre todo por ti, por tu dolor, por tu pena al ver sufrir a personas que amas. Sé que
tampoco Tú lloras sólo por Lázaro, sino también por nosotros, por Marta y María, por su dolor y su
sufrimiento. Siento incluso el impulso de ponerme a tu lado y decirte: ‘Jesús, no llores. Tú eres la resurrección
y la vida. Tú puedes secar las lágrimas de Marta y de María devolviéndoles a su querido hermano, ese
hermano que creyó en ti y que, por tanto, no puede quedar prisionero de la muerte’. Sé que tu amor por Lázaro
no es como el nuestro, como el cariño de Marta y de María, un amor impotente, que no puede más que amar.
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Tu amor, en cambio, da la vida, es un amor que crea, que redime, que hace vivir. Sólo Tú, pues, puedes parar
nuestro llanto y secar nuestras lágrimas.
Mas tu llanto, ¿quién podrá pararlo? ¿Cómo he podido pensar, yo, en decirte a ti: ‘No llores’? Es cierto, tu
llanto es profundamente humano, el llanto de quien ve el dolor de las personas a las que ama. Pero en ti está
presente el Hijo del Dios vivo, por lo que sólo Tú puedes decirte a ti mismo: ‘No llores. Yo soy la
Resurrección y la Vida’. Por tanto, no es sólo la muerte de Lázaro la que te mueve a llorar, ni sólo nuestro
dolor, sino sobre todo nuestra condición de criaturas sujetas a la muerte y sin poder alguno sobre ella.
He aquí por qué, llegados al sepulcro, tu llanto se ha transformado en una profunda turbación, como un
estremecimiento que ha agitado todo tu ser. En este sepulcro está nuestra muerte. ¿Qué otra cosa te puede
resultar más repugnante? ¿Qué otra cosa existe más incompatible con tu naturaleza? Por eso, este sepulcro te
recuerda a otro sepulcro que un día abrirás Tú para siempre, haciendo inútil el aguijón de la muerte.
Ahora, ante este sepulcro, al igual que ante el sepulcro de todo hombre que muera ‘invocando tu nombre’,
harás oír tu voz, preludio del día en el que ‘todos los que yacen en los sepulcros oirán la voz del Hijo del
hombre y saldrán de allí’. Porque el sepulcro no puede ser la última palabra para los que llevan la imagen del
Padre y han visto a quien es la Vida y ha venido para la dar la Vida.
Jesús mío, gracias por llorar. Tu llanto, tan humano y tan divino, te aproxima a nosotros y, a la vez, te pone
por encima de nosotros. Te pone en el término final de nuestras peripecias humanas, allí donde se halla la
morada de Dios, el cual ‘secará toda lágrima de nuestros ojos y ya no habrá más muerte, ni luto, ni llantos, ni
fatigas, porque las cosas anteriores han pasado’.

* ** * *

25. RESURRECCIóN DE LáZARO

Llegados al sepulcro, Jesús mandó quitar la piedra. Ante esta petición, Marta se puso de espaldas al sepulcro,
con la cara pálida y el terror en los ojos. Gritó:
—Señor, hace ya cuatro días que está ahí y ya hederá.
María y Magdalena estaban junto a Jesús, pegadas una a otra, a la espera de lo que hiciese Jesús. Su repuesta
serenó a las mujeres y acrecentó en todos la certeza de un prodigio inesperado:
—¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?
La confirmación llegó enseguida. Santiago y Andrés ya habían removido la piedra. Entonces Jesús se recogió
un instante, como de costumbre, alzó los ojos al cielo y con voz clara, bien audible en el silencio del gentío
allí presente, dijo:
—Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Sé que siempre me escuchas, pero lo digo por la gente que
tengo alrededor, para que crean que vengo de ti y me has enviado.
Dicho esto, gritó con fuerte voz:
—¡Lázaro, sal fuera!
Todos permanecimos inmóviles, como petrificados por el asombro y la expectación. Hasta la naturaleza que
nos rodeaba parecía detenida y callada: ni un soplo de viento, ni un revuelo de hojas. Marta y María se
acercaron a Jesús, pálidas y temblorosas. Y en aquel silencio, en el trasfondo oscuro del sepulcro, se
vislumbró una figura blanca, semejante a un fantasma. Se movía lentamente y subía torpe y dificultosamente
los escalones que, desde la cámara mortuoria, llevan al exterior. Tenía las piernas envueltas en vendas
perfumadas, y un sudario le cubría la faz y el cuerpo. Al llegar a la entrada del sepulcro, se paró tambaleante.
El gentío se arremolinó lleno de curiosidad y estupor, mientras un rumor de exclamaciones y suspiros se
difundió por el aire. Entonces Jesús se volvió a los apóstoles y con tono decidido exclamó:
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—Rápido, desligadle para que pueda moverse y andar.
Se acercaron varios apóstoles y, mientras uno sostenía al redivivo, otros le desenrollaron las vendas y otros
más le quitaron el sudario. Su cuerpo desnudo tenía un color pálido, pero vivo, y su cara aparecía serena y
distendida. Se remiró lentamente como perdido, como si despertase de un sueño prolongado. Luego vio a
Jesús que le sonreía y, trastabillándose, se fue hacia Él y lo abrazó agarrándose a sus hombros, sin decir nada.
Las hermanas no creían lo que veían sus ojos, lo contemplaban atónitas y lloraban de júbilo y de temor. Jesús
lo cubrió con su manto –atardecía y el aire comenzaba a refrescar–, lo cogió del brazo y enfiló hacia la salida
del huerto. Los seguimos todos, todavía hondamente impresionados, e intercambiamos pareceres y
comentarios, pero nadie se atrevió a dirigirle la palabra. Lázaro, en cierto momento, se volvió hacia Marta y
María con una sonrisa y un gesto de saludo.
Cuando llegamos a casa, la noticia ya se había difundido por la aldea. Tras cruzar el patio, Lázaro se giró
hacia la multitud de judíos que lo seguían, los saludó con la mano y con una voz ronca y conmovida les dijo:
—Gracias. Gracias a todos por lo que habéis hecho por mí. El Señor os lo pague y os bendiga.
La gente explotó en gritos de júbilo y en un cerrado aplauso. Del banquete fúnebre no se volvió a hablar, pero
a todos se les ofreció vino y fruta. Una buena parte de los judíos, sin embargo, ya se había ido: eran los
fariseos, hostiles a Jesús. Los que se quedaron se declararon convencidos de que Jesús era el Mesías, el Cristo
de Dios.
Antes de oscurecer, la multitud de los judíos fue invitada a retirarse, entre otras razones porque todos en casa
de Lázaro tenían que recobrar la tranquilidad y la paz, para desahogarse así de las intensas emociones de la
jornada. Jesús, entre tanto, había dejado a Lázaro al cuidado de sus hermanas y de los criados, pues necesitaba
un buen baño caliente y alimentarse. Esa noche, la cena volvió a tener el clima y el calor de la vida familiar,
como tantas otras veces anteriormente junto a Jesús. Todos deseábamos oír a Lázaro, saber por él cosas de los
días pasados en el sepulcro. Sin embargo, no habló mucho. Dijo que no recordaba nada, sino sólo una gran luz
y voces que salían de esa luz, voces inefables, amigas, pero irreconocibles. Nada más.
Tampoco Jesús habló mucho esa noche. Quiso darse también un baño caliente y se retiró. Parecía
interiormente atenazado por algo que le preocupaba, aunque yo pensé que sólo era cansancio. María nos
exhortó amablemente a terminar nuestras conversaciones, recitó los salmos nocturnos y nos mandó a todos a
dormir. Teníamos, efectivamente, gran necesidad de sueño. Ella, María, seguía siendo la buena madre de
familia que pensaba en todo y cuidaba de todos.

26. SIMóN EL LEPROSO

A la mañana siguiente me despertaron, a primera hora, las voces de los campesinos que en la finca aneja a la
casa se afanaban en las faenas primaverales. El huerto, plagado de olivos, granados y almendros, se hallaba en
plena floración.
Natanael y Felipe ya estaban levantados y pensé unirme a ellos. Al salir de la casa, vi en la sala grande a
María y a Jesús que conversaban en voz baja. María se había levantado, como siempre, antes del alba, y Jesús
había regresado de su oración, a la que dedicaba las primeras horas del día. ¿Qué se dirían Madre e Hijo en su
encuentro matutino? El tema que en esos días afloraba repetidamente en los labios de Jesús y de María era el
de «su hora»: la hora de Jesús, ya inminente; la hora de la obediencia a la voluntad del Padre, la de la
humillación y del sacrificio, la de la prueba y la contradicción, pero también la hora del amor supremo, la
adoración y la alabanza al Padre, la de la salvación y la paz para todos los hombres.
También para ella, para la Virgen María, había llegado la hora. La suya será «la hora» de los dolores de parto.
No sufrió al dar a luz al Niño, pero sufrirá tremendamente al dar a luz al Redentor. Ya ha llegado el momento
de rescatar la maternidad de Eva, la hora de una nueva fecundidad: la fecundidad del amor que engendra. Por
eso, esos dolores acompañarán el parto virginal de cada hijo de Dios redimido por Cristo: Él, el Hijo
Unigénito, ha de ser el Primogénito de muchos hermanos. La humanidad deberá nacer de nuevo y necesitará,
por eso, una nueva Eva. El corazón traspasado de dolor de una Virgen ha de ser el nuevo vientre que engendre

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la vida y críe a la nueva humanidad. Madre e Hijo, juntos en el sacrificio, juntos en la muerte, juntos en el
cumplimiento de la voluntad del Padre.

La casa se despertó y comenzó a animarse. Las primeras voces en difundirse por las habitaciones fueron las de
las mujeres. Formaban un equipo eficaz y bien conjuntado. Estaban las amas de la casa, Marta y María, así
como Magdalena, Myriam, Salomé, Juana y, naturalmente, la Señora. Tras las emociones del día anterior,
recobraron el optimismo y la decisión de los mejores días. La resurrección de Lázaro las había llenado de
conmoción y constituyó para ellas una señal que denotaba la inminencia de días importantes y decisivos. Se
pusieron a trabajar, distribuyéndose encargos y tareas. Había que limpiar y arreglar los vestidos de los
apóstoles y de Jesús, así como preparar provisiones para todos.
Jesús quería partir cuanto antes con sus discípulos, pues deseaba pasar las últimas semanas previas a la Pascua
lejos de Jerusalén. Se llevará consigo a Lázaro, para sustraerlo a las insidias de los jefes del pueblo y evitarle
las tramas de los fariseos. Durante el día fueron llegando muchos visitantes, que venían de Jerusalén para ver a
Lázaro y comprobar personalmente el milagro del que ya hablaba toda la ciudad. Por la tarde se presentó
Nicodemo, que nos confirmó las malas intenciones del Sanedrín con respecto a Jesús y también a Lázaro.
Al día siguiente, muy de mañana, se fueron Jesús, Lázaro y los apóstoles, acompañados de Myriam y Salomé.
Pernoctaron en las cercanías de Efraín, en la linde del desierto, a la espera de la Pascua. Al cabo de varios
días, también Juana dejó Betania y se hospedó en casa de unas amigas en Jerusalén. Durante unos días sólo
nos quedamos la Señora, Magdalena y yo. De pronto, la casa de Betania nos pareció vacía.
Un día vino a visitar a Marta un tal Simón, el cual quiso contarnos, conmovido, su historia. Era un hombre
adinerado, que poseía una finca amplia y fértil no lejos de la casa de Lázaro, a la salida de la aldea. Era buen
amigo de Lázaro, pero desde algún tiempo no se había dejado ver. Vivía apartado, casi escondido, por haber
contraído la lepra. Cuando se enteró de la resurrección de Lázaro, se sintió animado por una repentina
esperanza y mandó a dos criados en busca de Jesús para pedirle que le curase. Lo encontraron justo el día de
su salida de Betania, camino de Efraín, y lo pararon para hablarle de su señor. Lázaro, que iba junto a Jesús,
los reconoció y se unió a sus peticiones, apoyándolas con calor, recordando a Jesús que Simón siempre había
sido un amigo sincero y generoso. Jesús miró en silencio a Lázaro, luego le sonrió y dijo:
—Hágase como deseas.
Y a los criados les comentó:
—Id, y decid a vuestro señor que se acuerde de hacer la ofrenda al Templo.
Todos nosotros seguíamos emocionados el relato, mientras su criado ponía en la mesa un gran cántaro de
miel. Al final, Simón se secó los ojos con el dorso de la mano y manifestó a María su vivo deseo de volver a
ver pronto a su amigo Lázaro, así como de agradecer al Maestro su curación. Nos saludó y, tras una lenta y
afectuosa inclinación ante María, se marchó.
La visita nos causó honda impresión a todos. Experimentamos, de uno u otro modo, la bondad de Jesús, su
amor misericordioso, su fuerza curativa. Realmente, en estos dos años, allí por donde ha pasado, ha dejado la
señal, el sello del paso de Dios: ha curado a enfermos, liberado a obsesos, secado lágrimas, consolado
corazones e iluminado a muchas mentes, levantado a oprimidos, encendido esperanzas y, sobre todo, ha
devuelto la paz a tantas conciencias heridas y ofuscadas por el mal. Por donde pasó Jesús, pasó la salvación y
volvió la vida.
En torno a estas consideraciones giraban los comentarios de las mujeres, que no lograban refrenar su alegría.
María escuchaba en silencio y sonreía. Pero su sonrisa ya no tenía la serenidad de antes, sin nubes ni sombras:
era una sonrisa velada por el sufrimiento, que escondía aprensión y un cierto temor. Las mujeres, sin embargo,
tenían demasiado lejos sus pensamientos como para percatarse. Entonces me acerqué poco a poco a María y
comencé a decirle en voz baja:
—He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Mi alma magnifica al Señor y exulta mi
espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava…
María me abrazó fuerte y tiernísimamente, interrumpiendo las palabras que, con excesiva audacia, me permití
susurrarle. Luego se levantó y volvimos todos al trabajo.

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* ** * *

27. TRAS LA HUELLAS DE JESúS

Madre mía, dos años tras las huellas de Jesús. Dos años en los que Jesús ha recorrido todos los caminos de
esta ‘tierra prometida’, la tierra de nuestros padres, la tierra de Israel, del pueblo elegido por Dios. Durante
más de dos años, el camino ha sido todo para Jesús: habitación, lecho, mesa, cátedra. En el camino, Jesús ha
trabajado, comido, dormido. En el camino ha vivido. Y, sobre todo, en el camino ha enseñado, instruido a sus
apóstoles, hablado a las muchedumbres; se ha topado con los enfermos, con los pecadores, con sus enemigos.
El camino es la expresión de nuestra condición humana, y Jesús se la ha apropiado, pero también le ha dado
un sentido y un cumplimiento. Hasta ahora, para los hombres del mundo, el camino era un entrecruzamiento
de senderos donde se extraviaban las vicisitudes humanas, una especie de dédalo que ahogaba en la
desesperación cualquier búsqueda y deseo del corazón. Ahora, con Jesús, todo camino se ha hecho una senda
de esperanza y de salvación. De esperanza, porque Jesús es la Verdad que ilumina a todo hombre, y la Verdad
da significado y valor a toda vicisitud humana. De salvación, porque Jesús es la Vida, y la Vida no defrauda
aun cuando se necesite el dolor y la cruz para llegar a la felicidad.
Para Jesús, todos los senderos de Galilea, de Samaria, de Judea, de Tiro y Sidón y de las regiones vecinas, han
sido senderos de un único camino, de un único viaje, que culminará en el Calvario y terminará después en el
Cielo, a la derecha del Padre. Dos años dedicados al camino para encontrar a la humanidad, para buscar al
hombre: al hombre herido, al hombre despojado, al hombre ciego y confuso, al hombre sin meta ni esperanza,
al hombre huérfano, sin Padre, sin Dios.
Madre mía, pienso en estos dos años pasados contigo siguiendo a Jesús. Sólo dos años que han volado
velozmente, pero tienen duración de siglos. Dos años en los que ha ocurrido todo lo importante y decisivo
respecto al destino de la humanidad, dos años que resumen la entera historia humana en esta tierra, años sin
los cuales los milenios no tendrían sentido, no serían más que una peripecia inútil, y la vida del hombre un
viaje sin esperanza por el tiempo.
Madre mía, ha sido una suerte inmensa, una gracia enorme poder revivir desde dentro estos dos años de la
vida de Jesús, haber entrado en ellos y recorrerlos junto a ti, pisando las mismas huellas del Señor. ¿Quién
podrá contar jamás lo que experimenta nuestro corazón al pensar que esa voz honda, fuerte y a la par amable,
vibrante de tonalidades que zarandean el alma, es la voz de Dios que resuena en el mundo? ¿Quién podrá
describir jamás lo que sucede en el alma cuando esos ojos cargados de misterio, severos y misericordiosos a la
vez, suavemente irresistibles, se fijan en ti y sientes que son la mirada de Dios que penetra en las
profundidades de tu ser?
Esa mirada lee en tu pensamiento todo lo que tú no sabes decir, rompe el silencio de tu conciencia, abre allí
una brecha y difunde la luz de su Verdad en el alma. Luz que te hace salir de tu escondite, te desarma, te
desnuda por completo y te sientes como atenazado por el pánico, si no fuese porque esa mirada va
acompañada de una sonrisa que irradia su rostro en todo. Esa sonrisa te libera de cualquier temor, abre en tu
alma como un resquicio de un azul limpidísimo en medio de nubes tempestuosas, y una gran paz inunda tu
ánimo, una paz que no es tuya, ni viene de los hombres o de acontecimientos favorables, una paz que es don,
paz verdadera, segura, no engañosa ni precaria. En ese resquicio azul, en esa sonrisa, vislumbras un abismo,
un cielo inmenso, sin sombras ni límites: es la sonrisa de Dios para ti, de un Dios que te ama, te perdona, te
cura; un Dios que te susurra, sin ruido de palabras: ‘No se turbe tu corazón. Tienes fe en Dios, ten fe también
en mí. Yo te doy la paz, mi paz. Como el Padre me ama, así te amo también yo… Permanece en mi amor’.
Madre mía, dos años contigo tras la huellas de Jesús. ¿Quién los podrá relatar? Cuánta riqueza de
acontecimientos: episodios conmovedores, o entusiasmantes, o preocupantes; cuántos milagros en enfermos,
en demonios, en leyes de la naturaleza… y las interminables muchedumbres –de miles de personas–, y su
enseñanza tan nueva, tan vigorosa, tan inmediata, tan liberadora. Y cuántas noches en oración, cuántas fatigas

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en situaciones incómodas y precarias, cuánto agotamiento, cuánta hambre, cuánto sueño. Y, además, cuánta
hostilidad, cuánto odio e incomprensión: fariseos, saduceos, escribas, samaritanos, sacerdotes… Pero también
cuánto amor: Magdalena, Marta, María, Lázaro, sin hablar de Pedro, de Juan y de los demás discípulos. Madre
mía, dos años, pero cuánto tiempo. ¡La eternidad!
Madre mía, gracias por haberme tenido junto a ti y haberme hecho vivir estos dos años de la vida de Jesús a
través de ti. Junto a ti, a Jesús se le comprende mejor y con mayor hondura; y cuando en alguna circunstancia
me has empujado a seguir a Jesús uniéndome a los apóstoles, me percataba de que, pese a no participar en
todo lo que hacían –eran muy activos y se movían alrededor de Jesús con gran entusiasmo–, lo comprendía
aún mejor: sus gestos y palabras me decían mucho más de su pensamiento y de su ánimo que lo que percibían
los apóstoles. Ciertamente, yo les aventajaba porque llevo treinta años con Jesús, he vivido con Él en Belén,
en Egipto, en la casa de Nazaret, pero sé que eso no es suficiente. Se puede vivir años junto a una persona y no
comprenderla, mucho más con respecto a Jesús. Él desbarataba todas las expectativas mesiánicas de Israel, e
incluso decepcionaba las esperanzas de los discípulos.
Cuando Jesús preguntó a los apóstoles qué pensaban de Él, quién era realmente, sólo Pedro –él mismo nos lo
contó, con visible satisfacción y un comprensible orgullo– supo responder que Jesús era el Hijo de Dios. Sin
embargo, tal como nos dijo Juan, no lo había sabido en virtud de su inteligencia, sino por revelación del Padre.
Con todo, conocer a Jesús, saber quién es, no es todavía comprenderlo. Ahora, al cabo de dos años tras las
huellas de Jesús, puedo decir por experiencia que estar cerca de ti, María, es el mejor camino para entender a
Jesús y amarlo. Gracias, Madre mía. Gracias.

Los últimos días

28. REGRESO DE JESúS A BETANIA

Se aproximaba ya la Pascua. María, Magdalena y yo nos trasladamos a la ciudad, huéspedes en casa de


Marcos. La madre de Marcos, también llamada María, era una mujer amable, fina de líneas y muy sensata:
una mujer, como se dice, de criterio. Tenía un primo de nombre José, que más tarde tomará el sobrenombre de
Bernabé: un verdadero levita, muy temeroso de Dios, fiel al más puro judaísmo. Vivía en Chipre, de cuyos
ambientes helenísticos había absorbido gustos y maneras. Era, en efecto, un hombre elegante, calmado,
excelente orador; gozaba de prestigio en el ámbito familiar y, en su día, las comunidades cristianas de
Jerusalén y de Antioquía le tendrán en gran consideración. Aunque no viajaba con frecuencia a Jerusalén,
cuidaba las relaciones con su prima y su familia.
La madre de Marcos había conocido a la Señora gracias a su amistad con la familia de Isabel, y rápidamente
congenió con ella, hasta el punto de que le alegraba muy de veras poder acoger en su casa a María y a todos
nosotros. Marcos era un chico despierto, de inteligencia vivaz y de buena memoria, pero algo mimoso. No me
resultó difícil hacerme amigo suyo. Me lo llevaba conmigo cada vez que salía de casa. Era alegre y me servía
de guía.
Los días pasados en la casa de Marcos fueron serenos, muy agradables, aparte de que la exquisita hospitalidad
de María hizo particularmente confortable nuestra estancia. Además, tras lo ocurrido en Betania, parecía que
se hubiesen atemperado las malas caras en los ambientes oficiales de la ciudad y del Templo, así como las
manifestaciones de hostilidad hacia Jesús. Sin embargo, todo era apariencia. En realidad, el odio y la voluntad
homicida ardían calladamente bajo las cenizas.
La Señora lo percibía de modo muy vivo. En ese periodo, en efecto, era más patente su continua intimidad con
Dios. Subía frecuentemente al Templo a orar en la hora del incienso y en la hora del sacrificio. Magdalena la
seguía como un corderillo. Un día la vi detenerse en silencio y profundamente recogida junto a la puerta de
Nicanor, allí donde se topó con el anciano Simeón. Sus palabras «A ti una espada te traspasará el alma»,
resonaban seguramente en su alma. Me acerqué, le cogí la mano y se la apreté cariñosamente. Quizás

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Magdalena no comprendió el significado de mi gesto, pero María me miró y recompuso su rostro con una
sonrisa que manifestaba toda la paz que, a pesar de lo que tenía que ocurrir, reinaba en su alma.
Comenzaban a llegar a Jerusalén multitudes de peregrinos. Cuando quedaban unos diez días para la Pascua,
nos trasladamos de nuevo a casa de Marta, pues sabíamos que Jesús, al regresar a Jerusalén, se detendría con
Lázaro en Betania y allí debíamos aguardarle. Fueron días de intenso trabajo: Marta, María y Magdalena,
siempre guiadas atentamente por la Señora, se movilizaron para preparar la casa y todo lo que sirviera para
acoger adecuadamente a Jesús y a sus discípulos con ocasión de la Pascua. Un gran entusiasmo se respiraba en
la casa. Hasta Simón, el leproso curado, se mantenía constantemente informado, porque pretendía expresar
cuanto antes su agradecimiento a Jesús y a Lázaro.
Faltaba una semana para la solemnidad cuando, a mediodía, se presentó el primer grupo de discípulos, señal
de la inminente venida de Jesús. En efecto, llegó antes del ocaso, que marca el comienzo del descanso
sabático. Estaba cansado, pero distendido y contento. Se le vio feliz de volver a la casa amiga, entre paredes
que siempre le proporcionaban serenidad y calor. Simón, aún muy emocionado por la curación, ya estaba allí,
esperándole desde primera hora de la tarde. Su encuentro con Jesús y con Lázaro fue sumamente expansivo.
Ya había dispuesto todo para la cena del día siguiente en su casa, a la que nos convidó a todos. Abrazó a
Lázaro, besó la orla del manto de Jesús y se marchó.
Pasamos la velada y el día siguiente guardando el descanso sabático, dedicados a la oración, a la lectura de los
profetas y a la narración, por parte de los apóstoles, de diversas anécdotas acaecidas en la última semana.

29. LA CENA EN CASA DE SIMóN

La noche del sábado nos fuimos todos a cenar en casa de Simón. La atmósfera era muy festiva. Entre los
invitados se contaban también varios notables del lugar, por lo que el banquete asumía el significado de una
fiesta de pueblo en honor de Lázaro, que había desaparecido tras su resurrección, y de Jesús, naturalmente.
Con mayor motivo porque, subiendo de Jericó a Jerusalén, Jesús había manifestado su intención, enteramente
inesperada, de no entrar en Jerusalén de incógnito, sino con solemnidad, de un modo diríase oficial. Esta
decisión entusiasmó a todos, y ya se formulaban propuestas de cómo acompañar a Jesús y de qué
manifestaciones festivas había que organizar en su honor: de una vez por todas, debía ser acogido como el
Mesías, el Hijo de David. Las propuestas tomaron cada vez mayor consistencia a la vista de que Jesús, en
contra de su costumbre, no sólo no las rechazaba, sino que con su silencio daba la impresión de aprobarlas.
Contribuía a mantener alto el entusiasmo, además, el relato de los milagros que Jesús había realizado a su paso
por Jericó, sobre todo la curación de Bartimeo y de su compañero, que eran ciegos, y la conversión de uno de
los personajes más ricos y odiados de la región: Zaqueo. Su conversión había impresionado a todos, además
de hacer felices a bastantes de los que había robado y estafado, porque les resarció con generosidad, y de
alegrar a los muchos pobres que se beneficiaron de su largueza.
La alusión a los pobres tuvo una embarazosa comprobación en un episodio sorprendente y emocionante,
acontecido al inicio del banquete. Los comensales se hallaban ya en sus sitios en el salón y degustaban los
entremeses. Reinaba una gran animación en la casa y Simón mostraba una cara radiante de satisfacción.
De repente, por la puerta que da al atrio entró una mujer que llevaba en la mano un tarro de alabastro de
cuerpo ancho y cuello largo, sellado. Sus vestidos, a la luz de las antorchas, aparecían esplendorosos. Vestía
una túnica de lino finísimo tintado con púrpura de Tiro, atada a la cintura con una faja de lino blanco, y una
ligera toca le caía sobre los hombros. De primeras no la reconocí, pero cuando llegó al centro identifiqué
claramente su figura: era María, la hermana de Lázaro. Cundió el silencio en la sala, al tiempo que al umbral
de entrada se asomaron Magdalena, Marta y luego las demás mujeres, que permanecieron estáticas
contemplando la inesperada escena.
María golpeó el frasco contra la hidra de piedra que tenía al lado; el cuello saltó limpiamente por los aires.
Entonces se aproximó a Jesús y, poniéndose de rodillas detrás de Él, comenzó a verter el contenido sobre la
cabeza del Señor. Jesús permaneció inmóvil y, sin mirar a María, observó a los comensales. En nuestras caras,
en efecto, se dibujaban el asombro y la sorpresa.

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María siguió echando ungüento perfumado sobre la cabeza de Jesús, rozando con la mano sus cabellos para
difundirlo. Nadie en la sala osaba intervenir. Sólo cuando María se puso a los pies del Maestro y, tras desatarle
las sandalias, comenzó a verter sin interrupción la esencia en sus pies, se oyó un murmullo sordo, proveniente
del sitio de la mesa en que se hallaba Judas. Éste, en cuanto olió el fuerte aroma que había invadido la sala, se
percató de que se trataba de un óleo especial, ciertamente muy caro por su rareza. Se levantó y fue hacia
María, parándose a dos pasos de ella. Miró estupefacto y, con tono de sorpresa, exclamó:
—¡Pero esto es nardo, nardo purísimo! De ése raro y costosísimo que llega del lejano Oriente. Es una locura
derramarlo así. Para perfumar al Maestro bastaban unas pocas gotas.
E instintivamente hubiera querido sujetar el brazo de María. Ésta, sin embargo, completamente insensible a lo
que ocurría alrededor, continuó vertiendo hasta la última gota del valioso ungüento; después se desanudó su
larga cabellera y comenzó a pasar sus suaves cabellos por los pies del Señor, para que se impregnaran bien del
ungüento y lo absorbieron a fondo. Entonces Judas, consternado y abatido, comentó a Jesús y a los discípulos:
—Este ungüento tan caro así desparramado, si se vendiese, podría reportar más de trescientos denarios. ¡Con
todos los pobres que hay!
Se oyeron voces de aprobación y uno corroboró:
—Es cierto. No había por qué tirar así algo tan valioso.
Entonces Jesús miró a Judas, en silencio. Su mirada era severa, pero a la vez llena de afecto, más intensa y
penetrante de lo habitual. Luego dijo:
—Déjala. Que haga lo que siente que tiene que hacer. Después de todo, una buena obra ha hecho conmigo.
Y vuelto hacia los discípulos agregó:
—A los pobres siempre los tendréis con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis. María ha anticipado mi
sepultura. Es más, os digo que en todos los sitios donde se predique el Evangelio se pondrá de ejemplo lo que
ha hecho por mí.
Judas anubló su rostro y regresó a su sitio. María se atusó el pelo y, tras besar con brío los pies de Jesús, le
calzó las sandalias, se alzó y, sin mirarlo, enfiló hacia las demás mujeres, que le hicieron pasillo y la siguieron.
Yo me hallaba en un extremo de la mesa, al lado opuesto de Judas, y pude presenciar lo ocurrido frente a
Jesús. Aparecía sereno. Pidió vino y se puso a charlar con Simón. La sala se animó de nuevo y los criados
volvieron a moverse entre los comensales.
Mateo, que estaba a mi lado, quiso contarme otros detalles del banquete en casa de Zaqueo en Jericó, pues
conservaba aún muy viva la impresión que le había suscitado la extraordinaria conversión de ese hombre.
Luego sacó a relucir el asunto de qué haría el Maestro al día siguiente. Yo, sin embargo, no lograba seguir la
conversación. El gesto de María me había impresionado enormemente y muchos pensamientos se agolpaban
en mi mente, impidiéndome entrar al tema. Me volvían a la memoria episodios semejantes al gesto de María,
como el ocurrido en Galilea, en casa de otro Simón, un fariseo muy generoso y hospitalario con Jesús.
También en aquella ocasión Jesús defendió a la mujer, una pecadora anónima que le lavó los pies con sus
lágrimas de amor y de arrepentimiento, frente al fariseo, que la había menospreciado en su corazón:
—Le son perdonados sus muchos pecados –le dijo–, porque ha amado mucho.
El amor. Estos son los gestos a los que impulsa el amor. Gestos que parecen locuras a los ojos de quien no
sabe amar. Para el hombre egoísta, el dinero vale más que el amor. Para el hombre animal, el placer vale más
que el amor. Para el hombre violento, la venganza vale más que el perdón. Y cualquiera que tiene un corazón
árido y mezquino no puede comprender el amor. Por eso no puede comprender a Jesús. Al defender el gesto
de María, Jesús defendió el amor. Y proclamó solemnemente que anunciar el Evangelio es anunciar al mundo
el amor. «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Unigénito».
Por eso no hay medida en el amor. La medida del amor es amar sin medida. El amor sabe «derramar» por la
persona amada lo más valioso y querido que posee. Por eso tampoco el hombre mediocre puede comprender el
amor. La desazón que los comensales experimentamos ante el gesto de María provenía de nuestra
mediocridad. Ese gesto puso al descubierto la codicia de Judas y la mediocridad de muchos de nosotros.

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Señor, ¿cómo podemos amarte sin medida? Quizás debamos acordarnos de lo «mucho» que se nos ha
perdonado. Tu perdón sin medida –ése que nos obtuviste con el sacrificio de tu vida– requiere por nuestra
parte un amor sin medida. Un corazón que sólo ama a medias, que comparte el amor, nunca será capaz de las
audacias y locuras de los santos. Cuántas veces, en nombre de la pobreza, te hemos tratado con tacañería,
porque hemos confundido la cicatería con la sencillez, la grosería con la confianza.
Hace tantos años que vivo junto a María y todavía no he aprendido la aristocracia del amor, la finura de la
entrega, la magnanimidad del corazón. Jesús, yo también quiero amarte con el amor de María, de Magdalena,
de tu santísima Madre.

30. LA PROCESIóN DELOS RAMOS

A la mañana siguiente, Jesús se levantó muy temprano. Pronto toda la casa estuvo en movimiento. Las
mujeres prepararon una comida sustanciosa y los discípulos dispusieron todo para el ingreso oficial de Jesús
en la Ciudad Santa. Alrededor de la casa se había congregado mucha gente del pueblo, con intención de unirse
a nosotros.
Con los primeros rayos del sol, Jesús se puso en camino. Poco antes, mandó a dos discípulos, los hermanos
Simón y Judas Tadeo, que fueran a Betfagé, conjunto de casuchas junto a la cima del monte de los Olivos. Les
encargó que desataran la asna y su pollino que hallarían junto a la primera casa de la aldea y que dijeran al
dueño que el Maestro los necesitaba y los devolvería ese mismo día. Mateo le comentó que tenía a su entera
disposición las caballerías de Lázaro. Pero Jesús le respondió que tenía que entrar en Jerusalén sobre un
borrico joven que nadie hubiera montado todavía. Más tarde, Mateo recordará un pasaje del profeta Zacarías
en el que se dice que el Rey de Sión –el Mesías– entraría en Jerusalén a lomos de un pollino hijo de asna.
Cuando los dos apóstoles llegaron con los burros y Jesús se dispuso a montarse en el borrico, estalló el
entusiasmo en la multitud que lo seguía. A nosotros y a la gente de Betania se nos habían unido peregrinos
procedentes de Jericó, así como judíos que venían de Jerusalén para ver a Jesús y a Lázaro, y más adelante se
nos juntaron muchedumbres de galileos que habían acampado fuera de Jerusalén aguardando la Pascua. El
cortejo se hizo cada vez más numeroso y variopinto: gente de todas las edades y procedencias, pero todos
hermanados por una única convicción: había llegado el momento decisivo y el Hijo de David entraba como
Rey de Israel en la Ciudad Santa.
Jesús iba montado en el borrico, al que Andrés y Santiago habían recubierto con sus mantos, y cabalgaba
precedido por Pedro, Andrés y Felipe, que le abrían paso entre la multitud. Mucha gente cogió ramos de olivo,
abundantes por la reciente poda primaveral, y gritaban danzando:
—Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en el Cielo.
Simón llevaba a la asna de las riendas, mientras que el borriquillo, nada habituado a tanto ajetreo, trotaba
tranquilo junto a su madre. Yo iba detrás de Juan, que caminaba al lado del pollino, pero sin gritar nada. Ese
borrico me recordaba muchos –demasiados– momentos inolvidables pasados junto a María y José, cuando era
yo quien llevaba de la brida a nuestro Samuel, que se enorgullecía de servir de trono a la Señora y a Jesús.
Había aprendido a distinguir quién lo montaba. Si llevaba a la Señora, andaba calmado y ligero, sin sacudidas
ni tirones: era un tesoro de delicadeza. Si se montaba Jesús, su paso se hacía decidido, hincaba sus pezuñas en
el sendero y acompasaba sus pasos con movimientos de la cabeza, como si fuera un caballo de raza. Si, en
cambio, era yo quien se subía a su grupa, olvidaba toda consideración, corría a lo loco para luego frenarse de
golpe, o bien comenzaba a dar grandes brincos hasta que lograba tirarme al suelo, momento en que paraba y
giraba su cabezota parda hacia mí, mirándome con sus dulces ojazos, y yo comprendía que no lo hacía por
malicia, sino para divertirse.
Ahora, a nuestro viejo y querido Samuel lo sustituía ese joven pollino todavía inexperto, ignorante del
privilegio que le había tocado, pero feliz de caminar junto a su madre, que en cierto modo lo adiestraba en el
importante servicio que estaba proporcionando. Por un momento me llené de envidia. También habría querido
caminar junto a mi Madre, María, pero Ella se había quedado en Betania. Con Marta y con Lázaro, que

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permaneció en casa por decisión de Jesús, para evitar peligrosas sorpresas. Supe después que pasaron bastante
tiempo en oración con María. Las demás mujeres iban detrás de nosotros, perdidas entre la multitud.
Jesús, montado en el pollino, se dejaba ensalzar por la muchedumbre que lo aclamaba como Hijo de David,
«enviado» de Yahvé, lo que equivalía a una proclamación mesiánica. Esto asustó a los fariseos que habían
venido de Jerusalén, y uno de ellos, que portaba pomposamente las insignias de doctor de la Ley, forzando el
cordón de los apóstoles, se acercó a Jesús y, con tono de protesta, le dijo:
—¿Pero es que no oyes lo que dice esta gente?
Jesús detuvo al borrico, fijó su mirada penetrante en el fariseo y luego, echando un vistazo a su alrededor,
exclamó:
—Si esta gente callase, gritarían las piedras.
Y arreó al pollino, que reemprendió la marcha.
Alcanzamos así la cima del monte de los Olivos. Cuando el cortejo se disponía a descender hacia el valle del
Cedrón, Jesús frenó al borrico y se detuvo a contemplar la Ciudad Santa, allí enfrente, en toda su
magnificencia. El espectáculo era impresionante. El sol, ya elevado en el horizonte, iluminaba desde oriente
Jerusalén, que mostraba en primer plano el complejo monumental del Templo. Era el Templo ampliado y
embellecido por Herodes el Grande. Se apreciaban los imponentes cimientos de piedra que desde el fondo del
valle llegaban hasta la gran explanada, formados por moles ciclópeas que los rayos dorados del sol enrojecían.
Más arriba, el Templo en todo su esplendor, con los techos dorados reflectantes de luz y los mármoles blancos
de las columnatas. Adosada al Templo, la austera y poderosa torre Antonia. Al fondo, el suntuoso palacio de
Herodes y, rodeando todo, las murallas, sólidas y elegantes, que abrazaban la ciudad, configurándola como un
precioso cofre y, a la par, como una fortaleza inexpugnable.
Jesús se quedó quieto contemplando. Su ciudad, la ciudad de Dios, el lugar de tantas maravillas realizadas por
el Señor, se hallaba allí, a sus pies. De repente, se llevó la mano a los ojos y se echó a llorar. Las murallas no
le parecieron en ese momento un baluarte defensivo, sino el signo de un rechazo, el rechazo de su ciudad a
acogerlo como Salvador. Era una ciudad cerrada a la visita de Dios.
Cuando con los ojos empañados de lágrimas volvió a mirar la ciudad, entre un sollozo y otro, comenzó a
murmurar:
—¡Jerusalén, Jerusalén!
Juan, que se encontraba a su lado, pudo oír, profundamente sorprendido, el lamento del Señor:
—Ojalá comprendieses en este día lo que te trae la paz… Pero ahora está oculto a tus ojos. Días vendrán en
que tus enemigos te rodearán de trincheras, te asediarán y te apretarán por todas partes. Te abatirán a ti y a tus
hijos dentro de ti, y no te dejarán piedra sobre piedra, porque no reconociste el tiempo en que fuiste visitada.
Juan conocía qué sorda hostilidad reinaba en el Sanedrín por parte de los escribas y doctores del Templo. Por
sus contactos con el ambiente sacerdotal, así como por su amistad con Nicodemo, Juan estaba plenamente al
corriente de la inquina, hecha de odio y de venganza, que dominaba el ánimo de los jefes religiosos de
Jerusalén contra Jesús. De ahí que el llanto del Maestro, aun imprevisto, halló en él una comprensible
justificación.
En cambio, lo que le resultó incomprensible era la sombría previsión acerca del destino de la ciudad, destino
que en las palabras de Jesús aparecía como una espantosa catástrofe. ¿Cómo era posible que tanto esplendor,
que la Ciudad Santa, la ciudad que fue de David, de Salomón y de los profetas y que ahora veía el triunfo del
Mesías; cómo era posible que una realidad tan excelsa, marcada por la predilección y la gloria de Yahvé,
acabase miserablemente en ruinas por obra de los paganos? Cuarenta años después, esas palabras de Jesús se
hicieron una trágica realidad. Cada detalle tendrá una precisa corroboración en la dolorosa secuencia de los
acontecimientos.

** * * *

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31. EL LAMENTO DE JESúS

«¡Ay, qué solitaria yace la ciudad tan populosa! Ha quedado como una viuda, la grande entre las naciones.
(…) De la hija de Sión desapareció toda hermosura… sus enemigos la contemplan y se burlan de su ruina (…)
¿Quién podrá consolarte, doncella, hija de Sión? Pues grande como el mar es tu quebranto. (…) Contra ti se
frotan las manos cuantos pasan por el camino, mueven la cabeza contra la hija de Jerusalén. ¿Es ésta la ciudad
que llamaban ‘belleza perfecta’, ‘gozo de toda la tierra’?
Jerusalén ha quedado como trapo sucio entre sus enemigos.
Asombraos, cielos, espantaos como nunca. Pues dos iniquidades ha cometido mi pueblo: me abandonaron a
mí, fuente de aguas vivas, y se cavaron cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua».

Hace seis siglos, el gran profeta Jeremías derramaba estas lágrimas sobre Jerusalén. Lloraba sobre las ruinas
de su ciudad, arrasada a hierro y fuego por los ejércitos de Babilonia. Sus lágrimas caían sobre las ruinas de la
Ciudad Santa, pero el motivo no eran las ruinas. El profeta lloraba por la infidelidad de Jerusalén. El pueblo
elegido había traicionado la Alianza con su Dios. El llanto del profeta y sus atormentados lamentos iban
mucho más allá del espectáculo desolador de una ciudad destruida. Las ruinas todavía humeantes no las
habían causado las armas de Nabucodonosor, sino la infidelidad de Israel a su Señor.
Ahora esa ciudad está aquí, a tu vista, Jesús. Su infidelidad a la Alianza se consuma hoy con el rechazo a su
Dios, que viene mansamente a ella sobre un borriquillo. Dolor de amor es lo que atenaza tu corazón. Todos los
caminos que has recorrido para subir a Jerusalén han sido caminos de amor, y las lágrimas de amor son la
única respuesta al rechazo de la Ciudad Santa. ¡Jerusalén, Jerusalén! Cuánta trágica ironía esconde este
nombre. ¡La ciudad que se intitula ‘visión de paz’, no sabe reconocer lo que aporta beneficio a su paz! En ese
momento, esa ‘visión de paz’ se transformó en ti, Señor, en una ‘visión de destrucción y de guerra’, de dolor y
de llanto.
Pero tu mirada, Jesús, inmensamente más profética que la de Jeremías, va mucho más allá de tu ciudad, de sus
murallas y de su Templo, de su esplendor tan dolorosamente ofuscado por un destino mortal. Para ti, cada
alma es una ciudad santa, toda alma es una Jerusalén en la que Dios ha realizado sus maravillas. Y cuando esta
alma se rodea de murallas impenetrables, murallas de indiferencia, de rechazo, de obstinada cerrazón a la voz
de Dios que viene a visitarla, esta alma acabará en manos del Maligno, que destruirá en ella toda gracia,
apagará toda belleza, borrará todo signo del amor de Dios, reduciéndola a un tizón humeante, a un lugar
tenebroso ‘donde hay llantos y rechinar de dientes’. El verdadero motivo de tu llanto es el final miserable de
toda alma que rechaza la visita de Dios.
Jesús, ¿quién te hará justicia? ¿Quién salvará a Jerusalén o la hará resurgir de sus cenizas? Sólo tu Padre podrá
hacerte justicia y sólo Él podrá glorificarte, pues Él no pierde batallas. El Espíritu que Él hará brotar de tu
victoria y de tu gloria renovará la tierra y preparará una nueva Jerusalén. Juan, testigo ahora de tu llanto y de
tu lamento, será un día el profeta de la nueva creación, de la nueva Jerusalén celestial que el Padre dispondrá
para sus elegidos.
«Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo del lado de Dios, ataviada como una esposa
que se engalana para su esposo. Y oí una gran voz que desde el trono decía: ‘He aquí la morada de Dios entre
los hombres, y habitará con ellos, y ellos serán su pueblo y el mismo Dios será con ellos. Y enjugará las
lágrimas de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni gritos, ni dolor’ (…) Y el ángel me mostró después la
ciudad santa, Jerusalén, resplandeciente de la gloria de Dios. Su brillo era semejante a la piedra más preciosa,
al jaspe pulimentado. Tenía una gran muralla… de doce mil estadios…, con doce basamentos…, con doce
puertas…, con doce nombres…, con doce ángeles… Era una ciudad de oro purísimo toda ella, semejante al
vidrio puro. Sus basamentos son de piedras preciosas: jaspe, zafiro, calcedonia, esmeralda, sardónica,
cornalina, crisólito, berilo, topacio, crisoprasa, jacinto, amatista. La plaza de la ciudad era de oro puro. Templo
no vi en ella, pues el Señor Dios Omnipotente, con el Cordero, era su templo. La ciudad no necesitaba sol ni
luna, porque la gloria de Dios la iluminaba y su lumbrera era el Cordero.

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A su luz caminarán las naciones, y los reyes de la tierra llevarán a ella su esplendor. Sus puertas nunca se
cerrarán… y nada impuro entrará en ella… y no habrá ya maldición alguna. En la ciudad estará el trono de
Dios y del Cordero, y sus siervos lo adorarán, y verán su rostro, y llevarán su nombre inscrito en la frente… Y
reinarán por los siglos de los siglos».
Jesús, tus lágrimas harán, de toda alma que te acoja, una Jerusalén celeste, nueva, esplendorosa de eternidad.

** * * *

32. ENTRADA EN JERUSALéN

Una vez retomado el camino que desciende al valle del Cedrón, Jesús se recompuso, asumiendo un aspecto
solemne, manso pero pleno de dignidad, que contribuía a alimentar el entusiasmo de la multitud. Multitud que
iba en aumento, porque muchos peregrinos, sobre todo galileos venidos a Jerusalén para la Pascua, en cuando
se enteraban de la noticia, salían de la ciudad a su encuentro. Rodeado del gentío que lanzaba hosannas, Jesús
entró en Jerusalén por la puerta oriental, confió el pollino a los dos discípulos Simón y Tadeo, y subió al
pórtico de Salomón. Los servidores del Templo apenas habían terminado sus faenas de limpieza, y la gente iba
subiendo para la plegaria vespertina.
Muchos fariseos observaban al gentío que tributaba sus hosannas a Jesús y a duras penas lograban contener su
irritación y su abatimiento. Se sentían como derrotados y protestaban a Jesús por dejarse tratar como Mesías
con una escenografía tan ridícula. Pero Jesús, siguiendo su camino, entró en el Templo y se dirigió a la puerta
de Nicanor. Estaba subiendo las gradas cuando se le acercaron Andrés y Felipe para pedirle algo. Jesús se
giró, se enderezó en medio de la puerta de Nicanor, frente a la puerta Dorada del Templo, y miró a su
alrededor. El atrio de los gentiles rebosaba de gente, en medio de la cual muchos niños y jóvenes gritaban con
la insistencia propia de su edad: «¡Hosanna al hijo de David! ¡Hosanna! ¡Hosanna!».
Cuando Jesús tomó la palabra se hizo el silencio en todo el gran patio, incluso bajo los pórticos de Salomón.
Con voz poderosa y solemne, comenzó:
—Ha llegado la hora. Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado. En verdad os digo: si el
grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si muere produce mucho fruto… Ahora mi
alma está turbada, pero ¿qué diré: Padre, líbrame de esta hora? ¡Si precisamente para esto he venido! ¡Padre,
glorifica tu nombre!
Se oyó en ese momento una voz desde el Cielo:
—Lo he glorificado, y todavía lo glorificaré.
En el silencio, esa voz retumbó potente como un trueno. La gente comenzó a interrogarse, aportando las más
diversas explicaciones, pero nadie comprendió, ni siquiera los apóstoles, el sentido de las palabras de Jesús.
Él, en efecto, tomando ocasión de las manifestaciones de gloria humana que se le habían tributado, quiso
proclamar que su gloria sólo provenía del Padre, que lo elevaría sobre la tierra para rescatar a todas las
criaturas y restituirlas a la gloria del Padre. Exclamó:
—Cuando sea levantado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí.
Jesús provocó el testimonio solemne del Cielo, entre otros motivos, para asentir a la petición de Felipe y
Andrés, a quienes se les habían acercado varios prosélitos de origen griego con el deseo de ser presentados a
Jesús. Por la Pascua, en efecto, muchos eran los peregrinos llegados de diversos países que aún no conocían a
Jesús.
Sin embargo, la única expresión que los fariseos mezclados entre el gentío le recriminaron fue el título de
«Hijo del hombre».
—¿Quién es ese Hijo del hombre?

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Jesús no respondió, pero quiso estimularles una vez más a la humildad de la fe, por lo que, tomando pie de que
empezaba a atardecer, les dijo:
—Todavía por un tiempo la luz está entre vosotros. Caminad mientras tenéis luz, porque, si no, os
sorprenderán las tinieblas. Quien camina en tinieblas no sabe adónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la
luz, para haceros hijos de la luz.
Era evidente la referencia a su persona y a su enseñanza, al igual que al cercano ocaso de su jornada terrena.
Pero Jesús no quiso proseguir y evitó cualquier otro debate. Bajó los escalones de la puerta de Nicanor, se
dirigió a la puerta Dorada y desapareció. Por otro lado, tanto los discípulos como el gentío, los fariseos y los
jefes del pueblo tenían materia abundante sobre la que reflexionar a propósito de lo ocurrido en ese día y de lo
que Jesús había proclamado.
Los apóstoles, las mujeres y yo seguimos a Jesús y tomamos el camino de regreso. Quería Él llegar a Betania
antes de anochecer y disfrutar de las últimas oportunidades de descanso sereno entre las paredes amigables y
seguras de la casa de Lázaro.
Esa noche, en casa de Lázaro se respiraba un clima de satisfacción general. Había mucha gente y gran
animación, porque todos querían contar algún episodio de ese día singular. Jesús, pese a mostrarse calmado y
sonriente, no estuvo especialmente locuaz. No tomaba parte en las conversaciones y de cuando en cuando se
quedaba pensativo.
A Judas Iscariote se le veía particularmente intranquilo: no conseguía parar quieto, se acercaba a uno u otro
discípulo, o a las mujeres, con preguntas fuera de lugar, todas concernientes a los posibles gastos por la
Pascua y para los que, según decía, no había dinero suficiente. Jesús lo seguía de vez en cuando con la vista,
pero Judas evitaba aproximársele y se mostraba muy afanado en muchas cosas. De repente lo vi conversando
con la Señora. Se lo había llevado aparte y le estaba hablando con su amabilidad y dulzura habituales, pero a
la vez con el aire preocupado de una madre que quiere poner en guardia de un peligro a su hijo. Judas
escuchaba y asentía a veces con la cabeza. María le comentó las preocupaciones de Myriam y de Salomé, que
en los últimos tiempos habían notado el extraño comportamiento de Judas, pues no participaba casi nunca en
las actividades de los demás apóstoles e iba pidiendo dinero continuamente a la gente.
Era ya hora de acostarse y Jesús, como siempre, fue el primero en retirarse. Dormiría unas pocas horas y el
resto las dedicaría a la oración.

33. LOS úLTIMOS DíAS EN BETANIA

Al día siguiente, muy de mañana, Jesús estaba ya en pie. Se le veía muy activo, decidido a dirigirse al Templo
a hora temprana. Se tomó con los apóstoles el desayuno que Marta y las demás mujeres habían preparado, y se
puso rápidamente en marcha. Vestía la túnica inconsútil que María le había tejido paciente y primorosamente
tres años antes y que Jesús se ponía cada vez que se iba al Templo de Jerusalén. Le confería especial dignidad
y hacía que resaltase aún más su autoridad.
Antes de salir me tomó aparte y me indicó que me quedase con Lázaro en Betania y me pusiera a disposición
de su Madre. La actitud de Jesús en esos días era más distendida y confiada, pues había abandonado las
cautelas tomadas hasta entonces y parecía como que quisiera forzar los tiempos. Es cierto que el favor
popular, aún muy vivo tras su entrada en Jerusalén, le servía de escudo, pero se veía que lo que tenía muy
dentro era acabar la partida con los jefes del pueblo: el Sumo Sacerdote, los fariseos, los escribas y todos los
demás, ya enemigos irreconciliables suyos. Faltaban cuatro días para la Pascua y Jesús daba a entender que
para Él eran días decisivos.
Dos días seguidos, Jesús se dirigió muy de mañana al Templo, para enseñar públicamente y encarar a sus
adversarios ante el pueblo. Eras sus últimos intentos, los últimos rayos de luz con los que trataba de abrir
brecha en las tinieblas de aquellos corazones.
Al atardecer, Jesús regresaba a Betania con los apóstoles. Se repetía la escena de otras noches: la cena, las
noticias del día, los diversos comentarios. Magdalena y yo tratábamos de conocer los detalles de cuanto había

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ocurrido: Juan y Mateo eran nuestros informadores preferidos. Así nos enteramos de la expulsión de los
vendedores del Templo, de las diatribas con sus enemigos, de las parábolas, de los discursos y de otros
episodios, como el de la higuera maldecida.
Juan nos contó que Jesús, al entrar en el Templo, se había airado fuertemente contra los vendedores,
lanzándoles expresiones de rabia y de violencia. Al oír esto, yo me sentí espoleado a rectificar la expresión del
apóstol, recordándole que Jesús no conocía la ira ni la violencia. Su intervención, por dura y por muy
acompañada que fuese de invectivas que sonaban violentas, había venido provocada por el amor al Padre y
por el celo de su casa, así como por el amor hacia esas personas que habían perdido el hondo significado del
culto a Dios. Jesús nos había dicho muchas veces que teníamos que aprender de Él, manso y humilde corazón,
y que los verdaderos adoradores del Padre debían adorarlo en espíritu y verdad. Juan no se esperaba mi
interrupción, pero recordó el reproche del Señor cuando, tras llamarlo «hijo del trueno», le dijo que aún no
había captado el espíritu de misericordia que ha de animar a los hijos de Dios.
Para Jesús y para los apóstoles, esos días fueron de enorme tensión y fatiga. Sólo el descanso nocturno en
Betania compensaba en parte el dispendio de tantas energías. Llegó finalmente el miércoles y Jesús quiso
pasarlo con toda tranquilidad en la casa amiga, rodeado de las atenciones y del afecto de Marta, de María, de
Lázaro y de todos nosotros. Daba la impresión de que quería prepararse con gran intensidad para la
celebración de su Pascua. Esta fue, de hecho, su única preocupación ese día.
Para los discípulos, ese miércoles fue una jornada de expectación. Esperaban que Jesús se manifestase y
desvelase sus intenciones. No sabían cómo interpretar su comportamiento de esos días, sobre todo el sentido
de sus discursos –referidos a cosas tremendas acerca de la suerte de Jerusalén, del Templo y de todo el
pueblo–, ni tampoco el significado de la enésima alusión a su muerte. Había dicho:
—Sabéis que dentro de dos días será la Pascua, y el Hijo del hombre será entregado para que lo crucifiquen.
Judas fue el único que se movió ese miércoles. Tenía algo misterioso que hacer y quiso ir a la ciudad con el
pretexto de realizar algunos encargos en vista de la Pascua. Regresó bastante tarde y parecía muy cambiado.
Se mostró relajado y como contento. Comentó que había estado en el Templo y echado un vistazo a los
precios marcados por los revendedores que exponían sus mercancías dentro y fuera del atrio del Templo, pero
que no había comprado nada por ahora porque después de las fiestas de seguro bajarían los precios. Por otra
parte, ya teníamos los corderos y sólo faltaba escoger el lugar donde comer la Pascua. Con respecto a Jesús se
mostró expansivo, casi afectuoso, pero era evidente que de ese modo quería cubrir su traición, que había
consumado justamente esa mañana con los jefes del Sanedrín. Jesús, en cambio, lo observaba pensativo, a la
par que con dolorida benevolencia.
Todo se aplazó hasta el día siguiente, primer día de los Ácimos. Los discípulos rompieron el silencio y
preguntaron a Jesús dónde había que preparar la cena pascual. Jesús llamó a Pedro y a Juan y los mandó a
Jerusalén con precisas indicaciones, pero sin desvelarles cuál era la casa donde celebraría la Pascua. El amo de
la casa proporcionaría los corderos y ellos deberían proveer a su sacrificio en el Templo.
Hacia mediodía llamó aparte a su Madre. Le dijo que partiera con Myriam, Salomé y Magdalena sin hacerse
notar, y se dirigieran a casa de Marcos, donde prepararían la cena. Les dio a entender que se trataba de una
cena pascual especial, por lo que debían pedir a los anfitriones que aparejaran la sala grande, adornándola
como para una fiesta. Por la tarde partimos también nosotros hacia Jerusalén, salvo Lázaro que, por decisión
de Jesús, se quedó en Betania para celebrar la Pascua en casa con sus familiares.

Durante el trayecto, Judas procuró andar en todo momento junto a Jesús, daba vueltas a su alrededor como un
perrillo y le formulaba preguntas sobre sus proyectos futuros. Jesús callaba. Caminaba recogido y resuelto a la
cabeza del grupo de discípulos. Nosotros lo seguíamos en silencio, esperando descubrir dónde nos conduciría.
Llegamos a la ciudad al atardecer y sólo al final nos dimos cuenta de que el lugar elegido para celebrar la
Pascua era la casa de Marcos. Comprendí más tarde que Jesús quiso ocultar a Judas, hasta el último instante,
el sitio de la cena.

La noche más larga

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34. INICIO DE LA CENA: EL LAVATORIO DE LOS PIES

La casa de Marcos proporcionaba una amplia comodidad de alojamiento. Tenía varias habitaciones en la
planta baja, con un grato patio interior, y en el piso de arriba un salón con varias alcobas anejas de servicio,
que también podían emplearse para estar o como dormitorio. Cuando llegamos, todos nos acogieron con gran
alegría. Nos instalaron en las alcobas para que descansásemos y nos aseásemos, como preparación de la Cena
pascual. Eran los primeros días cálidos de una primavera avanzada y teníamos que arreglarnos un poco antes
de ponernos a la mesa.
María de Marcos nos acompañó a la planta de arriba y nos enseñó la sala de la cena. A primera vista, el salón
mostraba un aspecto solemne, casi fastuoso. En los cuatro rincones ardían sendos candelabros, que esparcían
una luz cálida y dorada en la entera habitación. En el centro había tres mesas situadas en forma de herradura,
ya dispuestas y adornadas con flores. Telas de lino blanco decoraban las paredes y suntuosas alfombras
orientales cubrían el suelo. Todo lo bello y valioso que había en casa de Marcos se empleó para decorar el
salón. A lo largo de la parte exterior de las mesas había doce divanes y, en el centro, otro diván elegantemente
revestido, que indicaba el puesto más importante, reservado al cabeza de familia, en este caso a Jesús. Todo
daba a entender que esa cena pascual revestía una importancia especial. Al ver el salón, los apóstoles
profirieron exclamaciones de sorpresa y de complacencia.
El número de divanes, trece en total, era prueba evidente de que yo no tenía sitio en la sala. Con todo, unido a
los apóstoles, entré a tiempo para admirar el esplendor de la decoración, así como para presenciar un molesto
incidente provocado por Judas. Éste, pegado a Jesús todo el día, se precipitó a ocupar en la mesa el puesto más
cercano a Él, suscitando la reacción de Pedro, de Juan y de los demás, sobre todo de Simón y Tadeo, primos
de Jesús, a los que Judas les caía muy antipático.
Siguió una encendida discusión, acompañada de frases intempestivas y de algún empujón de más. La escena
no era ni mucho menos agradable, por lo que la Señora, dándose cuenta rápidamente, me cogió del brazo e
intento apartarme del penoso espectáculo. Me resistí un poco y me quedé allí hasta que vi a Jesús que, sin
decir nada, se levantó de la mesa, se quitó el manto, se dirigió al rincón donde se hallaban las ánforas para las
abluciones, se ciñó una toalla a la cintura y, tomando una jofaina con agua, fue a arrodillarse delante del
último apóstol, al que descalzó las sandalias y comenzó a lavarle los pies.
Inmediatamente se hizo el silencio en la sala y los apóstoles se pusieron a observar a Jesús, asombrados de ese
inesperado gesto. A Jesús lo habían honrado como Maestro, proclamado como Mesías y también reconocido y
adorado como Hijo de Dios, y verlo allí así, de rodillas, cumpliendo un servicio propio de los esclavos, fue
para ellos una humillación insoportable. Era decididamente demasiado. Nunca habían ni imaginado un gesto
semejante.
También la Madre de Jesús, que se había parado detrás de mí a la puerta del salón, conmovida, quiso
presenciar la escena. Me volví hacia ella y la vi con los ojos iluminados y con una tenue sonrisa, que denotaba
sorpresa y alegría. Era la alegría silenciosa de quien se había proclamado «esclava del Señor» y, por tanto, la
única que en ese momento podía entender el gesto de Jesús.
El silencio se hizo absoluto y embarazoso. Sólo se oía el leve chapoteo del agua en la jofaina, a medida que
Jesús pasaba de uno a otro de los apóstoles, confusos e incapaces de la más mínima reacción. A Pedro se le
veía hervir por dentro y contenerse a duras penas, pero cuando Jesús llegó a él, la furia lo arrolló y, agitando
los pies, exclamó:
—Esto no. Jamás me lavarás a mí los pies.
Como diciendo: los demás quizás soporten este gesto, pero yo no. Jesús dejó pasar unos segundos, siguió de
rodillas y, sin mirar a Pedro, con voz grave y severa le dijo:
—Si no te los lavo, no te sentarás a la mesa conmigo, ni tendrás parte en mi reino.
Pedro se quedó quieto un instante, como tratando de entender en su corazón el significado de esas palabras, y
luego se dejó caer en el diván y exclamó:

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—Señor, si es así, entonces no sólo los pies, sino lávame todo entero, las manos y la cabeza.
Jesús no respondió enseguida, le lavó los pies y pasó a Juan y luego a Judas, el cual, a pesar de las protestas de
los demás apóstoles, había logrado situarse cerca de Jesús, al lado de Juan. Jesús lo observó un momento y
dijo:
—Quien se ha bañado no necesita lavarse más que los pies y está limpio. Vosotros estáis limpios…, pero no
todos.
Judas ni pestañeó, y prosiguió con su empeño por simular su afectada atención a Jesús. En ese momento,
María me cogió de la mano, diciéndome:
—Ven, hijo mío. Vamos también nosotros a comer la Pascua.
Y me llevó a la habitación contigua, en donde Marcos, las mujeres y todos los demás estaban sentándose a la
mesa para comenzar el rito pascual.

35. LA EUCARISTíA

Nos reunimos, pues, con la familia de Marcos. María quiso que me sentara junto a ella. El padre de Marcos
comenzó con la bendición de la primera copa de vino, mojó las hojas de endivia en la salsa amarga, el haroset,
tomó el pan ácimo y pasó todo a los comensales. Luego tomó la segunda copa de vino y mandó a Marcos que
leyera el pasaje del Éxodo en el que se narran los acontecimientos que dieron origen a la Pascua, cuando los
judíos comieron por vez primera el cordero en la noche en que fueron liberados de la esclavitud de Egipto.
Cuando los criados trajeron a la mesa el cordero asado, recitamos la primera parte de la gran plegaria del
Hallel y, a continuación, los salmos que celebran las alabanzas de Yahvé, que con brazo fuerte liberó a su
pueblo. El cabeza de familia tomó entonces el pan ácimo, lo distribuyó y nos pusimos a comer el cordero.
Vino después la bendición de la tercera copa de vino, la «Copa de bendición», así llamada por la oración
especial con que se bendice.
En el momento en que comenzábamos a recitar la segunda parte del Hallel, nos llegó del cuarto anejo la voz
de Judas que hablaba con los criados. María se levantó y fue a ver si se necesitaba algo. Yo también me
levanté y fui con ella. Vimos a Judas poniéndose su amplio manto y con su inseparable bolsa. Nos saludó
diciendo que iba llevar una limosna a unos pobres para su cena pascual. María no le dijo nada. Lo siguió con
mirada triste conforme bajaba a la planta inferior, hasta que salió a la calle. Aunque por detrás del monte de
los Olivos estaba saliendo la luna, la oscuridad dominaba todavía el panorama y la silueta de Judas se perdió
rápidamente en la noche.
María me cogió de la mano, me llevó a la puerta del Cenáculo y, haciéndome señas de que no hiciese ruido,
me coló en la sala, indicándome que me situase en el rincón enfrente de Jesús. Me dirigí de puntillas a ese
rincón y allí me agazapé, en silencio.
Juan me contó después lo que había ocurrido poco antes. Tras lavar los pies al último apóstol, Jesús se vistió
de nuevo y volvió a su sitio. Todos tenían los ojos puestos en Él. Entonces, con voz firme, calmada y
persuasiva, comenzó:
—¿Comprendéis lo que he hecho? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y hacéis bien, porque en verdad lo
soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, igualmente vosotros debéis lavaros los pies unos
a otros. Os he dado ejemplo para que, tal como yo he hecho, lo hagáis también vosotros.
En un clima más distendido comenzó así el rito pascual. Todo parecía de nuevo calmado cuando, de
improviso, Jesús salió con una afirmación que dejó a todos sin aire:
—En verdad os digo que uno de vosotros me traicionará.
Los discípulos se miraron unos a otros en silencio, pero ninguno se atrevió a preguntar. El rito continuó, pero
los ánimos ya estaban turbados. Comido el cordero con la segunda copa de vino, Jesús retomó su discurso:
—Ahora se cumple la Escritura que dice: el que come mi pan se alza contra mí.

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Y poniéndose triste e íntimamente apenado añadió:
—Uno de vosotros, que come conmigo, me entregará.
Esta segunda alusión desconcertó a los apóstoles. Cada cual comenzó a cuestionarse si el Maestro se refería a
él, por lo que, profundamente doloridos, le preguntaban:
—¿Soy yo acaso, Señor?
Pedro, situado a espaldas de Jesús, sintiéndose libre de sospechas, hizo una seña a Juan, que se hallaba delante
del Señor, para que le preguntase a quién se refería. Entonces Juan, girándose sobre sí mismo, se apoyó en el
pecho de Jesús con un gesto de afectuosa familiaridad y le dijo en voz baja:
—¿Quién es, Señor?
Jesús le respondió:
—Aquel al que dé un bocado de pan mojado en salsa.
Partió un trozo de pan, lo mojó y, alargando el brazo, se lo entregó a Judas. Éste, para distraer la atención de
los demás, preguntó también en ese momento:
—¿Soy yo quizás, Señor?
Jesús, mirándolo con gran tristeza, susurró:
—Precisamente tú. Tú mismo lo dices.
Y dando un fuerte suspiro continuó:
—El Hijo del hombre se va, como está escrito de Él, pero ¡ay de quien entrega al Hijo de hombre! Mejor sería
para ese hombre no haber nacido.
Para Judas, ese bocado fue decisivo. Ya no supo soportar la presencia de Jesús y se levantó para irse. Juan dio
un salto repentino hacia Judas con afán de retenerlo e impedir que se fuera, pero Jesús le puso la mano en el
hombro y, vuelto hacia Judas, dijo:
—Vete. Lo que tienes que hacer, hazlo pronto.
Jesús echó un vistazo a los apóstoles y los observó en silencio uno a uno. Su mirada era intensa y penetrante,
pero dulce y llena de afecto. Su rostro se había vuelto sereno y distendido, como si se hubiera quitado un gran
peso del corazón.
Fue entonces cuando María me coló en la sala, como si supiese lo que iba a suceder. Jesús, en efecto, cerró los
ojos y se quedó en profundo recogimiento; después, con una voz que traslucía conmoción y ternura,
recalcando las palabras, dijo:
—Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer. Os digo que ya no la comeré
hasta que se realice el Reino de Dios.
Se quedó callado unos instantes. Tenía ante sí una hogaza de pan ácimo, que había retenido adrede, y la cuarta
copa de vino.
En ese momento, en vez de terminar el banquete pascual conforme al rito judío, Jesús quiso concluir la Cena
con unos gestos que no formaban parte del ritual de la cena pascual y dejaron en todos una honda impresión.
Se recogió de nuevo intensamente durante un minuto, luego tomó el pan, lo partió en doce pedazos y los
depositó en el plato grande, alzó la vista al cielo con una plegaria de acción de gracias y, dirigiéndose a los
apóstoles, dijo:
—Tomad y comed todos. Esto es mi Cuerpo, sacrificado por vosotros.
Pasó el plato a Pedro y a los demás. Comieron todos. Mateo, situado al final de la mesa, se encontró con el
duodécimo trozo sobrante –Judas ya se había marchado– y no sabía qué hacer. Entonces Jesús le miró a él y
me miró a mí. Mateo comprendió, me acercó el pedazo de pan sobrante, que se había hecho Eucaristía, y
devolvió el plato a Jesús.
Ese gesto me llenó de un júbilo increíble: habría podido gritar mi felicidad y correr a abrazar a Jesús. Sin
embargo, lo que estaba ocurriendo era demasiado solemne y cualquier exultación resultaba incompatible con

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la intensidad del momento. Jesús asió el plato y volcó los fragmentos en la copa de vino. A continuación,
elevando ligeramente la copa, renovó la acción de gracias y continuó:
—Tomad y bebed todos. Esta es mi Sangre, Sangre de la nueva Alianza que será derramada por muchos en
remisión de los pecados.
Pasó la copa y todos bebieron. Devolvieron la copa a Jesús, que retomó el rito haciendo la ablución de los
dedos que no había hecho tras la tercera copa, y concluyó:
—Haced esto también vosotros, y hacedlo cada vez en memoria mía.
Jesús había pronunciado cada palabra despacio, calmadamente, con un tono de voz profundo y, a la par, cálido
y apasionado. Tuve la impresión de que aquellas palabras fueran incandescentes y cayeran como fuego en mi
alma. También los apóstoles habían seguido todo con una atención llena de estupor y de expectación y, sin
saber por qué, se sentían íntimamente emocionados. De hecho, aun sin lograr comprender hasta el fondo lo
que estaba aconteciendo, advertían que los gestos de Jesús, en su sencillez, escondían algo misterioso y
grande, algo íntimamente ligado a la Pascua y que no deberían olvidar jamás.

36. «HACED ESTO EN MEMORIA MíA»

Jesús, estoy aquí, en este rincón del Cenáculo. Escucho y contemplo. Veo ese sitio vacío de la mesa en la que
se ha celebrado el amor de Dios por la humanidad. Ese sitio es un abismo y lleva escrito una palabra: traición.
Quien lo ocupaba celebraba contigo la Pascua, el rito de la Alianza de Dios con los hombres, y comió contigo
del mismo plato, el mismo cordero pascual, y cantó los salmos de alabanza a Dios por su misericordia, y vivió
momentos inolvidables junto a ti y, sobre todo, durante casi tres años conoció tu inmensa bondad para con
todos y vio tus milagros sobre tantos sufrimientos humanos. También él distribuyó a la multitud los panes que
tú habías multiplicado, y también él hace pocos días gritó: «Hosanna al Hijo de David. Bendito el enviado del
Señor». En ese sitio vacío ya no queda nada de todo eso: sólo la oscuridad.
Pero tú estás ahí, en el centro. Tú permaneces siempre. Tú eres el Amor. Junto a ti está Juan: entre ti y Judas
queda él; entre el amor y la traición queda la fidelidad. Una fidelidad de amor al Amor. Una fidelidad que
encontrará en tu Madre, María, la fuerza para llegar hasta el pie de la Cruz.
Por un instante he sentido el impulso de ir yo a ocupar ese puesto, para colmar ese vacío. Pero justo entonces
me has mirado y por tu mirada he entendido que no, que no debía hacerlo. Judas habría sido sustituido, pero
quien lo sustituyera no debía ponerse en su sitio. Cualquiera que ocupase ese sitio habría añadido traición a la
traición. Con esa mirada me has dado a entender cuánto me amas, pues tan grande es tu amor que no has
permitido que me sentase en el lugar de la traición. En cambio, has querido hacerme partícipe de tu Eucaristía,
has querido decirme que toda mi vida estará ya unida para siempre al misterio de tu amor.

* ** * *

37. EL DON MáS GRANDE

Eucaristía. Don sobre todo don. Jesús, tu estás para entregarte totalmente al Padre y has querido entregarte
totalmente a nosotros. Hasta el fin de los tiempos permanecerás en medio de nosotros como el Amor
misericordioso del Padre y como el Redentor del hombre. Ya nunca más se necesitará el cordero pascual.
Cada sacrificio y cada víctima ofrecida por el hombre ya no tendrá valor. Tú serás el único Cordero, la única
Víctima, el único Altar, el único Salvador: esta sala se ha convertido esta noche en el corazón del mundo.

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El amor busca la unión perfecta, la plena comunión. Tú, que eres una sola cosa con el Padre, has querido ser,
en la Eucaristía, una sola cosa con nosotros. La comunión entre dos personas es proporcional a su amor: tu
amor transciende toda medida humana y de ahí que la comunión que deseas realizar con nosotros transcienda
toda comunión humana. En el amor esponsal ‘serán dos en una sola carne’; en la Eucaristía seremos dos en un
solo Cuerpo y en un solo Espíritu: Tú en mí y yo en ti. En la comunión eucarística Tú me unes a tu Cuerpo y a
tu Sangre, me haces partícipe de tu divinidad, de tu filiación divina, y anticipas mi comunión contigo en la
Gloria.
Jesús mío, ¿podremos nosotros comprender esta locura de amor que te ha dado? ¿Podremos medir alguna vez
las alturas de vértigo de tu prodigio, la profundidad abisal de tu don, la amplitud inconmensurable de tu sed de
amor? ¿Cómo podremos corresponder nosotros a esta sed tuya, dejarnos amar por el mismo amor que te une al
Padre, y hacernos igualmente nosotros una sola cosa contigo? Jesús mío, ¿cómo podremos seguirte por este
camino? ‘Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros’... Infunde en nosotros el deseo ardiente
de comunión contigo, de compartir tu vida, de participar en tu Pascua, y de estar también nosotros unidos en el
amor y, en su día, unidos en la Gloria.
Jesús, has querido que tus apóstoles pudiesen renovar lo que Tú has hecho esta noche. Y con ello les has
hecho sacerdotes, les has pedido que actualicen a lo largo de los siglos tu sublime gesto de amor, el gesto
sacrificial que ofrece a todo hombre la posibilidad de encontrarte como Redentor y de unirse a tu sacrificio, a
tu Cuerpo sacrificado y a tu Sangre derramada, Cuerpo y Sangre que otorgan la salvación, la vida eterna, el
derecho a resucitar contigo en la Gloria. Cada sacerdote se hará otro Jesús y, empleando tus mismas palabras,
podrá hacer presente en todos los altares de la tierra el milagro de esta Cena. Tus apóstoles serán el
fundamento de la Iglesia por ser los sacerdotes de tu Eucaristía. Donde no haya Eucaristía, no habrá Iglesia.
Con la Eucaristía prolongarás por los siglos, en medio de todos los pueblos de la tierra, tu presencia: presencia
de salvación, presencia de Dios que busca, redime, camina con sus criaturas por todos los caminos de la tierra,
que serán ya para siempre los caminos de Dios.
Jesús mío, ¿cómo se te ha ocurrido pensar tal cosa? ¿Cómo has podido inventarte una maravilla como ésta, un
milagro tan grande? Sólo un amor sin límites puede hacer esto, y Tú nos has amado ‘hasta el fin’. Sólo la
omnipotencia de un Dios enamorado, ‘loco’ por su criatura, puede llegar a tanto. Un día, en toda la faz de la
tierra, innumerables sagrarios serán, en medio de la humanidad, otras tantas ‘zarzas ardientes’ que hablarán de
amor, otros tantos manantiales de Agua viva, otras tantas fuentes de gracia y de misericordia, lugares de paz y
de descanso. Allí, innumerables almas sedientas de amor hallarán a Aquel que se ha hecho ‘prisionero por
amor’, para no dejar huérfanos a cuantos han nacido por Amor y creen en el Amor.

* ** * *

38. «SEñOR, MUéSTRANOS AL PADRE»

Para concluir el rito de la Cena quedaba todavía la recitación de la última parte del Hallel, el himno pascual de
agradecimiento. Sin embargo, Jesús no tenía prisa alguna. Más aún, daba la neta impresión de que se
entretenía con nosotros, como si quisiese prolongar ese momento de intimidad y de descanso antes de afrontar
la dura batalla que iba a dar cumplimiento a su misión. Dentro de Él parecía debatirse entre la urgencia del
grave cometido que lo aguardaba y la preocupación por no abandonar a los apóstoles a sí mismos.
Los criados, entre tanto, fueron limpiando las mesas de los restos de la cena. Myriam y Salomé, con Juana y
María de Marcos, arreglaban las otras habitaciones. Magdalena, por su parte, cogió un pequeño escabel y se
sentó en el rincón frente a mí, justo a la puerta del Cenáculo. La Señora iba y venía, parándose de vez en
cuando en el umbral de la sala. Cuando los criados terminaron su tarea, Jesús se dejó caer en el diván, como
para rebajar la tensión interior que había acumulado hasta ese momento. Luego se enderezó de nuevo en el
diván y observó prolongadamente a los apóstoles. Sus ojos, al resplandor de las antorchas, emitían reflejos de

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luz ardiente y, a la par, dulcísima. Fijó su mirada en Juan, que se sentaba a su lado, y con tono cálido, casi
materno y lleno de ternura comenzó:
—Hijitos míos, todavía estoy con vosotros un poco de tiempo. Luego me iré a donde vosotros, por ahora, no
podéis ir.
La mirada y las palabras dichas de esa manera conmovieron a Juan, el cual instintivamente, como un chico
impulsado por una cariñosa inconsciencia, se giró sobre sí mismo y pegó su cabeza al pecho de Jesús. Jesús le
pasó suavemente la mano por la cabeza y prosiguió:
—Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado.
Jesús pronunció esas palabras con un tono grave y solemne, como queriendo dar a entender a los apóstoles
que se trataba de algo importante, y agregó:
—Por esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros.
A Pedro, sin embargo, no le agradó que Jesús hubiera dicho que se iría sin ellos y protestó:
—¿A dónde vas, Señor, que yo no pueda seguirte? Estoy dispuesto a dar mi vida por ti.
Jesús se giró ligeramente hacia él:
—Pedro, ¿qué tú darás la vida por mí? En verdad te digo que esta misma noche, antes de que cante el gallo,
me habrás negado tres veces.
Pedro logró a duras penas contener su reacción, pero en su cara se leía todo su disgusto.
Jesús se apercibió y, cambiando la expresión de su rostro, que se volvió más sereno y sonriente, dijo:
—¡Ánimo! No se turbe vuestro corazón. Tal como confiáis en Dios, confiad también en mí. Voy a la casa de
mi Padre. Allí os prepararé un lugar y volveré a recogeros, porque donde estoy yo, quiero que estéis también
vosotros. ¿Habéis comprendido?... Ahora sabéis adónde voy y conocéis también el camino.
Varios apóstoles se miraron unos a otros en silencio, desconcertados. Pedro, en cambio, parecía ausente. Se
veía que la profecía de Jesús acerca de él le había dejado muy mal.
A espaldas de Pedro se hallaba Tomás, que fue quien intervino por todos:
—Señor, no sabemos siquiera a dónde vas, ¿cómo vamos a conocer el camino?
Y Jesús, recalcando las palabras, dijo:
—Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Os he dicho que voy al Padre y que nadie va al Padre sino por mí.
Si me conocierais, conoceríais también a mi Padre, pero ahora ya lo conocéis y lo veis.
La cara de los apóstoles reflejó aún más perplejidad y confusión que antes. Tocó entonces el turno a Felipe,
que era el más sencillo y espontáneo de la apóstoles. Dijo:
—Señor, muéstranos al Padre y nos basta.
Jesús lo miró como con ternura y respondió:
—Felipe, ¿tanto tiempo lleváis conmigo y todavía no me conocéis? ¿No sabes que quien me ve a mí, ve
también a mi Padre? ¿Cómo, pues, puedes decirme: muéstranos al Padre? Las palabras que os digo y las obras
que hago son del Padre, que las hace en mí. Si tuvierais esta fe, también vosotros haríais las obras que yo
hago. Y todo lo que me pidáis, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en mí.

39. «NO TENGáIS MIEDO»

Tras este cruce de palabras, los apóstoles parecieron resignados, o bien se sintieron satisfechos de lo que
habían entendido y no hablaron más. De todas formas, su silencio escondía expectación y reflexión, a la par
que mucha perplejidad. ¿Cuáles eran, en definitiva, los proyectos de Jesús? ¿Qué pretendía hacer el Señor
durante esos días de Pascua o en el futuro inmediato? ¿Qué sentido tenían las cosas que había realizado y sus
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discursos? Una cosa era cierta, y Él la había asegurado reiteradas veces: le aguardaban momentos difíciles y
extraordinariamente dolorosos, los jefes del pueblo y los sacerdotes lo prenderían, lo maltratarían y –afirmaba
Él– lo matarían. Pero justo eso es lo que instintivamente alejaban todos de su mente y de lo que ninguno tenía
el valor de hablar. De vez en cuando cruzaba yo miradas con Magdalena, que estaba en otro rincón del
Cenáculo, y en nuestros ojos había expectación, aprensión e incluso una pizca de angustia.
En este clima de incertidumbre, dudas y temor, que pesaban como moles en el ánimo de todos, Jesús tomó de
nuevo la palabra. Habló despacio, con voz cálida y vibrante, como si quisiera transmitirnos seguridad,
confianza y, sobre todo, quitarnos la angustia. Los apóstoles escucharon en silencio, unos apoyados en la
mesa, otros sentados con los brazos sobre las rodillas o con las manos en la barbilla, mientras Juan mantenía
confiadamente su cabeza en el pecho del Señor. Todos deseaban escuchar palabras tranquilizadoras, que
aventasen los tristes presentimientos que se habían apoderado de su ánimo.
Precisamente para infundirnos confianza, Jesús entreveraba de cuando en cuando esta invitación:
—No tengáis miedo, ni se turbe vuestro corazón… Os he dicho que voy al Padre, pero no os dejaré huérfanos:
siempre estaré con vosotros. Lo que os pido es que permanezcáis en mi amor. Permaneceréis en mi amor si
observáis mis mandamientos. Y si uno me ama y observa mi palabra, también mi Padre lo amará y vendremos
a él y haremos morada en él. Y no sólo esto, sino que quiero que mi paz quede también en vosotros. La paz
que os doy no es la que promete el mundo. En el mundo tendréis tribulaciones y el mundo se alegrará de veros
afligidos; más aún, el mundo os odiará y, al igual que me h perseguido a mí, os perseguirá a vosotros. El
mundo os odia porque no sois del mundo. Si yo fuese del mundo, éste amaría lo que es suyo, pero el mundo
no me ha conocido a mí ni a mi Padre. Por esto tendréis que padecer. Os lo digo antes de que suceda para que
no os escandalicéis. No obstante, ¡ánimo!: tened paz en mí, porque yo he vencido al mundo.
Jesús volvía repetidamente a estos pensamientos y de vez en cuando hacía una pausa, como para dejar que sus
palabras calasen hondamente en nuestro corazón. En el silencio de la sala sólo se oían las vibraciones de los
candiles en las paredes del Cenáculo. Entre tanto, también María había entrado de puntillas en el salón, sin
hacerse notar, y se había sentado en una taburete detrás de Jesús.
Jesús retomó la palabra. Volvió a recalcarnos la perseverancia en su amor: aunque Él nos dejaba para regresar
al Padre, nosotros debíamos seguir viviendo íntimamente unidos a Él. Nos lo explicó con una imagen y un
ejemplo. La imagen provenía de su experiencia en la viña de Alfeo en Nazaret: se comparó a sí mismo con la
vid y a nosotros con los sarmientos. Su Padre era el agricultor. Añadió:
—Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no está unido a
la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Quien permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto,
porque sin mí no podéis hacer nada… En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto. Como el
Padre me ama, así os he amado yo a vosotros. Permaneced en mi amor. Si permanecéis en mí y mis palabras
permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá. Os digo esto para que mi alegría esté en
vosotros y vuestra alegría sea completa.
Dicho esto, observó una vez más a los apóstoles, lenta e intensamente. Luego continuó con el mismo tema,
remitiéndose a la amistad.
—No os he llamado siervos, sino amigos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, mientras que yo os he
dicho todo lo que he oído a mi Padre. Vosotros sois mis amigos y os he elegido; no me habéis elegido
vosotros a mí. Y os he elegido para que vayáis al mundo y deis mucho fruto, un fruto que permanezca. Si,
pues, os he llamado y amado como amigos, también vosotros debéis amaros unos a otros como yo os he
amado. Entonces, todo lo que pidáis a mi Padre, os la dará. Este es, pues, mi mandamiento: que os améis unos
a otros.
Por segunda vez hizo Jesús como si quisiera acabar y dijo:
—Ya es hora de marcharse. Levantaos y salgamos de aquí.
Pero nadie se movió. Tampoco Él, que se quedó callado en su sitio. En realidad, no lograba parar el torrente
de pensamientos y de afectos que bullía dentro de Él. Y, además, la preocupación por los apóstoles, tan
queridos pero también tan frágiles, en la víspera de la prueba más dolorosa y terrible de su vida, le empujaba a
prolongar lo más posible esa velada tan íntima e intensa, que quería ser el adiós y, a la par, la prueba de un
amor sin límites, que nunca decaería y que iba ligado a su fidelidad.

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Se veía que le costaba mucho separarse de nosotros y al mismo tiempo quería darnos a entender que aquel era
un «adiós», en el que intentaba confiarnos, a manera de testamento, los puntos fundamentales de su enseñanza
y, en cierto modo, a sí mismo. Desafortunadamente, el torrente enteramente divino y profundamente humano
de pensamientos y sentimientos que salía de su corazón, hallaba en nosotros unos destinatarios completamente
inadecuados para comprender y, en ese momento, sobrepasados por el cansancio y el enorme peso de sus
palabras.
Jesús, por lo demás, era muy consciente de que nosotros, así como cuantos vendrán después de nosotros hasta
el fin de los siglos –es decir, la Iglesia que Él había preparado sobre el fundamento de los apóstoles–,
necesitamos un suplemento de gracia, una fuerza que no puede ser nuestra, sino que sólo puede proceder de
arriba, enteramente divina y sobrenatural.
Jesús miró una vez más a cada Apóstol y pasó levemente la mano por la cabeza de Juan. Sus ojos poseían una
intensidad y una ternura nuevas, nunca vista antes de ese día. De todas formas, ese gesto me llenó de envidia.
Sin darme cuenta, me levanté sigilosamente del rincón y, pegado a la pared, me fui poco a poco hacia donde
estaba María, me agazapé junto a ella y puse mi cabeza en sus rodillas. Era para mí como un desquite, una
especie de compensación. Magdalena, que se encontraba junto a la puerta del Cenáculo, siguió mi ejemplo, se
acercó también a María y se apoyó en su espalda. Nos hallábamos cerca de Jesús y podíamos seguir sin
problemas sus palabras.
Jesús comenzó entonces a hablarnos del Espíritu Santo, de que necesitamos su luz para comprender las cosas
divinas que se nos han revelado, su fuerza para superar las pruebas y las tentaciones del maligno, y su
asistencia para ser testigos del amor y de la obras de Dios ante el mundo. Jesús prosiguió:
—Si me amáis, observaréis mis mandamientos, y yo rogaré al Padre que os envíe otro Paráclito, para que esté
siempre con vosotros, el Espíritu de Verdad que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce.
Vosotros lo conocéis, porque mora junto a vosotros y estará con vosotros. Os he dicho que voy a Aquel que
me ha enviado y por eso la tristeza inunda vuestro corazón. Pero no temáis, pues vuestra tristeza se convertirá
en alegría. La mujer, cuando va a dar a luz, se aflige, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz
al niño, ya no se acuerda de la aflicción, por la alegría de haber traído un hombre al mundo. Así también
vosotros estáis tristes, pero os veré de nuevo y vuestro corazón se alegrará y nadie podrá quitaros ya vuestra
alegría.

Os digo la verdad: conviene que yo me vaya porque, si no, el Paráclito no vendrá a vosotros. En cambio, si me
voy, os lo enviaré. Y cuando venga, acusará al mundo de pecado por no haber creído en mí; de justicia porque
voy al Padre y ya no me veréis, y de juicio porque el príncipe de este mundo ha sido juzgado.
Muchas cosas tengo aún que deciros, pero por el momento no estáis en condiciones de soportarlas. Sin
embargo, cuando venga el Espíritu de Verdad, os guiará a la Verdad completa, porque no hablará de sí mismo,
sino que dirá todo lo que oiga y anunciará las cosas futuras. Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo
anunciará.
En fin, llega ya la hora, es más, ya ha llegado, en la que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me
dejaréis solo. Pero yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo. Os he dicho que en este mundo
encontraréis tribulación, pero confiad: yo he vencido al mundo.

40. LA ORACIóN SACERDOTAL

Jesús pronunció las últimas palabras con fuerza, dando a entender que intentaba concluir su conversación con
nosotros. A continuación se enderezó en el diván, se sentó, apoyó los codos en la mesa cruzando los dedos
bajo el mentón, alzó los ojos al cielo y, con voz apasionada, pero calmada y serena, exclamó:
—Padre, ha llegado la hora.
Juan, al apartarse del pecho de Jesús, apoyó los brazos y la cabeza en la mesa, a la vez que mantenía la vista
enfocada hacia Jesús, como si quisiese beber las palabras que salían de su boca. En realidad, esas palabras

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venían de muy lejos, salían del hondón de su alma, que veía cara a cara al Padre en el momento crucial y
decisivo de su misión. Todos nosotros estábamos acostumbrados a oír a Jesús dirigirse directamente al Padre.
Lo había hecho muchas veces, pero siempre con una actitud de subordinación. Esa noche, en cambio, su
actitud y el tono de su voz era muy diferentes. Ciertamente, eran distintas las circunstancias y el ambiente,
visto lo que había ocurrido en la Cena: la escena humillante del litigio entre los apóstoles, el gesto chocante
del lavatorio de los pies, la denuncia del traidor, el rito conmovedor de la Eucaristía, la entrega de su
testamento sobre el amor fraterno y otras fervientes recomendaciones… Todo esto había creado un clima tan
cargado de emoción y de asombro que todos nosotros estábamos como alelados y confusos. Sin embargo, esas
palabras de Jesús, su hablar inspirado y apasionado, su actitud que parecía de igualdad, casi a la par, con el
Padre, eran completamente nuevas. Esa plegaria estaba hecha de afirmaciones absolutas y sus peticiones eran
mandatos: «Padre, te pido…, quiero…». Pedía para sí la misma Gloria del Padre, y para los apóstoles la fuerza
de permanecer en el mundo como testigos y continuadores de su misión salvadora. Pidió con fuerza –como si
fuese lo que más deseaba– la unidad de todos los que vengan a lo largo de los siglos y crean en Él.
El peso de todos los acontecimientos, las emociones que se acumulaban dentro de mí, me impedían seguir la
plegaria de Jesús, comprender el sentido de muchas de sus afirmaciones y retener en la memoria sus palabras.
Tuvieron que pasar los años para releer, gracias a la pluma de Juan, que permaneció pendiente de los labios
del Señor y retuvo en su joven memoria, esa divina plegaria que nadie en el mundo habría podido jamás elevar
al Cielo.
—Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con el que me has amado esté
en ellos y yo en ellos.
Con estas palabras alusivas a sus apóstoles, Jesús concluyó su plegaria al Padre y se quedó un instante en
silencio. Luego se apartó de la mesa: fue como si retornase a nosotros de un largo viaje, de un mundo lejano,
como si despertase de un gran éxtasis.

Se alzó del diván y, como conclusión de la Cena pascual, entonó la última parte del Hillel. Después se puso el
manto y dijo:
—Vámonos de aquí, se hace tarde.
Al pasar junto a su Madre se paró un instante. Se miraron en silencio, como siempre. María le cogió la cara en
sus manos y le besó en la frente con una insólita ternura. Luego le compuso cuidadosamente el manto en los
hombros y le acompañó hasta la puerta. Jesús caminó decidido, con el aire de quien tiene prisa y, sin saludar a
nadie más, salió seguido por los discípulos.
Los últimos de la comitiva fueron Simón y Tadeo, que se entretuvieron un momento con Myriam y Salomé.
Tadeo pidió varias mantas, pues iban a pasar la noche en el huerto de los Olivos, donde Jesús solía dirigirse
los últimos días. Simón, recordando una advertencia de Jesús que invitaba a ser precavidos a la vista de
momentos difíciles, cogió dos espadas de una panoplia y se las llevó consigo.
Marcos, que estaba presente, exclamó:
—Yo me voy también con vosotros.
Y se cogió del brazo de Tadeo. La madre de Marcos y la Señora se miraron preguntándose qué hacer.
Entonces María se volvió a mí y, haciéndome una seña con la cabeza, me dio a entender que también yo debía
marcharme con ellos y cuidar de Marcos. Y así salimos de casa junto a los apóstoles.

Día de dolor y de Amor

41. EN EL HUERTO DE LOS OLIVOS

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Era el plenilunio de primavera. La luna resplandecía alta en el cielo e iluminaba toda Jerusalén y los montes
que la rodean. En el horizonte se vislumbraba el reverbero nocturno del desierto. Caminábamos sin luces ni
linternas y procurábamos movernos en silencio, evitando hacer el menor ruido. Ante nosotros, no muy lejos,
aparecía el palacio de Caifás, todavía iluminado por dentro. Nosotros tomamos la dirección contraria,
siguiendo el atajo que desciende desde lo alto de la ciudad al Cedrón: una larga escalinata que lleva al barrio
de Siloé. Desde allí, cruzando la puerta de la Fuente, salimos de la ciudad. No nos topamos con nadie. El
barrio parecía desierto.
Superado el cauce seco del torrente, Jesús ralentizó el paso y la comitiva de los apóstoles pudo reagruparse.
Cuando tuvo a todos cerca, Jesús recalcó una advertencia que había hecho durante la Cena, justo después de
irse Judas:
—Recordad que está escrito: ‘Golpearé al pastor y se dispersarán las ovejas’. Todos vosotros seréis sometidos
a prueba esta noche por mi causa, pero después de mi resurrección os aguardaré en Galilea.
Pedro, que ya no se separaba de Jesús, como si fuera su guardia de corps, se le plantó delante y, mirándolo con
altivez, le dijo:
—Señor, aunque todos se escandalicen de ti, yo no te abandonaré.
Jesús, poniéndole una mano en el hombro, le respondió:
—Precisamente tú, Pedro, antes del alba, antes de que el gallo cante dos veces, me habrás negado tres. He
rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos.
Esta insistencia de Jesús, a pesar del cariño que entrañaba –es más, justamente por eso–, molestó a Pedro, el
cual, si bien con menor convicción, volvió a protestar:
—Te defenderé, aunque tenga que morir contigo.
—También nosotros, respondieron a coro lo demás.
Y enseguida se oyó a Simón:
—Tengo aquí dos espadas.
Jesús dejó pasar las palabras y agregó melancólicamente:
—Es suficiente.
Y reemprendió la marcha.
Llegamos al poco a la entrada de Getsemaní, el huerto de los Olivos. El suave clima nocturno, cargado de los
mil aromas de la primavera, se había refrescado y la temperatura caía rápidamente. Con todo, la noche era
tranquila y no soplaba viento. Los olivos, inmóviles, brillaban a la luz de la luna e infundían sensación de paz.
Al entrar en el huerto, Jesús indicó a los discípulos que se las apañasen como pudieran para pasar la noche. Él
se iría algo más lejos para orar. Pero ya se le veía angustiado, con fuertes estremecimientos que lo sacudían
por entero, de la cabeza a los pies. Gotas de sudor frío se esparcían por su frente. Entonces, como apresado por
un pánico repentino, llamó a Pedro, a Santiago y a Juan:
—Venid conmigo vosotros. Una angustia mortal aplasta mi alma. Quedaos junto a mí y velad conmigo en
oración, para que no sucumba a la prueba.
Al decirlo, tomó a Pedro y a Santiago, se puso en medio de ellos y, agarrado en sus hombros, se alejó unos
metros entre los olivos, arrastrando los pies como si de repente hubiera perdido todas las fuerzas. Su
respiración se volvió jadeante y a cada paso parecía que fuera a rodar por tierra. Los tres discípulos que lo
acompañaban no sabían qué decir: con dificultad lo sostenían, llevándolo como un fardo. Al pasar junto a un
olivo, con un esfuerzo imperioso se apartó de ellos, avanzó tambaleante unos metros y finalmente se hincó de
rodillas, encorvado y con la cabeza colgando hasta casi rozar el suelo.
Entretanto los apóstoles, los que cupieron, se habían metido en la choza de troncos donde se guardaban los
aperos del campo. Marcos, Tadeo y yo nos guarecimos en la pequeña gruta excavada en un montículo, donde
estaba la prensa de las aceitunas. Tadeo había traído las mantas. Marcos se quitó el manto, se arrebujó en una
manta y enseguida cayó rendido. Tadeo se situó al fondo de la cueva y ya sentía la pesadez en los párpados,

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incapaces de dominar el torpor. Luchaba por resistir a fuerza de hablar, hasta que las palabras se le apagaron
en los labios y enmudeció. Yo también tenía los ojos cargados de cansancio, pero no conseguía dormir.
Pasó un tiempo, no sabría decir cuánto, y comencé a oír como lamentos. Eran gemidos largos, impregnados de
dolor, que se producían a intervalos con creciente intensidad. Eran gemidos que me llenaban el alma de
angustia, como si alguien me pidiese desesperadamente ayuda. Opté finalmente por levantarme y salir de la
cueva.
Los lamentos provenían de la parte del huerto por donde se había alejado Jesús. Observé fijamente entre los
olivos y, a la luz de la luna, entreví la silueta de los tres apóstoles que Jesús se había llevado consigo. Pedro
estaba sentado bajo un olivo, con la cabeza apoyada en el tronco; a Juan en cambio le colgaba entre las
rodillas, y Santiago dormía de lado en el suelo cuan largo era.
Cuando cesaron los lamentos, vi la sombra de Jesús que se dirigía balanceándose hacia los apóstoles. Se
acercó a Pedro y le sacudió el brazo. Los tres apóstoles se alzaron de un salto y Jesús habló con ellos. Luego
se alejó de nuevo unos metros, hasta que le vi caer de bruces en tierra y avanzar a rastras hacia un saliente de
roca.
Yo no sabía qué hacer. Me tranquilicé al ver que los tres apóstoles, de rodillas, intentaban velar. Pedro no
olvidará en toda su vida la súplica acongojada que en el duermevela consiguió captar y le penetró en el alma:
—Padre, aleja de mí este cáliz… Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú.
Pensé, al verles, que los tres apóstoles velarían junto a Jesús y, por eso, regresé a la cueva. Marco seguía
inmóvil, inmerso en un sueño profundo, y Tadeo dormía envuelto en una manta. De repente, también a mí me
sobrevino un fuerte golpe de sueño, como si todo el cansancio de aquellos días me aplastase los miembros y el
ánimo. Extendí una manta sobre la paja y caí redondo.
No sé cuánto tiempo permanecí amodorrado. Recuerdo que en el sueño oí gritos desesperados que llegaban de
lejos. Pero luego me di cuenta de que no soñaba: esos gritos eran reales y venían de allí mismo, del huerto de
los Olivos. Salí nuevamente de la gruta y me puse a escuchar. Eran alaridos desgarradores que rompían el
silencio de la noche. Fijé la atención, pero tan sólo logré distinguir una palabra:
—Abbá! Abbá! Abbá! – ¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Padre mío!
Los tres apóstoles habían sucumbido de nuevo rendidos por el sueño.
Aquellos gritos me estremecían y un nudo de tristeza atenazaba mi garganta. Pero no conseguía llorar, com o
tampoco entender por qué esos alaridos caían en el silencio nocturno sin que nadie los escuchara, como en el
vacío. La luz misma de la luna inundaba de indiferencia todas las cosas. El universo entero callaba: ni un
soplo de viento, ni un ruido de animales, ni un simple movimiento de hojas. Y hasta los tres apóstoles, allá en
la sombra, permanecían estáticos.
No obstante, todo alrededor estaba vivo: la luna con su esplendor, la naturaleza con su primavera y, en
lontananza, la ciudad con sus luces. Pero era una vida sin pulso, como si el mundo se hubiera paralizado. Una
especie de impotencia acartonaba todo. Tampoco yo lograba encontrar pensamientos inteligibles: sólo sentía
que en aquellos alaridos se palpaba algo inmenso, abismal, inalcanzable. No supe hacer más que aguardar.
Al poco rato, una luz tenue, como un nimbo, se encendió entre los olivos, al fondo del huerto. No era una luz
natural, sino sobrehumana. Vi a lo lejos la silueta de Jesús, postrado en tierra, con las manos apoyadas en la
roca. Ante aquella luz cesaron los alaridos y los gemidos se amortiguaron, se volvieron suspiros cada vez más
pausados y discontinuos, hasta que el silencio se adueñó del huerto.
Jesús, lenta y fatigosamente, se enderezó sobre las rodillas y se volvió hacia aquella luz como si dialogase con
una presencia invisible. En ese momento, algo atravesó el aire, parecía un suspiro que disolviera una pesadilla;
era como si las cosas reposasen tras un esfuerzo agotador.
En efecto, del diálogo con aquella luz Jesús salió visiblemente cambiado. Entendí que una criatura celestial,
quizás un ángel, había venido a confortarlo. Era ciertamente la respuesta del Padre que lo arrancaba de las
fauces del Maligno y lo libraba de la angustia. Lo vi levantarse sin los estremecimientos que antes lo sacudían
por entero. Se sentó en la roca con la cabeza entre las manos, como para reflexionar sobre lo sucedido.
Aparecía como alguien que descansa para reponer fuerzas tras un combate duro y extenuante.

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Sólo entonces me di cuenta de que algo rasgaba el silencio. Un ruido extraño llegaba del sendero que sube del
torrente Cedrón a Getsemaní. Eran los pasos de una comitiva que, con antorchas y armas, venía hacia el
huerto. Jesús, entretanto, se había levantado y sacudido de encima el polvo, y regresaba con sus apóstoles. De
nuevo era Él, el de siempre, imponente, solemne, consciente, dueño de la situación. Vi junto a mí a Tadeo,
envuelto todavía en su manta, que intentaba comprender qué estaba pasando. Cuando vio a toda aquella gente
con antorchas, espadas y garrotes agolpada a la entrada del huerto, bajó corriendo a la caseta donde se
guarecían los apóstoles, que para entonces ya se habían despertado, confusos y consternados, y con ellos se
fue adonde Jesús. Yo no conseguí moverme; me quedé mirando. Los alaridos de esa noche seguían resonando
dramáticamente dentro de mí, y una especie de pesadilla paralizaba mi mente, apresada por una angustiosa
impotencia.

*****

42. LA SOLEDAD DE DIOS

¡Jesús mío! ¿Quién habría podido velar contigo esta noche? ¿Quién habría podido recitar tu plegaria, unirse a
la súplica desgarradora que ha subido de tu corazón al Cielo? ¿Qué criatura habría podido ayudarte en la
titánica agonía que ha aplastado tu alma hasta hacerte sudar gotas de sangre? ¿Y qué ser humano podía hacerte
compañía en el hondón de tu tristeza, o soportar el océano infinito de tu angustia? Tú, en cambio, has
intentado buscar ayuda y has venido a nosotros a mendigar tan sólo una palabra, una mirada, un silencio…; y
nosotros no hemos sabido darte más que sueño, torpor, apatía.
Jesús mío, ¿cómo has podido hacerlo? ¿Puede la Omnipotencia de Dios buscar ayuda en la debilidad del
hombre? ¿Puede la Sabiduría eterna de Dios pedir comprensión donde no hay mente que entienda? ¿Y puede
‘Aquel que es’ recabar ayuda de ‘aquel que no es’?
Jesús mío, ¿quién podía pensar que en ese ‘gusano de tierra’ que se revolcaba por el polvo estaba el Hijo
predilecto del Padre? ¿Quién podía imaginar que esos gritos que traspasaban los cielos nocturnos eran la voz
del Verbo eterno que creó la tierra y el universo entero? No, Jesús mío, no. No podías venir a nosotros, porque
nosotros no podíamos ir a ti. Estabas solo en el desierto cuando venciste al enemigo infernal, y tenías que
permanecer solo esta noche en Getsemaní cuando el Maligno ha vuelto a insidiarte.
Nosotros no lo sabíamos, ni hemos podido verlo, pero él estaba allí, agazapado ante ti. Te insinuaba que no
dieras tu vida por unos seres despreciables e indignos como nosotros; que no aceptaras la Cruz, pues
significaría tu derrota ante el mundo, o que al menos nos rescataras con la espada: tienes legiones de ángeles
dispuestos a hacerte triunfar sobre tus enemigos y mostrar al mundo tu fuerza. Y tú, en cambio, has querido
ponernos a buen recaudo también a nosotros, porque Satanás vendría a cribarnos como el trigo.
A nosotros no nos hacía falta la tentación: nuestra miseria y nuestra debilidad se bastan para tentarnos. Por lo
demás, bien sabía el Maligno que, abatido el pastor, las ovejas se dispersarían. Satanás ha venido a por ti,
contigo mantenía aún una deuda y estaba dispuesto a saldarla. Ha venido a atrapar de una sola vez tu
humanidad, usando las más sutiles armas de su astucia y de su rabia para impedirte cumplir la voluntad del
Padre. Él, desde el principio, ha sido el ‘rechazo’; su nombre es ‘rebelión’. Y nosotros le habíamos creído. Por
eso sólo tú podías decir: ‘He aquí que vengo, Padre, para hacer tu voluntad’. Tu soledad es, por tanto,
consecuencia de tu ser Hijo de Dios, y tu angustia es consecuencia de tu hacerte hijo del hombre: el rebelde. Y
tú tenías que derrotar la rebelión con la obediencia.
Esta es la razón por la que esta noche estábamos todos allí, no sólo contigo, sino dentro de ti. Tú eras en ese
momento toda la humanidad doliente y atormentada, toda la humanidad triste y malvada: la humanidad
pecadora. En ese momento estaban allí, y pesaban sobre ti, todos los Caín que han asesinado, todos los Judas
que han traicionado, todos los perjuros que han blasfemado, todos los Herodes que han exterminado inocentes.
En ti se han agrupado los habitantes de Sodoma y Gomorra, los pobladores de Nínive y Babilonia, los
criminales de las cárceles de todos los tiempos. Tú eras el heredero de todos los faraones que han oprimido a

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pueblos, de todos los epulones que han despreciado a pobres, de todos los negreros que han vendido como
mercancía de poco valor a millones de hermanos. Todo lo que es violencia, traición, perjurio, infidelidad,
venganza, injusticia y mentira estaba allí, escrito en tus manos, en tu frente, en tus ojos, en todo tu cuerpo, en
tu corazón. Todas las madres que han matado en el vientre a sus hijos, todas las prostitutas que han
comerciado con su cuerpo, todos los adúlteros que han traicionado y enfangado el amor, todas las Herodías
que han pedido la cabeza de los profetas de Dios: una inmensa carga de vergüenza pesaba sobre tus hombros.
Sobre ti el horror de los lager, de los hornos crematorios, de los gulags, de las fosas comunes, de los campos
de exterminio, de las limpiezas étnicas. Los jacobinos de todos los tiempos, todos los Napoleones que han
ensangrentado con su orgullo las regiones de la tierra, todos los poderosos del mundo que han llenado de
bombas atómicas los arsenales, y toda la brutal crueldad de cuantos han inventado las sogas, las hogueras, la
guillotina, los más refinados instrumentos de tortura; todos ellos, con todos los malvados de la tierra, estaban
allí contigo esta noche, llevaban escrito tu nombre.
Jesús, ¿cómo has podido cargar con tanta iniquidad? ¿Cómo has podido mentir al mundo entero, engañar,
traicionar, oprimir con leyes perversas a los pueblos de la tierra? Hasta los corruptores de niños, los
embaucadores de los inocentes, los opresores de los débiles: ¡todos con tu nombre! Tú eras esta noche ante el
Padre todo el mal del mundo, todas las iniquidades de la tierra.
Jesús mío, ¿quién podía aguantar esta marea de fango y podredumbre? ¿Quién podía transformar esta infinita
y trágica rebelión del hombre en una dócil obediencia al amor del Padre? ¡Sólo tú, hundiéndote en el abismo y
haciéndote maldición para obtenernos misericordia!
Es así como has vencido al maligno: la humildad y la obediencia son incompatibles con la soberbia y la
rebeldía. Tú, siendo Dios, te has anonadado, tomando la forma de siervo, asemejándote a nosotros, pecadores,
y te has humillado haciéndote obediente ‘hasta la muerte y muerte de cruz’.
Jesús mío, he aquí por qué lo creado se ha quedado de piedra esta noche, mudo ante tu agonía. Ninguna
criatura era capaz de un gesto, de una palabra, de un signo. Ninguno habría podido decirte nada, ni darte nada.
Tan sólo los cielos y la tierra han sido testigos de tu ‘sí’ al Padre; y el arcángel Miguel, que ha tomado el
puesto del Maligno, te ha traído del Cielo el consuelo del Padre: ‘¡Tú eres mi Hijo predilecto!’
Jesús mío, tu ‘fiat’ me trae a la memoria aquel otro ‘fiat’ que una muchacha de catorce años, hace más de
treinta años, dio al ángel del Señor: el ‘fiat’ de tu madre, que supo decir: ‘He aquí la esclava de Señor. Hágase
en mí según tu palabra’. Esta noche, ella ha sido la única criatura que ha sabido velar contigo, la única que ha
podido unirse a tu oración y a tu agonía. En el Cenáculo, que ha contemplado tu don supremo de amor, María,
recogida en oración, ha velado contigo con mudos gemidos y lágrimas en el corazón, ha participado en tu
misma agonía, ha gritado –también ella– con todas las fuerzas de su alma: ‘¡Abbá! ¡Abbá! ¡Abbá! – ¡Sí, Padre
mío! ¡Sí, Padre nuestro!’. Ella en el Cenáculo y tú en Getsemaní: ¡una única plegaria, un único grito, un único
‘fiat’!
Jesús mío, no te sorprendas de nosotros: ni de los tres íntimos que has querido a tu lado, ni de los demás
apóstoles, ni de ningún otro de nosotros. Al igual que el universo entero, sólo podemos contemplar atónitos e
impotentes tu agonía y decirte, esto sí, infinita y eternamente: ‘¡Gracias! Gracias por tu pasión y tu oración,
gracias por tu victoria, por tu dolor y por tu amor’.
Y gracias también a ti, Madre mía, Madre del dolor y Madre del amor. Sólo quizás Magdalena ha sabido velar
contigo, pero sin entender ni saber. Ha velado amando, porque el amor es lo único que conoce Magdalena, lo
único que mueve su corazón. Y es también lo único que nosotros podemos aprender viviendo a tu lado, porque
es el único camino que en última instancia puede conducirnos al Padre.

*****

43. LA CAPTURA DEJESúS

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La irrupción de la soldadesca en el huerto fue desbarajustada y violenta. Vislumbré a Judas, que precedía a
todos e intentaba contener inútilmente la impaciencia de la chusma. Entonces, como con prisas por concluir
cuanto antes el asunto, se dirigió decididamente hacia el grupo de los apóstoles, que se habían agrupado en
torno a Jesús. Tras los guardias del Templo, a pocos metros, varias decenas de soldados romanos se mantenían
en silencio con todo su equipo, bien ordenados en filas y al mando de un tribuno. Yo, procurando no hacerme
notar, me moví entre los olivos lo suficiente como para presenciar el desenlace de los acontecimientos.
Vi a Jesús separarse de los apóstoles y salir al encuentro de Judas. Judas le plantó una mano en su hombro y lo
besó. La chusma se aquietó y acalló. Entonces, también Jesús puso sus manos en los hombros de Judas, lo
miró con fijeza y le habló. No entendí bien las palabras, pero vi a Judas apartarse de Jesús, como deseando
librarse de una situación embarazosa e incómoda; se giró hacia la soldadesca, al tiempo que sacudía la cabeza,
y comenzó a retroceder despacio, como queriendo escabullirse sin ser visto. Cuando ya se alejaba, pasó muy
cerca de mí, sin percatarse. Lo llamé:
—¡Judas!
Volvió la cabeza, sin detenerse. Al verme, apretó el paso y poco después echó a correr hacia la salida del
huerto. Desapareció al fondo del sendero, en la oscuridad.
Cuando miré de nuevo a Jesús, vi a la turba echada por tierra y a Jesús solo, erguido en medio de todos,
solemne a la luz de la luna, ya alta en el cielo. Trabajosamente, los guardias se fueron levantando y, una vez
en pie, se abalanzaron sobre Jesús. Pero Jesús, con un gesto imperioso de la mano, los contuvo y dijo con voz
firme:
—¿A quién buscáis?
—A Jesús de Nazaret, respondió alguien de entre el tumulto.
Con la mano siempre extendida, Jesús dio un paso decidido hacia ellos, aseverando con voz poderosa:
—Ya os he dicho que soy yo.
Los más próximos a Él recularon sorprendidos y tropezaron con los que tenían detrás, cayendo todos de nuevo
por tierra.
Fue en ese momento cuando Pedro se precipitó al lado de Jesús blandiendo una espada y, sin más preámbulos,
asestó un golpe a lo loco que, por fortuna, tan sólo alcanzó a herir en la oreja al hombre que estaba caído de
bruces a sus pies. Jesús, de inmediato, sujetó del brazo a Pedro, al tiempo que los demás apóstoles se
acercaban con otra espada. Se volvió hacia ellos y, con su paciencia habitual, que en tal circunstancia pareció
más bien sometimiento, les dijo:
—Guardad la espada en la vaina. ¿Pensáis que no podría yo rogar a mi Padre, y enseguida pondría a mi
disposición más de doce legiones de ángeles?
Luego se inclinó hacia el herido y lo curó.
Cuando ese hombre y todos los demás se alzaron, Jesús, marcando las palabras, dijo con tono imperioso:
—Si me buscáis a mí, dejad que éstos se vayan.
Y con la mano indicó a los apóstoles que se fueran. Luego continuó:
—¿Cómo un ladrón habéis venido a prenderme con espadas y bastones? Todos los días me sentaba entre
vosotros en el Templo y no me prendisteis. Pero ahora es el momento, es vuestra hora: la hora de las tinieblas.
Al decirlo, cruzó las manos y las extendió hacia ellos. ¡Cuánta dignidad y nobleza había en aquel gesto! A mí
me pareció como si quisiera decir: no sois vosotros quienes me atrapáis; soy yo, en obediencia al Padre, quien
me entrego a vosotros.
Ante tal gesto y tales palabras, los apóstoles se quedaron consternados. Estaban acostumbrados a ver a Jesús
dominar con autoridad todas las situaciones y a salir indemne de cualquier peligro. Aquella aquiescencia suya,
aquella capitulación voluntaria, les resultaban completamente inexplicables. ¿Quizás también Él, el Maestro,
se había dado cuenta de que todo había acabado? Por eso, presos de pánico, en un instante se desperdigaron
por el huerto, unos escondiéndose tras un olivo y otros ganando a la carrera la salida de Getsemaní.

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Los soldados romanos, inmóviles, dejaban obrar a los esbirros del Sumo Sacerdote, en su mayoría guardias
del Templo. Ataron éstos a Jesús, que se dejó hacer sin oponer resistencia, y todos se encaminaron hacia la
salida del huerto. Los romanos siguieron a la chusma sin preocuparse de más.
Yo me quedé detrás de un grueso olivo con el corazón saliéndoseme del pecho y paralizado por la impotencia.
Estaba a punto de romper a llorar, atenazado por una mezcla de rabia y de dolor, cuando sentí a mi espalda la
respiración jadeante de alguien. Me giré de un brinco.
—¡Ah, eres tú!, murmuró Felipe con la voz entrecortada.
El sudor le corría por la frente y brillaba al claror de la luna. Y añadió, enteramente sacudido por escalofríos:
—Quedémonos aquí todavía un rato, hasta que se alejen.
Cuando los pasos de la turba nos parecieron suficientemente lejanos y la luz de la antorchas reverberaba ya
entre los últimos árboles de Getsemaní, salimos de nuestro escondite. Cerca ya de la salida de huerto,
divisamos algo parecido a un pequeño fantasma. Nos detuvimos asustados y oí pronunciar mi nombre. Era
Marcos, que corría ansioso hacia nosotros.
Estaba casi desnudo y temblaba de frío y de miedo. Se había despertado sobresaltado por el ruido de la
chusma que salía de Getsemaní y, al no ver a nadie más, se había puesto a seguir a la comitiva por el sendero.
Los guardias, alertados, fueron a por él y casi logran prenderlo, pero Marcos se zafó desembarazándose de la
manta y, abandonándola en sus manos, huyó precipitadamente. Recordaba haber oído dos grandes risotadas y
nada más. Lo cubrí con mi manto y, con un suspiro de alivio, pensando en el peligro evitado y en mi
responsabilidad, exclamé:
—Demos gracias al Cielo.
En ese momento aparecieron Pedro y Juan, que nos pidieron noticias de lo ocurrido. Pedro me indicó que
acompañara a Marcos a su casa y que dijera a los demás apóstoles que se reunieran en casa de Marcos, donde
estaban María y las otras mujeres. Él y Juan irían en busca de Jesús.
Aguardamos a que aparecieran más apóstoles, que llegaron uno tras otro: Mateo, Andrés, Santiago y Tomás.
Temían hablar y preguntar. Por eso, tras recoger los mantos y demás cosas, nos pusimos en camino, andando
con cautela y sin ruido. En realidad, estábamos dominados por el miedo y humillados.
Subimos a la ciudadela de Sión y llamamos a la puerta de la casa de Marcos. Cuando entramos, nos acogieron
con suspiros de alivio, pero la casa se hallaba en completa agitación. Simón, Tadeo y Santiago, huidos de
Getsemaní antes que los soldados, habían traído la triste noticia a las mujeres. María nos preparó un caldo, que
nos reconfortó y serenó. Permanecimos así a la espera de noticias.

44. EL LLANTO DE PEDRO

Madre mía, ¿cómo narrar aquella noche, la más larga, desosegada y angustiosa que he pasado a tu lado?
Todos nosotros, uno tras otro, nos reencontramos en el Cenáculo, aturdidos y descarriados, pero finalmente a
salvo, escapados de tremendos peligros, fuera de la terrible tormenta que imprevisiblemente y en pocas horas
había descargado sobre nosotros. Faltaban Pedro y Juan, pero sentíamos que antes o después regresarían.
Faltaba, sobre todo, Jesús. ¿Qué era de Él? ¿Adónde se lo habían llevado? ¿Qué le habían hecho?
Llegaban voces y rumores provenientes de la casa de Caifás. Estaba claro que se lo habían llevado a casa de
los Sumos Sacerdotes. Al fin y al cabo, ellos habían organizado todo. Incluso el mando de los guardias lo
ostentaba él, Malco, el siervo predilecto de Caifás, al que el Sumo Pontífice encargaba las misiones de más
confianza. Era un hombre obtuso, de corta inteligencia, pero fanáticamente apegado a su jefe. Había que
andarse con cuidado con él. Así nos lo había descrito varias veces Nicodemo.
Salomé era la más intranquila. Insistía en pedir a Andrés y a lo demás noticias de su hijo Juan. ¡Ese bendito
muchacho ha sido siempre tan impulsivo e imprudente, tan inconsciente! Sí, conocía el ambiente del Sumo
Sacerdote, en donde tenía amigos y compañeros de escuela, pero no era ése el momento de meterse en la boca
de lobo.
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María intervino en ese momento, con su acostumbrada y amable discreción. Se acercó a Salomé y, en voz
queda, le dijo:
—No te inquietes, hija mía. Juan es joven e impulsivo, pero no un ingenuo. Es un chico inteligente y, además,
Jesús no permitirá que caiga en ningún peligro. No le pasará nada. Con todo –añadió, elevando la voz y
mirándonos a todos con cara de sufrimiento–, pongámonos a rezar.
Nos reunimos todos en la habitación de la planta baja y María comenzó tomando de los salmos la Plegaria de
los peligros: «Señor, ¡cuántos son mis opresores! Muchos son los que se alzan contra mí. Muchos dicen de mí:
¡ni siquiera Dios lo salva! Pero Tú, Señor, eres mi defensa, alzas mi cabeza…». No todos conocían las
invocaciones de esos salmos, pero sentían que esas súplicas se adaptaban perfectamente a nuestra situación y,
sobre todo, a la de Jesús, por lo que llegaban al corazón de todos nosotros.
Magdalena, que hasta entonces no había hablado ni atendido y, encerrada en sus pensamientos, había estado
dando vueltas continuamente por la casa, como si quisiera dominar así el deseo impulsivo de escaparse en
busca de su Maestro, se sentó junto a María sin conseguir contener las lágrimas que rodaban silenciosas por su
cara. María le pasó cariñosamente la mano por la cabeza, lo que pareció serenarla. Luego María continuó con
la Plegaria del justo: «Cuando te invoco, respóndeme, oh Dios, mi justicia. Me has librado de mis angustias.
Te piedad de mí, escucha mi oración…». Prosiguió con la Plegaria del calumniado: «Señor, mi Dios, en ti me
refugio, sálvame y líbrame de mis perseguidores…»; y a continuación con la Plegaria del confiado abandono:
«A ti, Señor, elevo mi alma. Mi Dios, en ti confío. Que no quede confundido. No triunfen sobre mí mis
enemigos…». Después pronunció la Invocación del inocente y, finalmente, la Profesiónde fe en Dios: «El
Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?
Cuando me asaltan los malvados…». La oración fluía de los labios de María y caía sobre nuestro silencio
como un bálsamo, como rocío benéfico. Era realmente la medicina que necesitábamos en ese momento.
De repente se oyeron unos golpes violentos en la puerta. Aterrorizados, nos quedamos a la espera, sin
respiración. Desde fuera, alguien comenzó a clamar:
—¡Andrés! ¡Santiago! ¡Felipe!…
Era la voz de Pedro. Salomé corrió a abrir. Al entrar, el apóstol dio dos pasos, se detuvo y nos miró a todos
con cara desencajada. Estaba irreconocible: los ojos enrojecidos e hinchados, la barba empastada de polvo y
mucosidad, el rostro empapado en lágrimas y sudor… Dio otros dos pasos, se tiró de bruces sobre la mesa y
comenzó a vocear:
—He dicho que no lo conocía… He jurado que no lo había visto nunca… ¡Esa maldita portera chismosa!… Y
yo, cobarde, miserable, vencido por el miedo: ¡jamás lo he conocido!…, ¡jamás lo he conocido!…
Los sollozos le sacudían la espalda, cada vez más encorvada y maciza. De vez en cuando daba un puñetazo en
la mesa y a continuación estallaba en un llanto incontenible y desesperado. Nosotros lo mirábamos sin
comprender, sin saber qué decirle. No entendíamos nada. Prosiguió golpeándose la cabeza, hirsuta y áspera
como nunca:
—¡Nunca lo he visto!... ¡Nunca lo he visto!... Maldito frío que me ha hecho acercarme a esa fogata… Y ese
siervo intrigante que no dejaba de mirarme… Y luego… ese maldito gallo que se puso a cantar… ¡Jamás lo he
conocido!… ¡Jamás lo he conocido!…
María se le acercó, lo enderezó tomándole por los hombros y, con un pañuelo limpio, le secó el rostro y le
limpió la barba. Luego le cogió la cara con sus manos maternales, cálidas y tiernas, y mirándole con cariño le
dijo:
—Es cierto, jamás lo has conocido. ¿Quién de nosotros puede decir que ha conocido de veras a Jesús? Es
cierto. Todavía ninguno de nosotros lo ha conocido a fondo. Lo tuyo no ha sido una cobardía, ni una mentira.
Tú no has renegado de Jesús. Tú conoces y amas a Jesús. Pero aún hay mucho que purificar en tu cariño, y
mucho que rectificar en tu conocimiento del Maestro. Pedro, hijo mío, necesitamos mucha humildad. Tus
lágrimas son tu humildad. Ellas limpiarán los ojos de tu alma y purificarán tu amor. Y tú conocerás a fondo a
Jesús, y te enamorarás locamente de Él, y sabrás dar la vida por tu Maestro.
Esa voz maternal, serena y dulce, fue como bálsamo en las heridas. Pedro fue calmándose: sus sollozos se
atenuaron y dejó de sollozar. Tenía la cabeza apoyada en el hombro de María, que le sujetaba suavemente por

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los brazos. Ya no era el Pedro fogoso, presuntuoso e impulsivo, sino que se había vuelto como un niño, se
había transformado en una criaturita. María continuó:
—Pedro mío, ¿recuerdas los ojos de Jesús cuando te invitó a seguirlo? Mirándote fijamente no te llamó
Simón, sino Pedro. Vio la sinceridad de tu corazón y te cambió el nombre: ya no eras Simón, sino Roca. Hijo
mío, no olvides jamás esa mirada de Jesús.
Ante estas palabras, Simón se separó un poco de María, se secó las lágrimas con el dorso de la mano y dijo:
—Madre, madre (era la primera vez que la llamaba así). Esa mirada de Jesús he vuelto a verla esta noche.
Acababa de jurar que no lo conocía y estaba calentándome junto a una fogata en el patio de Caifás, cuando oí
a mis espaldas ruido de espadas, agitación y gritos de gente. Giré la cabeza y lo vi. Iba atado como un
malhechor y rodeado de siervos y de guardias, que lo llevaban a empujones a través del patio. Pero Él se
resistió por un instante y se volvió para mirarme. Tenía la mejilla hinchada, la barba empapada de sangre y los
ojos… ¡Ay, los ojos!... Eran los de mi primer encuentro con Él. Esa mirada la tengo aquí –y se señaló con el
puño la frente y el pecho–, aquí dentro, y sigue mirándome, pronunciando dulcemente, irresistiblemente, mi
nombre: ¡Pedro! ¡Pedro!... ¿Entiendes, madre? No Simón, como me llamó antes de entrar en el huerto:
‘Simón, Simón, he aquí que Satanás te busca para cribarte como el trigo…’, sino Pedro. Sí, madre. Ese
hombre perjuro, ese cobarde, ese canalla que ha renegado de tu hijo, no era Pedro, sino Simón. ¡No era
Pedro!...
Y estalló de nuevo en un llanto incontenible, apoyándose en el hombro de María. No era el llanto de antes,
brotado de la humillación y la rabia, sino un llanto de amor, de dolor de amor y, por tanto, de alegría. Ese
llanto nos contagió un poco a todos. Noté que todos teníamos los ojos brillantes de conmoción.

45. EL PROCESO NOCTURNO CONTRA JESúS

Salomé, que había permanecido callada hasta ese momento, ya no pudo contenerse más y pidió noticias de
Juan. Pedro contó cómo habían llegado juntos al patio, pero que luego no lo había vuelto a ver. Ansiosa,
Salomé se preparaba ya para salir, cuando se oyeron unos golpes en la puerta. Era justo él, Juan. Al entrar, su
madre lo abrazó llorando. Venía agitado y jadeante. Sólo se calmó cuando miró alrededor y vio a Pedro y a los
demás.
Comenzó entonces a narrarnos los últimos acontecimientos de esa atormentada y trágica noche. Tras entrar en
el patio del palacio de los Sumos Sacerdotes, se había dedicado a merodear por aquí y por allá, a la caza de
noticias sobre Jesús. Logró enterarse de que lo habían conducido a Anás, el anciano Sumo Sacerdote anterior,
pero aún muy poderoso e inspirador de todo, y que después lo trasladarían a casa de Caifás, el Sumo
Sacerdote al mando, para un primer proceso sumario. Deambulando por el patio, Juan se topó con Nicodemo,
y éste, tras cierta resistencia, aceptó colarlo en la sala donde Caifás aguardaba la llegada de Jesús.
Juan nos describió la sala: había muchos sanedritas de entre los más fogosos y encarnizados adversarios de
Jesús, así como una chusma inquieta de escribas y fariseos. Un continuo vaivén de guardias, levitas y
sirvientes contribuía a la agitación general del ambiente. Tal vaivén fue lo que permitió a Juan pasar
inadvertido. Al cabo de un rato, de repente, se hizo el silencio en la sala, cuando Jesús fue introducido por la
puerta del fondo. Era ciertamente Él, pero ¡qué impresión, qué pena verlo en aquellas condiciones!
Nicodemo, en su escaño, se echó las manos a la cara y se puso a buscar con la vista a Juan, para ver su
reacción. Juan se hallaba en medio de los sirvientes del Templo y de un grupo de galileos que habían sido
convocados para testificar. Más allá, dos levitas, compañeros suyos, simularon desconocerlo.
Comenzó la farsa de proceso, pero Juan nos dijo que no se acordaba de casi nada, porque su mente se había
perdido tras el aluvión de recuerdos. ¿En qué había acabado el Jesús del Tabor? ¿El Jesús que calmaba
tempestades, multiplicaba panes y dominaba a los demonios? Y el Jesús de Betania, el Jesús que ordenó a
Lázaro salir del sepulcro, ¿dónde estaba? ¿Y aquel Jesús que había encendido su entusiasmo, que lo había
hecho descansar sobre su pecho y encandilado con su encanto? Ese Jesús se encontraba en verdad allí, bajo
aquella máscara: con el rostro sudoroso y lívido, los labios tumefactos, la barba impregnada de sangre y los

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cabellos sucios y enmarañados. Bajo tal máscara subsistían aún la dignidad, la fuerza y la seguridad de
siempre, pero ¿por qué no las usaba?
Juan se quedó pensativo unos instantes. María trajo un caldo de menta y romero, para que Pedro y Juan se
reanimaran un poco y se recuperasen de sus emociones. Juan continuó:
—El aluvión de recuerdos sólo lo interrumpían de vez en cuando los pitidos, los gritos y las burlas que
marcaban las fases del proceso. Al final, lo que me sacó bruscamente del ensimismamiento fue un alarido, que
quería expresar dolor, sorpresa, escándalo o todas estas cosas a la vez: ‘¡Blasfemia!’. Era la voz ronca de
Caifás, quien se levantó de su sede, se rasgó las vestiduras y prosiguió gritando: ‘¡Blasfemia! Lo habéis oído
todos. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? ¡Reo es de juicio! ¡Reo es de muerte! Convóquese enseguida al
gran consejo del Sanedrín en sesión plenaria’. Y es que Jesús había declarado abiertamente, o mejor
solemnemente, que era el Mesías, el Hijo del Altísimo. En ese momento se llevaron a Jesús, cubriéndolo de
salivazos y propinándole patadas y puñetazos a lo bestia. Así se disolvió la asamblea.
A medida que Juan iba describiendo las escenas, su voz se llenaba de tristeza. Pero no llegó a llorar porque se
le veía con el ánimo contraído, como endurecido; en parte por la constatación de su impotencia –el no haber
podido intervenir de ninguna manera–, y en parte por la rabia hacia esos hombres despreciables que habían
propalado falsedades en contra de Jesús y también hacia los representantes del pueblo y de la casta sacerdotal
que respiraban odio feroz contra el Maestro.
Juan salió de aquella sala desconsolado y desalentado, deseando urdir alguna venganza. En el patio se le
acercó Nicodemo, quien le dio a entender que quedaban ya pocas esperanzas respecto a Jesús. Ciertamente,
faltaba aún la sentencia del Sanedrín, pero se veía claro cuál iba a ser. Como mucho, sólo la intervención del
procurador romano podría acaso echar atrás el veredicto del Sanedrín. Le animó a regresar a casa,
prometiéndole que, en el momento oportuno, él mismo nos informaría del curso de los acontecimientos.
En nuestra sala se había hecho un gran silencio, cargado de tristeza. Fuera despuntaba el alba, y las primeras
luces del día atenuaban el claror de la luna ya en su ocaso. Magdalena no lograba dominar su inquietud. La
Señora se percató, se acercó a ella y, tomándola de la mano, le dijo:
—María, te prometo que, llegado el momento, iremos juntas a buscar a Jesús, lo seguiremos adonde lo lleven
y le cuidaremos con todo nuestro cariño. Pero ahora ven, pidamos a nuestros hospederos si pueden preparar
leche caliente y miel para todos. Lo necesitamos, porque la jornada de hoy va a ser dura y larga.
Los dueños de la casa ordenaron a los sirvientes preparar todo según la sugerencia de María. Éramos muy
numerosos los que allí nos encontrábamos, pero no todos comieron, pues en muchos prevalecía un estado de
ánimo de tristeza y de temor.
Al cabo de un rato oímos llamar a la puerta. Eran Nicodemo y José de Arimatea. Por la sola expresión de sus
caras se coligió que las cosas iban mal. El Sanedrín, en efecto, por unanimidad, había condenado a muerte a
Jesús. El Maestro se hallaba en ese momento en poder de los esbirros y de los guardias del Templo, a los que
les había sido entregado en espera de conducirlo al gobernador romano para avalar la sentencia de muerte.
Nicodemo nos aconsejó no salir de casa, porque los jefes del pueblo estaban reclutando gente de la peor
calaña para congregarla ante Pilatos y reclamar a grandes gritos la condena de Jesús. Además, desde el día
anterior no sólo estaba presente en la ciudad el gobernador romano, sino también Herodes, por lo que el más
mínimo conato de desorden podría desencadenar la intervención de los soldados.

El día más largo

46. «ECCE HOMO»

Era ya de día. José de Arimatea ya había salido de nuestra casa. Nicodemo, en cambio, prefirió quedarse
todavía un rato con María. Hombre sensible y de nobles sentimientos como era, se daba cuenta del tremendo

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impacto que una madre exquisita y delicada como María tenía que soportar por un hijo como Jesús, visto en
las condiciones en que él lo había visto, y tratado como lo habían tratado esa noche. Sólo algo más tarde,
queriendo seguir de cerca los acontecimientos, se despidió de María, cogió el manto y se fue hacia la puerta.
El apóstol Juan, cuando Nicodemo pasó a su lado, se levantó de un brinco, con evidente intención de seguirlo.
Nicodemo miró a María con ademán interrogativo, como pidiendo aprobación, y ella le dio a entender con la
cabeza su conformidad.
También Salomé y Myriam se pusieron el chal y se dirigieron a la puerta para seguir a los dos discípulos. Ante
esto, Magdalena, sin coger ni chal ni nada, se precipitó hacia la salida para unirse a las mujeres. Pero María la
detuvo y, mirándola con dulzura, le dijo:
—Magdalena, nosotras iremos después. Ya te he dicho que vendrás conmigo y estaremos las dos junto a
Jesús.
Caí en la cuenta más tarde de que María quiso ahorrar a Magdalena las dramáticas y dolorosas escenas de
Jesús ridiculizado, insultado y maltratado ante el pueblo, los jefes de los judíos y los paganos.
Pasaron así las primeras horas del día. Hacia la hora tercia –las nueve de la mañana– oímos de nuevo golpear
la puerta: era José de Arimatea. Entró con el rostro alterado de indignación, sacudió la cabeza, extendió los
brazos y, tras un largo bufido de rabia e irritación, comenzó a gritar:
—¡Canallas! Canallas y bribones: eso son. Han juntado a la gentuza más estúpida y venal para presionarle.
¿Qué se creía ese Poncio Pilatos, representante del derecho y la justicia romana? ¿Que iba a razonar sobre
justicia y derecho con esos que sólo saben de codicia desenfrenada y de odio ciego? ¿Que iba a trajinar con
astucia a esos que viven de la mentira y son duchos en la falsedad y el engaño? Pobre iluso. Ni siquiera el
recurso a su autoridad, a él, el legado de la gran Roma y de su imperio, le ha servido para nada. ¿Qué peso
podía tener la autoridad de un gobernador frente a quienes son los más consumados y sutiles artistas del
chantaje y de la dialéctica más tortuosa? El desprecio y el sarcasmo no bastan para hacer respetar la legalidad
a quien se erige a sí mismo en ley y en juez.
José, que había entrado sin saludar a nadie, iba de acá para allá por la casa, lleno de cólera e indignación:
parecía hablar solo, consigo mismo. Nosotros lo observábamos en silencio, tratando de entender. Continuó:
—Sus argucias, tan crueles y ridículas…, ¡bonitas argucias! Primero lo envía a ese zorro, a ese petimetre de
Herodes. ¿Qué sabe de justicia y no digamos de honradez ese animal? ¡Bien ha hecho Jesús en no mirarle
siquiera! ¿No sabía Pilatos –en el fondo es un militarote romano que desconoce por completo el ánimo y los
sentimientos de nuestros jefes–, no sabía que con esa artimaña irritaría aún más al Sumo Sacerdote, al verse
desautorizado y puenteado por ese vil vasallo de Roma? Y ya se ha visto la reacción de ese miserable vasallo:
lo ha devuelto a Pilatos vestido de blanco, como se viste a los locos...
He ido a casa de Cusa, intendente de Herodes, para hablar con Juana, su mujer, y ver si podíamos hacer algo.
Yo estaba dispuesto a pagar el precio que fuera con tal de rescatarlo de sus manos. Pero ella acababa de irse
adonde su amiga Susana, desesperada por lo que estaba sucediendo. Tal parece que nadie consigue parar estos
acontecimientos.
Hizo una pausa como para reordenar sus propios sentimientos. Luego, aún más excitado, prosiguió:
—Y la segunda intentona…, ¡peor que la primera! ¡Ha querido trocar a Jesús por Barrabás! ¿Entendéis? ¡¡Por
Barrabás!! Un bandido que ha sembrado el terror en muchas comarcas de Judea con sus rapiñas y violencias...
Y Él, el Maestro, que en Judea, en Galilea y por todas partes ha sembrado paz y amor, haciendo el bien y
sanando a todos, Él, ¡al patíbulo! ‘¡Crucifícalo!, ¡crucifícalo!’, aullaban.
La gentuza vociferaba cada vez más, porque crecía por momentos. No sólo se han traído a los guardias del
Templo, y a los siervos y plebeyos de sus palacios, sino incluso a los levitas. Y ellos allí, en primera fila:
ancianos, sacerdotes, escribas y, delante de todos, Caifás. Todos con sus pomposos vestidos de gala,
alardeando de sus efods*, de sus cadenas de oro, de sus mantos purpúreos y gorros solemnes, de todo lo que
podía impresionar a ese zafio de Pilatos. Zafio y cruel: ‘Le daré un castigo –gritó– y luego lo dejaré ir’.
¿Un castigo? Pero si tú mismo lo has declarado inocente, ¿por qué lo castigas? ¿Para conmover a esos tipos?
Menudo papelón el tuyo, Pilatos. ¿Puedes acaso hacer llorar a las piedras o que huelan bien los estercoleros?
Y por otro lado, ¿puedes creer que conmoverás a las piedras, tú que desconoces la piedad? ¡Un castigo! ¿Y

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llamas castigo a la flagelación? El suplicio más despiadado, que tu ley prohíbe aplicar a un ciudadano romano,
¿y tú lo empleas contra el más manso, sabio y digno Maestro que ha aparecido en la tierra?
Se paró un instante como para tomar aire, mientras nosotros, atónitos, seguíamos enmudecidos su narración.
—Pensando en todo esto, me precipité hacia la puerta del patio del Pretorio, decidido a atravesar ese maldito
umbral, saltándome las leyes rabínicas. Si Jesús había entrado en la casa de un pagano, ¿por qué no yo?
Quería impedir esa crueldad, pero los soldados cruzaron las lanzas y me bloquearon. ¿Por qué no se consigue,
nadie consigue, detener estos acontecimientos?
José se dejó caer en un taburete, se golpeó repetidamente la cabeza con las manos y dijo casi con voz de
gemido:
—¡Aquí, aquí! ¡Me resuenan todavía aquí, en la cabeza!… Primero las risotadas y burlas de los soldados,
luego los golpes tremendos, implacables, durísimos, interminables: uno, dos, tres…, diez…, treinta…,
cuarenta, ochenta…, ¡no acababan nunca! ¡No acababan…, no acababan! Y yo allí, impotente, delante de
aquellos guardias impasibles, y a mis espaldas los aullidos descompuestos y vulgares de la plebe. ¡Esos
golpes!... ¡Esos golpes!... Retumban todavía en mi cabeza. Y por parte de Jesús nada más que algunos
gemidos, cada vez más débiles, hasta que se apagaron. Sólo entonces el centurión mandó parar esa carnicería.
Tras estas palabras, José se detuvo y se encerró en un impresionante silencio. Nadie se movía en la casa. La
narración de José, en parte hablada, en parte gritada y en parte ahogada por los gemidos, había abatido nuestro
ánimo. Éramos incapaces de reaccionar. No hacíamos preguntas ni pedíamos más detalles, como si
tuviésemos miedo de saber algo más.
Al cabo de un buen rato, José intentó reanimarse, alzó la cabeza y miró alrededor como si buscase en nosotros
un consejo, una ayuda o al menos algo de consuelo y de compasión: su rostro era una máscara de tristeza, de
dolor y de rabia. Luego, con tono apagado, añadió:
—Lo que siguió a ese tormento cruel es indigno incluso del más brutal de los esbirros. Pasó un tiempo que me
pareció una eternidad. Me metí entre la multitud en busca de Nicodemo. Y de pronto un silencio, y a
continuación un griterío que me heló la sangre en las venas. Pilatos había salido fuera del Pretorio y, haciendo
un gesto con la mano a la gente, mostró a Jesús gritando: ‘¡He aquí el hombre!’.
De hecho, Jesús no existía, ya no era Él. Era una piltrafa vacilante, que a duras penas se mantenía en pie. Un
harapo hecho trizas. Un pingajo lleno de sangre y dolor al que los soldados habían colocado las insignias de la
realeza. Un casco de espinas a modo de corona hincado en la cabeza, un trapo escarlata sobre los hombros
descarnados por los latigazos, una caña cascada ensartada entre las manos, atadas por las muñecas con una
cadena…, y todo enmarcando un rostro tumefacto y lívido, un pobre cuerpo machacado y atormentado. ¿Pero
qué otra cosa deseaba ese rudo soldado, representante de Roma; qué otra cosa esperaba de una gentuza insana,
mercenaria y servil, que lo dominaba con sus gritos y risotadas? ¿Acaso creía que con un rey de burlas iba a
apagar el odio insaciable de nuestros jefes?
Yo no sabía qué hacer. Rodeé a la chusma y me fui junto a los sacerdotes, dudando de si acercarme a Jesús o
escapar. Me detuve a mirarlo: de Jesús ya no quedaba nada, salvo su majestuosa dignidad y… ¡sus ojos! Aún
tengo encima su mirada. Eran ojos luminosos. Brillaban. No por la fiebre, ni por las lágrimas. Miraban a la
gente sin rencor, sin ánimo de venganza, sin juzgarla. Miraban como tantas veces han mirado a los enfermos,
a los leprosos, a los pobres, a los desgraciados. Había en esa mirada fuerza y severidad, pero también mucha
tristeza, mucho dolor, mucha dulzura. Eran ojos que, vueltos hacia el gentío, miraban a esos pobres
desdichados y penetraban en cada uno de ellos como un rayo de luz que lucha contra las tinieblas más densas.
Al final no he podido más. Ya no podía aguantar ese estrago, ese espectáculo tan sucio y humillante, ni sobre
todo soportar mi impotencia, mi imposibilidad de atajar la oleada de maldad y de odio que crecía imparable
ante mis ojos.
Ahora realmente ya no podemos hacer nada. Todo ha terminado.

47. EL SIERVO DE YAHVé

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Una tras otra, las palabras de José penetraban como puñales en nuestros corazones y, a la vez, como golpes de
ariete que demolían sin piedad todo ideal, toda perspectiva de futuro. Fue como si aquellos soldados hubiesen
despedazado a sangre y fuego nuestras esperanzas.
Era demasiado pronto como para convencernos de que todo había terminado. Sin embargo, en aquel momento,
el pensar que Jesús se encontraba en manos de sus adversarios, en poder de despiadados sayones, nos impedía
razonar de cualquier otro modo. Nuestros sentimientos y afectos estaban demasiado heridos como para pensar
en el después.
A un amor herido y ultrajado no le cabe pensar más que en la persona amada. Y por eso Magdalena, no
pudiendo contener más el dolor atroz que acumulaba en su corazón, se lanzó sobre María y, abrazándose a su
cuello, profirió entre sollozos:
—¡No!... ¡No!... ¡No!...
No conseguía decir más. Era el grito de quien no podía aceptar una realidad inaceptable, de quien dentro de sí
rechazaba con todas sus fuerzas el pensamiento de que fuese cierto lo que José había contado. Era el gemido
inconsolable de un alma enamorada ante la injusta y cruel supresión de la persona amada.
María la mantuvo tiernamente estrechada, pasándole suavemente la mano por la cabeza, hasta que se
aplacaron los sollozos y manó silencioso el torrente de lágrimas. Entonces María, con una voz que parecía
venir de lejos, o de lo hondo, marcada en cualquier caso por la tristeza y el dolor, comenzó:
Oráculo del Señor.
He aquí mi Siervo:
creció como un renuevo,
como raíz en tierra árida.
No hay en él parecer, no hay hermosura que atraiga nuestra mirada,
ni belleza que agrade.
Despreciado y rechazado por los hombres,
varón de dolores y experimentado en el sufrimiento,
como de quien se oculta el rostro,
era despreciado y no le tuvimos en cuenta.
Sin embargo, él tomo sobre sí nuestras enfermedades,
cargó con nuestros dolores,
y nosotros lo tuvimos por castigado,
herido por Dios y humillado.
Fue traspasado por nuestras iniquidades,
molido por nuestros pecados.
El castigo que nos trae la salvación cayó sobre él,
y por sus llagas hemos sido curados.
Todos nosotros andábamos perdidos como ovejas,
cada cual seguía su propio camino,
y el Señor hizo recaer sobre él
las culpas de todos nosotros.
Maltratado, se dejó humillar,
y no abrió la boca.
Como cordero llevado al matadero,

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y como oveja muda ante los trasquiladores,
no abrió la boca.
Con opresión e injusta sentencia fue quitado de enmedio,
¿quién se aflige por su suerte?
Sí, fue eliminado de la tierra de los vivos,
herido de muerte por el pecado de mi pueblo.
Su sepulcro fue puesto entre los impíos
y su tumba entre los malvados,
aunque él no cometió iniquidad,
ni hubo mentira en su boca.
Dispuso el Señor quebrantarlo con dolores.
Puesto que dio su vida en expiación,
verá descendencia, alargará sus días,
prosperará por medio de él la voluntad de Dios.
Por el esfuerzo de su alma
verá la luz, se saciará de su conocimiento.
El justo, mi siervo, justificará a muchos
y cargará con sus culpas.
Por eso, le daré muchedumbres en premio,
y repartirá el botín con los fuertes,
porque ofreció su vida la muerte
y fue contado entre los malhechores,
pues llevó el pecado de muchos
e intercede por los pecadores.

Mientras hablaba, María mantenía cerrados los párpados, como si ese texto del profeta Isaías manara dentro de
ella y lo leyese escrito en su corazón. Su voz se hacía unas veces temblorosa, otras serena y apagada, y de vez
en cuando se paraba durante un instante de pausa. Los versículos fluían en el silencio como fuego líquido, a la
par que llegaban a nuestro corazón como bálsamo saludable.
Nos hallábamos todos reunidos en la sala grande de la casa: los parientes de Marcos, los apóstoles, José de
Arimatea, algunos discípulos y nosotros. Nadie había caído en la cuenta de su cansancio y fatiga; sólo Marcos
se había dormido, acurrucado en un diván. También Magdalena había dejado de llorar. María entonces la
irguió despacio, le limpió la cara y le dijo:
—¡Hala! Coge nuestros chales y un tarro de sales o de esencias. Ha llegado el momento de irse.
Unos se levantaron y otros miraron a María para saber qué hacer. Pero ella intervino recomendando a todos
que no salieran y que recordaran el salmo de David, el número dos del salterio, porque sólo la palabra que
Dios nos ha dirigido por medio de los profetas puede ayudarnos a entender y aceptar los sucesos que no
comprendemos. A María, la madre de Marcos, le aconsejó reanimar a todos con algo que llevarse al estómago.
Luego ayudó a Magdalena a arreglarse el vestido y salieron.

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48. LA «VíA DOLOROSA»

Mientras María y Magdalena se preparaban, yo cogí mi manto y salí a la calle a esperarlas con José de
Arimatea. Tomamos la calle que sube a lo largo del Tyropeon y lleva a la Torre Antonia, donde residía esos
días el procurador romano. De primeras vimos a pocas personas, casi todas peregrinos que iban al Templo.
Estos se topaban con otros peregrinos que volvían del Templo cargados con corderos y cabritos, contrariados
porque esa mañana sólo unos pocos sacerdotes estaban prestando servicio.
A medida que recorríamos la calle, la gente era cada vez más numerosa y heterogénea, compuesta sobre todo
por lugareños que charlaban de los sucesos de esa mañana en los tonos más diversos. Enseguida entendimos,
por esos comentarios, qué ambiente y qué actitud habían cristalizado en torno a Jesús. El ansia, con todos los
sentimientos negativos que la acompañan, nos dominada cada vez más.
Llegados al punto en que la calle que baja de la Torre Antonia gira hacia las murallas y sube hacia la puerta de
Efraín, nos resultó imposible proseguir. José intentaba abrirse paso cuando un toque de trompeta anunció el
paso de un cortejo militar. Pudimos así pegarnos a la esquina donde la calle gira y sube hacia las murallas.
Allí nos paramos, porque apareció el centurión a caballo, seguido de otros soldados, que pasaban en medio de
la multitud. El corazón nos latía con fuerza por el ansia y por la expectación de lo que veríamos. Tras la fila de
soldados iban los encargados de la ejecución capital, con clavos, utensilios, cuerdas, escaleras y cuanto podía
servirles. Venía después el portaestandarte, que llevaba escrito en una tablilla el motivo de la condena. Lo
seguían a continuación los esbirros, que, alborotando con gritos y mofas, señalaban a los que pasaban y a los
espectadores quiénes eran los condenados, invitándoles a insultarlos y escarnecerlos.
En medio de la chusma de los esbirros, por encima de sus cabezas, se veía el extremo de una tabla ancha, que
avanzaba lentamente, renqueante, con movimientos bruscos e inseguros; de repente desapareció, al tiempo que
se oyeron unas risas sarcásticas. Colegí que se trataba de Jesús, que portaba a hombros el patibulum, el
madero de la cruz, y que había caído al suelo probablemente al tropezarse. A puntapiés y empujones lo
forzaron a levantarse y le cargaron encima de nuevo el palo. Un guardia lo ayudaba a mantenerse en pie
sujetándolo por la cintura con una cincha.
Estaba ya a pocos metros de nosotros y, cuando lo tuvimos delante, pudimos apreciar las atrocidades que
habían cometido con él: la cabeza coronada de espinas, los largos cabellos apelmazados de sangre y barro, el
rostro lívido y tumefacto cubierto de costras, de sudor frío, de salivazos y polvo, los labios agrietados y
resecos, las orejas y el cuello plagados de moratones. Iba vestido únicamente con la túnica, la inconsútil, que
en los hombros, el pecho y los brazos mostraba grandes manchas sanguinolentas. El vestido y el manto los
llevaba un soldado.
Dios mío, ¡en qué condiciones lo habían dejado! Me tapé instintivamente la cara, mientras que Magdalena se
abalanzó hacia Jesús gritando:
—¡Maestro! ¡Maestro mío!
Un soldado la detuvo sujetándola por los brazos. Jesús reconoció la voz y se volvió hacia nosotros, pero se
tambaleó bajo el peso del patíbulo y cayó a tierra. Iban ya los esbirros a golpearlo y maltratarlo cuando José
de Arimatea saltó hacia ellos y les gritó:
—¡Dejadlo!
Se pararon allí alrededor y enmudecieron. Entonces José, mirándoles con gesto feroz y autoritario, añadió:
—¡Alzadlo!
Y ellos lo levantaron.
Cuando Jesús se puso en pie, José le señaló a su Madre. María se aproximó a Jesús, y Jesús, al verla, tuvo
como un rebrote de energía y de vigor, se enderezó sobre el tronco y abrió bien los ojos, que antes parecían
velados y cansados. Las dos miradas se cruzaron, como tantas veces, en un silencio que descorría el abismo
del corazón. Los que se hallaban cerca, cuando vieron a María, se acallaron y ninguno tuvo el atrevimiento de
moverse. María, con voz infinitamente apasionada y tierna, exclamó:
—Hijo mío, ¡qué te han hecho!..., y dos gruesas lágrimas surcaron su rostro.

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—Madre –fue la respuesta–, mi dolor también es tuyo, pero también tu dolor es mío. Es nuestra ‘hora’…
Gracias por haber venido. Reúne a mis discípulos a tu alrededor.
El centurión, al advertir que el cortejo se había parado, dio una voz a los soldados para se reanudase la marcha
tras cargar de nuevo el madero sobre los hombros de Jesús. Nosotros, en fila, uno tras otro, precedidos por
José, intentamos caminar por un lateral, paralelos a Jesús. En este último tramo, en las proximidades de la
puerta de Efraín, la calle se empina bastante, y Jesús se vio obligado a dar un paso cada vez para no caer de
nuevo bajo el peso del patíbulo.
Habíamos recorrido una veintena de metros cuando, de una casa que tenía aspecto señorial, salió una dama de
porte distinguido y traje elegante. La acompañaba un grupo de mujeres vestidas de luto, que emitían lamentos
y lágrimas. Con un movimiento imprevisto, la dama se coló entre los soldados y los guardias, y se paró ante
Jesús. Sacó de su amplio manto un paño de lino blanco, costoso, y lo extendió delicadamente, con ternura
materna, sobre la cara del Señor, esperando que se embebiese, como si quisiera limpiar aquel rostro
martirizado; después lo recogió despacio y se retiró. El gesto de la dama pilló de sorpresa tanto a Jesús como a
los guardias. Éstos no hicieron ademán de reaccionar, también porque la mujer demostraba dignidad y
firmeza. Por su parte, Jesús se volvió hacia las plañideras y dijo con un hilo de voz:
—Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino por vosotras mismas y por vuestros hijos. He aquí que vendrán
días en que se dirá: ‘benditas las estériles, y los vientres que no engendraron, y los pechos que no
amamantaron’. Pues si así se trata al árbol verde, ¿qué se hará con el seco?
La dama plegó el paño, se aproximó a María y se lo ofreció. María tuvo arrestos para mirar a la mujer con una
tenue sonrisa cargada de dolor y, a la vez, de gratitud por ese gesto de solidaridad exquisitamente femenino y
materno. Luego tomó la tela, la besó con unción y se la entregó a Magdalena.
El cortejo reemprendió lentamente la marcha, pero a los pocos pasos Jesús no pudo más y se precipitó al
suelo. Aunque intentaron izarlo tirando de la cincha y removerlo a base de empujones, Jesús no se movió lo
más mínimo, permaneciendo con las manos y los brazos extendidos sobre el suelo y la cabeza apoyada en una
mejilla. La escena me partió el corazón y, de la pena, casi ya no me sostenía en pie.
Los soldados, preocupados de que Jesús no pudiese proseguir más allá, llamaron al centurión, que enseguida
se percató de que el «condenado» se hallaba al extremo de sus fuerzas. Miró alrededor como buscando una
solución. En ese momento acababa de entrar por la puerta de Efraín y bajaba por la calle un hombre de
mediana edad, robusto, acompañado por sus dos hijos jóvenes, con los aperos de trabajo a cuestas. La pinta y
el porte daban a entender que era un colono, oriundo de alguna región cercana, que regresaba del campo. El
centurión tuvo de pronto una inspiración: mandó detener a ese hombre y le ordenó ir detrás de Jesús cargando
él con el palo de la cruz. Quería asegurarse de que Jesús llegara al lugar de la crucifixión. Pero el hombre
reaccionó con energía, rechazando cumplir una prestación tan imprevista y repugnante.
Entre tanto, uno de los hijos se aproximó a Jesús, que intentaba penosamente levantarse, se encontró con su
mirada y lo reconoció. Se fue entonces adonde su padre, que forcejeaba entre dos soldados, y le dijo:
—Padre, es Jesús, el rabí profeta de Galilea. Ayúdalo.
Aquel hombre, que más tarde supimos se llamaba Simón, se calmó y se acercó a Jesús, que lo miró con
intensidad. Después, echando un vistazo a los esbirros y con una mueca de disgusto, cogió el palo de la cruz y,
sin más, se lo cargó a cuestas y comenzó a caminar. Todos suspiramos aliviados. El gesto de la mujer, así
como el de Simón, nos parecieron bondadosas caricias en medio de tanta dureza, de tanta aridez y violencia.
Varios esbirros de la chusma iban junto a los otros dos condenados, que venían detrás con el patíbulo de su
cruz. Eran dos matones de la banda de Barrabás, sentenciados también a la pena de crucifixión.

49. LA CRUCIFIXIóN

Llegamos así a la puerta de Efraín. Nos hicimos a un lado y vimos desfilar a los soldados, a los guardias que
rodeaban a Jesús, a los otros dos condenados, al cortejo de sacerdotes y, finalmente, a la plebe. En ese
momento oí que me llamaban por mi nombre: era Juan que, con Nicodemo, Myriam y Salomé, intentaba

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aproximarse a nosotros abriéndose paso a través del gentío que seguía al grupo de escribas y sacerdotes. Tras
la condena de Jesús por parte de Pilatos, las mujeres y Juan habían corrido a casa de Marcos para informar de
los acontecimientos y, al no encontrarnos, habían venido a buscarnos por la calle que lleva al Calvario.
El Calvario era un promontorio rocoso, desnudo y calvo como un «cráneo» (Gólgota), situado justo a la salida
de la puerta de Efraín, a la derecha del camino que sube hacia las montañas. Allí estaban dispuestos los postes
de las cruces.
Abandonamos el camino, invadido por la plebe manejada por los sacerdotes y escribas. Subimos, al amparo de
las murallas de la ciudad, hasta unos treinta metros del lugar donde se izaban las cruces. Desde allí podríamos
observar el triste y cruel ritual de la crucifixión. Las mujeres consultaron a José de Arimatea sobre cómo
ayudar a Jesús, aliviarle el dolor u obtener un trato más misericordioso por parte de los sayones. Pero los
soldados ya habían cercado el sitio de la ejecución y, por otro lado, Jesús mostró su deseo de pilotar por sí
mismo su pasión, pues rechazó el brebaje analgésico de vino con mirra que el centurión ofreció tanto a él
como a los otros condenados.
La crucifixión de los dos ladrones fue más simple y se llevó a cabo en primer lugar. Los dos chillaban,
imprecando y maldiciendo, con gritos desgarradores y desesperados. Se calmaron un poco cuando fueron
alzados en la cruz, y sólo por efecto de la pócima narcótica.
A continuación vinieron a por Jesús. Lo despojaron de la túnica, que pusieron aparte, junto al vestido y el
manto que había traído el soldado. Era la túnica inconsútil que María acabó de tejer poco antes de que Jesús
abandonase su casa de Nazaret. La túnica, que se había pegado a la carne martirizada de Jesús, ocluía las
hemorragias, pero el tirón violento del expolio reabrió muchas de las heridas, haciendo que brotara de nuevo
sangre y corriera por todo su cuerpo.
Cuando tuve ante mis ojos ese cuerpo desnudo, me invadió el terror. ¡Sólo un odio satánico puede dejar a un
ser humano en esas condiciones! Sin un pedazo de carne indemne; los hombros y la espalda machacados, los
brazos y las costillas como carcomidos por la lepra. El cuadro era terrorífico, movía a una piedad infinita.
Magdalena y Salomé se giraron hacia la muralla y casi perdieron el conocimiento. Myriam recurrió al frasco
de sales para reanimarlas. María tenía los dedos cruzados bajo el mentón y susurraba en voz baja:
—¡Jesús! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!
No lograba añadir más. Myriam lloraba en silencio a su lado. Juan y yo estábamos petrificados, pues el terror
prevalecía sobre el dolor.
Antes de que los sayones extendiesen a Jesús sobre el patíbulo, José de Arimatea se quitó el ancho gorro de
lino, hizo una seña a los soldados y se acercó a Jesús. Los esbirros lo miraron y le dejaron hacer. José desarmó
el gorro, lo plegó en forma de pequeño mandil y se lo anudó a Jesús en la cintura para cubrirlo. Entonces los
esbirros volvieron a hincarle la corona de espinas en la cabeza, y a continuación le estiraron los brazos en el
patíbulo. Comenzaron los martillazos, cuyo ruido sólo era en parte superado por el alboroto y los sarcasmos
de la plebe congregada alrededor del «cráneo rocoso» y en el camino.
Yo no aguantaba esa escena. Instintivamente me habría abrazado a María; sin embargo, al verla inmersa en un
dolor desgarrador, no me atreví. Mi giré de espaldas y no encontré nada mejor que ir junto a Magdalena y
estrecharme a ella como pidiendo ayuda. Temblaba yo de miedo. Ella se sintió interpelada por mi gesto, que le
sirvió de sacudida. Con la cara pálida y los ojos hinchados, me tomó las manos y me dijo:
—No temas, no tengas miedo. A Jesús nos lo han robado por poco tiempo. Lo volveremos a tener, porque
Jesús es nuestro. Nadie puede quitárnoslo. No me explico lo que está pasando, ni por qué lo tratan de este
modo. Pero sí sé que será por poco tiempo. Tampoco sé lo que ocurrirá después. Por ahora sólo sé que no
puedo arrancarlo de sus manos ni ayudarlo. Y esto me hace morir. Querría estar yo en su lugar, que me dieran
a mí esos golpes. No es el miedo lo que me hace sufrir, sino el cariño. El dolor causa miedo, el amor hace
morir. Sufro porque él sufre, muero porque él muere… Pero no temas: es por poco tiempo, sólo es por poco
tiempo.
Los esbirros ya habían enclavado a Jesús al patíbulo y lo izaban sobre el poste de la cruz. Ni un lamento por
parte de Jesús, sólo una ligera mueca de dolor en su rostro quebrantado y sucio. Su cruz estaba plantada en el
medio, en el punto más alto del Gólgota. Cuando vio su cuerpo colgado en la cruz, un grito de triunfo se elevó
del gentío, mientras que fariseos y sacerdotes aprobaban aplaudiendo. Luego se desfogaron con insultos y
sarcasmos:

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—¡Eh, tú que destruías el Templo y en tres días lo reconstruías, baja ahora de la cruz!... Dijiste que eras el
Hijo de Dios, llámalo ahora para que venga a salvarte… ¿Has salvado a otros y no eres capaz de salvarte a ti
mismo?... ¿No eres el rey de Israel? Baja de la cruz y te creeremos.
El coro de insultos y burlas se mezclaba con risas y pitidos, al tiempo que el ladrón de la izquierda agregaba
sus gritos e imprecaciones. El alboroto se prolongó varios minutos.
Los sayones comenzaron la enclavadura de los pies. A cada martillazo perforador, el cuerpo de Jesús
respondía con un gesto espasmódico, acompañado de una respiración fuerte y afanosa. En un momento de
silencio oímos con claridad sus primeras palabras de crucificado:
—Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.
Tales palabras fueron acogidas con sarcasmo por los fariseos presentes, al tiempo que el ladrón de la izquierda
gritó:
—Si eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros.
El otro ladrón se quedó, en cambio, muy impresionado. No sólo por las palabras de perdón de Jesús, sino por
su entero comportamiento: ni un grito de rabia, ni una maldición, ni un gesto de rebeldía o destemplanza.
Entonces, con gran esfuerzo, se volvió hacia su compañero y comenzó a recordarle las innumerables fechorías
de las que eran cómplices, y terminó echándole en cara su injusto comportamiento blasfemo. Calló por un
instante como para darse ánimo y, mirando a Jesús, exclamó en tono de súplica:
—Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.
Los ojos de Jesús se iluminaron y con inmensa piedad dijo al ladrón:
—En verdad te digo que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.
El ladrón dejó de lamentarse y cerró los ojos como si quisiese saborear interiormente las palabras de Jesús,
mientras de su rostro desaparecían las muecas de dolor. Se notaba que no era amodorramiento, sino algo
semejante a la paz del alma, que le hacía olvidar su condición de crucificado.

50. «HE AHí A TU MADRE»

Los soldados se repartieron los vestidos de Jesús, dividiendo en cuatro partes el manto por las costuras, y
echando a suertes la túnica inconsútil, que era indivisible.
De repente aconteció en el cielo un fenómeno extraño: el sol comenzó a perder paulatinamente su esplendor,
como si una atmósfera plúmbea lo cubriese. Se difundió por el aire un lóbrego claror crepuscular, muy
parecido a la oscuridad. Una oscuridad, sin embargo, en la que las cosas aparecían iluminadas y se distinguían
netamente. Así, los crucificados se recortaban claramente en el fondo oscuro del cielo. El fenómeno
impresionó a la plebe y a todos nosotros. Cesó el alboroto y el gentío comenzó a disminuir. Uno tras otro,
muchos de los sacerdotes y sanedritas abandonaron el Gólgota. Algunos soldados fueron relevados y otros
fueron puestos de guardia detrás de los crucificados.
En ese momento, José y Nicodemo, María y todos nosotros nos aproximamos a la cruz, parándonos a pocos
metros de Jesús. Visto tan de cerca, su cuerpo presentaba un cuadro espantoso y horripilante. Los miembros
estaban estirados hasta el espasmo, el pecho sobresalía hacia delante y tenía la cabeza ligeramente inclinada
sobre el hombro izquierdo. El cuerpo era enteramente una llaga: regueros de sangre, en parte coagulada y en
parte líquida, le surcaban lentamente la cara y los miembros; la mejilla derecha aparecía tumefacta y los labios
resecos y agrietados. Y además…, las espinas que penetraban en la cabeza, y los clavos que perforaban las
muñecas y los pies, y las rodillas descarnadas hasta el hueso.
¡Dios mío! ¿Cómo puede reducirse a esas condiciones a un ser humano? Magdalena no logró contenerse y
estalló en un llanto violento e inconsolable. Yo, estremecido, me situé con Juan junto a María. Al otro lado
estaban Myriam y Salomé.

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Al oír el llanto desesperado de Magdalena, Jesús alzó la cabeza, abrió los ojos y, con un esfuerzo
sobrehumano, se enderezó haciendo palanca con los brazos. Se quedó mirando en silencio a su Madre y luego
nos observó uno a uno. Su mirada era la de los momentos más intensos: profunda, exigente, dulcísima, si bien
cubierta con un velo de tristeza y dolor. Cuando se posó sobre mí, advertí que los labios de Jesús intentaban
una tenue sonrisa, que apelaban a nuestra vieja y entrañable familiaridad. Yo me sentí morir y se me escapó a
media voz:
—¡Gracias, Jesús mío!
En un instante, ¡cuántos recuerdos en mi memoria! ¡Cuántos momentos inolvidables vividos juntos!
«¡Gracias, Jesús mío!».
Con otro esfuerzo de los brazos, Jesús se irguió sobre la cruz, miró de nuevo a su Madre con expresión
sumamente intensa y afectuosa, y con voz llena de cariño exclamó:
—Mujer, he ahí a tu hijo.
Y miró afectuosamente a Juan, que estaba junto a María. El apóstol, pillado de sorpresa, dirigió una mirada
interrogante a Jesús intentando comprender. Jesús entonces agregó:
—He ahí a tu madre.
Y giró la cabeza en dirección a María. Los dos, María y Juan, se miraron e intuyeron que habían entendido el
deseo de Jesús. María cogió entonces de la mano a Juan, lo atrajo hacia sí y le estrechó fuertemente contra su
pecho, a la par que dos gruesas lágrimas le surcaban el rostro.
Juan estaba muy cambiado en las últimas horas. Desde el día anterior había hablado poquísimo, señal de que
algo le pasaba por dentro. Su silencio celaba sin duda una aflicción interior. La fortísima experiencia de la
tarde anterior, cuando permaneció largo tiempo apoyado en el pecho del Señor, y las vicisitudes vividas esa
noche en primera persona, le habían afectado profundamente. También la traición de Judas le había turbado y
ensimismado. Su relación con Jesús estaba variando de repente. Ya no se sentía ligado a él por el parentesco,
por su juventud y, en el fondo, por un interés personal de ventajas humanas, sino que se abría a una dimensión
nueva, a una perspectiva diferente. En todo esto, la presencia de María revestía para él una importancia
determinante.
Antes de cerrar los ojos y de ceder a una posición de abandono, Jesús volvió a mirarme. Fue una mirada
infinitamente elocuente: «¿Y tú? –parecía decirme– ¡Hace tanto tiempo que mi Madre es también tu
Madre!...». Por eso, las palabras de Jesús en ningún momento me pusieron celoso; es más, me llenaron de
alegría: en la familia de Jesús, y de María, ya no estaba solo. Con Juan, la maternidad de María se dilataba
inmensamente, se expandía a todos los discípulos de Cristo. Desde ese instante, yo mismo me sentí hijo de la
Santísima Virgen con un título más elevado y auténtico.

* ** * *

51. MADRE DEL REDENTOR Y DE LOS REDIMIDOS

Y así, Madre mía, Jesús te ha proclamado Madre nuestra. En ese discípulo amado nos hallamos todos
nosotros. Desde hoy, toda criatura humana puede invocarte como Madre. Tu Hijo, colgado en la cruz, nos ha
obtenido la posibilidad de que también nosotros nos hagamos hijos de Dios e hijos tuyos. Esta es, pues, ‘su
hora’, pero también ‘tu hora’. Para él, la hora del sacrificio; para ti, la hora de los dolores, la hora del parto. El
que tú diste a luz sin dolor, nace ahora de tu dolor y nace como primogénito de una muchedumbre de
hermanos. Jesús crucificado inaugura tu maternidad universal, que abraza a todos los hombres hasta el fin de
los tiempos.
Por eso, en este momento tú estás aquí, junto a nosotros, pero no estás con nosotros. Tus sentimientos y
pensamientos no son nuestros pensamientos. José y Nicodemo rememoran con amargura y decepción su
derrota ante el Sanedrín y cavilan cómo proveer a la sepultura de Jesús. Magdalena está cautivada por el dolor

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de un amor herido e impotente hacia la persona que más quiere en el mundo. Myriam y Salomé, aturdidas y
consternadas, piensan en Jesús, pero también en sus hijos, en lo que va a ser de ellos. El mismo Juan no sabe
cómo orientarse en medio de acontecimientos que todavía escapan a su comprensión.
Y yo… Yo no logro hacer otra cosa más que mirar. Le miro a Él y te miro a ti, ahora más Madre mía que
nunca. Luego miro a esa multitud que no sabe por qué grita y que ya va retirándose con cuatro perras en el
talego: la paga por secundar a sus ‘amos’. Y les miro a ellos, a los jefes: fariseos, saduceos, sacerdotes, que
han apagado su sed de venganza y de odio, y ahora regresan con prisa a sus casas porque tienen que celebrar
la Pascua y consumir un cordero vano e inútil, tras haber matado al auténtico Cordero sin mancha, venido para
liberar a la humanidad con su sangre. Y luego vuelvo a mirarle a Él, el manso Cordero, maltratado y
vilipendiado, clavado a esa cruz infame y cruel, bañado por su sangre; y te miro de nuevo a ti, Madre mía, que
estás aquí junto a nosotros, pero no estás con nosotros.
No estás con nosotros porque tus pensamientos escuchan voces lejanas, que van y vienen en tu corazón y te
evocan la inefable secuencia de las maravillas que Dios ha cumplido en ti y contigo para la salvación de los
hombres: ‘Lo llamarás Jesús…, porque librará a su pueblo de los pecados’ – ‘Bendito el fruto de tu vientre…
y bendita la que ha creído lo que le ha dicho el Señor’ – ‘Él está puesto para caída y levantamiento de muchos
en Israel y como signo de contradicción’ – ‘A ti una espada te traspasará el alma’ – ‘¿Por qué me buscabais?
No sabéis que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?’ – ‘Mujer, ¿qué quieres de mí? Todavía no ha llegado
mi hora’ – ‘¿Y quién es mi madre?... Quien hace la voluntad de mi Padre, ése es mi madre’.
Son las voces que desde hace años hablan a tu corazón y que ahora, aquí, ante tu Jesús crucificado, te desvelan
el entero significado de tu vida y de tu misión.
Madre mía, ahora más que nunca te das cuenta de que Jesús, antes que Hijo tuyo, es Hijo del Padre. El Padre
lo envió a ti, y el Espíritu Santo lo depositó en tu vientre. Tú lo trajiste al mundo y nos lo pariste como luz y
como gracia. Ahora, inmolado y crucificado, lo restituyes al Padre. Él está aquí, Sacerdote y Víctima,
sacrificado en el altar de la Cruz. Pero hay otro altar, invisible y oculto, manchado por la sangre de otra
víctima: es tu corazón de Madre. Sobre este altar te ofreces a ti misma al Padre, no como sacerdote, sino como
Madre del Redentor, Sumo y Eterno Sacerdote, y por tanto Madre de todos los redimidos.
Yo te miro aquí, erguida al pie de la Cruz, ajena a cuanto ocurre en torno a ti y a nuestro alrededor. Dentro de
ti, todo se vuelca en realizar lo que Jesús te ha pedido: ‘Mujer, he aquí a tu Hijo’, es decir, he aquí tu
maternidad dolorosa, tu maternidad redentora. En este momento, tu alma, tu corazón, tus pensamientos y tu
entera persona no tienen otro afán que parir a tu Hijo-Redentor y a tus hijos redimidos.
Por eso, desde este instante ya no me siento el niño que tú adoptaste y acogiste en tu casa, sino el hijo parido
por tu dolor y por tu corazón crucificado, un hijo que, a petición de Jesús, te acoge consigo y te llevará por
doquiera le conduzcan los senderos de la vida.

* ** * *

52. «E INCLINANDO LA CABEZA EXPIRó»

Tras dirigirse a María y a Juan, Jesús permaneció un rato callado. Por lo demás, comenzaba a dar signos
evidentes de agotamiento y de suma extenuación. Los brazos no lograban sostener el cuerpo erguido mucho
tiempo. El pecho y la cabeza colgaban hacia fuera, como si esa postura le proporcionase cierto alivio.
También el otro ladrón había dejado de gritar y lamentarse, y sus gemidos iban debilitándose. Él y su
compañero, por efecto de la pócima narcótica, se habían amodorrado.
De pronto, como removido por una renovada energía interior, Jesús se irguió con los brazos, levantó la cabeza
hacia el cielo y con fuerte voz exclamó:
—Elí, Elí, lamma sabactani?

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Son las palabras iniciales del salmo 21: «Dios mío, Dios, ¿por qué me has abandonado?». Los fariseos y
algunos de los presentes se miraron con cara de burla y uno de ellos dijo:
—Escuchad, parece que llama a Elías… Veamos si viene a liberarlo.
Jesús continuó rezando el salmo con voz acongojada. Algunos versículos los recitó despacio, marcando las
palabras con tono de sufrimiento: «Soy un gusano, no un hombre, el oprobio de los hombres y el desprecio de
mi pueblo. Todos los que me ven se burlan de mí, tuercen los labios, mueven la cabeza. Ha confiado en el
Señor: que Él lo libre, que lo salve si le ama… Me rodea una jauría de perros, me asedia una banda de
malhechores. Han taladrado mis manos y mis pies, puedo contar todos mis huesos. Ellos me miran y observan;
se reparten mis vestidos y echan a suertes mi túnica. Tú, Señor, no te alejes; amparo mío, apresúrate a
socorrerme… Se convertirán al Señor todos los confines de la tierra, se postrarán ante Él todas las familias de
los pueblos… Y al pueblo que ha de nacer le dirán: ‘Estas cosas hizo el Señor’».
En la atmósfera entenebrecida y plúmbea, esas palabras de Jesús nos caían encima con mayor peso, cargadas
de tragedia y de dolor. Y no sabíamos cómo justificar las expresiones de confianza y de esperanza
diseminadas a lo largo del salmo. Las palabras desafiantes que los enemigos de Jesús habían gritado durante la
crucifixión –«Ha confiado en el Señor, que Él lo libre ahora si le quiere»–, nos parecían cruelmente ciertas.
Pero luego, mirando a Jesús, su rostro inspirado, su cuerpo extrañamente iluminado en el aire oscuro,
asemejaba que hubiese recobrado la fuerza de su plegaria de Hijo, y aquellas palabras desafiantes nos parecían
diabólicamente falsas. En cambio, la plegaria salmódica era rigurosamente actual, estaba cumpliéndose en ese
preciso momento ante nuestros ojos, y era el grito confiado del Hijo, grito que penetraba en los Cielos hasta el
corazón del Padre, con la certeza de que el Padre lo escuchaba.
La recitación del salmo le costó gran fatiga a Jesús. Pese a alguna breve pausa entre una y otra estrofa, la voz
le salió con un esfuerzo que daba pena, acompañado de una respiración jadeante. Esa respiración con la boca
abierta y, sobre todo, la ingente pérdida de sangre, habían vuelto «árida como la arcilla su boca, y su lengua se
le pegó al paladar». Extenuado y constreñido a dejarse ir como si sufriese un colapso, Jesús exclamó con un
gemido:
—Tengo sed.
Uno de los soldados que estaba de guardia bajo la cruz, el mismo al que le había tocado en suerte la túnica
inconsútil, oyó el gemido de Jesús y, movido quizás a compasión, cogió una esponja, la empapó en un vaso en
el que los soldados guardan la bebida para apagar la sed (agua y vinagre), la pinchó en su lanza y la acercó a
los labios del Señor. Jesús sorbió algunas gotas y susurró:
—Ya basta.
Cerró los ojos como si quisiera concentrarse interiormente y añadió:
—Todo está consumado.
Siguió un silencio denso, misterioso. Nosotros nos habíamos quedado mudos, ya no teníamos palabras. La
tristeza y la resignación entorpecían nuestro ánimo, y sólo esperábamos el final. María, junto a nosotros,
continuaba ausente; miraba a Jesús con ojos de dolor y de ternura, y de cuando en cuando los cerraba como si
alguien la llamase interiormente u otros pensamientos la llevasen lejos. Y en verdad sólo ella, la Madre de los
hombres, podía en ese momento ponderar la dimensión universal y eterna de lo que estaba ocurriendo ante
nuestros ojos, el alcance cósmico de ese sacrificio tremendo y doloroso, el hondón de amor salvífico de su
Jesús crucificado.
También habíamos perdido la noción del tiempo. Yo no sabía cuánto llevábamos allí, ni qué hora era. El sol
había desaparecido, oculto por las tinieblas, y no teníamos más referencias. Tampoco el cansancio y el peso de
las emociones nos permitían contar las horas transcurridas. Por lo demás, una sola cosa anhelábamos: que
terminara aquel tormento, visto que ya no era pensable por parte de Jesús ni un gesto milagroso ni una
demostración de su poder divino. No quedaba, pues, más que desear el final de todo aquel dolor. Al fin y al
cabo, Jesús mismo había dado a entender que aquella era la hora de su completa inmolación, que su misión
tenía que pasar a través del sacrificio de sí mismo, si bien a los apóstoles y los discípulos les resultara
inexplicable e incomprensible.
Ese «Todo está consumado», proferido por Jesús, nos dio a entender que ya habíamos llegado a la conclusión:
todo lo que tenía que hacer, ya lo había hecho, y no le quedaba más que abandonarse a la muerte, o mejor, a la

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voluntad del Padre. Más tarde yo me pregunté, en mi corazón, cómo pudo resistir tanto, después de todo lo
que había soportado y sufrido. Quedaba en mí, sin embargo, el ansia angustiosa por el momento final, porque
no sabía cómo y con qué violencia se cumpliría.
Por eso, aunque no me sorprendió, me espanté cuando de pronto vi a Jesús enderezarse, sacudido por un
sobresalto como si despertase de un sueño, erguirse a fuerza de brazos, alzar la cara y los ojos hacia el cielo y,
sacando del pecho toda la voz que le quedaba, gritar:
—Padre, en tus manos confío mi espíritu.
Fue un grito inmenso, que parecía remover la tierra y quebrar la oscuridad del cielo. Me penetró hasta los
huesos como un escalofrío. Tras ese grito, Jesús emitió un gran jadeo y permaneció inmóvil un instante. A
continuación, de golpe, cayó pesadamente sobre sí mismo: se había abandonado a la muerte. Todo su cuerpo
sufrió un fuerte traqueteo y la cruz chirrió tambaleante. De las heridas manaron los últimos regueros de
sangre. Tenía los ojos entrecerrados, la boca ligeramente abierta, y la cabeza inclinada hacia la izquierda y
apoyada en el pecho.
En ese mismo instante se oyó un enorme estruendo que se expandió lejos, multiplicado por ecos sordos y
amenazadores, y la tierra tembló bajo nuestros pies de modo repentino y violento. Fue tal la sacudida que en la
roca del Cráneo abrió transversalmente una hendidura que tiró por tierra a los soldados de guardia. Los
caballos se espantaron e, irguiéndose sobre las patas traseras, lanzaron relinchos al aire; sólo la habilidad del
centurión logró calmarlos. Los soldados, por su parte, se pusieron en pie y, mirándose cariacontecidos,
echaron mano a la espada. El pánico nos atenazó a todos e instintivamente nos pegamos unos a otros, junto a
María. Los últimos supervivientes de la plebe y los judíos que allí seguían aún huyeron precipitadamente,
desapareciendo. También algunos viandantes que se habían unido al gentío y a las imprecaciones,
aterrorizados por lo sucedido, se alejaron invocando a Yahvé, apelando a su clemencia y su perdón.
Volvió el silencio al poco rato: ni una voz, ni un grito, ni un ruido. Todo alrededor se había parado, como si se
hubiese apagado la vida. La oscuridad se hizo más densa, si bien los cuerpos eran bien visibles, como si
estuvieran iluminados. El de Jesús aparecía en alto con una extraña luminiscencia que lo hacía más patente,
casi luminoso, y ocupaba el centro del escenario circunstante. Era un cuerpo exangüe, sin vida. En su palidez,
las llagas y las heridas semejaban marcas de dolor sobre una carne lacerada. Sin embargo, para mí eran como
preciosos rubíes, como bocas ardientes que hablaban de amor. Se le veía con el rostro distendido en una paz
honda y sobrehumana: ni una arruga, ni un rictus de dolor, ni una mueca de sufrimiento. Bajo el disfraz de un
cuerpo crucificado y vilipendiado se traslucía íntegra toda la nobleza, dignidad y majestuosidad de una figura
que había arrastrado a las multitudes de Galilea y Judea, hombres y mujeres de cualquier edad y condición,
pecadores de todas las categorías, que encontraron en Él misericordia.

53. «UN SOLDADO LE ABRIó EL COSTADO CON SU LANZA»

Cuando cesaron los fenómenos que nos habían desorientado y aterrorizado, la atmósfera comenzó lentamente
a aclararse. Era una luz rara, que provenía del aire mismo y no de fuera. También nosotros volvimos
lentamente a nuestra realidad y nos miramos como interrogándonos sobre qué hacer.
El centurión, montado en su caballo, se aprestaba a regresar a la ciudad para referir a Pilatos todo lo
acontecido. Se detuvo al pasar por delante de la cruz de Jesús, alzó la vista hacia el Crucificado y permaneció
un minuto en silencio. Luego se giró y dijo con voz grave y firme, que denotaba absoluta convicción:
—Este hombre… Este hombre era en verdad un justo, acaso realmente el hijo de Dios.
En ese momento José de Arimatea, que ya había pensado cómo proveer a la sepultura del Señor, preguntó al
centurión si le permitía acompañarle para pedir a Pilatos la restitución del cuerpo de Jesús, e impedir así que
fuera arrojado a la fosa común reservada a los condenados.
Nosotros, durante ese tiempo, permanecimos allí, en silencio y a la espera. Nos embargaba una sensación de
descanso y de paz: ¡por fin había terminado todo aquel dolor! Ahora no quedaba más que Jesús nos fuese

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devuelto. Su cuerpo adorable y martirizado debía volver a ser nuestro, total y exclusivamente nuestro, y para
siempre.
Llegaron los enviados de los sumos sacerdotes, para comprobar que todo se había ejecutado rigurosamente
según sus planes. La inspección, tan oportuna y minuciosa, ocultaba una inquietud, un temor que minaba la
certeza de su victoria. El temor se tornó suspicacia cuando supieron que Pilatos había concedido a los
discípulos, por medio de José, el cuerpo de Jesús. Por otra parte, querían concluir deprisa el asunto y, por eso,
ellos mismos se habían dirigido a Pilatos para que ordenase a los soldados que aceleraran la muerte de los
condenados y retirasen los cadáveres antes de la puesta del sol, para no profanar el día solemne de la Pascua.
Al poco llegó también José de Arimatea con la autorización sellada por Pilatos. Le acompañaba un siervo con
un gran lienzo de lino blanco, un sudario y un ajuar de vendas: cuanto podía servir para la sepultura.
A corta distancia los seguía un centurión con un pelotón de soldados armados de mazas y clavas. El centurión
observó atentamente a los condenados y dio orden a los soldados de que quebraran las piernas a los dos
ladrones, los cuales, pese a su desesperada condición –parecían profundamente amodorrados–, daban aún
evidentes señales de vida. Ante los violentos y despiadados golpes de clava y de maza –se oyó con claridad el
crac de los fémures al quebrarse–, los dos crucificados emitieron un grito semejante a un largo gemido, que
fue poco a poco apagándose. Las mujeres, Juan y yo nos retiramos unos cuantos metros y volvimos la cara
hacia otra parte, para no ver tan horrenda crueldad.
Nuestra preocupación se centraba sobre todo en la suerte que le tocaría a Jesús. Nicodemo y José se acercaron
al centurión y hablaron con él. Jesús estaba realmente muerto, por lo que no era necesario quebrarle las
piernas. El centurión había asistido al encuentro de José con Pilatos, quien, con gesto magnánimo –con el que
posiblemente pretendía aliviar su conciencia–, le concedió el cuerpo de Jesús sin compensación alguna, cosa
que normalmente salía carísima; es más, le trató con respeto y consideración. De ahí que el centurión se
sintiera también él en la obligación de escuchar a José y de aceptar su petición. Sin embargo, agregó que no
deseaba incurrir en sanciones por desacato a la orden de Pilatos. Llamó entonces a un soldado experto en estos
menesteres, para que asestase a Jesús una lanzada en el corazón. Nos aproximamos todos, llenos de angustia.
El soldado montó a caballo y se acercó a la cruz. Posó la punta de la lanza entre dos costillas de la parte
derecha del pecho del Señor y, con golpe seco y decidido, la impulsó hacia la izquierda, de abajo arriba,
directa al corazón.
María, que tras la crucifixión no había dicho nada y permanecía absorta en un silencio contemplativo que
invitaba a cada uno de nosotros al amor y al dolor, murmuró con voz rebosante de cariño:
—Hijo mío, Jesús. Hijo mío.
Cuando el soldado extrajo con lentitud la lanza del pecho de Jesús, vimos salir un borbotón de sangre viva
seguido de otro de plasma, claro y lechoso, señal de que la lanza había alcanzado el corazón y lo había
traspasado por entero. Todos nosotros suspiramos de pena y de alivio, al tiempo que un río de lágrimas volvió
a brotar de nuestros ojos, que desde hacía unas horas no conseguían llorar.
En verdad, mientras que el quebrantamiento de piernas de los dos ladrones nos había turbado tan
profundamente como para no soportar verlo, la lanzada en el corazón de Jesús fue para nosotros un gesto que
nos conmovió intensamente. Ni horror, ni repulsión, ni fastidio, sino conmoción, casi ternura. Sea porque
sabíamos que Jesús estaba muerto y ya no podía sufrir más, o acaso porque su corazón destrozado nos
evocaba su indecible amor, el hecho es que nuestras lágrimas eran de paz, de sosiego, de afectuosa ternura. A
todos nos resultó instintivo estrecharnos a María, que nos miraba conmovida, mientras las lágrimas destilaban
de sus ojos llenos de cariño.
Comenzaron enseguida los preparativos para bajar de la cruz el cuerpo de Jesús. El desenclavado era la
operación más laboriosa y delicada, porque había peligro de rasgar todavía más sus carnes tan martirizadas y
de quebrar los huesos de las muñecas y de los pies. Por otra parte, los soldados mostraban prisa y cierta
impaciencia. Entonces José se acercó a los dos soldados encargados de la deposición, echó mano a la bolsa y,
mediante el pago de una cantidad suficiente, consiguió que llevaran a cabo su tarea con precaución, evitando
nuevas laceraciones o fracturas al cuerpo del Señor.
Nicodemo había concordado con José que él proveería a la compra de los ungüentos para la sepultura. Pidió a
Juan que lo acompañara y juntos se dirigieron a la ciudad, intentando volver a tiempo tras procurarse todo lo
necesario. Era ya casi, en efecto, la hora del ocaso y, por tanto, del inicio del descanso sabático. El sol había

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reaparecido y descendía tras el Gareb en un horizonte incandescente. Era un sol de color rojo sangre, como un
enorme globo de fuego, que teñía todas las cosas de tintes extraños, provocando sensaciones de paz y, a la
vez, de inquietud.
El tiempo del que disponíamos era efectivamente escaso. Por fortuna, José de Arimatea había pensado en todo
y, así, decidió poner a disposición una tumba nueva, excavada en una roca cercana al Calvario y situada en un
huerto de su propiedad, junto a las murallas de la ciudad. José era un hombre maravilloso: fue verdaderamente
providencial en todas las vicisitudes de la pasión y muerte de Jesús. Estaba dotado de un carácter práctico,
resolutivo. Era generoso y actuaba con enorme libertad ante los jefes del Sanedrín. Mantenía una gran amistad
con Nicodemo, que fue quien en su día le había hablado de Jesús y le movió a conocerlo.

54. EL ABRAZO DE LA MADRE – LA «PIEDAD»

Llegó así el momento más conmovedor, aquel en que, tras ser desenclavado y depuesto de la cruz, pudimos
tener en nuestras manos el cuerpo santo y bendito de Jesús. El corazón nos palpitaba fuertemente en el pecho:
Jesús volvía por fin a ser nuestro. El deseo incontenible de acariciarlo, de envolverlo en nuestras manos
colmadas de afecto y ternura, y reparar así cuanto le habían infligido las manos duras y despiadadas de los
verdugos, hallaba así al fin el modo de expandirse en todas las manifestaciones de piedad y cariño que el
corazón nos sugería.
Extendido Jesús en el suelo sobre una estera, María, de rodillas, sentada sobre sus talones, lo tomó entre los
brazos y lo mantuvo amorosamente en su seno. Su mirada lo surcaba pausadamente de la cabeza a los pies y
luego de los pies a la cabeza, como si quisiera examinar con su amor infinito las huellas trazadas por la furia
de los hombres. Agarró el brazo derecho de Jesús, se lo llevó a los labios y, en el agujero del clavo, depositó
un beso tierno y ardiente, parejo a la intensidad de su amor materno. Había cesado de llorar, pero sus ojos,
pese a las marcas de un inmenso dolor, conservaban la dulzura y la profundidad de otros tiempos.
Magdalena, arrodillada junto a María, quiso para sí el privilegio de librar a Jesús de la corona de espinas.
Maniobrando con gran cautela y delicadeza para no rasgar la piel ya lívida, extrajo la corona y se esforzó en
desenredarla de los cabellos, impregnados de grumos de sangre, sudor seco y polvo; miró alrededor y, al
verme a su lado, me la entregó como si confiase un tesoro. Después, con gesto de inmensa ternura, cogió con
sus manos la cabeza de Jesús y, posando los labios sobre su frente arañada, la cubrió de besos con el amor
ardiente de su corazón herido y enamorado.
Myriam y Salomé, por su parte, intentaban limpiar con un paño húmedo los miembros santísimos de Jesús,
vilipendiados y sucios por los salivazos, el fango y demás inmundicias. Por las heridas pasaron el paño con
extrema delicadeza, livianamente, casi evitándolas, como si se hallasen ante algo intangible y santo que ha de
tratarse con sumo respeto. Por lo demás, no quedaba tiempo para lavar bien el cuerpo de Jesús y prepararlo
para la sepultura definitiva. El ocaso avanzaba deprisa, los guardias y varios siervos apremiaban, y algunos
sanedritas, en representación de los sumos sacerdotes, querían presenciar la sepultura con todo detalle.
Llegaron Nicodemo y Juan, seguidos de unos mozos que cargaban con una gran cantidad de áloe y mirra. José
mandó colocar sobre la estera el largo lienzo de lino impregnado de aromas y depositar encima, ocupando la
mitad, el cuerpo de Jesús. Las mujeres compusieron con sumo cuidado el amadísimo cuerpo: le atusaron los
cabellos, le quitaron el paño de lino empleado a modo de mandil y le cruzaron los brazos por delante. Antes de
cubrirlo con la otra mitad del lienzo, le tributaron un último homenaje de devoción y cariño: Myriam y
Salomé le besaron los pies, Magdalena le pasó la mano por los cabellos y le besó en la frente, y María,
encorvándose sobre las rodillas, apoyó los labios en el pecho del Señor y besó la herida ya exangüe del
costado.
Yo, que me hallaba detrás de María y sostenía la corona de espinas envuelta en el velo de Magdalena, no pude
hacer nada. Tan sólo se me escapó a flor de labios:
—Te espero, Jesús. Vuelve pronto.
No sé por qué, pero me embargaba por dentro la convicción de que Jesús no podía acabar así. ¿No nos había
asegurado Él mismo tantísimas veces: «Volveré a vosotros…, me veréis de nuevo…»? También María, aun en

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medio de tanto dolor, mantenía una gran serenidad, señal de que no albergaba pensamientos de desesperación,
como si todo hubiese terminado.
Los trabajos de sepultura prosiguieron, urgidos por la hora tardía. Enteramente envuelto en el gran lienzo,
Jesús fue fajado con largas vendas empapadas de aromas. Su rostro se cubrió con un sudario. Así preparado,
se alzó el cuerpo con la estera, se transportó al huerto, situado a corta distancia, y se lo depositó delante del
sepulcro, ya que la angostura de su puerta obligó a detenerse para poder asir e introducir al Señor de manera
adecuada. Constaba el sepulcro de un vestíbulo y de una cámara mortuoria, provista de un poyo de piedra.
Sobre éste fue colocado a continuación el cuerpo de Jesús. Los sanedritas, que habían seguido todas las
operaciones sin pronunciar palabra, se colaron en el sepulcro para examinarlo a fondo. Después entraron
también las mujeres, que deseaban ver cómo y dónde había sido puesto Jesús. Habían acordado entre ellas
regresar allí una vez pasado el sábado, a fin de completar las tareas de la sepultura, forzosamente apresuradas,
y añadir otros aromas en sustitución de los que se evaporarían durante el sábado.
Antes de cerrar el sepulcro, María llamó a José y le manifestó el deseo de que se metiesen también allí los dos
palos de la cruz. Era lo único que le había quedado a Jesús. Esa cruz le pertenecía, por lo que era justo que se
guardase con Él en el sepulcro. Además, esos maderos estaban empapados de su sangre, la sangre de su Hijo,
la sangre preciosa derramada para librar al mundo de sus pecados, la sangre que ella, la Madre, le había
proporcionado en su día gestándolo en el vientre. El deseo de María fue rápidamente acogido por todos con
emoción. José mandó retirar la cruz –en el Gólgota ya no quedaba nadie– y colocarla en el vestíbulo del
sepulcro. Al pasar la cruz ante Magdalena, ésta la abrazó y besó con el arrebato de su ánimo apasionado.
A continuación, José de Arimatea hizo cerrar el sepulcro con la gran piedra que allí estaba preparada.
Recogimos todas las cosas –de Jesús no restaba ya nada: ni el vestido, ni el manto, ni la túnica, ni las
sandalias; nada, salvo la corona de espinas– y nos encaminamos hacia la ciudad. El sol se había ocultado tras
el horizonte, como si se hubiese ido a descansar tras la jornada más larga y fatigosa de su historia. Pero
también Jesús había encontrado al fin, en el sepulcro, el descanso de sus trabajos y sufrimientos. Y para
nosotros mismos llegaba el descanso sabático como un don providencial y benéfico.

* ** * *

55. LA CRUZ

Jesús, ¡ahora sí que todo se ha cumplido realmente! ‘Consummatum est!’ Los cielos y la tierra te han
contemplado clavado en un madero. Ahora yaces en el sepulcro, y ese sepulcro cerrado y sellado quiere
significar que verdaderamente todo se ha cumplido. La misión recibida del Padre e iniciada en el vientre de
María cuando dijiste: ‘He aquí que vengo, Padre, a hacer tu voluntad’, ha alcanzado hoy su sublime
cumplimiento sobre esa Cruz. Todo, pues, se ha cumplido. Pero no todo está terminado.
Esa Cruz, aun cuando se haya retirado del Calvario, permanecerá plantada ya para siempre en la entraña de la
tierra, y proyectará su sombra sobre el tiempo y sobre la historia humana; una sombra gigantesca, cada vez
más enorme en el curso de los siglos. Tu Cruz, en vez de señal de maldición, es ahora prenda de bendición
para la entera humanidad. Es el Árbol de la Vida, el madero del que brota el río de la Misericordia. Tu Iglesia
será así el ‘Pueblo de la Cruz’, y llevará la Cruz como un vestido regio por todos los caminos de la tierra. La
Cruz será el sello con el que Dios marcará sus obras.
Jesús, no todo está terminado. Tu Cruz no sólo seguirá buscando su ‘cireneo’ que la cargue y la plante en la
cumbre de todas las actividades humanas y la encaje en las entrañas del mundo, sino también su crucificado
que venga a ‘completar en su carne lo que falta’ a tu Pasión. Jesús mío, no todo está terminado. Tu Pasión
continuará en tu Iglesia y en la vida de todo discípulo que quiera seguirte.
«¿La Cruz sobre tu pecho?... –Bien. Pero… la Cruz sobre tus hombros, la Cruz en tu carne, la Cruz en tu
inteligencia. –Así vivirás por Cristo, con Cristo y en Cristo: solamente así serás apóstol» (Camino, nº 929).

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«Cuando veas una pobre Cruz de palo, sola, despreciable y sin valor… y sin Crucifijo, no olvides que esa
Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo…, que está esperando el Crucifijo que le
falta: y ese Crucifijo has de ser tú» (Camino, nº 178).
Jesús, estas son las verdades que debo entender, las verdades que he de vivir. Por eso precisamente no todo
está terminado. ‘Cuando sea alzado sobre la tierra, ¡atraeré a todos hacia Mí!’. Un día, cuando escriba su
Evangelio, Juan, testigo con nosotros de tu crucifixión, recordará una expresión del profeta Zacarías: ‘Mirarán
al que traspasaron’. Te miraremos a ti, alzado sobre la tierra, y tu amor nos atraerá.
Jesús mío, sobre ese madero que te mantiene levantado de la tierra, trono y altar, serás para siempre el icono
del dolor y de la esperanza humana. Por delante de ti desfilarán los hombres de todos los tiempos: para
muchos serás un escándalo, una provocación a su inteligencia; para otros serás una locura, un absurdo para su
mentalidad mundana; para muchos otros serás el libro en el que has escrito con tu sangre el amor y la
misericordia del Padre. Un libro siempre abierto, como los brazos que tienes extendidos hacia el cielo y hacia
los hombres. Innumerables almas aprenderán en ese libro a conocer el amor, el sacrificio, el don total de sí
mismas. Todos nosotros podremos leer, en tus llagas abiertas, nuestro nombre y nuestra vida. Tus heridas
serán el lugar de nuestro reposo y de nuestra paz.
Tus heridas. Cinco hendiduras inmensas en la roca de tu carne, cinco sellos de autenticidad para el mundo
entero. Para darte a conocer a tus apóstoles, les mostrarás las manos, los pies y el costado, que revelan una
sola palabra: Amor.
La herida de tu mano derecha: esa mano que ha acariciado a niños e inocentes, que ha pasado como un
bálsamo sobre miembros doloridos y cuerpos sufrientes, que ha levantado a Magdalena y a tantas almas
heridas por la contrición y el amor, que tantas veces se ha posado con cariño en la cabeza de Juan; esa mano
que ha hecho el bien a todos, esparciendo sobre todos misericordia y salvación.
La herida de tu mano izquierda: esa mano que ha expulsado con fuerza a los demonios, que ha domado el
furor de las tempestades, que se ha alzado contra los vendedores del Templo; esa mano que ha temblado de
tristeza al ofrecer el bocado al traidor desenmascarado.
Las heridas de tus pies: esos pies que se han cansado por los caminos de la tierra en busca de los hombres
huidos de la casa paterna, que se han enlodado y machacado en la vía dolorosa; los pies que lágrimas de
arrepentimiento han regado, que besos ardientes han cubierto de amor, que esencia de nardo precioso ha
impregnado de devoción; los pies de Dios, los pies que ‘han abierto los caminos divinos de la tierra’, que han
marcado huellas de luz y de paz a cuantos quieran seguirte para anunciar a los hombres la salvación y la paz.
Y finalmente la gran llaga de tu costado: la enorme hendidura abierta en el abismo de la misericordia, la
hendidura que conduce al Corazón de Dios, a la intimidad de la vida trinitaria. De tu corazón destrozado brota
el agua viva de la Gracia y de la salvación. ‘Mirarán a Quien traspasaron…’, ‘El que tenga sed venga a mí y
beba, quien crea en mí’. Te mirarán con la mirada de la fe, con los ojos del corazón. Ante tu corazón
traspasado es imposible no creer. Quien no tiene fe es porque no te ha mirado a ti, traspasado en la Cruz. Juan,
que es testigo directo, ha ‘visto’ esa lanzada y así se lo recordará a los hombres para que crean.
Jesús mío, dentro de tus llagas encontraremos refugio, encontraremos la fuerza para nuestra debilidad,
descanso en nuestras fatigas, seguridad en nuestras dudas, confirmación de nuestra esperanza, luz, consuelo y
alegría para nuestra alma. Jesús, te miraremos crucificado para cumplir también nosotros la voluntad del
Padre, para morir también nosotros a las obras de la carne, para dar también nosotros la vida por nuestros
hermanos. Te miraremos crucificado para entender que hay un sentido en nuestro dolor, que hay fundamento
en nuestra alegría, y una meta luminosa de nuestra esperanza. Te miraremos crucificado para entender que
‘Dios es Amor’.

* ** * *

56. CRISTO, NUESTRA PASCUA, HA SIDO INMOLADO

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Aquel viernes por la noche fue para toda la gente un viernes pascual. En muchísimas casas de Jerusalén las
familias se habían reunido para celebrar la Pascua. Consumaban la cena del cordero que había sido sacrificado
en el Templo. En las casas de los fariseos, de los saduceos y, sobre todo, de los sacerdotes, la cena tenía sabor
de victoria, pues habían solventado del modo más satisfactorio una cuestión que desde muchos meses antes les
atosigaba: cómo quitar de enmedio, sin revueltas ni reacciones por parte del pueblo, a aquel rabí de Galilea
que constituía para ellos un engorro insoportable, un juez inexorable e incorruptible de sus costumbres y de su
vida. Y el problema se había resuelto por la vía rápida, legalmente, de una forma absolutamente imprevisible.
Un auténtico éxito.
Todo el mundo había regresado a sus casas y en la ciudad reinaba el silencio. Era el silencio de la noche de
Pascua y del descanso sabático. Sin embargo, para nosotros, reunidos en casa de Marcos, era un silencio de
luto. Se respiraba en la casa un clima de tristeza y desconcierto. Todo había sucedido tan deprisa que ni
siquiera habíamos tenido tiempo de darnos cuenta de si existía un motivo o un significado en aquel drama.
Los hombres habían destruido nuestros sueños, nos habían robado a aquel que para nosotros era todo: nuestro
futuro, nuestra certeza, nuestra esperanza, nuestro amor, la persona a la que ya habíamos ligado nuestras
vidas. En la casa se había hecho el vacío, y dentro de nosotros la oscuridad.
Fue María, una vez más, quien rompió ese silencio. Nos congregó a todos a su alrededor –Nicodemo y José de
Arimatea se habían ido a sus casas para comer la Pascua– y, dirigiéndose sobre todo a los apóstoles, nos dijo:
—Hijos míos, la gente está celebrando la Pascua en sus casas. Esta Pascua, como sabéis, la celebramos cada
año en conmemoración de la Alianza que Dios estipuló con nuestros padres, cuando los liberó de la
esclavitud. Hoy, sin embargo, se ha celebrado la nueva Pascua, la verdadera: la ha celebrado Él, nuestro Jesús.
La de hoy ha sido su Pascua. Ese Jesús que hemos visto clavado en la Cruz tenía el aspecto del cordero. El
Señor nos ha hecho entender hoy que nuestra Pascua es Jesús, que Él es el Cordero que Juan indicó a alguno
de vosotros cuando bautizaba en el Jordán: el Cordero que quita el pecado del mundo. Jesús mismo, ayer por
la noche, nos habló de su sangre como signo de la nueva Pascua, de la nueva Alianza que el Señor ha querido
sellar con su pueblo. Hoy, pues, sobre la roca del Calvario se ha celebrado la verdadera Pascua. No sabemos
cómo, pero Dios librará a Jesús de la muerte. Hijos míos, ¿no creísteis un día en Jesús? Pues seguid también
ahora creyendo en Él.
De vez en cuando la voz de María denotaba un temblor de conmoción, pero conservaba al mismo tiempo un
tono de firmeza, de absoluta convicción, que deseaba infundir en el corazón de todos nosotros. No obstante,
tuve la neta impresión de que sus palabras caían en el vacío, o de que en los oídos de los apóstoles sonaban
cual idioma desconocido. Sus ojos permanecían, sí, fijos en María, pero la mirada era tan insulsa e inexpresiva
como la de quien está perdido o ausente. No es que no quisieran escuchar, sino que de hecho no estaban en
condiciones de poder razonar sobre lo acontecido, y mucho menos de comprender su significado, si es que
había un significado.
Además, aún se leía en sus rostros la humillación por el comportamiento que habían tenido la noche pasada: el
miedo, la huida, el abandono de Jesús. Este estado de ánimo se advirtió claramente en la pregunta que Felipe,
tras un momento de silencio, formuló a María:
—¿Qué hemos de hacer entonces?
La respuesta de María fue rápida y precisa:
—Lo que Jesús nos ha dicho.
Y como nadie lograba discernir, entre las muchas cosas que Jesús había dicho, a cuál se refería María, ella
añadió:
—Hemos de regresar a Galilea. Jesús nos dijo que allí nos precedería, y allí tenemos que ir.
Tadeo y Simón, los primos de Jesús, observaron:
—¿Por qué precisamente a Galilea? ¿Qué diremos a los habitantes de Cafarnaún, de Nazaret y de Betsaida, y a
nuestros parientes, amigos y conocidos? Se burlarán de nosotros, diciendo que hemos sido necios, ingenuos,
que nos hemos dejado engañar como unos estúpidos.
Pedro tuvo un arrebato y, mirando a los dos discípulos, dijo:
—Ya hemos sido viles una vez, ¿queremos seguir siéndolo? Haremos lo que la Madre de Jesús nos ha dicho.

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María dirigió a Pedro una afectuosa sonrisa y agregó:
—Justo así, Pedro, justo así. Os he dicho que continuéis creyendo en Jesús y, por tanto, que no temáis, tal
como os dijo Jesús mismo: ‘No se turbe vuestro corazón’. Y ahora vámonos todos a descansar, que lo
necesitamos de veras. Mañana el Señor proveerá.
Nos distribuimos en las diversas habitaciones de la casa, mientras que algunos discípulos como Cleofás,
Matías y otros regresaron a sus hogares o a los de conocidos suyos. También Lázaro y sus dos hermanas, que
habían venido de incógnito a Jerusalén, fueron a hospedarse con unos amigos. La resignación dominaba a
todos, y todos habían tomado la decisión de retornar, pasado el sábado, a sus aldeas.

57. EL SáBADO POSTERIOR A LA SEPULTURA

Ese sábado contempló el «descanso de Dios». Desde el día de la creación, ningún otro sábado había conocido
tal «descanso». Jesús, Hijo de Dios, Verbo del Padre, por quien todo fue hecho, yacía en el sepulcro. Había
llevado a cabo la Redención. Todo estaba cumplido, pues. El tiempo se había acabado y no quedaba más que
aguardar la eternidad. Todo esto lo sabemos muy bien ahora, pero aquel día eran muy diferentes los
sentimientos que embargaban nuestro corazón. Cuantos nos hallábamos en casa de Marcos nos sentíamos a
merced de los pensamientos más diversos. Los discípulos consideraban definitivamente venido abajo el
proyecto del Reino que habían acariciado en su corazón. En ese momento todos estábamos persuadidos de que
lo único que podíamos hacer era regresar a Galilea, tal como María nos había recordado, y esperar.
Esperar. En medio de aquella repentina y absurda catástrofe, eso era lo único que lográbamos entender.
Esperar, porque estábamos convencidos de que, de las cenizas de nuestras esperanzas y de nuestros planes,
algo había de nacer, algo tenía que ocurrir. Todo lo que habíamos visto u oído a Jesús no podía ser un engaño
o una ilusión. Dos años y medio de maravillas, de prodigios, de tan novedosa y alta sabiduría, no podían ser
borrados de un plumazo. Los discípulos, sin embargo, no conseguían decir una sola palabra sobre todo esto, se
sentían vacíos y como aturdidos, y tampoco tenían, por otra parte, la más mínima idea de lo que les aguardaba.
Conociendo a Jesús desde su nacimiento y habiendo presenciado hechos tan importantes de su vida –los
marcados por el sello del Padre y el soplo del Espíritu–, yo estaba seguro de que las cosas no habían acabado,
pero intentaba saber más. Por eso, durante ese sábado me mantuve lo más cerca posible de María, esperando
captar de ella alguna alusión a lo que ocurriría tras el tremendo dolor y las muchas lágrimas del día anterior.
Sí, teníamos que ir a Galilea y esperar, ¿pero esperar qué? ¿Esperar a Jesús? ¿Resucitaría acaso también Él, al
estilo de Lázaro? ¿Iría luego Él solo a Galilea, o acompañado por alguien? ¿Recomenzaría allí su ministerio?
¿De qué manera?...
Estas y muchas otras eran las preguntas que se agolpaban en mi mente y permanecían ocultas en aquella
espera. Sin embargo, no pillé una sola palabra a María, ni una sola señal. Era la más serena, atendía a unos y
otros, procuraba mantenernos confiados y unidos, e intentaba hacernos descansar. Ella era la única que, en
medio de la catástrofe, conservaba la fe. Ahora bien, no hizo ni una sola referencia a cualquier previsión.
Sí nos llegaron, en cambio, noticias de fuera. Por la tarde se presentó Juana, mujer de Cusa, muy agitada y
cariacontecida. Nos dijo que Judas había ido muy nervioso a su casa. Llevaba la bolsa con mucho dinero y
quiso entregársela, pero ella, no sabiendo qué pensar, rehusó aceptarla y le sugirió repartir el dinero a los
pobres, como él mismo había dicho tantas veces. Se fue, desesperado.
Para completar las noticias llegó poco después Nicodemo. Venía del Templo, donde había estado con los
sacerdotes y los demás del Sanedrín. A todos se les veía muy preocupados y como contagiados por una rara
inquietud. Los sacerdotes en particular aparecían profundamente turbados e impactados por lo ocurrido la
tarde anterior.
Lo que ocurrió esa tarde fue que, hacia la hora nona, la de la muerte de Jesús, se oyó un ruido sordo y
retemblaron los fundamentos del Templo, al tiempo que un resplandor semejante a un extraño relámpago se
esparció desde la parte más interior del Templo. Después de cierto titubeo, el sacerdote de turno entró en el
«Santo», donde se halla el altar del incienso para el sacrificio vespertino, y se llevó la enorme sorpresa de ver
rasgado de arriba abajo el velo que separaba el «Santo» del «Santo de los Santos», que es la sala más interior y

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sagrada del Templo. Era como si hubiera sido anulada la separación, que debía ser rigurosísima, entre los dos
lugares más sagrados del Templo. Ese velo, impresionante por su tamaño y suntuosidad, era de un tejido
espeso y pesado, recamado por entero de oro; dificilísimo de rasgar, por tanto. En los sacerdotes, al estupor se
añadió el temor, como si una oscura amenaza se cerniese sobre el Templo.
A los sanedritas, en cambio, les preocupaba un problema muy diferente. Se habían reunido para deliberar
sobre una cuestión a su parecer importantísima: se acordaron de que Jesús había hablado de que resucitaría y,
considerándolo un impostor, temían un golpe de mano por parte de los discípulos, que podrían hacer
desaparecer el cuerpo de Jesús y dar pábulo a la falsa noticia de su resurrección. Decidieron así pedir a Pilatos
que sellara el sepulcro y dispusiera que un piquete de soldados lo vigilase. Después de todo lo que había
concedido, Pilatos no tuvo inconveniente en concederles también eso.
Nicodemo añadió:
—Salía de esa reunión cuando vi llegar corriendo a Judas, jadeante y tan desencajado que daba miedo. Lo
llamé, pero no me respondió. Se metió hasta donde estaban los sacerdotes gritando: ‘¡Soy un traidor! ¡He
traicionado a un inocente! ¡Tomad vuestro dinero, no quiero saber nada de él!’, y agitó la bolsa con sus
malditas monedas. Los sacerdotes le dirigieron una mirada de hielo y con una sonrisa entre sarcástica y
complacida le dijeron: ‘¿No era éste el pago que pactamos? Nosotros hemos cumplido nuestra parte, lo demás
no nos interesa. No es asunto nuestro’. Ante esas palabras, Judas arrojó la bolsa hacia ellos con los ojos
devorados por el remordimiento. Los siclos de plata se salieron de la bolsa y se desparramaron por el suelo.
Hubiera deseado parar a Judas, quien rápidamente se volvió y huyó a la desesperada, pero notaba sobre mí los
ojos de los sanedritas, dispuestos a condenar cualquier gesto mío que contrariase su ley. Por eso me quedé
quieto, mirándolos uno a uno en silencio. El príncipe de los sacerdotes mandó entonces que un sirviente
recogiera las monedas para no contaminarse él y dijo: ‘Es dinero de sangre. No podemos utilizarlo en el
Templo. Tenemos el proyecto de adquirir un terreno para cementerio de extranjeros. En eso lo emplearemos’.
Nicodemo calló, pero el silencio de la habitación se pobló de nuevos interrogantes y de nuevo temor.
Por la tarde llegaron Marta y María de Lázaro para ponerse de acuerdo con Myriam y Salomé sobre cómo
completar la sepultura de Jesús y tener así la posibilidad de ver al Maestro por última vez. Saldrían casi de
madrugada a comprar los aromas necesarios y más vendas, para luego ir juntas al sepulcro. María seguía esas
conversaciones en silencio, mientras continuaba ocupándose de las faenas domésticas y de animar a Pedro y a
los demás. Tan sólo sugirió a las mujeres que no gastaran excesivo dinero en lo de la sepultura de Jesús, pues
no requería mucho más de cuanto ya se había hecho. Al día siguiente nos daríamos cuenta del porqué de esta
recomendación: Jesús ya no lo necesitaría.
Al anochecer nos invitó a todos a rezar. Escogió salmos de confianza y de esperanza. Después nos
distribuimos por las distintas habitaciones, aunque casi todos estábamos muy poco convencidos de poder
dormir. Era ya muy tarde cuando me venció el cansancio.

Hemos visto al Señor

58. EL GRAN DíA (I)

Con las primeras luces del alba, las mujeres se levantaron y se afanaron en sus preparativos para ir al sepulcro.
Recogerían a Juana en su casa y con ella comprarían los aromas y todo lo necesario para completar la
sepultura de Jesús. Cuando se marcharon, se hizo de nuevo el silencio en la casa. Nosotros, todavía indolentes
y somnolientos, permanecimos en nuestras yacijas, puestos tácitamente de acuerdo en que teníamos que
recuperar sueño y descanso.

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Sólo María se quedó en la casa y, como siempre, deambulaba en silencio, ligera como un ángel, para ahorrar
ruidos y molestias a nuestro reposo. Se dedicó a prepararnos la colación matutina.
Los primeros rayos de sol y los primeros ruidos de la calle acabaron con nuestro descanso. Yo me puse
deprisa las sandalias y la túnica y me fui sin más en busca de María. Subí al piso superior, a la sala grande, el
Cenáculo, convencido que allí la encontraría. Así fue, en efecto, pero al llegar a la puerta de la estancia tuve
que pararme: al verla me invadió un extraño sentimiento de estupor. Se hallaba junto a la ventana, inmóvil,
como extasiada. Lo que más me sorprendió fue su figura, pues parecía otra persona: sus ojos brillaban de gozo
y de ternura, a su rostro lo iluminaba una sonrisa que me recordó la del día de la Anunciación, cuando recibió
la visita del ángel, y toda su expresión irradiaba una felicidad íntima y misteriosa, que debía de nacer de algo
extraordinario e inmensamente conmovedor.
Cuando me vio, vino hacia mí y, abrazándome fuerte, me dijo:
—Hijo mío, nuestro Jesús está de nuevo con nosotros. ¡Está de nuevo con nosotros!... Pronto lo verás. Lo
veremos todos. Ya no hemos de temer, ni sufrir. El dolor se ha acabado, el temor ha desaparecido. Ha
realizado su promesa, ha cumplido su palabra. Alabado sea el Señor, nuestro Dios, bendito sea por siempre.
Ha llevado a cabo en favor nuestro las maravillas de su amor, ha hecho triunfar su poder y su misericordia.
Me habló con una emoción vivísima e indescriptible, a la par que mesurada y digna: no era de ningún modo
descompuesta ni exagerada. Sólo unos lagrimones le surcaron las mejillas como estrellas luminosas que
brillaran de alegría. Enmudeció un instante, se apartó de mí y volvió a la ventana, por la que miró primero en
dirección al sepulcro, luego hacia el Templo, después hacia el cielo que estaba tornándose rosáceo, a
continuación hacia el monte de los Olivos, y finalmente a todo el entorno, como si contemplase un panorama
sin límites o releyese en esos lugares una agridulce historia de dolor y de amor. En el paisaje que se ofrecía a
sus ojos, la primavera henchía de aromas el aire y teñía de mil colores la luz.
Vino otra vez hacia mí, se paró a mirarme con infinita ternura y volvió a abrazarme, como si deseara
transmitirme su alegría. Con voz sumisa, como si hablase consigo misma, continuó:
—Estaba guapísimo. ¡Guapísimo! Con sus cabellos tersos y esplendorosos, y sus ojos rebosantes de bondad y
cariño, y sus heridas limpias y vivas, y su carne luminosa, y su vestido blanco y resplandeciente.
Entrecruzamos nuestras manos y apretó con fuerza. Sus manos transmitían ardor y ternura. Las miré con
fijeza: eran auténticas, de carne y hueso. Me las llevé a los labios para cubrirle de besos las llagas, hasta que
Él las puso sobre mi cabeza, bendiciéndome. Luego me estrechó amorosísimamente contra su corazón en un
abrazo de cielo. ¡Estaba guapísimo!
Yo, pasmado y sin palabras ni ideas hasta ese momento, aproveché su pausa para preguntarle qué significaba
todo aquello y de qué me estaba hablando. Entonces María, como si despertara de repente de una experiencia
inefable y volviese a la realidad, me dijo sonriéndome:
—Tienes razón, hijo mío, tienes razón. Pero ya lo sabrás, ya te enterarás de todo muy pronto.
Se secó las lágrimas, recompuso la expresión y añadió:
—Hala, vamos a llamar a tus amigos. Necesitan un buen desayuno para comenzar el día.
Aunque bien sabía yo que todo lo que me había contado se refería a Jesús, me hubiera gustado preguntarle
muchas cosas: cómo estaba, por dónde había entrado y salido, qué le había dicho, por qué no había permitido
que nosotros lo viéramos… Pero ella me cogió de la mano y salimos del Cenáculo.

59. EL GRAN DíA (II)

Justo mientras bajábamos al piso inferior se oyeron unos fuertes e insistentes golpes en la puerta. Juan y la
madre de Marcos fueron a abrir. Era Magdalena, que llegaba muy azorada y, nada más entrar, comenzó a
gritar:
—¡Se lo han llevado, se lo han llevado! El sepulcro está vacío y quién sabe dónde lo han puesto…

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Acudió Pedro, que intentó calmarla para comprender de qué estaba hablando. Pero su agitación era
incontenible y sólo un estallido irrefrenable de llanto acabó con sus gritos. Tras un primer desahogo, continuó:
—De Jesús, ¿entendéis? De su cuerpo. El sepulcro está abierto y Él no está.
Y rompió de nuevo a llorar desconsolada.
Pedro y Juan se miraron y, entendiéndose sin necesidad de más, se precipitaron hacia la puerta y salieron
corriendo por la calle que lleva al sepulcro. Llegaron los demás de la casa y formaron un corro alrededor de
Magdalena, la cual, entre sollozos, respondía a sus preguntas con el mismo estribillo:
—¡Se lo han llevado!
Intervino la Señora con María de Marcos, que habían preparado el desayuno: leche fresca, hogazas de pan
ácimo, higos secos y queso. Todos acogieron con agrado la invitación a comer y se encaminaron a la mesa
parloteando y sacudiendo la cabeza a propósito de las «alucinaciones» de Magdalena. Ésta, con los ojos
hinchados por el llanto, se dirigió a María en busca de una palabra de consuelo y de aclaración; sin embargo,
antes incluso de recibir respuesta, cogió la puerta y se fue corriendo.
Los comentarios de los discípulos continuaron, marcados todos por el escepticismo y la incredulidad, y sin
ahorrar algún puyazo irónico a «esa exagerada» de Magdalena. De todos modos, cada cual trataba de dar su
propia interpretación y sugería propuestas sobre cómo comportarse. Pero hete aquí que de repente llegó la
pandilla de las demás mujeres, encabezada por Myriam y Salomé, todas ellas alteradas y con fuerte agitación.
Fueron inmediatamente asaeteadas a preguntas por todas partes, añadiendo confusión al desconcierto.
Intervino entonces con determinación la dueña de la casa, María de Marcos, imponiendo silencio y pidiendo a
Myriam que narrase por menudo lo sucedido. Myriam, esforzándose por contener la emoción, comenzó a
contar cómo, después de salir de casa, habían pasado a por Juana para comprar juntas lo que necesitaban para
completar la sepultura de Jesús, mientras que Magdalena se había ido sola al sepulcro. Tras las compras se
dirigieron al sepulcro, preocupadas por cómo remover la gran piedra que lo cerraba. Al llegar al huerto, les
extrañó ver en torno al sepulcro los restos de un vivaque militar, pero más aún comprobar que el sepulcro
estaba abierto y arrumbada la piedra que lo sellaba.
Llenas de temor, no se atrevían a acercarse, también porque el interior del sepulcro éste se veía iluminado por
dos personajes con vestidos refulgentes, que parecían montar guardia. Uno de ellos salió afuera y, con voz
invitadora y amable, les dijo:
—No temáis. Buscáis entre los muertos a alguien que está vivo, Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado.
Ya no está aquí. Entrad y ved el lugar donde lo pusieron.
Y dejó expedita la entrada, yendo a sentarse en la gran piedra.
Dubitativas y temblorosas, Juana y Myriam se asomaron al sepulcro y lo vieron efectivamente vacío. Entonces
el personaje celestial que estaba dentro, sentado a la cabecera del banco de piedra, les animó:
—¿No recordáis cuando, todavía en Galilea, os decía que era necesario que fuese entregado en manos de los
pecadores, y crucificado, pero que resucitaría al tercer día? No temáis, pues.
Y el otro ángel añadió:
—Rápido, id a decir a los discípulos y a Pedro que os precederá en Galilea.
Ante estas palabras, entraron en trepidación y, colmadas de incontenible alegría, corrieron a transmitir a todos
ese inesperado y desconcertante mensaje.
Durante el relato de Myriam, sólo con esfuerzo lograban las otras mujeres contener la felicidad que traslucían
sus rostros, mientras la cara de los discípulos, muda y estática, expresaba perplejidad y escepticismo. A
reconciliar un poco los ánimos llegaron en ese momento Pedro y Juan. Efectivamente, era cierto: Jesús no
estaba en el sepulcro y –precisó Juan– no había sido robado, ya que el lienzo y las vendas seguían intactos en
su lugar, flácidos, eso sí, y el sudario como envuelto. ¿Qué había ocurrido? En su corazón, Juan estaba
convencido de la resurrección de Jesús, pero los demás apóstoles seguían atormentándose con mil preguntas,
cada vez más perplejos y confusos, oscilando entre la esperanza y el derrotismo, sin llegar a ninguna certeza.
En medio de aquel maremagno, Cleofás y Matías irrumpieron en la casa, nerviosos y consternados. Tras los
acontecimientos de esos días, habían decidido regresar a Emaús, su patria chica, convencidos de que todo

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había ya terminado. Tomaron la vía que baja al valle de Hinón y sube luego hacia el oeste en dirección al mar.
Al llegar a la altura de la Gehenna observaron que, en un campo cercano, unas cuantas personas miraban
horrorizadas hacia abajo de un cortado, en la linde del campo. Se desviaron también ellos para ver de qué se
trataba. En el fondo del talud se presentó ante sus ojos un espectáculo sobrecogedor: tenía todavía la soga
atada al cuello, los ojos fuera de sus órbitas, la lengua colgando, la cara cianótica y el vientre desgarrado,
probablemente por mordiscos de chacales u otros animales nocturnos. Estaba casi irreconocible, pero era justo
él: Judas.
Llenos de espanto, habían vuelto para informar a los apóstoles y recibir a su vez de ellos una palabra de
estímulo. Pero se encontraron con un ambiente enrarecido, donde las noticias y opiniones más dispares se
cruzaban en todas direcciones, con claras muestras de duda y desaliento. El miedo no había desaparecido por
completo, y ahora no esperaban más que el momento de regresar a la seguridad de Galilea.
Las mujeres, en particular, estaban molestas por la frialdad con que los discípulos habían acogido su
testimonio y sus afirmaciones. Los demoledores más obstinados eran Tomás, Judas Tadeo, Simón y otros
parientes cercanos de Jesús. En cambio, el más pensativo y proclive al optimismo era Juan, que permanecía
cerca de María, convencido de que sólo de ella podían obtenerse noticias ciertas y seguras. María, en efecto,
además de conservar su habitual serenidad, mostraba la consciencia y tranquilidad de quien sabe, a la par que
en su rostro reflejaba un íntimo regocijo. Se veía, en cualquier caso, que se mantenía aposta fuera de toda
discusión y, como siempre, aguardaba una intervención del Cielo.
Cleofás y Matías, visto que el ambiente de los apóstoles no les servía de ninguna ayuda, pensaron que lo
mejor era retomar el camino de regreso a Emaús, pero por la vía que sale de la puerta occidental de Jerusalén,
para evitar así el valle de la Gehenna. Tras ellos se marcharon también las mujeres, a las que se añadieron
Marta y María de Lázaro, así como Juana de Cusa y María de Marcos, deseosas de ver el sepulcro y hacerse
idea de lo ocurrido.
Partidos los dos discípulos y las mujeres, volvió la quietud a la casa y los ánimos se aplacaron un poco. Pedro
aprovechó ese momento para irse también, con la intención –afirmó– de buscar a Nicodemo o a José de
Arimatea y ver qué confirmación podían darle ellos.
La quietud duró poco. De repente se oyeron de nuevo golpes en la puerta y la voz de Magdalena, que pedía
insistentemente entrar. Juan fue a abrir y, según lo hizo, Magdalena se le abalanzó al cuello para abrazarle y
gritó:
—¡Lo he visto! ¡Lo he visto! ¡Está vivo! ¡Está vivo! Me ha llamado por mi nombre, como hacía cuando estaba
vivo…, cuando estaba con nosotros…, o sea, como siempre me ha llamado, con su voz cálida, inconfundible.
¡Es Él! Le he besado los pies traspasados y las manos llagadas, y lo he llamado: ‘Rabboni, Maestro’.
Y se puso a saltar sobre la punta de los pies, como si danzase, inundada de una alegría incontenible. Juan hizo
intentos de calmarla para poder entender lo que estaba diciendo, al tiempo que los demás apóstoles acudían
presurosos, atraídos por los gritos de Magdalena. Apenas la vieron, se pararon con cara de desilusión. Tomás,
Simón y algún otro, convencidos de que se trataba de una crisis histérica, se apartaron enseguida, sacudiendo
la cabeza. Tomás murmuraba:
—¡Está loca! ¡Está loca!
Un poco más calmada, Magdalena echó un vistazo alrededor y miró uno a uno a la cara de los discípulos.
Enseguida captó, por su expresión y silencio, que sus palabras no les merecían ninguna fiabilidad. Entonces se
dirigió a María y, cogiéndola de la mano, le dijo:
—¡Madre, tú al menos debes creerme! No me he equivocado, ni tampoco he sido víctima de una alucinación.
¡Créeme: era el propio Jesús, nuestro Jesús, tu querido Hijo, mi amado Maestro y Salvador! Yo pensé que era
el hortelano, pero luego se ha manifestado con claridad, con su fisonomía, con su figura, con esa voz que tú
conoces tan bien. Y me ha hablado de ellos, de sus discípulos. Los ha llamado hermanos y me ha encargado
que viniera a decirles que está vivo y que los verá a todos en Galilea.
María la sonrió amablemente, la invitó a sosegarse y, llevándosela aparte, le susurró:
—¡Claro que te creo, hija mía! Estoy segura de que la persona que has visto y ha hablado contigo es Jesús.
Pero no te sorprendas de que ellos no te crean. Están todavía bastante trastornados y amedrentados por lo
ocurrido estos días. Al fin y al cabo, lo que tú has visto es un milagro demasiado grande y demasiado distante

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de cualquier expectativa como para ser creído de buenas a primeras. Además, aunque Jesús te haya encargado
avisar a sus ‘hermanos’, la aparición que has tenido es sólo tuya, un don que el Señor te ha hecho por ti
misma, una caricia que ha querido darte únicamente a ti. Consérvala, pues, en tu corazón. Guarda dentro de tu
alma la alegría que te ha proporcionado, como recuerdo del cariño y la predilección de Jesús. Con ellos no
insistas. Ya les convencerá el Señor.
Juan, que se había aproximado a María, pidió a Magdalena que le contase de nuevo lo ocurrido y al detalle.
Yo lo veía pensativo y cada vez más persuadido de que se trataba de algo serio, de ningún modo inverosímil.
La quietud que la irrupción de Magdalena había roto por un momento, se perdió definitivamente cuando, poco
después, se presentó el grupo de las mujeres. Venían todas, y llamativamente alteradas. Y es que, al llegar al
sepulcro, se les había aparecido Jesús, que las saludó con un cariño nuevo, impregnado de paz y de alegría, y
las encargó anunciárselo a los apóstoles.
Llenas de entusiasmo, a la par que de temor a que nos las creyeran, regresaron a nosotros con el deseo de
suscitar en todos una renovada esperanza en Jesús y con la preocupación de no lograr convencer a los
apóstoles. Espoleadas por el entusiasmo, comenzaron a referir lo sucedido a los apóstoles y a los demás que se
hallaban en la casa. Hablaban todas a la vez, y todas querían manifestar sus estados de ánimo, sus propias
emociones, y especificar algún detalle de su inopinado encuentro con Jesús.
La primera consecuencia fue una indescriptible confusión, tanta que, al no conseguir intercalar ninguna
pregunta, los apóstoles comenzaron a dar muestras de enfado y desazón. A medida que las mujeres contaban,
crecía su entusiasmo y se hacía cada vez más manifiesta su alegría. Pero todo eso resultaba contraproducente,
pues cuanto más se enfervorizaban, tanto más decaía su credibilidad ante los apóstoles. Al final, el resultado
fue que ellos las consideraron unas exaltadas y tildaron su narración de envanecimiento.
La verdad es que Jesús quiso manifestarse a quienes lo buscaron con cariño y perseverancia, y no a quienes se
habían encerrado en su miedo y en su escepticismo, premiando la generosidad de las mujeres y la sinceridad
de sus sentimientos.

60. EL GRAN DíA (III)

Entre unas cosas y otras nos plantamos en mediodía, y María, en el intento de recuperar un poco de serenidad
y de favorecer la distensión y la reflexión, aprovechó para reasentar a todos en la realidad, afanándose en las
necesidades cotidianas. A Myriam y Marta las invitó a ir al mercado, acompañadas por Andrés y Simón, a
proveerse de pescado para todos, con puerros y lechuga. A las demás mujeres las animó a ponerse a
disposición del ama de casa para preparar la cena. La petición sonó desentonada y fuera de lugar, pero Salomé
y María de Lázaro la interpretaron como una tácita confirmación de su testimonio y una implícita adhesión a
la veracidad de su narración.
María dio después diversos encargos y tareas a los otros discípulos. Estos, por su parte, interpretaron la
intervención de la Señora como una confirmación de sus dudas, como si quisiera poner fin a discusiones
inútiles. María les recordó que la verdad sólo la conoce el Señor y que Él mismo nos la confirmaría o revelaría
a todos. Su serenidad y su amable autoridad eran todavía para nosotros, en medio del tráfago de peripecias, el
único punto de referencia.
Las visitas, sin embargo, aún no habían terminado. En efecto, poco después llegó Nicodemo: deseaba estar al
tanto de nuestra situación, pero quería también comunicarnos su preocupación por lo que estaba sucediendo en
el seno del Sanedrín. Se había enterado de que, a primeras horas de la mañana, los soldados que vigilaban el
sepulcro se habían presentado en el Templo y luego al Sumo Sacerdote, aterrorizados y llenos de espanto.
Contaron que, poco antes del alba, un temblor repentino sacudió la tierra, el estruendo como de un trueno
atravesó el aire y la piedra del sepulcro salió volando como un manojo de paja. Una luz deslumbrante
envolvió el sepulcro, que enseguida quedó completamente vacío, sin el muerto. Sin duda, algo sobrehumano
había acontecido.
Se convocó a toda prisa a unos cuantos escribas y ancianos del pueblo: a los más fieles a la línea de los sumos
sacerdotes, con el fin de que el asunto se mantuviese lo más en secreto posible. Por otro lado, a los soldados se

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les pagó generosamente para que propalaran que los discípulos, de noche, aprovechándose de su duermevela,
se habían apoderado del cadáver, lo habían ocultado y se dedicaban a divulgar el embuste de su resurrección.
Además, el Sanedrín procuraría defenderles y cubrirles ante el gobernador.
En consecuencia, afirmó Nicodemo, era prudente que los apóstoles no se dejasen ver en unos cuantos días, al
menos solos, y que se guareciesen en sitios seguros.
Una vez más, el relato de Nicodemo suscitó las reacciones más diversas. El que se mostró más impaciente e
irritado fue Tomás. Todas esas noticias inverosímiles que seguían llegando a la casa le exasperaron hasta tal
punto de ahondar aún más su escepticismo, y decidió irse «de esta casa de locos», como la definió. A Lázaro,
que se preparaba para regresar con sus amigos, le pidió si podía acompañarlo y permanecer al menos un par de
días con sus huéspedes. Lázaro aceptó, con gran satisfacción general.
Tampoco Nicodemo tenía intención de quedarse mucho más tiempo con nosotros. Estaba preocupado por José
de Arimatea, al que no había logrado encontrar por la mañana y de quien no tenía noticia alguna. Tras lo
ocurrido al alba en el sepulcro y la posterior reacción de los sumos sacerdotes, ni siquiera él se sentía muy
seguro. Sabía que, en el ambiente del Sanedrín, tanto él como José eran considerados testigos incómodos,
personas a las que había que mantener bajo control, porque podían ser perjudiciales para el prestigio del
Sanedrín y la causa de los sumos sacerdotes. Por eso, decidió ir en busca de José y, junto con él, intentar
desaparecer y no dejar rastro durante un tiempo, a la vez que sin interrumpir los contactos con nosotros, para
poder seguir el desarrollo de los acontecimientos.

61. EL GRAN DíA (IV)

A punto estaba Nicodemo de salir cuando se oyó la voz de Pedro que pedía entrar. Le acompañaban Andrés y
Simón, así como Myriam y Marta, de regreso éstos del mercado. Entraron en la casa visiblemente eufóricos, e
incluso Pedro a duras penas lograba frenar su entusiasmo. Se quitó el manto, echó un vistazo alrededor y
animó a todos a aproximarse a él, como si tuviera que comunicar una noticia de suma importancia. Cuando
nos vio reunidos a todos, exclamó con fuerza, casi con solemnidad:
—Pues bien, sí: ¡Jesús está vivo! Ha resucitado verdaderamente. ¡Lo he visto!
No había terminado la frase y ya estalló la debacle. Las mujeres comenzaron a lanzar gritos de júbilo, a saltar
por la casa abrazándose unas a otras, como para compartir una felicidad demasiado grande para una sola
persona. Era su desquite, pero sobre todo la confirmación. Juan se acercó a Pedro con la cara radiante y
Magdalena palmoteaba como una niña. Yo me pegué a María, que me miró con ojos luminosos, henchidos de
ternura, y murmuró:
—Hijo mío, tú también lo verás, y lo verás muy pronto.
Se veía a María inmensamente feliz por presenciar el júbilo de todos. Bueno, no exactamente de todos. Los
apóstoles, sobre todo los más reacios, se mantuvieron fríos en medio de aquel bullicio y comenzaron a acosar
a Pedro con preguntas cargadas aún de desconfianza, a las que no faltaba –así me lo pareció– una pizca de
envidia y desagrado. Cuando los primeros entusiasmos se aplacaron, Pedro intentó responder a todas las
preguntas relatándonos lo ocurrido.
Al salir de casa, se había ido a buscar a Barsaba con la intención de dirigirse con él al lugar donde se había
encontrado muerto a Judas Iscariote. Barsaba era discípulo del Señor, de la parentela de José. Era hombre
sabio, muy recto y, además, reservado, por lo que era poco conocido en el ambiente de los fariseos y de los
jefes. Con él, Pedro podía moverse con más libertad. Al no encontrarlo, Pedro decidió encaminarse él solo
hacia la Gehenna, para comprobar lo que Cleofás y Matías habían contado. A escasos metros fuera de las
murallas de la ciudad, en un tramo desierto del camino, oyó que alguien le llamaba por su nombre. No había
nadie, lo cual le sorprendió y, por un momento, sintió miedo. De nuevo oyó que le llamaban y esta vez la voz
tenía un tono familiar muy conocido. Se volvió y descubrió junto a un olivo la figura amabilísima del Maestro.
Estaba radiante, vestía una túnica larga nueva y lo observaba con la mirada intensa y penetrante de siempre.
Le sonrió y le hizo una seña con la cabeza, invitándolo a aproximarse.

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Pedro, que por un instante se había quedado inmóvil y dubitativo, se precipitó hacia Él, se arrodilló y,
cogiéndole las manos y besándoselas emocionado, exclamó:
—¿Eres tú, Señor?
Eran las manos de un crucificado: llevaban bien visibles las señales de los clavos. Jesús cogió por los brazos al
discípulo, lo alzó y le dijo:
—Pedro, ¿adónde vas?
Pedro enmudeció, porque no tuvo valor para declararle adónde iba. Entonces Jesús, mirándolo con cariño,
añadió:
—Pedro, deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú vuelve a casa y di a nuestros hermanos que me has
visto, que has visto mis manos y mis pies, y que me has abrazado: un cuerpo auténtico de carne y hueso. Diles
que se preparen para regresar a Galilea: allá nos veremos sin prisas. ¡Y que no estén tan dudosos y titubeantes!
Acordaos de cuando os expliqué las Escrituras: era preciso que yo cumpliese la voluntad de Padre y bebiese el
cáliz de la pasión por vuestra salvación. ¿Pues por qué no creéis aún?
Pedro, sin poder resistir la emoción, exclamó:
—Yo creo, Señor. Tú eres el Santo de Dios, eres mi Maestro. En cambio, yo…
No pudo acabar, porque Jesús desapareció.
Habría querido decirle palabras de arrepentimiento, de excusa, de pesar. Sobre todo habría querido decirle que
lo ocurrido en la terrible noche del prendimiento de Jesús no respondía a la verdad; que en la fuga, el miedo y
la negación él, Pedro, no existía, sino el pobre Simón, el Simón que había dudado en las aguas del lago, y
temblado de espanto en la tempestad, y rebelado ante la idea de la cruz; el pobre Simón presuntuoso e
ignorante que se creía mejor que los demás. Pero ahora, ante Él, sí era Pedro, su apóstol, el que lo había
querido y seguía queriéndole y daría su vida por Él.
Desaparecido Jesús, el apóstol se quedó un instante como petrificado, se pasó la mano por los ojos, como para
asegurarse de que veía bien, y después rodeó con la vista su entorno: era consciente y estaba allí presente. No
había sido una alucinación. Por lo demás, tampoco se había tratado de un fantasma, pues había tocado y
estrechado entre sus manos a Jesús.
Al fondo del camino aparecieron peregrinos que salían de Jerusalén, y campesinos con sus caballerías que
volvían de vender sus productos. Pedro echó un rápido vistazo a la Gehenna, retornó sobre sus pasos y se
dirigió decidido hacia casa. El vivo deseo de contar su encuentro con Jesús puso alas en sus pies. Poco antes
de llegar, se topó con las mujeres y los discípulos que regresaban del mercado y fueron los primeros en
conocer la noticia.
Desde ese momento, en la casa no se habló de otra cosa y fue un continuo repiqueteo de preguntas para
conocer otros detalles de lo ocurrido. Pero las respuestas de Pedro acababan siempre, y con vigor, en la misma
afirmación:
—Jesús vive, y está aún entre nosotros.
Al final, esta firmeza de Pedro prevaleció sobre el escepticismo de los demás, y en el corazón de todos se
abrió camino la certeza de que Jesús había de veras resucitado. En efecto, las mujeres podían equivocarse o
dar cuerpo a imaginaciones y fantasmas, pero Pedro no. Pedro era un hombre a carta cabal. No podía
equivocarse y, por eso, no cabía dudar de su relato. Por otra parte, ¿no era él el ‘jefe’? ¿No había sido elegido
por el propio Jesús para que sirviese de referencia a los demás apóstoles y a los discípulos? Además, se le veía
muy distinto de antes, muy seguro e incluso, en cierto sentido, muy autoritario. Lo que él nos había contado
era, por tanto, cierto.

62. EL GRAN DíA (V)

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Tras el relato de Pedro varió por completo el ambiente en la casa. Magdalena, satisfecha al fin, irradiaba
felicidad por todos los poros. Juan, visiblemente contento, aparecía embargado por una alegría impaciente,
que aguardaba ser complacida por el abrazo de Jesús. Nicodemo cambió de pronto de humor, sintiéndose
como liberado de una pesadilla y, espoleado por una nueva audacia, se despidió para correr en busca de José
de Arimatea y comunicarle la increíble y espléndida noticia. Andrés y Felipe pensaron en Lázaro y en los de
su casa: también ellos debían ser partícipes de tanta alegría. Dijeron que regresarían para la cena.
La tarde de ese día inaudito, en efecto, se nos había echado encima y el relato de Pedro, además de desatar el
júbilo de todos, despertó en los apóstoles y discípulos el apetito que otros estímulos y pensamientos habían
adormecido durante demasiadas horas. De ahí que las mujeres se enfrascaran en los preparativos de la cena,
movidas por un entusiasmo que dio a la cena un calor y un sabor festivos.
En medio de todas estas vicisitudes, hechas de continuos golpes de escena, yo me había mantenido más bien
aparte, para no dejarme arrastrar por un ambiente excesivamente agitado ante el ir y venir sin tregua de
personas y noticias. Por otro lado, María, con sus palabras y con el episodio matutino, me había transmitido
serenidad y certeza.
También el testimonio de Magdalena me había parecido completamente creíble y, por eso, de cuando en
cuando me acercaba a ella para pedirle que me contara más detalles de su apasionante experiencia. Me hubiera
gustado conocer infinitas cosas de Jesús resucitado, pero ella, apenas comenzaba a describirme cualquier
aspecto de la aparición, enseguida se despistaba, como si naufragase en un regocijo incontenible. Para ella, lo
único importante era que Jesús estaba vivo.
La cena, aparte de una ansiada reparación física, trajo consigo también cierta distensión en el ánimo de los
discípulos: todos estaban convencidos de que algo crucial había ocurrido, algo que volvía a poner en pie
esperanzas y proyectos; o sea, no se habían engañado, ni todo había acabado.
En este clima de renacida confianza y de ansiosa expectativa iba ya concluyendo un día ciertamente único por
los prodigiosos acontecimientos y la intensidad de las emociones, si bien nadie hablaba de irse a dormir.
Los golpes de escena, en efecto, no habían terminado. Invitados por María, comenzamos a rezar los salmos de
la noche. Estábamos recitando el salmo 15, el salmo de la confianza y del abandono en Dios, salmo que los
sacerdotes y levitas cantan cada día en el Templo a la hora del sacrificio vespertino, cuando, llegados al
octavo versículo, Pedro se paró inesperadamente, como si una idea repentina le hubiera cruzado por la mente.
Los versículos decían: «…mi carne reposa segura, porque no abandonarás mi vida en el sepulcro, ni dejarás a
tu santo conocer la corrupción…». De pronto, esas palabras, a las que hasta ahora ni Pedro ni los demás
habían prestado atención, se iluminaron con una luz nueva. Fue como si cayera el velo que ocultaba su
verdadero significado: hacían clara referencia a Jesús: el sepulcro no podía ser para Él la última palabra.
Fue tal la emoción del apóstol que temió dar explicaciones, no fuera a ser malentendido o escarnecido. Miró a
Juan, como pidiéndole ayuda, justo cuando repetidos golpes en la puerta atrajeron la atención de todos y se
oyó la voz excitada de Cleofás que pedía entrar. Andrés y Juan corrieron a abrir la puerta, que estaba
atrancada conforme al consejo de Nicodemo. Nada más entrar, Cleofás y Matías fueron rodeados por los
apóstoles, que a coro repetían entusiásticamente:
—¡Jesús ha resucitado verdaderamente y se ha aparecido a Simón!
Sin embargo, el entusiasmo se apagó enseguida, al comprobar que los dos discípulos no sólo no se
sorprendían, sino que daban a entender que ellos mismos tenían novedades importantes que aportar.
Cuando se hizo el silencio, Matías y Cleofás se sentaron para retomar fuerzas: estaban desfallecidos,
acalorados y llenos de polvo, pero felices y contentos. Comenzaron a relatar su increíble aventura: el singular
viandante con el que se toparon inopinadamente a mitad de camino entre Jerusalén y Emaús, su garbo, su
simpatía, el vivo interés que mostró hacia la triste y deprimente conversación que mantenían entre ellos.
Después, la naturalidad con que entró en el tema, su conocimiento de las Escrituras, que en sus labios
adquirían no sólo transparencia y significados nuevos, perfectamente aplicables a la persona y a las vicisitudes
de Jesús, sino también fuerza y calor: iluminaban la mente y caldeaban el alma, a pesar incluso del amable
reproche que les hizo acerca de su incredulidad y dureza de corazón. Y así, poco a poco sintieron deshacerse
dentro de sí el hielo de la tristeza y la desilusión, al tiempo que la voz del viandante se hacía cada vez más
persuasiva e irresistible, hasta el punto de mudarles radicalmente sus sentimientos e infundirles una gran paz y
una honda alegría. Se encontraron así profundamente cambiados, con el corazón ardiente de emoción.

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Como ya atardecía, pensaron en alojarse en una fonda. Sin embargo, visto que sería de memos dejar que se
marchara tan extraordinario compañero de viaje, les resultó instintivo insistirle en que se quedase con ellos.
Fue justo allí, al sentarse a la mesa para cenar, cuando el misterioso viandante les reveló su verdadera
identidad: tomó el pan y, tras recogerse un instante para bendecir la comida, lo partió en dos trozos y se los
ofreció. En ese momento fue como si sus ojos se abrieran a la realidad: el viandante mudó repentinamente de
aspecto y les mostró la amable figura –¡inconfundible!– del Señor Jesús. Se quedaron sin respiración,
invadidos por el estupor y la conmoción. Instintivamente se pusieron en pie, lo miraron con alegría y temblor,
hubieran querido gritar, decirle algo o echarse a sus pies…, pero Él les sonrió, los bendijo y desapareció de su
vista.
La alegría, como es sabido, cuando es demasiado grande, es imposible de contener, y se siente la necesidad de
comunicarla, especialmente a los más cercanos y queridos. De ahí que los dos discípulos retomasen enseguida
el camino de vuelta a Jerusalén y que ahora se hallasen allí, extenuados pero radiantes, en medio de los
discípulos y de las mujeres, que veían confirmado una vez más su testimonio.
Lógicamente, Pedro y las mujeres acogieron el relato de Cleofás y Matías con patente satisfacción. No así
otros discípulos, que lo recibieron con un mal disimulado disgusto y una sutil celotipia, de tal modo que
comenzaron a murmurar y a desconfiar de lo referido, dudando de la realidad objetiva de la aparición. Al fin y
al cabo, era razonable que Jesús se hubiese aparecido a Pedro; ahora bien, privilegiar a dos simples discípulos
antes que a los apóstoles era contrario a los criterios del Maestro, por lo que todo movía a pensar que el relato
de Cleofás no era digno de crédito.

63. EL GRAN DíA (VI)

El ambiente en la casa comenzó de nuevo a enrarecerse. El contraste entre los discípulos no se refería al hecho
de la resurrección, que ya todos aceptaban, sino a la fiabilidad de las apariciones. Había que esperar más
sólidas confirmaciones y más amplias comprobaciones. Fue en este clima de certeza y de duda, de esperanza y
de expectativa, cuando aconteció lo imprevisible.
Apóstoles y discípulos nos hallábamos reunidos en la sala grande del piso de arriba, a la espera de terminar los
salmos de la noche, cuyo rezo había interrumpido la llegada de los dos discípulos que regresaban de Emaús.
La discusión amenazaba con prolongarse aún largo tiempo, cuando hete aquí que de pronto apareció en el
umbral de la sala, como por encanto, la figura inconfundible de Jesús. Tenía un aspecto amable a la par que
solemne, emanaba serenidad y dulzura, y su mirada luminosa y viva infundía confianza. No obstante, los
apóstoles, desconcertados y espantados, se pusieron en pie de un brinco, al tiempo que se apagaba toda
discusión.
En el silencio que sobrevino, la voz cálida e invitadora de Jesús atravesó la sala, despertando reminiscencias
que parecían lejanas, cuando en realidad eran tan sólo de tres días antes, en esa misma sala y a esa misma
hora:
—La paz esté con vosotros.
Felipe, que se hallaba junto a Andrés, le susurró:
—Es el fantasma del Maestro.
Jesús, avanzando lentamente hacia ellos y modulando su voz de un modo aún más persuasivo, dijo:
—¿Por qué estáis tan turbados? ¿Por qué surgen dudas en vuestro corazón? No soy un fantasma: soy yo
mismo. Mirad mis manos y mis pies. ¡Tocadme! Un fantasma no tiene carne y huesos como veis que yo tengo.
Y les mostró las manos y los pies, con las señales abiertas de los clavos, y se desabotonó la túnica para
enseñarles la herida del costado.
Espoleados por el ejemplo de Pedro y de Juan, los discípulos, todavía inseguros y titubeantes, comenzaron a
aproximarse a Jesús, al tiempo que la expresión de sus rostros se volvía poco a poco más serena y confiada. La
convicción de que esa presencia de Jesús era viva y real fue inundando de alegría sus corazones: una alegría,

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eso sí, mezclada con cierto recelo, porque aún no había desaparecido del todo el temor a engañarse. Entonces,
para convencerles por completo, Jesús se sentó a la mesa y pidió algo de comer. Le ofrecieron pescado asado
sobrante de la cena y se puso a comerlo delante de todos.
Ya no cabían vacilaciones: era Él mismo, el Maestro, el Señor, en carne y hueso, vivo y, por tanto, resucitado.
Quedaban aún muchas cosas por comprender, pero ya estaba claro lo fundamental: Jesús vivía
verdaderamente y se hallaba todavía entre nosotros. La alegría era inmensa. Todos teníamos el corazón
henchido, colmado de sentimientos, pero la emoción nos impedía pronunciar palabra. Contemplábamos felices
a Jesús, recorriendo con la vista su cuerpo de la cabeza a los pies y de los pies a la cabeza, como si lo
descubriéramos de nuevo, como si lo viésemos por primera vez.
Hubiera deseado correr hacia Él, acercarme a Juan que se había pegado a Jesús, pero me quedé como
paralizado y me encontré al lado de Felipe, que me cogió del brazo y me dijo, visiblemente emocionado:
—¡Es Él mismo!
A mí se me ocurrió responderle:
—¡No, es más guapo! Es mucho más atractivo. Es un Jesús nuevo.
—Calla –me replicó. Escuchemos lo que quiere decirnos.
Jesús, en efecto, comenzó a hablar, remitiéndose a las palabras de los profetas y de los salmos que se referían
a Él, e invitándonos con tono de amable reproche a tener más fe, así como una mente más abierta y más
receptiva de su enseñanza. Teníamos que convertirnos en sus testigos en Jerusalén y en todo el mundo. Y
concluyó:
—Como el Padre me envió, así os envío yo.
Mientras hablaba, posó su mirada sobre uno y otro de sus apóstoles, con una expresión de inmenso cariño.
Calló un instante, se recogió, alzó los ojos al cielo e, imponiendo las manos sobre los apóstoles, sopló sobre
ellos y dijo:
—Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; y a quien se los retengáis,
les serán retenidos.
Desbordados por la indescriptible experiencia que estaban viviendo, los apóstoles no comprendieron entonces
el significado de las palabras de Jesús: se leía en sus caras. Sin embargo, tales palabras quedaron
profundamente esculpidas en sus mentes, de tal modo que, en su día, pudieron captar todo su sentido y valor.
Las mujeres, entre tanto, se hallaban en el piso de abajo arreglando la casa tras un día tan ajetreado. Al notar el
silencio que se había hecho arriba, movidas por la curiosidad, subieron para enterarse de lo pasaba. Llegaron
justo en el momento en que Jesús nos bendecía y se despedía. Las saludó también a ellas con una sonrisa de
cariño indecible y de pronto desapareció.
El encanto terminó y lo que a continuación ocurrió en la sala no puede describirse. Cesaron las discusiones y
cualquier tipo de recriminaciones, inundados todos por la alegría, únicamente por la alegría: ni sonora ni
ficticia, sino íntima a la par que desbordante, muy semejante a la felicidad.

64. EL GRAN DíA (VII)

Esa noche, aun cuando fuese la que seguía al día más largo y marcado por experiencias emocionantísimas, no
resultó fácil dormir y descansar. Recobraríamos fuerzas en días sucesivos, una vez que nuestros ánimos se
acostumbraron a una realidad tan inesperada e improbable.
Quedaba un solo obstáculo: Tomás, que la mañana anterior se había marchado de casa junto con Lázaro.
Cuando le llegó la noticia de las apariciones de Jesús a Pedro y a los apóstoles, su reacción fue testarudamente
negativa. Yo no lograba captar si en su actitud había sinceras dificultades para aceptar un hecho difícilmente
creíble en sí, o más bien una envidia malsana por no haberlo presenciado. Quizás su reacción obedecía a
ambos motivos, teniendo en cuenta su carácter, proclive a la desconfianza, y su experiencia de hermano
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gemelo, que tanto le condicionó en su infancia. De hecho, cuanto más nos esforzábamos por convencerlo,
tanto más se obstinaba él en negar. Sólo daría su brazo a torcer –declaró– ante la evidencia directa: si metía el
dedo en el agujero de los clavos del Señor y la mano en su costado.
Tomás vio satisfecha su pretensión ocho días después, en vísperas de nuestra partida para Galilea. También
esa tarde nos hallábamos en la sala grande y se discutía animadamente acerca de los planes de viaje a Galilea.
Y de pronto se apareció nuevamente Jesús en medio de nosotros. Estas apariciones tan inesperadas nos
dejaban siempre sin respiración y provocaban en todos una especie de embarazo al mismo tiempo que una
enorme alegría. El saludo fue el ya habitual, que infundía serenidad y confianza:
—La paz esté con vosotros.
Esa tarde, Jesús, sin más preámbulos, se dirigió directamente a Tomás, que se había refugiado en un rincón,
semioculto tras Pedro y Felipe. Todos, instintivamente, lo miramos. Jesús, con tono aparentemente severo,
pero en realidad lleno de amabilidad, comenzó:
—Ven aquí Tomás, ven. Mira mis manos y mi costado. Mete tu dedo en el agujero de los clavos y tu mano en
mi costado, y termine así tu incredulidad.
Tomás, como petrificado, con los ojos muy abiertos y lúcidos, no lograba dar un paso. Necesitó un empujón
de Pedro y de Felipe para sacarlo de su «escondite» y convencerlo de que se acercara a Jesús, que insistía en
su invitación. Moverse y encontrarse arrodillado a los pies del Maestro fue todo uno. Vencido por una
irresistible conmoción, exclamó:
—¡Señor mío y Dios mío!
La alegría se reflejaba en la cara de todos, una alegría serena, que no tenía el sabor de un desquite por la
incredulidad de Tomás, ni tampoco el sentido de una superioridad nuestra sobre el apóstol. Era alegría pura:
alegría de todos, por una presencia que colmaba de esperanza nuestros ánimos. Jesús cogió por los hombros a
Tomás, lo alzó del suelo y, mirándolo con cariño, le dijo:
—Tomás, ¿porque has visto has creído?
Volvió la vista a su alrededor y añadió:
—Bienaventurados los que crean sin haber visto.
Jesús dijo esta última frase a los apóstoles, pero no para ellos. Todos, en efecto, excepto quizás Pedro y Juan,
no habían creído sino tras verle. La bienaventuranza iba, pues, para quienes creyeran en su palabra de testigos
del Resucitado. Pero el reproche de Jesús no se basaba en el hecho de que hubieran pretendido ver para creer,
sino más bien en que no habían querido entender las Escrituras ni escuchar sus repetidos reclamos al misterio
de la Cruz. Por eso, una vez más, con infinita paciencia, Jesús quiso traer a colación algunos pasajes de los
profetas, desvelando su significado a los discípulos, que le rodeaban en silencio, atentísimos y pendientes de
sus palabras. Luego hizo llamar a las mujeres e invitó a todos a la confianza y a la unidad, insistiendo en que
regresaran enseguida a Galilea, pero evitando el paso por Samaria. Al final nos bendijo, renovó su augurio de
paz y desapareció.
Al quedarnos solos, rematamos los últimos preparativos del viaje y nos concedimos unas horas de descanso
hasta el amanecer. Después, finalmente, partimos hacia Galilea.

Los cuarenta días del Resucitado

65. EL REGRESO A GALILEA

Tantas y tan intensas fueron las cosas acontecidas en unas pocas semanas que el viaje de regreso a Galilea me
parecía como retornar a los lugares de mi pasado… al cabo de varios años de alejamiento. Además, era la
primera vez que recorría ese camino sin Jesús. Y de ahí que, más que los apóstoles y las mujeres, mis
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compañeros de viaje fueran en esos días mis recuerdos. Me venía a la mente la advertencia de María: vivir de
recuerdos no es bueno, sino señal de envejecimiento y de escasa libertad interior. Con todo, no conseguía
librarme de la multitud de imágenes, palabras y emociones que volvían a mi memoria, insistentemente
provocadas por los sitios que íbamos poco a poco atravesando. Al fin y al cabo, el futuro estaba entero por
descubrir y se hallaba fuera de nuestras previsiones; estaba hecho sólo de expectación, expectación de
encontrarnos con Jesús y de conocer sus intenciones y planes.
Habíamos partido a buena hora, al alba, y decidimos, para evitar tropiezos inoportunos, viajar solos, es decir,
sin otras caravanas. Gracias a los buenos servicios de Juana, mujer de Cusa, siempre atenta y generosa con
nosotros, dispusimos de cabalgaduras y de algunos criados. Yo, ya por costumbre, permanecí cerca de María,
que servía cada vez más de referencia a todos. Ella, por su parte, era la primera en sentir la responsabilidad
que Jesús le había confiado de ocuparse de nosotros y mantener unidos a los discípulos.
Fue así como, después de dos días de marcha, encontrándome a su lado, le confié mi desasosiego por no haber
conseguido hablar personalmente con Jesús durante sus apariciones en el Cenáculo. Y ella, que ya había
advertido mi estado de ánimo, me respondió:
—Hijo mío, ahora ya no es necesario ver a Jesús y tenerlo al lado para hablar con Él, porque ya no está ligado
al espacio y al tiempo. Ahora puede aproximársele cualquiera, en cualquier lugar de la tierra. ¿Te acuerdas?
Cleofás y Matías lo vieron en el camino a Emaús, Magdalena y las otras mujeres en el sepulcro, Pedro se lo
encontró fuera de las murallas, se apareció a todos en el Cenáculo, y siempre ha demostrado que conoce
vuestros pensamientos, vuestras dudas, vuestras dificultades. Incluso en este momento sabe qué pasa en tu
alma, y puedes hablar con Él aunque no lo veas. Él te oye, te escucha y, si tú también sabes escuchar, te habla
a tu corazón y responde a todas tus invocaciones.
Es más, ni siquiera es necesario que tú le hables o lo llames. Antes tenías que buscarlo, acercarte y llamarlo,
tenías que aguardar si se hallaba ocupado o dormía. Ahora, nada de eso. Sólo se precisa la atención del
corazón: Él está presente en lo íntimo de tu alma y ve los motivos más secretos de tu conciencia. No necesita
palabras ni gestos. Para encontrarlo basta sólo la fe y el amor. ¿Recuerdas lo que os dijo en el Cenáculo la
noche antes de su Pasión? ‘El que me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él y
moraremos en él’. Si, pues, lo amas, Él vive dentro de ti y allí, dentro de ti, siempre puedes encontrarle. Hijo
mío, Jesús es mucho más nuestro, está mucho más con nosotros ahora que antes.
Mientras sus palabras se posaban en mi alma, ella me estrechaba contra su pecho, como si quisiera
comunicarme su fe, su alegría, su certeza. Me caldeaba también con su amor maternal. Y yo sentía
difuminarse en mí la inquietud de la espera y de la pretensión, y que se desvanecía la necesidad de ver a Jesús,
pero al mismo tiempo que crecía un irresistible deseo de verlo.
Me quedé callado un rato. Luego le dije:
—Madre mía, es cierto. Jesús ha resucitado con un cuerpo nuevo, glorioso, y ya no necesita el espacio y el
tiempo. Pero yo sí, yo estoy en el espacio y en el tiempo, y tengo que verlo y tocarlo. No me basta la fe y,
precisamente porque la fe libera el amor, arde en mi corazón el deseo de verle.
También María permaneció en silencio un minuto, y luego agregó con un tono dulce y fuertemente
persuasivo:
—Hijo mío, Jesús nos ha dicho que ha de regresar al Padre y que ya no lo veremos, pero ha añadido que no
nos dejará huérfanos y permanecerá siempre con nosotros. Él sabe perfectamente que esta presencia suya debe
ser accesible de algún modo a nuestra experiencia y que, por eso, tenemos necesidad de un signo visible. Pues
bien, ese signo ya nos lo ha dado: son el Pan y el Vino que Él –¿recuerdas?– bendijo en la noche de la Cena
pascual. Ese Pan y ese Vino esconden y, a la vez, hacen realmente presente su Cuerpo sacrificado y ahora
glorioso, así como la Sangre preciosa que derramó por nosotros. En los signos del Pan y del Vino, Jesús
instaura una relación nueva con el espacio y el tiempo, una relación misteriosa, pero real, que permite
multiplicar en el espacio y en el tiempo su presencia de Redentor del mundo.
No olvides que Jesús nos ha ordenado ‘comer’ y ‘beber’. Con esos signos quiere establecer con nosotros una
íntima comunión de vida y de amor. ‘El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él’.
Hijo mío, esta intimidad con Jesús es algo infinitamente más grande que verlo y tocarlo. Una vez más, sólo
nos sirve una fe nueva y un amor distinto, sobrenatural, divino. Y esa fe y ese amor no pueden venir más que
de lo Alto. Os lo ha recordado al prometeros otro Consolador que permanecerá siempre con vosotros. Pero,

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mientras estemos en la tierra –no lo olvides– nuestra fe siempre consistirá en ‘ver’ a Dios en el misterio, y
nuestro amor siempre será un deseo nunca colmado de Él.
Al decirme esto, María me pasó la mano por la cabeza, como hacía José, e incluso Jesús algunas veces. En ese
momento noté dentro de mí la clara sensación de que sus palabras, además de respuesta a mis expectativas,
eran también la formulación de un futuro de perspectivas inmensas, inimaginables, que no sólo atañían a mi
persona y a mi vida, sino a la vida de toda la Iglesia y de cada creyente.

66. EL RESUCITADO, CON NOSOTROS

Las palabras de María me dejaron interiormente satisfecho y sereno. No obstante, la idea de hablar con Jesús
sin verlo me dejaba aún inseguro y casi temeroso: no lograba superar la impresión de que hablaría con el
vacío. Imploré al Señor esa fe nueva y ese amor diferente, de que me había hablado María. Intentaba también
ayudarme a mí mismo cerrando los ojos y esforzándome por meterme humildemente dentro de mí: me percaté
entonces de que mi divino interlocutor estaba verdaderamente allí, en el centro de mi alma. Sigue todavía allí,
con su mirada y su sonrisa de siempre, pero más luminosas y penetrantes que en otro tiempo. Me encontré así,
casi sin darme cuenta, dialogando con Él con total confianza.
Jesús, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes. ¡Cuantas cosas han sucedido en pocos días!
Cosas enormes que han cambiado tu vida, e incluso tu personalidad humana, y también nuestra vida, la vida
de la humanidad. Ahora tú estás vivo, pero con una vida diferente. Tu cuerpo es libre, pues no sólo ha
escapado de los lazos del dolor y de la muerte, sino también del condicionamiento del tiempo y del espacio.
En ti ha acabado la precariedad de nuestra situación terrena. El hambre, la sed, el sueño, el cansancio, la
fatiga… son agua pasada. Tampoco el día y la noche, el peso y el vacío, el calor y el frío, cuentan ya para ti.
Tu cuerpo obedece dócilmente las leyes del espíritu y participa del estado glorioso de tu alma.
‘Tu alma’: ¿cómo será? ¿Quién podrá describirla? Sostenida por la fuerza vital del Verbo, me la imagino
inundada por la gloria de la Trinidad y, así, sólo luz, sólo alegría, sólo paz. Sin embargo, en tu mirada, en tu
sonrisa y en tu voz están presentes aún todos nuestros sentimientos humanos: mucho amor, mucha
misericordia, mucha comprensión. Y todo divinamente transfigurado, con dimensiones inmensas, con una
profundidad abismal. Pero en tu rostro hay también mucho misterio, como si te faltase algo. Y en realidad te
faltamos nosotros. Falta nuestra presencia y la presencia en tu gloria de la entera humanidad. Es como si tu
resurrección no estuviese todavía completada sin nuestra resurrección y la de todos los hombres a los que has
salvado en tu Cruz. Durante muchos siglos tendremos aún que decir: ‘Venga a nosotros tu Reino’. Tu
humanidad completará su resurrección y alcanzará la plenitud de su gloria cuando también nosotros y todos
los elegidos entremos en tu gloria y seamos partícipes de tu resurrección.
Jesús mío, ahora me explico esa especie de angustia que afloraba en tu sonrisa cuando nos hablabas. El dolor
y la muerte ya no tienen poder sobre ti, pero tú continúas, en cierto sentido, sufriendo en nosotros, fatigándote
en nuestras fatigas, luchando en nuestras luchas, angustiándote en nuestras caídas, suspirando en nuestras
expectativas. Jesús mío, ¡qué inmenso misterio es esta solidaridad que te une íntimamente a nosotros, y a
nosotros a ti! Cuánta alegría, cuánta seguridad y fuerza y paz alberga nuestro corazón al saber que estarás
cono nosotros todos los días y, a la vez, estarás ante el Padre como poderoso intercesor nuestro.
Jesús, mío, desearía pedirte muchas cosas, desearía saber, conocer, comprender. ¡Qué hondo es el misterio de
tu resurrección, el misterio de tu humanidad glorificada! Jesús, ¡una fe nueva, un amor distinto!
Jesús mío, ya no necesito verte, ¡pero tengo todavía tantos deseos de verte!

67. LAS APARICIONES EN GALILEA

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Nuestra reentrada en Cafarnaún no se presentaba fácil, ni carente de temores y de aprensión. ¿Qué sabían los
galileos, y sobre todo los habitantes del lago de Tiberíades, de lo ocurrido en las últimas semanas en
Jerusalén? ¿Cómo acogerían nuestro regreso sin el Maestro? ¿Cómo podía ser el Mesías –nos dirán– ese que
ha acabado miserablemente en un infamante patíbulo? Y nosotros, ¿cómo habíamos podido dejarnos engañar
por un presunto rabí que no ha sabido hacerse reconocer por los sacerdotes y ancianos del pueblo? Al fin y al
cabo, es cierto: ¿qué podía salir de bueno de Nazaret?
Estas y otras preguntas semejantes corrían de boca en boca entre los apóstoles durante el viaje, al tiempo que
cada cual buscaba su respuesta o cualquier forma de defensa. Lo que ninguno estaba dispuesto a aceptar era
que todos nosotros apareciéramos, a los ojos de los galileos, como los restos de un pobre ejército en fuga,
como un mísero grupúsculo de desbandados, supervivientes de una desastrosa y humillante derrota. Los más
intranquilos ante esta perspectiva eran los parientes de Jesús: Tadeo, Simón, Santiago y otros; los más
resignados, Natanael y Andrés, mientras que Mateo se preparaba para afrontar el ambiente de sus ex-colegas
publicanos, y Felipe el ambiente de sus amigos de la diáspora grecorromana.
Quien demostraba un sorprendente equilibrio, revelándose profundamente cambiado, era Pedro. Sin darse
cuenta, comenzó a actuar con cierta autoridad. Intentó, en efecto, tranquilizar a todos.
—¿Por qué os preocupáis tanto por eso? ¿No estamos acaso firmemente convencidos todos de que Jesús está
vivo, que ha resucitado, que Él es el Mesías, el enviado del Padre? Nuestra certeza ha de infundirnos fuerza,
brío. ¿No nos dicho Jesús: ‘no temáis. Seréis mis testigos delante de todos’? Por eso, a quienes nos pidan
explicaciones, les diremos: ‘Lo hemos visto con nuestros ojos y hemos comido con Él, vivo’. Por otro lado,
¿no mostró su poder y su sabiduría justo en medio de ellos? Los prodigios, la doctrina, las obras que ha
realizado, ¿no son acaso una señal clara de que Dios estaba con Él? Ningún temor, pues. Mientras tanto, cada
uno de nosotros volverá a su trabajo y, al mismo tiempo, permaneceremos dispuestos a llevar a cabo lo que
Jesús nos diga.
Pedro adquiría cada día más seguridad y autoridad, siendo para todos motivo de confianza y optimismo. Las
únicas que no se planteaban problemas eran las mujeres, para quienes las posibles reacciones de la gente no
tenían importancia alguna. Para ellas, que continuarían atendiendo a los apóstoles, dos cosas fundamentales
estaban claras: Jesús es el Señor y está vivo. María, siempre discreta, intervenía lo menos posible, pero su
presencia se notaba y era determinante.
Fue así como nuestro regreso a Galilea y a Cafarnaún resultó más fácil de lo previsto; es más, muchos de los
discípulos acogieron convencidos e incluso gozosos el testimonio de los apóstoles. Por lo demás, muy pronto
fueron confirmados en su fe, ya que Jesús, aparte de los apóstoles, comenzó a manifestarse a los discípulos,
citándolos en lugares que se habían vuelto familiares: el monte de la Bienaventuranzas, la orilla occidental del
lago y otros más.
En sus apariciones, Jesús insistía en los temas de su predicación: los aclaraba, los ahondaba y evocaba pasajes
de los profetas, y personajes y hechos de la historia de los patriarcas y del pueblo elegido que se referían a Él.
Estos encuentros constituían para nosotros momentos extraordinarios. Jesús mismo no ocultaba su gran alegría
por estar con nosotros. Se le notaba una paz profunda y, a la par, una cariñosa preocupación por nosotros.
Aunque nos hablara con suma serenidad y calma, diferentes a las de antes, albergaba una especie de urgencia
por algo que atañía a Él y a nosotros. Un día nos lo declaró abiertamente:
—Yo debo volver a mi Padre y vuestro Padre, y vosotros recibiréis el Espíritu Santo, que mi Padre os enviará
en mi nombre. Es preciso que todo se cumpla, para se realice el Reino de Dios.

68. «APACIENTA MIS CORDEROS»

Jesús no hizo milagros en esos días. La única excepción tuvo lugar durante la primera aparición a los
apóstoles, tras su retorno a Galilea. Nos la contó Juan al regreso de esa jornada inolvidable.
Habían salido a pescar por la noche él, Andrés, Santiago, Tomás, Felipe y Natanael, además de Pedro, que fue
quien tuvo la idea y animó a todos. Resultó una de esas noches atravesadas, en que parece que todo sale mal.
No lograron ver ni la cola de un pez. Al amanecer, volvían resignados y abatidos. Daban ya la última pasada

103
muy cerca de la costa en un postrer intento por coger algo, cuando desde la orilla un «cliente» se interesó por
comprarles pescado. Desafortunadamente, no pudieron ofrecerle más que su estéril cansancio y desilusión. Y
el «cliente» les respondió:
—Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.
A Pedro, con resignado escepticismo, le dio por obedecer y rápidamente saltó la sorpresa, que fue de esas que
dejan pasmado: a medida que sacaban la red, bullía una carga nunca vista de peces. Inmediatamente, Juan
miró hacia la orilla: entre la bruma matutina le pareció vislumbrar a Jesús en la figura difuminada del
desconocido. Intuyó y, sin sombra de duda, exclamó, iluminándose de gozo:
—¡Es el Señor!
Pedro coligió entonces el porqué de una pesca tan extraordinaria y no logró refrenar su impaciencia. El deseo
de saludar y de dar gracias al Maestro fue arrollador: se vistió la camisola de pescador, se tiró al agua y, en
cuatro brazadas, alcanzó la orilla. Los otros discípulos se dedicaron a arrastrar con la barca la red llena de
espléndidos peces.
Al bajar a tierra encontraron a Jesús, que les estaba preparando un sustancioso desayuno, con pan y pescado a
la brasa. Ninguno le preguntó quién era y cómo había obtenido ese alimento, porque nadie se atrevió a hablar.
Habían vuelto a Galilea pocos días antes y era sólo la tercera vez que lo veían, por lo que eran muchas las
preguntas que deberían hacerle: cómo había llegado a Galilea, dónde se alojaba, cómo proveía a sus
necesidades… Jesús indicó a los apóstoles que vaciaran la red, la cual había aguantado intacta la enorme
carga. Eran peces de gran tamaño y los contaron: ciento cincuenta y tres. Allí estaban, ante sus ojos aturdidos,
mientras los primeros rayos de sol los hacían brillar como peces de plata.
Jesús los invitó amablemente:
—Venid a comer.
El cansancio de la noche y el aire fresco matutino dieron alas a su apetito. Jesús, sentado en una piedra, les
observaba en silencio, con la sonrisa de una madre que contempla con ternura a sus hijos. También los
apóstoles estaban callados. Pedro, no obstante, acusaba el esfuerzo de contenerse, porque él, más que los
demás, deseaba preguntar muchas cosas al Señor.
Fue Jesús quien rompió el silencio, apenas los vio alimentados y tranquilos. Se levantó, se aproximó a Pedro
y, mirándolo como hacía en circunstancias especiales y llamándolo por su viejo nombre –quien lo negó no
había sido Pedro, sino Simón–, le dijo:
—Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?
Pedro ni siquiera pensó la respuesta, sino que le brotó de dentro inmediata:
—Sí, Señor, tú sabes que te amo.
Los demás apóstoles, mudos, observaban al Señor, tratando de intuir adónde quería llegar. Entreveían el
sentido del interrogatorio, si bien no lograban comprender del todo su significado, cuando Jesús añadió:
—Apacienta mis corderos.
Al cabo de unos instantes, Jesús apremió de nuevo al apóstol:
—Simón, hijo de Juan, ¿me amas?
La respuesta de Pedro fue menos inmediata, pero igualmente perentoria:
—Sí, Señor, tú sabes que te amo.
Jesús le confirmó el encargo anterior, pero con una variante:
—Apacienta mis ovejas.
Corderos y ovejas: el rebaño al completo.
Los apóstoles sopesaban todavía el significado del comportamiento del Señor, cuando Jesús, apoyando la
mano en el hombro de Pedro y mirándolo con gran afecto, insistió:
—Simón, hijo de Juan, ¿me amas?

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Los miradas del discípulo y del Maestro se cruzaron un instante. Pedro comprendió que no le reprochaba
nada, ni dudaba de él, sino que sólo le pedía una nueva declaración de amor. ¿No habían sido tres sus
negaciones en aquella noche terrible? Tres tenían que ser, pues, sus afirmaciones de fidelidad. Pedro cogió la
mano de Jesús y, apretándola fuerte, mientras dos lagrimones surcaban sus ásperas mejillas, exclamó:
—Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo.
Y Jesús le refrendó definitivamente en el cargo de sustituirle a Él como Pastor, diciéndole:
—Apacienta mis ovejas.
Y luego añadió una frase misteriosa, que los otros apóstoles no entendieron, y concluyó con una invitación
que era a la par una advertencia y un estímulo:
—Sígueme.
Al llegar a este punto, Juan interrumpió su relato, se quedó muy pensativo, como si tratase de comprender
mejor las palabras de Jesús, y se volvió a María con mirada interrogativa. María sonrió, se puso a su lado y le
dijo:
—Hijo mío, Jesús, al confiar su rebaño a Pedro, ha querido recordarle que el buen pastor debe estar dispuesto
a dar la vida por su grey, como hizo Él. Por eso lo animó diciéndole: ‘sígueme’. Antes, sin embargo, le
preguntó si le amaba, porque el rebaño se apacienta por amor, y no hay amor más grande que el de dar la vida
por la grey. A esto está llamado también él, Pedro. Para ti, en cambio, Jesús ha previsto otras cosas.
—Sí –continuó Juan–, a Pedro, que le preguntó por mí, Jesús le respondió: ‘Si quiero que éste se quede hasta
que yo vuelva, ¿a ti qué te importa? Tú sígueme’.
—Eso es –añadió María–. El Señor quiere que tú testifiques tu amor por Él de otro modo. Lo importante para
todos es seguir a Jesús. Que cada cual, pues, siga su camino con fidelidad, hasta el final, y por amor.
Desde ese día, las cosas fueron aclarándose cada vez más en la mente de los apóstoles, y también muchos
discípulos se sentían confirmados en la certeza de que Jesús había resucitado y en la convicción de que era el
Mesías. Quedaba aún por saber qué haría y qué decisión tomaría cara al pueblo y a sus jefes. Pero Jesús
siempre trataba de eludir este asunto.
Lo que Jesús deseaba realmente era la firmeza de nuestra fe, que superásemos cualquier duda e indecisión. Su
última aparición en Galilea tuvo lugar justamente en el monte de las Bienaventuranzas. Habían pasado unos
treinta días desde su resurrección y quiso un encuentro abierto a todos, apóstoles y discípulos. Éramos
centenares los que nos sentábamos en los prados y algunos discípulos todavía titubeaban. De ahí que Jesús se
alargara con nosotros, hablándonos de muchos temas referentes a su enseñanza y a las Escrituras. Deambulaba
entre nosotros con ligereza, sin ningún esfuerzo ni fatiga, como en el vacío. Su semblante también aparecía
fresco, juvenil: ni una arruga, ni una señal de los sufrimientos padecidos. Su piel ya no recordaba la
intemperie de otros tiempos: el viento, el sol, la dureza de una vida nómada y continuamente expuesta. Era de
un atractivo irresistible. No obstante, el tono de su voz era robusto y melodioso, andaba por la hierba para
subrayar que no era un fantasma, posaba la mano sobre los hombros y la cabeza de los discípulos más
inseguros, y mostraba los agujeros de los clavos para confirmar la realidad de su carne.
Al final nos bendijo a todos, dándonos a entender que estábamos llamados, todos, a ser testigos de su
resurrección en orden a la conversión y la remisión de los pecados. Después se acercó a los apóstoles, y les
citó en Jerusalén seis días más tarde.

69. LA ASCENSIóN

La cita en Jerusalén que Jesús nos dio hizo volar la imaginación de muchos discípulos, sobre todo los de su
parentela. Soñaban con una entrada triunfal, decisiva, en la Ciudad Santa, donde Jesús convencería
definitivamente a los sacerdotes y a los jefes del pueblo de que Él era el Mesías, y luego libraría con su poder
a Israel y restauraría el reino de David.

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En Jerusalén, los apóstoles, las mujeres y nosotros nos alojamos en casa de Marcos, convertida ya en nuestra
residencia habitual. Otros discípulos residieron en el hogar de Lázaro en Betania, y otros más en los
alrededores de la ciudad. Habían pasado cuarenta días desde la mañana de la resurrección y nos hallábamos
sentados a la mesa para desayunar en la misma casa y en la misma sala grande. De repente oímos su voz y su
saludo:
—La paz esté con vosotros.
Los apóstoles se llenaron de esperanza y aguardaron las decisiones de Jesús, Pero Jesús se interesó por nuestro
viaje, por nuestra salud, por nuestra situación. Luego nos citó para el día siguiente en el monte de los Olivos
indicándonos el lugar, un lugar a trasmano, algo apartado.
A los discípulos, esta decisión de Jesús les pareció una confirmación de sus esperanzas. Justamente Simón y
Judas, sus parientes cercanos, le preguntaron:
—Señor, ¿es ahora cuando vas a reinstaurar el reino de Israel?
Jesús no respondió enseguida. Leí en sus ojos su ilimitada paciencia, hecha de comprensión y cariño, casi de
ternura, con la que en los últimos tiempos había tratado a los apóstoles. Luego, con afabilidad pero con vigor,
dijo:
—Lo importante ahora para vosotros no es conocer los tiempos y los momentos que el Padre se ha reservado
para sí. Lo que realmente importa es que recibáis el Espíritu Santo, porque tendréis que ser mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.
A la mañana siguiente, al salir el sol, confluimos todos desde diversos lugares en el monte de los Olivos, en el
lugar indicado por Jesús. Éramos muchos, quizás un centenar. Se palpaba en todos un aire de fiesta, casi de
euforia. Sentíamos que se avecinaba un día importante, aunque no teníamos ni idea de lo que iba a ocurrir.
El día era espléndido. Un sol terso y risueño inundaba copiosamente de luz la tierra, y los colores emergían
por todos lados. El cielo limpio, sin nubes, ostentaba un precioso azul turquesa, y una brisa fresca y deliciosa
que subía del mar rozaba los montes de Judea y descendía hacia el desierto. Delante de nosotros, la Ciudad
Santa brillaba como una reina. Todo hacía pensar en una jornada triunfal.
Jesús llegó de repente, no sé por dónde. Le rodeamos saludándole con gestos de alegría y el respondió con su
habitual augurio de paz. Estaba maravilloso: se le veía feliz, e irradiaba un algo divino que atraía y, a la vez,
infundía respeto. Llamó a los apóstoles y les recomendó mantenerse unidos en torno a María, su Madre, y no
alejarse de Jerusalén mientras no se cumpliese la promesa del Padre: el bautismo en el Espíritu Santo, que
tendría lugar en pocos días.
Se entretuvo con los apóstoles uno a uno, comentando a cada cual algo personal que evocaba episodios de su
vida y experiencias vividas en común. No mostró prisa alguna. Trataba a cada apóstol con amabilidad y
atención singular, como si quisiera dejar una consigna a cada uno. Al llegar a Pedro, no le llamó por su viejo
nombre de Simón, sino con el nombre nuevo, pronunciándolo con fuerza:
—Pedro, tu fe será fundamento y criterio de verdad para cuantos crean en mí. Serás la roca y el guía de mi
Iglesia hasta el fin de los siglos.
Al decirlo, le impuso las manos sobre la cabeza. Pedro, cayendo de rodillas, murmuró:
—Maestro mío y Dios mío.
Quedaba todavía Juan, que cerraba la fila de los apóstoles y se hallaba junto a María. Fue el único apóstol al
que Jesús trató con cariño paterno. Le dijo:
—Hijo mío, tú has conocido mi corazón y, por eso, el Amor. De mi Madre, que ahora es también la tuya,
aprenderás la mansedumbre y la misericordia. Por eso, a ti te confío mi mandamiento, el mandamiento nuevo
de que os améis unos a otros como yo os he amado. Esto es lo que enseñarás todo el tiempo que estés en la
tierra y lo que entregarás a mi Iglesia, para que permanezca hasta el fin de los tiempos.
Juan fue el único apóstol al que Jesús permitió abrazarle, y al que Él mismo abrazó con gran ternura, con la
cabeza pegada a su pecho.
Y así llegó a María, su Madre. Pero antes de saludarla, me vio junto a ella, al otro lado de Juan. Se detuvo,
como sorprendido, y me miró con intensidad.

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Jesús mío. Tu mirada, ¿quién sabrá jamás describirla? ¡Qué hondura de luz, de paz, de cariño! En esa mirada
había de todo: estaba tu ser divino que se ofrecía como don a mi alma; estaba tu bondad sin límites que me
traspasaba de arriba abajo, que iluminaba mi vida, que abría a mi corazón los caminos del amor; estabas tú,
que me animabas a no tener miedo, a entrar sin temor en el abismo de tu vida divina, en el misterio donde
vives con el Padre y el Espíritu Santo. Jesús mío, tu mirada me acompañará toda la vida. Desde ese día ya no
hay noche ni incertidumbre en mi camino, ni soledad en mi alma. Jesús, al cabo de tantos años pasados a tu
lado, hoy he descubierto tu mirada, tu Cielo. Gracias, Señor. Gracias, mi Maestro.

A continuación, Jesús me sonrió diciéndome:


—¿Y tú?... Tú no pares nunca de dar gracias a mi Padre celestial, que es tu Padre, por la gran misericordia que
ha tenido contigo. Te ha custodiado y acompañado con su providencia. Te dio una Madre, que te adoptó y
acogió en su casa. Te ha hecho el regalo de mi filiación y de mi amistad. Y te ha impedido caer en las redes
del Maligno y de tu debilidad. Mantente siempre junto a mi Madre, que es también tu Madre, para servir
fielmente a la Iglesia, hasta el día en que digas: ‘Cantaré eternamente tus misericordias, Señor’.
Me pasó por última vez la mano por la cabeza, despeinándome, como había aprendido de José. Me incliné
instintivamente para besarle las manos, pero, al ver el agujero vivo de los clavos, un escalofrío de conmoción
me paró y me quedé como bloqueado. Él se dio cuenta y su sonrisa me colmó de cariño: un cariño inmenso,
nuevo, que tenía sabor de eternidad.
Luego Jesús se encontró cara a cara delante de su Madre. Una vez más Madre e Hijo, uno frente a otra. Se
cruzaron la mirada sin palabras, con el lenguaje secreto del cariño, íntimo e inefable. Un cariño único, que no
tiene parangón en ninguna otra criatura. María, por instinto, hubiera deseado abrazar a Jesús, pero hizo
ademán de arrodillarse ante Él. Era la segunda vez –la primera tuvo lugar en el portal de Belén, nada más
darlo a luz–, pero Jesús no se lo permitió. La tomó de los brazos y la contuvo. Entonces María le pasó
levemente la mano por la cara, con una caricia infinitamente suave y tierna, y le asentó bien sobre los hombros
la túnica de lino blanco, que se había desajustado un poco.
Jesús le cogió las manos y, mirándola con fijeza, le dijo:
—Madre, te pido que permanezcas todavía un tiempo aquí, con mis discípulos. Sí, Madre, también por ellos.
Mantenlos unidos y preside su oración. Dentro de pocos días, el Espíritu Santo descenderá de nuevo sobre ti, y
sobre ti extenderá su sombra el poder del Altísimo y prolongará tu maternidad sobre toda mi Iglesia. Madre,
bendita eres porque creíste las palabras del Señor y has cumplido fielmente la voluntad de mi Padre.
Gracias, Madre, por acogerme en tu vientre, por criarme en tus brazos y en tu seno. Gracias por servirme y,
sobre todo, por seguirme hasta el Gólgota, uniéndote a mi sacrificio por la salvación de los hombres. Aquí, en
la tierra, tus brazos han sido mi descanso más dulce, y tu fidelidad mi mejor consuelo. Ahora subo a mi Padre,
que te eligió antes de la creación del mundo para cumplir en ti las maravillas de su Omnipotencia y de su
Amor, pero volveré para recogerte, porque quiero que estés conmigo a la diestra de mi Padre, y que tú puedas,
como Madre, dispensar mis gracias y las misericordias del Padre a todos los hombres.
María había cerrado los ojos y escuchaba conmovida las palabras de Jesús, como si vinieran de lo Alto y
llegaran al fondo de su alma. Colegí que escuchaba rezando. Jesús la bendijo y ella lo besó en la frente,
diciendo:
—Hijo mío, soy la esclava del Señor. Hágase en mí la voluntad del Padre.
Jesús se volvió para situarse en medio de los apóstoles, pero se topó de frente con Magdalena, que salió del
grupo de mujeres. Ella se postró y le abrazó los pies, bañándolos con lágrimas de emoción. Jesús consiguió
que se levantara llamándola repetidamente por su nombre:
—¡María!
Entre tanto, las otras mujeres le pedían a coro:
—Jesús, Maestro, bendícenos también a nosotras.
Jesús las tranquilizó con gestos de las manos y dijo:

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—Habéis hecho mucho por mí y por mis discípulos.
En ese momento, Jesús se percató de la presencia de Lázaro, que se hallaba detrás de las mujeres. Lo saludó
con gran simpatía y le dijo:
—Tu hogar ha sido para mí un oasis de hospitalidad y de amistad. Allí no sólo he encontrado pan y descanso,
sino también el afecto y el calor del que tenía hambre y sed mi corazón y el mundo me negaba. El Padre te
recompensará por todo, pero antes debes ser mi testigo en tierras lejanas.
Volvió a las mujeres y las bendijo:
—Que mi Padre os bendiga y también os bendigo yo. Ahora no os alejéis de Jerusalén. Manteneos junto a mi
Madre a la espera también vosotras del Consolador, que os enviaré de mi Padre. Seguid cuidando a mis
discípulos y a los que crean por su palabra. Un día, grande será vuestra recompensa por parte de mi Padre.
Reunió de nuevo a los apóstoles y les dijo:
—Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándolas a observar todo lo que os he mandado.
Luego, con voz poderosa, elevándose ligeramente sobre la tierra, se dirigió a todos los discípulos presentes:
—Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo y seréis mis testigos hasta los confines de la tierra, con los prodigios
que os acompañarán. Y yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.
Al decirlo, extendió sus manos bendiciéndonos a todos y comenzó a subir hacia arriba. Los discípulos
enmudecieron, pasmados y estupefactos. Y a medida que ascendía, se transfiguraba de esplendor en esplendor
en el azul del cielo, hasta que de pronto una gran nube lo envolvió y desapareció de nuestra vista.
Permanecimos un buen rato mirando la nube. Nadie pensó que todo hubiera acabado, que habíamos
presenciado el acto conclusivo de la aventura terrena de Jesús, y que representaba para nosotros el momento
de un cambio radical de nuestra experiencia de discípulos del Señor. Ninguno pensó que ya no veríamos más a
Jesús.
Ocurrió que, de la nube luminosa que iba desvaneciéndose en el cielo, salieron dos personajes vestidos de
blanco. Se dirigieron hacia nosotros y, como queriendo plantarnos de nuevo en la realidad, nos dijeron:
—Varones de Galilea, ¿cómo es que estáis ahí mirando al cielo? Sólo al final de los tiempos regresará Jesús
sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad. Ahora, volved a Jerusalén, como os ha ordenado.
No quedaba más que regresar cada uno a su sitio: unos a la ciudad, otros a Betania, y otros más a los
alrededores de Jerusalén, al tiempo que los apóstoles, María y las demás mujeres, y yo con ellas, tornábamos a
casa de Marcos, convertida ya en nuestra vivienda definitiva.

Los días de Pentecostés

70. A LA ESPERA DEL ESPíRITU SANTO

Los días posteriores a la Ascensión de Jesús fueron, conforme a sus recomendaciones, días de espera en
oración. Rezamos mucho: por la mañana, con los salmos de la adoración, que recuerdan las obras realizadas
por Dios en pro de nuestros padres y de su pueblo; por la tarde, en el Templo; por la noche, hasta hora
avanzada, en casa, con los salmos de alabanza y de acción de gracias. En cada reunión, la oración oficial era
siempre el «Padrenuestro».
María, por su parte, se levantaba muy temprano, antes que nadie, y dedicaba esos momentos de la mañana a su
oración personal, como si desease continuar, ella, la Madre, la costumbre de Jesús, su Hijo. Al fin y al cabo, a
María, desde los primeros años en Nazaret, siempre la vi inmersa en un íntimo y continuo diálogo con Dios,
porque todo lo llevaba a Él y vivía cada suceso, grande o pequeño, a la luz de la voluntad de Dios. Sin
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embargo, noté que, tras los últimos acontecimientos, su oración había tomado un aspecto diferente, como si
hubiese asumido una nueva dimensión. La observaba con curiosidad y un día, con la vieja confianza de niño,
se lo pregunté descaradamente:
—Madre mía, me parece que tu actitud en la oración ha cambiado. ¿Puedo preguntarte qué te preocupa?
Ella me miró sonriendo y, cogiéndome de la mano, me respondió:
—Hijo mío, en Nazaret tenía yo un Hijo unigénito y un hijo adoptivo, y mi oración se ceñía a las dimensiones
de nuestra casa, aun cuando toda persona cercana entraba en mi plegaria. Un día, mi Hijo unigénito nos dejó,
para cumplir la voluntad del Padre, y mi oración asumió las dimensiones de la misión. Ahora, nuestra familia,
la familia de Jesús, ya no tiene límites y crecerá cada día hasta el fin de los tiempos. Mi Hijo unigénito se ha
convertido en el Primogénito de una multitud de hermanos y, por eso, mi oración debe tener las dimensiones
de la Iglesia, es más, de toda la humanidad, porque todos los hombres están llamados a hacerse hijos míos en
mi Hijo. Son maravillas que ahora no comprendemos: el Espíritu Santo que Jesús nos ha prometido iluminará
nuestros corazones, y entonces comprenderemos las cosas de Dios y las maravillas realizadas por Él.
Ahora, mi oración debe conformarse a la voluntad de Dios y a su plan de salvación. Por eso, si el Padre
extiende su paternidad desde el Hijo unigénito a los hijos de adopción, también mi maternidad ha de dilatarse
a la medida de la paternidad de Dios. Mi oración, pues, asumirá las dimensiones de mi nueva maternidad,
llamada a medirse con la paternidad de Dios.
También tu plegaria, hijo mío, tendrá que cambiar. De ahora en adelante, todo lo que pidas al Padre lo pedirás
en nombre de Jesús. El Espíritu Santo se os va a dar para esto: para que vuestra oración se convierta en la
plegaria misma de Jesús. Con Jesús, muerto y resucitado, y en el Espíritu Santo, el Padre ha inaugurado una
relación con los hombres completamente nueva, divina, que ya posee el sello de la eternidad. ¿Me entiendes,
hijo mío? Grandes cosas ha hecho el Señor por nosotros.
En verdad, yo la miraba fascinado por sus palabras, la escuchaba con atención, pero no lograba seguir sus
pensamientos. Aunque me esforzaba en comprender un pasaje, rápidamente me extraviaba, como si esas
cuestiones pasaran por encima de mi cabeza y se me escaparan. María no prosiguió; se levantó y me dijo:
—Vámonos, que es hora de ir al Templo.
Sólo entonces advertí que Juan y Magdalena se hallaban a mi lado. También ellos habían escuchado las
palabras de María, sin pretender entenderlas. Fue Magdalena la que, alzándose, me miró sonriente y,
sacudiendo la cabeza con gesto de afectuoso disentimiento, me dijo:
—Hermano mío, tú intentas comprender. Vosotros los hombres siempre queréis comprender. ¡Comprender,
comprender! En cambio, Jesús nos ha dicho que hay cosas cuyo peso no podemos cargar ahora. Necesitamos
el Espíritu de la Verdad que Jesús nos ha prometido y que nos enseñará las cosas de Dios y nos ayudará a
comprenderlas. Por ahora, Jesús es lo único importante que hay que comprender. Y Jesús es el mayor don que
el Padre nos ha hecho. ‘Este es mi Hijo predilecto, escuchadle’. ¿Qué más podía darnos el Padre? No cabe
amor más grande. ¡Dios es amor! Eso es lo único que hemos de comprender. El amor ilumina el corazón y te
hace comprender cosas que la mente no logra. ¡Amar y dejarte invadir por el amor! No hay otra felicidad, ni
mayor alegría. Si no amamos, muestra mente permanecerá en las tinieblas y jamás podremos comprender las
cosas de Dios. Te lo repito: Dios es Amor, y quien no ama no conoce a Dios.
Juan escuchaba sorprendido y casi pasmado a Magdalena. Nunca había oído a una mujer hablar de ese modo,
con tanta seguridad y tal vigor. Habitualmente, Magdalena no participaba en las discusiones, ni hablaba
mucho, sino que daba más bien la impresión de vivir en un mundo aparte, lejos de la común realidad. De ahí
que Juan acogiera con estupor su intervención y se quedara mirándola enmudecido. María lo advirtió y le dijo:
—Hijo mío, Magdalena os ha hablado con el corazón. Pero ese es el lenguaje que los hombres comprenden
mejor; más aún, es el lenguaje empleado por Jesús mismo, que no nos ha amado con palabras y con la lengua,
sino con obras y de verdad. Todas sus obras han sido palabras de amor, amor a cada uno, porque os ha amado
hasta el fondo, hasta dar la vida por cada uno de vosotros. Tú, hijo mío, deberías comprender este lenguaje
mejor que nadie, porque tienes experiencia personal de un amor apasionado por parte del Señor, porque has
escuchado los latidos de su corazón y gozado de su intimidad más que los demás.
Magdalena cogió las manos de María y se las besó murmurando:
—Gracias, Madre mía.

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Luego, mirando a Juan con los ojos brillantes de emoción, le dijo:
—Hermano mío, Jesús es el Amor, y en esta tierra no hay más amor que el Amor.

71. ELECCIóN DE MATíAS

Durante esos días, María se convirtió en el punto de referencia de nuestra oración. Ella guiaba la plegaria y
con ella nuestra mente permanecía fácilmente dirigida a Dios. Íbamos al Templo cada día. Estaba ya próxima
la solemnidad judía de Pentecostés, fiesta que conmemoraba la manifestación de Dios a Moisés en el monte
Sinaí. Como se celebraba a las siete semanas de la Pascua, en la época de la cosecha, los devotos llevaban sus
primicias al Templo. Y como caía al inicio del verano, estación propicia para viajar y navegar, a la fiesta
acudían también muchos judíos extranjeros, los de la diáspora, que llegaban a Jerusalén desde todas las
regiones del imperio romano. Esto favorecía nuestra visita cotidiana al Templo, pues nos uníamos a estos
peregrinos que no nos conocían y constituían para nosotros un cómodo expediente para no ser detectados por
los jefes del pueblo.
Acudíamos al Templo para las alabanzas de la mañana y para el sacrificio vespertino. Las mujeres se
quedaban con María en el atrio exterior y nosotros, encabezados por Pedro, entrábamos en el atrio de los
israelitas. Íbamos muy de mañana para evitar las aglomeraciones y nos reuníamos en el rincón de la derecha,
frente al santuario. Aprovechando que conocía a varios levitas del Templo, Juan obtuvo permiso para utilizar
los rollos de las Escrituras durante nuestra oración. Nos prestaron el tercer rollo del profeta Ezequiel, que fue
para nosotros como una luz en la oscuridad. Los pasajes sobre el buen pastor, sobre la reconstrucción del
Templo y la nueva Jerusalén, o sobre la acción vivificadora del Espíritu, iluminaron y caldearon nuestros
corazones, abriéndolos a una comprensión nueva de las obras llevadas a cabo por Dios en pro de su pueblo.
Pedro se mostraba cada vez más consciente de las responsabilidades que el Señor le había conferido respecto a
los apóstoles y discípulos, y todos lo miraban como referencia en cualquier decisión. Pues bien, unos días
después de la Ascensión de Jesús maduró en él la convicción de que era preciso recomponer el número de los
apóstoles fijado por el Señor, decrecido a causa de la trágica defección de Judas. Convocó, pues, a todos los
discípulos presentes durante esos días en Jerusalén y sus alrededores y los citó en la «gruta del Padrenuestro»,
el lugar entre Betania y el monte de los Olivos en donde Jesús solía recogerse largas horas en oración.
La mañana del día establecido nos reunimos en el sitio estipulado: éramos más de cien personas. Muchos eran
discípulos de la época de Juan Bautista y todos habían presenciado al menos una aparición del Señor
resucitado. Pedro pidió a María que también ella acudiese con las demás mujeres, para que en una ocasión tan
importante no faltase su oración y su testimonio.
Tomó Pedro la palabra, recordó que la traición de Judas había sido anunciada por el Espíritu Santo en los
salmos, y añadió:
—Algunos habéis visto con vuestros propios ojos la suerte miserable de quien gozó de la amistad del Maestro
y participó en nuestro ministerio. Por lo demás, todo el mundo en Jerusalén sabe que los jefes del pueblo han
empleado el dinero de la traición en comprar el campo del alfarero y destinarlo a sepultura de forasteros.
Y bien, en los salmos está escrito: ‘su morada quede desierta, pero otro asuma su encargo’. Es necesario, pues,
que uno de los presentes se convierta en apóstol como nosotros y junto con nosotros. Las condiciones son dos:
que haya sido testigo de las apariciones de Jesús resucitado, y que lo haya conocido y seguido desde el
bautismo de Juan hasta hoy.
Las candidaturas fueron numerosas, pero sólo dos obtuvieron el consenso de la mayor parte de los asistentes:
la de José-Barsaba, que se había ganado el sobrenombre de «Justo», y la de Matías. Barsaba pertenecía a la
parentela de Jesús: era hombre reservado, muy diferente de los apóstoles-primos del Señor; hablaba poco,
pero sus palabras rebosaban sabiduría; muy íntegro y austero de conducta, era más dado a la oración que a la
acción. Matías, por su parte, era muy distinto: extrovertido, proclive al trato humano y la conversación; buen
conocedor de las Escrituras, había tratado a Jesús desde la época del Bautista y lo acompañó durante su
ministerio en Judea y Perea; fue testigo directo del trágico final de Judas y contempló varias veces a Jesús

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resucitado: en Emaús, en el Cenáculo con los demás discípulos, y en el monte de los Olivos el día de la
Ascensión.
María advirtió a todos que la llamada a convertirse en apóstol era prerrogativa del Señor y que nadie en la
tierra podía pretender para sí o para otro el oficio de apóstol. Era preciso, pues, interpelar la voluntad de Dios.
Por eso, se prepararon sendos palitos coloreados, en los que se escribió el nombre de uno de los dos
discípulos, y se metieron en una vasija de cuello estrecho, por el que sólo podía pasar uno de los palitos.
Pedro nos invitó a rezar y, al cabo de unos minutos de silencio, invocó al Espíritu Santo. Todos respondimos:
—Señor, Tú que conoces los corazones, muéstranos a cuál de estos dos has designado apóstol en el ministerio
que Judas abandonó.
Pedro removió repetidamente la vasija y la volcó hacia abajo. Salió el palito con el nombre de Matías.
Barsaba, que estaba a su lado, lo abrazó conmovido y, con un largo suspiro, como si se hubiese librado de un
grave peligro, le dijo:
—El Señor Jesús sea contigo, para que puedas ser su fiel testigo ante los hombres.
También los demás apóstoles lo abrazaron uno a uno y, después de cantar un himno de alabanza al Señor,
volvimos a nuestras casas.

72. PENTECOSTéS

Llegamos así a la víspera de la fiesta de Pentecostés. Jerusalén rebosaba de peregrinos, sobre todo de
prosélitos de la diáspora que llegaban en gran número de todas las regiones del imperio romano, atraídos
también por la fama del nuevo Templo construido por Herodes –ya en fase de conclusión–, cuyas ciclópeas
estructuras suscitaban la admiración de todos.
Esa tarde no asistimos al sacrificio vespertino del Templo. La madre de Marcos y las mujeres prepararon una
cena a base de hortalizas frescas, huevos y fruta del tiempo. También prepararon lo mejor de las primicias,
para llevarlas al Templo la mañana siguiente, día de la fiesta. A María se la vio especialmente activa, movida
por la intención de organizar una vigilia de oración y meditación. Pidió prestados a Nicodemo unos rollos de
las Escrituras que él poseía.
La vigilia comenzó con los salmos de alabanza y prosiguió con la lectura del libro de los Jueces. Lo que nos
impactó de esas lecturas fue la acción del Espíritu de Dios, que suscitaba libertadores de Israel sin que ellos
mismos se lo esperasen ni se resistieran. Después, la lectura de Isaías –Mateo sabía leer con mucha calma y
unción– nos llevó a considerar la efusión del Espíritu sobre los profetas y, sobre todo, la efusión mesiánica del
Espíritu de Dios sobre su Siervo, el «Siervo de Yahvé». Entre las lecturas se intercaló la recitación de algunas
estrofas del salmo 103, el himno de alabanza al Espíritu de Dios, creador del universo.
A la mitad de la vigilia quiso María que tomásemos leche fresca y miel, pues comentó que así se rezaba mejor.
Invitó luego a los apóstoles a evocar los recuerdos de los días vividos con Jesús, esos que habían quedado más
vivos en su corazón y en su experiencia. Y a continuación continuamos con las lecturas y salmos de alabanza.
Ninguno de nosotros acusaba el peso de la vela ni mostraba síntomas de somnolencia. Sólo los criados se
habían retirado, y Marcos derrumbado en su yacija. Nos hallábamos en la sala del piso superior, la sala grande
de la Cena pascual. La noche corría veloz sin que nos diéramos cuenta. Al alba, cuando nos disponíamos a
rezar los salmos de alabanza matutinos, Pedro se alzó en medio de todos, miró alrededor y detuvo la vista en
María, como si quisiera pedir la palabra o su consentimiento para lo que iba a decir:
—Hermanos, hemos escuchado las maravillas que Dios obró por nuestros padres y recordado los prodigios
que Dios, el Padre celestial, realizó en medio de nosotros a través de su Hijo amado, el Señor Jesús, sobre todo
resucitándolo de entre los muertos y elevándolo a los cielos. Pero también hemos comprobado la infidelidad
de nuestro pueblo, que tantas veces rechazó la Alianza con nuestro Dios. E igualmente nosotros, por la dureza
de nuestro corazón, fuimos lentos y tardos para creer a nuestro Maestro y Señor, dejamos que el temor

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venciese al amor, y lo abandonamos en manos de nuestros jefes, quienes, en su ignorancia, lo colgaron de la
cruz.
Por tanto, no podemos cantar las alabanzas de Dios y los salmos de alegría sin antes pedir perdón por nuestros
pecados y por los de nuestro pueblo, e invocar la misericordia del Padre celestial para que purifique nuestros
corazones.
Y se postró de bruces en tierra, recogido en profundo silencio. Todos lo imitamos enseguida sin ningún
titubeo, íntimamente convencidos por sus palabras y su gesto. Sólo María permaneció en su sitio, con
Magdalena y las demás mujeres arrodilladas a su lado. Nos quedamos largo tiempo postrados en el suelo. Se
notaba que cada uno de nosotros se sentía deudor de Dios, a la vez que seguro de que el Padre lo escuchaba y
miraba con ojos misericordiosos. Cuando Pedro se levantó, rezamos los salmos de penitencia, comenzando
por el salmo 50, la plegaria de David penitente, y siguiendo por los salmos que invocan la benignidad de Dios
sobre su pueblo. Pedro nos invitó a concluir las plegarias penitenciales con el rezo coral del Padrenuestro.
Ya se había hecho de día y el sol estaba surgiendo tras el monte de los Olivos. Andrés y Felipe propusieron
que nos quedáramos en el Cenáculo a rezar las alabanzas matutinas, para evitar la aglomeración de peregrinos
que abarrotaban el Templo el día de la fiesta. En cambio, los apóstoles parientes de Jesús y las mujeres
sugirieron desplazarnos de todas formas al Templo, entre otras cosas para llevar las cestas de primicias que
habían preparado.
Discutíamos sobre este asunto cuando, de improviso, un potente estruendo atronó por encima de nosotros y un
temblor sacudió la casa entera. Las mujeres se agolparon asustadas alrededor de María y nosotros nos
quedamos pasmados, tratando de saber qué ocurría. Con mayor motivo porque, a pesar de la intensidad del
trueno y de la sacudida, ningún objeto se movió de su sitio.
Mientras nos mirábamos sorprendidos, un viento impetuoso cruzó la sala, pero sin tirar los objetos, ni remover
los vestidos, ni apagar las velas. La sorpresa se convirtió en estupor porque, a la vez, algo estaba ocurriendo
dentro de nosotros. Se disipó cualquier miedo, temor u oscuro presagio. Una paz honda e inexpresable se
aposentó en nuestros corazones. Una alegría nueva, diferente, jamás experimentada antes, invadió no sólo
nuestro espíritu, sino también nuestros miembros. Una especie de completo bienestar –espiritual, físico y
psíquico– inundó nuestro ser. Las mujeres se levantaron con rostros que irradiaban alegría y paz, y nos
miraron a nosotros como buscando una respuesta o una ratificación de sus sensaciones.
La convicción de que estaba aconteciendo algo importante –divino– se apoderó de todos. Y la confirmación
llegó enseguida: sobre la cabeza de María apareció de pronto un globo de fuego, que ardía sin quemar y
brillaba con luz vivísima sin deslumbrar; era un fuego incandescente que no se consumía, y tenía el aspecto de
un globo palpitante, pero que no se movía. Sólo con mirarlo sentíamos que nuestro espíritu ardía y se
iluminaba por dentro. Nuestra alma nos apremiaba como si quisiera expandirse y rebosar en sentimientos que
no encontraban gestos ni palabras para expresarse.
María juntó las manos sobre el pecho y, alzando los ojos al cielo, rezó:
—Padre Santo, Dios omnipotente y eterno, que por medio de tu Espíritu Santo creaste todas las cosas y
santificaste a Moisés y a los profetas, y con su poder revestiste de mi carne a tu Hijo amado, consagrándolo
con la unción, y lo hiciste subir a tu gloria tras librarlo de la angustia de la muerte, derrama ahora la gracia de
tu Paráclito sobre estos siervos tuyos e hijos míos, para que, robustecidos por tus dones, den testimonio de tu
nombre y del nombre de tu Hijo Jesucristo, a quien nos diste como Redentor a nosotros y a todos los hombres.
En ese momento, del globo de fuego que ardía sobre la cabeza de Santa María se separaron doce lenguas de
fuego, que fueron a posarse encima de las cabezas de los doce apóstoles. Un estremecimiento les recorrió, se
pusieron en pie y, levantando los brazos al cielo, entonaron los salmos del aleluya: «Alabad al Señor, pueblos
todos; dadle gloria todas las naciones (…) La diestra del Señor ha hecho maravillas, la diestra del Señor se ha
alzado (…) La piedra desechada por los constructores se ha convertido en la piedra angular. Es obra del
Señor: una maravilla para nuestros ojos. Este es el día que hizo el Señor: alegrémonos y exultemos. Aleluya.
Alabad al Señor en su santuario, alabadlo en el firmamento de su poder, alabadlo por sus prodigios, alabadlo
por su inmensa grandeza. Aleluya. Aleluya. Aleluya».
Un nuevo temblor de terremoto sacudió la casa entera y esta vez lo oyeron también los vecinos y viandantes,
peregrinos que se dirigían al Templo. Impresionados, comenzaron a vociferar preguntándose qué estaba
ocurriendo. Pedro se calzó las sandalias, se puso la túnica y, yendo hacia la puerta, dijo:

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—Vámonos al Templo. Allí nos espera el Señor.
Estaba completamente transformado. Tenía un ademán decidido, una mirada brillante, una voz sin titubeos. Lo
mismo hicieron los demás apóstoles. Juan, Andrés, Santiago, Felipe, Natanael…, todos siguieron a Pedro.
También ellos estaban transformados: parecían otras personas.
Las lenguas de fuego se habían desvanecido, pero el ambiente en la casa era ya muy distinto: sin pensamientos
de revancha mundana, sin expectativas mesiánicas, sin incertidumbre sobre lo que había que hacer. El misterio
de la Cruz se desvelaba a nuestra mente como victoria del poder y de la sabiduría misericordiosa de Dios.
Jesús de Nazaret no sólo era el Mesías, sino el Señor que, al resucitar, venció el pecado y la muerte, y en su
nombre hemos de anunciar la conversión y el bautismo para la remisión de los pecados.
Era Pentecostés y los judíos de todo el mundo se dirigían al Templo a celebrar la Alianza de Yahvé con su
pueblo, y otros a llevar sus primicias con cantos de alegría y de exultación. Pero la verdadera primicia, la
primicia que colmaría de gozo al universo entero, la tenían ellos, los apóstoles: Jesús es el Señor y en su
nombre encontrarán la salvación todos los pueblos de la tierra. Era una primicia que había que llevar
rápidamente al Templo, sin temor, y transmitirla a todos: sacerdotes, jefes del pueblo, peregrinos, devotos y
cuantos se hallaran rezando en el Templo.
Pedro y Juan se apostaron delante del santuario; Mateo y Natanael en la esquina a la izquierda del atrio de los
israelitas; Simón y Judas junto a la puerta de Nicanor que da acceso al atrio de las mujeres; Andrés y Felipe en
el atrio de los gentiles. En todo lugar del Templo resonó la voz de los apóstoles, clara, vigorosa, perentoria. El
tema era único para todos: el anuncio de que Jesús, crucificado y resucitado, es el Señor, y que sólo en su
nombre podemos alcanzar la salvación.
El gentío, al principio timorato y luego asombrado, acabó sintiéndose removido interiormente a medida que
escuchaba y se daba cuenta del fenómeno extraordinario que estaba sucediendo. Era la multitud más
cosmopolita que podía imaginarse: de oriente a occidente, de Mesopotamia a Arabia, de Grecia a Egipto, del
Ponto a Libia, de Judea a Italia, de Antioquía a Roma, todos los pueblos de la tierra se hallaban allí
representados y, sin embargo, cada cual oía proclamar el anuncio de los apóstoles en su propia lengua.
La noticia llegó a oídos de los sacerdotes y de los guardias del Templo, que acudieron al lugar y, en cuanto
reconocieron en los apóstoles a los galileos seguidores de Jesús de Nazaret, pensaron intervenir, pero no
pudieron hacer más que propalar entre el gentío que estaban borrachos. Los apóstoles se reunieron en torno a
Pedro, que tomó la palabra en nombre de todos y, aseverando con firmeza el estado absolutamente sobrio de
los apóstoles, declaró a los sacerdotes, a los guardias y a los presentes que estaba realizándose lo que el Señor
anunció por boca del profeta Joel: «Infundiré mi Espíritu en toda persona; vuestros hijos y vuestras hijas
profetizarán… Y en esos días derramaré también mi Espíritu sobre mis siervos y siervas y profetizarán…». Y
a renglón seguido renovó el anuncio referente a Jesús y a la salvación obrada por Él.
Lo que ese día ocurrió a continuación es indescriptible. Sólo el poder del Altísimo y la fuerza del Espíritu
pueden dar razón de las maravillas acontecidas en esa Pentecostés: los miles de personas que se abrieron a la
fe en Jesús, los centenares que, bautizados en la cercana piscina de Betesda, recibieron la efusión del Espíritu
Santo, profetizaron y alabaron a Dios en toda lengua, aun desconocida. Incluso levitas y servidores del
Templo abrazaron la fe y pidieron el bautismo.
Para los apóstoles, la jornada resultó agotadora, pero ellos no sintieron la pesadez y, aun rotos por la fatiga,
seguían llenos de vigor y alegría. La alegría, en efecto, nos inundaba a todos. También María había acudido al
Templo para acompañar con la oración el gran trabajo de los apóstoles. Se quedó en el atrio de las mujeres
con Magdalena, Salomé, Marta y otras mujeres, para orientarlas con sus consejos y sugerencias. Yo iba y
venía de los apóstoles al grupo femenino, trayendo noticias sobre el desarrollo de los acontecimientos.
Cuanto sucedía ante nuestros ojos nos confirmaba en la convicción de que había comenzado una nueva época,
la época en la que Dios ha llevado a cumplimiento sus promesas. Ahora ya sólo tenemos que seguir las
mociones del Espíritu Santo, dejarnos conducir por su luz y su acción arrolladora, y proclamar las maravillas
de Dios por todo el mundo.

* ** * *

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73. ¡VEN, ESPíRITU SANTO!

¡Dios Espíritu Santo, he aquí la Iglesia brotada de tu fuerza creadora! Tú, Vientre fecundo de la Santísima
Trinidad, has hecho rebrotar la vida en la tierra. Una vez más. ‘Sopló Dios un aliento de vida’ y la Iglesia se
hace un ‘ser vivo’: esa Iglesia que Jesús había plasmado y preparado como un cuerpo que espera su alma.
Llamó a los discípulos como miembros de ese ‘cuerpo’ y a los apóstoles, con Pedro a la cabeza, los constituyó
como su estructura sustentadora, jerárquica. Confió a los apóstoles los medios de salvación: el Evangelio y los
sacramentos. Todo estaba dispuesto: un cuerpo completo, perfecto, capaz de crecer sin límites en el espacio y
en el tiempo. Pero era todavía un cuerpo sin vida, sin alma. Y a este cuerpo inerte, Tú, Espíritu Santo, que eres
creador y dador de vida, a este cuerpo brotado virginalmente del corazón desgarrado de Cristo crucificado,
fuiste enviado como soplo divino por el Padre. Y la vida explotó, penetró en esos miembros hasta entonces
inertes y sin vida, transformándolos en un organismo lleno de fuerza y vigor.
¡He aquí tu Iglesia! Ella hace resonar en el mundo la Palabra de salvación, su vientre virginal engendra hijos e
hijas, sus manos se alzan bendiciendo y absolviendo para sanar a las almas. Todos sus miembros obedecen a
la Cabeza: el Señor Jesús. El Cristo total: Jesús y su Iglesia. Este es el fruto de tu soplo de vida.
Salido del seno de la Trinidad, hiciste fecundo el seno virginal de María. En ella forjaste el ‘Cuerpo físico’ de
Jesús. Hoy, siempre por medio de ella, has forjado el ‘Cuerpo místico’ de Cristo; la Iglesia. Y dentro de la
Iglesia forjarás hasta el fin de los tiempos el ‘Cuerpo eucarístico’ del Señor. Siempre Tú, Soplo del Dios vivo,
Fuerza creadora, Fuego de Amor que recorres la tierra.
He aquí hoy la nueva Pentecostés, la auténtica Pentecostés, la Pentecostés perenne. ¡Ven, Dios Espíritu Santo!
Ilumina las mentes de los hombres con la luz de la verdad, abre su corazón a la contrición y al amor, rompe las
cadenas de la ignorancia, del error y de la mentira; abate los muros de la indiferencia, la discordia y la
división; esparce en el mundo la alegría, la serenidad y la paz. Ven, Espíritu Santo, a renovar el universo y a
congregar a los pueblos de la tierra en la unidad de una sola familia, imagen de la Trinidad Beatísima,
preludio de la Jerusalén eterna del Cielo.

La Iglesianaciente

74. LA CASA DE MARCOS

Desde el día de Pentecostés, nuestra vida, y sobre todo la de los apóstoles, estuvo marcada por una especie de
«rompan filas». Desaparecieron las ataduras que antes nos mantenían unidos: ya no había miedo, ni espera
angustiosa, ni cansancio, ni asombro por lo ocurrido, y ni siquiera bastaba la sola oración. Los apóstoles se
abrieron ya en abanico en todas direcciones, unidos por un único deseo, convertido en una fuerza interior
irresistible surgida por obra del Espíritu Santo: predicar a Jesucristo crucificado y resucitado, anunciarlo a
todos como Mesías en quien se cumplían todas las promesas hechas por Dios a Israel; Jesús es el Señor, el
Mesías-Redentor, y por ello el único nombre en que los hombres pueden encontrar el perdón de los pecados y
la salvación.
María, en cambio, fue progresivamente retirándose en el silencio y el recogimiento. Experimentó cada día más
la emoción de una madre que ve crecer a sus hijos, y los ve madurar como hombres ya capaces de asumir las
responsabilidades de su propia vida y misión. Cada vez que un apóstol dejaba Jerusalén para ir a anunciar el
Evangelio en las diversas comarcas de Perea, de la Decápolis, de Fenicia, donde ya se contaban los primeros
discípulos del Señor, María revivía el momento en que Jesús abandonó su casa de Nazaret para iniciar su
ministerio de Maestro y Pastor de Israel, aun sabiendo que ese ministerio culminaría un día en el sacrificio
supremo del propio Jesús.

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Por algún tiempo, María permaneció en casa de Marcos, pero luego decidió irse a vivir con unos parientes de
su prima Isabel. Fue un gesto de exquisita delicadeza y de respeto a Pedro y a los apóstoles, para no interferir
con su presencia en su ministerio y no condicionar la libertad de sus iniciativas.
La casa de Marcos, en efecto, se había convertido en la «residencia oficial» y la sede operativa de Pedro y de
los apóstoles que seguían con él. Allí se había constituido la primera comunidad cristiana, la comunidad
«apostólica». Allí se reunían los primeros discípulos para celebrar con los apóstoles la Cena del Señor y la
«Fracción del Pan», tal como rápidamente se denominó a la Eucaristía. Allí se ponderaban las cosas a la luz de
cuanto iba ocurriendo por obra de la gracia. Allí se tomaban las decisiones más urgentes, precedidas y
acompañadas por la plegaria de todos.
La predicación, el anuncio del Evangelio y la oración en común tenían lugar en el Templo. Allí acudía el
pueblo para escuchar, para pedir el bautismo, y para unirse a la plegaria de los apóstoles. Allí llevaba la gente
a los enfermos, para que Pedro los curase invocando el nombre de Jesús. El favor y el entusiasmo del pueblo
crecían de día en día, al tiempo que, por su parte, aumentaba la celotipia y el malhumor de los jefes del
pueblo. Este malhumor culminó con el arresto de Pedro y de Juan, del que, sin embargo, fueron rápida y
milagrosamente liberados por el Señor.
Todos nosotros seguíamos los acontecimientos con alegría y, a la par, con preocupación. La alegría crecía a
medida que los frutos de la predicación de los apóstoles y los prodigios que se cumplían por medio de ellos
revelaban la acción del Espíritu Santo. El entusiasmo llevó a muchos a ponerse a disposición de los apóstoles
y, para estar más libres y así más disponibles –según una sugerencia que Jesús mismo hizo repetidas veces–,
vendían sus posesiones personales y entregaban lo recaudado a los apóstoles. Por otro lado, eran también
numerosos los pobres que aceptaban la fe y había que proveer a sus necesidades.
La preocupación, en cambio, fue poco a poco disminuyendo, conforme veíamos crecer en fortaleza y audacia
la acción de los apóstoles, y nos dábamos cuenta de que ya nadie podía parar la obra del Espíritu Santo en su
Iglesia.

75. LA CASA DE JUAN

María se trasladó más tarde a una casa que Nicodemo puso a su disposición. Fijó allí su residencia con Juan,
Magdalena y Salomé. Y conforme al deseo de Jesús, que en realidad era su deseo, quiso llevarme consigo,
como había hecho siempre y en todo lugar desde los lejanos tiempos de su juventud en Nazaret. Me decía:
—Hijo mío, tú has estado siempre conmigo y lo estarás mientras viva. Hemos vivido juntos los
acontecimientos de la vida de Jesús, y viviremos juntos los primeros pasos de la vida de la Iglesia. Un día
ayudarás de cerca a los apóstoles e irás tú también por los caminos de la tierra. Hablarás de Jesús y lo darás a
conocer, y dirás a todos que en la tierra no hay mejor aventura ni mayor fortuna que encontrar a Jesús y
penetrar por la fe en su divino corazón, donde el amor ha trazado infinitos caminos de misericordia y de
salvación.
Para mí, estos eran los momentos más conmovedores: la amabilidad de su voz, la dulzura de su abrazo
materno y el calor virginal de su regazo recordaban, al hombre adulto y presuntuoso que había en mí, su
realidad de niño, una criatura sin mérito alguno, que todo lo ha recibido del amor paterno de Dios.
En la casa, Salomé ayudaba a María y cuidaba de todos nosotros. Myriam, Marta, María de Lázaro, Juana,
María de Marcos y muchas otras se hallaban ya comprometidas a tiempo completo con los apóstoles y
discípulos. Magdalena acudía a menudo al Templo con Juan a escuchar a los apóstoles y a recoger noticias, y
luego acompañaba a Juan a casa de Pedro cuando, por la tarde, se reunían para la Cena del Señor. Un día,
María sugirió a Juan que celebrase la Cena con nosotros en casa. Desde entonces, el primer día de la semana,
el día de Jesús resucitado, se volvió para nosotros el día de la «Fracción del Pan», y Juan comenzó a quedarse
más tiempo con nosotros. Magdalena aprovechaba estos momentos para animar a Juan a que nos contase
hechos y anécdotas de la vida del Señor.
Juan nos narró así episodios de los que fue testigo directo y le dejaron una huella indeleble. Cuando refería su
primer encuentro con Jesús, no lograba terminar el relato sin emocionarse profundamente: jamás pudo olvidar

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y así seguirá para siempre en su recuerdo la figura que lo fascinó a primera vista, la mirada que lo penetró
hasta el fondo, o el modo de tratar y de estar con Él, que suscitaban en su ánimo los sentimientos más
conmovedores, que eran a la vez de asombro y de temor. Aquella mirada había detenido el tiempo en su
memoria: eran las cuatro de la tarde. Juan hacía aquí una pausa y se quedaba ensimismado, como si quisiera
revivir aquel momento o como si la emoción le robase la palabra.
Su relato continuaba después por otras experiencias ligadas a aquellos días: recordaba la actitud autoritaria de
Jesús al expulsar a los vendedores del Templo y su entrevista nocturna con Nicodemo. También este
encuentro, del que fue testigo directo, quedó esculpido en la memoria de Juan. A la luz de una linterna, las
palabras de Jesús sacudían, con su peso de eternidad, las convicciones de aquel fariseo como golpes de ariete.
Él, doctor de la ley, se veía completamente desbordado, incapaz de asimilar categorías tan revolucionarias, tan
alejadas de su formación rabínica. Y, sin embargo, no se decidía a marcharse, pues palpaba que aquel rabí
galileo, cuya procedencia desconocía, estaba tocado por la mano y la presencia de Dios.
Como sabemos, Nicodemo se hizo discípulo de Jesús, pero de incógnito, y se vio obligado a defender su fe
frente a la hostilidad del ambiente sacerdotal y del Sanedrín. Sólo salió del anonimato a raíz del proceso
contra Jesús y, con el apoyo de José de Arimatea, no temió exponerse ante el gobernador romano y los jefes
del pueblo.
Desafortunadamente, de José de Arimatea se perdieron las huellas. Se supo más tarde que unos sicarios lo
asesinaron por mandato de los sumos sacerdotes, que hicieron desaparecer el cadáver. Como presagiando su
fin, José legó a tiempo sus posesiones a Nicodemo, el cual, gracias a sus importantes amistades y a ciertos
parientes miembros del Sanedrín, y gozando de cierta consideración en el ambiente sacerdotal, salió indemne
de las ansias vengativas que anidaban en el ánimo de los jefes del pueblo.

76. LA IGLESIA DE ANTIOQUIA

Nicodemo se dedicó a arreglar y mejorar el huerto del sepulcro. Adquirió la zona del Gólgota, la unió al
huerto y cercó todo el terreno. Consiguió luego del gobernador romano que en el Gólgota no volvieran a
ejecutarse sentencias capitales. Junto al sepulcro levantó una edificación, donde recogió para custodiarlos los
objetos más preciados del Señor, sobre todo los de la pasión. Recuperó así el madero de la cruz, la gran sábana
de lino, el sudario, las vendas, los clavos y la túnica inconsútil, que compró al soldado a quien había tocado en
suerte.
Ese huerto acabó convirtiéndose en uno de los lugares preferidos de María y de todos nosotros. Allí íbamos a
rezar con frecuencia. Allí Juan comenzó a reunirse para celebrar la Cena del Señor. Desde allí
acompañábamos con la oración las peripecias de la primera comunidad de creyentes. María dejó así de
frecuentar el Templo. Permanecía largo tiempo en el huerto, al que acudían también muchos discípulos para
saludarla y rezar con ella.
La Iglesia, mientras tanto, crecía rápidamente ante nuestros ojos. Numerosos judíos y prosélitos de la diáspora
se adherían a la fe y la difundían en los territorios de Cesarea, Damasco, Antioquía y en la región del Jordán.
También muchos levitas y sacerdotes abrazaron la fe, sobre todo por obra de Santiago, el primo de Jesús, cuya
austeridad de vida y absoluta fidelidad a la práctica del más puro judaísmo le granjeaba gran consideración
entre los judíos.
Los apóstoles estaban sobrecargados de trabajo. Tampoco las mujeres, por su parte, lograban seguir el ritmo
de las necesidades de la Iglesia. Y fue María quien sugirió a Juan, y luego a Pedro y a Santiago, que delegaran
en otros la atención de los pobres, la preparación y administración del bautismo y la misma administración de
los bienes de la Iglesia, a fin de quedar más libres para dedicarse a la oración y la predicación. La elección de
los diáconos supuso un gran alivio para los apóstoles. Los primeros diáconos eran casi todos cristianos de
origen griego; entre estos se contaba Nicolás, que provenía de Antioquía de Siria y pronto tuvo que regresar a
su ciudad natal huyendo de la persecución.
En efecto, en el Sanedrín y en los sumos sacerdotes creció por días la hostilidad hacia los apóstoles y hacia la
Iglesia. Tal hostilidad desembocó en un odio sordo y tenaz, cuya víctima más conocida fue el diácono

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Esteban. Y derivó en una auténtica persecución, que movió a muchos creyentes a abandonar Jerusalén y
desperdigarse por las regiones circunstantes, en las que ya habían surgido numerosas y vibrantes comunidades
cristianas.
De estas comunidades, una de las más vivaces y prometedoras era la de Antioquía de Siria. En ese ambiente
fuertemente helenizado ya había predicado Bernabé, primo de Marcos y ferviente discípulo del Señor, que
acomunaba en sí el más fiel judaísmo y la cultura griega. Prestigioso levita y buen conocedor de las Escrituras,
se quedó luego en Jerusalén con la intención de proteger a los apóstoles de las manías persecutorias de los
sumos sacerdotes.
Uno de los perseguidores infatigables de los cristianos que vivían en las ciudades helenísticas era un joven
fariseo hasta entonces desconocido, que había presenciado la lapidación de Esteban. Procedía de Cilicia y se
había formado en las escuelas rabínicas de la capital: se llamaba Saulo y era de Tarso. La noticia de su
repentina conversión a las puertas de Damasco fue acogida por la comunidad de Jerusalén con alivio y, a la
vez, con perplejidad y temor. Fue Bernabé quien lo condujo a los apóstoles y se lo presentó.
María, a la que Bernabé nunca dejaba de visitar cada vez que tenía ocasión, lo animaba maternalmente:
—Hijo mío, cuando Jesús penetra en la vida de una persona con la fuerza de la verdad y del amor, la
transforma por dentro y la cambia hasta el nombre. Saulo, de empedernido perseguidor de la Iglesia, se
convertirá en testigo irrebatible de Jesús. En virtud de su ciudadanía romana lo llamaréis Pablo y proclamará
el Evangelio entre los gentiles. Tú debes ayudarle, mantenerte cerca y alentarlo. No me lo presentes, pues
como buen fariseo desconfía de las mujeres, pero yo rezaré por él, ya que tendrá que sufrir mucho por causa
del Evangelio. Mejor, encarece a Pedro que le acoja con confianza, porque el Espíritu Santo lo ha escogido
como apóstol para llevar el Evangelio a los paganos.
Estas palabras de María a Bernabé también vinieron bien a Juan, el cual, aunque había cambiado mucho,
conservaba su temperamento fogoso y proclive a la intolerancia, por lo que tendía instintivamente a no mirar
con demasiada simpatía a aquel fariseo, perseguidor de la Iglesia. Además, otros dos importantes
acontecimientos confirmaron a Juan y a los apóstoles en el espíritu de mansedumbre: la conversión y el
bautismo del centurión romano Cornelio por parte de Pedro, y la llegada a Jerusalén, proveniente de
Antioquía, de un joven intelectual helenista y converso llamado Lucano.
Los apóstoles, en efecto, habían enviado a Bernabé a Antioquía con gran alegría de todos. En esa ciudad
populosa y cosmopolita, los cristianos gozaban de amplia libertad de movimientos y de iniciativa. Muchos
habían llegado a la fe desde el paganismo y estaban muy deseosos de conocer más detalles de la vida de Jesús.
La de Lucano, que más tarde tomará familiarmente el nombre de Lucas, fue una de las conversiones más
sonadas. Joven todavía de edad, estaba dotado de una personalidad poliédrica, rica en capacidades y cultura.
Era hombre de letras, de estilo refinado y elegante, y era a la vez hombre de ciencia, médico de profesión, con
mentalidad rigurosa, habituada a la investigación y al análisis crítico de los hechos. Y, además, poseía una
sensibilidad exquisita y un innato gusto estético, que lo hacían un hombre contemplativo.
Bernabé se llevó a Lucas consigo a Jerusalén, para que visitase los lugares donde vivió Jesús y en especial los
de su pasión, y para que conociese a quienes lo habían tratado de cerca. Se quedó con Pedro y con la primera
comunidad de discípulos, siguiendo las vicisitudes, recabando noticias y hablando con unos y otros.
Su encuentro con María, que Lucas había esperado y deseado ardientemente, resultó conmovedor. Ya había
charlado con Myriam, Marta, Juana y, circunstancialmente, con Salomé. Como fino psicólogo, sabía que la
mujer resulta ser a menudo un precioso archivo de noticias, que le llegan de la sutil intuición que posee del
hombre; y tales noticias las va acumulando como recuerdos celosamente guardados en su corazón, si bien no
siempre las interpreta del modo correcto. La fuerza de la mujer, como se sabe, es el corazón, que
desgraciadamente constituye también su fragilidad y su debilidad. En María no se daba nada de esto último.
Dios la había proporcionado toda la riqueza de la feminidad sin sus debilidades ni fragilidades.
Cuando se encontró ante ella, Lucas se quedó literalmente subyugado. Él, con el enorme bagaje de su cultura
y saber, se sintió como una pulguita. María lo acogió con gran afecto, lo abrazó y le dijo:
—Hijo mío, ¡qué alegría me da verte! Sé que has abrazado la fe en Jesús y que te has informado de muchas
cosas sobre Él, pero cuando se ama, no basta saber: el amor quiere más. Y el amor, aquí en la tierra, es
insaciable. Ahora bien, nunca podrás conocer todo, pues necesitarías demasiado tiempo y escribir muchos
libros. Has de contentarte con las cosas que manifiestan mejor el amor misericordioso de mi Hijo a los

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hombres, y las que el Padre nos ha revelado por medio de Él. El resto sólo lo conoceremos en el Cielo. Ten en
cuenta que no siempre la curiosidad es amor, si bien el amor siempre es santamente curioso.
Pero tú te quedarás un tiempo con nosotros y así podremos ir juntos a los lugares que contemplaron la infancia
y la juventud de Jesús.
Estas últimas palabras de María nos llenaron de gozo a los demás. Magdalena no lograba contener su
felicidad. Juan y su madre Salomé, todavía profundamente afectados por la muerte violenta de Santiago por
orden de Herodes, vieron en este plan de María una ocasión para aliviar su dolor.

77. REGRESO A BELéN

Dedicamos nuestra primera visita a la aldea de Ain Karin. María recordaba nítidamente cada rincón de esos
lugares que la contemplaron durante más de tres meses como humilde esclava de su prima Isabel. Volvió a
saborear la emoción de aquel encuentro, recordó sobre todo la inmensa felicidad que experimentó cuando su
Niño hizo saltar de gozo al pequeño Juan en el vientre de su madre, al tiempo que una efusión del Espíritu
Santo invadió su corazón virginal. Impulsada por un ímpetu de júbilo, no supo contener su conmoción y el
cántico de alabanza que en aquel entonces susurró al oído de Isabel volvió a brotar como un río de su alma:
«Mi alma magnifica al Señor y mi espíritu exulta de gozo en Dios mi salvador…». A medida que María lo
recitaba, su rostro se iluminaba: su sonrisa transparentaba la inmensa felicidad que inundaba su alma.
De los parientes de Isabel ya no quedaba ninguno, por lo que la visita fue como un descubrimiento para los
parientes de Zacarías y para nosotros. En los labios de María, la narración de esos ya lejanos y casi olvidados
acontecimientos tenía la frescura de algo vivo y actual. Lucas registraba todo y estaba muy pendiente del
relato de María.
Desde Ain Karin nos dirigimos a Belén a través del valle de Elah, testigo de la victoria de David sobre Goliat.
La visita a Belén duró varios días y resultó sumamente emocionante. El primer sitio que María quiso volver a
ver fue la gruta de la natividad. No hubo dificultad en encontrarla, si bien se hallaba en estado de abandono y
absolutamente impracticable, pues los pastores ya no la utilizaban. Al fin y al cabo, faltaba una entera
generación de habitantes de Belén, pues la matanza ordenada por Herodes había empobrecido el territorio. No
sin angustia entró María en la aldea, ya que aquel acontecimiento criminal permanecía en su corazón con
indecible nostalgia. Ya habían pasado más de cuarenta años y, entre tanto, también su Niño de entonces había
experimentado la violencia de los hombres, pero todo seguía vivo en su mente y en su corazón.
María se sobresaltó al toparse con uno que quizás fuese el único superviviente de la masacre de Herodes,
gracias a que su madre se halló en esos días lejos de Belén, en casa de unos parientes. Cuarenta años antes
vivía cerca de la casa que José logró encontrar después del nacimiento de Jesús, la misma que tuvieron que
abandonar precipitadamente en la angustiosa noche de la huida.
La madre, aunque anciana, reconoció a María y la apremió a hospedarse en su casa. Nos contó que tiempo
atrás había pasado por Belén el apóstol Mateo, para recoger noticias de la genealogía de José. Mateo, en
efecto, quería confirmar en la fe a muchos judíos que habían sido bautizados, pero todavía se mostraban
dudosos y titubeantes. Según ellos, Jesús, proviniendo de Galilea y de Nazaret, no reunía las características
para ser reconocido Mesías, el cual debía pertenecer a la tribu de Judá y a la familia de David y había de nacer
en Belén.
María corroboró todo. Ella precisamente había aconsejado a Mateo que investigara en Belén y le había
contado toda la peripecia de los Magos como prueba del nacimiento de Jesús en Belén, además de asegurarle
que, si después se estableció en Nazaret, fue por mandato del Cielo.
El hombre superviviente a la matanza manifestó un gran deseo de conocer más ampliamente a ese Jesús de
Nazaret del que había oído hablar y al que ya consideraba su paisano. Sin embargo, María no quiso meterse en
hablarle de la vida y las enseñanzas de Jesús, por entender que esta tarea era propia de los apóstoles y sus
colaboradores. Sí nos recordó, en cambio, que lo fundamental era la conversión y la fe en Jesús, muerto y
resucitado para la remisión de nuestros pecados y la salvación del mundo.

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El hombre, con toda la familia, estaba ya predispuesto a la fe. Sin embargo, una dificultad le obstaculizaba
pedir el bautismo. Preguntó a María:
—¿Por qué Jesús, que recorrió ciudades y aldeas de toda Judea, Samaria e incluso fuera de su patria, y pasó
haciendo el bien a todos, nunca vino a Belén? Y eso que tenía una gran deuda con esta tierra, pues aquí nació
y aquí ocasionó una masacre que todavía sangra en nuestros corazones.
María se quedó un instante en silencio, mientras un velo de tristeza asomaba a su rostro. Luego,
recomponiendo su habitual y serena amabilidad, respondió:
—Hijo mío –y miró a la madre, como excusándose por llamar hijo a aquel hombre–, Jesús vino a Belén y
quiso nacer aquí, en la aldea de su padre David, pero no fue acogido. Fue rechazado, porque no había sitio
para Él, y se le obligó a nacer fuera, en una cueva del campo. Respecto a la matanza, ni siquiera se le evitó,
sino sólo se le postergó: treinta años después paladeó de forma consciente y atroz la malicia y la crueldad de
los hombres, cargando sobre sí la violencia que se inflige a toda criatura.
Por tanto, Jesús no regresó a Belén para recordarnos que rechazar a un niño que se asoma a la vida desde el
seno materno es como rechazar a Dios, el Dios de la vida, e impedir nacer a un niño es como impedir a Dios
ser padre. En toda madre que rechaza a su hijo se esconde Herodes. Así, esos niños con su sangre, y los
Magos con sus dones, se han vuelto los testigos más autorizados de Jesús, de su nacimiento en Belén, y de su
identidad de Mesías, hijo de David, Hijo de Dios.
Jesús, al nacer como hombre, nos ofreció la posibilidad de nacer como hijos de Dios. Por esto, el cielo se
iluminó de luz divina en la noche de su nacimiento y los ángeles cantaron a Dios la gloria y a los hombres la
paz. Por otra parte, aun proclamándose hijo de David, Jesús oscureció el sitio de su nacimiento para
recordarnos que, frente a su genealogía humana, mucho más importante y cargada de misterio es su
generación divina. Esta tuvo lugar en el seno del Padre desde la eternidad. El Niño que aquella noche salió de
mi vientre y se confió a mis brazos era el mismo Hijo de Dios que, salido del seno del Padre, se había
revestido de carne y puesto su morada en medio de nosotros.

78. NUEVA VISITA AL PORTAL

Juan escuchaba las palabras de María, pero a la vez rumiaba lejanos pensamientos que alumbraban su mente
joven con una luz nueva. Lucas, por su parte, se mostraba a la par pensativo y lleno de asombro, y guardaba
todo en su memoria, ya acostumbrada a recoger hechos y palabras que iban componiendo el mosaico del
personaje, Jesús, que cada vez emergía más atractivo y conmovedor ante sus ojos.
El hombre escapado a la matanza dejó por fin de tener dudas y manifestó su deseo de recibir el bautismo con
toda su familia. Quiso luego visitar la gruta que el gran misterio iluminó en la noche antigua. Nos dirigimos
allí todos al atardecer. El sol perezoso de otoño se arrastraba sobre los rastrojos ocres de la tierra. Dos
robustos olivos habían crecido delante de la cueva, semioculta tras dos grandes matas de rosas silvestres en
plena floración. El hombre abrió un pasillo para que pudiésemos entrar. Nada más asomarse al interior de la
gruta, María se paró, embargada de repente por una ola de emoción, al descubrir que, cubierto de polvo y
detritus, con las maderas ennegrecidas por el tiempo pero intactas, aún seguía allí, al fondo, adosado a la pared
derecha de la cueva, el pesebre donde ella, Virgen-Madre, todavía muchacha, había depositado a su Niño en
aquella noche inolvidable.
Permanecimos en silencio, partícipes también nosotros de la conmoción de María. Después Magdalena se
acercó al pesebre, se arrodilló y lo besó. El hombre se puso entonces a limpiarlo. Cogió la tabla más pequeña,
corroída por el tiempo, que se dejó desencajar sin esfuerzo. Magdalena pidió a María que le permitiera
llevársela como recuerdo. María sonrió, besó también la tabla y la acarició tiernamente con la mano.
Cuando salimos afuera, el hombre miró alrededor y comentó a María que compraría el terreno circundante a la
cueva y lo cercaría, porque ese sitio tenía que convertirse en un lugar de oración. La emoción se reflejaba en la
cara de todos. Yo hubiera deseado decir muchas cosas. Cada rincón de ese lugar era para mí una provocación:
¡cuántos recuerdos se agolpaban en mi corazón! Hubiera deseado relatar…, pero la discreción de María me

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sirvió de llamada de atención y no supe hacer más que cortar dos rosas de la mata y ofrecérselas en silencio.
Ella me abrazó y susurró:
—Hijo mío, ¡no olvides!

79. OTRA VEZ EN NAZARET

Con Lucas, Juan, Magdalena y los otros de nuestra casa visitamos, siempre guiados por María, los demás
lugares de la infancia y la juventud de Jesús: Nazaret, Galilea y, finalmente, también Jerusalén. Pero ninguno
de ellos nos provocó emociones tan hondas como las experimentadas en Belén.
Nazaret ya no era la aldea tranquila y serena donde la gente llevaba una vida laboral y familiar bajo el signo
de la concordia y la solidaridad. Demasiados fermentos de inquietud, no siempre animados por un sincero
patriotismo, habían deteriorado el ambiente y alterado la fisonomía del pueblo que vio crecer a Jesús junto a
José y en el quee poco a poco mostró su sabiduría y su identidad divina. Como para confirmar esta mala
impresión, el único episodio que María contó a Lucas y a los demás fue el sucedido a los doce años, cuando
Jesús se quedó inopinadamente en el Templo durante tres días, sin avisar ni a ella ni a José.
La casa de Nazaret era ya la vivienda definitiva de Joses y su familia. Él seguía sacando adelante el taller de
José y era quizás el único pariente de Jesús que no se había dejado enredar en los movimientos
revolucionarios de ese tiempo. Nos recibió con alegría y nos presentó orgulloso a su familia y sus trabajos.
Nos pidió noticias de su hermano Santiago y de su actividad apostólica en la comunidad de Jerusalén: lo
quería y admiraba de veras, pero no hubiera podido imitarlo. A él Jesús le insistió varias veces que tenía que
glorificar a Dios con su trabajo y en su familia, como había hecho José, y el propio Jesús durante muchos
años.
Por lo demás, Joses hablaba a todo el mundo de Jesús y se sentía llamado a custodiar celosamente los
recuerdos ligados a la casa que contempló la aventura humana del Hijo de Dios. Es más, quiso tomar también
a su cuidado la casa donde María vivió con los abuelos antes de irse con José. Allí, acogiendo el saludo del
ángel, María concibió por obra del Espíritu Santo y se hizo Madre del Redentor. Por eso, Joses la había
restaurado, y pensaba reunir allí las pertenencias de la familia de María.
Cuando fuimos a visitar esta casa, a María se le saltaron lágrimas de emoción y regocijo. Volvió a ver las
paredes, la pequeña ventana que da al huerto, el sitio de la artesa y el rincón donde se hallaba aquella mañana
de primavera…: todo le recordaba la experiencia más arrebatadora, única e irrepetible de su vida. Por
insistencia de Lucas, comenzó a narrar su encuentro con el ángel, su turbación, su abandono a la voluntad de
Dios para que se cumpliese la obra de la salvación… Recordó con especial emoción el momento en que el
poder del Espíritu Santo se adueñó de su alma… y de su cuerpo.
Magdalena no supo contener su entusiasmo y se lanzó a abrazar a María, repitiendo continuamente:
—Gracias, Madre mía. Gracias.
También Lucas estaba visiblemente conmovido. Juan, por su parte, tuvo una inspiración: celebrar allí la Cena
del Señor con la «Fracción del Pan». Y así esa tarde, por vez primera allí donde el Verbo se hizo carne, la
Carne del Hijo del hombre se hizo Pan para nosotros. Fue el más precioso regalo que pudo hacerse a María:
una Virgen concebía al Hijo de Dios, un virgen ofrecía en la Eucaristía al Redentor del hombre.

80. EL CONCILIO APOSTóLICO DE JERUSALéN

Antes de regresar a Jerusalén, María quiso pasar de nuevo por los lugares que más le recordaban hechos
importantes de la vida de Jesús: Caná, donde vio que los esposos se habían hecho discípulos del Señor;
Cafarnaún, Betsaida y otras localidades a orillas del lago de Tiberíades. Por doquier eran muchos los
discípulos que habían vuelto a la fe y al seguimiento de Jesús, tras abandonarlo en los días del escándalo. Al
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reemprender el viaje, María quiso evitar Magdala, para ahorrar a Magdalena el triste recuerdo de sus años de
juventud. Cruzamos así Samaria pasando por Siquén, bajamos a lo largo del Jordán por los lugares de Juan
Bautista y, a través de Jericó, subimos a Jerusalén, tras una parada obligada en Betania.
Estaba ya próximo el invierno y Lázaro y sus hermanas Marta y María trataron de convencer a la madre de
Jesús de que lo pasase en su casa. Sin embargo, nos detuvimos sólo unos días, que a Lucas le sirvieron para
recoger más noticias y recuerdos de Jesús. Al final, Juan decidió volver con María a Jerusalén: allí estaba su
casa y, por otra parte, allí podía hacerse más presente en la comunidad de discípulos, cada vez más numerosos.
El regreso de Juan a Jerusalén resultó providencial. Tras la muerte de Santiago, el hermano de Juan, casi todos
los apóstoles habían abandonado Jerusalén: Pedro, liberado prodigiosamente de la cárcel, se había ido a
Cesarea, huésped del centurión romano Cornelio, el primer pagano convertido al Señor y al que había
bautizado. Con él y bajo su protección pudo zarpar para Roma.
Los demás apóstoles se habían esparcido por las regiones vecinas. También Marcos se había marchado a
Chipre y Cilicia con Bernabé y Pablo. Sólo Santiago, el primo del Señor, permanecía en Jerusalén al frente de
la comunidad, pues caía bien a los judíos por su austeridad de vida y su escrupulosa fidelidad al judaísmo.
De nuevo en Jerusalén, Juan podía ser, pues, de gran ayuda para la comunidad cristiana. Además, el año
anterior había muerto Herodes Antipas, el rey que, para complacer a los judíos, había desatado la cruda
persecución contra la Iglesia. A resultas de su desaparición, los discípulos del Señor disfrutaron de un período
de paz, lo que sirvió para la consolidación de la comunidad de Jerusalén y la expansión de la fe.
Este período favoreció también el retorno de muchos apóstoles, quienes, tras esa primera experiencia de
anuncio del Evangelio, sentían la necesidad de reencontrarse con Pedro para transmitirse sus experiencias y
calibrar, en cierto sentido, la situación. Con mayor motivo cuanto que en varias comunidades serpeaban
fermentos de inquietud y de discordia, a propósito de si los bautizados no judíos estaban obligados a
someterse a las leyes mosaicas, comenzando por la circuncisión. Era de capital importancia tomar una
decisión sobre este asunto, porque se trataba de declarar caducadas las prácticas judías y de proclamar la
separación de la Iglesia respecto de la sinagoga. Venía a ser como cortar el cordón umbilical.
María, que a la luz del Espíritu Santo percibía estos «pesares» de la Iglesia naciente, nos comprometió a todos
a una constante y confiada oración, para que la Iglesia pudiera cruzar sin crisis de adolescencia el doloroso
umbral de la madurez.
Pedro regresó de Roma y tomó consigo a Marcos. Poco antes había llegado Mateo, que aprovechó ese tiempo
para reordenar la recopilación de palabras y hechos de Jesús que había agregado a la narración de la pasión,
muerte y resurrección del Señor. Sistematizó igualmente los datos sobre la genealogía de José que había
recabado en Belén para documentar, ante las perplejidades de los judeo-cristianos, la ascendencia davídica del
Señor. También por este motivo había mantenido su escrito en la lengua original de Jesús: el arameo.
De Galilea y de distintas zonas de Judea volvieron también Judas Tadeo y Simón, a quienes al poco se
añadieron Felipe y Andrés. Más tarde nos llegó la noticia de que Pablo y Bernabé habían regresado de su viaje
a las regiones de Asia Menor, en donde muchos gentiles habían abrazado la fe. Mientras que la comunidad
cristiana y los apóstoles acogieron estas noticias con gran júbilo, los fariseos convertidos a la fe manifestaron
primero perplejidad, y después rotunda oposición, porque tales paganos deberían ser circuncidados según la
ley de Moisés.
El contraste amenazaba con transformarse en abierta ruptura de la unidad de los discípulos. El momento era
delicado y los apóstoles quisieron escuchar a Pablo y Bernabé, que subieron presurosos a Jerusalén y relataron
a los apóstoles y ancianos de la comunidad los prodigios realizados por Dios entre los paganos.
María, que seguía cada asunto con su habitual atención materna, impregnada de fe y sentido sobrenatural, nos
apremió a una ferviente e incesante invocación al Espíritu Santo. Luego tomó aparte a Juan y le insistió en que
recordara a Pedro que tal cuestión sólo la resolvería el Espíritu Santo, por lo que era necesario pedir su gracia
y su luz. Y añadió:
—Y dile a Pedro que se acuerde del centurión Cornelio.
La asamblea de los apóstoles y de los ancianos se reunió en el Cenáculo. Invocaron solemnemente en primer
lugar al Espíritu Santo. Después de escuchar el relato de los hermanos y de alabar juntos a Dios por las
maravillas llevadas a cabo, Pedro se levantó en medio de todos y proclamó con claridad que los cristianos ya

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no se hallaban sometidos a las prescripciones mosaicas y que la Iglesia era independiente de la sinagoga. En
efecto, Jesús era el «Cristo» y en Él se cumplieron las promesas que hizo Dios a su pueblo por boca de Moisés
y los profetas; en Él, por su pasión y muerte, todas las gentes encuentran la salvación. A este propósito –
agregó–, el apóstol Mateo merecía un aplauso, por haber compilado las principales enseñanzas de Jesús, sus
parábolas y los milagros que realizó antes de ser glorificado por el Padre con su resurrección de los muertos.
La asamblea acogió las palabras de Pedro con un fuerte aplauso. Finalmente se levantó Santiago, que regía
entonces la comunidad de Jerusalén y conocía la sensibilidad de los judíos conversos, y propuso escribir una
carta a los hermanos de Antioquía, para informarles de lo decidido y para que mantuvieran el buen ánimo,
pero sin olvidar que Jesús, si bien había abrogado las prescripciones mosaicas, no había abolido la ley y los
profetas. De ahí que debieran atenerse a los mandamientos dados por Dios a Moisés, esto es, guardarse de la
idolatría, de la fornicación y de las prácticas del paganismo. Establecía así la continuidad entre la antigua y la
nueva Alianza, cuya plenitud se encuentra en el Señor Jesús.
Una gran satisfacción recorrió la asamblea. Todos percibían que se había dado un paso histórico y que había
llegado el momento de expandirse por todas las naciones, tal como ordenó el Señor, y de llevar el Evangelio
hasta los confines de la tierra. Una solemne celebración de la Cena eucarística clausuró esta asamblea de los
apóstoles y de los ancianos, en la que participaron también los principales discípulos.

Los últimos días de María

81. MARíA Y SU «HORA»

Ese día, el día del Concilio apostólico, María lo pasó en continua oración. Se mantuvo apartada e inmersa en
profundo recogimiento. A la mañana siguiente, cuando nos vio, instó a Juan a que le contara el desarrollo de la
asamblea y se mostró visiblemente satisfecha por el reconfortante resultado con que había concluido. No había
tenido duda alguna y dio gracias al Señor.
Nos llamó a su lado y, mirándonos con inmenso cariño, nos dijo:
—Hijos míos, ahora ya ha terminado mi misión en la tierra. Os dispersaréis en todas direcciones y llevaréis el
Evangelio a todos los pueblos. Encontraréis muchas tribulaciones, sufriréis la persecución de los hombres y la
hostilidad del Maligno, y muchos de vosotros beberéis el cáliz del Señor, rindiéndole testimonio con vuestra
propia sangre. Yo no podré acompañaros en la tierra, pero os seguiré desde el Cielo. Es más, os precederé con
mis súplicas ante el trono de Dios. Presentaré al Padre a su Hijo e Hijo mío predilecto, para que todos los
caminos de la tierra se abran a la salvación.
Luego se volvió a Juan y le manifestó el deseo –en realidad, una decisión suya muy meditada y consciente– de
dejar la casa donde llevaba residiendo con él y con nosotros los años posteriores a Pentecostés, para
trasladarse a la de Marcos, la cuna de la Iglesia. Allí había vivido Jesús sus últimas horas, allí había vivido la
Iglesia sus primeras horas, allí había nacido la Eucaristía, allí los apóstoles habían vivido con ella la gran
espera del Espíritu, y allí, por medio de ella, la Virgen-Madre, el soplo del Espíritu había engendrado la
Iglesia. Allí, pues, debía concluir su misión terrena.
Del modo de comportarse se colegía que María era consciente de que se acercaba «su hora». En un momento
de confidencia, le cogí la mano y se la estreché con fuerza. Entendió que mi gesto era una pregunta. Me miró
con intensidad y con su dulcísima sonrisa: era su respuesta. Comprendí que, acaso el día anterior, había
recibido una visita de Jesús. ¿La había anunciado «su hora»? ¡Probablemente!
Nos trasladamos, pues, a casa de Marcos. María no quiso comer nada, pero sus fuerzas ya habían dado señales
de debilitamiento. Al entrar saludó a las mujeres y a los apóstoles. Estaban éstos preparándose para ir al
Templo, pues el pueblo los aguardaba para la oración y para escuchar sus palabras. La mayor parte de los
discípulos ancianos ya se habían ido. Sólo quedaban Pedro, Andrés y algunos otros. Faltaban Santiago de

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Zebedeo, que había sufrido martirio unos años antes; Tomás, que quiso pasar por casa del diácono Nicanor
antes de salir para Mesopotamia; y Natanael, que no había podido regresar a Jerusalén.
María se detuvo ante Pedro, lo saludó con cariño, le observó de arriba abajo y, sonriéndole, le dijo:
—Hijo mío, ¡te has puesto la túnica del revés!
Pedro se miró algo confuso y, sin más, explotó en una clamorosa risotada. Respondió:
—Madre, bien sabes que el orden nunca ha sido lo mío.
María le consoló y a continuación añadió:
—Pedro, ha llegado el momento en que debes abandonar Jerusalén, conforme al mandato de Jesús. Esta
ciudad ha gozado abundantemente de los milagros que el Señor ha obrado por medio de vosotros, pero el
mundo entero aguarda ahora el Evangelio.
En cuanto a ti, el Señor te ha librado varias veces de las manos de tus perseguidores. Ahora tienes que volver a
Roma para proseguir la predicación del Evangelio que allí iniciaste. Roma será ‘tu’ ciudad. Desde allí, tu
testimonio de Jesús y la firmeza de tu fe irradiarán al mundo entero.
Echando una rápida mirada a Marcos, que estaba a su lado, continuó:
—Llévate contigo a este muchacho: ya se ha hecho un mocetón fuerte y robusto. Te será de gran ayuda y lo
tratarás como a un hijo.
Y tú, Marcos, querido hijo, ponte a disposición de Pedro: te necesitará. Desde hoy lo considerarás y lo tratarás
como un padre.
María quiso subir después al piso de arriba y ver el Cenáculo. Se entendía que era su última visita al lugar que
permanecía en su memoria entre los más queridos. Se paró en silencio unos instantes, luego se acercó a la
ventana, miró la ciudad y hacia arriba, al Templo inundado de sol. Emitió un largo suspiro, acompañado de
una sonrisa que era a la par de gozo y de pena. Se recompuso enseguida y bajó con nosotros al piso de abajo.
Fue entonces cuando advertí que sus fuerzas iban rápidamente decayendo.

82. LA «DORMICIóN» DE MARíA

Las mujeres habían dispuesto para ella una habitación al otro lado de la casa. María, acompañada por Myriam,
atravesó el patio y entró en la habitación. No manifestaba señal alguna de enfermedad, ni síntoma de cualquier
afección. Acusaba solamente una indefinible astenia, como si se le fuera agotando la energía vital. Se tomó un
vaso de leche con miel que le ofreció la madre de Marcos. Le produjo una momentánea vigorización, que le
permitió ocuparse de varios asuntos referentes a las necesidades de los apóstoles y a su inminente dispersión.
Al atardecer, su situación acusó una recaída, hasta el punto de que ya no lograba mantenerse en pie. Quiso
echarse en el suelo, encima únicamente de una pequeña estera. Juan y las mujeres no lo consintieron, sino que
dispusieron un diván forrado de tela mullida y costosa. María no se opuso y se sometió humildemente a la
decisión.
Por la noche, los apóstoles se reunieron en la sala grande para celebrar la Cena del Señor. María pidió a Juan
que oficiara para ella y todos nosotros la Fracción del Pan en su habitación. Fueron momentos de una
indescriptible emoción. Nos distribuimos en torno al diván en el que yacía María, apoyada en un almohadón
recamado. A un lado estábamos Magdalena, Susana, Salomé y yo; al otro, Myriam y Lázaro, con sus
hermanas Marta y María. A los pies del diván se hallaba Juan, junto a una pequeña mesa con la copa de vino y
el pan ácimo encima.
Se comenzó con los salmos de alabanza y de adoración al Señor. Siguió la lectura. Lázaro leyó el pasaje del
Éxodo donde se narra el milagro del maná que alimentó al pueblo de Israel durante la travesía del desierto.
Comentando el pasaje, Juan recordó las palabras del Señor en la sinagoga de Cafarnaún: «Yo soy el Pan de
vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que baja del Cielo, para que

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el que lo coma no muera. Yo soy el Pan vivo bajado del Cielo. El que coma de este Pan vivirá para siempre, y
el Pan que Yo le daré es mi carne para la vida del mundo».
Juan pronunciaba con unción, con los ojos cerrados, como si esas palabras fueran joyas preciosas que extraía
del cofre de su memoria con la mirada contemplativa del alma. Tras una pausa de silencio y de reflexión,
extendió las manos sobre el pan y el vino, invocando la bendición divina. Luego, repitiendo los gestos y las
palabras de Jesús, tomó el pan, nos lo mostró y dijo:
—Tomad y comed: esto es mi Cuerpo sacrificado por vosotros.
Se inclinó profundamente. Enseguida tomó la copa de vino y continuó:
—Esta es mi Sangre, la Sangre de la nueva Alianza, derramada por muchos en remisión de los pecados.
Y renovó la profunda inclinación, que todos imitamos. Tras una pausa de silencio para orar, alzó las manos y
los ojos al cielo diciendo:
—Suba a ti, Padre, esta ofrenda de tu Hijo predilecto y Señor nuestro, Jesucristo. Descienda tu bendición, la
salvación y la paz sobre nosotros, sobre la Iglesia y sobre cuantos invocan tu nombre.
A continuación, vuelto hacia nosotros, nos invitó a rezar el Padrenuestro, la oración que Jesús confió a los
apóstoles, referencia obligada ya de toda plegaria de la Iglesia. Juntó las manos y, mirando el Pan y el cáliz,
prosiguió:
—Digno es el Cordero inmolado de recibir poder y riqueza, sabiduría y fuerza, honor, gloria y bendición.
Tomó el plato con el Pan y el cáliz con el Vino y, alzándolos, concluyó:
—Alabanza, honor, gloria y poder a Aquel que se sienta en el trono y al Cordero por los siglos de los siglos.
—Amén, respondimos.
Vuelto de nuevo hacia nosotros continuó:
—Dichosos los invitados a la Cena del Cordero.
Juan partió un trozo de Pan y lo mojó en el Vino para ablandarlo. De inmediato se dirigió hacia María y le
mostró el pedazo de Pan diciendo:
—Esto es el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo amado.
María observó con intensidad el Pan, en silencio. Miró a Juan y con un hilo de voz musitó:
—Soy la esclava del Señor. Amén.
Sumió el Pan empapado en Vino –el Cuerpo y la Sangre de su Jesús– y se quedó profundamente recogida. Yo
tuve la impresión de que, a los ojos de María, el Pan eucarístico y el rostro del apóstol se habían fundido,
como si fuesen una sola cosa, como si, en su corazón de Madre, su Hijo unigénito y su hijo adoptivo fueran
enteramente uno.
Los que estábamos alrededor del diván nos sentíamos embargados por la emoción, que a duras penas
lográbamos contener. Vino en nuestra ayuda la Comunión eucarística, que centró nuestra mente y nuestro
corazón en el gran misterio del amor de Cristo. Para respetar el recogimiento de María, Juan permaneció
varios minutos en silencio. Después entonó los salmos y las plegarias de agradecimiento y de bendición.
María abrió los ojos y nos sonrió. Estaba radiante.
Mientras tanto, los apóstoles ya habían terminado la liturgia de la Cena. Tras despedir a los ancianos y demás
discípulos, vinieron hasta nosotros para visitar a la Señora, acompañados por la madre de Marcos. La
habitación se llenó por completo. María saludó a todos con un hilo de voz, sin lograr alzar la cabeza del
almohadón. Aunque conservaba una plena lucidez, iba perdiendo las fuerzas cada vez más visiblemente.
Sin embargo, como si tuviese una recóndita reserva de energías, llamó a Pedro junto a sí. Pedro se arrodilló a
su lado, apoyó en el diván su cabezota henchida de cabellos híspidos, y dijo con voz ahogada y sollozante:
—Gracias, Madre. Gracias por todo.
Y no dijo más. María sonrió, posó su mano en la cabeza del apóstol en señal de bendición y susurró:

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—Que el Señor esté en tu camino y su ángel te acompañe. La gracia y la consolación del Espíritu Santo te
haga Maestro y Pastor del rebaño de Cristo, ahora y por los siglos.
Esta bendición materna nos dejó un tanto perplejos, pero más tarde nos dimos cuenta de que no sólo iba
dirigida a Pedro, sino a cuantos ocuparán su puesto.
Dio a entender que quería a Juan a su lado. Cuando se acercó, le acarició las manos y murmuró:
—Hijito mío, conserva en tu corazón lo que has visto y oído de Jesús y no olvides el testamento que te confió.
Un día, en una ciudad muy querida por mí, vendré a buscarte. Entre tanto, no se irá de tu corazón la que fue tu
madre desde el día de la Cruz.
Juan cogió la mano a María, se la llevó a la mejilla y la besó.
Las mujeres, viendo que la situación empeoraba por momentos, se aproximaron a María con intención de
ayudarla o de proponerle algún remedio. Abrió los ojos –fue la última vez– y, mirando a Myriam y Magdalena
que estaban a su lado, comentó:
—Decid a todas las mujeres que la Iglesia es ‘Virgen’ y es ‘Madre’. Rezad a Dios y obrad de tal modo que
nunca decaigan en la Iglesia estos dos tesoros. Toda mujer que ame a mi Hijo Jesús, sabrá ser virgen en el
pensamiento y el deseo, y madre en su corazón. Y vosotras no olvidéis lo que Jesús os recomendó. Siempre y
en cualquier asunto, vuestra fuerza será la oración y el sacrificio por amor.
Era ya noche muy avanzada. Pedro y Juan recitaron varios salmos de las «ascensiones» y algunas
invocaciones de intercesión. Luego se hizo el silencio en la habitación. Hasta ese momento yo me había
mantenido aparte, pero no me resignaba a la idea de que María me dejase sin decirme una palabra. Al fin me
sentí como impulsado por una voz interior, me colé entre los apóstoles y, sin más, me encontré de rodillas
junto al diván de María. Cogí su mano, pero inmediatamente tomó ella la mía y la estrechó con fuerza, como
si me hubiese reconocido y quisiera decirme algo. Me levanté y aproximé mi cara a la suya. Con un hilo de
voz y sin abrir los ojos, susurró:
—¿Y tú? Hijo mío, mantente junto a Juan, síguelo y ayúdalo en todo, como hiciste con Jesús. Y… ¡llámame!
Cuando quieras y en cualquier circunstancia. Llámame, y allí me encontrarás, siempre a tu lado.
Un nudo en la garganta me impidió pronunciar una sola palabra, pero sí besé sus manos maternales, que tantas
veces me habían acariciado y atendido. Hundí la cara en el diván para refrenar mi llanto y, en ese instante,
noté que pasaba su mano por mi cabeza y me despeinaba ligeramente, como José, como Jesús. Fue su último
detalle conmigo, coronación de la larga historia de cariño que comenzó con un tiernísimo abrazo en el umbral
de su casa de Nazaret, en una lejana e inolvidable mañana de primavera.
Desde ese momento, su respiración se hizo lenta e imperceptible. Un profundo y progresivo sopor se apoderó
de su cuerpo. No de su alma, que siguió siempre lúcida. Nos dimos cuenta cuando, de repente, la oímos
exclamar pausadamente y con claridad:
—Señor, en tus manos confío mi espíritu.
Fueron sus últimas palabras. Su respiración se extinguió y el corazón se paró. Era el alba del primer domingo
del mes de Elul.
Los apóstoles cayeron de rodillas alrededor de su lecho y todos los demás los imitamos. Se hizo un silencio
prolongado, que no era ni de lágrimas ni de oración: era de contemplación. Esa muerte, en efecto, no era la
muerte, sino un sueño: la muerte no la había vencido. María se había «dormido» en los brazos de Dios. Su
verdadera muerte ya la había padecido en el Calvario: una muerte de dolor y lágrimas, en la que vertió su
sangre, la sangre divina del Hijo, y la convirtió para siempre en Madre de redención para toda la humanidad.

83. LA SEPULTURA DEMARíA

Puede parecer extraño, pero ante aquel diván en el que la Virgen María yacía «dormida», ninguno de nosotros
se sintió movido a llorar. El semblante de María, su compostura, mostraba tal serenidad que infundía en todos
nosotros gran paz y gozo. Una palidez delicadamente rosada irradiaba en aquel rostro la frescura de una
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muchacha: ni una sola arruga en la piel, ni una mueca que indicase sufrimiento y dolor. Los labios, cerrados
pero distendidos, conservaban un color vivo, incluso fresco, y esbozaban una tierna y dulcísima sonrisa. Su
figura se nos manifestaba en toda su dignidad de mujer con una belleza intemporal: era la imagen de una
muchacha, pero con la majestad de una reina.
Ninguno de nosotros se atrevía a hablar de sepultarla, pues hubiéramos deseado conservarla con nosotros y no
interrumpir su «sueño». Fue la madre de Marcos quien tomó la iniciativa y nadie quiso contradecir su
decisión:
—María se ha dormido en esta casa y, por eso, descansará en nuestro jardín de Getsemaní.
Llamó a los criados y los puso a disposición de Lázaro, encargándoles ir al huerto de los Olivos a preparar la
tumba. Tenían que arreglar una de las grutas y darle el aspecto de una habitación para el «descanso» de una
señora. Los apóstoles se dirigieron al Templo para la hora tercia, ya que el pueblo los aguardaba, como
siempre, y ellos no querían faltar. Juan, Magdalena y yo nos quedamos velando a la Madre del Señor, mientras
que María de Marcos supervisaba las faenas domésticas.
Las hermanas de Lázaro, Marta y María, por su parte, quisieron ocuparse de los restos inmaculados de la
Virgen Madre. Su cuerpo no tenía ni remotamente el aspecto de un cadáver, por lo que no debía ser envuelto
en una mortaja, sino arropado por un traje de reina. Marta y María, junto con Juana de Cusa y otras mujeres,
se fueron a su casa de Betania, ya que allí conservaban las costosas telas con que debería haberse
confeccionado un vestido de gala para Berenice, mujer de Herodes II, que en su día había encargado a Lázaro
el aprovisionamiento de tejidos y su confección. Ahora bien, como la muerte había pillado a Herodes el año
anterior, las piezas seguían allí inutilizadas. Eran telas orientales, finamente recamadas, tratadas con púrpura y
azul de topacio. Guiado por Marta y con el consejo de Juana, el equipo femenino se puso a trabajar y así, antes
de anochecer, la prenda ya estaba terminada. Regresaron a Jerusalén a tiempo para vestir a la Madre del Señor
antes del crepúsculo.
La operación no resultó dificultosa, porque el cuerpo de María se mantenía blando y flexible. El vestido la
recubría por completo. Las mangas, más amplias en los hombros, iban estrechándose hacia las muñecas y se
remataban con galones dorados. En el cuello, una orla de lino blanco, finísimo, cerraba el vestido, que a
continuación se adaptaba perfectamente a las líneas todavía gráciles y armoniosas de la figura de María.
Ciñendo la cintura, una banda azul destacaba sobre la púrpura de la falda, que llegaba hasta los tobillos. Los
pies, al aire, aparecían todavía tan tersos como los de una muchacha. Para calzarlos, Juana trajo por la noche
dos zapatillas de lana recamadas. Magdalena, por su parte, se ocupó de componerle los cabellos: los dividió en
dos, con la raya en medio, y dejó que cayeran blandamente sobre los hombros. Les entreveró también dos
capullos de rosa en el lado derecho, mientras que entre los dedos de las manos, cruzadas sobre el pecho,
ensartó una espléndida rosa de Jericó, recién cortada del jardín.
Vista así, María no parecía una criatura de este mundo, sino que poseía la fascinante belleza de una inocencia
sin edad y, a la vez, la majestuosidad de una reina. Las mujeres quisieron aderezarla con costosos collares y
brazaletes, pero Juan no lo consintió. Las joyas que adornaban a María no eran de ese estilo, sino los preciosos
dones que Dios infundió en su alma y que seguían siendo una riqueza para todos los hombres.
Velamos a María toda la noche. Por turnos, Pedro y los apóstoles rezaron en silencio junto a María
«dormida». Poco antes de amanecer se ultimaron los preparativos para el traslado del cuerpo a la gruta de
Getsemaní. Lázaro y los criados ya la habían arreglado y adornado: cerraron la entrada con un muro, salvo la
embocadura, que taparía después la piedra de cierre.
Con las primeras luces del día, nuestro cortejo se puso en camino hacia el valle del Cedrón. María, recubierta
con una tela de lino, yacía en una litera, que portaban a hombros los apóstoles. Nosotros íbamos detrás en
silencio, con el alma llena de pensamientos en los que se entremezclaban desordenadamente recuerdos,
interrogantes y expectativas. Yo tenía el corazón henchido y no sabía con quién hablar: Juan iba demasiado
inmerso en sus ideas, y a las mujeres y a los demás los sentía lejanos. De pronto me vi junto a Magdalena, que
sorprendentemente no lloraba; me miró y me cogió de la mano. Al cabo de un trecho de camino, me susurró al
oído:
—Sé lo que te está pasando. Pero no te sientas huérfano. ¿Te acuerdas? ‘En cualquier momento, llámame y
allí me encontrarás, siempre a tu lado’. Ahora nos aguardan los caminos de la tierra. Hay que sembrar el
Evangelio y el amor de Jesús por todos lados. Y María caminará junto a nosotros.

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Llegamos al sepulcro, que no estaba muy lejos de la entrada del huerto de Getsemaní. Los apóstoles bajaron la
litera y, manteniéndola a pulso, sin posarla en el suelo, la pasaron con sumo cuidado a Lázaro y Felipe, que se
habían metido en la gruta. Nadie acusó esfuerzo alguno: el cuerpo de María parecía liviano como un velo. Lo
depositaron sobre una piedra lisa, levantada unos pocos dedos sobre el suelo. Luego quitaron la tela de lino
que lo cubría, para admirar por última vez ese rostro tan querido. La Virgen aparecía aún perfectamente
compuesta, a pesar del complicado transporte por un camino incómodo.
Nos quedamos todos callados alrededor de la entrada de la gruta. Nadie lloraba. Sólo al final la voz de Pedro
rompió el silencio:
—Te bendecimos, Señor Dios nuestro, por habernos dado a tu Hijo amado de una Madre tan santa, y te damos
gracias por haberla colmado de tus dones y de tu gracia. Te rogamos que, por obra del Espíritu Santo, Ella
prolongue su maternidad sobre nosotros y sobre la Iglesia. En el nombre de tu Hijo, que se sienta a tu derecha
en los cielos por los siglos de los siglos.
Juan penetró en la gruta, besó por última vez las manos de María y la tapó con la tela de lino. Salió con Lázaro
y Felipe e indicó que se cerrara la entrada. Todos se marcharon.
Yo, sin darme cuenta, me quedé junto a la gruta. Dentro de ella se encerraba la entera aventura de mi vida y,
sin embargo, sentía que no podía echarme a llorar, porque esa aventura mía aún no había terminado. En
realidad, esa aventura constituye una historia que trasciende el espacio y el tiempo. El tiempo y el espacio son
sólo un lugar, un marco. Y esa aventura puede inscribirse en la experiencia personal de toda alma, de
cualquier lugar y tiempo. Estos pensamientos desataron de repente el nudo que me atenazaba y dilataron
inmensamente mi corazón, a la vez que me colmaron de una nueva paz y de una luz extasiante como la
felicidad.
En ese momento oí pronunciar mi nombre: eran Juan y Magdalena, que me esperaban para cerrar el huerto. En
un instante volví a la realidad. Sin embargo, no pude menos que apoyar la frente en la piedra que cerraba el
«sepulcro» y murmurar con pausa, saboreándolas –las sentía resonar en mi alma–, las palabras del ángel y de
Isabel: «Dios te salve, María, llena de gracia, el Señor es contigo. Bendita eres entre las mujeres y bendito el
fruto de tu vientre, Jesús».

84. EL DESPERTAR EN LA GLORIA

Por la noche, los de la casa de Juan nos unimos a los de la casa de Marcos para celebrar la Cena del Señor con
los otros apóstoles. Esa tarde había regresado Tomás con el diácono Nicanor, que pronto partirían para
Mesopotamia. No es fácil describir el disgusto y el dolor de Tomás por no haber presenciado ni el tránsito ni
la sepultura de María.
Tomás, por su carácter algo testarudo y proclive a la suspicacia, no gozaba de mucha simpatía entre los demás
apóstoles, pero María, en su inagotable disponibilidad maternal, siempre lo había alentado y tratado con
cariñosa comprensión. Viéndose comprendido y acogido con tanta amabilidad, Tomás se había encariñado
mucho de la Madre de Jesús, hasta el punto de que la permitía decirle todo lo que quisiera, y la escuchaba y
obedecía dócilmente como un niño.
El hecho de no haber estado presente en los últimos momentos de la vida de María, de no haber podido
despedirla y, para colmo, de no poder verla más, apesadumbraba a Tomás como una carga demasiado pesada,
como algo inaceptable. De ahí que, al día siguiente, deseara desplazarse cuanto antes hasta el «sepulcro», para
ver por última vez a Aquella que siempre le había querido, comprendido y defendido, y ofrecerle una última
muestra de su cariño.
El deseo de ver una vez más a la Madre de Jesús nos aunó a todos y decidimos ir con Tomás a Getsemaní.
Estábamos al completo: Pedro, Juan, Andrés, Mateo, los primos de Jesús, Felipe, Matías, Bartolomé, Marcos,
Magdalena, yo y el grupo de mujeres. Parecía como si una voz interior resonara en el corazón de todos y nos
convocase a una cita en el huerto de los Olivos. El sol se asomaba tras el desierto y el aire fresco de la mañana
nos despertaba un sentido de serenidad y de gozosa espera, que a nosotros mismos nos sonaba raro en vista de

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que nos dirigíamos a visitar un sepulcro. Lázaro indicó a los criados que llevaran lo necesario para remover la
piedra.
Nada más traspasar la puerta del huerto, Juan, que nos precedía, se paró de repente, sorprendido y estupefacto.
Al mirar hacia la gruta le pareció verla abierta, sin piedra que la sellase. Impulsado por el deseo de comprobar
lo ocurrido, echó a correr hacia la gruta. Efectivamente, era cierto: el sepulcro se hallaba abierto y la piedra
quitada. Instintivamente echó un vistazo alrededor como buscando una respuesta y aguardó a que llegásemos.
Sólo entonces penetró con Pedro en la gruta. En el banco de piedra yacía completamente fofo el vestido de
Santa María, si bien en perfecto estado, tal como había revestido a la Virgen, e incluso sobre el pecho
permanecía la rosa de Jericó, todavía fresca y de la que emanaba un perfume celestial, desconocido. La tela de
lino que la cubría estaba doblada aparte, en el suelo. Del cuerpo de María, nada.
Juan salió al poco rato del sepulcro, extendió los brazos hacia nosotros y sacudió la cabeza en ademán de no
saber qué pensar o qué decir. En realidad, sí pensaba algo y su presentimiento se leía en sus ojos brillantes.
Las similitudes con la mañana de la Pascua de veinte años atrás eran demasiado evidentes. Al fin y al cabo,
¿qué otro destino podía tener la que había engendrado al vencedor de la muerte y había vivido en continua
comunión con el Resucitado? Trascurrieron unos minutos de aprensión y de inseguridad, en los que las
suposiciones, los interrogantes y los intentos de respuesta se entrecruzaron en nosotros con los más diferentes
estados de ánimo.
Al final llegó la respuesta, la misma que secretamente nos esperábamos todos y acabó con nuestro temor e
inquietud. De pronto salieron del sepulcro dos personajes celestiales, con vestidos luminosos y esplendentes,
que nos acallaron a todos, más por la sorpresa de su aparición que por cualquier otro motivo. Uno de ellos
dijo:
—Varones y mujeres de Galilea, ¿por qué buscáis entre los muertos a la Madre del Viviente? No habita en el
sepulcro aquella que fue morada del Espíritu Santo y de la cual brotó la fuente de la vida. Id por todo el
mundo: Ella alumbrará vuestro camino como Estrella de la mañana.
Y desaparecieron, dejándonos un sentimiento de gozo indecible y de inmensa felicidad.
Nos abrazamos emocionados. Los apóstoles se dirigieron rápidamente al Templo para alabar a Dios y darle
gracias por sus maravillas. En Getsemaní permanecimos Juan, yo, Magdalena y el grupo de mujeres.
Deseábamos recuperar el vestido de María, y adaptar la gruta para transformarla en sitio de oración. También
el apóstol Tomás se quedó en el huerto, pues quería para él la banda azul que ciñó el cuerpo virginal de la
Madre del Señor.
Se nos hizo así la hora sexta, pleno mediodía. El sol, alto en el cielo, brillaba con todo su esplendor. Nos
disponíamos a abandonar Getsemaní cuando un relámpago rasgó la luz del día, como si el aire ardiese.
Sorprendidos y algo atemorizados, miramos alrededor: nada, ninguna señal de cualquier fenómeno extraño.
Fue Magdalena la que, al cabo de unos instantes, mirando hacia arriba, apuntó su dedo índice hacia el sol, con
gritos de asombro y de sorpresa. Un espectáculo impresionante se presentó a nuestra vista: en el cielo
completamente azul apareció una señal grandiosa: una mujer vestida de sol, con la luna bajo los pies y una
corona de doce estrellas en la cabeza. Miríadas de luces la circundaban, como un torbellino de centellas, unas
doradas y otras iridiscentes, semejantes a gemas preciosas, que reflejaban destellos de luz en todas las
direcciones.
Nos quedamos inmóviles de asombro, como raptados por un éxtasis embriagador, y a la vez lúcidos y
conscientes. Observábamos todo aquel esplendor sin que nos deslumbrara. Una alegría desbordante inundaba
nuestro ánimo. Luego, con un movimiento repentino, la figura se apartó del sol y se aproximó a nosotros,
revelando su entera belleza, al tiempo que cruzó el cielo el canto de un coro inmenso, similar al sonido de
grandes aguas. Nos estrechamos instintivamente unos a otros: Juan en el medio, yo a un lado y Magdalena al
otro, como buscando apoyo para aguantar la ola incontenible de nuestras emociones.
A medida que se nos acercaba, la figura tomaba el aspecto de la realidad, como si saliese de una visión o del
encanto de una fábula. Se paró suspendida en el aire y pudimos verla con claridad: era ella misma, la Virgen
Santa. Su belleza era real e irreal a la vez. Por una parte, una belleza sin oropeles, pura y limpia como el cielo,
como la luz, como los ojos de un niño. Pero también una belleza que no puede contrastarse con ninguna otra:
indescriptible en su porte exterior, fascinante como el mar en su hondura interior. Nos miraba sonriendo. Su
sonrisa penetraba en nosotros y alcanzaba nuestro corazón, transformándose en una ola avasalladora de
felicidad. Éramos incapaces de articular palabra, de hacer un gesto, de proferir una exclamación. Como si

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deseara liberarnos de cualquier duda o titubeo, María se aproximó a nosotros, se dirigió hacia la gruta-
sepulcro y se posó en el joven sicomoro que había junto a la entrada, enteramente adornado de flores cárdenas.
Sus ramas se encorvaron ligeramente y las hojas titilaron. María parecía querer decirnos: «Soy yo, yo misma,
en carne y hueso. No un fantasma o una imagen irreal. Yo, la Madre de Jesús y Madre vuestra».
Un impulso instintivo nos movió a acercarnos a ella para besarle los pies, pero ella se alzó en el aire, sonrió de
nuevo, nos bendijo y tomó el camino del cielo. La luces que antes la envolvían la acogieron de nuevo,
transformándose en un nimbo de pequeñas nubes luminosas, mientras el coro entonó una dulcísima melodía:
«Tota pulchra es Maria! Tota pulchra! Eres toda hermosa, María. Toda hermosa. ¡Ven, esposa mía, ven! El
rey se ha encaprichado de tu belleza y te ha escogido para que vivas en su morada. ¡Ven, reina! El rey te ha
revestido de justicia, con traje de santidad, y te ha adornado como esposa con sus joyas. ¡Ven, esposa mía,
ven!».
El canto se expandía por los aires y se perdía en el cielo, hasta que todo, lentamente, se disolvió en el sol y
desapareció de nuestra vista. Permanecimos largo tiempo observando, pues no queríamos apartarnos de tal
encanto. Temíamos que se acabase. Y efectivamente así era: había terminado.
Volvimos a casa, y Juan me llamó para recoger juntos los recuerdos de María y unirlos a los de Jesús en la
casa que Nicodemo había edificado en el huerto que fue de José de Arimatea. Al cabo de pocos días
abandonamos Jerusalén. Todos, apóstoles y discípulos, nos metimos en los caminos de los hombres, en todas
las direcciones, hacia todos los continentes.
Ya se habían abierto ante nosotros «los caminos divinos de la tierra».

* ** * *

85. SALUDO DE DESPEDIDA A MARíA

Y así, Madre mía, te vi subir al Cielo. Así se cumplieron los días de tu vida terrena. Y ahora yo me encuentro
aquí, compartiendo la aventura humano-divina de los hijos de Dios en la Iglesia, la Iglesia brotada como
familia del corazón abierto de tu hijo Jesús, forjada y animada por la presencia de tu Esposo, el Espíritu Santo,
y salida del vientre dulcísimo de tu maternidad virginal. Ahora nuestra familia no sólo ha cruzado el umbral
de Nazaret, sino también los confines de Judea, Samaria y Galilea, y marcha por todos los caminos del mundo.
Madre mía, en nuestra primera casa, la humilde morada de Nazaret, viví la dimensión doméstica del amor de
Dios. Allí, junto a ti, a Jesús y a José, viví días inolvidables con la Trinidad de la tierra. La humanidad de
Jesús no sólo era el lugar de la encarnación del Hijo de Dios, sino también la expresión humana de su infinita
trascendencia. Dios quiso ocultar su vida trinitaria celestial en la vida doméstica que tú viviste con Jesús y con
José en la casita de Nazaret. A través de la humanidad de Jesús, los cielos y la tierra cohabitaban en medio de
nosotros. Y yo estaba allí, pobre criatura, inconsciente y extraviada, minúsculo granito de eternidad. Estaba
allí junto a tan inmenso misterio, a tan gran milagro.
Madre mía, ¿cómo podía saber yo que, entrando en tu casa, comenzaba a vivir en comunión con la ‘Trinidad
de la tierra’? ¿Que, al abrazarte, abrazaba la ‘Architriclinium totius Trinitatis’: la ‘alcoba nupcial’ de la
santísima Trinidad? ¿Que en aquel oscuro rincón de Galilea se escondía la mayor maravilla del universo?

Madre mía, te pido ahora que esta vida ‘escondida’ en el silencio de Nazaret no permanezca ‘desconocida’.
Los hombres tienen que descubrir que ese escondimiento no es un ‘ocultamiento’ de Dios, sino la revelación
de que nuestra vida humana puede tener una dimensión divina. No es propio de Dios ocultarse, mientras que sí
es algo propio suyo revelarse. Dios no es incognoscible, ni inalcanzable por la experiencia humana. Dios es
infinitamente trascendente, pero no imparticipable. Es misterio profundo, pero no tiniebla de la nada. Dios es
Amor, y el amor es difusivo, se da a participar. En la naturaleza misma del amor está el revelarse, el
entregarse.

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El ‘silencio’ de Nazaret es revelación elocuente y conmovedora del Dios ‘doméstico’, de un Dios que no nos
quiere extraños ni huéspedes, sino familiares, de un Dios que halla sus delicias en habitar con los hijos de los
hombres. El escondimiento de Nazaret no es silencio por parte de Dios, sino que recuerda la ceguera del
hombre. Los hombres no tienen ojos para ver al Dios ‘escondido’ en la dimensión doméstica de la vida
humana. La casa de Nazaret fue el lugar donde Dios reveló la dimensión familiar de su vida trinitaria. Sin la
‘Trinidad de la tierra’ difícilmente hubiéramos podido conocer a la ‘Trinidad del Cielo’.
Pero un día nuestra vivienda en Nazaret se abrió, y la Trinidad de la tierra se amplió para acoger a los que
Jesús quiso convocar para constituirlos apóstoles de la salvación y de la paz. Los caminos de Galilea y de
Judea se convirtieron en nuestra casa, y la comunidad apostólica en nuestra familia. La santísima humanidad
de Jesús se reveló así como lugar de la misericordia del Padre para con los hombres. La Trinidad del Cielo
tomaba las dimensiones de una ‘comunidad de redención’, depositaria de una salvación que el Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo realizaron en el Calvario mediante el sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de Jesús.
Madre mía, contigo dejé la casa de Nazaret, contigo llegué hasta el Calvario después de ser espectador y
partícipe de las infinitas maravillas obradas por Dios en Jesús, contigo esperé en el Cenáculo el día de la
Iglesia. En Pentecostés, la Trinidad de la tierra se hizo un pueblo, un pueblo sin confines de espacio ni límites
de tiempo. En la Iglesia, la Trinidad de la tierra, la comunidad de los apóstoles y el pueblo de Dios conviven
como una sola realidad en la que la Trinidad del Cielo ha puesto su sello. Desde ese día, todo hombre será
bautizado ‘en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’; recibirá la señal del Espíritu ‘en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’; se le perdonarán los pecados ‘en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo’; será consagrado para vivir en el matrimonio o en el sacerdocio‘ en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo’; y, sobre todo mediante el misterio eucarístico de Cristo muerto y resucitado,
podrá entrar en comunión de vida con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo.
Madre mía, desde los caminos de la tierra que la Iglesia recorre para llevar a los hombres la salvación y la paz,
nosotros te contemplamos en la Gloria del Cielo. Te contemplamos glorificada en cuerpo y alma, al lado de
Cristo en su humanidad glorificada, y cerca de José, él también transfigurado en cuerpo y alma en la Gloria.
Jesús-José-María: la Trinidad de la tierra se ha recompuesto en la Gloria del Cielo, ante el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo.
Madre querida, este es el epílogo de la entera aventura humano-divina que hemos vivido juntos en la tierra.
Este será también el epílogo que cerrará la larga aventura de la Iglesia a través de los siglos. Ahora, en la
Gloria del Cielo, la Trinidad de la tierra ya no es el lugar del Dios ‘escondido’, donde la Trinidad del Cielo se
revelaba a la luz oscura de la fe, sino el lugar donde el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo desvelan la hondura
de su intimidad y se comunican inefablemente a la luz de la Gloria.
Trinidad del Cielo y Trinidad de la tierra unidas en la Gloria, a la espera de los nuevos cielos y de la nueva
tierra, donde la Iglesia, concluido su camino en el tiempo, entrará para siempre, inefablemente partícipe de la
intimidad divina, en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo.

* El Diccionario de la Real Academia Española describe así el efod: «Vestidura de lino fino, corta y sin
mangas, que se ponían los sacerdotes israelitas sobre todas las otras y les cubría principalmente las espaldas».
Como segunda acepción añade: «Esta misma vestidura hecha de lino muy fino y muy bien torcido, y de oro,
jacinto, púrpura y carmesí, usada únicamente por el pontífice o sumo sacerdote». (N. del t.)

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