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Nassib, Sélim - El Amante Palestino
Nassib, Sélim - El Amante Palestino
palestino
Sélim Nassib
Traducción de
Juan Vivanco
Lumen
narrativa
Título original: Un amant en Palestine
ISBN: 84-264-1498-2
Depósito legal: B. 23.349-2005
Impreso en Limpergraf
Mogoda, 29. Barberà del Valles (Barcelona)
H414982
ADVERTENCIA
RECOMENDACIÓN
y la siguiente…
PETICIÓN
PRÓLOGO
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KIBBUTZ
1923
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—Sí, es verdad —afirma Golda sin andarse con rodeos—. Algo que
nunca olvidaré. Estaban todos allí, los dos Ben, Ben Gurion y Ben Zvi,
Katznelson, Levi Eshkol y David Remez. ¿Te das cuenta? Seis o siete
hombres nada más, y todo el futuro de Eretz Israel depende de ellos.
—¿Cómo son, vistos de cerca?
—Ben Gurion es tan excepcional que no te atreves ni a hablarle.
¡Pero todos son guapos, todos son eléctricos, bolas de energía! No te
imaginas lo que es tratar con ellos todo el día, llamarles por su
nombre de pila.
—¿Se fijaron en ti?
—Anoche, en la cena, David Remez se sentó a mi lado.
—¿Te acostaste con él?
—Pasamos la noche hablando. Nunca había estado con alguien
tan poderoso.
—¿Y le has gustado?
—Creo que sí... Pero no aceptan fácilmente a una mujer en su
grupo. Se han interesado por mí porque hablo inglés y porque se
relacionan sobre todo con el mundo anglosajón.
—¿Entonces?
—Entonces, nada. Me dijeron que a lo mejor recurren a mí alguna
vez. Saben dónde encontrarme. Eso es todo; cada cual se fue por su
lado y yo he vuelto aquí.
—¿Estás descontenta?
—Estoy encantada. Esta vida me llena, tengo una suerte enorme,
no podría soñar nada mejor.
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EL SEÑOR ALBERT
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violados por los curas, de las maldades retorcidas, del dinero que
impone su ley, de la pleitesía, de las familias... Ni siquiera los dos
hijos que ha tenido con Irene le parecen suyos. Aunque todavía son
muy pequeños, ya pertenecen al mundo artificial de las ayas, de las
conveniencias, de la buena educación. Un agobio. ¿Por qué se queda
allí? ¿Qué le retiene? Su pasividad le ahoga. Una vez más su mirada
busca a su sobrina Nina, Nina de Kraym. Pero en el lugar donde
estaba antes ya no hay nadie.
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PRIMERO DE MAYO
1928
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—Si hay algo nuevo que hemos creado en esta tierra, en toda la
tierra, una sola cosa de la que podamos estar orgullosos, y para
siempre, es el kibbutz. Hemos inventado una relación social, privada
y sentimental, radicalmente distinta, hemos eliminado las relaciones
de sumisión, hemos suprimido el sentimiento de propiedad y
competencia. ¡No solo para nosotros, sino también para nuestros
hijos, desde su nacimiento!
—¡Sigues teniendo fe! —observa Esther entre risas.
—Sí —dice la joven con una sonrisa dura.
—Y tú, Golda, ¿qué haces ahora?
—¿Yo? Pues ahora vivo en Jerusalén...
A Morris no se le escapa la mirada furtiva que le dirige. Se
pregunta cómo va a contestar. Pero a Golda no le da tiempo. Un
hombre irrumpe y le agarra calurosamente los brazos. Ella se
sobresalta, se ruboriza. David Remez es el dueño de Solel Boneh, la
empresa que construye las carreteras y las casas de todo el yishuv.
También es el hombre que en el congreso de los kibbutzim se sentó a
su lado. Durante toda la noche estuvieron conteniéndose para no caer
el uno en brazos del otro.
—¿Cuánto tiempo hace? —dice él, sin soltarla—. ¿Cuatro años?
—Y cinco meses.
Golda observa a David, que estrecha la mano de Morris y saluda a
Esther. Los ojos negros hundidos en las cuencas, el rostro rectangular
y el bigote severo le dan un aspecto aristocrático. Pero basta con que
sonría, lo que no sucede a menudo, para que se convierta en el más
campechano de los hombres. Pasa el brazo por debajo del de Golda y
tira de él.
Ella tiene la impresión de que responde con retraso a sus
preguntas acaloradas, a su interés no disimulado por ella.
—¿Qué pasa, Golda? ¿Hay algún problema? —pregunta David
después de un silencio.
—No. Sigo con el trabajo de Solel Boneh en Jerusalén, el empleo
que me encontraste. También doy clases de inglés en un colegio
privado. Morris sigue trabajando en la biblioteca...
—Entonces, ¿qué pasa?
—Nada, solo que...
Suspira, pero no llega a decir nada más. De pronto los altavoces
difunden una voz fuerte, magnética, aterciopelada, una de esas
escasas voces que te hablan personalmente y te obligan a escuchar.
—Jean Jaurès, que defendió a Dreyfus, decía que para pasar de
una democracia republicana a una democracia socialista la única
solución era fortalecer a la clase obrera.
La voz se interrumpe y queda en suspenso, como si hubiera
enunciado la primera frase de un enigma.
—Pues bien, nosotros decimos que para transformar un pueblo de
comerciantes e intelectuales en una nación independiente la única
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BEIRUT - HAIFA
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también corren por sus venas. ¿El novio? Un egipcio riquísimo que se
la va a llevar a vivir a El Cairo. ¿Su edad? Treinta y seis años, sí, más
del doble de la edad de Nina, ¿y qué? ¿Que si puede ver a su sobrina?
Lástima, acaba de marcharse. ¿Adónde? A la montaña, a alguna
parte, a algún lugar seguro donde no tiene ninguna posibilidad de
encontrarla.
—¡La has secuestrado! —dice él, blanco de ira.
—No seas ridículo, Albert. Te conozco. La he puesto a buen
recaudo para impedir que eches su futuro por la borda. Ya se
enjugará las lágrimas, tu querida niña. ¿Por quién la has tomado?
¿Por una mosquita muerta? ¿Por una cría que no sabe lo que pasa?
¡Estás ciego, querido Albert, y es ella quien te ha cegado! No te
preocupes por ella, la conozco mejor que tú. Es mi hija, es fuerte.
—Tú no la conoces. Ni siquiera la has mirado a la cara.
—¿Por qué pierdo el tiempo contigo? ¿Es que no te das cuenta? El
marqués de Kraym casa a su hija e invita a la ceremonia a toda la alta
sociedad de Líbano y Palestina. Ya lo verás con tus propios ojos,
acudirán todos. ¿Por qué no iban a acudir? Es verdad que Jacques ha
estado al borde de la ruina... pero solo al borde. Aunque no lo creas,
en unos años ha perdido en el juego los treinta y siete pueblos que
posee en Palestina con todas sus tierras. Jamás habría podido obtener
y dilapidar tanto dinero líquido si los judíos no hubieran pagado en
efectivo y a buen precio. Aunque lo hubiésemos vendido todo, las
acciones, las casas, el barco y los caballos, con eso no habría bastado
para pagar las deudas. Jacques no ha trabajado nunca. ¿Qué
podíamos hacer? Corríamos el peligro de quedarnos fuera del gran
mundo, ¿entiendes? ¡Fuera del gran mundo!
Albert vuelve a ser dueño de sí. Se da cuenta de que su cuñado
está en una situación tan apurada que la única solución es hablar a
Marcelle como hombre de negocios.
—¿Cuánto necesitas para anularlo todo? —pregunta con voz
apagada.
—Tu fortuna no sería suficiente —responde Marcelle—. ¿De qué
me serviría tener un hermano y un marido arruinados a la vez? De
todos modos no pienso estar oyendo hasta el fin de mis días que
fuiste tú, Albert, quien nos salvó.
—¿Prefieres que sea ese egipcio?
—Se ha portado con una generosidad increíble. Ha negociado la
moratoria de las deudas, nos ha librado de ellas pagando solo una
fracción. Aparte de eso, pone sobre la mesa una cantidad enorme, sin
contar con lo que deberá pagar más adelante. Ya ves el interés que
tiene por Nina.
—Un excelente negocio, no cabe duda.
—¡Menos guasa! —grita Marcelle volviendo a sacar las uñas—.
¿Qué tiene de particular? Los matrimonios siempre han servido para
eso. Ahí está la gracia. Jacques regresa al gran mundo. Eso es todo.
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LA CASA ROSADA
1929
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Tres coches suben por la carretera sinuosa, entre los pinos. Golda
está en el asiento trasero del segundo. Por las ventanillas abiertas
penetran olores intensos de monte. Cuatro años de reclusión
doméstica la han vuelto ávida de vida, una avidez que le ha permitido
superar los obstáculos para estar donde está hoy. A su derecha se
sienta Zalman Shazar, y a su izquierda, David Remez. Este ha
cumplido todas sus promesas, la ha instalado y presentado. Golda
podría haber caído en sus brazos, David lo notaba pero prefería
tomarse su tiempo; ya llegaría el momento. Su amigo Zalman se le
había adelantado. Era él quien había dado fuerzas a Golda para
renunciar a su vida familiar, quien se la había llevado. Golda le estaba
agradecida, y amaba su poesía. Pero no se comprometía con nadie.
En amor su apetito también era insaciable. Había conseguido que la
aceptaran en ese grupo viril de relaciones informales y rudas, sin
cerrarse ninguna puerta.
Los coches se detienen ante la Government's House. El edificio
bien iluminado del alto comisariado se recorta contra el cielo del
atardecer. Bajan. David Ben Gurion, Isaac Ben Zvi, Moshé Sharett,
David Remez, Zalman Shazar, Levi Eshkol, Haim Arlosoroff, sus
ayudantes y sus guardaespaldas. Golda es su intérprete. En Tel Aviv
viven en el mismo barrio y se reúnen en casa de uno u otro para
arreglar el mundo en general y Palestina en particular. Para ellos la
garden party no es un simple acontecimiento social, sino una
incursión en un campo de batalla donde hay que mostrarse y hacer
frente al enemigo.
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es algo normal), pero lo que nos une es más fuerte que lo que nos
divide. ¿Acaso no somos musulmanes? ¿No compartimos la misma
lengua y la misma cultura? Pertenecemos al mismo mundo y, cada
cual a su manera, tratamos de afrontar las situaciones nuevas. Dicen
que usted es un hombre fuera de lo común. Me gustaría saber cómo
les hace frente usted.
—Mal. Tengo que reconocerlo. Muy mal.
—¿Por qué?
—Me vine a vivir a Haifa hace algún tiempo. Pensaba que podría
llevar una vida tranquila, apartado de los trajines políticos. Pero cada
vez me resulta más difícil.
—¿Cuál es el motivo?
—¡El motivo son los comunistas! No quiero echarles la culpa a sus
amigos judíos, seguramente ellos no lo sabían, pero creo que un
número indeterminado de inmigrantes rusos han fingido ser sionistas
para venir a Palestina, y aquí se han quitado la máscara y han izado
la bandera roja. ¿Me oye bien? ¡La bandera roja!
—Sí, sí, le oigo. No hace falta que grite.
—¿Y qué dicen esos bolcheviques que han instalado su buró
político en Haifa? ¡Dicen que los campesinos árabes deben rebelarse
contra sus señores feudales, contra los efendis que los explotan, los
oprimen y les chupan la sangre!
—No se altere por eso, no vale la pena...
—¡Me altero porque es escandaloso! Mi familia y la suya tienen
diferencias políticas, pero estamos de acuerdo en preservar el orden
social y mantener a raya a los bolcheviques, los anarquistas y todos
cuantos intentan sublevar a nuestros campesinos contra nosotros. ¡Es
lo mínimo!
Albert se da la vuelta, intentando contener la risa. Varios
miembros de la tribu Huseini están visiblemente nerviosos. Osama,
fuera de sí, llama la atención de todos. Con la frente sudorosa, Hasan
Chukri procura tranquilizarle.
—Los comunistas de Haifa son una pequeña minoría. Le aseguro
que no van a alterar la tranquilidad de la ciudad ni la suya personal.
Como alcalde, le doy mi palabra.
—Tomo buena nota, señor Chukri, pero hay cosas peores aún.
Desde hace algún tiempo, frente a mi casa, en mi propia calle, tanto
en el centro de la ciudad como en las tierras baldías que están junto a
la playa, cada vez hay más vagabundos. No sé de dónde vienen ni lo
que pretenden. Se plantan ahí sin hacer nada, día y noche, mirando a
los transeúntes con ojos de criminales y tramando vaya usted a saber
qué fechorías. Son chusma, escoria. Atemorizan a la gente. ¡Cada vez
hay más! No entiendo a qué está esperando el ayuntamiento para
echarles de la ciudad.
—Mi querido señor Osama, no es tan fácil. Usted sabe tan bien
como yo que la mayoría de esas personas son campesinos
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LA CITA
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HEBRÓN
1929
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GANAS DE MATAR
1929
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actúe, eso cuando no les echan una mano. En Hebrón han matado a
sesenta y siete judíos, pero a otros cuatrocientos los han escondido
sus vecinos árabes. Los asesinos eran unos pocos. No era un
pogromo.
Una cólera terrible, helada, que da miedo, transforma a la joven
en estatua de sal.
—¡Sesenta y siete! ¡Sesenta y siete! ¿Cómo te permites
contarlos? ¿Y a partir de qué número es un pogromo, según tú?
—No era un pogromo, Golda.
Ella tiembla de pies a cabeza. Sus ojos llamean, una expresión de
odio intenso le deforma la cara, el furor la lleva a balbucear.
—A todos los muertos los han enterrado en una fosa común —
replica—, a todos los supervivientes los han evacuado bajo
protección, ya no queda ni un solo judío en esa ciudad donde vivían
desde hace ochocientos años. ¿Cómo llamas a eso?
Termina a voz en grito. Albert comprende que debe tranquilizarla
enseguida, con unas palabras bastaría. Pero no le salen esas
palabras. Ni siquiera está seguro de querer pronunciarlas. Eso no era
un pogromo. Oye la respiración sibilante de Golda, como si estuviera
calentándose antes de volver a estallar.
—Tú no conoces la sociedad palestina —murmura Albert—. Es
pobre, tres cuartas partes son analfabetos. No entienden lo que les
pasa. Les compran sus tierras y los labradores, convertidos en
fantasmas, vagan por las calles de Haifa y otras ciudades. Ni siquiera
saben a quién quejarse ni a quién acusar. Durante diez años los
palestinos se han fiado de sus dirigentes, sin percatarse de que eran
unos incapaces o unos traidores. Cuando lo han comprendido,
algunos se han vuelto locos y han respondido de mala manera a esa
violencia sutil que se ejercía contra ellos. Es horrible. Pero estáis en
esta tierra, con esta gente. No tenéis elección. No tenéis más remedio
que vivir con nosotros.
No le ha prestado atención, está ofuscada. Pero al oír las últimas
palabras de Albert se estremece como si le diera un calambre. Tiene
ganas de matarlo, se da cuenta de que quiere matarlo. Grita:
—¿Nosotros? ¿Quiénes son ese «nosotros»? Hemos venido aquí
para no volver a depender de nadie, ¿entiendes? ¡Los únicos nosotros
somos nosotros!
Albert recibe la frase como una bofetada. Su cuerpo permanece
inmóvil, clavado como una montaña, negándose obstinadamente a
moverse. No es una decisión sino una evidencia. No puede aceptarlo.
Su vida entera se decide en ese momento, la de ella también. Golda
está de pie, temblando de ira, con el rostro desencajado. Pero sus
gritos la han desahogado, ya no puede ir más allá. Albert camina
hacia ella sin saber lo que hace. Fascinada, ella ve cómo se acerca y
le agarra las muñecas con la determinación de un hombre que toma
lo que le pertenece. Se resiste inútilmente. Albert la sujeta con
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A PUERTA CERRADA
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ahora, todo lo que han estado esperando durante años, los arroja en
brazos del otro. Se estrechan con fuerza, emocionados al recuperar la
familiaridad de sus gestos y sus cuerpos. La sensación de quebrantar
una prohibición les pone un nudo en la garganta. Se miran
temblando. Ninguno de los dos retrocede. Se besan bajo el cielo, a la
vista de todos.
El lujoso hotel en lo alto de la montaña parece vacío, todo para
ellos solos. Cenan con champán en la terraza, beben y rompen las
copas. Pasean por el pueblo cogidos de la cintura; los gestos
amorosos más corrientes les parecen una maravilla. El deseo mutuo
que sienten les hace volver al hotel. Albert observa la metamorfosis
de Golda, su nueva libertad. Por la noche la joven vibra con un júbilo
increíble. Se le cuelga del cuello. La alegría está en su vientre, en sus
ojos, en los gestos lánguidos y curiosos de sus brazos. Hasta que
amanece, su cabellera cubre el pecho de su amante.
La noche pasa. Apenados, viajan en el mismo avión y se separan
a la llegada. Hasta que llega a Haifa, Albert no se entera por los
periódicos de por qué estaba Golda tan contenta: el libro blanco se ha
anulado. Ben Gurion y Weizmann han ganado un pulso increíble, han
logrado que se revoque una decisión del imperio británico.
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LA RUPTURA
1933
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LLEGADOS DE ALEMANIA
1934
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—No.
—¡Entonces póngase al otro lado de la barrera!
Albert observa la juventud del inglés, su arrogancia inútil, su
ignorancia. En ese trozo de muelle imaginario nadie sabe ya quién es
quién. Desde que rompió con Golda todo está así, todo lo que le
rodea, desquiciado. Todo le resulta extraño. Con paso lento cruza la
barrera, tras la que esperan los descargadores de muelle árabes. Se
hace un sitio entre ellos. Sus pieles curtidas huelen a sudor y
esfuerzo, tienen el semblante serio. Nadie dice nada, la tensión se
palpa en el ambiente, aglutina en un solo cuerpo mudo a los
trabajadores que miran a los recién llegados.
Detrás de las mesas colocadas en el muelle una muchacha con un
altavoz empieza un discurso de bienvenida en hebreo, que traduce al
alemán un compañero suyo. Es muy joven, su voz es firme y clara.
Dice que después de tantos sufrimientos y desmanes los exiliados
han llegado por fin a su casa, donde no tienen nada que temer. Los
que quisieron olvidar su origen y fundirse con otros pueblos han
tenido una experiencia amarga y cruel, pero Eretz Israel recibe con
los brazos abiertos tanto a los descarriados como a los demás,
siempre que sean judíos. Da la impresión de que los recién llegados
no acaban de entender. Despavoridos, aislados unos de otros, su
desconcierto es tal que parecen haber olvidado dónde están. La
muchacha pasa a los asuntos prácticos. Les pide que se pongan en
fila y preparen la documentación. Al lado de Albert, un descargador
entrado en años salta la barrera y se abalanza, gritando y blandiendo
su gancho, contra los recién llegados. Está solo, es viejo, su
acometida es irrisoria, pero está rojo de ira y su voz suena tan
ahogada que parece a punto de desplomarse. Dos soldados británicos
le sujetan sin dificultad. Como en una coreografía, los jóvenes de
paisano se introducen la mano bajo la chaqueta al mismo tiempo.
Alrededor de Albert brota instantáneamente un grito colectivo de
rabia, un aullido hacia el cielo, informe, puño levantado, pura furia, al
que responde un grito similar de los descargadores árabes agolpados
tras la barrera del otro extremo, a doscientos metros de allí. El doble
clamor pasa por encima de las cabezas de los inmigrantes:
«¡Palestina es nuestro país, los judíos son nuestros perros! ¡Con
nuestra sangre, con nuestra alma, te vengaremos, oh, patria!».
Empiezan a volar las piedras. Atrapados entre dos fuegos, sin
entender lo que pasa, los judíos alemanes no saben qué hacer. Las
piedras caen a su alrededor. Algunos empiezan a retroceder hacia el
barco para resguardarse, pero la mayoría se quedan quietos, rígidos.
Se oye una orden y los soldados disparan al aire. El sonido
provoca un amago de pánico y la multitud árabe retrocede unos
metros. Los soldados aprovechan para franquear las barreras y
disolver a los manifestantes a culatazos. Uno de los descargadores,
un gigante de pelo blanco, resiste a pie firme. A los soldados que
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—Si no tienen nada que hacer esta noche —dice Albert—, vengan
a cenar a mi casa. Vivo en una casa antigua. Una casa de ensueño,
pero también muy real. Ya verán, les gustará.
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TIEMPOS MODERNOS
1935
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A partir del día siguiente Ada abrió la Casa Rosada. Se trajo a Emil
y a todos sus amigos. La mansión lujosa se convirtió en un mundo, el
mundo de Ada. Alemania entró en casa de Albert. Los visitantes
abrían su puerta, algunos ni siquiera sabían quién era. Día tras día, en
sus oídos resonaban una tragedia y un mundo que él desconocía,
mientras otra tragedia seguía desarrollándose ante sus ojos. El azar le
había colocado en la intersección de los dos mundos, y dondequiera
que mirase veía a Ada. Solo ella les daba unidad. Su forma de
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EL ENTIERRO
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GOLDA
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ADA
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obrero que nunca. Albert abre un poco la puerta y le hace una seña.
Emil se levanta. Ada lo oye y le coge la mano. Se separa de su hijo y
se pone también de pie. Emil la sostiene. Con paso vacilante Ada
camina hasta el jardín. El sol del final de la tarde todavía calienta. Se
da cuenta de que ha dormido todo el día. Se sienta en una butaca de
mimbre, de espaldas a la ciudad.
Aparece Nayar con unos refrescos. Todavía incapaz de hablar en
inglés, les da a entender por señas a la joven y su acompañante lo
mucho que lo siente.
—¿Estáis dispuestos a marcharos del país? —pregunta Albert.
—Sin dudarlo —contesta Emil.
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—¿Y usted?
—Es vergonzoso. Los banqueros, los terratenientes y los políticos
se han largado y han dejado aquí a los pobres, que corren como
pollos con la cabeza cortada.
—¿Es que va a cambiar algo si se queda?
—No, pero no me apetece nada verme en una carretera, rodeado
de un tropel de refugiados. Aquí estoy en primera fila. Creo que si me
quedo es por cansancio.
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PARTIR, QUEDARSE
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CRONOLOGÍA
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AGRADECIMIENTOS
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