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El amante

palestino

Sélim Nassib
Traducción de
Juan Vivanco

Lumen
narrativa
Título original: Un amant en Palestine

Primera edición: junio de 2005

© 2004, Sélim Nassib


© 2004, Éditions Robert Laffont, S. A., París
© 2005, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Random House Mondadori, S. A.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2005, Juan Vivanco Gefaell, por la traducción
Printed in Spain - Impreso en España

ISBN: 84-264-1498-2
Depósito legal: B. 23.349-2005

Fotocomposición: Lozano Faisano, S. L. (L'Hospitalet)

Impreso en Limpergraf
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He escrito en asociación libre con ella, los
artificios han sido derribados, la historia de
carne y hueso ha aparecido detrás de las
palabras, ya transparentes.
Y el amor devorador que nos une, a ella y a
mí, se ha encarnado misteriosamente en este
libro puesto al desnudo gracias a ella. AYoZ.
Sélim Nassib El
amante palestino

PRÓLOGO

A finales de los años veinte Líbano estaba bajo mandato francés y


Palestina bajo mandato británico; las fronteras aún eran recientes y
los dos territorios casi formaban el mismo país.
En esos años, los judíos que avistaban las costas de Palestina
tenían la sensación de estar abordando la realidad de su vida.
Reconocían las colinas, sus nombres originales. Se veían a sí mismos
saliendo de la sombra para materializarse por fin, para tener por fin
un cuerpo. Esta sensación tan intensa les impedía poner un rostro a
las figuras que habitaban en su tierra. Regresaban de una ausencia
muy larga.
Los árabes les veían como peligrosos lunáticos que irrumpían en
su paisaje. La culpa era de los ingleses. Hasta un niño habría
comprendido que la idea de crear un país donde ya había otro era
una quimera. Las calles, la gente, la tierra, la historia, la región, todo
lo hacía imposible. Desde hacía siglos llegaban a Palestina unos
«locos por Jerusalén» de todos los pelajes, cargados de utopías. Pero
los de ahora eran obstinados. Se plantaban allí y avanzaban como si
su terquedad tuviese que ser más dura que la piedra, su sueño más
fuerte que la realidad. Era ridículo.
Sin embargo, año tras año, los signos se han invertido
inexplicablemente. El estado judío se ha vuelto realidad y ellos,
pueblo palestino, unos fantasmas. Han ido cambiando de lugar,
cuerpo a cuerpo.
A finales de los años veinte Albert Pharaon vivía en Líbano.
Miembro de una rica familia palestina, banquero sin ambición, no se
encontraba a gusto en Beirut. La vida mundana le aburría, su única
pasión eran los caballos. A menudo volvía a Haifa, su ciudad natal, a
tres horas por carretera, hasta que un día se quedó allí, abandonando
a su mujer y a sus hijos. La noticia escandalosa se propagó: Albert
tenía una amante judía en Palestina. Se llamaba Golda Meir.
Yo conocía esta historia porque Albert Pharaon era el abuelo de
mi amigo Fuad. Me parecía inverosímil. ¿Cómo iba a caer en los
brazos de un amante palestino la pasionaria del sionismo, su
encarnación misma?

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Sélim Nassib El
amante palestino

Una de las sobrinas de Albert todavía vive en El Cairo. Allí siempre


se ha sentido desterrada. Era muy jovencita aún cuando su familia la
obligó a casarse con un egipcio rico. Albert iba a verla cada vez que
viajaba a El Cairo (también a ella le apasionaban los caballos). Le
hablaba de Golda, pues ella era la única con quien podía hacerlo. El
resto de la familia no debía enterarse. Uno de los suyos se acostaba
con el enemigo. Era algo inconcebible, indecente, casi obsceno.
En Tel Aviv nadie sabe nada. Los hijos y el biógrafo de Golda Meir
reaccionan con incredulidad. Golda tenía amantes, pero todos eran
judíos, como su mundo, faltaría más. Salvo quizá, por una noche, el
rey Abdullah de Transjordania. ¿No será una fantasía, una invención
de la familia Pharaon?
¿Una historia imposible? Casi imposible, obligada a transcurrir por
completo en ese casi, el pequeño espacio en que sucede lo que no
debería suceder, la estrecha franja de tierra donde crece lo prohibido,
el impulso instintivo, la vida misma.

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Sélim Nassib El
amante palestino

KIBBUTZ
1923

Regina lleva puesto el vestido blanco nuevo que se trajo por si


acaso. Da unas vueltas sobre sí misma en el cuarto húmedo de
colores apagados, y el vestido toma vuelo y deja al descubierto las
piernas desnudas. Rubia, bronceada, gordezuela, resulta graciosa con
esos ojos traviesos y la sonrisa pícara que le provoca un ligero
temblor de la comisura de los labios. Es el primer día de abril
despejado después de una semana de lluvia torrencial. Es la víspera
del Sabbat y el tiempo es demasiado bueno para volver a Jerusalén.
Nazaret es nuevo para ella, no conoce a nadie. De repente se
encuentra perdida en una calle donde solo hay árabes que pasan de
largo como si no la vieran. Se sienta encima de la maleta y espera. Es
lo que hace cuando no sabe qué hacer. La tierra húmeda la amodorra,
casi se queda dormida. Un campesino intrigado (siempre hay alguno)
baja de su carreta y se le acerca.
—¿Kibbutz? —pregunta.
Parece dispuesto a ayudarla. Ella se levanta.
Detrás de un recodo aparecen las formas del monte Tabor,
redondas, femeninas, erosionadas por los siglos. Sobre el horizonte, el
sol poniente enciende las nubes por dentro, que ahora parecen
montañas proyectadas en el cielo, henchidas de colores. El kibbutz se
ve muy pequeñito bajo su peso, como aplastado entre el cielo y la
tierra. Para Regina es una visión casi sobrenatural. En Milwaukee solo
ha conocido la vida intensa del barrio judío de Walnut Street, donde
se crió. Aún estaría allí si, a los ocho años, Golda no hubiese
aparecido en su ciudad, en su clase, en su calle. Esa niña rusa que
tanto se hizo querer y a la que estaba dispuesta a seguir hasta el fin
del mundo.
El mal olor del pantano, de entrada, sorprende a Regina. Al poco
rato ya no lo distingue, integrado en el aire que respira. La vieja mula
anda muy despacito por los guijarros, pero anda. Visto de cerca, el
kibbutz parece encogido, rodeado por un feo muro de cemento con
troneras. La carreta se detiene en la entrada. Delante del portón de

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Sélim Nassib El
amante palestino

madera vigila un hombre armado. A contraluz, su cuerpo y su fusil se


funden en una silueta.
Inclinado sobre las riendas, el campesino árabe aguarda en otro
mundo. El valle que los judíos llaman Los Anchos Espacios de Dios
para él solo es el pantano muerto. El hombre que se acerca con paso
indolente parece haber olvidado que va armado con un fusil. Lleva la
camisa caqui por fuera del pantalón, demasiado ancho. Da una vuelta
alrededor de la carreta. En su rostro, muy moreno, los ojos verdes
dibujan una raya de color. No habla inglés, ni yiddish, ni hebreo, ni
árabe, sino una mezcla extraña, acentuada por la turbación que le
causa esa mujer rubia vestida de blanco. Ella se apea. Él saca su
pasaporte y se lo enseña: es iraní, judío iraní. Dice: First day, y ella
comprende que es su primer día en el kibbutz. El campesino arrea la
mula para dar la vuelta. Su capa tiene el color de la madera de la
carreta. Se parece a los montes, a la tierra que le rodea. Regina corre
tras él y le tiende un billete. Él no quiere que le paguen.
Regina ha cruzado el portón, ya está en casa. El kibbutz ocupa un
cuadrado de cien metros de lado. No se ve a nadie. En el centro hay
un edificio de ladrillo rojo de una planta, con un depósito de agua al
lado. La joven camina con la maleta a cuestas por una calle que la
lluvia ha convertido en barrizal. Con el sol, las barracas parecen
nuevas; en los árboles brotan las hojas. La superficie del huerto se ha
duplicado. Regina se inclina y acaricia suavemente los brotes de un
verde tierno que destaca sobre la tierra oscura. Han construido un
cobertizo nuevo. Por la ventana se ven unos hombres y mujeres con
pañuelos blancos afanándose, con una iluminación violenta, alrededor
de una especie de estufa, una incubadora.
Regina deja la maleta en el suelo. Los dormitorios son dos filas de
bancos de madera con mantas de colores desvaídos. Aquí no puede
haber intimidad. La arquitectura del kibbutz lo proclama, y sobre todo
esos dormitorios. No hay concesiones a la comodidad o la estética,
todo está en función de la vida en común. A Regina le encanta ese
rigor, pero solo por unos días. Hace dos años, cuando Golda y Morris
quisieron ingresar en esa burbuja humana, de entrada rechazaron su
solicitud porque estaban casados.
Con el fusil terciado, dos o tres centinelas montan una guardia
tranquila alrededor del huerto, donde se ven varias figuras humanas
encorvadas. Regina no acaba de acostumbrarse a su extraño atavío.
Hombres y mujeres visten sacos de tela basta ceñidos a la cintura con
una simple cuerda, con un agujero para la cabeza y otros dos para los
brazos. La cara, las manos y todas las partes descubiertas de la piel
las llevan embadurnadas de grasa para protegerse de lo que los
árabes llaman bargacha, una nube de mosquitos y moscas de arena
que se meten en los ojos, las orejas y la nariz. Bajo un sol de justicia,
día tras día van secando el pantano para sembrar y plantar árboles.

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Sélim Nassib El
amante palestino

La joven encuentra a Morris metido en una zanja. Con una estaca


intenta romper la superficie rocosa para llegar a la tierra que hay
debajo. El sudor le forma un cerco en la espalda. Le llama en voz
baja:
—¡Morris!
El marido de Golda levanta la cabeza. Está irreconocible. En su
cara demacrada y cubierta de grasa, los ojos, dentro de los círculos
de metal, parecen muy grandes. Brillan de fiebre. Su sonrisa es más
radiante que nunca. Suelta la estaca, se endereza poniéndose en
jarras y sale de su agujero con dificultad. Abre los brazos.
—Estoy demasiado sucio para abrazarte.
—¡Me da igual! —dice ella abalanzándose sobre él.
Morris se quita las gafas cubiertas de polvo y deja al descubierto
dos redondeles claros alrededor de los ojos. Tiene un ligero temblor,
pero no deja de sonreír. Ella se fija en sus manos. Están llenas de
ampollas, muchas reventadas, y sangran por las heridas. Morris es
violonchelista.
—¿Qué tal? —murmura Regina.
Él la mira con semblante complacido y ausente.
—Golda no está. Hasta la noche no volverá.
—¿Qué tal, Morris?
—Es duro, pero bien. ¡Mira!
Regina se vuelve. La puesta del sol ha provocado un incendio. El
rojo y el negro se mezclan esparciendo una luz sanguínea de fin del
mundo. Morris guarda silencio.
—Es aún más sobrecogedora cuando el trabajo es tan absurdo... y
tan desesperante —acaba diciendo en voz muy baja.
—¿Desesperante?
—Sí. Nadie puede acometer una tarea como esta y esperar que
sea rentable. Está claro que trabajamos por otra cosa. —¿Por qué?
—No lo sé... Hace tantos siglos que a los judíos no se les permite
labrar la tierra que se ponen a hacerlo como locos. Es algo casi
místico, aunque no seamos creyentes...
—¿Y tú hablas así?
—Sí, yo. Ese impulso animal que espolea a los kibbutznik me
conmueve profundamente, pero yo no lo siento, y te aseguro que lo
lamento, porque es la única forma de sobrevivir en este infierno.
En la muralla suena una campana. Lentamente, los forzados
voluntarios van saliendo, uno tras otro, de sus agujeros, trastabillando
en el barro, con el apero al hombro. Regina camina con la sensación
de participar en una procesión de muertos vivientes. Alguien entona
una canción en hebreo, una voz singular, femenina, un poco cascada
pero fuerte, y las siluetas informes, del color de la tierra, se unen en
coro. Regina se estremece. Se incorpora al final de la fila. Morris, que
camina a su lado, está tan agotado que a duras penas puede colocar
un pie delante de otro. Con los ojos entornados, parece borracho, ido.

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Sélim Nassib El
amante palestino

Los hombres y las mujeres entran en el patio y van directamente


a las duchas. Se quitan sus atavíos y los amontonan a la entrada.
Regina se aparta. Morris se detiene en la puerta. Todavía es incapaz
de ducharse desnudo con los demás.

En el barracón comedor Regina se abre paso entre los kibbutznik


que rodean a su amiga. Golda está radiante. El pelo largo, recogido
en la nuca, resalta un rostro mucho más maduro. Su belleza parece
más viva. Su cuerpo se ha fortalecido, se ha endurecido en la
adversidad. No se desenvuelve mal rodeada de tantos hombres. Toda
su voluntad se concentra en sus labios apretados, finos como
cuchillos. En sus ojos, Regina vuelve a ver ese fuego, esa ansia
terrible de comerse el mundo, solo que esta vez parece que ya ha
empezado el festín. Es como si un olivo joven hubiera brotado, recio,
en un baldío. Golda descubre a su amiga, que avanza hacia ella. Se le
ilumina la cara, sus ojos grises azulados se entornan de placer. Las
dos mujeres se funden en un abrazo, se miran, vuelven a abrazarse.
—¡Cómo me alegro de que hayas venido! —dice Golda
entrelazando sus dedos con los de su amiga—. Quédate conmigo. —
Se vuelve hacia los demás—. ¡Si supierais lo que os he echado de
menos! No sabéis cómo os agradezco que me nombrarais delegada.
Cuando trabajamos aquí, día y noche, agachando el lomo, a veces
nos sentimos aislados. Vuelvo de Degania con este mensaje: ¡No
estamos solos! ¡Ha surgido un formidable movimiento en Eretz Israel!
¡No solo en los kibbutzim, sino también en las ciudades, las fábricas,
los sindicatos, en toda la comunidad judía palestina, el yishuv! Ni
siquiera en sueños podía imaginar que mis ojos verían lo que han
visto en estos tres días. ¡Estamos vivos! ¡Y tenemos la fuerza, el valor
y la fe necesarios para llegar hasta el final!
Los kibbutznik, agotados, la abrazan. Tienen veinte años y viven
todos juntos. Obedecen las reglas draconianas que se han impuesto
con una exaltación adolescente. No les importa estar delgados y
pasar hambre. Lo están experimentando todo por primera vez. Han
levantado cabeza, se han emancipado al mismo tiempo de los guetos
de la Europa central y de sus padres. Morris, sentado en una esquina
de la mesa, sonríe desde lejos con admiración. Parece demasiado
cansado para tenerse en pie. Golda se le acerca y le rodea la cabeza
con los brazos. Él parece feliz. Todos parecen felices, sin saber muy
bien por qué; tampoco se lo plantean. Tienen ojos despiertos,
demasiado humanos, cuesta sostener su mirada. Pasan el tiempo
cantando. Su cuerpo es un caos de deseo y danza hasídica. Se han
apartado de la religión, pero la alucinación perdura. Es la noche del
sabbat.
Morris levanta el tenedor y lo vuelve a bajar, como si pesara
demasiado para él.

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Sélim Nassib El
amante palestino

—No tengo hambre. Creo que voy a acostarme ya —le dice a su


mujer.
—Voy contigo.
Morris niega con la mano y se levanta a duras penas. Le tiembla
todo el cuerpo. Golda le acompaña. Regina le ve alejarse, con paso
vacilante, rechazando tercamente el apoyo que le brinda su mujer.
Ella le deja en la puerta y vuelve para cenar.

Son las tres de la madrugada. En la muralla, Golda lleva a su


amiga de la mano y la guía hacia el puesto de guardia más alejado.
En Milwaukee Regina se quedaba muchas veces a dormir en su casa,
y las dos se pasaban la noche entera hablando. Golda estaba
traumatizada por el antisemitismo que había conocido en Rusia y
contaba una y otra vez las mismas historias trágicas. Regina la
abrazaba y trataba de calmarla, pero Golda adoptaba
invariablemente una actitud porfiada hasta que le brotaban lágrimas
de rabia. Entonces callaba, su expresión se volvía hosca y ausente,
como si no oyera nada, como si aún estuviera allí, en Kiev, donde
había nacido. Para ella el pasado no había muerto, no estaba
dispuesta a dejarlo atrás tal como los viejos emigrantes aconsejaban
a los nuevos. América no era el final del camino. Mientras el destino y
la seguridad de los judíos no dependieran por completo de ellos
mismos, decía Golda, no podían considerar que habían llegado. Esta
convicción inquebrantable la había traído a Palestina. Ahora, viéndola
tan radiante en la muralla del kibbutz, tan segura y confiada, Regina
comprende que su amiga ya no es la misma: ha llegado. Por fin ha
conseguido exhalar el suspiro de alivio que ha guardado en el pecho
durante tantos años. Y todo lo que no la dejaba vivir, la ira contenida,
la insatisfacción, la inseguridad, se han esfumado aquí.
—Cuando subí al estrado y me puse a hablar en yiddish —dice
Golda—, toda la sala empezó a gritar: «¡Habla en hebreo!». Y cuando
intenté explicar que en el kibbutz trabajar en la cocina no era más
deshonroso que trabajar en el campo, las mujeres se levantaron
gritando, puño en alto, ¡como si dar de comer a los animales fuese
más noble que dar de comer a los hombres! Era como si yo estuviera
pregonando la vuelta a la opresión doméstica, querían hacerme
picadillo. Entre los delegados había anarquistas, socialistas sionistas,
revisionistas, militaristas, místicos, utopistas... A todos les demostré
que nuestro kibbutz se lleva la palma en igualitarismo, rotación de
tareas y falta de discriminación entre hombres y mujeres. Y, además,
no tenemos que recurrir al trabajo de los árabes.
Hay dos cuerpos abrazados en una caseta del camino de ronda. El
hombre se levanta y deja ver a la muchacha con la que estaba
retozando. Regina entorna los ojos y reconoce al iraní que la recibió
en la entrada. La muchacha no tendrá más de dieciocho años, parece

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Sélim Nassib El
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nórdica, bonita. Aviva, una nueva. Como si fuesen transparentes,


Golda prosigue:
—Los judíos que llegan hoy a Tel Aviv son insensibles al ideal
pionero. Solo aspiran a seguir siendo como son. Los que tienen dinero
quieren producir a bajo coste y contratan mano de obra árabe. Si
cada cual barre para su casa, el yishuv acabará siendo un batiburrillo
de refugiados y hombres de negocios. Por eso es tan importante el
kibbutz. Encarnamos el ideal. Fecundamos la tierra, nuestra tierra, y
volvemos a apropiarnos de ella. Lo hacemos al servicio de una
comunidad nacional que renace, pero también pensando en nosotros,
para encarrilar nuestras vidas.
Apoyada contra la pared, Regina observa al joven iraní, sentado
con las piernas cruzadas, no lejos de allí. Se diría que está flotando,
con el espíritu libre, en esa extraña luz. Sus ojos son dos rendijas
oscuras que la miran fijamente, a ella. Regina vuelve bruscamente la
cabeza. Golda sigue hablando, pero Regina no la escucha. Al otro lado
del muro todo está en silencio. Tiene la impresión de que su cuerpo
recibe una ola invisible emitida por el paisaje. Cuando levanta la
mirada ve a Aviva, que se le acerca.
—Y tú —dice la joven mirándola—, ¿dónde vives?
—En Jerusalén. Trabajo en la oficina sionista. Por eso hablo hebreo
mejor que Golda.
—¿Qué es la oficina sionista?
—Un sitio por donde acaban pasando todos, los exaltados y los
empresarios, los aventureros, los religiosos, los estafadores, los
locos...
Aviva mueve la cabeza y no dice nada más. Las tres mujeres
permanecen inmóviles, una de pie y las otras dos sentadas. Regina se
deja embargar por una placentera sensación de extrañeza. Zev, el
gigante ucraniano que monta guardia, se acerca.
—La noche está tranquila —dice—. Todos los pueblos están a
oscuras, parece que duerman a pierna suelta.
Se sienta. Golda saca una cajetilla, él coge un cigarrillo y se la
pasa a las demás. La luna perfora el cielo lechoso y derrama una luz
líquida hasta el horizonte. Fuman mirando la noche.
—¿Habéis oído alguna vez el shofar, el cuerno de carnero, en la
última hora del Yom Kippur? —pregunta el gigante ucraniano—. Si
prestáis atención distinguiréis dos sonidos; uno, largo y melodioso,
que significa: «Hay un orden, el sol sale y se pone, el espíritu de Dios
reina en la tierra y en el cielo», y otro ahogado, entrecortado, trágico,
que dice: «¡Es un mundo en el que el padre mata a su propio hijo,
todo esto es un puro caos, una locura!». El segundo sonido es el grito
de Sara. Cuando comprendió que Abraham había estado a punto de
sacrificar a su hijo por orden de Dios sin decirle nada a ella, dio un
grito terrible y cayó fulminada, muerta. De modo que el sacrificio de

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Sélim Nassib El
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Isaac fue un verdadero sacrificio, solo que la víctima fue Sara.


Sucedió en Hebrón, a pocos kilómetros de aquí.
—Ninguna sociedad puede vivir si se niega a sacrificar a sus hijos
—dice Golda en voz muy baja.

Se han quedado solas. Vuelven a oscuras.


—¿Cómo te las vas a arreglar con Morris? —pregunta Regina.
—Lo lleva muy mal.
—Ya me he dado cuenta.
—Hasta los más pequeños detalles le sacan de quicio. Nos está
prohibido tomar el té solos en el cuarto. Eso le pone frenético. Los
aseos están al otro lado del patio y es muy duro cuando hace frío, por
la noche, sobre todo si se tiene fiebre. Además, los cuatro agujeros
apestan. Todo eso le resulta insoportable.
—¿Te lo reprocha?
—Morris nunca reprocha nada.
—¿No es celoso?
—Claro que es celoso, pero no dice nada. Salvo una cosa: se niega
rotundamente a que los niños se críen en común. A mí me gustaría
tener hijos, y a él también. Pero no quiere que crezcan en una
guardería donde solo puedes verlos a ciertas horas y donde no se
sabe muy bien quién es hijo de quién. Él me ha seguido hasta
Palestina, pero si quiero tener hijos tendré que seguirle fuera del
kibbutz.
—¿Podrías hacerlo?
—No lo sé. Aún no ha llegado el momento. Estoy ganando tiempo.
Me quiere y le quiero, es evidente. ¡Pero no puedo renunciar a esta
vida que me hace feliz y es la mía!
—Si quieres saber mi opinión, Morris me parece fantástico.
Sobrevive gracias a su fonógrafo. No le hacía la menor ilusión
embarcarse rumbo a Palestina y labrar una tierra ingrata en una
comunidad que vive con las armas en la mano. Pero lo hace, y como
el que más, por amor a una mujer.
—Es verdad. Su madre le ha escrito. Le dice que le paga el pasaje
de vuelta a Estados Unidos a condición de que vuelva sin mí.
—Su madre, tan simpática como siempre. Pero él, ¿qué puede
hacer? Resulta penoso verle escuchar sus discos una y otra vez hasta
la saciedad.
—Si nos damos por vencidos ahora, demostraremos que esta vida
es imposible para una pareja. No puedo aceptar esa conclusión.
Regina conoce bien ese tono duro y obstinado de su amiga. No le
sorprende. Sin embargo, en sus palabras tajantes percibe algo más
que la terquedad de Golda: un placer, una voluptuosidad que son
nuevos para ella.
—Me da la impresión de que en Degania te ha pasado algo.

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amante palestino

—Sí, es verdad —afirma Golda sin andarse con rodeos—. Algo que
nunca olvidaré. Estaban todos allí, los dos Ben, Ben Gurion y Ben Zvi,
Katznelson, Levi Eshkol y David Remez. ¿Te das cuenta? Seis o siete
hombres nada más, y todo el futuro de Eretz Israel depende de ellos.
—¿Cómo son, vistos de cerca?
—Ben Gurion es tan excepcional que no te atreves ni a hablarle.
¡Pero todos son guapos, todos son eléctricos, bolas de energía! No te
imaginas lo que es tratar con ellos todo el día, llamarles por su
nombre de pila.
—¿Se fijaron en ti?
—Anoche, en la cena, David Remez se sentó a mi lado.
—¿Te acostaste con él?
—Pasamos la noche hablando. Nunca había estado con alguien
tan poderoso.
—¿Y le has gustado?
—Creo que sí... Pero no aceptan fácilmente a una mujer en su
grupo. Se han interesado por mí porque hablo inglés y porque se
relacionan sobre todo con el mundo anglosajón.
—¿Entonces?
—Entonces, nada. Me dijeron que a lo mejor recurren a mí alguna
vez. Saben dónde encontrarme. Eso es todo; cada cual se fue por su
lado y yo he vuelto aquí.
—¿Estás descontenta?
—Estoy encantada. Esta vida me llena, tengo una suerte enorme,
no podría soñar nada mejor.

Regina se desnuda en el dormitorio, en medio de fuertes


resoplidos. Siempre que va a Merhavia tiene la misma sensación
ambigua: le alegra estar en el kibbutz y le alegra la idea de
marcharse. Siempre sale de allí despejada, como renacida. Pero es
excesivo, la misma Golda es excesiva. La quiero, se dice Regina, pero
no estoy segura de querer esta intensidad todo el tiempo. Golda
aparece en la otra punta del dormitorio.
—¡Regina, ven, rápido!
En una especie de alcoba separada por muebles que Morris ha
fabricado, Regina encuentra a Golda llorando, estrechando las manos
de su marido. Morris está tendido en la cama, bañado en sudor
helado, temblando de pies a cabeza. Ni siquiera puede abrir los ojos.
Solo se oyen sus jadeos y el castañeteo de sus dientes. El paludismo
es una enfermedad corriente en el kibbutz, pero muy peligrosa en su
forma aguda. Golda se vuelve hacia ella.
—¡Despierta a Shimon!
Poco después Regina y Golda están sentadas a ambos lados del
enfermo, tumbado en la carreta, bajo el cielo negro. Shimon lleva las
riendas. Procura darse prisa y el traqueteo es muy fuerte, aunque

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Morris no se entera. Envuelto en una manta, parece que ha perdido el


conocimiento. Solo el temblor incesante indica que está vivo. Golda le
sujeta con los brazos.
—De momento está fuera de peligro —dice el médico del hospital
de Tiberíades a la luz del amanecer—, pero voy a ser muy claro: no
sobrevivirá en una colonia que está al borde de un pantano. Tiene
que marcharse de Merhavia. La decisión debe tomarla usted hoy
mismo. No tiene elección. Es una cuestión de vida o muerte.

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Sélim Nassib El
amante palestino

EL SEÑOR ALBERT
1923

El sol acaba de salir, el aire es polvoriento. Los purasangres


árabes parecen pesados, como pegados al suelo. Por eso sus
aceleraciones repentinas resultan aún más impresionantes. Envueltos
en la luz indecisa y los olores a tierra mojada y a estiércol de caballo,
mozos, entrenadores y jinetes se mueven siguiendo una coreografía
rigurosa y eficaz. Un hombre ocupa el centro. En un país donde todos
los hombres llevan bigote, está afeitado. De pie, al borde de la pista
de carreras, se mueve poco, habla poco y nunca levanta la voz.
Destaca por su fragilidad. Todos le llaman jawaya Albert, señor Albert,
con una solicitud respetuosa y algo incómoda. Unos treinta años,
estatura mediana, traje de lino, lleva una gorra de tela blanca que le
protege del sol rasante y resalta la suavidad de la parte inferior de su
rostro. En sus ojos negros y sus cejas espesas, sus gestos lentos y sus
manos finas y largas, se adivina Oriente. Aquí está en su sitio,
rodeado de sus caballos.
Sentado a unos diez metros en las gradas vacías, un hombre lleva
un rato mirándole. Por el aspecto parece extranjero, seguramente
inglés. Alto, pelirrojo, vestido de tweed, tiene la cara larga y la mirada
viva. Los caballos pasan al galope y enseguida desaparecen. El
hombre estira las piernas, baja por las altas gradas y se acerca a
Albert Pharaon.
—Disculpe, era la única manera de hablar con usted. Soy John
Fillmore, representante del banco Barclays en Oriente Medio.
—¿En qué puedo servirle, señor Fillmore?
—Queremos comprar su banco de Haifa.
—¿Comprar mi banco? —pregunta Albert, que por primera vez
mira a su visitante.
—Barclays va a abrir una sede en Jerusalén y otra en Ammán, en
Transjordania. Su banco está sólidamente implantado en Haifa. Para
cubrir el norte de Palestina ganaríamos un tiempo precioso si nos
hiciéramos con su banco o al menos tuviéramos acciones.
—Al parecer la situación política no les preocupa —murmura
Albert tras un momento de silencio.

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Sélim Nassib El
amante palestino

—Palestina lleva un par de años muy tranquila, tanto que el


ejército británico está repatriando la mayor parte de sus tropas.
Ahora el reto es económico. Hay que desarrollar el país, todo el país.
Los bancos y las empresas occidentales se instalan y abren
sucursales con este propósito. Pero todo parece estancado. Los
bancos locales no invierten, excepto los bancos judíos.
—Bancos judíos, bancos árabes... ¿Cómo se las va a arreglar,
señor Fillmore?
—¿Cómo nos las vamos a arreglar sin el respaldo de los
banqueros y hombres de negocios árabes, señor Pharaon?
A Fillmore le gusta el ritmo pausado y directo del joven banquero.
Es como si la atención casi dolorosa que presta a los caballos ocultara
cierta timidez, quizá una dificultad.
—Me temo que en Palestina —dice Albert— la idea de un
desarrollo conjunto árabo-israelí no sea más que un sueño del imperio
británico. Dudo que llegue a hacerse realidad. Los judíos solo quieren
trabajar con los suyos.
—Hay que invertir, señor Pharaon, ya lo sabe usted. Eso requiere
una energía que usted no tiene, y nosotros estamos dispuestos a
aportársela.
Ha estado lloviendo una semana entera y el sol no podrá secar la
pista de carreras de hoy a mañana. Albert parece preocupado.
—No voy a vender mi banco de Haifa.
—Si me permite la pregunta, señor Pharaon, ¿es usted libanés o
palestino?
—Para nosotros las cosas no son tan tajantes —contesta Albert
sonriendo—. Antes de que ustedes y sus amigos franceses dibujasen
fronteras, en nuestras tierras circulábamos libremente de una región
a otra.
—Mi propuesta es firme, señor Pharaon.
—Albert, llámeme Albert. Mañana se disputa el Gran Premio.
Venga y verá correr a los caballos.
De soslayo, Albert percibe una figura vestida de azul que se le
acerca. La reconoce por su forma de andar; cada paso denota una
vacilación, ciertas ganas de retroceder. Ella ve que está acompañado
y se detiene. Albert estrecha la mano de John Fillmore. La chica da un
rodeo para no cruzarse con él. Nina es bonita y no lo sabe. Muy
morena, alta, casi delgada, tiene los ojos acuosos, inquietos, como
alocados. Sus labios largos le surcan el rostro cuando sonríe. Unas
caderas de mujer han crecido de repente en su cuerpo de niña. Solo
tiene trece años.
Él hace ademán de abrirle los brazos y se domina; ella lo
comprende. Se acerca hasta tocarle, nota que está contento. Él no le
pregunta por qué no está en el colegio. Prefiere no entender nada, no
sabría qué decir. La lleva hacia la pista. El aire es cálido y húmedo. La
yegua está a treinta metros, a galope tendido, volando a ras del

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Sélim Nassib El
amante palestino

barro. Su capa parda brilla y lanza destellos. Es Shaitán, cuello de


gacela, cuerpo macizo. Reciedumbre de toro al servicio de ligereza
aérea, miembros finos que le dan un andar de bailarina.
Nina está embelesada con esta mezcla de vigor y gracia, de
fuerza y vivacidad. Shaitán se acerca retumbando, como una
amenaza. La muchacha da un grito a su paso.
—Has llegado a tiempo —dice Albert entre risas.
—¡Es magnífica!
Nina se ha ruborizado. Es por el placer sensual, la sensación de
libertad que le ha infundido Shaitán. Albert siempre ha pensado que
su sobrina es el único ser vivo de su familia.

La gradería está repleta de una muchedumbre desbordada y


festiva, las escasas mujeres parecen islas en medio de un océano de
hombres. Se huelen la diversión y el sudor. Comen pipas de girasol y
el suelo está lleno de cáscaras. Este domingo del Gran Premio no
queda una localidad vacía. Los vendedores ambulantes, pisoteando a
los espectadores, ofrecen sus pitos y molinetes. El anillo humano que
rodea la pista de carreras se estremece bajo un cielo tan cegador que
obliga a entornar los ojos.
Albert Pharaon está en la primera fila, con la tribuna oficial a la
espalda. Sus gemelos captan imágenes temblorosas de niños con la
camisa desabrochada, jóvenes que se comen el mundo, padres de
familia cargados con sus retoños, todo un Beirut popular que vive en
otro planeta.
Por fin aparece Shaitán en la pista. Albert ve cómo tiembla de
impaciencia, bufando con todas sus fuerzas por los ollares. Tira coces,
hace un extraño. El jinete la sujeta con las bridas cortas; parece muy
ligero. Albert apoya los codos en la barandilla. Tiene muchos caballos.
La única cuadra que puede rivalizar con la suya es la de su primo
Robert, que también es banquero. Pero ninguna yegua le ha
emocionado tanto como esta.
Nina está a su derecha y le toca la mano. Ha empezado la carrera.
Shaitán no tarda en dominar, sin entregarse todavía, sin destacar.
Albert ha acordado con el jinete que la sujete todo lo que pueda, lo
cual no parece fácil. Excitada por los purasangres que corren a su
alrededor, el polvo y el fragor de los galopes, tira del bocado, que la
estorba. Con los gemelos, Albert ve la espuma que se le forma en las
comisuras de la boca. El jinete aguanta. Ya han recorrido la primera
curva y Shaitán conserva su posición. Mantiene el ritmo, su carrera es
perfecta. En la penúltima curva un caballo, de repente, amenaza con
cerrarle el paso. Para librarla, el jinete usa la fusta. La yegua hace un
extraño repentino que la desequilibra haciéndole perder varios
cuerpos. Al entrar en la recta está casi entre los últimos. Es entonces
cuando libera toda su energía. Ante miles de espectadores, por fin se

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Sélim Nassib El
amante palestino

entrega y va dejando atrás a sus contrincantes uno a uno. La


muchedumbre se pone en pie. El silencio es total. Shaitán apenas
toca el suelo, solo tiene un caballo por delante. Sigue ganando
terreno en los últimos metros, pero no el suficiente. Le falta una
cabeza y es segunda en la meta. Un «¡oooooh!» de decepción se
eleva en el hipódromo, seguido de un clamor que celebra su proeza.
Albert Pharaon se ha levantado, como todos. No expresa ninguna
emoción, pero su sobrina, de pie a su lado, nota que está como
petrificado, pálido, y que apretuja compulsivamente el sombrero con
la mano. Nina inclina la cabeza y la apoya en su hombro. Albert da
forma al sombrero, se vuelve y lo levanta ligeramente para saludar a
su primo Robert, cuyo caballo acaba de ganar el Gran Premio.
En el salón de honor del hipódromo Robert Pharaon es la estrella
del día. Rodeado de ebanistería, sillones de cuero y grabados de
caballos, sirve champán a los colegas, a la buena sociedad, a los
oficiales, al alto comisario francés y al representante del imperio
británico, a las mujeres con vestidos extravagantes, a los hombres
con chistera, al todo Beirut. La mayoría se conoce, intercambian
sonrisas y se aborrecen. Brindan por el caballo ganador pero también
por Shaitán. Sus miradas chispeantes delatan que disfrutan con la
rivalidad entre los dos Pharaon.
Albert se ha refugiado con John Fillmore junto a las ventanas
dobles. En ese medio cerrado y crispado, el banquero inglés es el
centro de todas las miradas. So pretexto de comentar la carrera, son
muchos los que se acercan para conocerle y enseguida se ponen a
hablar de la política británica en Oriente Próximo, de las
consecuencias de la Declaración Balfour, que ha prometido a los
judíos un hogar nacional en Palestina, de la inmigración, de las
compras de tierras y de otros temas de actualidad.
—Siempre nos hemos llevado bien con los judíos. Son hijos de
árabes como nosotros.
—Los que vienen de Europa son harina de otro costal.
—¿Qué mosca les ha picado a ustedes? ¿Qué necesidad tenía
Gran Bretaña de prometer a los judíos un «hogar nacional» en un país
árabe? No veo en qué favorece esa política sus intereses.
—Es el «divide y vencerás».
—¿Dividir a quién? Los judíos no son ni el diez por ciento de la
población de Palestina. Los británicos se van a enemistar con una
nación numerosa por favorecer a una hipotética nación futura.
John Fillmore se limita a sonreír y mover la cabeza. En realidad,
los otros no le necesitan para seguir hablando. Albert aprovecha para
escabullirse, pero es sorprendido por su hermana Marcelle. Gruesa,
con un vestido blanco de volantes y acompañada de su marido, el
marqués Jacques de Kraym, quiere ser presentada. Siempre se
comporta como si su hermano le debiera algo. Nunca ha comprendido
por qué Albert le pone mala cara. Ya se había acostumbrado, pero la

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Sélim Nassib El
amante palestino

complicidad que ha surgido entre él y Nina, su hija, ha vuelto a


sacarla de sus casillas. Lo que no le impide mostrarse encantadora
ante John Fillmore y obsequiarle con su mejor sonrisa. Jacques de
Kraym se inmiscuye sin más preámbulos en la conversación:
—Puedo explicarles por qué Gran Bretaña aplica una política tan
absurda en Oriente. Simplemente porque los judíos son poderosos y
tienen una fuerza oculta capaz de obligar a la primera potencia
mundial a actuar contra sus propios intereses.
—Lo que acabas de decir es un tópico antisemita —dice Albert
Pharaon, que por primera vez sale de su mutismo.
—Entonces ¿cómo explicas tú ese enigma? —replica Jacques de
Kraym.
—No lo explico. No sé nada de eso.
En medio del vocerío, la mirada de Albert se pierde. Ve a su
sobrina, que parece aburrida, apoyada contra la pared al otro lado de
la sala. Se vuelve como si él la hubiera tocado. En la mirada que le
dirige, Albert advierte un sentimiento de ahogo, un cierto reproche.
Es una mirada de mujer. Albert la saluda con un leve movimiento de
la mano. Nina le sonríe. El rostro se le ilumina, travieso, de nuevo
infantil.
—Lo que yo sé —dice Jacques de Kraym levantando la voz— es
que, durante la Gran Guerra, los británicos prometieron a los árabes
un gran Estado independiente en pago a su apoyo contra los turcos.
Incluso enviaron a Lawrence de Arabia para convencerlos. Sin
embargo, en cuanto cesaron las hostilidades, la promesa cayó en el
olvido en beneficio de otra, hecha a los judíos. Hoy en día todo el
pueblo árabe es víctima de esa perfidia.
Se hace el silencio y todas las miradas se dirigen a Fillmore. Este
sigue afectando indiferencia. Se toma su tiempo para encender la
pipa y espera un momento antes de decir:
—Tengo entendido que es usted marqués, señor De Kraym. No
sabía que hubiera títulos de nobleza en Oriente Próximo.
En el grupito cunde un regocijo mudo. A estos hombres de blanca
cabellera, que mandan por delante a sus primogénitos —hombres de
negocios que hacen de intermediarios entre el mundo árabe y
Occidente—, notables seguros de su poder y amos de un país en
gestación, nada les gusta más que estas escaramuzas para matar el
aburrimiento.
—La mayoría de nuestros títulos de nobleza son turcos —explica
Jacques de Kraym, algo desconcertado.
Junto a la puerta se produce un ligero revuelo. Ha entrado Irene.
Lleva puesto una especie de velo ocre transparente que apenas cubre
su escaso pecho. Tocada con un sombrero de plumas blancas, es
menuda y los tacones altos la desequilibran. Lleva los labios pintados
de rojo vivo. Mientras camina con una sonrisa maliciosa hacia Albert

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Sélim Nassib El
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parece divertida, como un payaso al que le hiciese gracia su propio


aspecto.
—Señor Fillmore, permítame que le presente a mi mujer, Irene.
El inglés se ha dejado sorprender. Rehaciéndose, se inclina y besa
la mano de Irene Pharaon.
—¿De modo que es usted John Fillmore? —pregunta ella
mirándole con descaro.
—El mismo —contesta él bajando la vista.
—Solo se habla de usted, señor Fillmore. Por lo que he oído, ha
venido directamente de Londres. ¿Dónde se aloja?
—En el Saint-Georges.
—Lo construyó un pariente mío. Él mismo proyectó los soportales
de la fachada. Desde que se inauguró el hotel no he tenido ocasión de
ver las habitaciones. Dicen que son estupendas.
—En efecto.
—¿Va a quedarse mucho tiempo en Beirut?
—Mañana me voy a Haifa.
—Lástima. Venga a cenar esta noche, nuestra casa está abierta.
Ya verá como no lo lamenta.
Irene levanta la copa, quiere hacer un brindis pero no sabe por
quién ni por qué. Se ríe como si fuera una niña.
—No quería interrumpir —dice afectando apuro—. Sigan hablando
de sus cosas. ¿De qué estabais hablando? Dímelo, Jacques.
—Hablábamos de política —responde Jacques de Kraym.
—Y concretamente de su título de nobleza —le recuerda Fillmore
con una sonrisa gentil.
—No hay mucho que decir. Mi padre se enamoró de una princesa
austríaca con la que no podía casarse, porque era plebeyo. Pertenecía
a una rica familia cristiana. Entonces el Vaticano le otorgó el título de
«marqués del Papa», una distinción reconocida por todas las cortes
de Europa. Fue así como pasó a llamarse Musa de Kraym... y pudo
casarse con la princesa, mi madre.
—Es realmente asombroso —dice Fillmore.
—Jacques no se lo ha contado todo —añade Irene Pharaon—.
Cuando tuvo edad para matricularse en la universidad, su madre se
opuso a que estudiara derecho. Ya sabe, un marqués no trabaja. Le
mandó a París recomendándole que gastara el dinero a manos llenas.
Primero se dedicó al bridge y luego al póquer. Cuando volvió aquí, a
Oriente, su único amor siguió siendo el juego. Es el alma de los
círculos de Beirut y Haifa. Es el rentista más fantástico que conozco.
Posee pueblos enteros. Y tiene una cualidad inestimable: sabe perder.
Albert deja de escuchar, desconecta. El flujo de palabras continúa,
pero no se esfuerza por comprender su significado. Sigue guardando
la apariencia de un hombre de mundo bien educado, pero en realidad
está harto de la violencia contenida de ese ambiente, de las mujeres
que se birlan el marido unas a otras entre sonrisas, de los muchachos

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Sélim Nassib El
amante palestino

violados por los curas, de las maldades retorcidas, del dinero que
impone su ley, de la pleitesía, de las familias... Ni siquiera los dos
hijos que ha tenido con Irene le parecen suyos. Aunque todavía son
muy pequeños, ya pertenecen al mundo artificial de las ayas, de las
conveniencias, de la buena educación. Un agobio. ¿Por qué se queda
allí? ¿Qué le retiene? Su pasividad le ahoga. Una vez más su mirada
busca a su sobrina Nina, Nina de Kraym. Pero en el lugar donde
estaba antes ya no hay nadie.

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Sélim Nassib El
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PRIMERO DE MAYO
1928

Morris Myerson observa a su mujer, que camina entre los farolillos


de colores, los puestos ocupados por los grupos políticos, las
banderas rojas y las innumerables pancartas de la Histadrut, la
central sindical judía. Con su sencillo vestido blanco ceñido en la
cintura parece una trabajadora. Sigue teniendo un cuerpo vigoroso y
firme, pero su paso se ha vuelto vacilante. La sobresalta un «¡Viva el
Primero de Mayo!» que alguien grita por un altavoz a su paso, se
detiene a oír las frases de un discurso lejano, y se vuelve con los
primeros acordes de una canción de kibbutz que antaño tarareaba. Su
cabeza, siempre en movimiento, parece la de un pájaro que avizora.
Todo parece intimidarla, los ecos de la «Internacional» y los versos
patrióticos declamados en yiddish. En medio de la fiesta, camina
como aterida. Ni siquiera parece reaccionar al ver a los obreros
comiendo con sus familias en el césped soleado.
A pesar de sus dos partos ha adelgazado. Ya no tiene la cara
redonda, la piel se le ha pegado a los huesos, como si se hubiera
secado, y resalta la fuerza de su mirada. Sin embargo, Morris debe
admitir que algo se ha apagado en sus ojos. La voluntad de Golda
permanece intacta, bien lo sabe, pero es una voluntad que se ha
quedado muda, como si le faltara una meta. Le pasa la mano por la
cintura. Golda se vuelve hacia él y sonríe.
—Está bien, ¿verdad? —pregunta.
—Sí, está bien.
Fue ella quien propuso que fueran a Herzlia al mitin del Primero
de Mayo. Se lo dijo esa mañana, durante el desayuno: «Podríamos
salir de Jerusalén hacia las doce, pasar por Tel Aviv para dejar a los
niños con mi hermana e ir los dos». Tras el tono práctico de su mujer,
Morris percibió cierta aprensión. Cuando salió del kibbutz Merhavia,
Golda había renunciado a la acción política. Los antiguos compañeros
iban a verla a Jerusalén, pero ella ya no estaba en el ajo. Había
trazado una raya, no quería mirar atrás. Hoy se está arriesgando por
primera vez. Morris la acompaña con cierta cautela, como un marido
acompañaría a su mujer a ver a un antiguo amante, el amor de su

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Sélim Nassib El
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vida. Otras parejas pasean por las avenidas, abrazadas, y también


grupos de adolescentes, familias numerosas, obreros, intelectuales.
La música y los eslóganes los unen en un sentimiento común, hablan
en idiomas de todo el mundo. Morris piensa: Ya no se distinguen por
ser judíos, porque todos lo son. Para presentarse tienen que decir que
son yemeníes, polacos, ucranianos, rusos, lituanos, alemanes, sirios...
En Palestina han podido hacer realidad una fantasía tan profunda
como inconfesable: ¡no ser judíos!
Golda se separa y echa a correr. Parece que ha visto algo o a
alguien. Morris camina hacia el borde del parterre central. Golda se
vuelve y le invita a seguirla con un movimiento de la cabeza. Él ve su
sonrisa de niña maravillada, pero aún indecisa. Una muchedumbre
dispersa escucha a los oradores que se suceden en la tribuna
levantada al aire libre. Los discursos son exaltados, pero el ambiente
general es apacible. Sentados o tendidos en la hierba, los asistentes
no prestan demasiada atención. Hace sol, están contentos. Se han
puesto sus mejores galas, pero la condición de obrero se nota en el
contorno de las uñas.
—¡Eres tú!
Golda examina a la mujer joven que ha hablado, más o menos de
su edad, pelirroja y con pecas, y no la reconoce.
—Es normal —dice la otra—. Te vi en el congreso de los
kibbutzim, hace unos cuatro años. Yo no tomé la palabra. Me llamo
Esther Shapiro.
—Te presento a mi marido, Morris Myerson.
—Te abucheé cuando defendiste la nobleza de las faenas
domésticas en el kibbutz. ¡Qué lejos queda eso! Seguiste hablando a
pesar de los gritos, ¡y en yiddish!
—¿A qué te dedicas ahora? —pregunta Golda.
—Salí del kibbutz. Trabajo en la Histadrut, aquí, en Herzlia. Yo
también me he casado y tengo un niño pequeño.
—¿Y el kibbutz?
—Cuando lo añoro vuelvo por allí —contesta alegremente la mujer
—. Está en Rishon le-Tsion, muy cerquita. Evidentemente, no es lo
mismo. El kibbutz sigue siendo la experiencia más fascinante de mi
vida, pero ya se acabó.
—¿Por qué? —insiste Golda, y Morris la nota alterada, quizá
disgustada.
—Por los niños —contesta Esther—. Los veía crecer año tras año
sin un padre y una madre definidos. No tenían ninguna de nuestras
referencias, se enfrentaban a lo desconocido; se esperaba que
llegarían a ser el Hombre Nuevo. Creo que tuve miedo, simplemente.
—Pero ¿de qué?
—Si toda la sociedad judía de Palestina viviese en kibbutz, sería la
regla general. Pero eso era como un pequeño laboratorio. Tuve la
impresión de que usábamos a los niños como conejillos de Indias.

25
Sélim Nassib El
amante palestino

—Si hay algo nuevo que hemos creado en esta tierra, en toda la
tierra, una sola cosa de la que podamos estar orgullosos, y para
siempre, es el kibbutz. Hemos inventado una relación social, privada
y sentimental, radicalmente distinta, hemos eliminado las relaciones
de sumisión, hemos suprimido el sentimiento de propiedad y
competencia. ¡No solo para nosotros, sino también para nuestros
hijos, desde su nacimiento!
—¡Sigues teniendo fe! —observa Esther entre risas.
—Sí —dice la joven con una sonrisa dura.
—Y tú, Golda, ¿qué haces ahora?
—¿Yo? Pues ahora vivo en Jerusalén...
A Morris no se le escapa la mirada furtiva que le dirige. Se
pregunta cómo va a contestar. Pero a Golda no le da tiempo. Un
hombre irrumpe y le agarra calurosamente los brazos. Ella se
sobresalta, se ruboriza. David Remez es el dueño de Solel Boneh, la
empresa que construye las carreteras y las casas de todo el yishuv.
También es el hombre que en el congreso de los kibbutzim se sentó a
su lado. Durante toda la noche estuvieron conteniéndose para no caer
el uno en brazos del otro.
—¿Cuánto tiempo hace? —dice él, sin soltarla—. ¿Cuatro años?
—Y cinco meses.
Golda observa a David, que estrecha la mano de Morris y saluda a
Esther. Los ojos negros hundidos en las cuencas, el rostro rectangular
y el bigote severo le dan un aspecto aristocrático. Pero basta con que
sonría, lo que no sucede a menudo, para que se convierta en el más
campechano de los hombres. Pasa el brazo por debajo del de Golda y
tira de él.
Ella tiene la impresión de que responde con retraso a sus
preguntas acaloradas, a su interés no disimulado por ella.
—¿Qué pasa, Golda? ¿Hay algún problema? —pregunta David
después de un silencio.
—No. Sigo con el trabajo de Solel Boneh en Jerusalén, el empleo
que me encontraste. También doy clases de inglés en un colegio
privado. Morris sigue trabajando en la biblioteca...
—Entonces, ¿qué pasa?
—Nada, solo que...
Suspira, pero no llega a decir nada más. De pronto los altavoces
difunden una voz fuerte, magnética, aterciopelada, una de esas
escasas voces que te hablan personalmente y te obligan a escuchar.
—Jean Jaurès, que defendió a Dreyfus, decía que para pasar de
una democracia republicana a una democracia socialista la única
solución era fortalecer a la clase obrera.
La voz se interrumpe y queda en suspenso, como si hubiera
enunciado la primera frase de un enigma.
—Pues bien, nosotros decimos que para transformar un pueblo de
comerciantes e intelectuales en una nación independiente la única

26
Sélim Nassib El
amante palestino

solución es formar una masa de trabajadores. Esto significa que


nosotros mismos, como pueblo, debemos transformarnos en
trabajadores cultivando nuestra tierra, viviendo de ella, desarrollando
nuestra industria con nuestras propias manos. Así es como la clase de
trabajadores se convertirá en un pueblo de trabajadores, porque solo
un pueblo así es capaz de llevar a cabo la metamorfosis indispensable
para nuestro renacimiento nacional.
Los hombres y las mujeres empiezan a levantarse para ver qué
aspecto tiene el nuevo orador. David le dice a Golda al oído:
—Es Zalman Shazar, seguramente le conocerás. Es mi mejor
amigo.
—No le había visto nunca —dice ella, desconcertada—. No me lo
imaginaba así.
Cara afilada, un bigote que dibuja dos pequeños rizos en la
comisura de los labios, gafas ovaladas con montura de plata; no hay
nada impresionante en el aspecto de Shazar, salvo que se mueve
como un bailarín y lleva una rubashka, la camisa del Este europeo, de
cuello alto y abotonada a un lado, que Golda conoce bien.
—No conozco a nadie tan entregado a la causa —prosigue David
—. Dirige el periódico Davar, fundado por él, y ha traducido a Rachel
de Kinnereth. Estoy seguro de que te va a gustar.
—Rachel de Kinnereth es mi poetisa preferida —murmura Golda.
—Dicen que han sido amantes —apunta Esther.
Al oír esto, a Golda se le encoge el corazón. Ha sido una
abstinencia demasiado larga. Esos dos hombres que han aparecido al
mismo tiempo, Zalman y David, funámbulo el uno, puntal el otro, para
ella son uno solo. Como los polos de un imán.
—Pero ¿acaso somos un pueblo? —clama Zalman Shazar—. ¡Ni
siquiera una tribu! Soy un hijo del exilio. Nací cautivo del miedo, de la
opresión, de un tumulto de deseos. No desperté verdaderamente
hasta que en Minsk organicé unos grupos para defendernos de los
pogromos. Eso no formaba parte de la tradición judía, es decir, de la
tradición del exilio. Para romper con ella había que asumir que esas
agresiones eran intolerables y, por lo tanto, no podíamos seguir
soportándolas. ¡Vuestra presencia aquí, en este país, que es vuestro,
es la prueba más evidente!
Los aplausos prorrumpen en el silencio que se ha hecho. El orador
levanta las manos para pedir calma, como si tuviera que concentrarse
para reflexionar y hacer reflexionar a los demás. David y Golda se
adelantan hacia la tribuna, seguidos de cerca por Morris y Esther. Se
detienen cuando el gentío les cierra el paso. Todos se han puesto de
pie, y el eco de la voz empieza a atraer a los paseantes de los
alrededores.
—Hoy ya no estamos en corral ajeno y no le pedimos a nadie
permiso para vivir. Al contrario, reclamamos nuestro derecho a volver

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Sélim Nassib El
amante palestino

al país de nuestros antepasados, asentarnos en él, cultivar su tierra y


explotar sus recursos, sin obstáculos.
¡En este país ya no somos extranjeros, sino los descendientes de
quienes eran sus dueños en el pasado! ¡Volvemos para quedarnos y
es como si hubiéramos nacido aquí!
Una aclamación formidable le responde, y algo impide a Golda
unirse a ella. El nudo que tiene en la garganta se estrecha aún más.
Solo entonces admite que Zalman es guapo. Se mueve con soltura en
el escenario, su cuerpo y su espíritu se funden. Una emoción física la
embarga, al mismo tiempo que una tristeza indecible. Los ojos de
David están clavados en ella, frente inclinada, cavernas que la
escrutan. Zalman remacha:
—¡Porque no hemos vuelto aquí a título personal, como
particulares, sino como una colectividad nacional!
La ovación se repite y se redobla, de nuevo contenida por las
manos del orador, que no quiere interrupciones. Prosigue:
—Fuimos elegidos entre los pueblos para dar testimonio del Dios
único, pero dudamos de Él y Él nos condenó a una dispersión de mil
años, una galut, la forma de exilio reservada a Israel. Los otros
pueblos sueñan simplemente con su lugar de nacimiento, pero
nosotros, los judíos, tenemos nuestras raíces en Dios y en esta tierra
que Él eligió para nosotros. Por eso nuestro regreso a Sión no es solo
material, sino también espiritual. Si tenéis alguna duda, id al Muro de
las Lamentaciones de Jerusalén. Quedaos allí un momento, frente a
ese último resto del templo del rey Salomón. Entonces no solo veréis,
sino que sentiréis con todo vuestro ser el secreto de la larga vida de
nuestro pueblo. ¡Porque somos un pueblo!
No hace caso del clamor del público, ni siquiera lo oye. Está
inspirado. Pasa de un tema a otro, de la poesía a la política, del
nacionalismo al socialismo, del laicismo a la mística. Todos pueden
seguir sin dificultad el hilo de su discurso errático. No arenga a la
muchedumbre con la boca, sino con los brazos y las piernas, los
hombros, las rodillas, con todo el cuerpo. A veces le habla a su puño,
a veces a sus dedos. Va y viene, da la espalda al público, se vuelve,
se apoya contra la pared sin interrumpir su monólogo interminable.
Golda tiene la impresión de que hasta sus huesos hablan. ¿Hablan?
Gritan, rabian, exhortan, suplican. Su cuerpo está en trance, se
mueve en una espiral, en una danza sincopada que la mujer,
asombrada, reconoce inmediatamente como lo que en verdad es: una
danza hasídica.

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amante palestino

JERUSALÉN - TEL AVIV


1928

Parece que los rostros fuesen a su encuentro, cuando es ella la


que avanza. En los zocos árabes tortuosos y estrechos se abre paso
entre el gentío y acompañada por el olor a especias recorre el
laberinto de callejuelas. Solo le interesa la orientación general. Corre
como alguien que ya no sabe qué hacer. De repente aparece ante ella
el Muro de las Lamentaciones. La calle es tan angosta que, para
contemplarlo oblicuamente, tiene que retroceder y levantar la vista.
Siempre se ha burlado de las piedras viejas, los judíos religiosos no
son amigos suyos. Llevan tanto tiempo viviendo en esta ciudad que
se han acomodado. Las dos mezquitas más sagradas asoman por
encima del muro, el Santo Sepulcro está a trescientos metros de allí.
Las tres religiones juntas abruman a Jerusalén, y Golda ni siquiera es
creyente, pero su respiración es anhelante, el corazón le late con
fuerza. Se adelanta y lo toca con la palma derecha. El contacto es
cálido. Una vieja llorosa introduce en una rendija un papel
cuidadosamente doblado; es una súplica o un deseo dirigido a Dios,
un kvitlash. En el muro hay miles de ellos. Los judíos siempre han
venido aquí a lamentarse de la destrucción del templo y de ser un
pueblo diseminado. Envuelto en el manto ritual, un joven reza
golpeando la piedra con la frente. Su cuerpo en trance se desarticula.
Inclina el busto, lo endereza, echa la cabeza hacia atrás, pone los ojos
en blanco. Se agita con gran violencia, como si quisiera desprenderse
de sus miembros. Es como si una fuerza superior se hubiera
apoderado de su cuerpo y él se debatiera desesperadamente para
sacársela. Ya no está «separado». El muro y él se han unido en un
gozo delirante, en una fusión orgánica.

David se da cuenta de que no ha comido nada desde el almuerzo


del día anterior. Hasta el hecho de encontrarse allí, en su oficina de la
sede de la Histadrut en Tel Aviv (tan atestada de documentos, tan
bien ordenada en su cabeza), le parece sorprendente. Se ha quedado
trabajando hasta las cinco de la madrugada y luego ha dormido en el

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Sélim Nassib El
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sofá del rincón; a las ocho se ha despertado y ha reanudado el


trabajo. Noche y día son palabras que ya no tienen mucho sentido
para él. Su vida es un discurrir continuo, interrumpido de vez en
cuando por algunas horas de sueño. Decide salir a comer algo.
Recorre cabizbajo los concurridos pasillos de la Histadrut, baja por
las escaleras y se dirige rápidamente hacia la salida. Un rayo le recibe
en la calle, seguido inmediatamente de un estruendo infernal. Antes
de que salga del edificio ya empiezan a caer granizos como
guisantes. Una mujer mayor, encogida bajo el aguacero, con la
cabeza cubierta con una tela de lana mojada, se resguarda debajo del
mismo voladizo. Deja las bolsas en el suelo, levanta la vista hacia él y
se asombra. Él también se asombra; es Golda. ¡Ha cambiado tanto en
dos semanas! No da crédito a sus ojos.
—¿Qué te ha pasado, Golda?
Los labios le tiemblan ligeramente, Golda es incapaz de
pronunciar palabra. David la rodea con los brazos y ella, con un
movimiento compulsivo, esconde la cara en su cuello.
—Golda, ¿qué te pasa? —vuelve a preguntar él.
—Tengo... que coger el autobús para volver a Jerusalén.
—Olvídalo. Cuéntame. Tenías tan buen aspecto la última vez...
—Es precisamente ese mitin del Primero de Mayo...
No logra decir nada más, se le saltan las lágrimas sin que pueda
evitarlo. Remez está atónito. La mujer joven, fuerte y prometedora
que había conocido en Degania ha perdido la confianza en sí misma.
¡Parece tan agotada, desesperada e inútil!
—Mira —le dice en voz baja—, vamos al bar. Allí me lo cuentas.
Golda está demasiado extenuada para resistirse. Se agacha para
coger las bolsas pero Remez se le adelanta. La toma del brazo y
camina con ella por la acera. En el bar se sientan a una mesa
apartada. Las palabras de Golda son como sus lágrimas: no puede
pararlas.
—Te juro, David, que durante todos estos años lo he intentado
todo, de veras que lo he intentado. He procurado cuidar a Morris y
quererle como se merece, le he dado dos hijos, no he parado ni un
solo día, he llevado la casa, he trabajado duro... No llegaba a fin de
mes, nadie llega, hay tanta miseria... pero era mi deber de buena
madre, de buena esposa, un esfuerzo sobrehumano durante cuatro
años. Me hice experta en pobreza, pero eso no impidió que
pasáramos hambre. Recuerdo que un día me eché a llorar porque no
nos quedaba dinero para comprar petróleo de quemar. ¿Te imaginas?
—No entiendo por qué te has dejado hundir así sin reaccionar.
—En eso consiste ser sionista, ¿no? —dice ella esbozando una
sonrisa—. En venir a Palestina, alegrarnos solo por el hecho de estar
aquí y sufrir, sí, sufrir... Dejé pasar las semanas, una tras otra.
Pensaba que me estaba acostumbrando, que acabaría
acostumbrándome.

30
Sélim Nassib El
amante palestino

—¿Por qué no viniste a verme?


—¿Y qué te iba a decir? ¿Que la vida es difícil? Más lo era en
Merhavia. Pero allí teníamos otra motivación.
—A lo mejor estás hecha para la vida de kibbutz.
—Es lo que pensé yo también. Hace dos años, cuando Menahem
tenía seis meses, decidí irme a vivir a Merhavia con él. Era tan
desdichada que Morris nos dejó ir. Pero el kibbutz había cambiado: el
pantano desecado, eucaliptos por todas partes, césped... Yo quería
volver a labrar la tierra, pero me encargaron la guardería; tenía que
cuidar de nueve niños, incluido el mío. Empecé a añorar a Morris
mucho más de lo que hubiera imaginado. Solo aguanté seis meses.
Cuando volví a Jerusalén con mi niño, ¡Morris se puso tan contento!
Creyó que yo había superado la crisis y que por fin íbamos a ser
felices. Un mes después me quedé embarazada de Sara. No me daba
cuenta de que dos niños pequeños en casa no es lo mismo que uno
solo. Tenía que dejar a Menahem con unos vecinos y llevarme a Sara
conmigo al colegio donde daba clase. Varias semanas después del
nacimiento de Sara empecé a hundirme de nuevo. Era demasiado
tarde para cambiar de idea otra vez. Creí que podría resignarme. Pero
llegó ese Primero de Mayo, y tu amigo Zalman lo desbarató todo.
—¿Zalman?
—Lo que dijo ese día me rompió el corazón. Me reveló que la vida
que yo soñaba era posible, volvió a abrir todas mis heridas. Ayer
seguí el consejo que dio a la muchedumbre: fui al muro. No creo en
Dios, pero el muro está vivo. Puedo hablarle, oírle, tener una relación
con él. Es como una fortaleza que ha conservado la tierra a la espera
de que regresaran los judíos.
Remez toma la mano de Golda por encima de la mesa. Ella baja la
mirada para que no vea sus lágrimas.
—¡David! ¡No sé qué hacer, ya no puedo más! ¡No vine a Eretz
Israel para esto!
Llega la camarera con la consumición. Ambos aprovechan para
tomar aliento. Esperan en silencio mientras coloca los platos y las
bebidas.
—Escucha —dice Remez—, tienes que comprender que te has
impuesto un esfuerzo sobrehumano, inhumano, al desviarte de tu
vocación. Ese es el origen de tu sufrimiento. Un sufrimiento que no
ayuda, que no conduce a nada. Yo me paso el día resolviendo
problemas más complicados. Tengo un método sencillo. Dejo a un
lado lo afectivo para sopesar fríamente la dificultad y los
instrumentos para enfrentarse a ella.
—¡Entonces, si lo sabes, dime cómo puedo afrontarla yo!
—No soy yo quien lo sabe, sino tú. Te dejas agobiar por los
sentimientos, tus hijos, tu marido, tu culpabilidad...
—¿Qué intentas decirme?

31
Sélim Nassib El
amante palestino

—Que llevas cuatro años perdiendo el tiempo. Esa vida que te


empeñas en llevar en Jerusalén no es la tuya. Haz lo que sea para
salir de ese atolladero.
—¿Cómo?
—Para empezar, deja de menospreciarte. Tú tienes un gran
talento, Golda, y eso es precisamente lo que necesita el movimiento
sionista. Llevo dos semanas buscando desesperadamente a alguien
capaz de hacer un trabajo...
—¿Qué trabajo? —pregunta Golda al instante.
—Aquí mismo, en la sede de la Histadrut de Tel Aviv. Se trata de
crear granjas escuela para enseñar agricultura a las chicas. Los
tiempos han cambiado. Los inmigrantes son más escasos y al yishuv
cada vez llegan más mujeres solas, animosas pero sin experiencia. Se
empeñan en hacer todos los trabajos reservados a los hombres,
incluso adoquinar carreteras. Lo que pasa es que no tienen formación
y no saben organizarse ni vivir juntas. En realidad nadie sabe.
—¡Sería estupendo! —dice Golda, con un brillo repentino en los
ojos—. Pero hay que vivir en Tel Aviv.
—Es imprescindible. La Histadrut te facilitará un piso en el barrio
donde vivimos todos. Estarás bien, ya verás. Es inútil disimularlo:
todos nosotros detestamos Jerusalén y a sus religiosos. Ellos no nos
aprecian, y les pagamos con la misma moneda. Tel Aviv es nuestra
ciudad, nuestro barrio, nuestro gueto familiar.
—Pero ¿cómo me las arreglaré? Morris, los niños...
—No te pongas dramática —dice Remez con cierta severidad—. La
mayoría de los responsables de la Histadrut o del partido tienen
familia, y eso no les impide trabajar. Puedes traerte a los niños. Tu
hermana vive en Tel Aviv, seguro que te echa una mano con ellos.
Todavía no te conozco bien, pero lo que llevas dentro es más fuerte
que tú, Golda Myerson. Ya es hora de que decidas lo que quieres
hacer con tu vida.

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Sélim Nassib El
amante palestino

BEIRUT - HAIFA
1928

Llama y no contesta nadie. Tras la puerta tallada, la casa parece


dormida. Vuelve a llamar. El eco es el de una gran cueva vacía. Alza
la vista hacia las ventanas. El día es límpido, el aire está saturado de
luz. A su espalda, el césped y los bosquetes están cortados a la
perfección. Todo está en orden, excepto ella. Las lágrimas le asoman
a los ojos. Llama con fuerza. Un ruido, le parece oír un ruido dentro.
Aguza el oído. Alguien se acerca. Apoyada en su bastón, Mireille, la
madre de Irene Pharaon, le abre.
—¡Nina, la bella Nina!
El piropo le sienta como un tiro. Desde hace algún tiempo todos la
llaman así. Es verdad que sus formas se han redondeado, que su
cuerpo flaco ha adquirido una plenitud y una gracia que atraen las
miradas. Pero esas miradas no la halagan, la molestan. No se gusta,
no se siente bonita. A sus diecisiete años y medio lo único que quiere
es que la dejen en paz. Sin embargo, ese mismo deseo, ese ruego,
esa ira infantil acentúan su atractivo. ¿Qué se le va a hacer? Se queda
en el umbral. Los grillos invisibles de los pinos piñoneros del jardín
han despertado y su canto intermitente la aturde. Con los libros bajo
el brazo, intenta hablar con normalidad, pero le tiemblan los labios.
Mireille le sonríe como solo pueden hacerlo los sordos.
—¿Qué? ¿Qué dices? ¡Habla más fuerte!
—¡Digo que si está el tío Albert! —grita Nina.
—Qué barbaridad, ya no oigo nada. Vamos, entra. Voy a por mi
trompetilla.
De mala gana, Nina sigue a la anciana señora por la casa. Hay
una oscuridad crepuscular, todas las cortinas todavía están corridas.
Botellas de licor vacías, vasos sucios, naipes sin recoger en los
tapices verdes... Es evidente que aún no han pasado los criados. Sin
embargo, ya son casi las doce. Mireille ha ido a buscar su trompetilla.
En el sofá grande del cuarto de estar Nina ve a dos hombres
dormidos. Da un paso atrás y tira un velador.
—¿Quién está ahí?

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Sélim Nassib El
amante palestino

La muchacha levanta la vista. Asomada a la barandilla, Irene


Pharaon la está mirando. Todavía lleva puesto el camisón.
—Soy yo, tía Irene —dice Nina en voz baja.
—Ya veo que eres tú, Nina. ¿Qué quieres?
—Saber si está el tío Albert.
—¿Albert? Pues no. Se ha ido... como de costumbre.
—¿A Haifa?
Calcula que lleva suficiente dinero encima para pagar un taxi
colectivo. Puede plantarse en Haifa en tres horas.
—No, anoche volvió de Haifa y esta mañana se ha marchado otra
vez... vamos a ver... ¿A Ginebra? ¿A Londres? No lo sé. A alguna parte
de Europa. Ha dicho que estará fuera diez días.
—¡Ya la tengo! —dice Mireille, que entra en la sala con la
trompetilla en la mano—. ¿Qué me decías?
A Nina no le quedan fuerzas para abrir la boca. Desde el piso de
arriba Irene grita:
—¿Qué hora es? Nina, ¿quieres comer algo? Espera, ahora bajo.
¿Adónde vas? ¡Nina!
Camina por la ciudad. Maquinalmente. Ya ha abierto el camino en
un sentido, desde el liceo. Esta vez deambula. Se desvía, pasa por
calles que no ha recorrido nunca. Sin saber cómo, llega a la carretera
que bordea el mar. El viento está cargado de sal que se le pega a la
cara, se seca en sus labios. Camina conteniendo las lágrimas. Si
estuviera Albert, él sabría qué hacer. Se habría interpuesto, le habría
ofrecido un punto de apoyo. Ahora no tiene a nadie. Un torbellino la
tira de los pies. Nina se resiste con todas sus fuerzas y se abandona
al mismo tiempo. Extrañamente, se siente cómplice de lo que le
sucede. Algo dentro de ella se lo dice. Su cuerpo le pertenece,
siempre lo ha creído. Ahora comprueba que todavía forma parte del
entorno familiar. La entregan y ella lo consiente con pasividad. Eso le
da asco. Si Albert hubiera querido, se habría ido con él. Pero no
quiere, no puede querer eso. Nina llora. Levanta la vista y se da
cuenta de que está delante del Arus el-Bahr, la Novia del Mar, un café
popular situado al pie del faro. Entra. Es muy grande, las mesas de
madera están al aire libre. No hay nadie. Se sienta, pide un té. Ha
sido feliz en ese café, solía venir con sus amigas. Tardes enteras
hablando, riendo. No deja que los pensamientos que la asaltan sigan
su curso. Procura vivir el momento. El té demasiado dulce irradia
calor en su vientre. Mira las olas que rompen en las rocas, se
concentra en ellas, intenta dejarse llevar por su flujo y reflujo. No
puede. No consigue dejar de existir.
Son las siete de la tarde cuando abre la puerta de su casa. De la
cocina llegan ruidos de conversación. El comedor está iluminado, la
mesa puesta. Hay flores. No hay nadie en el salón. Aprovecha para
subir furtivamente a su cuarto. Cierra la puerta. En la cama está
extendido su vestido más provocador, el del gran escote.

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Sélim Nassib El
amante palestino

El coche avanza despacio por la carretera de la costa, vacía esta


mañana de domingo. Los asientos son de cuero, el paisaje marino se
tiñe de extraños colores a través de los cristales ahumados. La luz
especial de Beirut, la costa, el olor del mar trazan una geografía
familiar que Albert Pharaon reconoce con deleite. Por más que diga,
cada vez que regresa se le ensancha el corazón. Sin embargo, Europa
le gusta. Ha pasado allí dos semanas. Todos los asuntos que tenía
pendientes están despachados. Pero, en cuanto ha terminado, ha
vuelto a sentir añoranza de Oriente. En realidad, no acaba de estar a
gusto ni aquí ni allí. Vive con un pie en cada sitio. Desde hace cuatro
años cree haber resuelto su problema con ese constante ir y venir.
El coche sale de la carretera de la costa y se dirige hacia la parte
alta de la ciudad. A esas horas estarán todos dormidos. Podrá pasar
por casa, cambiarse e ir a las caballerizas sin tropezarse con nadie.
Hanna detiene el coche al pie de la escalinata doble que lleva a la
puerta de entrada.
—Te voy a necesitar dentro de media hora —dice Albert antes de
subir.
El chófer lleva las maletas y vuelve al lado del coche. No le ha
dado tiempo a encender un cigarrillo cuando Albert sale
precipitadamente. No es el mismo hombre. Pálido, nervioso, con las
mandíbulas apretadas, aparta a Hanna, que le abría la portezuela
trasera, se pone al volante y arranca en tromba.
—¡Albert, qué sorpresa! ¡Tan temprano! Creía que estabas en
Milán... en Zurich, yo qué sé...
—No juegues conmigo, Marcelle. ¿Dónde está Nina?
El hermano y la hermana se conocen demasiado bien. Entre ellos
todo es formulario, hasta las peleas, hasta los rituales de combate.
Marcelle de Kraym, sacada de la cama, se muestra belicosa.
—¡Vaya modales! Vuelves de viaje, vienes a mi casa y no das ni
los buenos días. Solías ser más educado. ¿Qué te pasa, mi pobre
Albert?
—¡Me pasa esto!
Le arroja a la cara la tarjeta: «El marqués Jacques de Kraym y
señora tienen el gusto de invitarle a la boda de su hija Nina...».
Marcelle coge al vuelo la invitación. Su risa es triunfal.
—¿Así que es esto lo que te pone frenético? Pero, queridísimo
hermano, no eres tú el concernido. Creía que habías venido a
felicitarme.
Albert no está para sarcasmos. Su flema ha desaparecido. De
repente le sale de dentro el terrateniente, el vástago de una dinastía
de amos acostumbrados a mandar. Con tono tajante pregunta a
Marcelle por qué y a qué precio ha vendido a su hija. La madre de
Nina se encara a él esbozando una sonrisa. El poder y la riqueza

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Sélim Nassib El
amante palestino

también corren por sus venas. ¿El novio? Un egipcio riquísimo que se
la va a llevar a vivir a El Cairo. ¿Su edad? Treinta y seis años, sí, más
del doble de la edad de Nina, ¿y qué? ¿Que si puede ver a su sobrina?
Lástima, acaba de marcharse. ¿Adónde? A la montaña, a alguna
parte, a algún lugar seguro donde no tiene ninguna posibilidad de
encontrarla.
—¡La has secuestrado! —dice él, blanco de ira.
—No seas ridículo, Albert. Te conozco. La he puesto a buen
recaudo para impedir que eches su futuro por la borda. Ya se
enjugará las lágrimas, tu querida niña. ¿Por quién la has tomado?
¿Por una mosquita muerta? ¿Por una cría que no sabe lo que pasa?
¡Estás ciego, querido Albert, y es ella quien te ha cegado! No te
preocupes por ella, la conozco mejor que tú. Es mi hija, es fuerte.
—Tú no la conoces. Ni siquiera la has mirado a la cara.
—¿Por qué pierdo el tiempo contigo? ¿Es que no te das cuenta? El
marqués de Kraym casa a su hija e invita a la ceremonia a toda la alta
sociedad de Líbano y Palestina. Ya lo verás con tus propios ojos,
acudirán todos. ¿Por qué no iban a acudir? Es verdad que Jacques ha
estado al borde de la ruina... pero solo al borde. Aunque no lo creas,
en unos años ha perdido en el juego los treinta y siete pueblos que
posee en Palestina con todas sus tierras. Jamás habría podido obtener
y dilapidar tanto dinero líquido si los judíos no hubieran pagado en
efectivo y a buen precio. Aunque lo hubiésemos vendido todo, las
acciones, las casas, el barco y los caballos, con eso no habría bastado
para pagar las deudas. Jacques no ha trabajado nunca. ¿Qué
podíamos hacer? Corríamos el peligro de quedarnos fuera del gran
mundo, ¿entiendes? ¡Fuera del gran mundo!
Albert vuelve a ser dueño de sí. Se da cuenta de que su cuñado
está en una situación tan apurada que la única solución es hablar a
Marcelle como hombre de negocios.
—¿Cuánto necesitas para anularlo todo? —pregunta con voz
apagada.
—Tu fortuna no sería suficiente —responde Marcelle—. ¿De qué
me serviría tener un hermano y un marido arruinados a la vez? De
todos modos no pienso estar oyendo hasta el fin de mis días que
fuiste tú, Albert, quien nos salvó.
—¿Prefieres que sea ese egipcio?
—Se ha portado con una generosidad increíble. Ha negociado la
moratoria de las deudas, nos ha librado de ellas pagando solo una
fracción. Aparte de eso, pone sobre la mesa una cantidad enorme, sin
contar con lo que deberá pagar más adelante. Ya ves el interés que
tiene por Nina.
—Un excelente negocio, no cabe duda.
—¡Menos guasa! —grita Marcelle volviendo a sacar las uñas—.
¿Qué tiene de particular? Los matrimonios siempre han servido para
eso. Ahí está la gracia. Jacques regresa al gran mundo. Eso es todo.

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Sélim Nassib El
amante palestino

No hay nada nuevo. ¿Crees que alguien se preocupa por Nina? Tú


eres el único, solo tú. Así que deja de preocuparte y todo irá sobre
ruedas. La próxima vez que la veas estará vestida de blanco,
radiante, a la entrada de la catedral, del brazo de su novio.
—Quiero oírle a ella decir que está de acuerdo. Es lo único que
pido.
—¿Lo único que pides? ¿Con qué derecho? Nina es menor y está
sometida a la autoridad de sus padres. No tienes ningún poder sobre
ella. No eres su padre, ni su hermano, ni su prometido. Pero te veo
tan alterado que no puedo dejar de hacerme algunas preguntas.
—¿Qué preguntas?
—No te hagas el tonto conmigo. No sé lo que os traéis entre
manos, pero es evidente que te has encaprichado de la niña. Salta a
la vista. Lo siento por ti; no serás el primero en besarla.
Albert Pharaon siente como si le dieran un mazazo. Palidece, agita
los brazos con un gesto de estupefacción y disgusto. La presión es
demasiado fuerte. Coge un jarrón, lo levanta sobre su cabeza y lo
estrella a los pies de su hermana. Las criadas aparecen por todas
partes. De pie entre los añicos, Marcelle grita:
—¡Así que es verdad! ¡Le has echado el ojo a mi pequeña! ¡Eres
un tío desnaturalizado! ¡No, si ya lo decía yo! ¡Por fin te quitas la
máscara! ¿Cómo te atreves a juzgarnos? ¿Acaso tú te casaste por
amor? ¿Eres feliz con tu mujer? ¿Con tus hijos? Cruzas los salones
poniendo cara de asco pero en realidad eres igual que nosotros,
exactamente igual. ¡El mismo tren de vida, los mismos defectos!
Perteneces a este mundo, a nuestro mundo, con todo tu ser. ¿Crees
que te salvas por no jugar a las cartas? ¿Te crees superior por eso? Lo
que pasa es que tu ruleta, tu timba, es el hipódromo. Pobre infeliz, te
has gastado una fortuna para comprar un purasangre que a duras
penas es capaz de terminar una carrera. Juegas y pierdes; eres igual
que nosotros. Y levantas cabeza, igual que nosotros. ¡Nina no es tuya,
nunca te pertenecerá! ¡Y ahora sal de aquí, no quiero volver a verte!

Son las once de la mañana cuando Albert Pharaon abre la puerta


de su casa. Acaba de pasar dos horas largas en compañía de sus
caballos. Ahora está muy tranquilo. Todos duermen. Se sienta a su
escritorio y firma unos papeles.
—Marwan, me marcho por la mañana. Aún no están deshechas las
maletas, mételas en el Bentley. Hanna me llevará a Haifa. Luego
traerá el coche y lo dejará aquí.
—¿Debo decirle algo a la señora Irene?
—Que me he ido. Nada más.
—¿Va a venir a la boda de su sobrina, el sábado que viene?
—Este documento es un título de propiedad de Shaitán, lo he
puesto a nombre de Nina. Entrégaselo con esta carta. Cuento contigo.

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Sélim Nassib El
amante palestino

La voz del viejo Marwan se vuelve ronca al decir:


—Entonces, señor Albert... ¿ya no volveré a verle?

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Sélim Nassib El
amante palestino

LA CASA ROSADA
1929

Sobre la ladera de una colina, la casa de Haifa mira al cielo de


frente y a la bahía desde lo alto. Las villas ocupan la cima; las casas
burguesas, el nivel intermedio, y los barrios populares, la ciudad baja,
alrededor del puerto. Por la carretera que desciende se cambia de
clase social a cada revuelta. Reconocible por su piedra rosada, Villa
Pharaon está en la parte alta, aislada entre dos niveles. Esta
suspensión en una lujosa tierra de nadie es perfecta para Albert. El
cielo ocupa la mayor parte de su campo de visión, el mar vertiginoso
está a sus pies, las escasas nubes son sus vecinos más cercanos.
Desde el balcón circular del primer piso contempla distraídamente su
jardín descuidado, el estanque octogonal de agua verdosa y, más allá,
el precipicio impresionante. Albert espera la lenta caída del sol sobre
el horizonte, los cambios progresivos de luz. No espera nada más. En
la vida social no hay nada capaz de distraerle de su apacible
ociosidad. La actualidad política, que intenta seguir, no es más que un
ruido de fondo, una algarabía confusa y machacona. Solo quiere que
le dejen en paz. No para siempre, pero al menos de momento. Como
en convalecencia, en cura de desintoxicación.
Nayar le trae la prensa de la tarde. Viste una chilaba blanca y se
retira sin hacer ruido. Albert ha despedido a todo el servicio de la
Casa Rosada menos a él. Hijo de un egipcio que sirvió a los Pharaon
toda su vida, el joven se ha encontrado de repente solo y con
responsabilidades, lo cual le impresiona mucho. La devoción le brilla
en los ojos, y para expresarla procura no molestar nunca, pasando de
una habitación a otra como un fantasma. Albert le aprecia por eso,
por su fidelidad, su ligereza, su discreción.
Hojea los periódicos. No hay nada interesante. En realidad, no es
que haya tomado la decisión de marcharse de Beirut y vivir solo, pero
la boda forzosa de su sobrina ha acentuado su descontento vital.
Incapaz de poner cara de circunstancias en semejante simulacro, ha
dado la espantada, en cierto modo, no podía hacer otra cosa. La
imagen de Nina le acosaba. Se la imaginaba en El Cairo, recién salida
de la adolescencia y ya vendida. El hecho de no haber podido

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Sélim Nassib El
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ayudarla le sacaba de quicio, y la idea de relacionarse con quienes la


habían entregado le ponía enfermo. Había regresado a Líbano quince
días después, pero volvió a marcharse enseguida. No sabía cómo
comportarse, era incapaz de saberlo. En Haifa hace como que trabaja
recibiendo de vez en cuando a los responsables de su banco. Le gusta
esta ciudad, tan nueva y mestiza que nadie puede decir realmente
que es de allí. En Beirut se ocupa más de sus caballos que de sus
hijos. Su hija y su hijo crecen sin él y tienen la vida resuelta. Para
Albert son unos extraños, y sus intentos de acercamiento no cambian
las cosas. En cuanto a Irene, al principio no creía que él se había
marchado de casa. Cuando se dio cuenta, comenzó a escribirle unas
sorprendentes cartas de amor, que él leía en Haifa con gran asombro.
Representaba el papel de la mujer amorosa, abandonada, y había
terminado por creérselo. Albert ha aceptado el papel que ella le
adjudica, el del hombre que huye. Sus visitas a Beirut son cada vez
más espaciadas. Pero no ha perdido del todo la costumbre de guardar
las apariencias. Su actitud flemática disimula su cobardía. Si fuese
más libre se habría divorciado. Pero no, se esconde entre el cielo y el
mar. El refugio es ideal. Aquí vive una experiencia solitaria y sensual,
un vértigo inmóvil.
—Nayar, esta noche no cenaré en casa.
El joven criado, sorprendido, se detiene. Esa noche se celebra en
Jerusalén el cumpleaños del rey de Inglaterra, y Albert tiene ganas de
ir a la fiesta. Después de varias semanas de soledad siente curiosidad
por irrumpir bruscamente en el gran mundo, en el gran teatro,
aunque solo sea por una noche.

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Sélim Nassib El
amante palestino

EL CUMPLEAÑOS DEL REY


1929

Tres coches suben por la carretera sinuosa, entre los pinos. Golda
está en el asiento trasero del segundo. Por las ventanillas abiertas
penetran olores intensos de monte. Cuatro años de reclusión
doméstica la han vuelto ávida de vida, una avidez que le ha permitido
superar los obstáculos para estar donde está hoy. A su derecha se
sienta Zalman Shazar, y a su izquierda, David Remez. Este ha
cumplido todas sus promesas, la ha instalado y presentado. Golda
podría haber caído en sus brazos, David lo notaba pero prefería
tomarse su tiempo; ya llegaría el momento. Su amigo Zalman se le
había adelantado. Era él quien había dado fuerzas a Golda para
renunciar a su vida familiar, quien se la había llevado. Golda le estaba
agradecida, y amaba su poesía. Pero no se comprometía con nadie.
En amor su apetito también era insaciable. Había conseguido que la
aceptaran en ese grupo viril de relaciones informales y rudas, sin
cerrarse ninguna puerta.
Los coches se detienen ante la Government's House. El edificio
bien iluminado del alto comisariado se recorta contra el cielo del
atardecer. Bajan. David Ben Gurion, Isaac Ben Zvi, Moshé Sharett,
David Remez, Zalman Shazar, Levi Eshkol, Haim Arlosoroff, sus
ayudantes y sus guardaespaldas. Golda es su intérprete. En Tel Aviv
viven en el mismo barrio y se reúnen en casa de uno u otro para
arreglar el mundo en general y Palestina en particular. Para ellos la
garden party no es un simple acontecimiento social, sino una
incursión en un campo de batalla donde hay que mostrarse y hacer
frente al enemigo.

El cumpleaños del rey siempre ha emocionado a lord Herbert


Charles Plumer. Tanto da que se celebre en Malta, Rodesia o
Jerusalén; un alto comisario siempre está en un pedazo de Gran
Bretaña. Muy ufano con su uniforme blanco, recibe a sus invitados en
compañía de lady Plumer, el amor de su vida. Ambos paladean el
consabido ceremonial. Con un fondo musical de gaitas tocadas por los

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Sélim Nassib El
amante palestino

Seaforth Highlanders, por el césped van y vienen los trajes y


uniformes de siempre: notables del lugar, mujeres elegantes con
vestidos vaporosos, maestros y misioneros, en suma, la sociedad
colonial británica, ese mundillo dividido en clanes, ex alumnos de
Oxford o Cambridge, aficionados al críquet o al polo, llegados para
homenajear a su querido soberano.
Plumer fue un guerrero temible, un héroe de la Gran Guerra. Pero
la contienda ha terminado y ya no tiene ambición, su carrera ha
acabado. Es feliz en Palestina y le gustaría quedarse aquí. Desde su
llegada ha pedido a los comisarios de distrito que no le presenten el
informe diario: «¡No hay situación política, así que no la inventen!».
—Míralos —dice Osama a Albert—. Puedes mirarlos
tranquilamente. Para ellos somos invisibles.
En efecto, los británicos solo hablan con otros británicos. Los
únicos que reciben a los invitados judíos o árabes son los oficiales
encargados del contacto con los «nativos».
—Esa mujer tan elegante del abanico de nácar se llama Annie
Landau —prosigue Osama—. Es más inglesa que los ingleses y más
judía que los sionistas.
Osama es director del banco Barclays de Haifa, pero no lo parece.
Es miembro de la familia más importante de Jerusalén, que es lo
mismo que decir de Palestina. Pero las familias, la suya y las demás,
le traen sin cuidado. Es la oveja negra de los Huseini y solo piensa en
divertirse. Sus calaveradas han obligado al clan a buscarle una
ocupación en Haifa, la que sea con tal de apartarlo de Jerusalén. Su
franqueza le ha valido la inquina general y la amistad de Albert, que
ahora goza del espectáculo. La luz rasante altera los colores y da un
aspecto irreal a las cosas. Al pie de la residencia monumental, el
césped parece movedizo. Unos soldados con túnica roja jalonan el
amplio espacio, recorrido por un ejército de sirvientes.
La gente se arremolina junto a las puertas del jardín. Acompañado
de un numeroso séquito, el tío de Osama, Hay Amin al-Huseini, gran
muftí de Jerusalén, hace su entrada con gran pompa, vestido con
chilaba y manto blancos. Solo tiene treinta y tres años, pero su
estatura y el fuego de su mirada revelan una energía natural
atemperada por el ejercicio del poder. Lord y lady Plumer bajan por la
corta escalinata para ir al encuentro de su principal invitado árabe. La
sonrisa de Hay Amin sorprende por su encanto.
—Se rodea de una trama invisible de influencias y lealtades —dice
Osama—. Tíos, primos, sobrinos... Todos están aquí, y todos vendidos
a los británicos. Ninguno me mira a la cara. Cuando me tropiezo con
ellos hay como un agujero en sus ojos. Están convencidos de que son
los dirigentes naturales de la sociedad palestina. Pero las elecciones
acaba de ganarlas la familia rival, los Nashashibi. Cuando el primer
alto comisario británico nombró gran muftí a mi tío, acto seguido le
ofreció a Ragueb al-Nashashibi la alcaldía de Jerusalén. Así,

42
Sélim Nassib El
amante palestino

comprando a las dos familias rivales (y a las que dependen de ellas),


los británicos controlan el «poder» palestino y su «oposición», y la
paz reina en el país desde hace años. Los británicos imponen su
tutela de la misma forma en todos los rincones de su imperio. ¡Pero
aquí la diferencia son los judíos!
El hombre que dirige la delegación judía es rechoncho, paticorto,
moreno, de frente amplia, y va muy mal vestido. Su chaqueta,
demasiado estrecha, parece a punto de reventar y el nudo de su
corbata, más bien flojo, cierra una camisa mal planchada. Sin
embargo, da una clara impresión de energía intensa, contenida. Tiene
aspecto de bulldog... o de toro, piensa Albert al reconocer a Ben
Gurion, cuya foto ha visto a menudo en los periódicos. Los que le
acompañan (media docena de hombres y una mujer) no visten mejor
que él. Pero no parecen cohibidos, sino, por el contrario, muy seguros
de sí mismos. Lord y lady Plumer se vuelven hacia Ben Gurion,
procurando mostrarse exactamente igual de cordiales y amables que
hace un momento con Hay Amin al-Huseini. El alto comisario retiene
al dignatario árabe, que se escabullía. Abre los brazos e invita a los
jefes de los dos bandos enfrentados a estrecharse la mano; lo hacen a
regañadientes, entre los aplausos de los invitados.
—Ahí tienes una fantasía británica —susurra Osama—; este
shakehand será portada en los periódicos de mañana.
Los británicos y sus esposas se agolpan alrededor de Hay Amin y
su séquito. Para ellos representan el Oriente, el exotismo y la
emoción del despotismo que andan buscando. Todas las imágenes
bíblicas que tienen en la mente, los pastores vestidos como en el
tiempo de Abraham, las palmeras, las dunas, las caravanas de
camellos, están encarnadas por los árabes. En cambio, nadie presta
atención a Ben Gurion y sus acompañantes. En Londres los británicos
favorecen el sionismo, mientras que en Jerusalén los judíos les
incomodan. Saben que reconocen la autoridad británica solo de
boquilla.
—Puede que los árabes sean engatusadores —dice Osama—, pero
generalmente se muestran sumisos y simpáticos. Son buenos
súbditos. «Por lo menos parecen contentos de vernos», me dijo un día
un oficial británico que se quejaba de la rudeza de los judíos. Y
añadió: «Cuando los ingleses vienen a Palestina, al principio son más
o menos projudíos, enseguida se vuelven proárabes y acaban siempre
probritánicos».
Osama le señala a Albert todos los personajes judíos que van
pasando: Pinhas Rutenberg, que ha obtenido la concesión de la red
eléctrica de Tel Aviv, Yafo, Haifa y las demás ciudades importantes
del país salvo Jerusalén; Ehud Ben Yehuda, hijo de Eliezer Ben
Yehuda, el hombre que sacó el hebreo de la Biblia para convertirlo en
un idioma corriente, y Zalman Shazar, dueño de Davar, el periódico
del partido laborista.

43
Sélim Nassib El
amante palestino

—La ideología, el fomento del hebreo, la moral del ejército, ahí le


tienes. Está hablando con David Remez, el hombre que dirige el
imperio sindical de la Histadrut y la empresa gigante de obras
públicas Solel Boneh.
—¿Y la mujer que va con ellos?
—Es la primera vez que la veo.
Aunque está lejos, la figura femenina llama la atención de Albert
Pharaon. Se mueve, habla, ríe. La melena espesa y negra le cae sobre
los hombros y acompaña los movimientos vivos de su cabeza. Lleva
un vestido de color crema sobrio, como de obrera endomingada, pero
su manera de moverse denota una gran libertad. Parece decidida y
arisca, pero al mismo tiempo amable. No hay frivolidad ni afectación
alguna en ese cuerpo.

Golda observa a Zalman Shazar. Detrás de sus gafas con montura


de plata los ojos de su amante no paran quietos, como si absorbieran
la realidad con avidez y no se les escapara un detalle. Él le dice a
media voz:
—Los árabes camelan a los británicos, pero no les sirve de nada.
Están perdidos. No saben por dónde se andan ni lo que deben hacer.
Los ingleses nos sonríen, pero hasta su modo de querernos es
antisemita. Nos han prometido un hogar nacional en Palestina,
sostienen que este país es nuestra patria natural. Pero lo hacen para
enviarnos a sus judíos y librarse de ellos.
La noche empieza a caer, las luces del jardín se encienden. Los
grupos se mezclan más. Albert tiene ganas de marcharse, Osama
quiere quedarse. Un hombre de unos cuarenta años se les acerca; es
un palestino con traje claro, bigote fino, diente de oro y sortija de
sello.
—¡El ermitaño de la Casa Rosada, por fin! De todos mis vecinos,
usted es sin duda el que menos se deja ver. Me presento: Hasan
Chukri, alcalde de Haifa.
Albert estrecha la mano tendida. Chukri es la última persona con
quien querría tropezarse. Este notable de origen turco, cuyo poder se
basa en el clientelismo, no le inspira la menor simpatía. Marginado
por los británicos, se ha empeñado en demostrar que es más
probritánico que nadie, hasta el extremo de defender su proyecto de
un hogar nacional judío. Las elecciones municipales que acaba de
ganar, con dos candidatos judíos sionistas en su lista, le ha vuelto a
abrir las puertas del ayuntamiento.
—Le felicito por su victoria en las municipales —dice Osama para
sacar del apuro a Albert, que no acierta a pronunciar palabra.
—Usted tiene una gran reputación, señor Osama, pero tampoco
es fácil de ver. Conozco personalmente a todos los miembros de su
familia. No puedo decir que me aprecien mucho (la rivalidad política

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Sélim Nassib El
amante palestino

es algo normal), pero lo que nos une es más fuerte que lo que nos
divide. ¿Acaso no somos musulmanes? ¿No compartimos la misma
lengua y la misma cultura? Pertenecemos al mismo mundo y, cada
cual a su manera, tratamos de afrontar las situaciones nuevas. Dicen
que usted es un hombre fuera de lo común. Me gustaría saber cómo
les hace frente usted.
—Mal. Tengo que reconocerlo. Muy mal.
—¿Por qué?
—Me vine a vivir a Haifa hace algún tiempo. Pensaba que podría
llevar una vida tranquila, apartado de los trajines políticos. Pero cada
vez me resulta más difícil.
—¿Cuál es el motivo?
—¡El motivo son los comunistas! No quiero echarles la culpa a sus
amigos judíos, seguramente ellos no lo sabían, pero creo que un
número indeterminado de inmigrantes rusos han fingido ser sionistas
para venir a Palestina, y aquí se han quitado la máscara y han izado
la bandera roja. ¿Me oye bien? ¡La bandera roja!
—Sí, sí, le oigo. No hace falta que grite.
—¿Y qué dicen esos bolcheviques que han instalado su buró
político en Haifa? ¡Dicen que los campesinos árabes deben rebelarse
contra sus señores feudales, contra los efendis que los explotan, los
oprimen y les chupan la sangre!
—No se altere por eso, no vale la pena...
—¡Me altero porque es escandaloso! Mi familia y la suya tienen
diferencias políticas, pero estamos de acuerdo en preservar el orden
social y mantener a raya a los bolcheviques, los anarquistas y todos
cuantos intentan sublevar a nuestros campesinos contra nosotros. ¡Es
lo mínimo!
Albert se da la vuelta, intentando contener la risa. Varios
miembros de la tribu Huseini están visiblemente nerviosos. Osama,
fuera de sí, llama la atención de todos. Con la frente sudorosa, Hasan
Chukri procura tranquilizarle.
—Los comunistas de Haifa son una pequeña minoría. Le aseguro
que no van a alterar la tranquilidad de la ciudad ni la suya personal.
Como alcalde, le doy mi palabra.
—Tomo buena nota, señor Chukri, pero hay cosas peores aún.
Desde hace algún tiempo, frente a mi casa, en mi propia calle, tanto
en el centro de la ciudad como en las tierras baldías que están junto a
la playa, cada vez hay más vagabundos. No sé de dónde vienen ni lo
que pretenden. Se plantan ahí sin hacer nada, día y noche, mirando a
los transeúntes con ojos de criminales y tramando vaya usted a saber
qué fechorías. Son chusma, escoria. Atemorizan a la gente. ¡Cada vez
hay más! No entiendo a qué está esperando el ayuntamiento para
echarles de la ciudad.
—Mi querido señor Osama, no es tan fácil. Usted sabe tan bien
como yo que la mayoría de esas personas son campesinos

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Sélim Nassib El
amante palestino

inofensivos que se han quedado sin trabajo y sin tierra... Es posible


que entre ellos se hayan infiltrado algunos delincuentes sedientos de
venganza, pero no es motivo para...
—¿Por qué se han quedado sin trabajo y sin tierra? Porque la
tierra se la han comprado esos sionistas amigos de usted. Y ahora
esos muertos de hambre son responsabilidad suya. ¿Qué piensa
hacer con ellos? También son sus vecinos, que yo sepa.
—Se equivoca. No son de Haifa. Son campesinos que han venido a
la ciudad a buscar trabajo. Pero no hay trabajo. Ni siquiera lo
encuentran los judíos. Por razones estrictamente humanitarias no
puedo decirles que se vayan por donde han venido. Sería muy
peligroso. Además, ¿adónde irían? La situación es igual por doquier.
—Así que usted no puede hacer nada —insiste Osama—. ¡Eso
quiere decir que las cosas no van a cambiar!
Sin saber a qué santo encomendarse, Hasan Chukri ve que se
acercan David Remez y su acompañante.
—David, dichosos los ojos —dice—. Quiero presentarte a dos
amigos: Osama al-Huseini, sobrino de Hay Amin, y Albert Pharaon,
propietario del banco Pharaon.
—Encantado.
—Este es mi amigo David Remez —prosigue el alcalde de Haifa—,
ya habrán oído hablar de él. Y la señorita, la señora. ..
—... Golda Myerson.
Ella misma se presenta. El aplomo en su voz, el gesto, la mirada
confirman la primera impresión de Albert. Cuando la mano de la joven
estrecha la suya, nota en ella un ligero estremecimiento; la turbación
asoma a su rostro, por un momento pierde su seguridad. La mujer ya
se ha recobrado, pero el joven banquero no puede olvidar lo que
acaba de percibir: la emoción bajo el caparazón, la fragilidad. Pese a
todo, ella le mira a los ojos, sin tratar de negarlo. Eso le atrae aún
más. Hay algo en ella que escruta y busca, algo desnudo, impúdico,
revelador de que irá hasta el fondo, sea cual sea ese fondo. Albert no
podría expresarlo mejor. Esa mujer de unos treinta años y rasgos
finos interroga de manera muda e insistente, como si en sus ojos no
se hubiera resuelto aún el enigma.
Golda se repone a duras penas. Creía que estaba saludando a un
hombre, un banquero, y de repente ha visto a otro: a su amigo Noam
Pinski, resucitado de entre los muertos. Ese judío ucraniano había
nacido en la misma ciudad que ella, pero le había conocido en
Milwaukee. Él tenía veintitrés años y ella, catorce. Era guapo, y fue el
primer hombre al que tuvo ganas de entregarse. Incluso había
decidido hacerlo, pero dos o tres semanas después él se cayó al agua
cuando pescaba en el lago y se ahogó. La muerte había fijado una
imagen de él eternamente joven. Y de pronto reaparece aquí, en
Jerusalén, con los rasgos de un extranjero. El parecido solo dura unos
segundos. Cuando vuelve a mirar, la mujer ya no lo encuentra tan

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Sélim Nassib El
amante palestino

asombroso e incluso llega a dudar de que exista. La nariz no es la


misma, ni la boca, tampoco la frente. Pero los gestos del banquero, su
forma de mover la cabeza, la fluidez que emana de él, todos esos
elementos inmateriales producen un precipitado fugaz que da cuerpo
a Pinski. Se queda con su nombre, Albert Pharaon, le gusta. Por su
forma de vestir y su porte, se diría que es europeo. Las primeras
palabras que pronuncia confirman esta impresión; su inglés es
perfecto. Sin embargo, un ligero acento, unido a su apellido exótico,
contradice lo anterior. Golda no sabe a qué atenerse. Lo mira y no
consigue clasificarlo, como suele, en una categoría. Un híbrido, una
paradoja, uno de esos seres originales cuyo secreto guarda Oriente.
Albert Pharaon.
Curiosamente, él parece turbado. Golda nota que le cuesta
separarse de ella. A Pinski le pasaba lo mismo. La miraba con aire
soñador y pensaba: Todavía es demasiado joven (por lo menos eso
supuso ella siempre). El banquero también parece soñador. Ni
siquiera escucha lo que le acaba de decir Remez.
—Perdone —dice tras reponerse—, no le he oído.
—Le preguntaba si su banco pertenece a un grupo internacional o
es local.
A Albert no se le escapa la sonrisa divertida de Osama al-Huseini,
que espera su respuesta.
—Es un banco familiar palestino-libanés —contesta.
—Y si yo le dijera: trabajemos juntos, ¿qué me respondería?
—¿Trabajar en qué, señor Remez?
—Me resulta un poco difícil decirlo en inglés...
Se vuelve hacia Golda y le habla en yiddish. Ella va traduciendo:
—La empresa de obras públicas Solel Boneh necesita financiación,
y su banco sin duda estará interesado en el desarrollo del país.
Pueden prestarnos dinero a un determinado interés, o invertir en
algunos proyectos.
Albert apenas entiende lo que la mujer dice. Se recrea en el
sonido de su voz. Suave y acariciadora, no necesita elevarse para dar
una sensación de poder. Incluso cuando la joven ha dejado de
traducir, Albert tiene la impresión de que su diálogo prosigue.
—Todo depende de la clase de proyecto —interviene Osama de
forma intempestiva—. Soy el director del Barclays de Haifa. Si el
negocio es interesante, mi banco podría asociarse con el de Albert
Pharaon.
Remez está sorprendido. No esperaba que un miembro del clan
Huseini le hiciese semejante propuesta. Sin esperar a la traducción de
Golda, en su mal inglés pregunta a Osama qué negocios podrían
compartir.
—Precisamente estaba hablando de ello con el alcalde de Haifa —
contesta Osama—. Cada vez hay más gente sin casa en esta ciudad.
¿Por qué no elaboramos juntos un plan ambicioso de viviendas

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amante palestino

populares para que tengan un techo? Lo podríamos financiar


conjuntamente, y Solel Boneh se encargaría de la construcción.
Ustedes tienen experiencia, puesto que construyen colonias enteras.
Remez acoge la propuesta en silencio. Al cabo de un momento
sonríe maliciosamente.
—Querido señor Huseini, este jueguecito no resulta muy útil a la
larga. Los negocios son los negocios y la política, la política. Yo con
ustedes solo quiero hablar de negocios. ¿Qué me dice, señor
Pharaon?
—No le prestaré dinero —dice Albert con un tono tranquilo y firme
— ni le venderé un solo dunum de mis tierras.
—¿Por qué? —pregunta Golda de inmediato.
—Porque me opongo por principio a una empresa que solo
favorezca el desarrollo de la sociedad judía en Palestina.
Golda y Albert se miran a los ojos durante un rato, como si
jugaran a ver quién baja antes la mirada.
—¿Sabe una cosa? —dice Remez con una sonrisa—. Entre
nosotros, en el movimiento sionista, he oído los mismos argumentos.
Unos quieren que el hogar nacional se desarrolle sin dejar de ser
como hasta ahora, estrictamente judío. A fin de cuentas, es nuestro
proyecto inicial. Otros, en cambio, creen que es preciso colaborar con
la población local e incluso construir con ella una sociedad binacional.
No le ocultaré que esta tendencia es muy minoritaria. ¿Cómo no iba a
serlo si los hombres como ustedes, abiertos, ricos, cierran las puertas
a cualquier forma de colaboración?
—Yo no cierro ninguna puerta —observa Albert—. Desde cierto
punto de vista incluso me alegro de que estén ustedes aquí, en
Palestina. Pero vayamos al grano. Estoy dispuesto a poner una libra
esterlina sobre la mesa cada vez que ustedes pongan otra, a
condición de que ese dinero sirva para sufragar un proyecto de
desarrollo que beneficie a los judíos y a los árabes.
—Tendríamos que hablarlo en un lugar y un momento más
adecuados —afirma Remez—. Esta es mi tarjeta.
Sus gestos son fluidos, su aplomo, natural; no tiene tiempo que
perder. Se inclina y coge a Golda del brazo. Pero no es fácil librarse
de la oveja negra de los Huseini.
—¡Esa idea de los proyectos comunes es excelente! Estoy seguro
de que el Barclays estaría interesado. A fin de cuentas, fomentar la
cooperación entre judíos y árabes es el fundamento del mandato
británico en Palestina. Ahí está John Fillmore, vamos a preguntárselo.
¡John! Creo que ya conoce a Albert. ¿Quiere unirse a nosotros un
momento?
John Fillmore se acerca acompañado de dos británicos, uno de
paisano y el otro uniformado, a los que presenta: sir Charles Montagu,
del gabinete del alto comisario, y Raymond Cafferata, jefe de la

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Sélim Nassib El
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policía de Hebrón. En pocas palabras Osama les pone al corriente de


la conversación. Fillmore parece dubitativo.
—De entrada la idea es buena —afirma—, pero requiere una
fuerte voluntad política. Todos sabemos que en Palestina el problema
no es solo económico.
—En nombre de las autoridades mandatarias —interviene de
forma inopinada sir Charles Montagu—, puedo asegurarles que el
gobierno de Su Majestad vería con buenos ojos esta clase de
proyectos. Soy miembro del gabinete de lord Plumer y les aseguro
que, si esta iniciativa sigue adelante, el alto comisario hará lo que
esté en su mano para favorecerla.
La intervención de Montagu sorprende a Albert. Por su aspecto y
su actitud, el hombre parece uno de esos oficiales británicos
destinados al último rincón del imperio. En principio debería adoptar
la misma actitud discreta que su administración, pero da la impresión
de que la situación de Palestina le afecta personalmente. Golda
traduce al yiddish sus palabras. Remez parece pensativo. Lo que
había empezado como una conversación más bien provocadora se
está convirtiendo en un diálogo casi oficial. Exageradamente afable,
dice a través de Golda:
—Me alegro de hablar con usted, sir Montagu. Conocí a su tío, lord
Edwin Montagu, cuando era ministro de Su Majestad. Pertenece usted
a una vieja y noble familia judía inglesa y es para mí un honor darle la
bienvenida a nuestra casa, Eretz Israel.
—El gusto es mío —responde Montagu con tono glacial—. Acabo
de llegar a esta Palestina donde varias comunidades llevan mucho
tiempo conviviendo armoniosamente. ¿Qué piensa de la propuesta
que acabamos de oír?
—Me parece tentadora, pero comprenderá que no estoy
autorizado para dar una respuesta sin consultarlo. Propongo que lo
hablemos por separado, cada cual con los suyos, y volvamos a
reunimos, si llega el caso, para tratar del asunto.
En los últimos gestos de Albert, su forma de inclinar la cabeza y
levantarla, ha reaparecido el fantasma de Noam Pinski. Cuando Golda
se aleja con Remez, se vuelve varias veces. Es como si Oriente le
jugase una mala pasada. Para disimular su turbación pregunta a
Remez quién es Charles Montagu.
—El sobrino de un judío inglés, enemigo feroz del sionismo —
contesta el hombre—. Cuando se hizo la Declaración Balfour, Edwin
Montagu era miembro del gobierno británico y mandó una carta de
protesta al primer ministro, Lloyd George; decía que, si Palestina se
convertía en el hogar nacional del pueblo judío, «todas las
organizaciones y todos los periódicos antisemitas se preguntarán qué
derecho tiene un judío a desempeñar una función en el gobierno
británico». El sobrino no es mejor que el tío. Pero nos avisaron tarde.

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No pudimos hacer nada para impedir su nombramiento. Ahí le


tenemos.
—¿Y entonces?
—Entonces, nada. Estas escaramuzas son frecuentes, es un juego
social. La conversación que acabas de oír quedará en nada. Todos lo
saben. De vez en cuando nos entretenemos con trifulcas como esta.

Osama quiere marcharse, pero Albert ya no tiene prisa. Golda


Myerson le ha dejado en un estado extraño, un poco desconcertado.
Solo puede decir que le ha impresionado y, en cierto modo,
perturbado, pero esa turbación no le desagrada. Le gustaría
comprender, aunque tampoco está muy seguro. Su deseo es
abstracto, distraído. Sencillamente, no quiere marcharse de una fiesta
en la que siente la presencia de esa mujer. La ha perdido de vista
pero le ha quedado grabada su imagen, sus gestos, su sonrisa, su
forma de mover el vestido al darse la vuelta. No se había sentido tan
intrigado desde... ¿cuándo? ¿Por qué una mujer tan segura se
muestra tan trémula, y en especial con él? Sin embargo, pertenece al
clan sionista. Entre la posición de Remez y la suya no hay diferencia.
Sus gestos, su forma de moverse, las miradas que cruzan revelan una
confianza entre ellos de la que están excluidos los demás. Albert
tiene la impresión de que sin quererlo ha tocado el punto sensible de
la joven, el punto débil de su coraza. Él también está afectado,
incómodo, nervioso. Le viene bien la confusión que le rodea. El
alcalde de Haifa ha desaparecido. Osama está tirando de la lengua a
Charles Montagu y se topa con la cortesía infranqueable del
diplomático. El oficial de policía Raymond Cafferata es más locuaz,
pero nadie atiende a lo que dice. Albert caza al vuelo unas frases:
—... hasta que me di cuenta de que era su timidez lo que me
hacía sentir torpe —dice Cafferata—. En cuanto me ve, retrocede y se
da la vuelta, como si quisiera esconderse. Es la primera vez que
tengo una relación así con una yegua, pero ¡menuda yegua!
—¿Tiene caballos? —le pregunta Albert volviendo repentinamente
a la realidad.
Observa por primera vez al oficial británico. Bien parecido, con
algo de campesino, quizá de buena familia, muy poco marcial a pesar
de su uniforme impecable.
—No son míos, sino de la brigada de Hebrón —contesta—, quince
policías de a pie y dieciocho a caballo, todos árabes excepto un judío.
Tenemos una cuadra con veinte monturas. No son nada del otro
mundo, pero me gustan mucho los caballos y me ocupo de ellos. La
verdad es que no hay mucho que hacer. En Hebrón soy el único
británico, además de dos viejas misioneras. Allí reina la tranquilidad y
me paso el día a caballo, haciendo la ronda de los cuarenta pueblos
que están bajo mi autoridad. ¿Usted entiende de caballos?

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Ahora lo comprende. Lo que le ha impresionado no ha sido lo que


decía o pensaba Golda Myerson, sino el animal que tenía ante sí. La
ha visto moverse, reír, darse la vuelta al marcharse. Ha descubierto
algo en ella, un secreto, esa mezcla improbable de fiera y pájaro
herido. Ella no ha bajado la mirada. Ahora Albert piensa que la ha
mirado con la misma emoción que siente al mirar a...
—Los caballos son mi pasión —contesta, con ojos chispeantes.
—¡Venga a ver los míos! No son purasangres, pero tienen nervio y
encanto. Le enseñaré la yegua de la que hablaba. Y, a caballo, la
comarca de Hebrón es una maravilla. Si le gusta montar, se la
mostraré.
—Es usted muy amable.
—Hum... Debo confesar que me siento un poco solo allí. Será bien
recibido, señor Pharaon. Anytime!
Otras personas se han puesto a hablar, Albert ya no sabe muy
bien dónde está. Osama ha desaparecido, ya ha caído la noche. Hay
demasiado ruido y las voces son demasiado fuertes. El viento ha
cambiado de dirección y trae un fuerte aroma de retama. Unos
metros más allá ha empezado a tocar una orquesta. Albert se da
cuenta de que está al borde de una pista de baile preparada sobre el
césped. El grupito que le rodea se disuelve. Al quedarse solo busca a
Osama con la vista y no lo ve por ninguna parte. Para alejarse de la
música e ir en su busca cruza el césped de punta a punta, en
dirección contraria a los invitados, que caminan lentamente hacia la
pista.
—¿Se ha perdido?
Se vuelve. Es ella. Y esa mirada que atraviesa, pero esta vez con
un brillo irónico que no había visto antes.
—Del todo —contesta.
Ella suelta una risita alegre, sorprendente en una mujer tan seria.
Enseguida se contiene. Se miran a los ojos. Los de Golda son muy
azules, casi translúcidos; puede mantener la mirada durante un rato
sin pronunciar palabra. Ahora casi todos los invitados están al otro
lado del jardín, envueltos en un halo de luz y música. Albert y Golda
permanecen inmóviles en la oscuridad. Ella vuelve a hablar, directa:
—Hace un momento me llevé una sorpresa enorme cuando le vi.
Me recordó a un amigo al que conocí en América. Resulta
desconcertante, porque el parecido tiene eclipses, aparece y
desaparece.
—¿Quién es ese hombre?
—Se llamaba Noam Pinski. Su misma estatura, sus mismos
gestos... y ahora su misma sonrisa. Es terrible.
—¿Está muerto?
—Un accidente. Hace mucho.
—Lo siento.
—¿No será usted judío por casualidad?

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Sélim Nassib El
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—No. ¿Por qué?


—No lo sé. Qué raro... Si quiere le enseño unas fotos.
—Con mucho gusto.
Podría haber añadido que él también se había fijado en ella,
incluso antes de que se la presentaran. Pero no lo hace. Se siente
incapaz de seducirla. Prefiere el silencio, más acorde con el misterio
de sentirse tan bien con esa desconocida.
—¿Sabe una cosa? —dice Golda—. ¡No acabo de hacerme a la
idea de que sea usted árabe!
Albert sonríe sin decir nada. La mirada de la mujer se ilumina con
un brillo fugaz.
—¿Por qué dijo antes que se alegraba de que los judíos hayan
venido a Palestina?
—Dije: desde cierto punto de vista.
—¿Cuál?
—El mío, desde el que la estoy viendo, aquí, bajo el cielo inglés.
Extranjera, enormemente atractiva. Nadie se cree que usted vaya a
fundar un Estado judío en Palestina. Pero su fantasía tendrá unas
consecuencias que no se imagina. Va a arrojarnos en la modernidad
como langostas en el agua hirviendo. Sin querer, va a hacer que la
sociedad tradicional, agobiante, a la que pertenezco se desperece y
tal vez estalle en pedazos.
—¿Es que me ha tomado por el príncipe azul? —pregunta ella,
incrédula.
—Sus métodos son algo más brutales.
Golda mueve la cabeza y sonríe.
—¿Qué estoy haciendo aquí? Soy víctima de un parecido.
—No tiene aspecto de víctima.
—Gracias, pero eso no cambia nada. En realidad, usted me está
vedado.
—¿Le han prohibido relacionarse con árabes?
—¡En absoluto! —contesta ella entre risas—. Además, usted no es
árabe.
El eco de lo que dice resuena curiosamente en sus propios oídos.
Quería bromear y sus palabras caen en un silencio que se prolonga.
Ninguno de los dos se aparta. Y, como callan de nuevo, su proximidad
resulta embarazosa. Hace un momento se ha recogido el pelo, y tiene
la frente y la cara despejada. Albert observa de cerca su
determinación, acentuada por la mirada penetrante y los labios finos.
Sin maquillaje, sin artificios. Una judía, piensa, sin saber muy bien qué
evoca en su mente esta palabra. Lo único que siente es que esa
mujer joven que le atrae no le pone obstáculos (tal vez no se los pone
a nadie). Como si careciese de esa capacidad de defensa, de
repliegue, que sirve para guardar las distancias. Si alargase la mano y
la tocase, ella dejaría que lo hiciera.

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Sélim Nassib El
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Golda da repentinamente un paso atrás, como si volviese en sí. En


ese preciso momento se oye una fuerte explosión. Al instante aparece
una corola luminosa en el cielo negro, seguida de otras. ¡Fuegos
artificiales! ¡Los fuegos artificiales del cumpleaños del rey! Lo habían
olvidado por completo. Los cohetes se suceden a buen ritmo. Ellos
miran juntos el cielo, que no termina de apagarse. Albert observa a
Golda a hurtadillas. Parece fascinada. Cada explosión luminosa le
arranca un gritito de alegría. Levanta los brazos, pero se contiene,
Albert nota que se contiene.
—Volvamos a vernos —dice él con voz un poco apagada,
tocándole el brazo.
Ella se vuelve y le mira, desde tan cerca que Albert puede ver el
reflejo de los fuegos artificiales en sus ojos.
—¿Dónde? —pregunta Golda.
—Donde quiera, fuera de la protección de los británicos.
—Estoy ocupada todos los días desde las siete de la mañana
hasta las doce de la noche.
—Pues entonces a las doce.
Golda le sostiene la mirada, no hay la menor vacilación en su voz
cuando dice:
—En mi casa de Tel Aviv, el jueves que viene. Le enseñaré fotos
de Noam Pinski.

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Sélim Nassib El
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LA CITA
1929

Reconoce sus voces en el hueco de la escalera. Mantiene la


puerta abierta para que entren, con la sensación de ser transparente.
Invaden el piso, se sirven unas copas, salen al balcón, se instalan en
el salón sin dejar de hablar; al pasar por la ciudad vieja de Jerusalén,
Ehud Ben Yehuda ha visto a unos obreros árabes rellenando una
grieta en el muro. Remez afirma que esas supuestas reparaciones en
realidad son maniobras para arrogarse la propiedad del edificio.
Katznelson propone que escriban de inmediato una carta de protesta
al alto comisario. Arlosoroff piensa que la única solución sería
comprar el muro y todas las casas que lo rodean. Ben Yehuda apunta
que eso es una quimera. El multimillonario norteamericano Nathan
Strauss ni siquiera ha querido aportar las cinco mil libras que cuesta
una casa que está en venta en ese perímetro, la de los Jalidi.
Hace demasiado calor y ni siquiera de noche refresca. La propia
Golda se sorprende de su silencio. La discusión, por lo general, es un
placer en sí mismo, una forma de reunirse en la misma tienda para
hacer conjeturas, debatir, compartir, una vieja tradición judía. En la
oración del Seder un hombre se excluye si no sabe decir «nosotros».
Golda sabe decirlo mejor que nadie, pero esta noche no. Aunque lo
intenta, no logra considerar que esa historia de la grieta en el muro
sea primordial.
Son las once menos diez. Los niños duermen en casa de Sheyna
porque ella quería estar libre esa noche. Ha trabajado todo el día
tratando obstinadamente de no recordar que por la noche estaba
citada con Albert Pharaon. Ahora se pregunta cómo se le ocurrió
invitarle a su casa. No sabe quién es, ni siquiera recuerda su cara. Si
se cruzase con él por la calle no está segura de que lo reconocería.
Hasta su parecido con Noam Pinski se le antoja ahora un espejismo.
Recuerda perfectamente la cara de Noam: es inconfundible. Vuelve a
mirar el reloj; las once y cinco. Siente que se está poniendo nerviosa.
Se ha levantado un viento cálido que hincha las cortinas.

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Sélim Nassib El
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—... pero con Jabotinsky, que acaba de instalarse en Israel, Ben


Gurion va a quedar desbordado por la derecha. Todo signo de
moderación por nuestra parte se interpretará como una cobardía...
Zeev Jabotinsky, cómo no. Desde que ha fundado su propio
partido político, todos hablan de ese brillante orador de extrema
derecha. Golda le ha oído hablar en público una vez. Proclamaba que
la oposición visceral de los árabes al proyecto sionista era
perfectamente natural, y que el único modo de contrarrestarla era
lograr una mayoría judía en Palestina, con las armas en la mano. Su
discurso llegaba directo al corazón de quienes buscaban pelea. Pero
ofendía a los británicos y amenazaba con provocar un enfrentamiento
general para el que no estaba preparado el movimiento sionista.
—Lo que está claro —añade Remez— es que Jabotinsky cada vez
tiene más influencia. Nos hace aparecer como unos diplomáticos,
mientras que él es el guerrero. No podemos dejar que se abra esa
grieta en el muro.
Golda se pregunta qué pasaría si Albert Pharaon se presentase en
medio de esa reunión. La idea le produce un ligero estremecimiento.
Se hace tarde y los invitados no se mueven. A Golda le irrita su propia
impaciencia, su impotencia. Tiene la impresión de que lo está
echando todo a perder, empezando por su propio placer. ¿Por qué se
ha puesto en esta situación? ¿Qué necesidad había? Si hubiese
reflexionado un momento habría llamado al tal Pharaon para anular la
cita, pero no le gusta echarse atrás. ¿Qué va a decir a sus invitados
para que se vayan? A menos cuarto se pone de pie. Todos la imitan,
del modo más natural, para sorpresa de Golda. Hay un borrador de
carta, se va a proteger el muro, mañana seguirán hablando de ello.
Rápidamente se despiden. Golda se queda sola. Lejos de calmarla,
esta soledad le produce un nerviosismo incomprensible. No tiene
tiempo para pensar. Va al cuarto de baño, se mira en el espejo, se
lava la cara, se cepilla el pelo pero se interrumpe, exasperada. Vuelve
al cuarto de estar, vacía un cenicero, recoge unos vasos... Se siente
abochornada. No tiene por qué hacer eso. Acaban de llamar a la
puerta.
Abre y es él. Lo reconoce de inmediato. Tal como lo dejó en los
jardines del rey, tal como es. Todo lo que lleva puesto parece hecho
de tela suave y acariciadora. No lleva nada en las manos, solo el
sombrero. Ha venido. Ella lo mira con sorpresa y se dice: Es un
hombre, un mensh. Con empaque, consistencia, aura, cierta agudeza,
una nobleza desamparada que solo le pertenece a él. Su mirada
brillante revela una sensualidad inconsciente de sí misma. Desde
luego que lo conoce, que no lo ha olvidado. De su parecido con Noam
no queda casi nada, como no sea una fuerte impresión de
familiaridad. Este desconocido no es un desconocido. Le parece de lo
más natural verle en su descansillo. Su porte aristocrático combina

55
Sélim Nassib El
amante palestino

bien con el revoque amarillento de la caja de la escalera, con el


contador de agua.
Albert se sobresalta al verla detrás de la puerta. Tiene la
impresión absurda de que la ha sorprendido y de haber sido
sorprendido él mismo. La puerta de entrada abierta deja pasar el
viento y el rumor lejano de las olas. Se queda mirándola. Está allí,
vive allí, en ese edificio de Tel Aviv que da al mar, tras esa plaquita
de hojalata donde ha podido descifrar «Myerson» en hebreo. Todo ese
tiempo la ha tenido en la cabeza. Golda Myerson. Rasgos de persona
voluntariosa, rostro franco, cuerpo sin defensa. Es ella, sin duda. La
reconoce por la sensación física que suscita en él. Lleva el pelo negro
recogido en la nuca. El calor la ha llevado a ponerse un vestido
blanco, ligero, con el que juega el viento. Bajo un escote recatado en
exceso, el pecho agitado tensa la tela. Golda lo mira con una
expresión que recuerda al sufrimiento, lo examina, no tiene miedo.
Luego, de pronto, desvía la vista. Está demasiado llena. Albert tiene la
impresión de ser un intruso en su mundo, de haber roto el cristal justo
en ese lugar y haberla encontrado frente a él, desamparada,
sorprendida.
Entra. Ella no se aparta. Empujada por el viento, la puerta se
cierra con un ligero portazo. Ese ruido es como una señal: están
solos. Permanecen inmóviles, incapaces de abrir la boca, tan cerca
uno del otro que sus caras se confunden. El brazo de Golda hace un
vago gesto de bienvenida que se queda a medias. Se atusa
nerviosamente un mechón de pelo, palidece; hay algo en su interior
que sube y amenaza con desbordarse, cree que va a desmayarse. Él
tiende las manos y la sostiene por los codos. Golda parece aturdida,
se le acerca.
Los brazos de Albert se cierran suavemente sobre sus caderas. No
la besa, no la estrecha, no dice nada. Siente su olor, el frescor de su
aliento, todo lo que fermenta en ella. Con un gemido profundo, casi
inaudible, Golda se pega a él. Solo el contacto, cuerpo contra cuerpo.
Él ve las cortinas que bailan en el hueco del balcón, los vasos en la
mesita baja, la sala llena de humo y ondas vibratorias. Nota en el
ambiente la presencia de hombres. Su calor sigue ahí, alrededor de
ella, de Golda, la única mujer entre ellos.
Albert sonríe, ella le mira con gravedad renovada. Muy despacio,
levanta la mano hacia él. Le brillan los ojos, pero el gesto es de ciega.
Sus dedos dibujan el contorno de los pómulos, el hueco de las
mejillas, la línea de la mandíbula. Se deslizan rápidamente por los
labios, se juntan en la frente y vuelven a bajar cerrando los ojos a su
paso. En ese momento ella cede, de repente, como una presa que
revienta con la presión. Se arrojan el uno contra el otro, pierden el
equilibrio, pierden el control de sí mismos, extraviados. Sus cuerpos
chocan y se lastiman sin freno. Sus bocas abiertas se buscan y se
encuentran. Les faltan dientes para morderse, brazos para

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Sélim Nassib El
amante palestino

estrecharse. Todos los canales están abiertos, todos los golpes,


permitidos. Se acometen en asaltos repetidos, hasta las caricias les
abrasan. En medio de los besos se separan y se miran con ojos
incrédulos, atónitos al reconocerse, todavía de pie, como unos recién
llegados. Es más fuerte que ellos. Las palmas anchas de Albert se
introducen, sin que él se dé cuenta, bajo la ropa de Golda y recorren
la intimidad de una piel que se eriza de placer. Las manos de la mujer
suben, arrancan la corbata, se agarran a la camisa blanca y la abren
de un golpe seco. Adelanta la cabeza y se agarra con fuerza, sus
labios devoran anhelantes el pecho demasiado liso de su amante. Se
detiene, él también. De repente, tranquilos, se miran a la cara.
Esperan pacientemente a que sus ojos lo aprueben.

—Es él, Noam Pinski —murmura Golda señalando con el dedo la


foto.
—Pues no se me parece nada.
—Sí, se te parece.
—¡Hasta ahora no me habían tomado nunca por un jugador de
béisbol!
Golda ríe. Están sentados en el suelo de piedra del balcón, se
cubren los hombros con la misma sábana y tienen el álbum de fotos
en las rodillas. El aire ha refrescado, casi se está bien. Todo está
inmóvil, hasta las crestas de las olas que titilan. A Albert le cuesta
creer que la playa de Tel Aviv sea en realidad la de Yafo, pero al
asomarse ve las luces de la ciudad árabe. Más que convencerle, esta
proximidad le da la impresión de estar mirando su país desde otro.
Descubre con asombro que esa extrañeza le gusta.
—La foto se la hicieron en la tienda de Boris Shoenkerman, en
pleno barrio judío de Milwaukee. Se congregaban todos allí para hacer
compras, solucionar asuntos, pedir consejo. Había obreros, abogados,
casamenteras, militantes políticos, comerciantes...
—¿Querían venir a Palestina?
—La mayoría estaban encantados de vivir en Milwaukee y hacían
lo posible por integrarse. Solo había unos cuantos sionistas y nadie
los tomaba en serio. Los consideraban unos soñadores que
sembraban dudas sobre el patriotismo de los judíos americanos.
—Y tú, ¿qué hacías?
—Yo tenía trece o catorce años, y ellos por lo menos dieciocho.
Era sionista, pero demasiado joven. No me hacían caso. De modo que
actuaba por mi cuenta. Cuando tenía once años organicé mi primer
mitin, y a los doce mi primera manifestación.
—¿Y Noam Pinski?
—Tampoco me hacía caso. Decía que era su hermana pequeña,
pero yo le daba que pensar. Ni siquiera era sionista. Solo le gustaba el
deporte, el esfuerzo físico, su cuerpo. Eso me fascinaba. Pero se le

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Sélim Nassib El
amante palestino

notaba en la cara que era sensible, vulnerable... Se parecía a ti, de


veras.
Albert la observa en silencio. Está sentada con las piernas
cruzadas, sus rodillas tocan las de él, lleva el pelo suelto. Está en
Milwaukee, mirando por ese balcón de Tel Aviv, adolescente de
hombros derechos y expresión atenta a lo que va a suceder. Lo que
ha vivido está tan presente en ella como lo que vive ahora. Conforme
las cuenta, las historias que evoca pasan por su rostro, que se mueve,
cambia, se ilumina. Es una linterna mágica, piensa Albert. Está
ensimismada. Como un ser que camina por la oscuridad guiado por el
instinto. Exactamente como un animal, segura, intuitiva, sensual... Él
tiende las manos y la coge suavemente de los brazos.
Golda da un leve respingo, se interrumpe, sonríe. Se da cuenta de
que Albert no la escucha. Sus hombros nunca se habían acomodado
así a las manos de un hombre. Él la mira como si quisiera decirle algo.
Su intensidad muda no acaba de expresarse, parece emocionado, una
fina película le humedece los ojos. Ella nota que lo trastorna, pero
¿por qué? Sus manos la sujetan con fuerza. Con qué ímpetu le
responde ella, cabeza, brazos, hombros proyectados hacia delante,
dedos que se enroscan en la nuca, labios ardientes que recorren la
cara. Sentados con las piernas cruzadas, esta posición les impide
juntar sus cuerpos. Se apoyan, se arquean, se levantan sobre las
rodillas, tiran el uno del otro con todas sus fuerzas, en vano. Hunden
la cabeza en el cuello del otro, se sujetan por los hombros y vuelven a
caer de espaldas, muertos de risa. Empieza a clarear. Golda
desenreda sus piernas, se levanta envolviéndose en la sábana y, en
ese movimiento, descubre el cuerpo de Albert. Él se endereza sobre
el suelo frío. Con los brazos apoyados detrás, la cabeza alta, la mira
sonriendo. Hasta desnudo es elegante, piensa Golda con arrobo.
—Ven. No podemos quedarnos aquí.
Albert se levanta y la sigue.

Abre los ojos y por un momento se pregunta dónde está. No


conoce esa habitación llena de muebles, ni esas paredes desde donde
unos dirigentes sionistas le miran fijamente. Le parece que está en la
Unión Soviética. En medio de un desorden de sábanas está Golda,
boca abajo. No se le ve la cara. La mujer desnuda atravesada en la
cama le resulta tan desconocida como todo lo demás. Puede decírselo
a sí mismo, se lo dice. Así, de espaldas, es hermosa. El cuerpo
ambarino está tapado hasta los riñones, se diría que brota de la
sábana. Un cuerpo de campesina joven y recia, nada tosco, menudo,
vigoroso, con huesos redondos que lo suavizan. El pelo suelto le
cubre la mitad de la espalda, desparramado por su último
movimiento. Duerme. Las hojas de la ventana están abiertas y la luz
anuncia un sol inminente. El pequeño despertador que hay en el

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Sélim Nassib El
amante palestino

escritorio marca las cinco. Albert solo advierte la presencia de ese


escritorio. También hay un armario lleno de papeles, una cómoda sin
espejo, un violonchelo en su funda, juguetes de niños. El espacio está
ocupado según el criterio de que debe caber todo, más o menos
ordenado, sin más consideraciones estéticas. Pero esa apariencia
espartana y eficaz expresa una vitalidad no exenta de fuerza.
Se levanta sin hacer ruido y se acerca a la ventana. El sol está
justo encima del horizonte. Sus rayos rasantes hacen brillar el polvo
que hay entre las casas. Las calles están desiertas. Es una ciudad
extranjera. Albert busca con la vista un detalle que pueda situarla en
la geografía. No hay montañas ni colinas y tiene el mar a la espalda.
Desde la ventana piensa que el planeta Marte ha aterrizado en su
país, y que él está a bordo. Se sorprende deseándose buen viaje.
Al volverse le llama la atención la inquietud que se advierte en la
mirada de Golda. Arrodillada en medio de la cama, aprieta la sábana
contra su pecho como si le faltara el resuello, como si su amor,
apenas reconocido, estuviera a punto de desvanecerse o escaparse
por la ventana. Él le dedica una amplia sonrisa tranquilizadora. Golda
se acuerda de él al ver su sonrisa, la oscilación de su cuerpo, su
forma de caminar hacia ella con los brazos abiertos. Él observa todas
sus metamorfosis, la inquietud trocada en alivio, el rostro que se
emociona e ilumina, aunque en él persiste cierta tristeza.

La abraza, sus cuerpos vuelven a encontrarse y a llamarse


durante un rato largo. Albert no sabe cuánto tiempo ha pasado. Solo
sabe que la batalla ha sido dura y el gozo, doloroso. Sin confesárselo,
ha pensado que el día era una amenaza creciente para ellos. Ella
también lo ha sentido así, seguramente, y sus abrazos han sido aún
más feroces y desesperados. Albert lo recuerda como un sueño del
que al despertar solo se consiguen arrancar unos retazos.
Golda se ha puesto una bata fina, azul celeste, sujeta a la cintura.
Parece una trabajadora. Aunque intenta disimularlo, se nota que está
nerviosa. Insiste en prepararle una taza de té, algo de comer. Él no
sabe decirle que no. La separación está en los ojos de ambos, no
hablan de ello. Están sentados a la esquina de la mesa de madera, en
la cocina exigua, y ni siquiera intentan hablar. No dejan de mirarse,
olvidan llevarse la taza a los labios.
Albert está apoyado contra la puerta, se va. La estrecha, inmóvil,
entre sus brazos. Ya ha clareado casi por completo, sus caras están
en la oscuridad. Sus narices se tocan, tienen los ojos llorosos y un
nudo en la garganta.
—¿Mañana? —murmura Albert.
Esa única palabra provoca una revolución. Golda se ruboriza, se
agita, mueve la cabeza, se obliga a superar el desasosiego.

59
Sélim Nassib El
amante palestino

—No... Mañana no, imposible. Mañana me voy de viaje durante...


cinco días. No volveré hasta... el miércoles. Estarán los niños. Pero el
jueves...
¡Parece tan agobiada! Albert le sonríe de nuevo.
—Entonces ¿el jueves?
A Golda se le ilumina la cara. Asiente con la cabeza.
—¿Aquí, a la misma hora?
Ella asiente de nuevo, varias veces. Albert conserva durante
mucho tiempo la imagen de ese rostro atormentado que se ilumina
sin poder evitarlo.

60
Sélim Nassib El
amante palestino

HEBRÓN
1929

Golda baja del tren y camina rápidamente hacia la salida. Un calor


insoportable la aplasta contra el andén, más sofocante que el del
desierto de Beersheba de donde viene. No corre el aire, saturado de
humedad. Es como si atravesara un obstáculo rezumante. Agarra el
asa de la maleta. Su casa está a diez minutos. Es jueves, son las
doce, llega con veinticuatro horas de retraso y ya no tiene sentido
apresurarse, pero de todos modos se apresura.
No hay tráfico. Una docena de desamparados se apoyan contra el
muro, única presencia humana bajo el sol. Golda se detiene para
cruzar. Ve cinco edificios sin terminar, abandonados. La estancia en el
desierto ha cambiado su visión de las cosas. Le parece que Tel Aviv
es una ciudad fantasma, que el tesón necesario para hacerla surgir de
la arena ya no existe. Mueve la cabeza; es el bochorno, el mes de
agosto. La gente se ha marchado de la ciudad, los más ricos de
veraneo, los británicos de permiso, los dirigentes judíos al congreso
sionista de Zurich...
Al subir por las escaleras oye abrirse la puerta y unos pasitos que
bajan los peldaños para ir a su encuentro. Ima, Ima! Los gritos de los
dos niños resuenan en la escalera. Deja la maleta en el suelo y les
abre los brazos. Los críos se aprietan con fuerza contra ella, entre
gritos y lágrimas. De rodillas en el rellano, Golda les besa una y otra
vez antes de poder pronunciar la primera palabra.
—Tenía que haber vuelto ayer, lo sé... —Al ver sus caras radiantes
comprende que ya está perdonada—. Pero hoy no voy a trabajar.
¡Estaremos juntos hasta la noche!
Menahem y Sara bailan a su alrededor, gritando. Parecen tan
contentos que a Golda se le saltan las lágrimas. La niñera carga con
la maleta. Golda entra en casa con los niños en las caderas.
Se afana en la cocina, prepara la comida, unos pastelillos, un
bizcocho. Menahem y Sara se han puesto unos delantalitos. No la
dejan en paz, hablan los dos a la vez, le dan noticias de Morris, con
quien han pasado el último sabbat... Luego pasa a su habitación y
ordena, zurce, cose, pone los botones que faltan. Ellos la interrumpen

61
Sélim Nassib El
amante palestino

continuamente para enseñarle los dibujos que han hecho, para


disfrutar del presente. Todo es rápido y lento a la vez. Con energía y
ternura, Golda hace como si su hogar fuese un hogar y ella misma
una verdadera madre judía.
Ha puesto la mesa. Anuda las servilletas en el cuello de sus hijos,
les sirve, les ve comer. Menahem devora con ansia mirándola de hito
en hito con ojos chispeantes. Sara, más pequeña, necesita ayuda.
Llaman a la puerta. Golda deja el tenedor.
En el descansillo hay un joven árabe, alto, tez morena, labios
carnosos. A Golda se le encienden las mejillas; cree que viene de
parte de Albert. Él abre la boca, es judío, habla en hebreo. Repuesta
de su confusión, Golda le pide que repita lo que acaba de decir.
—Ben Zvi quiere verte en Jerusalén. Tengo un coche abajo.
—¿Qué pasa? No sé nada, acabo de volver del desierto.
—Ayer hubo una manifestación que acabó mal.
Le hace pasar, cierra la puerta. Los niños han dejado de comer.
Con el tenedor en el aire y los ojos muy abiertos, ya han
comprendido.

Antes de arrancar el joven le dice que se llama Shlomo, pero no


siempre se ha llamado así. Habla con acento; las jet y las hei no las
pronuncia como todo el mundo, dice «Yaafa» en vez de «Yafo». Habla
demasiado, sin parar. Nacido en Damasco, donde su padre era
comerciante, se ha criado entre árabes, los conoce, dice, no te
puedes fiar de ellos, la única solución es conquistar el país con las
armas, es el único lenguaje que entienden. Su mirada es febril,
mezcla de excitación y espanto. Golda le interrumpe.
—¿Por qué se hizo la manifestación?
—Por Abraham Mizrahi.
—¿Quién es?
—Un joven judío de diecisiete años que vivía en el pueblo árabe
de Lifta, no lejos de Jerusalén. Estaba jugando a fútbol con unos
amigos cuando el balón cayó en un campo de tomates. Fue a
recogerlo, pero una niña árabe lo había encontrado e intentaba
esconderlo debajo de la ropa. Él quiso quitárselo y ella se puso a
chillar. Acudieron los padres y otros lugareños, alguien golpeó a
Mizrahi en la cabeza con una barra de hierro y se la abrió. La noticia
de su muerte se ha extendido por Jerusalén. Esa misma noche, le
dieron un estacazo en la cabeza a un árabe, pero no murió...
—¿Y qué más?
—Ayer el entierro de Mizrahi acabó en manifestación. Yo estaba
en el servicio de orden. Formamos cadenas humanas para impedir
que la gente se acercase al muro. Nuestros jefes nos habían dicho:
«Sobre todo, evitad los excesos». Pero no había manera. El grueso de
la manifestación estaba formado por las Juventudes de Jabotinsky, el

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Sélim Nassib El
amante palestino

Betar. Iban con palos y entraron en los barrios árabes golpeando a la


gente; mandaron a varios al hospital. Luego rompieron todos los
cordones y llegaron al muro. Allí sacaron la bandera nacional y se
pusieron a cantar el «Hatikvah». Los soldados británicos cargaban
con violencia, pero ellos se reagrupaban y gritaban: «¡El muro es
nuestro! ¡El muro es nuestro!», mientras agitaban sus banderas.
—¿Y tú qué hacías?
—Si no hubiera estado en el servicio de orden me habría unido a
ellos. Por lo menos hablan claro. Y los árabes, ahora, están locos de
rabia.
El joven conduce por las calles desiertas con seguridad y
nerviosismo, Golda nota que le gusta hacerlo. Con gafas de sol y
camisa caqui de manga corta, se las da de tipo duro, pero tras esa
máscara ella descubre que tiene miedo. Aunque no lo reconozca, el
peligro de la situación le pone un nudo en el estómago.
—Hoy nuestros jefes han acudido a una reunión con ellos para
reconciliarse —prosigue—. Ha sido en casa de Charles Luke, el
sustituto del alto comisario. Antes de ir, Ben Zvi nos convocó para
leernos la cartilla. Dijo que la consigna «el muro es nuestro» es una
provocación criminal. Nos echó la bronca: «Sabéis de sobra que las
dos grandes mezquitas están junto al muro y mañana es día de
oración para los musulmanes. Acudirán miles de campesinos de toda
la zona, y algunos irán armados. Hay mucha tensión y la cosa puede
acabar fatal. De modo que debemos calmar los ánimos, es nuestra
única salida». Nunca le había visto tan preocupado. Se han ido todos
a Zurich, Ben Zvi se ha quedado solo.
—Tengo que pasar por la oficina de teléfonos.
Golda se da cuenta de que no podrá estar de vuelta antes de la
medianoche. En la oficina, la comunicación con Haifa se hace esperar
mucho y, cuando por fin se establece, el timbre suena sin que nadie
descuelgue. La joven está muy contrariada. La imagen de Albert
llegando a su casa y encontrándose la puerta cerrada le resulta
insoportable. Durante su estancia en Beersheba había acariciado
tiernamente la idea de esa cita. Ahora no sabe qué hacer. Shlomo la
está esperando, se reúne con él.

En Jerusalén no hace tanto calor como en Tel Aviv. Desde que el


coche entra en la ciudad, Golda nota que el silencio allí es distinto. Lo
que ha vaciado las calles es una tensión invisible. Todas las tiendas
están cerradas. No se ve ni un triste policía, ni un triste soldado. La
ciudad parece abandonada a su suerte. Los vecinos están detrás de
las persianas, las calles desiertas tienen algo de amenazador.
Shlomo, ojo avizor, conduce pegado a la acera.
—En Tel Aviv vivís rodeados de los vuestros —dice—, podéis hacer
como si los árabes no existieran.

63
Sélim Nassib El
amante palestino

La calle no nos pertenece, piensa Golda reviviendo una vieja


desazón. Aquí están por todas partes. Los carteles, los letreros, hasta
el aire habla árabe. Todos sus sentidos están alerta. Una extraña
exaltación la embarga. Si el nerviosismo tiene olor, habrá de ser este.
Aparecen siluetas furtivas, ¿judíos?, ¿árabes? El coche pasa de largo
lentamente, ellos lo miran de soslayo, en el último momento. El
miedo está en sus ojos.
Por fin, en la central de Jerusalén, consigue comunicar. Con una
voz que hubiera deseado más firme, pide que la pongan con el señor
Albert. El hombre que está al otro lado repite en inglés: «No está», sin
poder añadir nada más. Golda llama a Shlomo. «No des ningún
nombre —le indica—. Limítate a decir que la persona con quien
estaba citado esta noche el señor Albert no va a poder ir. Eso es
todo.» El joven se pone al aparato y habla en árabe. ¡Parece tan
suelto en esa lengua! Las palabras fluyen, sonríe, su expresión
cambia, se vuelve casi infantil. Aparta el auricular y cuchichea en
hebreo: «Es un egipcio, tiene acento egipcio...».

En la sede del partido, calle Yafo, el que abre la puerta es un


zombi. Ben Zvi, el hombre alto y esbelto a quien Golda había
conocido tan seguro de sí mismo, está como encogido. Tez grisácea,
ojos vidriosos, se le ve absorto en sus pensamientos. Todas las
conversaciones cesan cuando entra. Los otros dos negociadores le
siguen, cabizbajos. Sin pronunciar palabra, los jóvenes militantes que
esperaban con Golda forman un corro.
—Lo hemos intentado todo —dice Ben Zvi—, pero no hemos
llegado a nada. Ni acuerdo ni comunicado conjunto.
Calla. Todos callan. La mirada de Ben Zvi se cruza con la de
Golda. Ella le conoce desde hace diez años. Le vio por primera vez en
Milwaukee, cuando fue a dar un mitin con el otro Ben, Ben Gurion.
Supo entonces que había nacido en Poltava y crecido en la misma
tierra que ella. Un intelectual, pero también un militar; había
organizado un sistema de autodefensa contra los pogromos en Rusia
y luego, en Palestina, un cuerpo de guardias armados en las colonias
judías. Ahora es responsable de la Haganah, el embrión del ejército
judío. Su angustia es de muy mal agüero.
—El representante del muftí quería que firmáramos una
declaración que proclamara la soberanía plena y total de los árabes
sobre el muro —prosigue—. Nosotros no teníamos instrucciones al
respecto, habíamos ido a firmar un comunicado conjunto para llamar
solemnemente a la calma. Tras varias horas de discusión no pudimos
salir del atolladero. Charles Luke nos propuso que por lo menos
anunciásemos que nos habíamos reunido, con la esperanza de que
así se rebajara la tensión. Pero Yamal al-Huseini se negó.

64
Sélim Nassib El
amante palestino

Se queda pensativo, como si recapitulase mentalmente las


vicisitudes de la fallida negociación. Los militantes están pendientes
de sus labios. Ben Zvi prosigue:
—Al final decidimos reunimos otra vez... pero no será hasta el
lunes. Es decir, que mañana viernes cada cual tendrá que
arreglárselas por su cuenta.
—¿Qué podemos hacer y a qué esperamos para hacerlo? —dice
Golda, no tanto por la pregunta en sí como para romper el
abatimiento general.
Parece que algo en el tono de su voz despierta a Ben Zvi. La mira
detenidamente y luego menea la cabeza. Un esbozo de sonrisa
aparece en sus labios, recobra el color, vuelve a ser él.
—Los británicos no nos serán de gran ayuda. Charles Luke, que
ejerce de interino, es un judío húngaro, pero se considera británico
por encima de todo. Carece de autoridad y efectivos; para todo el
país dispone de mil quinientos policías, la mayoría árabes, y ciento
setenta y cinco soldados británicos. En mi presencia llamó por
teléfono a Ammán para pedir refuerzos con urgencia, pero ¿cuándo
llegarán? En realidad solo podemos contar con nuestras propias
fuerzas. Tenemos toda la noche para preparar nuestra defensa.
Una vez que se ha soltado, Ben Zvi expone las medidas que
deben tomar: sacar de sus escondites todas las armas disponibles,
repartirlas según el plan establecido, burlar la vigilancia de los
británicos, examinar la situación en todos los barrios de Jerusalén, dar
prioridad a aquellos donde los judíos están más aislados... Poco a
poco los responsables del servicio de orden recuperan la confianza y
empiezan a organizar su reducida tropa. A Golda le encargan que se
pegue al teléfono y se pase la noche avisando al movimiento sionista
de todo el mundo; para empezar, a los principales dirigentes reunidos
en Zurich.
—Por desgracia, Ben Gurion no llegará antes del sábado —
concluye Ben Zvi—, lo mismo que el alto comisario británico.
Tendremos que resistir hasta entonces. Si los seguidores de
Jabotinsky no echan demasiada leña al fuego, tenemos posibilidades
de limitar los daños a Jerusalén. El principal problema es Hebrón; allí
viven seiscientos judíos rodeados de veinte mil árabes. Hace diez días
les propuse mandar hombres para protegerles, pero son judíos
chapados a la antigua. Me contestaron que llevaban ochocientos años
viviendo en la ciudad y que las buenas relaciones con sus vecinos
árabes eran su mejor protección. Hebrón está a media hora de
camino. Si pasa algo allí, no podremos hacer nada.

Pasada Jerusalén, la carretera se estrecha y serpentea por las


lomas que se suceden hasta Hebrón. A ambos lados, los sembrados
aparecen desiertos bajo el sol; el viernes es día festivo. La hora es

65
Sélim Nassib El
amante palestino

temprana, pero el aire que entra por la ventanilla no refresca nada.


Albert no se queja. El aroma de las hierbas del campo y el zumbido de
los insectos que saturan sus sentidos le sumen en un ensueño
placentero. No hace más que preguntarse quién será ese sirio que le
llamó ayer por teléfono. Según Nayar, era un damasceno (reconoció
su acento, muy distinto del de Alepo). Es todo lo que le ha podido
decir. ¿Oyó una voz de mujer, está seguro del recado, dijeron algo de
volver a llamar? Frunciendo el entrecejo, Nayar rebuscó
detenidamente en su memoria, pero no, no encontraba nada más.
Albert se quedó hasta muy tarde esperando a que sonara el teléfono,
luego se acostó y se levantó temprano. Seguía sin noticias. No
soportaba el encierro, la decepción era demasiado fuerte. Ese viaje
por una naturaleza abrasada y sin presencia humana es lo que
necesita.
Aparca el coche en el patio del cuartel de Hebrón, encantado de
estar rodeado de cuadras y olor a caballo. Es la tercera vez que
responde a la invitación que le hiciera el oficial de policía Cafferata en
los jardines del rey. Hoy su anfitrión ya está a caballo, enfundado en
su uniforme caqui y tocado con su casco colonial blanco. Un
intérprete árabe traduce sus instrucciones a cinco o seis policías,
también montados. Al ver a Albert, desmonta y camina hacia él.
—He intentado llamarle esta mañana —dice.
—¿Quería anular...?
—Mis superiores me han ordenado que haga una gira de
inspección por los pueblos. Nada de particular. Ha habido disturbios
en Jerusalén. Mi misión es asegurarme de que todo está tranquilo. Ya
que ha venido, acompáñeme. He mandado que ensillen a Amir para
usted.
Antes de esos paseos a caballo, Albert se había adentrado poco
por el país. No soportaba el ambiente religioso de Jerusalén, y el de
Hebrón, a su juicio, no se quedaba a la zaga. En compañía de
Cafferata era distinto. Ese oficial de policía harto de soledad le había
devuelto la afición por los caballos.
Seguidos a varios metros por los policías árabes, los dos hombres
cabalgan al paso por la calle principal de Hebrón. Cafferata cuenta lo
que sabe. Los enfrentamientos comenzaron por la mañana a la salida
de las mezquitas que se alzan junto al muro, y algunos árabes
armados con palos y cuchillos se dispersaron por el barrio judío. Hubo
muchos heridos.
—La situación se ha enconado desde hace casi un año. Dos
comunidades que se llevan a matar, peleas estúpidas acerca del
muro, rumores que provocan estallidos de violencia... Durante la
fiesta del Yom Kippur los judíos pusieron delante del muro un biombo
para separar a los hombres de las mujeres. Los árabes consideraron
que eso rompía el statu quo. Según ellos, después del biombo
vendrían las sillas, luego los bancos, luego los sombrajos so pretexto

66
Sélim Nassib El
amante palestino

de proteger a los fieles de la intemperie. Total, que se decidió quitar


el biombo. Lamentablemente la misión fue encomendada al sargento
MacDuff, un oficial británico demasiado estricto. A primera hora de la
mañana del Yom Kippur, cuando los creyentes estaban rezando, se
presentó él con diez hombres armados. Entonces ardió Troya. El
shamosh se agarró al biombo, le arrastraron varios metros y el
biombo se desgarró. Los judíos protestaron por el sacrilegio y salieron
en manifestación, los árabes respondieron con más manifestaciones y
se llegó al enfrentamiento. Anteayer, ese mismo MacDuff había
reprimido violentamente a unos manifestantes judíos que gritaban:
«¡El muro es nuestro!».
—Yo creía que el muro les pertenecía desde hace mucho —dice
Albert.
—Yo también, pero parece que no es así. Es el cuento de nunca
acabar.
—¿Está nervioso?
Cafferata exhibe una amplia sonrisa.
—Si el sargento MacDuff deja de hacer de las suyas, los incidentes
de Jerusalén se acabarán por sí solos. En Hebrón reina la tranquilidad.
Los dos jinetes pasan por delante de la cueva de Makpela,
supuesta tumba de Abraham; los árabes han construido encima la
mezquita de Ibrahim, cuyos alminares dominan el centro de la ciudad.
—Son las doce y media —dice el oficial— y los judíos están a
punto de salir de su oración. Hace un par de horas los fieles
musulmanes rezaban en el mismo sitio. ¿Nota usted el menor indicio
de tensión? Los judíos de Hebrón han vivido sin problemas durante el
imperio árabe, luego durante el imperio otomano y ahora con el
mandato británico. Desde la Declaración Balfour y la llegada de
inmigrantes judíos, los niños árabes a veces les tiran piedras, pero en
general las relaciones son buenas. ¡Le aseguro que esto no se parece
en nada a Irlanda!
La impresión se confirma en el ayuntamiento del primer pueblo
árabe que visitan, luego en el segundo y en el tercero. El
representante del orden británico es bien recibido. En los salones con
bancos alrededor, los notables les brindan té y observan todo el
ceremonial de la hospitalidad. Las cosechas han sido buenas, los silos
están llenos, no hay nada que lamentar, a Dios gracias. De pueblo en
pueblo Cafferata comprueba que no hay ninguna queja importante.
Por supuesto, hay algunos conflictos locales, pero nadie habla de los
judíos ni de que exista tensión con ellos.
El clima no es muy distinto entre los judíos. Cafferata y Albert
pasan por el hotel regentado por la familia Schniorson: tranquilidad.
Hacen un alto en la escuela talmúdica de la ciudad, la yeshiva
Slovodka, donde solo encuentran al shamosh y a un joven estudiante
inclinado sobre sus libros. Luego son recibidos en el edificio de sillería
del jefe de la comunidad de Hebrón, un tal Slonim, director de banco

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Sélim Nassib El
amante palestino

y concejal, quien les asegura que todo está en calma. De todos


modos el oficial británico decide dejar de guardia a los policías que le
acompañan alrededor de las casas judías.
De vuelta al cuartel, los dos hombres cabalgan solos. Sus
monturas van al paso. Albert piensa en Golda. Ve su cara, su sonrisa,
su frente obstinada, su cuerpo pegado al suyo. Desde la anulación de
la cita la ausencia duele. Necesita verla y tocarla, aunque su relación
con ella no encaje en ninguna categoría amorosa. Quiere llamar a
Nayar para ver si hay noticias de ella.
Envuelto en una nube de polvo, un grupo de jinetes viene a su
encuentro. Cafferata tira de las riendas al reconocer al cabo
Mohamed Beshara, a quien había apostado a la entrada de la ciudad,
seguido de cuatro policías.
—¡Los que vuelven de la oración cuentan que los judíos están
degollando a los árabes en Jerusalén! —grita Beshara en su peculiar
inglés—. Un coche tras otro, todos dicen lo mismo. Tuve que dejarles
pasar. Están muy alterados, la noticia se va a propagar por la ciudad.
Sin dudarlo, Cafferata ordena al cabo que vaya al cuartel para
telefonear a Jerusalén y pedir refuerzos e instrucciones. Exige que
todos los hombres disponibles vayan inmediatamente al barrio judío
para protegerlo. Volviendo grupas, hace una seña a los otros cuatro
policías para que le sigan al centro de la ciudad. Albert, sin tiempo
para pensar, pone su montura al galope y se une a los demás.
—¿Se da cuenta de lo que me está pidiendo, de lo que me está
exigiendo, señora Myerson? —dice Charles Luke, blanco de ira—. Y
usted también, señor Ben Zvi. ¡Quieren que reparta fusiles entre los
jóvenes judíos de Jerusalén para que lo que ahora son desórdenes se
conviertan en una batalla campal, para que estalle la guerra civil en
Palestina!
—Lo único que pido es que mi pueblo esté protegido —replica
Golda, hecha una furia—. ¡Todo mi pueblo, incluidas las mujeres y los
niños! Es responsabilidad suya, usted tiene el poder mandatario. ¡Si
usted no puede restablecer el orden, por lo menos deje que nos
defendamos!
—Lo que me piden no hará más que agravar la situación.
Precisamente porque soy responsable, les contesto con un no
categórico.
—Para venir aquí hemos pasado por la puerta de Yafo —dice
Golda con voz glacial—. Allí hemos visto a un viejo judío extenuado,
ensangrentado, que intentaba huir de sus atacantes. Estaba a la
puerta de su tienda cuando unos energúmenos que salían de la
mezquita se abalanzaron contra él con palos. Uno de nuestros
guardaespaldas le ha llevado al hospital. No sé hasta qué punto
pretende usted olvidar sus orígenes, señor Luke, ni si en Hungría
trataban mejor a los judíos que en Rusia y Ucrania...

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Sélim Nassib El
amante palestino

—No le tolero esas insinuaciones, señora Myerson. No olvide que


está hablando con el representante de la Corona británica en
Palestina.
—Un hombre es un hombre, con Corona británica o sin ella.
Cuando era niña también vi judíos indefensos, ensangrentados,
corriendo por la calle sin saber adónde ir. Precisamente por eso vine a
Eretz Israel, para que situaciones como esa no volvieran a repetirse
jamás. ¡No sabía que el odio irracional a los judíos nos perseguiría
hasta aquí! ¡Ni que el representante de la Corona británica se
encogería de hombros e impediría que nosotros mismos nos
protegiéramos!
—Señor Ben Zvi —dice Luke con voz apagada—, usted es uno de
los principales responsables del movimiento sionista. En calidad de
tal, le ruego que le diga a su colaboradora que se ha pasado de la
raya. No es usted tan ingenuo como para creer que la situación de los
judíos en Palestina es semejante a la que han padecido en Europa
central. En concreto, sabe muy bien que la hostilidad de una parte de
la población no tiene nada de «irracional»...
—¿Cómo? —grita Golda—. ¡Ahora justifica las agresiones contra
nosotros! ¡Usted, un judío!
Ben Zvi agarra a Golda por el brazo para hacerla callar.
—Represento a la ejecutiva sionista —dice con voz átona—, y
usted, señor Luke, a la autoridad mandataria. La situación es
demasiado grave para que nos dejemos cegar por las pasiones. Ya
sacaremos luego conclusiones. Ahora, de responsable a responsable,
me gustaría saber, simplemente, qué piensa usted hacer.
—Preste atención. Por ahora hay doce heridos, nueve judíos y tres
árabes. Todavía no ha muerto nadie y no es el momento de sacar las
armas de fuego. Esta noche ha salido de Ammán un destacamento
británico. Tiene que estar al llegar. Hasta entonces los hombres de
que dispongo harán lo que puedan.
—¡Pero la inmensa mayoría de esos hombres son árabes! —grita
Golda.
Suena el teléfono. Luke lo coge, escucha un momento y cuelga.
—Acaban de matar a dos árabes con arma blanca en el barrio de
Mea Shearim. Son los primeros. Esto lo cambia todo; a partir de ahora
se puede temer lo peor.
Consternados, los dos representantes del movimiento sionista
salen de la oficina. Ben Zvi le dice a Golda:
—Apuesto a que detrás de esas dos muertes están las Juventudes
de Jabotinsky. Él espera ocupar el puesto de Ben Gurion desatando la
violencia. ¡Es terrible para los judíos de Jerusalén, y más aún para los
de Hebrón!

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Sélim Nassib El
amante palestino

El galope de los caballos resuena en los adoquines de Hebrón. En


el primer barrio que atraviesan no parece que nada haya turbado la
siesta. El calor es sofocante, las calles están vacías. Cerca de la
estación central de autobuses se oyen los gritos y ruidos de la
muchedumbre. Cafferata se da cuenta enseguida de que nadie ha
convocado a esa gente. Varias docenas de personas han acudido
espontáneamente a la plaza para ir en autobús a Jerusalén y ayudar a
los árabes de la ciudad «atacados por los judíos». Encima de un
coche, tres o cuatro hombres, entre ellos un jeque, arengan al gentío,
que responde con gritos de Allah akbar! (Dios es el más grande) y
«¡Con nuestra vida, con nuestra sangre te vengaremos, oh patria!».
Rápidamente Cafferata sitúa a sus hombres en las cuatro
esquinas de la plaza y, sin desmontar, se abre paso con aire decidido
entre los presentes. La aparición de los uniformes británicos calma un
poco los ánimos de los oradores y de quienes les escuchan. Al llegar
junto al coche transformado en tribuna, Cafferata desmonta y sube a
la cubierta del vehículo. Se coloca al lado del jeque, frente al gentío.
—¡Atención! —grita con voz potente—. ¡Presten atención!
La incomprensión se lee en los rostros. El policía que hace de
intérprete no está allí. Volviéndose hacia el jeque, Cafferata le
pregunta a media voz:
—¿Sabe inglés?
El religioso niega con la cabeza. Con un gesto Cafferata pide a
Albert que se acerque y un momento después el banquero está
subido a su lado.
—Es verdad que ha habido incidentes en Jerusalén, pero no han
sido graves —grita Albert traduciendo a Cafferata—. ¡No ha muerto
nadie, no han matado a nadie! Las noticias que les han llegado a
ustedes son muy exageradas. Ha habido dos o tres heridos leves,
pero su vida no corre peligro.
—¡Mentira! —exclama de pronto un hombre que está en primera
fila—. ¡Yo estaba en Jerusalén! ¡He visto la sangre, los cuerpos en el
suelo!
—Acabo de recibir el informe oficial de mis superiores —explica
Cafferata—. En una calle la gente se ha tendido en el suelo para
protegerse de las pedradas, pero insisto: ¡no ha muerto nadie! Ahora
Jerusalén está en calma. ¡Vuelvan a sus casas!
—¡No escuchen a este inglés! —grita alguien en la multitud—.
¡Los ingleses siempre protegen a los judíos!
—He oído a nuestro muftí pedir que empuñemos las armas para
defender los Santos Lugares —grita el hombre de la primera fila.
Cafferata le dice a Albert al oído:
—Eso es imposible. El muftí no puede haber hecho semejante
llamamiento en público. Pida a ese hombre que suba al coche.
Albert tiende la mano y ayuda al hombre a subir. Cafferata
apenas le deja tiempo para enderezarse.

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Sélim Nassib El
amante palestino

—¿Dice usted que ha oído personalmente al muftí hacer ese


llamamiento?
—He oído que debemos luchar contra los judíos hasta la última
gota de sangre —contesta el hombre con voz sorda.
Cafferata y Albert palidecen.
—¿De labios del muftí? —insiste el oficial—. ¿Le ha oído decir eso?
Esta noche voy a ver a Hay Amin al-Huseini, de modo que dígame la
verdad. Júreme que dice la verdad. Hable sin temor. Dios le está
viendo y escuchando.
El tiempo que tarda Albert en traducir ha reducido el ritmo. La
gente está atenta, pendiente de la respuesta, que tarda en llegar.
—Bueno... en realidad no era él —admite el hombre a
regañadientes— sino un jeque que habló justo antes.
—Y después —dice Cafferata alzando la voz—, cuando el muftí
habló, ¿qué dijo?
—Dijo que debíamos estar prevenidos.
—¿Qué más?
—Que debíamos mantener la sangre fría.
El color empieza a volver al rostro de los dos hombres.
—¿Han oído eso? —grita Cafferata y repite Albert.
La muchedumbre se agita. El oficial británico aprovecha
rápidamente el desconcierto.
—¡Ya lo ven! ¡Les he dicho la verdad! De Ammán han salido
importantes refuerzos de policía y están en camino. ¡En menos de
una hora llegarán a Jerusalén! La situación está controlada. No hagan
caso de los extremistas que tratan de enfrentar a las dos
comunidades. ¡No caigan en la trampa! ¡Escuchen a su muftí! Lo
único que les pide es que estén prevenidos y vuelvan a sus casas.
¡Disuélvanse en calma!
Cafferata levanta los brazos y hace una seña a los cuatro policías
montados que rodean la concentración. Ellos se adelantan para dividir
a la multitud, según la técnica que les han enseñado en la escuela de
policía. La gente, desorientada por lo que acaba de oír, no opone
resistencia. Con las rodillas un poco flojas aún, Albert y Cafferata
montan de nuevo. El cabo Beshara aparece por el otro lado de la
plaza, con el rostro lívido y el caballo lleno de espuma. Lo espolea y
atraviesa sin contemplaciones la multitud que se dispersa.
—¡Mi capitán, los alborotadores de la zona están llegando a
Hebrón de todas partes, montados en coches y camionetas! Ni
siquiera esconden sus armas. Los he visto con mis propios ojos entrar
en pequeños grupos en el barrio judío. Avanzan agrupados por el
centro de las calles. Parece que nada podrá detenerlos.

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Sélim Nassib El
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GANAS DE MATAR
1929

Han pasado dos días enteros y sigue sin noticias. No le ha llamado


por teléfono. Es ella quien tiene que llamar, y no lo hace. Albert le ha
mandado un telegrama, luego otro. Todo le molesta. La Casa Rosada
se ha vuelto una abstracción, la bahía de Haifa también. Él está como
ausente. Ella sigue sin llamar. El calor del final de la tarde crea formas
movedizas en el aire. Nayar se ha transformado en una sombra
blanca. Descalzo, con su chilaba, sirve café, desaparece, reaparece,
trae los periódicos de la tarde llenos de grandes titulares. Después de
Hebrón ha habido otra matanza en Safad, asesinatos en Jerusalén,
varías colonias judías han sido arrasadas, grupos de árabes con palos
han intentado entrar en Tel Aviv, la violencia se ha extendido a toda
Palestina.
En venganza, los judíos han linchado a varios árabes en Jerusalén.
Unos jóvenes exaltados han entrado en una mezquita y han hecho un
auto de fe con ejemplares del Corán. El alto comisario ha regresado a
toda prisa de Londres y ha ordenado a la aviación que bombardee los
pueblos árabes para sofocar la rebelión. Le han contestado que el
país estaba en calma. La locura asesina ha cesado tan deprisa como
estalló, dejando estupefactas a las dos comunidades. Ya no pasa
nada, dicen los periódicos. La matanza solo ha sido un arrebato, un
paréntesis. Albert, hastiado, se levanta, coge las llaves al paso y sale.
Solo son las siete de la tarde, pero la carretera de la costa está
casi vacía. Hay mar de fondo, agitado, casi negro. Adelanta a varios
coches y a unos vehículos de la policía británica que patrullan.
Conduce deprisa. En menos de una hora ha llegado a Tel Aviv.
A la entrada de la ciudad unos jóvenes revisan la documentación
y piden a los conductores que abran los maleteros. Parecen
nerviosos, algunos llevan palos. Sus gestos son autoritarios; su voz,
tajante. Registran sin contemplaciones las camionetas y los coches
árabes. Es la primera vez que Albert se tropieza con las milicias de
autodefensa judías. No tiene documentación, nunca la ha llevado
encima, le parece inconcebible que se la pidan alguna vez. Presiente
lo que va a ocurrir, está loco de rabia. La camioneta que tiene delante

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Sélim Nassib El
amante palestino

arranca con una nube de humo negro. Pisa el acelerador y avanza


unos metros. El miliciano vacila un segundo y le hace una seña para
que siga. Seguramente le ha tomado por un judío.
Tel Aviv se ha transformado en una ciudad muerta. Albert no
siente la tensión que precede a la catástrofe. Porque la catástrofe ya
se ha producido. La ciudad de los cafés y la noche está visiblemente
de luto. Todo está cerrado. Los escasos transeúntes pasan deprisa. En
los cruces vigilan milicianos taciturnos. Un giro más y ya está en la
calle. Con el corazón encogido, palpitante, conduce sin levantar la
vista entre edificios que se parecen. El de Golda está al final. Hay luz
en todos los pisos menos en el suyo.
Apaga el motor. Todo está en silencio. El ruido del mar le invade
los oídos, se pregunta cómo no se ha percatado antes. No es el
vaivén sosegado de las olas, sino un fragor continuo, el fondo del aire
mismo. Ahora es ensordecedor. Albert baja, cierra la portezuela y
camina hacia el portal del edificio, inclinado contra el viento. Se ve a
sí mismo subiendo por las escaleras con paso de sonámbulo, seguir
subiendo, llegar al segundo; el «Myerson» sigue allí. Extrañamente,
eso le tranquiliza. Mira a sus pies. Ninguna carta asoma por debajo de
la puerta, ningún telegrama. Golda está en casa, recoge el correo.
Albert se queda allí, en el descansillo. Ella está en Tel Aviv y no le
llama. Albert mira fijamente la puerta y ve lo que hay detrás, la sala,
la mesita baja, las cortinas, el balcón, el mundo desaparecido.
Son casi las doce de la noche cuando aparca el coche junto a la
tapia de la Casa Rosada. Ha tardado en volver. La figura blanca de
Nayar le observa desde la puerta. Albert pasa junto a él sin
pronunciar palabra. Sus pasos vagan por la gravilla. La luna está alta
sobre el jardín silvestre y tiñe el cielo de azul oscuro, eléctrico. Albert
se detiene, con los pies en la hierba. Se oye el timbre del teléfono.
Antes de comprender, echa a correr.
—Soy yo.
Ella no dice nada más, él ha reconocido su voz. Grave,
enronquecida, solo dos sílabas. Albert se ha quedado mudo, ella
también. Hablarse les supone un esfuerzo casi sobrehumano. Golda
dice:
—Esta noche has venido hasta mi puerta.
No hay música en su voz, no hay dulzura.
—Temía por ti —explica Albert en un susurro—. Tengo que verte.
—Por eso te llamo —sigue ella recalcando las sílabas—. No vengas
más. ¿Has oído? Y deja de mandarme telegramas.
Albert se ha quedado helado. No es dolor, es una pena infinita lo
que siente. El silencio, al otro lado del hilo, es distinto; en vez de
llenar, vacía. La voz de Golda desvaría.
—Con todo lo que está pasando, es imposible —dice—. Y aunque
no pasara nada.
—Golda, escúchame. Estaba en Hebrón, lo he visto todo.

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Sélim Nassib El
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Golda calla. Está pensando. Cuando vuelve a hablar lo hace con


voz desmayada.
—Ven ahora.

En cuanto abre la puerta, Golda se da la vuelta y camina hasta el


centro de la sala. El piso está perfectamente ordenado, como si ya no
viviera allí. De pie, con un vestido descolorido, el cuerpo petrificado
de fatiga y tensión, la cara ardiendo, ella le mira. Se acuerda de él, se
acuerda de todo, pero a gran distancia. Todas sus defensas están
erizadas. Ojos de acero, armadura impenetrable. Albert advierte en
ella una desazón semejante a la suya, y la misma incapacidad de
convertir eso en palabras. El deseo de abrazarla y olerla le duele
hasta en los huesos. Ella se vuelve otra vez. En ese ambiente gélido,
Albert le cuenta en voz baja lo que ha visto en Hebrón, la calma
extenuada de los pueblos, el sol aplastante y las cosechas dormidas
en los cobertizos. Con las mandíbulas apretadas, Golda le escucha
con todo su ser. Están frente a frente. Sin apartar la vista de ella, él
cuenta cómo llegó el rumor a la ciudad y se propagó sin encontrar
resistencia. Hay demasiada calma, hace demasiado calor, la gente se
arremolina, la sangre empieza a hervir. Albert notó el momento de la
alteración, cuando el gentío empezó a darse cuenta de que todo lo
prohibido, asesinatos, violaciones, saqueos, iba a ser posible por un
momento. Habla de los vidrios rotos en las aceras, los relinchos de los
caballos espantados, el rabino y su hija corriendo por la calle, la
exaltación sombría de los asesinos al descubrir de repente que entre
ellos y sus víctimas ya no había obstáculos.
Golda titubea. Necesita un momento de silencio, pero Albert no
puede parar. Cafferata y ocho policías montados galoparon hasta el
barrio judío. Pusieron en fuga a los amotinados que rodeaban las
casas y las apedreaban. Los judíos se habían refugiado en las
azoteas. Cafferata les gritó que bajaran a sus casas y se encerraran.
Delante de la escuela talmúdica vieron el cadáver de un estudiante,
Shumuel Halevy, cosido a puñaladas. El shamosh había salvado el
pellejo escondiéndose en el pozo.
—Te tenía siempre delante —dice Albert bajando la frente—. No
podía marcharme ya.
Golda no reacciona. Su cuerpo está tan rígido que el temblor que
lo recorre es imperceptible. Tiene la mirada fija en un punto situado
más allá de Albert, pero está pendiente de sus labios. Él se ve
impelido a hablar. Sin desalentarse, Cafferata exigió unos refuerzos
que todos le negaban. La noche pasó sin novedad, milagrosamente, y
por la mañana se diría que todo había terminado. En cuanto
amaneció, las patrullas recorrieron las calles. Los tenderos judíos se
preguntaban si era prudente abrir. El hotelero Schniorson salía de su
establecimiento con el jeque Maraka; le había cogido del brazo, eran

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Sélim Nassib El
amante palestino

amigos. El día anterior ambos habían puesto en fuga a unos jóvenes


árabes que pretendían atacar a los judíos. Albert se distrae, pierde el
hilo. Sus palabras acaban muriéndose.
—¿Y luego? —grita Golda.
—Había dieciocho policías a caballo. Cafferata les había dado
fusiles por primera vez...
Se interrumpe de nuevo. Los ojos de Golda son de fuego. Él
sostiene su mirada.
—Oímos unos gritos, había gente que corría, el ruido llegaba de
una calle muy cercana, acudimos a toda prisa, los últimos asesinos
huían, salían de la casa de Eliezer Dan. Yo lo encontré; yacía en el
comedor con su mujer, rodeado de quince cadáveres de hombres,
mujeres y niños repartidos por todas las habitaciones. Al abrir la
puerta de otra casa encontramos a diecinueve estudiantes
asesinados.
Hay terror en los ojos de Golda, un pozo sin fondo, herida antigua,
mortal, que se reabre en el presente. Albert lo sabe. Ella tenía cuatro
años cuando comprendió lo que era un pogromo. El recuerdo de este
hecho le metió el miedo en el cuerpo. Es una sensación que llevó
siempre consigo y de la que solo se libró al llegar aquí, a Palestina, es
decir, su hogar.
Ahora Golda habla con ternura, y verdaderamente a él. Lo mira y
lo ve. Su rostro está muy blanco en la penumbra, y serio. Por primera
vez se deja llevar hacia Albert, empieza a aceptarle como espejo. Es
un arranque casi imperceptible. Pero él, por primera vez, no se siente
solo, y puede que ella tampoco.
—Llevo nueve años viviendo en Palestina —dice Golda con aire
pensativo—, y ahora me doy cuenta de hasta qué punto fueron
pacíficos. Llegué a creer que no volvería a producirse ningún estallido
insensato de violencia contra nosotros. Pero el pogromo nos persigue.
El mismo instinto asesino, el mismo odio ciego, el mismo olor a
sangre. Bien mirado, solo ha cambiado el color de los uniformes.
—No puedes decir eso —murmura Albert acercándose a ella—.
Había árabes tendidos en la calle, asesinados por haber tratado de
impedir que los revoltosos atacasen a los judíos. La imprevisión de los
británicos ha sido criminal. Con diez soldados en el lugar se habría
evitado la tragedia. Pero Cafferata se ha comportado con honor y
valentía. En una calle ordenó a sus hombres que rodeasen a dos
jóvenes judíos que huían de los alborotadores. A uno le alcanzó una
piedra en la cabeza, el otro recibió un navajazo, al pie del caballo de
Cafferata, que se encabritó y lo desarzonó. Cafferata se levantó, cogió
su fusil y montó en otro caballo para perseguir a los asesinos. Le oí
ordenar a sus hombres que disparasen contra la muchedumbre. Él
mismo abrió fuego; mató a un amotinado e hirió a otros tres. Corría
de un lado a otro, su soledad era patética. En Rusia las autoridades
miran a otro lado cuando hay matanzas de judíos. Dejan que la plebe

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Sélim Nassib El
amante palestino

actúe, eso cuando no les echan una mano. En Hebrón han matado a
sesenta y siete judíos, pero a otros cuatrocientos los han escondido
sus vecinos árabes. Los asesinos eran unos pocos. No era un
pogromo.
Una cólera terrible, helada, que da miedo, transforma a la joven
en estatua de sal.
—¡Sesenta y siete! ¡Sesenta y siete! ¿Cómo te permites
contarlos? ¿Y a partir de qué número es un pogromo, según tú?
—No era un pogromo, Golda.
Ella tiembla de pies a cabeza. Sus ojos llamean, una expresión de
odio intenso le deforma la cara, el furor la lleva a balbucear.
—A todos los muertos los han enterrado en una fosa común —
replica—, a todos los supervivientes los han evacuado bajo
protección, ya no queda ni un solo judío en esa ciudad donde vivían
desde hace ochocientos años. ¿Cómo llamas a eso?
Termina a voz en grito. Albert comprende que debe tranquilizarla
enseguida, con unas palabras bastaría. Pero no le salen esas
palabras. Ni siquiera está seguro de querer pronunciarlas. Eso no era
un pogromo. Oye la respiración sibilante de Golda, como si estuviera
calentándose antes de volver a estallar.
—Tú no conoces la sociedad palestina —murmura Albert—. Es
pobre, tres cuartas partes son analfabetos. No entienden lo que les
pasa. Les compran sus tierras y los labradores, convertidos en
fantasmas, vagan por las calles de Haifa y otras ciudades. Ni siquiera
saben a quién quejarse ni a quién acusar. Durante diez años los
palestinos se han fiado de sus dirigentes, sin percatarse de que eran
unos incapaces o unos traidores. Cuando lo han comprendido,
algunos se han vuelto locos y han respondido de mala manera a esa
violencia sutil que se ejercía contra ellos. Es horrible. Pero estáis en
esta tierra, con esta gente. No tenéis elección. No tenéis más remedio
que vivir con nosotros.
No le ha prestado atención, está ofuscada. Pero al oír las últimas
palabras de Albert se estremece como si le diera un calambre. Tiene
ganas de matarlo, se da cuenta de que quiere matarlo. Grita:
—¿Nosotros? ¿Quiénes son ese «nosotros»? Hemos venido aquí
para no volver a depender de nadie, ¿entiendes? ¡Los únicos nosotros
somos nosotros!
Albert recibe la frase como una bofetada. Su cuerpo permanece
inmóvil, clavado como una montaña, negándose obstinadamente a
moverse. No es una decisión sino una evidencia. No puede aceptarlo.
Su vida entera se decide en ese momento, la de ella también. Golda
está de pie, temblando de ira, con el rostro desencajado. Pero sus
gritos la han desahogado, ya no puede ir más allá. Albert camina
hacia ella sin saber lo que hace. Fascinada, ella ve cómo se acerca y
le agarra las muñecas con la determinación de un hombre que toma
lo que le pertenece. Se resiste inútilmente. Albert la sujeta con

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Sélim Nassib El
amante palestino

firmeza por los hombros y la cintura, la mantiene frente a él para


obligarla a mirarle y a reconocer de nuevo su cara. Golda no cede.
Haciendo acopio de fuerzas, libera sus brazos y sus caderas con
puñetazos y arañazos, entre gritos. Pero todos sus gestos la
introducen de nuevo, poco a poco, en la intimidad de su amante. Y,
cuando él por fin le responde y le devuelve cada golpe, ambos
aceptan la batalla. Es una guerra a muerte entre sus cuerpos, una
guerra amarga, sin cuartel, en la que nada puede saciarlos. Se
acometen el uno al otro, chocan, se abrazan desesperadamente,
sintiendo el deseo irresistible de despedazarse para que no quede
nada de ellos ni de su amor imposible.

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Sélim Nassib El
amante palestino

A PUERTA CERRADA
1929-1933

El verano está terminando y una primera lluvia torrencial, todavía


cálida, anuncia el invierno. No hay otoño en esa tierra. El aguacero
saca a Albert de su sueño. La ventana está abierta, el viento entra
con fuerza, descubre que está solo en el cuarto. Las cinco de la
madrugada. Las paredes lo miran. El sitio de Golda todavía está
caliente, oye el agua correr en el cuarto de baño. Ahora vuelve. Con
los ojos entornados, Albert ve cómo atraviesa el espacio y cierra la
ventana. Está despeinada, camina con paso soñoliento. Sin advertir
que su amante está despierto, deja caer el albornoz con un
movimiento de los hombros y se muestra en su desnudez. Tiene un
cuerpo ambarino, fino y al mismo tiempo torneado, lleno de vitalidad.
Dobla las rodillas y se desliza bajo la sábana ligera. Albert vuelve a
cerrar los ojos. En la oscuridad nota que el cuerpo de Golda se acerca
al suyo. Está tumbado de espaldas. Ella le pasa un brazo por los
hombros, coloca delicadamente una pierna sobre sus muslos, pega la
cadera a la de él. Por su respiración acompasada, Albert comprende
que ha vuelto a dormirse. Un calor delicioso invade su vientre, un
bienestar insólito. Sus cuerpos unidos no tienen peso, navegan en
una alfombra voladora, como desvanecidos.
Dos comisiones recorren el país para investigar la matanza de
Hebrón, una británica y la otra por cuenta de la Sociedad de
Naciones. Albert ha testificado ante ambas. No le ha dicho nada a
Golda. Han renunciado a hablar de política. Se reúnen cuando
pueden, de noche, en secreto, sin hacerse preguntas. Han dejado a
un lado las palabras. Su sensualidad es ahora más salvaje, muda, casi
insostenible. La atracción mutua que sienten es como enfermiza.
Semana tras semana se han juntado y rechazado en el mismo
movimiento, heridos, enardecidos, volviendo a empezar.

Arropados con las gruesas mantas contemplan desde el balcón la


última tormenta del invierno. Los relámpagos iluminan por dentro el
magma gris en el que se confunden cielo y mar, unas olas

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Sélim Nassib El
amante palestino

monstruosas rompen contra la carretera de la costa, la humedad les


cala los huesos. Golda aprieta las manos de su amante y se
estremece con cada trueno. La naturaleza desatada la fascina y la
asusta.
Habla de Kiev, donde nació. Allí no hay mar, todo el país está
cercado. La primera vez que vio el océano, en América, sintió que se
le ensanchaba el corazón. En Tel Aviv es distinto. Golda cree que los
que viven en una ciudad a la orilla del mar tienen una referencia
geográfica permanente. Están mejor situados en el espacio y, por lo
tanto, son más equilibrados. Albert le dice que el mar invita a hacer
locuras. Propone que bajen a la playa. Ella le mira como si hubiera
perdido la razón. Él añade que a lo único que se arriesgan es a
mojarse, que no van a encontrarse con nadie, que no tema, pues el
tiempo es tan malo que hasta los dirigentes sionistas se quedan en
casa. La mirada de Golda va varias veces de Albert al mar
embravecido. Le brillan los ojos, pero niega con la cabeza. La simple
idea de mostrarse con su amante en un espacio abierto le da terror.
Albert insiste. Nunca han paseado juntos, nunca se han besado al
aire libre. Entre risas, le dice que es una cobarde, una mujer timorata.
Ella se arrebuja con la manta. Él la coge de la muñeca y hace ademán
de arrastrarla hacia la puerta. Golda se resiste, se agarra a los
barrotes, ríe también. La lluvia le da en la cara, deja caer la manta.
Albert, emocionado, abre la suya y la vuelve a cerrar sobre la
desnudez de la joven.
Para Albert, el hecho de tener una amante judía no es nada
extraordinario en sí mismo. En Haifa se conocen muchas historias de
amor entre judíos y árabes, algunos incluso viven juntos. Es Golda la
especial. Su sionismo es un sacerdocio, una pasión, la sal de su vida.
Vino a Palestina para eso, para ser una judía entre judíos. Si la
descubrieran, su amante palestino haría trizas el principio mismo de
su militancia. Y, como esa historia no puede existir, pues no existe.
Cada visita de Albert es un accidente, una locura a la que Golda
siempre cede. Su amante es una excepción, un hombre sin
circunstancia, sin historia, siempre desnudo. Albert podría haber
alquilado o comprado para ella una casa en un barrio desconocido,
por ejemplo en Yafo, lindante con Tel Aviv, pero eso habría creado
una atadura que Golda rechaza tercamente. Todo tiene que ocurrir en
su casa, momentos furtivos, momentos robados, encuentros sin
mañana pero repetidos. Albert no puede hablar de este amor con
nadie. Excepto con Nina, cada vez que viaja a El Cairo. Desdichada,
recluida, separada de su familia, su sobrina preferida ha llegado a ser,
un mes tras otro, su única confidente.

Una noche, cuando están juntos, llaman a la puerta. Ella, sin


asustarse, se levanta, se pone una bata y sale de la habitación. Albert

79
Sélim Nassib El
amante palestino

oye cómo da una vuelta a la llave. Eso le divierte. Se ha convertido en


el amante escondido en el armario, y no en un armario cualquiera,
sino en el sanctasanctórum sionista.
Parece una ironía de la historia. Albert espera. No, ni siquiera eso.
Está allí, irrefutable. Aguza el oído y distingue varias voces
masculinas que hablan bajo. A Golda no la oye. Se la imagina allí
sentada, muy seria, desnuda bajo la bata. La puerta del balcón está
abierta de par en par, todavía es verano. Poco después Golda vuelve,
sin decir nada. Se desnuda, se acuesta, se da la vuelta, se sienta,
enciende un cigarrillo. Se queda un rato mirando al vacío y expulsa el
humo por la nariz con un suspiro. Está a kilómetros de allí, Albert la
oye pensar. Golda menea la cabeza, baja la frente, su mirada tropieza
con él. Albert nota que se sorprende al verle acostado junto a ella. Se
incorpora. Golda hace ademán de acercársele, se detiene, su cuerpo
retrocede. La noticia que acaban de darle la tiene sobre ascuas, no
puede guardársela por más tiempo. El gobierno británico ha publicado
un libro blanco que recoge los argumentos de las dos comisiones de
investigación sobre Hebrón. La conclusión es que la inmigración judía
es la causa principal de la hostilidad árabe y las matanzas, y propone
interrumpirla inmediatamente para evitar nuevas desgracias.
Lágrimas de rabia asoman a los ojos de Golda pero no las deja caer.
Aprieta los dientes con una indignación, un rencor y una
determinación inquebrantables. Está temblando. Albert no se atreve a
tocarla. Sentado con las piernas cruzadas en el desorden de las
sábanas, su cuerpo inmóvil está inclinado hacia ella, ojos abiertos,
manos tendidas. Pero en sus adentros siente un alivio enorme. La
inmigración va a cesar. Es el final de la pesadilla para los árabes, y
para los judíos, el final de una utopía desastrosa. A pesar de todas las
desilusiones, e incluso gracias a ellas, los protagonistas no tendrán
más remedio que poner los pies en el suelo, mirarse unos a otros,
hablarse, reconocerse, por fin.

Otra vez el otoño. Cuánto la echa de menos. Una delegación


sionista recorre Europa para hacer una campaña contra el libro
blanco y Golda forma parte de ella. Albert sigue su recorrido en el
Palestine Post y otros periódicos judíos. Hasta se atreve con el
hebreo. En Gran Bretaña, Golda ha hablado en asambleas de mujeres,
de trabajadores, de intelectuales e incluso de mineros escoceses. A
estos últimos les explicó que Eretz Israel y Escocia tienen el mismo
tamaño y ambas son naciones oprimidas. Al día siguiente habló en
Londres, en el congreso de sindicatos del imperio británico. Por
iniciativa de los delegados árabes, africanos y asiáticos, la sala
sobreexcitada impidió que Ben Gurion tomara la palabra. Ben Gurion,
pálido, se retiró. Golda subió a la tribuna. Aprovechando un momento
de vacilación, gritó que el «derecho al retorno» de los judíos a su

80
Sélim Nassib El
amante palestino

patria ancestral estaba garantizado por la Declaración Balfour y que


ahora, trece años después, el imperio británico se disponía,
vergonzosamente, a incumplir su promesa. Le dio tiempo a decir que
«el pogromo de judíos inocentes» en Hebrón y otros lugares señalaba
trágicamente la necesidad de un hogar nacional judío, antes de que
los delegados árabes reaccionaran y armaran un escándalo. «Temblé
al oír sus valientes palabras —escribe Ben Gurion en el periódico—.
Su discurso hizo mella en la conferencia. Habló con ingenio, con
aplomo, amargamente, con dolor y sensibilidad.» La estrella de Golda
cada vez brilla más en el movimiento sionista de Palestina.
Albert podría estar casi orgulloso de ella. Su capacidad para reñir
con todas sus fuerzas una batalla perdida le maravilla. Es un ser de
carne y hueso, lucha y sufre realmente, pero lo hace en pos de una
idea quimérica del mundo. Con sus ciudades, sus pueblos y su arraigo
ancestral, la sociedad palestina, por el contrario, es real, tan
permanente y antigua como los gritos de los campesinos que se
llaman de un bancal a otro. En trece años los judíos han comprado el
cuatro por ciento de la tierra. Nadie, excepto ellos, cree que vayan a
ser capaces de sustituir un país por otro. Albert será un amante
oculto, pero la realidad en la que viven él y ella es, indiscutiblemente,
la suya.

Le ha dicho por teléfono que, si él pudiera ir, ella retrasaría


veinticuatro horas su regreso. Le ha costado reconocer su voz, alegre,
impaciente, excitada. Ha volado en el primer avión. El taxi sube con
dificultad por la carretera empinada y sinuosa. Cada revuelta
descubre un paisaje insensato. Está atardeciendo, la luz rasante
enciende las flores silvestres hasta donde alcanza la vista.
Perseguidos por las sombras, los rojos y amarillos estallan. Albert
tiene la impresión de estar en la montaña libanesa, pero aquí todos
hablan griego. El ambiente, los aromas, las sensaciones son los
mismos, con la ventaja de estar en el extranjero. En Chipre no los
conoce nadie. En el coche que sube a Kakopetria, Albert está tan
emocionado como en su primera cita.
Ella está sentada a una mesa redonda, en la terraza del hotel,
vestida de blanco, se lleva un vaso a los labios; las sombrillas aún
están abiertas. Más lejos, detrás de ella, hay dos o tres mesas
ocupadas. La primavera se ha adelantado, y no hay casi nadie. Golda
ve a Albert y se levanta, nerviosa, conteniéndose para no correr hacia
él. Tiene una expresión radiante y él nota con sorpresa que está
ligeramente maquillada. ¡Ella! Albert se acerca, se detiene. Allí están
los dos frente a frente, a cara descubierta; nunca se habían visto así.
No llevan nada en las manos, solo su deseo. El instante se prolonga,
corazón encogido, delicia, vértigo, ya no necesitan darse prisa. El
último paso lo dan a la vez. Todo lo que no han experimentado hasta

81
Sélim Nassib El
amante palestino

ahora, todo lo que han estado esperando durante años, los arroja en
brazos del otro. Se estrechan con fuerza, emocionados al recuperar la
familiaridad de sus gestos y sus cuerpos. La sensación de quebrantar
una prohibición les pone un nudo en la garganta. Se miran
temblando. Ninguno de los dos retrocede. Se besan bajo el cielo, a la
vista de todos.
El lujoso hotel en lo alto de la montaña parece vacío, todo para
ellos solos. Cenan con champán en la terraza, beben y rompen las
copas. Pasean por el pueblo cogidos de la cintura; los gestos
amorosos más corrientes les parecen una maravilla. El deseo mutuo
que sienten les hace volver al hotel. Albert observa la metamorfosis
de Golda, su nueva libertad. Por la noche la joven vibra con un júbilo
increíble. Se le cuelga del cuello. La alegría está en su vientre, en sus
ojos, en los gestos lánguidos y curiosos de sus brazos. Hasta que
amanece, su cabellera cubre el pecho de su amante.
La noche pasa. Apenados, viajan en el mismo avión y se separan
a la llegada. Hasta que llega a Haifa, Albert no se entera por los
periódicos de por qué estaba Golda tan contenta: el libro blanco se ha
anulado. Ben Gurion y Weizmann han ganado un pulso increíble, han
logrado que se revoque una decisión del imperio británico.

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Sélim Nassib El
amante palestino

LA RUPTURA
1933

Albert vuelve a la Casa Rosada después de una breve estancia en


Beirut. La magnífica puesta del sol en la bahía de Haifa no logra
apaciguarle. En el espejo del cuarto de baño descubre sus primeras
canas. Los libaneses que tienen tierras en Palestina las venden sin
pensárselo dos veces, firman los papeles como si las transacciones no
tuviesen ninguna realidad. Para ellos Beirut es París, creen que se han
vuelto franceses. Como Palestina es inglesa, pertenece a otro
continente.
Nayar aparece con una limonada. Albert no le ha pedido nada.
Adivina que el joven criado intenta mostrarse amable, pues el mal
humor de su amo siempre le da terror. Deja la bandeja y se retira sin
que Albert haya abierto la boca.
Ha descubierto que Zeev Jabotinsky frecuenta mucho la capital
libanesa. Le gusta tanto que ha alquilado una habitación para todo el
año en el hotel Saint-Georges. Un primo de Albert le describe como
un hombre divertido y culto, nada que ver con el fascista judío que
cabría imaginar. Le invitan a todas partes. Las grandes familias se lo
disputan, forma parte del paisaje. Sus planteamientos siguen siendo
los mismos, «la hostilidad entre árabes y judíos es natural, hay que
estar preparados para la guerra», pero los expone con tal finura que
los beirutíes están embobados con él.
El rumor de sus amoríos con Golda ha empezado a circular. Albert
cree que ha partido de Irene. Vive sola desde hace años, tiene
muchos amantes pero disfruta contando que su marido se acuesta
con la enemiga. Los dos hijos de Albert le miran mal. Nunca le han
conocido realmente, y ahora es un completo desconocido para ellos.
El resto de la familia está consternado. Tíos, tías y primos temen que
acusen a Albert de trabajar para los sionistas. ¿Les habrá vendido
tierras, se habrá comprometido con ellos, los nacionalistas árabes le
habrán amenazado? En realidad no temen por su vida. Solo temen
que esa supuesta relación con Golda sea perjudicial para sus
negocios, para el banco, para su reputación. La burguesía libanesa

83
Sélim Nassib El
amante palestino

recibe a Jabotinsky en sus salones y se alarma por los amores


clandestinos de Albert. ¡Beirut es así!
Al descruzar las piernas Albert da un golpe al velador. El vaso de
limonada cae y se rompe. Aparece Nayar, debía de estar espiando
detrás de la puerta. Hastiado, se levanta, entra en la casa, se dirige a
su cuarto, da una vuelta y sale de nuevo al jardín. El joven sirviente
está acabando de recoger los pedazos. Mientras maneja el recogedor
y la escoba, dedica a su amo su mejor sonrisa. Albert comprende en
ese momento a qué es debido su propio nerviosismo. Golda embarca
mañana por la mañana rumbo a Nueva York. Esta noche viene a Haifa
a un concierto. Es su última noche en la ciudad de Albert, en su
mundo, y le ha pedido que no aparezca. Él ha aceptado. Piensa en lo
violento de la situación; ella le ha hecho cómplice de su desaparición.

A la luz de los faros, un gentío considerable se agolpa junto a la


entrada, bajo las bombillas que dibujan en letras gigantes «Plage
Azizié». La confusión es enorme. Envueltos en una nube de polvo, una
multitud de chicos jóvenes, algunos con el torso desnudo, grita, se
empuja, intenta entrar a toda costa. Shlomo reduce la velocidad, pasa
al lado de la muchedumbre y conduce junto a la tapia hasta una
puerta con el letrero «Entrada de artistas». Deja allí a Golda y a
Morris. Golda reconoce enseguida al joven sonriente del cartel. Raya
en el pelo impecable, chaqueta blanca, pajarita y un clarinete sobre
las rodillas. Su nombre, Benny Goodman, está escrito en letras de
oro. Golda le conoció en Chicago, tocaba el clarinete en la calle, era
su vecino, tenía once hermanos, eran una familia judía muy pobre. El
hecho de encontrarle ahora en Eretz Israel, después de tantos
avatares, la emociona. Goodman les ha dejado dos entradas y Morris
está encantado. Su compañía, el reencuentro con el pequeño Benny
convertido en el rey del swing, que esto suceda en Haifa y que
mañana ella embarque rumbo a Estados Unidos dan a la velada un
toque sentimental.
Entre bastidores, rodeado de sus músicos, Goodman no puede
contener las lágrimas cuando la ve. Guapa, risueña, Golda le toca las
manos como un niño. Perdido en el mundo, él se siente del mismo
país que ella. La sala, en penumbra, está tan llena que hay gente de
pie junto a la pared e incluso entre las mesas. Algunos se sientan en
el suelo, al borde del espacio que sirve de escenario. Se apagan las
luces. En su mesa de la primera fila, Golda parece respaldada por el
público, sin que ningún obstáculo la separe del joven músico. Este la
mira como si se dispusiera a tocar para ella sola, se lleva el clarinete
a los labios y ataca una deslumbrante improvisación, secundado de
inmediato por sus músicos. Los espectadores permanecen
extrañamente en silencio durante un buen rato. Escuchan el diálogo
que se entabla entre los instrumentos y aplauden a destiempo.

84
Sélim Nassib El
amante palestino

Atrapada por el ritmo, Golda se abstrae completamente de la sala. No


sabe a quién, pero le está agradecida a alguien. A sus espaldas, el
rumor aprobatorio del público refuerza su sentimiento. Es una caja de
resonancia invisible, una amplificación anónima y potente. El
balanceo del swing, su misterio grave y ligero han cautivado a la sala,
que da rienda suelta a su emoción desde el final de la primera pieza.
Antes de que se apaguen los aplausos, el clarinetista renueva la
magia, hincha los carrillos y toca de nuevo. Su soplo hace vibrar el
instrumento y este propaga la vibración en el aire caldeado. El
público entra en resonancia, se exalta con la música, se deja llevar,
contiene el aliento y vuelve a estallar en aclamaciones.
Golda siente una mirada en la nuca. Desde un lugar preciso de la
sala oscura, tiene la impresión de que unos ojos le recorren los
hombros, le erizan el vello. La sensación es ligera como una pluma.
No quiere darse la vuelta, ese cosquilleo la distrae, la música ya no es
la misma. Aprovecha la ovación que acoge el final de una pieza para
mirar hacia atrás. En ese momento una luz viva ilumina la sala y se
apaga varias veces, un destello ambiental de sala de baile. De nuevo
en la oscuridad, la imagen persiste y se agranda en las retinas de
Golda. El local es enorme, está lleno hasta los topes, más que un club
de jazz es una sala de fiestas, y los ventanales dan al mar. La mayoría
del público es árabe. Los notables de Haifa están sentados a grandes
mesas, como en las comidas familiares. Hay muchos jóvenes, hijos de
la burguesía palestina y otros de origen más modesto. Juerguistas,
curiosos, mujeres solas, excéntricos, amantes de la música. Muchas
mesas están ocupadas por judíos que hablan árabe o hebreo, en
parejas o en familia. La algarabía resuena en los oídos de Golda. En el
centro de la imagen desvanecida, en el brillo luminoso que ha dejado
tras ella, Golda sigue viendo a Albert Pharaon.
Es una alucinación. Está sentado a una mesa justo enfrente del
escenario, con los hombros erguidos, y la mira ardientemente. Parece
desproporcionado con su traje, Golda apenas lo reconoce, ha perdido
la costumbre de verlo vestido. Está solo. Su presencia tiene una
intensidad fuera de lo común, totalmente volcada en ella.
Golda vuelve a mirar atrás, es más fuerte que ella. Otro destello,
la sala oscila, vertiginosa, la silla está vacía, Albert es una sombra
amenazadora que avanza con paso decidido y ciego hacia su meta,
ella, sentada junto a Morris en la primera fila, prisionera de su mesa,
y Benny Goodman sigue tocando. Una palidez mortal le sube por el
espinazo y se difunde por la nuca. Reconoce ese paso de su amante,
sabe lo que va a pasar, no hay nada que pueda detenerle. ¡Él sabe
que su relación no resiste la luz, lo sabe! Ha venido por eso, adrede,
ahora está segura, para ver cómo se quema de un chispazo. Solo está
a tres metros, ya adelanta el brazo. En ese momento el clarinete
emite unas notas singulares con una alternancia de aceleración y
suavidad, una carrera entre dos principios que cada vez va más

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Sélim Nassib El
amante palestino

deprisa. Algunos aplausos celebran la ejecución. La música cambia


otra vez, rebrota con nuevos compases, mezclados con los antiguos,
subiendo escalonadamente, con vaivenes incesantes, hacia un punto
que podría ser la culminación. Golda se levanta y huye de Albert.
Ahora todos los instrumentos están tocando a la vez, y los gritos de
entusiasmo, y los bravos. Morris no se ha dado cuenta de nada, se
diría que la sala entera acompaña a Golda en su carrera.
Atraviesa la vidriera y sale a la humedad salina. Se vuelve
dispuesta a enfrentarse, hecha un basilisco. No hay nadie. La sombra
negra de Albert se ha quedado detrás de la puerta, a varios metros de
distancia. Avanza como en un sueño, a cámara lenta. Alrededor de
ellos no hay nadie. Las guirnaldas luminosas dan un aspecto
fantasmagórico al lugar. No hay nadie en las tumbonas alineadas en
la playa, nadie en las mesas de bar colocadas bajo los árboles. La
flamante piscina, la zona de juegos y las casetas están vacías. El
rumor de las olas es apaciguador, pero hay demasiada oscuridad para
ver el mar.
Albert toca a Golda y ella da un respingo. Su rostro se altera, se
deforma con un rictus de pánico y disgusto. Retrocede como un
animal acorralado, caído en una trampa, amenazado de muerte.
Jadea, con la garganta petrificada, incapaz de pronunciar palabra.
Albert comprende que Golda está lejos de él, al otro lado, libre de su
atracción. O más bien es él quien se ha librado de la atracción de ella.
La ve en su realidad, y el espejo que ella le presenta le hace daño.
Albert ha rasgado la pantalla, regresa al mundo. Golda lo mira con
una agudeza casi indecente, con una debilidad extrema, como si
tratara de imprimir en ella una última imagen. Su amante, muy
tranquilo, se da la vuelta y se aleja a grandes zancadas.

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Sélim Nassib El
amante palestino

LLEGADOS DE ALEMANIA
1934

Varios metros detrás de él, unos soldados británicos salidos de la


nada arrastran unas vallas para cerrar el muelle. Otros hacen lo
mismo doscientos metros más allá. Albert se encuentra atrapado sin
poderlo remediar. El puerto nuevo de Haifa es otro planeta, un
decorado para gigantes. Entre esos tinglados y almacenes de
dimensiones enormes tiene la impresión de haber encogido. Ya no
reconoce nada. La propia Haifa ha experimentado un crecimiento
espectacular. Lo que antes era un pueblo a la orilla del mar se ha
convertido en una de las principales ciudades industriales del país, y
un tercio de sus vecinos son judíos.
En el centro del espacio delimitado por las vallas hay un barco
atracado, un barco grande y dormido. No se sabe muy bien si es de
pasajeros o mercante. Los soldados lo rodean a intervalos regulares,
unos hombres de paisano forman un segundo círculo, mientras otros
colocan en el muelle unas mesas largas de madera y apilan papeles
en ellas. A pesar de su aparente dinamismo, sus gestos son cansinos.
El costado del barco se abre y deja al descubierto un agujero negro
del que salen hombres, mujeres y niños. Es la primera vez que Albert
ve inmigrantes tan de cerca, casi se mezcla con ellos. Son zombis. Se
diría que el suelo se ha abierto bajo sus pies y han caído, una caída
interminable hasta aterrizar en ese muelle. Avanzan lentamente,
parpadeando, y en la cara de todos se lee la misma ausencia
estupefacta. Sin embargo, no forman una masa. Aún no han tenido
tiempo de adquirir el color gris y uniforme de los refugiados. Tienen la
ropa ajada, pero muchos visten con elegancia y algunos aún parecen
aristócratas berlineses. Otros irradian un sufrimiento aturdido, tienen
manos finas, rasgos angulosos y ojos hundidos en las cuencas. La
mayoría son pobre gente, más fáciles de someter, víctimas del
desastre, como todo el mundo.
—¿De qué lado está usted?
Un joven militar británico le hace la pregunta con agresividad.
Albert no acaba de entender, vacila.
—¿Es judío?

87
Sélim Nassib El
amante palestino

—No.
—¡Entonces póngase al otro lado de la barrera!
Albert observa la juventud del inglés, su arrogancia inútil, su
ignorancia. En ese trozo de muelle imaginario nadie sabe ya quién es
quién. Desde que rompió con Golda todo está así, todo lo que le
rodea, desquiciado. Todo le resulta extraño. Con paso lento cruza la
barrera, tras la que esperan los descargadores de muelle árabes. Se
hace un sitio entre ellos. Sus pieles curtidas huelen a sudor y
esfuerzo, tienen el semblante serio. Nadie dice nada, la tensión se
palpa en el ambiente, aglutina en un solo cuerpo mudo a los
trabajadores que miran a los recién llegados.
Detrás de las mesas colocadas en el muelle una muchacha con un
altavoz empieza un discurso de bienvenida en hebreo, que traduce al
alemán un compañero suyo. Es muy joven, su voz es firme y clara.
Dice que después de tantos sufrimientos y desmanes los exiliados
han llegado por fin a su casa, donde no tienen nada que temer. Los
que quisieron olvidar su origen y fundirse con otros pueblos han
tenido una experiencia amarga y cruel, pero Eretz Israel recibe con
los brazos abiertos tanto a los descarriados como a los demás,
siempre que sean judíos. Da la impresión de que los recién llegados
no acaban de entender. Despavoridos, aislados unos de otros, su
desconcierto es tal que parecen haber olvidado dónde están. La
muchacha pasa a los asuntos prácticos. Les pide que se pongan en
fila y preparen la documentación. Al lado de Albert, un descargador
entrado en años salta la barrera y se abalanza, gritando y blandiendo
su gancho, contra los recién llegados. Está solo, es viejo, su
acometida es irrisoria, pero está rojo de ira y su voz suena tan
ahogada que parece a punto de desplomarse. Dos soldados británicos
le sujetan sin dificultad. Como en una coreografía, los jóvenes de
paisano se introducen la mano bajo la chaqueta al mismo tiempo.
Alrededor de Albert brota instantáneamente un grito colectivo de
rabia, un aullido hacia el cielo, informe, puño levantado, pura furia, al
que responde un grito similar de los descargadores árabes agolpados
tras la barrera del otro extremo, a doscientos metros de allí. El doble
clamor pasa por encima de las cabezas de los inmigrantes:
«¡Palestina es nuestro país, los judíos son nuestros perros! ¡Con
nuestra sangre, con nuestra alma, te vengaremos, oh, patria!».
Empiezan a volar las piedras. Atrapados entre dos fuegos, sin
entender lo que pasa, los judíos alemanes no saben qué hacer. Las
piedras caen a su alrededor. Algunos empiezan a retroceder hacia el
barco para resguardarse, pero la mayoría se quedan quietos, rígidos.
Se oye una orden y los soldados disparan al aire. El sonido
provoca un amago de pánico y la multitud árabe retrocede unos
metros. Los soldados aprovechan para franquear las barreras y
disolver a los manifestantes a culatazos. Uno de los descargadores,
un gigante de pelo blanco, resiste a pie firme. A los soldados que

88
Sélim Nassib El
amante palestino

avanzan hacia él les grita en un inglés macarrónico que el viejecillo es


vecino suyo, le conoce, tienen que soltarlo, se ha vuelto loco, qué se
le va a hacer.
Albert también experimenta esa mezcla de rabia e ira impotente.
Aún no sabe contra quién dirigirla. No contra los inmigrantes judíos ni,
ciertamente, contra los soldados británicos. Solo le queda la chica
que está detrás de la mesa, tan segura de sí misma, tan ciega, tan
Golda. Y la propia situación, que encoge el corazón, tan inextricable
que la mecha se prende sola. Se deja arrastrar por la muchedumbre
que retrocede y se detiene a unos treinta metros de las vallas. Los
gritos arrecian, con nuestra sangre, con nuestra sangre, y las piedras
vuelan otra vez, pero los inmigrantes ya están fuera de su alcance.
De repente se oye un clamor distinto. De entre los barracones
salen corriendo unos treinta matones, algunos en camiseta, con
porras, gritando en hebreo y profiriendo insultos en griego. Son los
famosos descargadores judíos «importados» de Salónica para el
tráfico judío del puerto de Haifa, cuyas peleas con los descargadores
árabes suelen ocupar las páginas de sucesos de los periódicos. Los
soldados corren y forman un cordón entre los dos grupos antes de
que lleguen a las manos. También ellos parecen acostumbrados.
Apretando la mandíbula, con el fusil atravesado sobre el pecho, se
enfrentan con esa arrogancia que aún le queda al imperio británico.
Albert piensa en esos jóvenes reclutas, en lo absurdo de su situación,
en ese muelle de ninguna parte: descargadores judíos, descargadores
árabes, inmigrantes judíos, y se pregunta qué hacen allí. Los
descargadores judíos se detienen a poca distancia de los uniformes
profiriendo gritos amenazadores y agitando sus porras; los árabes
blanden sus ganchos y les devuelven los insultos; el árabe se mezcla
con el hebreo y el griego; la misma escena, idéntica, se desarrolla
tras la otra barrera, a doscientos metros de allí, dando la impresión
de que la situación puede reproducirse indefinidamente. Los judíos
alemanes siguen en la tierra de nadie delimitada por las barreras,
olvidados, perdidos, suspendidos sobre la geografía.

En el venerable vestíbulo del banco Pharaon una extraña pareja


espera a Albert bajo la gran araña. Hoy todo es así, ciertos detalles se
cuelan en los ambientes más familiares y ponen en duda su
coherencia. El hombre, treintañero, traje raído, mejillas hundidas, ojos
febriles; la mujer, muy joven, alta y algo huesuda, lleva un vestido
ceñido hecho con retales de colores. Tiene el pelo negro y muy corto,
facciones angulosas, ojos como el carbón, paisaje lóbrego en cuyo
centro destaca una gran boca roja. Los empleados y clientes les
rodean, una época posterior ha irrumpido por descuido en la suya.
—¿Es usted el señor Pharaon? —pregunta el hombre.
Su voz es suave; su acento, alemán.

89
Sélim Nassib El
amante palestino

—Sí, soy yo.


El hombre esboza una sonrisa intensa y su cara se ilumina. En un
instante su expresión seria y dolorosa se ha vuelto casi ingenua. Se
llama Emil Stein, se ocupaba de decorados de teatro en Munich, ella
se llama Ada y era profesora de baile. Llevan tres meses en Palestina.
No fue una elección libre, el resto del mundo se había cerrado. Albert
les hace pasar a su despacho. La joven va delante. En sus andares no
hay nada que recuerde a algo reconocible. Parece que se derrumbe y
se enderece a cada paso, sus largos brazos oscilan a los lados del
cuerpo para mantener el equilibrio; su gracia es improbable y, sin
embargo, evidente. La sigue su compañero, tan tranquilo y estable
como ella caótica. Después de tomar asiento, Emil Stein abre una caja
de hojalata que llevaba bajo el brazo y saca un fajo de billetes.
—Mil setecientos cincuenta dólares. Por suerte los cambiamos
antes de que el marco se hundiera.
El tono es humilde y a la vez solemne, lo mismo que el
movimiento de dejar el fajo sobre la mesa. Ada, en cambio, parece
completamente distraída. Se revuelve en su asiento, mira a todas
partes con una inquietud sin objeto en los ojos. Son como dos
contrarios emparejados, los polos de un imán que se repelen. Albert
no se ocupa nunca de los asuntos del banco, pero es evidente que se
trata de otra cosa.
—¿Qué les pasa? —pregunta.
Emil Stein suspira aliviado y se arrellana en su asiento. Los ojos
de Ada dejan de escrutar las paredes y miran a Albert. Él oye por
primera vez la voz ronca de la mujer, cálida, extranjera, a veces
desentonada.
—Allí nos echaban en cara que fuéramos judíos —dice ella—, aquí
nos obligan a serlo. No hay solución. Pero tiene que haberla.
—Me encantaría que así fuera —dice Albert.
—Para nosotros, depositar nuestro dinero en su banco ya es un
comienzo —murmura Emil.
—No acabo de entender.
Emil le explica, habla atropelladamente: Alemania era un taller
gigante, cada cual trabajaba en su rincón pensando en el presente y
nadie te preguntaba si eras judío. Luego cerraron los teatros, y las
clases de danza, ya no había dinero, y a veces ni comida siquiera.
Ada y él acababan de tener un hijo, se llama Hugo. La crisis era
general, dondequiera que fueses. Siguieron luchando, haciendo otras
cosas, la necesidad era muy fuerte, pero la hostilidad feroz resultó
más fuerte aún. Sin darse cuenta, Ada gesticula expresando los
sentimientos que el relato de Emil le inspira. Golda puso la misma
cara una noche, cuando todas las luces del pasado se proyectaban en
su piel. Las dos mujeres no se parecen nada, se podría decir incluso
que una es lo contrario de la otra. Sin embargo, a Albert le conturba
observar que Ada tiene la misma capacidad para hacer que su cuerpo

90
Sélim Nassib El
amante palestino

sea hipnótico. La imagen de Golda, de esa imposibilidad llamada


Golda, se mezcla con la de la joven alemana que mueve los labios
ante él. Emil Stein dice que el mundo al que pertenecen pendía de un
hilo y que ese hilo se ha roto. Las palabras se le traban en la
garganta, Ada respira hondo para calmarse. Albert les ofrece unos
cigarrillos. En el gran despacho los tres fuman en silencio.
—Fue al llegar aquí cuando nos convertimos en judíos —prosigue
Emil con voz ronca—. Ya lo éramos allí, desde luego, pero
rechazábamos esa clasificación hecha por el enemigo. En Palestina no
podemos permitirnos ese lujo. Han sido amables con nosotros, y
acogedores, y eficaces, y la verdad es que sin ellos no sé lo que
habría sido de nosotros. Pero su forma de hablarnos remarcaba
siempre nuestro error: nos habíamos creído alemanes, cuando solo
éramos judíos. Nos miraban como si hubiéramos renegado de ser
judíos, y eso nos sulfuraba. Como si la victoria electoral de los nazis
fuese la prueba de que los judíos debían retirarse del mundo para
vivir juntos en un mismo gueto.
—No solo hay judíos en este país —dice Albert.
—Me gano la vida como encargado de obra, la mayoría de los
obreros son árabes y hablamos por señas. Pero ellos no existen.
Construyen las casas de los judíos y luego desaparecen como si
nunca hubieran estado allí. Ada y yo vivimos en una de esas casas, en
el este de Haifa, una hilera de pequeños edificios todos iguales. Para
no asfixiarnos nos hemos aficionado a pasear por la ciudad vieja,
donde las calles y las casas tienen una larga historia. Llevamos
mucho tiempo buscándole, señor Pharaon.
Ada asiente con una sonrisa de oreja a oreja, Emil también tiene
una expresión traviesa. Ambos parecen burlarse de la vida.
—Hemos visto su edificio y nos hemos parado delante —prosigue
Emil—. Un banco llamado Pharaon no se ve todos los días. La
fachada, los arcos, la piedra labrada, ¡todo parecía tan irreal! Hemos
entrado y no le hemos visto a usted. Nos hemos quedado mirando las
alfombras y las arañas de cristal, los empleados, los clientes, la
animación de los despachos... Teníamos la impresión de estar en
alguna parte.
—Pues qué suerte —comenta Albert entre risas—, porque yo, la
verdad, ya no sé muy bien dónde estoy.
Emil Stein ríe con él, lo mismo que Ada. Luego callan de nuevo,
pero esta vez es un silencio relajado.
—No soy creyente y la religión no significa nada para mí —añade
Emil—, pero en la Biblia hay una historia que me gusta, la de José,
que, perseguido por sus hermanos, acaba refugiándose en el país del
faraón.
Albert ríe, pero esta vez con una emoción que le sorprende, sobre
todo cuando ve que a su visitante se le saltan las lágrimas. A Ada la
turbación que siente le produce pánico.

91
Sélim Nassib El
amante palestino

—Si no tienen nada que hacer esta noche —dice Albert—, vengan
a cenar a mi casa. Vivo en una casa antigua. Una casa de ensueño,
pero también muy real. Ya verán, les gustará.

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Sélim Nassib El
amante palestino

TIEMPOS MODERNOS
1935

La primera vez que fueron a cenar, Ada no llegó a sentarse a la


mesa que estaba preparada en el jardín; se puso rígida. Era
demasiado, demasiado solemne para ella, obsceno incluso. Sus
grandes labios rojos articulaban la palabra, obs-ceeno, y se le
saltaban las lágrimas. Entre Emil y ella estalló una violenta discusión.
Albert fue en busca de Nayar para pedirle que lo retirase todo, el
mantel almidonado, las copas de cristal. Cuando volvía al jardín oyó
los gritos de sus invitados. La voz de Ada, de tan aguda, parecía a
punto de quebrarse. Era como si algo o alguien chillara dentro de su
garganta, casi daba miedo. Albert se quedó detrás de la puerta de
cristal. Vio que Emil se levantaba y salía de la casa.
Ada se puso a mirar el agujero negro de la bahía de Haifa y no se
movió. Sus finos hombros se estremecían. Albert se acercó. No sabía
qué hacer, no hizo nada. Al final ella se dio la vuelta, con los ojos
completamente secos; parecían más grandes. Con voz muy baja le
dijo que lo sentía mucho, que esa clase de peleas habían llegado a
ser habituales desde que Emil y ella estaban en Palestina. Como
tanteando, apoyó la frente en el pecho de Albert. Él permaneció
inmóvil, ella también, con ese único punto de contacto. Tardó un
buen rato en separarse. Con sus gestos lentos, como al ralentí, Albert
descorchó una botella. Bebieron.
Luego Ada estuvo viendo la casa. Albert caminaba detrás. Era
extraordinario, ella daba vida a cada una de las habitaciones. Las
paredes, las proporciones, las ventanas abiertas, parecía que todo le
gustaba y le hablaba. No solo eso, sino que encontraba
milagrosamente su sitio. Reconocía con gratitud ese lugar donde
nunca había estado. Tocaba la piedra lisa y dejaba que su mano se
deslizara por ella placenteramente. Nunca había estado la casa tan
habitada como esa noche, por la gracia de una mujer joven. Cenaron
en la hierba. Ella no quiso marcharse. Un poco achispada, dijo que
ese lugar ya le pertenecía. Albert mandó a Nayar que preparase la
habitación de invitados.

93
Sélim Nassib El
amante palestino

Notó que se deslizaba en su cama, sus piernas desnudas rozaron


las de él. Ada llevaba puesta la chaqueta de pijama que le había
dejado. Metió la cabeza bajo las sábanas. Su cuerpo delgado no era
más que una forma inmóvil. El alba empezaba a clarear en el
contorno de las cortinas. Ada asomó la cara. Sus ojos negros brillaban
en la penumbra como si la luz emanara de ellos. Albert propuso que
se preparasen un té. Ella lo miraba sin moverse. Él intentó pasar por
encima de su cuerpo. A mitad del movimiento Ada se destapó y le
enlazó firmemente con los brazos y las piernas. Su fuerza era
increíble, Albert no imaginaba que pudiera ser tan musculosa.
Por la sonrisa roja y dulce que esbozó ella, se diría que estaba
soñando. Albert recuerda el momento en que Ada se levantó para
quitarse la chaqueta del pijama y dejó al descubierto unos pechos
asombrosamente túrgidos para un cuerpo tan flaco. Recuerda la
lentitud de sus gestos, el temblor de los miembros, lo aterciopelado
de la piel prohibida. Fue algo suave y estremecedor durante un
momento prolongado, pero de repente Ada se agitó, su cuerpo seco y
liso se descontroló. Una fuerza oscura, ajena, de intenciones dudosas,
la levantaba como un pelele y parecía que iba a desarticularla. Ella
respondía con una energía feroz dejando que hablaran sus caderas,
abriendo los brazos, bailando. Todos los demonios de su vientre se
habían despertado. Albert estaba pasmado. Los muslos de Ada eran
como una presa de acero alrededor de su pelvis. Él era su punto fijo.
Pero Ada se movía como una yegua loca erguida sobre él, un animal
salvaje. Gritaba como si tuviese que expulsar, escupir, vomitar la
pesadilla que había en su interior. Empujaba, buscaba, y sus brazos
partían hacia el cielo, su pubis se tendía desesperadamente, y sus
ojos lloraban; empezaba otra vez y otra vez hasta el improbable
espasmo final, el magnífico y doloroso remate. Albert lo recuerda. A
esta primera cópula le siguieron otras más sosegadas, y el tiempo ya
no tuvo sentido. Recuerda los labios entreabiertos, la respiración
entrecortada y sin embargo paciente, los ojos negros algo velados
que no dejaban de mirarle cuando, muy poco a poco, llegaba el
placer. Por fin consiguieron separarse.
—A partir de ahora —dijo ella en voz baja— tú eres mi amante
palestino.

A partir del día siguiente Ada abrió la Casa Rosada. Se trajo a Emil
y a todos sus amigos. La mansión lujosa se convirtió en un mundo, el
mundo de Ada. Alemania entró en casa de Albert. Los visitantes
abrían su puerta, algunos ni siquiera sabían quién era. Día tras día, en
sus oídos resonaban una tragedia y un mundo que él desconocía,
mientras otra tragedia seguía desarrollándose ante sus ojos. El azar le
había colocado en la intersección de los dos mundos, y dondequiera
que mirase veía a Ada. Solo ella les daba unidad. Su forma de

94
Sélim Nassib El
amante palestino

cambiar de sitio le fascinaba. Se desplazaba de uno a otro, fluida y


transparente, creaba vínculos sin proponérselo. Era el centro y el
intruso a la vez, extraña mezcla. Nunca miraba a Albert; sus ojos
pasaban con las pestañas bajas. Le hablaba, le sonreía, pero solo de
soslayo. En público no existía para él. Emil no estaba resentido con
Albert, le miraba a los ojos. Nadie engañaba a nadie. Emil quería a
Ada, conocía su fragilidad y ansiaba proteger el equilibrio que ella
acababa de encontrar.
Nada impedía a Albert entregarse a ese amor. No se atrevía a
creérselo, pero se lo creía: el futuro traía una promesa, se había
vuelto deseable. Como un sediento privado de esperanza durante
demasiado tiempo, sintió una euforia desbocada. ¿Y si fueran ellos,
los judíos alemanes desarraigados, el acicate que había estado
esperando inútilmente hasta entonces? ¿Por qué no? No eran
sionistas y no aspiraban a una sociedad separada. La desgracia les
había obligado a refugiarse en un mundo árabe que no rechazaban,
¿por qué no iban a poder transformarlo? Los judíos alemanes habían
creado una organización, Brit Shalom, partidaria de un Estado
binacional judío y árabe. Por fin la utopía sionista de los orígenes
empezaba a mostrarse tal cual era: irrealizable. Palestina tenía una
oportunidad para salir de su largo sopor y ser habitable. Una voz
interior seguía diciéndole que era un iluso, que la sociedad palestina
percibía la llegada masiva de judíos alemanes como una amenaza
mortal. Pero Albert ya no escuchaba esa voz. Estaba demasiado
contento. Veía a Ada cruzar el jardín sin atreverse a decirle nada. Y se
estremecía al pensar que esa noche, quizá, la tendría entre sus
brazos.

Sin darse cuenta Albert se ha acostumbrado al ritmo semanal del


sabbat. Ninguno de sus visitantes reza, ninguno bendice el pan y el
vino, pero todos trabajan en empresas judías y el ligero ambiente
festivo que contribuyen a crear ese día hasta los más descreídos
acaba por contagiarle. Es sabbat. A media tarde los invitados juegan
al ajedrez en el jardín o están tumbados a la sombra de los árboles.
Se conocen de Alemania. Continuamente aparecen caras nuevas.
Cada oleada de inmigración está marcada por un suceso trágico: unos
huyeron después de los primeros saqueos de tiendas judías, otros
después de las primeras quemas de libros, otros después de las leyes
raciales de Nuremberg, otros después de los incendios de sinagogas.
De todos modos, se habían quedado sin trabajo. Tan solo durante el
primer año de los nazis en el poder, la mitad de los judíos alemanes
se había quedado en el paro. Al partir habían encargado a sus amigos
y vecinos que protegieran sus casas y bienes, pero semana tras
semana esos amigos y vecinos también se presentan allí. Su llegada
revela un agravamiento de la situación y al mismo tiempo contribuye

95
Sélim Nassib El
amante palestino

a hacerla explosiva en Palestina. En esa carrera alocada hacia el


abismo, la Casa Rosada y su jardín, que termina abruptamente sobre
la bahía, son su refugio. La vegetación exuberante está descuidada,
el cielo abierto les libera. Ada es la única que se aventura dentro de la
casa. Va de un lado a otro, nadie le pide nada, Emil la ve pasar a lo
lejos.
Los inseparables hermanos Meyer aparecen en la puerta del
jardín. Parecen fantasmas de sí mismos, pálidos, temblorosos,
desaliñados.
—¿Quién es Ezedin al-Qasam? —gritan.
Todos los rodean. Están cubiertos de polvo.
—Por poco nos linchan a la salida de Tel Aviv. Unos energúmenos
que se cubrían la cara con kefias encendieron neumáticos para cortar
la carretera y apedrearon el autobús. Gritaban en árabe, no se les
entendía nada. Conseguimos pasar entre la humareda, pero al llegar
a Haifa, en la plaza mayor, nuestro autobús se vio rodeado por una
muchedumbre amenazadora y cada vez llegaba más gente por las
calles. No podíamos avanzar ni retroceder, las piedras rompieron
todas las ventanillas. El conductor nos dijo que nos tumbáramos bajo
los asientos. Hombres, mujeres, niños, judíos con tirabuzones, pero
también algunos árabes, todos gritaban, rezaban, lloraban. Los
alborotadores intentaban volcar el autobús, que se bamboleaba cada
vez más, incluso cuando intervinieron los soldados británicos para
liberarnos. Y todo el tiempo les oíamos gritar ese nombre: ¡Ezedin al-
Qasam! ¡Ezedin al-Qasam! ¿Quién es ese tío?
—Un jeque predicador al que mataron los británicos hace unos
días —dice Albert—. Hoy le enterraban en Haifa. Desde hace años
recorría los pueblos llamando a los campesinos expulsados a la
guerra santa contra los judíos y los británicos. Por incitación suya
mataron a tres kibbutznik y dos granjeros judíos. Cuando el gran
muftí no quiso sumarse a un llamamiento a la insurrección, decidió
actuar por su cuenta, instaló su guarida en los montes de Samaria y
estuvo escondiéndose de cueva en cueva con un grupo de facciosos
durante varios días. Los británicos acabaron descubriéndole, pero no
quiso rendirse, de modo que lo mataron. Es lo peor que podían haber
hecho.
—¿Por qué?
—Porque hasta hace tres días era un desconocido. Solo era un
jefecillo terrorista local, pero, como ha muerto así, con las armas en la
mano, puede convertirse en una leyenda. Desde su muerte, hace tres
días, en todas las ciudades del país hay manifestaciones espontáneas
en las que se grita su nombre.
Es un poco irreal. Los invitados se miran. Comprenden ese
momento en que un pueblo que ha acumulado rabia impotente rompe
las amarras y toma las calles. Saben que ese estallido puede hacer
que la tierra tiemble bajo sus pies, pero no tienen conciencia clara de

96
Sélim Nassib El
amante palestino

lo que está pasando. Todo sucede en un lejano país que también se


llamaría Palestina.
Sentados en la pared del estanque, los hermanos Meyer son los
únicos que se hacen una idea cabal del peligro.
—Tengo una buena noticia —les dice Albert—. Podrán viajar a
Ammán.
En el rostro de los dos hermanos se dibuja una fuerte emoción,
que borra instantáneamente su angustia. Se levantan y abrazan a
Albert. Ambos eran arquitectos del Bauhaus de Berlín. Sin rechistar,
habían cambiado su pasión por las casas de líneas desnudas para ir a
Palestina a cepillar tablas y clavar clavos. Se habían hecho
carpinteros en Tel Aviv. Y ahora el emir Abdallah les ha encargado la
ebanistería del palacio que está construyendo en Ammán. Un amigo
de Albert ha hecho de intermediario.
Los zumbidos de los insectos y unos ladridos lejanos amplifican el
silencio. Las palmeras se mecen en la ladera. Todo está en calma.
Ada se acerca, nadie le presta atención. Le tiembla la mandíbula,
como si tiritara.
—Soy una mala judía, no soy judía —grita con su voz áspera—. No
quiero aprender hebreo, no voy a quedarme aquí. El país que me dé
un visado será el mío. Mi lengua es la danza. Iré a cualquier parte,
daré clases a la espera de volver a Munich. ¡El régimen nazi no va a
durar eternamente y solo tengo veintidós años!
Ada está de pie delante del estanque, balanceando los brazos,
sola frente a todos. El sol poniente ilumina sus formas huesudas, sus
piernas desnudas, su vestido de colores vivos. Los demás pueden
hablar, acalorarse, expresar como pueden sus tribulaciones. Excepto
cuando grita, Ada nunca dice nada. Su cuerpo libre, doloroso, cargado
de tensiones, encarna todas las contradicciones. Es la modernidad y a
la vez su fracaso. Albert tiene ganas de tomarla en sus brazos.

97
Sélim Nassib El
amante palestino

EL ENTIERRO
1936

Albert volvía de Jerusalén a Haifa y pinchó una rueda del coche.


No había nadie por los alrededores, era una carreterita rural que
serpenteaba entre colinas. No le quedaba más remedio que cambiar
la rueda y no estaba seguro de lograrlo. Una familia de campesinos
árabes apareció en la carretera, surgidos de la nada. Parecía un
espejismo. El hombre con chilaba y kefia, la madre con un crío en
brazos, arropado en una manta. Tras ellos caminaba un niño de diez
años. Sus pobres atavíos volaban al viento. Se detuvieron sin
pronunciar palabra a pocos metros del coche. Albert les saludó y les
preguntó si había algún pueblo cerca. No contestaron, como si no
entendieran la lengua. Albert siguió a lo suyo. El hombre se acercó
silenciosamente, seguido a cierta distancia por los demás. Muy
erguido, como si lo hiciera ante la historia, se presentó y nombró la
aldea de la que procedía. Hablaba un árabe clásico muy puro. Al crío
acababan de operarle en el hospital de Jerusalén y volvían a la aldea
andando. Calló. Un poco sorprendido, Albert preguntó dónde estaba
esa aldea. El hombre señaló un lugar en la montaña que le obligaría a
dar un rodeo de unos veinte kilómetros.
La familia se mantenía a tres o cuatro metros de él. Incluso a esa
distancia Albert percibía el olor de las telas gruesas nunca lavadas, el
olor del sudor, del ganado, de la pobreza. La mujer, detrás del
hombre, había empezado a hablar: el niño todavía estaba enfermo,
necesitaba descansar y el camino era largo. Albert iba a decirles que
les llevaría cuando el hombre sacó de su chilaba un pañuelo
grasiento, lo desató y presentó su contenido con un gesto solemne:
unas monedas de plata. Albert, incómodo, hizo un gesto de negación
antes de ponerse la mano sobre el corazón y abrir las portezuelas.
Con una expresión terrible, el hombre alzó la mano para cerrar el
paso a su familia mientras con la otra mostraba el pañuelo abierto.
Cada gesto se transformaba en su contrario. Albert dijo con voz
potente que se sentía ofendido, insultado incluso. ¿Cómo iba a
aceptar dinero por hacerle un favor a un hermano? La mujer se echó
a llorar, suplicó a su marido que se tragara el orgullo y aceptara el

98
Sélim Nassib El
amante palestino

generoso ofrecimiento del forastero. Albert pensó que tendría que


acabar implorando al hombre que tuviera a bien subir a su coche. El
otro permanecía de pie en medio de la carretera, rostro grave, mano
firme, intratable. Dándose por vencido, Albert dobló el pañuelo sobre
las monedas y, sosteniéndolo con dos dedos, lo llevó hasta el
salpicadero.
La carretera que llevaba a la aldea era una pista imprecisa, llena
de baches y piedras, que desaparecía y reaparecía entre las lomas. La
familia hedía de tal modo que incluso con todas las ventanillas
abiertas el aire era irrespirable. El hombre iba delante, la mujer y los
niños detrás. El crío no lloraba. Estaba muerto. El hombre se lo
confesó a Albert con voz quebrada. La operación en el hospital había
salido mal, en realidad no había habido ningún hospital. El niño había
muerto, poco importaba cómo, e iban a la aldea a enterrarlo. Albert
detuvo el coche en el arcén. Miró al padre, al crío, a la madre que lo
sostenía envuelto en harapos, y les tocó la mano. Les dijo que iba a
asistir al entierro. Una lágrima surcó las mejillas curtidas del hombre.
Con un gesto de incomodidad y vergüenza envolvió las monedas que
estaban en el salpicadero y se metió el pañuelo en las profundidades
de la chilaba.
Albert se encontró en la primera fila del entierro, junto a los
hombres de la familia. Detrás de ellos caminaba una veintena de
campesinos enmudecidos por el dolor. Los seguían las mujeres, que
se daban golpes en el pecho y cantaban sus lamentos. Era una
escena primitiva que se repetía en el presente. El mismo ritual, la
misma naturaleza abrasada por el sol, los mismos gritos. Pero el dolor
de ese día era intolerable, porque no se trataba únicamente de
muerte, sino de vida no vivida, de no vida, de futuro inexistente.
La aldea no tendría más de diez casas y el cementerio dibujaba
un pequeño cuadrado en lo alto de la loma. Los gritos y los llantos
arreciaron. La tumba era minúscula y los olores que subían de ella
embriagaban los sentidos. La tierra. Albert percibía físicamente su
sensualidad y tibieza, era la sustancia misma de la historia. Con las
palmas abiertas ante ellos como libros, los campesinos recitaron la
Fatiha, primera sura del Corán: «A Ti solo servimos y a Ti solo
imploramos ayuda». Los lamentos agudos se superponían al
murmullo lúgubre, lo masculino y lo femenino se mezclaban en una
misma canción. Allí, al borde de la tumba, rodeado de tanta aflicción,
Albert comprendió de pronto que Ada no tenía nada que ver con ese
país. No había llegado a esa tierra por voluntad propia, su destino no
estaba indisolublemente unido al de él. Ese éxtasis macabro, la
relación de la gente con su vida y su muerte, no iba con ella, nunca
iría con ella.
Volvió a Haifa como un zombi, el coche rodaba solo. No durmió en
toda la noche. La desaparición de la imagen de Ada le obsesionaba.
¿Por qué? Era Golda. Se pasó toda la noche intentando quitársela de

99
Sélim Nassib El
amante palestino

la cabeza. Lo sabía, siempre lo había sabido: solo Golda estaba unida


de un modo tan orgánico a esa tierra. Ella no se iría nunca. Pasara lo
que pasara, su apego a la tierra seguiría siendo tan fuerte como el de
los campesinos. Ella era la llave evidente, pero una llave amarga que
no abría, que dolía. En un arranque de lucidez, Albert admitió que
estaba unido a ella para siempre, condenado de por vida. Porque era
a ella, a Golda, a quien amaba. Y porque con ella todo eso era
imposible.
Despertó a media tarde, vestido en la cama. Ada estaba inclinada
sobre él y tardó unos segundos en reconocerla. Ella le preguntó qué
le pasaba, si estaba enfermo. Albert negó con la cabeza. Tenía la
boca pastosa, la jaqueca le ofuscaba la mente. Todo había vuelto de
golpe. Con una tristeza infinita pasó los brazos alrededor del cuello de
la joven y la estrechó. Ella ni siquiera parecía asombrada.
Se levantó y la condujo a la terraza oeste que tanto le gustaba a
Ada. Ella se dejó llevar sin cruzar una mirada ni hacer preguntas. Su
presencia era apaciguadora. En la terraza Albert le contó todo de un
tirón, su ilusión y el papel que había tenido Ada en ella, el niño
muerto, el entierro, su amor a Golda. Lo contaba llorando. Ada nunca
le había visto llorar. Acurrucada, le escuchaba con inusitada
intensidad, sin alterarse. Su calma de entonces era como la imagen
simétrica de su locura habitual.
¿Qué se había creído él? ¿Que iban a vivir los dos juntos
plácidamente? ¿Siendo como eran y con ese país alrededor? ¿Una
bonita historia de amor en un mundillo de judíos alemanes
emigrantes? De todos modos, eso no hubiera durado mucho. Lo único
que ella sentía era amor y agradecimiento por esos días
despreocupados, esos días robados que había pasado con él. También
le estaba agradecida por los demás. Él los había acogido sin
pensárselo dos veces, en su casa habían encontrado la paz. Su
acogida había sido magnífica, por lo que había tenido de libre y casi
inconsciente. ¿Qué quería hacer ahora? ¿Poner fin a esa experiencia,
a esa vida en común? ¿Quedarse solo para ver cómo se hundía su
país? ¿Mortificarse un día y otro por su amor a una mujer inaccesible?
Ada hablaba como si se jugase la vida, muy directa, con rabia, los
pies bien plantados en la tierra y la cabeza erguida. El corazón de
Albert latía con fuerza. El futuro seguía siendo negro, pero esa mujer
le ofrecía una luz. Ada calló. Su cuerpo se encogió al tiempo que
lanzaba un largo suspiro. Se ruborizó, sonrió, sus ojos eran dos
rendijas. Miró a Albert a través de las pestañas.
—Tu casa tiene que seguir abierta —dijo en un murmullo.
—Tú y yo...
—Lo sé, ya no puedes. Lástima. Se acabó.
Los amigos seguían viniendo. La vida era como antes, salvo que
Ada miraba a Albert a hurtadillas, tenía los ojos puestos en él. Emil se
acercaba poco a poco a ella. Albert estaba muy agradecido a ese

100
Sélim Nassib El
amante palestino

mundo que le rodeaba y le salvaba la vida, pero su atención estaba


en otra parte. Contemplaba con mirada vacía y fascinada los
acontecimientos que estremecían su país. Ya no pensaba en términos
políticos. Veía las huelgas de los árabes, a veces violentas, como una
protesta contra la imposibilidad de vivir juntos, una forma patética de
reclamar atención y consideración, la oscura expresión de un
despecho amoroso. Leía en la vida lo que leía en su corazón. Le
gustaba estar solo y que allá fuera hubiese jaleo. Le dejaban en paz.
Ada se encargaba de ello sin que los demás se dieran cuenta, y él
menos que nadie. Vivió así mes tras mes, y todos vivieron con él. No
pensaba concretamente en Golda, pero ella siempre estaba allí. Su
imagen estaba en el fondo de sus ojos, flotaba en su mente y
aparecía sin avisar, como una puñalada.

101
Sélim Nassib El
amante palestino

GOLDA
1937

Nayar la sigue como un fantasma. La melena negra respinga


sobre sus hombros, su paso es vivo. Es guapa, fuerte, hermosa por su
fuerza. Albert se levanta y va a su encuentro. Ella lleva un vestido de
flores de manga corta y un pañuelito en la mano. Tiene algo de
primaveral. Su imagen tiembla en la calina, el viento agita el bajo de
su vestido, sus andares se reconocerían entre mil. Albert mueve la
cabeza para volver en sí. No cabe duda. Es realmente ella. La mira
como si nada pudiera apagar su sed de verla, la ha echado
terriblemente de menos, todo le sorprende. Ella le dice en voz baja:
—Estás pálido, te conservas bien, has adelgazado.
Las facciones de ella son más marcadas, pero Albert no tiene
ganas de hablar de eso. Una vieja sonrisa le sube a los labios.
—¿Qué tal? —Es lo único que pregunta.
—Me he mudado, vivo sola con mis hijos. Los últimos seis meses,
cuando les daba un beso por la mañana, no sabía si los volvería a ver
por la noche. La carretera de Jerusalén a Tel Aviv se ha convertido en
la más peligrosa del país. En el momento menos esperado te
encuentras con una piedra, un tiro, una bomba.
Calla. A él le habría gustado que siguiera hablando, tan solo para
recuperar la familiaridad de su voz. Con gesto torpe la invita a
sentarse. Ella pasa a su lado y se detiene. Levanta la vista, la mano,
hacia su cara. La recorre muy despacio con la yema de los dedos.
Cierta vez hizo exactamente lo mismo. Albert está inmóvil. El brazo
de Golda vuelve a caer, olvida dar un paso atrás. Se aspiran
profundamente. Albert no sabe si puede tocarla, a esa mujer, si la
conoce de nuevo. No está seguro de querer saber. Ella ha venido, es
lo importante. De momento esa inmovilidad le gusta.
—¿Y tú? —murmura ella, casi pegada a su pecho.
—Nada. Leo los periódicos, oigo la radio, el conflicto pasa bajo mis
ventanas. Nunca creí que los palestinos serían capaces de mantener
una huelga de seis meses. Veo cómo se transforman en pueblo. No
tengo ganas de moverme, me paso todo el tiempo regañando
contigo.

102
Sélim Nassib El
amante palestino

Golda ríe. Se separa. Recompone el semblante. La vacilación ha


desaparecido de su mirada; ha venido con una intención concreta.
Albert le pone la mano en la boca para impedir que hable y ella le
mira, asombrada. Él dobla las rodillas y se sienta en la hierba, la
arrastra consigo. Lo único que le pide es que vea la Casa Rosada, el
jardín, el paisaje desde aquí. Sabe que nada es posible, su cuerpo se
lo dice. Pero la atracción entre ellos sigue intacta. La sombra de las
nubes solitarias pasa sobre la ciudad, allá abajo. Los judíos y los
árabes recuperan el aliento, se lamen las heridas, sueñan quizá.
Albert no se siente distinto de ellos. No tiene una verdadera
esperanza. Solo se alegra de que la violencia haya callado por un
momento y de que Golda esté a su lado, milagrosamente. Querría
volverse hacia ella y besarla. Ella le respondería mordiéndole los
labios. Sus bocas estarían rojas, sus miradas se aguzarían
mutuamente. La habría saboreado, se habría asegurado de su
materialidad, nada más.
—He venido a decirte que la situación en Haifa puede volverse
muy peligrosa.
Él apenas la escucha. Su mirada vaga por la rugosidad de la piel,
la redondez del cuello, el pecho que se eleva. Intenta recuperar a la
Golda que conocía. Esta se le parece mucho, es casi ella. Golda le
coge de los hombros y le sacude levemente.
—La comisión británica nos ha comunicado sus conclusiones:
partición de Palestina entre un Estado judío, que ocupará un tercio del
país, y un Estado árabe en el resto. Nada de judíos en un Estado
árabe ni de árabes en un Estado judío.
Los británicos se encargarán, si es preciso, del traslado forzoso de
las poblaciones. Jerusalén tendrá un estatuto internacional, Haifa será
totalmente judía.
Los labios de Golda se mueven, sus ojos le miran, su expresión
tiene una determinación insensata. Todo indica que se ha convertido
en una mujer de poder. Albert no entiende ni una palabra de lo que
dice. ¿Cómo es eso? ¿Los árabes de Galilea o de Haifa van a recoger
sus bártulos y dejar sus casas porque los judíos quieren vivir solos?
¿De lo contrario los británicos les evacuarán manu militari? ¿Y los
judíos van a quedarse con la tercera parte del país, previamente
desalojada?
Allá abajo un paquebote maniobra para entrar en el puerto lleno
de barcos atracados en los muelles. Para Albert ese paisaje familiar
es tangible como el viento en la piel, el olor del monte, el canto de los
grillos. ¿Qué es lo real?, se pregunta. Golda le observa
ardientemente.
—Los seis meses de huelga árabe de los que tan orgulloso
pareces han sido una bendición para nosotros. A cada palestino que
ha dejado de trabajar le ha sustituido un judío. Todos los
acontecimientos nos han despejado el camino. Hemos puesto en pie

103
Sélim Nassib El
amante palestino

una estructura de Estado judío que se ha desarrollado mejor de lo


esperado y que será vital cuando estalle la guerra en Europa.
—¿Por qué has venido a verme, Golda?
—Hay grupos judíos dispuestos a pasar a la acción en Haifa. No
tienes idea de lo violentos que son. Ten cuidado.
Se levanta, cabizbaja. Albert está emocionado por primera vez.
Siente que Golda teme por él. Su máscara de aplomo y orgullo ha
caído, se le ha nublado la vista. Por un momento él la recupera y la
reconoce. No le da tiempo a reaccionar. Ella ha vuelto la cabeza, ya
no está.

104
Sélim Nassib El
amante palestino

ADA
1937

La explosión es mucho más fuerte que de costumbre, los cristales


de la Casa Rosada tiemblan. Albert sale al jardín justo cuando se
produce la siguiente. Abajo, en la ciudad, se ven dos enormes
columnas de humo. Suenan las sirenas de las ambulancias. La
metralla casi se ha convertido en un ruido de fondo, ni siquiera
interrumpe las conversaciones. Albert enciende la radio: la primera
bomba ha explotado en el mercado de las sandías, repleto de gente;
la segunda, en el mercado de hortalizas. Los hospitales no dan
abasto. Han sido los extremistas judíos del Irgún, su cuarto atentado
en Haifa.
Alguien llama a la puerta. Nayar no está. Albert va a abrir. Es Ada,
lívida, con su hijo Hugo en brazos. Un reguero de sangre le cruza el
pecho, desde el hombro hasta la cadera, casi en línea recta. Los ojos
de la mujer están desorbitados, abre la boca con dificultad.
—No nos pasa nada. Ni a él ni a mí. ¡Es la sangre de otro!
El niño, aterrorizado, se aferra al cuello de su madre, que lo sujeta
con fuerza. Albert les lleva a una habitación y cierra las
contraventanas. En cuanto pone la cabeza en la almohada, Hugo
queda medio inconsciente. Gime horriblemente, da puñetazos y
patadas en el vacío. Arrodillada al pie de la cama, Ada intenta
calmarlo sujetándole los hombros y hablándole en alemán. Detrás de
ella Albert aguarda en la penumbra. Al poco tiempo solo oye el
murmullo de Ada. El niño, rendido, se ha quedado dormido. La mujer
sigue hablándole, cada vez más bajo. Permanece de rodillas, con la
frente apoyada en las mantas, y al final exhala un largo suspiro que
termina con un escalofrío nervioso.

La comunicación con Ammán es mala y Albert tiene que hablar


más fuerte de lo que habría deseado. Cuelga y una vez más va a
mirar por la rendija de la puerta. Ada sigue dormida, lo mismo que
Hugo. Emil está sentado al pie de la cama, ensimismado. Ha venido a
toda prisa con la cara manchada de pintura, con más aspecto de

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Sélim Nassib El
amante palestino

obrero que nunca. Albert abre un poco la puerta y le hace una seña.
Emil se levanta. Ada lo oye y le coge la mano. Se separa de su hijo y
se pone también de pie. Emil la sostiene. Con paso vacilante Ada
camina hasta el jardín. El sol del final de la tarde todavía calienta. Se
da cuenta de que ha dormido todo el día. Se sienta en una butaca de
mimbre, de espaldas a la ciudad.
Aparece Nayar con unos refrescos. Todavía incapaz de hablar en
inglés, les da a entender por señas a la joven y su acompañante lo
mucho que lo siente.
—¿Estáis dispuestos a marcharos del país? —pregunta Albert.
—Sin dudarlo —contesta Emil.

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Sélim Nassib El
amante palestino

1948

Nayar cierra el portón tras de sí y toma aliento. Los colores vivos


del jardín lo tranquilizan, los olores intensos le producen un suave
vértigo, la primavera está pletórica. De no ser por el estrépito de la
guerra, creería que él también forma parte de esa paz vegetal en
plena madurez, a punto de reventar con la subida de la savia. Tiene
cuarenta años, pero su mirada sigue siendo infantil. Pasa de una
habitación a otra buscando a Albert. Ha vuelto la electricidad. La radio
desgrana noticias que no escucha nadie. Nayar se siente solo en el
mundo. Vuelve a salir al jardín, nervioso. Albert no está en ninguna
parte. Por fin lo ve, sentado detrás de la fila de árboles suspendidos
sobre la ciudad y el puerto.
—¡Señor Albert, creía que se lo habían llevado!
Las sienes de Albert están blancas, los años han marcado sus
facciones y ahondado su entrecejo. No da señales de haberle oído. Su
atención vaga entre las columnas de humo que suben del centro y del
arrabal sudeste de Haifa. Está tan elegante como siempre, pero ha
adelgazado tanto que el cuerpo le flota dentro del traje. Tiene la piel
apergaminada y su figura demacrada podría disolverse en el aire. Lo
que ha pasado le ha afectado profundamente. Lo que ha pasado, no
puede decirlo de otro modo. Su mente es incapaz de abarcarlo. Esos
fantasmas retorcidos de dolor, millones, las familias de Ada y Emil
aniquiladas, todos los suyos. Lleva once años sin ver a Golda. Le ha
escrito: estoy contigo, pienso en ti; pobres palabras. Ella no ha
contestado. Ella, la historia de amor con ella, Palestina, todo ha
palidecido.
Con gestos desordenados Nayar abre la bolsa de tela y vacía el
contenido en el suelo.
—Bogavante en conserva, crema de espárragos, champiñones,
chocolate suizo, espaguetis de Italia, guindas en armagnac, dos
botellas de vino francés y una botella de whisky de doce años.
El extraño inventario hace que Albert vuelva en sí.
—¿Dónde has encontrado todo eso?
—Enfrente, en casa del señor Boutagy.
—Su villa lleva varios meses cerrada.
Nayar se sonroja. Toca una lata.

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Sélim Nassib El
amante palestino

—Un obús ha hecho un agujero en la pared de la cocina, que Dios


me perdone.
—Pero eso es pillaje —dice Albert con una leve sonrisa.
—¿Usted cree? —pregunta Nayar, alarmado.
—Digamos que más bien un botín de guerra.
Calla, cansado de hablar, pero Nayar parece tan desconcertado
que hace un esfuerzo.
—Recuperar las reservas de los fugitivos es perfectamente moral,
y ese whisky me parece oportuno.
Varias fortísimas explosiones seguidas hacen temblar el suelo,
una salva de diez deflagraciones, como si hubieran bombardeado la
casa. Nayar se tira al suelo, Albert se dobla en su asiento. Vuelve el
silencio. Miran alrededor. No hay ningún destrozo a la vista, ningún
vidrio roto, ningún incendio. La casa está intacta, el jardín exuberante
bajo el sol, pero allá abajo, en la ciudad vieja, se ven unos hongos de
humo, seguidos con retraso por el estruendo de los impactos.
—Viene de detrás de la casa —dice Albert—. Son los morteros que
ha emplazado la Haganah en lo alto de la colina. Esta vez creo que la
conquista de Haifa va en serio.
Nayar se levanta, con la cara tan blanca como su chilaba,
asombrado de estar vivo aún.
—¿Y ahora por qué?
—Esta mañana el general británico Stockwell ha declarado que
declinaba toda responsabilidad en la ciudad.
—¿Qué significa eso?
—Significa que la Haganah tiene manos libres para echársenos
encima cuando se le antoje.
Otra serie de explosiones le responde, tan terrorífica como la
anterior. Nayar vuelve a caer de bruces y empieza a gritar:
—Señor Albert, ¿qué vamos a hacer?
—No tengas miedo, los obuses nos pasan por encima. De
momento no hay peligro.
—¡Pero no nos quedaremos aquí!
—Yo sí. Pero tú eres egipcio y no tienes nada que ver con esta
guerra. Deberías marcharte.
—¡Pues claro que debería marcharme, todo el mundo se va! No
querría faltarle al respeto, señor Albert, pero usted no acaba de
enterarse. Ahora los judíos tienen un verdadero ejército, con tanques.
Han ganado la batalla de Castel, tienen el camino hacia Jerusalén
expedito. Yafo, Tiberíades y Safed están sitiados, Haifa también. Ya
no queda nadie para defendernos. La ciudad va a caer. En Deir
Yassin, la semana pasada, el Irgún mató a doscientos cuarenta y
cinco hombres, mujeres y niños.
—La frontera libanesa solo está a una hora de camino. Te daré
dinero y una dirección en Beirut. Si supieras conducir te dejaría mi
coche.

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amante palestino

—¿Y usted?
—Es vergonzoso. Los banqueros, los terratenientes y los políticos
se han largado y han dejado aquí a los pobres, que corren como
pollos con la cabeza cortada.
—¿Es que va a cambiar algo si se queda?
—No, pero no me apetece nada verme en una carretera, rodeado
de un tropel de refugiados. Aquí estoy en primera fila. Creo que si me
quedo es por cansancio.

Los morteros solo han callado al amanecer. Cada minuto de calma


parece una bendición. Nayar sigue esperando. En vez de chilaba lleva
puestos una camisa de cuadros y un pantalón, que le hacen sentirse
extraño. La calle por la que baja está desierta, huele a azufre y a
chamusquina. Camina entre cascotes, postes retorcidos y cables
eléctricos atravesados en la calzada. ¿Dónde está la gente? La ciudad
está extrañamente muda, vacía incluso de pájaros.
Cerca del centro aparecen unas figuras, fantasmas que se cruzan
con miradas de incomprensión. Después de la noche que han pasado,
salen de sus casas y descubren, con paso vacilante, el nuevo rostro
de su calle. Aunque parecen zombis, su presencia tranquiliza a Nayar.
Cada vez son más numerosos. Nadie habla, el silencio es espeso
como una niebla. De repente un silbido solitario cruza el aire, seguido
de una explosión a cincuenta metros de allí. El haz de fuego ilumina
las caras. La gente se asusta, retrocede, mira al cielo, sin moverse,
esperando lo que vendrá a continuación. No hay ningún obús, ningún
ruido más, solo una racha de viento que trae un regusto de humo. Los
muertos vivientes caminan despacio por el centro de la calle. Nayar
piensa que debería salir de allí y seguir su camino, pero se queda
entre ellos, atrapado por la extraña pasividad colectiva.
Se oye un fragor a lo lejos, un estrépito de cadenas acompañado
de disparos aislados.
—¡Los tanques! ¡Ya vienen los judíos!
El grito acaba bruscamente con la parálisis. En un momento, un
viento de pánico recorre todo el barrio. La gente entra a toda prisa en
sus casas y sale cargando con niños, maletas, hatillos, colchones,
cacharros de cocina, los bártulos que hasta entonces eran su vida.
Familias enteras llenan de pronto la calle, niños por docenas. «¡Que
vienen los judíos!» El estrépito de las cadenas se amplifica, los
disparos parecen más nutridos. Sin duda los árabes de Haifa han
sacado las pocas armas que tenían. Estallan obuses aquí y allá sin
que nadie les preste atención. Hombres y mujeres, sobrecogidos, solo
piensan en huir a toda prisa.
Nayar se va con ellos. En vez de seguir hacia el puerto, tuerce a la
derecha y busca una salida que le permita llegar a Líbano por
carreteras secundarias. A quinientos metros divisa una columna de la

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amante palestino

Haganah que avanza directamente hacia él. El espectáculo de los


vehículos blindados y los soldados judíos con el uniforme un poco
desaliñado lo deja atónito; por primera vez tiene la impresión de que
es real. En su vida ha corrido tanto. La calle por donde ha pasado
hace un momento está irreconocible. A pesar de las bombas y la
metralla, una muchedumbre considerable ocupa la calzada,
empujándose, tirando, gritando, girando sobre sí misma en un
remolino sin fin. ¿Hacia dónde ir? «¡Todas las salidas están cortadas,
estamos atrapados!», grita uno. «¡La carretera del puerto sigue
abierta!», chilla otro, y el gentío se encamina sin pensárselo dos
veces en esa dirección. Nayar no tiene tiempo de decidirse, el tropel
lo arrastra.
Desembocan en la calle Allenby, completamente atascada. La
masa de gente se aplasta contra los vehículos parados, coches,
carretas, bicicletas, caballos, autobuses con la cubierta repleta de
bultos y seres humanos de todas las edades. La inmovilidad no tarda
en hacerse insoportable. Los hay que mantienen el decoro, pero la
mayoría de los fugitivos empujan, atropellan, golpean, pisotean a sus
vecinos en su vano intento de avanzar. A ambos lados de la calle
están apostados varios soldados británicos con cara de
circunstancias. Nadie les ha dicho si tienen que obligar a la gente a
marcharse o a quedarse. A falta de órdenes, se limitan a mostrar
cómo ha quedado el imperio británico al término de su mandato en
Palestina: inútil y aturdido.
—¡Árabes de Haifa, no huyáis!
Una voz fuerte, eléctrica, resuena sobre la muchedumbre
atrapada. La gente mira a todos lados. Reconocen el peculiar acento
árabe del que habla: Shabatai Levy, el alcalde.
—¡Volved a casa! Poned un trapo blanco en el balcón, no sufriréis
ningún daño.
Nayar divisa el coche blanco estacionado en un promontorio, con
un altavoz que difunde el mensaje. El vehículo está rodeado de judíos
armados. Nayar ya no sabe qué pensar. Shabatai Levy, nombrado por
los británicos, no ha tenido mala aceptación entre los palestinos
gracias a su origen árabe. Pero ¿por qué pide a los vecinos que se
queden si el ejército de los judíos está bombardeando Haifa
precisamente para provocar su huida? El coche se aleja repitiendo su
mensaje y sembrando la misma sensación de incomprensión y recelo.
—¡No nos podemos fiar de los judíos! —grita un hombre—.
¡Acordaos de Deir Yassin!
Ese nombre hace que cunda la alarma entre la gente. Deir Yassin!
«¡Que vienen los judíos!» Allah akbar! «¡Todos al puerto!» Como por
ensalmo, ahora es posible avanzar. Nayar no tiene opción, la masa le
arrastra de nuevo.
El sol se eleva sobre miles de hombres, mujeres y niños
agolpados en las escolleras, las calles y las playas de alrededor. El

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puerto propiamente dicho está cercado por la Haganah, que impide la


entrada. Lo único que busca la inmensa multitud es una salida al mar,
la que sea. A Nayar le empujan y el agua le da miedo, no sabe nadar.
Prisionero de la multitud, es arrastrado metro a metro hacia las
embarcaciones, las barcas de pesca, los barcos de cabotaje, los de
recreo, las barcazas, asaltados por los fugitivos. Los obuses siguen
cayendo desde el Carmelo para acelerar el movimiento. Con sus hijos
en brazos, los hombres y las mujeres de las primeras filas intentan
embarcarse, pero la presión es tan fuerte que muchos caen al agua.
Trabados por la ropa, los que se ahogan, los demasiado jóvenes, los
demasiado viejos, los demasiado débiles gritan, se debaten y tienden
las manos con desesperación. Una enorme barca cargada de familias
apretujadas se aleja de la orilla y unas sombras mojadas, acarreando
con sus bultos y su prole, corren tras ella en el agua. Un marinero
golpea con un remo los dedos de los que se agarran a la borda, pero
los perseguidores son muchos. A treinta metros de la playa, Nayar ve
cómo la barca gigante se inclina, zozobra y arroja al mar su
cargamento humano. Un grito unánime brota de la superficie del
agua. Otras barcas intentan alejarse de la costa, hay peleas, cada
cual intenta salvar el pellejo, la gente se ahoga en medio de la
indiferencia general.
Al final aparecen varias lanchas británicas. Por un altavoz los
marinos de Su Majestad anuncian que los que lo deseen podrán subir
a bordo siempre que lo hagan con orden y disciplina. Una sarta de
insultos y gritos de rabia les contesta. Las motoras son asaltadas
igual que las demás embarcaciones. Por mucho que los marinos
disparen al aire y la emprendan a culatazos, la turba es imparable.
Los primeros en llegar consiguen encaramarse en la popa,
provocando un cabeceo peligroso. Nayar se pega a una pared y logra
detenerse. La gente se desliza de nuevo por el muelle como por una
cinta transportadora y cae al agua en racimos. Los que no dejan la
vida pierden sus enseres. Pero, muertos o vivos, todos guardan en el
bolsillo, envuelta en un pañuelo, la llave del regreso.

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Sélim Nassib El
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PARTIR, QUEDARSE
1948

Albert no sabría decir cuánto tiempo hace que se ha marchado


Nayar. Se ha quedado dormido y se despierta en el mismo sitio, como
si se hubiera desmayado, en la hierba del jardín. En realidad no
duerme, sino que las imágenes tienen una persistencia que alarga el
tiempo y lo anula. Haga lo que haga, está ausente. La masa humana
que rodea el puerto le parece inmóvil, forma orgánica de contornos
movedizos, hormigueo cercado por explosiones rojas y amarillas
como fuegos artificiales. La comezón está en su propio cuerpo, no
pasa nada, le lloran los ojos de tanto mirar fijamente. La imagen se
enturbia, se vuelve borrosa antes de grabarse en su mente.
Entorna los párpados y vuelve a abrirlos. Un largo brazo
centelleante ha salido del magma humano, la carretera de Líbano, la
arteria por la que huye la sangre atropelladamente. Albert menea la
cabeza para despejarse. A esa distancia es difícil creer que ese flujo
constante esté formado por personas. Coches, carretas y caballos
están atrapados allí, su desplazamiento casi imperceptible mide el
ritmo del movimiento. Albert mira, no deja de mirar, todo se graba
lenta, perdurablemente. Su ciudad se vacía ante él, él mismo se
vacía.
Vuelve a despertarse. Es posible que esta vez haya dormido de
verdad. ¿Cómo puede saberlo? Cae la noche, la oscuridad se extiende
por la ciudad como un manto. La negrura avanza poco a poco, no se
enciende ninguna luz. Pero no han cortado la electricidad. No
comprende por qué el corazón se le encoge de ese modo horrible. Lo
sabe, no quiere saberlo. Todos se han ido. Está solo en su colina.
Unos reflectores se encienden y esparcen en el puerto una luz
brillante que revela una febril actividad. Es el día y la noche, la
frontera a partir de la cual empieza una nueva historia. Unas grúas
gigantescas descargan los barcos amarrados, mientras que otros
esperan su turno. Vehículos militares, cañones, armas, municiones,
todo pasa por encima de las cabezas y se acumula en los muelles.
Unos soldados corren. Han ganado, tienen prisa, ya no necesitan

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esconderse. Los camiones que cargan salen del puerto y recorren la


ciudad. Sus faros dibujan trazos de luz en la oscuridad.
Dice que acaba de llegar a Haifa, en misión, el centro de la ciudad
la ha estremecido, lo que ha visto, una pesadilla, ese cuerpo enorme
sin rastro de vida. Está a un metro de él, ¿cómo ha entrado? Él
también está de pie, quizá para recibirla, no se acuerda bien. Ella ha
subido a la Casa Rosada tan pronto como ha podido, cómo no iba a
acordarse, temía que él también se hubiese marchado. Albert la mira;
no es ella, ella no está ahí. Es un espectro de sí misma.
Ella toma suavemente la cabeza de su amante y lo besa. Él le
devuelve el beso con la punta de los labios. Los de ella están
ligeramente salados. El puerto quizá, la orilla del mar. ¿Qué hace
aquí? Tal vez forma parte de la delegación que ha venido a tomar
posesión del fantasma de la ciudad, siempre hay una. Ella le observa
en silencio. Todo su rostro le mira, la nariz, la barbilla, el pecho
redondo. Albert la reconoce. Sus ojos son penetrantes. Ha venido a
pedirle que se quede. Es preciso que los árabes de Haifa se queden,
es muy importante. ¿De qué está hablando? Partir, quedarse, ni
siquiera se le ha pasado por la cabeza. ¿Qué pretende? Ella no tiene
nada más que decirle. Su expresión es exaltada, alucinada, Haifa
acaba de caer. Albert no diría que está alegre, no, sabe cómo se pone
cuando lo está. Se acuerda. Ahora una sombra le cubre la cara, él la
ve perfectamente, una sombra negra, tenaz, profunda. Su silencio es
inmenso, lleno de muertos, demasiado humanos, los suyos. No
encuentra rastro de sí mismo en ese silencio.
Albert vacila. La noche se le come la mitad de la cara. Tiene la
sensación de estar abierto a todos los vientos. ¿Por qué está ella de
pie? Está mirando a través de él, que se ha vuelto transparente.
Albert tiene miedo, ella es muy real. Ella sigue hablando, él ya no
consigue concentrarse. ¿Con quién está hablando esa mujer?

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CRONOLOGÍA

1917 El ministro británico de Asuntos Exteriores, lord James Balfour,


comunica a los dirigentes sionistas que el imperio británico es
favorable al establecimiento de un hogar nacional judío en
Palestina. La declaración desata la ira de los árabes.
1917-1921 El ejército británico ocupa el país. El imperio otomano se
hunde. La Sociedad de Naciones confía a Gran Bretaña un
mandato sobre Palestina. Motines árabes contra la inmigración
judía y la compra de tierras.
1929 Enfrentamientos en Jerusalén entre judíos y árabes alrededor
del Muro de las Lamentaciones. Los británicos se ven
desbordados. Matanza en la comunidad judía de Hebrón. Todos
los judíos se van de la ciudad.
1930 El gobierno británico publica un libro blanco que preconiza la
suspensión de la inmigración judía en Palestina, luego cambia de
parecer. Más motines árabes.
1933 Los judíos alemanes y austríacos, huyendo de los nazis,
empiezan a llegar a Palestina.
1936-1939 Rebelión árabe de tres años que al final es sofocada. Los
británicos publican otro libro blanco en el que proponen la
partición del país. Los árabes no lo aceptan.
1939-1945 Guerra mundial. Los británicos intentan congelar la
situación en Palestina sin lograrlo realmente. Acabada la guerra,
la revelación de la verdad del Holocausto judío conmociona al
mundo.
1945-1947 Estados Unidos sustituye poco a poco a Gran Bretaña
como protector del Estado de Israel en gestación. Gran Bretaña se
dispone a poner fin a su mandato en Palestina.
1947-1948 La ONU propone un plan de partición aceptado por los
judíos y rechazado por los árabes. Los británicos se retiran. El 14
de mayo de 1948 se proclama el Estado de Israel. Unos
setecientos mil palestinos se encaminan al exilio. Los ejércitos
árabes intervienen. Son vencidos y rechazados.

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amante palestino

AGRADECIMIENTOS

Doy las gracias a Fuad-el-Jury por haberme contado su historia, a


Julien Husson por su revisión tan completa, a Judith Brouste por su
comprensión, a Jean-Daniel Baltassat por su confianza, a Bernard
Barrault y Leonello Brandolini por su paciencia, y a mi hija Assia
Nassib-Turquier-Zauberman por todo.

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Sélim Nassib El
amante palestino

ESTE LIBRO HA SIDO IMPRESO


EN LOS TALLERES DE
LIMPERGRAF. MOGODA, 29
BARBERA DEL VALLES (BARCELONA)

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