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El amante

palestino

Sélim Nassib

Traducción de
Juan Vivanco

Lumen
narrativa
Título original: Un amant en Palestine

Primera edición: junio de 2005

© 2004, Sélim Nassib


© 2004, Éditions Robert Laffont, S. A., París
© 2005, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Random House Mondadori, S. A.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2005, Juan Vivanco Gefaell, por la traducción
Printed in Spain - Impreso en España

ISBN: 84-264-1498-2
Depósito legal: B. 23.349-2005

Fotocomposición: Lozano Faisano, S. L. (L'Hospitalet)

Impreso en Limpergraf
Mogoda, 29. Barberà del Valles (Barcelona)
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He escrito en asociación libre con ella, los artificios han
sido derribados, la historia de carne y hueso ha aparecido
detrás de las palabras, ya transparentes.
Y el amor devorador que nos une, a ella y a mí, se ha
encarnado misteriosamente en este libro puesto al desnudo
gracias a ella. AYoZ.
Sélim Nassib El amante palestino

PRÓLOGO

A finales de los años veinte Líbano estaba bajo mandato francés y Palestina
bajo mandato británico; las fronteras aún eran recientes y los dos territorios casi
formaban el mismo país.
En esos años, los judíos que avistaban las costas de Palestina tenían la
sensación de estar abordando la realidad de su vida. Reconocían las colinas, sus
nombres originales. Se veían a sí mismos saliendo de la sombra para
materializarse por fin, para tener por fin un cuerpo. Esta sensación tan intensa
les impedía poner un rostro a las figuras que habitaban en su tierra. Regresaban
de una ausencia muy larga.
Los árabes les veían como peligrosos lunáticos que irrumpían en su paisaje.
La culpa era de los ingleses. Hasta un niño habría comprendido que la idea de
crear un país donde ya había otro era una quimera. Las calles, la gente, la tierra,
la historia, la región, todo lo hacía imposible. Desde hacía siglos llegaban a
Palestina unos «locos por Jerusalén» de todos los pelajes, cargados de utopías.
Pero los de ahora eran obstinados. Se plantaban allí y avanzaban como si su
terquedad tuviese que ser más dura que la piedra, su sueño más fuerte que la
realidad. Era ridículo.
Sin embargo, año tras año, los signos se han invertido inexplicablemente. El
estado judío se ha vuelto realidad y ellos, pueblo palestino, unos fantasmas.
Han ido cambiando de lugar, cuerpo a cuerpo.
A finales de los años veinte Albert Pharaon vivía en Líbano. Miembro de
una rica familia palestina, banquero sin ambición, no se encontraba a gusto en
Beirut. La vida mundana le aburría, su única pasión eran los caballos. A
menudo volvía a Haifa, su ciudad natal, a tres horas por carretera, hasta que un
día se quedó allí, abandonando a su mujer y a sus hijos. La noticia escandalosa
se propagó: Albert tenía una amante judía en Palestina. Se llamaba Golda Meir.
Yo conocía esta historia porque Albert Pharaon era el abuelo de mi amigo
Fuad. Me parecía inverosímil. ¿Cómo iba a caer en los brazos de un amante
palestino la pasionaria del sionismo, su encarnación misma?

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Sélim Nassib El amante palestino

Una de las sobrinas de Albert todavía vive en El Cairo. Allí siempre se ha


sentido desterrada. Era muy jovencita aún cuando su familia la obligó a casarse
con un egipcio rico. Albert iba a verla cada vez que viajaba a El Cairo (también
a ella le apasionaban los caballos). Le hablaba de Golda, pues ella era la única
con quien podía hacerlo. El resto de la familia no debía enterarse. Uno de los
suyos se acostaba con el enemigo. Era algo inconcebible, indecente, casi
obsceno.
En Tel Aviv nadie sabe nada. Los hijos y el biógrafo de Golda Meir
reaccionan con incredulidad. Golda tenía amantes, pero todos eran judíos, como
su mundo, faltaría más. Salvo quizá, por una noche, el rey Abdullah de
Transjordania. ¿No será una fantasía, una invención de la familia Pharaon?
¿Una historia imposible? Casi imposible, obligada a transcurrir por
completo en ese casi, el pequeño espacio en que sucede lo que no debería
suceder, la estrecha franja de tierra donde crece lo prohibido, el impulso
instintivo, la vida misma.

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Sélim Nassib El amante palestino

KIBBUTZ
1923

Regina lleva puesto el vestido blanco nuevo que se trajo por si acaso. Da
unas vueltas sobre sí misma en el cuarto húmedo de colores apagados, y el
vestido toma vuelo y deja al descubierto las piernas desnudas. Rubia,
bronceada, gordezuela, resulta graciosa con esos ojos traviesos y la sonrisa
pícara que le provoca un ligero temblor de la comisura de los labios. Es el
primer día de abril despejado después de una semana de lluvia torrencial. Es la
víspera del Sabbat y el tiempo es demasiado bueno para volver a Jerusalén.
Nazaret es nuevo para ella, no conoce a nadie. De repente se encuentra perdida
en una calle donde solo hay árabes que pasan de largo como si no la vieran. Se
sienta encima de la maleta y espera. Es lo que hace cuando no sabe qué hacer.
La tierra húmeda la amodorra, casi se queda dormida. Un campesino intrigado
(siempre hay alguno) baja de su carreta y se le acerca.
—¿Kibbutz? —pregunta.
Parece dispuesto a ayudarla. Ella se levanta.
Detrás de un recodo aparecen las formas del monte Tabor, redondas,
femeninas, erosionadas por los siglos. Sobre el horizonte, el sol poniente
enciende las nubes por dentro, que ahora parecen montañas proyectadas en el
cielo, henchidas de colores. El kibbutz se ve muy pequeñito bajo su peso, como
aplastado entre el cielo y la tierra. Para Regina es una visión casi sobrenatural.
En Milwaukee solo ha conocido la vida intensa del barrio judío de Walnut
Street, donde se crió. Aún estaría allí si, a los ocho años, Golda no hubiese
aparecido en su ciudad, en su clase, en su calle. Esa niña rusa que tanto se hizo
querer y a la que estaba dispuesta a seguir hasta el fin del mundo.
El mal olor del pantano, de entrada, sorprende a Regina. Al poco rato ya no
lo distingue, integrado en el aire que respira. La vieja mula anda muy despacito
por los guijarros, pero anda. Visto de cerca, el kibbutz parece encogido, rodeado
por un feo muro de cemento con troneras. La carreta se detiene en la entrada.

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Sélim Nassib El amante palestino

Delante del portón de madera vigila un hombre armado. A contraluz, su cuerpo


y su fusil se funden en una silueta.
Inclinado sobre las riendas, el campesino árabe aguarda en otro mundo. El
valle que los judíos llaman Los Anchos Espacios de Dios para él solo es el
pantano muerto. El hombre que se acerca con paso indolente parece haber
olvidado que va armado con un fusil. Lleva la camisa caqui por fuera del
pantalón, demasiado ancho. Da una vuelta alrededor de la carreta. En su rostro,
muy moreno, los ojos verdes dibujan una raya de color. No habla inglés, ni
yiddish, ni hebreo, ni árabe, sino una mezcla extraña, acentuada por la
turbación que le causa esa mujer rubia vestida de blanco. Ella se apea. Él saca su
pasaporte y se lo enseña: es iraní, judío iraní. Dice: First day, y ella comprende
que es su primer día en el kibbutz. El campesino arrea la mula para dar la vuelta.
Su capa tiene el color de la madera de la carreta. Se parece a los montes, a la
tierra que le rodea. Regina corre tras él y le tiende un billete. Él no quiere que le
paguen.
Regina ha cruzado el portón, ya está en casa. El kibbutz ocupa un cuadrado
de cien metros de lado. No se ve a nadie. En el centro hay un edificio de ladrillo
rojo de una planta, con un depósito de agua al lado. La joven camina con la
maleta a cuestas por una calle que la lluvia ha convertido en barrizal. Con el sol,
las barracas parecen nuevas; en los árboles brotan las hojas. La superficie del
huerto se ha duplicado. Regina se inclina y acaricia suavemente los brotes de un
verde tierno que destaca sobre la tierra oscura. Han construido un cobertizo
nuevo. Por la ventana se ven unos hombres y mujeres con pañuelos blancos
afanándose, con una iluminación violenta, alrededor de una especie de estufa,
una incubadora.
Regina deja la maleta en el suelo. Los dormitorios son dos filas de bancos
de madera con mantas de colores desvaídos. Aquí no puede haber intimidad.
La arquitectura del kibbutz lo proclama, y sobre todo esos dormitorios. No hay
concesiones a la comodidad o la estética, todo está en función de la vida en
común. A Regina le encanta ese rigor, pero solo por unos días. Hace dos años,
cuando Golda y Morris quisieron ingresar en esa burbuja humana, de entrada
rechazaron su solicitud porque estaban casados.
Con el fusil terciado, dos o tres centinelas montan una guardia tranquila
alrededor del huerto, donde se ven varias figuras humanas encorvadas. Regina
no acaba de acostumbrarse a su extraño atavío. Hombres y mujeres visten sacos
de tela basta ceñidos a la cintura con una simple cuerda, con un agujero para la
cabeza y otros dos para los brazos. La cara, las manos y todas las partes
descubiertas de la piel las llevan embadurnadas de grasa para protegerse de lo
que los árabes llaman bargacha, una nube de mosquitos y moscas de arena que

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Sélim Nassib El amante palestino

se meten en los ojos, las orejas y la nariz. Bajo un sol de justicia, día tras día van
secando el pantano para sembrar y plantar árboles.
La joven encuentra a Morris metido en una zanja. Con una estaca intenta
romper la superficie rocosa para llegar a la tierra que hay debajo. El sudor le
forma un cerco en la espalda. Le llama en voz baja:
—¡Morris!
El marido de Golda levanta la cabeza. Está irreconocible. En su cara
demacrada y cubierta de grasa, los ojos, dentro de los círculos de metal, parecen
muy grandes. Brillan de fiebre. Su sonrisa es más radiante que nunca. Suelta la
estaca, se endereza poniéndose en jarras y sale de su agujero con dificultad.
Abre los brazos.
—Estoy demasiado sucio para abrazarte.
—¡Me da igual! —dice ella abalanzándose sobre él.
Morris se quita las gafas cubiertas de polvo y deja al descubierto dos
redondeles claros alrededor de los ojos. Tiene un ligero temblor, pero no deja de
sonreír. Ella se fija en sus manos. Están llenas de ampollas, muchas reventadas,
y sangran por las heridas. Morris es violonchelista.
—¿Qué tal? —murmura Regina.
Él la mira con semblante complacido y ausente.
—Golda no está. Hasta la noche no volverá.
—¿Qué tal, Morris?
—Es duro, pero bien. ¡Mira!
Regina se vuelve. La puesta del sol ha provocado un incendio. El rojo y el
negro se mezclan esparciendo una luz sanguínea de fin del mundo. Morris
guarda silencio.
—Es aún más sobrecogedora cuando el trabajo es tan absurdo... y tan
desesperante —acaba diciendo en voz muy baja.
—¿Desesperante?
—Sí. Nadie puede acometer una tarea como esta y esperar que sea rentable.
Está claro que trabajamos por otra cosa. —¿Por qué?
—No lo sé... Hace tantos siglos que a los judíos no se les permite labrar la
tierra que se ponen a hacerlo como locos. Es algo casi místico, aunque no
seamos creyentes...
—¿Y tú hablas así?
—Sí, yo. Ese impulso animal que espolea a los kibbutznik me conmueve
profundamente, pero yo no lo siento, y te aseguro que lo lamento, porque es la
única forma de sobrevivir en este infierno.
En la muralla suena una campana. Lentamente, los forzados voluntarios
van saliendo, uno tras otro, de sus agujeros, trastabillando en el barro, con el
apero al hombro. Regina camina con la sensación de participar en una

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Sélim Nassib El amante palestino

procesión de muertos vivientes. Alguien entona una canción en hebreo, una voz
singular, femenina, un poco cascada pero fuerte, y las siluetas informes, del
color de la tierra, se unen en coro. Regina se estremece. Se incorpora al final de
la fila. Morris, que camina a su lado, está tan agotado que a duras penas puede
colocar un pie delante de otro. Con los ojos entornados, parece borracho, ido.
Los hombres y las mujeres entran en el patio y van directamente a las
duchas. Se quitan sus atavíos y los amontonan a la entrada. Regina se aparta.
Morris se detiene en la puerta. Todavía es incapaz de ducharse desnudo con los
demás.

En el barracón comedor Regina se abre paso entre los kibbutznik que rodean
a su amiga. Golda está radiante. El pelo largo, recogido en la nuca, resalta un
rostro mucho más maduro. Su belleza parece más viva. Su cuerpo se ha
fortalecido, se ha endurecido en la adversidad. No se desenvuelve mal rodeada
de tantos hombres. Toda su voluntad se concentra en sus labios apretados, finos
como cuchillos. En sus ojos, Regina vuelve a ver ese fuego, esa ansia terrible de
comerse el mundo, solo que esta vez parece que ya ha empezado el festín. Es
como si un olivo joven hubiera brotado, recio, en un baldío. Golda descubre a
su amiga, que avanza hacia ella. Se le ilumina la cara, sus ojos grises azulados se
entornan de placer. Las dos mujeres se funden en un abrazo, se miran, vuelven
a abrazarse.
—¡Cómo me alegro de que hayas venido! —dice Golda entrelazando sus
dedos con los de su amiga—. Quédate conmigo. —Se vuelve hacia los demás—.
¡Si supierais lo que os he echado de menos! No sabéis cómo os agradezco que
me nombrarais delegada. Cuando trabajamos aquí, día y noche, agachando el
lomo, a veces nos sentimos aislados. Vuelvo de Degania con este mensaje: ¡No
estamos solos! ¡Ha surgido un formidable movimiento en Eretz Israel! ¡No solo
en los kibbutzim, sino también en las ciudades, las fábricas, los sindicatos, en
toda la comunidad judía palestina, el yishuv! Ni siquiera en sueños podía
imaginar que mis ojos verían lo que han visto en estos tres días. ¡Estamos vivos!
¡Y tenemos la fuerza, el valor y la fe necesarios para llegar hasta el final!
Los kibbutznik, agotados, la abrazan. Tienen veinte años y viven todos
juntos. Obedecen las reglas draconianas que se han impuesto con una
exaltación adolescente. No les importa estar delgados y pasar hambre. Lo están
experimentando todo por primera vez. Han levantado cabeza, se han
emancipado al mismo tiempo de los guetos de la Europa central y de sus
padres. Morris, sentado en una esquina de la mesa, sonríe desde lejos con
admiración. Parece demasiado cansado para tenerse en pie. Golda se le acerca y
le rodea la cabeza con los brazos. Él parece feliz. Todos parecen felices, sin saber

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Sélim Nassib El amante palestino

muy bien por qué; tampoco se lo plantean. Tienen ojos despiertos, demasiado
humanos, cuesta sostener su mirada. Pasan el tiempo cantando. Su cuerpo es un
caos de deseo y danza hasídica. Se han apartado de la religión, pero la
alucinación perdura. Es la noche del sabbat.
Morris levanta el tenedor y lo vuelve a bajar, como si pesara demasiado
para él.
—No tengo hambre. Creo que voy a acostarme ya —le dice a su mujer.
—Voy contigo.
Morris niega con la mano y se levanta a duras penas. Le tiembla todo el
cuerpo. Golda le acompaña. Regina le ve alejarse, con paso vacilante,
rechazando tercamente el apoyo que le brinda su mujer. Ella le deja en la puerta
y vuelve para cenar.

Son las tres de la madrugada. En la muralla, Golda lleva a su amiga de la


mano y la guía hacia el puesto de guardia más alejado. En Milwaukee Regina se
quedaba muchas veces a dormir en su casa, y las dos se pasaban la noche entera
hablando. Golda estaba traumatizada por el antisemitismo que había conocido
en Rusia y contaba una y otra vez las mismas historias trágicas. Regina la
abrazaba y trataba de calmarla, pero Golda adoptaba invariablemente una
actitud porfiada hasta que le brotaban lágrimas de rabia. Entonces callaba, su
expresión se volvía hosca y ausente, como si no oyera nada, como si aún
estuviera allí, en Kiev, donde había nacido. Para ella el pasado no había muerto,
no estaba dispuesta a dejarlo atrás tal como los viejos emigrantes aconsejaban a
los nuevos. América no era el final del camino. Mientras el destino y la
seguridad de los judíos no dependieran por completo de ellos mismos, decía
Golda, no podían considerar que habían llegado. Esta convicción
inquebrantable la había traído a Palestina. Ahora, viéndola tan radiante en la
muralla del kibbutz, tan segura y confiada, Regina comprende que su amiga ya
no es la misma: ha llegado. Por fin ha conseguido exhalar el suspiro de alivio
que ha guardado en el pecho durante tantos años. Y todo lo que no la dejaba
vivir, la ira contenida, la insatisfacción, la inseguridad, se han esfumado aquí.
—Cuando subí al estrado y me puse a hablar en yiddish —dice Golda—,
toda la sala empezó a gritar: «¡Habla en hebreo!». Y cuando intenté explicar que
en el kibbutz trabajar en la cocina no era más deshonroso que trabajar en el
campo, las mujeres se levantaron gritando, puño en alto, ¡como si dar de comer
a los animales fuese más noble que dar de comer a los hombres! Era como si yo
estuviera pregonando la vuelta a la opresión doméstica, querían hacerme
picadillo. Entre los delegados había anarquistas, socialistas sionistas,
revisionistas, militaristas, místicos, utopistas... A todos les demostré que

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nuestro kibbutz se lleva la palma en igualitarismo, rotación de tareas y falta de


discriminación entre hombres y mujeres. Y, además, no tenemos que recurrir al
trabajo de los árabes.
Hay dos cuerpos abrazados en una caseta del camino de ronda. El hombre
se levanta y deja ver a la muchacha con la que estaba retozando. Regina entorna
los ojos y reconoce al iraní que la recibió en la entrada. La muchacha no tendrá
más de dieciocho años, parece nórdica, bonita. Aviva, una nueva. Como si
fuesen transparentes, Golda prosigue:
—Los judíos que llegan hoy a Tel Aviv son insensibles al ideal pionero.
Solo aspiran a seguir siendo como son. Los que tienen dinero quieren producir
a bajo coste y contratan mano de obra árabe. Si cada cual barre para su casa, el
yishuv acabará siendo un batiburrillo de refugiados y hombres de negocios. Por
eso es tan importante el kibbutz. Encarnamos el ideal. Fecundamos la tierra,
nuestra tierra, y volvemos a apropiarnos de ella. Lo hacemos al servicio de una
comunidad nacional que renace, pero también pensando en nosotros, para
encarrilar nuestras vidas.
Apoyada contra la pared, Regina observa al joven iraní, sentado con las
piernas cruzadas, no lejos de allí. Se diría que está flotando, con el espíritu libre,
en esa extraña luz. Sus ojos son dos rendijas oscuras que la miran fijamente, a
ella. Regina vuelve bruscamente la cabeza. Golda sigue hablando, pero Regina
no la escucha. Al otro lado del muro todo está en silencio. Tiene la impresión de
que su cuerpo recibe una ola invisible emitida por el paisaje. Cuando levanta la
mirada ve a Aviva, que se le acerca.
—Y tú —dice la joven mirándola—, ¿dónde vives?
—En Jerusalén. Trabajo en la oficina sionista. Por eso hablo hebreo mejor
que Golda.
—¿Qué es la oficina sionista?
—Un sitio por donde acaban pasando todos, los exaltados y los
empresarios, los aventureros, los religiosos, los estafadores, los locos...
Aviva mueve la cabeza y no dice nada más. Las tres mujeres permanecen
inmóviles, una de pie y las otras dos sentadas. Regina se deja embargar por una
placentera sensación de extrañeza. Zev, el gigante ucraniano que monta
guardia, se acerca.
—La noche está tranquila —dice—. Todos los pueblos están a oscuras,
parece que duerman a pierna suelta.
Se sienta. Golda saca una cajetilla, él coge un cigarrillo y se la pasa a las
demás. La luna perfora el cielo lechoso y derrama una luz líquida hasta el
horizonte. Fuman mirando la noche.
—¿Habéis oído alguna vez el shofar, el cuerno de carnero, en la última hora
del Yom Kippur? —pregunta el gigante ucraniano—. Si prestáis atención

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distinguiréis dos sonidos; uno, largo y melodioso, que significa: «Hay un orden,
el sol sale y se pone, el espíritu de Dios reina en la tierra y en el cielo», y otro
ahogado, entrecortado, trágico, que dice: «¡Es un mundo en el que el padre
mata a su propio hijo, todo esto es un puro caos, una locura!». El segundo
sonido es el grito de Sara. Cuando comprendió que Abraham había estado a
punto de sacrificar a su hijo por orden de Dios sin decirle nada a ella, dio un
grito terrible y cayó fulminada, muerta. De modo que el sacrificio de Isaac fue
un verdadero sacrificio, solo que la víctima fue Sara. Sucedió en Hebrón, a
pocos kilómetros de aquí.
—Ninguna sociedad puede vivir si se niega a sacrificar a sus hijos —dice
Golda en voz muy baja.

Se han quedado solas. Vuelven a oscuras.


—¿Cómo te las vas a arreglar con Morris? —pregunta Regina.
—Lo lleva muy mal.
—Ya me he dado cuenta.
—Hasta los más pequeños detalles le sacan de quicio. Nos está prohibido
tomar el té solos en el cuarto. Eso le pone frenético. Los aseos están al otro lado
del patio y es muy duro cuando hace frío, por la noche, sobre todo si se tiene
fiebre. Además, los cuatro agujeros apestan. Todo eso le resulta insoportable.
—¿Te lo reprocha?
—Morris nunca reprocha nada.
—¿No es celoso?
—Claro que es celoso, pero no dice nada. Salvo una cosa: se niega
rotundamente a que los niños se críen en común. A mí me gustaría tener hijos, y
a él también. Pero no quiere que crezcan en una guardería donde solo puedes
verlos a ciertas horas y donde no se sabe muy bien quién es hijo de quién. Él me
ha seguido hasta Palestina, pero si quiero tener hijos tendré que seguirle fuera
del kibbutz.
—¿Podrías hacerlo?
—No lo sé. Aún no ha llegado el momento. Estoy ganando tiempo. Me
quiere y le quiero, es evidente. ¡Pero no puedo renunciar a esta vida que me
hace feliz y es la mía!
—Si quieres saber mi opinión, Morris me parece fantástico. Sobrevive
gracias a su fonógrafo. No le hacía la menor ilusión embarcarse rumbo a
Palestina y labrar una tierra ingrata en una comunidad que vive con las armas
en la mano. Pero lo hace, y como el que más, por amor a una mujer.
—Es verdad. Su madre le ha escrito. Le dice que le paga el pasaje de vuelta
a Estados Unidos a condición de que vuelva sin mí.

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Sélim Nassib El amante palestino

—Su madre, tan simpática como siempre. Pero él, ¿qué puede hacer?
Resulta penoso verle escuchar sus discos una y otra vez hasta la saciedad.
—Si nos damos por vencidos ahora, demostraremos que esta vida es
imposible para una pareja. No puedo aceptar esa conclusión.
Regina conoce bien ese tono duro y obstinado de su amiga. No le
sorprende. Sin embargo, en sus palabras tajantes percibe algo más que la
terquedad de Golda: un placer, una voluptuosidad que son nuevos para ella.
—Me da la impresión de que en Degania te ha pasado algo.
—Sí, es verdad —afirma Golda sin andarse con rodeos—. Algo que nunca
olvidaré. Estaban todos allí, los dos Ben, Ben Gurion y Ben Zvi, Katznelson,
Levi Eshkol y David Remez. ¿Te das cuenta? Seis o siete hombres nada más, y
todo el futuro de Eretz Israel depende de ellos.
—¿Cómo son, vistos de cerca?
—Ben Gurion es tan excepcional que no te atreves ni a hablarle. ¡Pero todos
son guapos, todos son eléctricos, bolas de energía! No te imaginas lo que es
tratar con ellos todo el día, llamarles por su nombre de pila.
—¿Se fijaron en ti?
—Anoche, en la cena, David Remez se sentó a mi lado.
—¿Te acostaste con él?
—Pasamos la noche hablando. Nunca había estado con alguien tan
poderoso.
—¿Y le has gustado?
—Creo que sí... Pero no aceptan fácilmente a una mujer en su grupo. Se han
interesado por mí porque hablo inglés y porque se relacionan sobre todo con el
mundo anglosajón.
—¿Entonces?
—Entonces, nada. Me dijeron que a lo mejor recurren a mí alguna vez.
Saben dónde encontrarme. Eso es todo; cada cual se fue por su lado y yo he
vuelto aquí.
—¿Estás descontenta?
—Estoy encantada. Esta vida me llena, tengo una suerte enorme, no podría
soñar nada mejor.

Regina se desnuda en el dormitorio, en medio de fuertes resoplidos.


Siempre que va a Merhavia tiene la misma sensación ambigua: le alegra estar en
el kibbutz y le alegra la idea de marcharse. Siempre sale de allí despejada, como
renacida. Pero es excesivo, la misma Golda es excesiva. La quiero, se dice
Regina, pero no estoy segura de querer esta intensidad todo el tiempo. Golda
aparece en la otra punta del dormitorio.

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Sélim Nassib El amante palestino

—¡Regina, ven, rápido!


En una especie de alcoba separada por muebles que Morris ha fabricado,
Regina encuentra a Golda llorando, estrechando las manos de su marido.
Morris está tendido en la cama, bañado en sudor helado, temblando de pies a
cabeza. Ni siquiera puede abrir los ojos. Solo se oyen sus jadeos y el castañeteo
de sus dientes. El paludismo es una enfermedad corriente en el kibbutz, pero
muy peligrosa en su forma aguda. Golda se vuelve hacia ella.
—¡Despierta a Shimon!
Poco después Regina y Golda están sentadas a ambos lados del enfermo,
tumbado en la carreta, bajo el cielo negro. Shimon lleva las riendas. Procura
darse prisa y el traqueteo es muy fuerte, aunque Morris no se entera. Envuelto
en una manta, parece que ha perdido el conocimiento. Solo el temblor incesante
indica que está vivo. Golda le sujeta con los brazos.
—De momento está fuera de peligro —dice el médico del hospital de
Tiberíades a la luz del amanecer—, pero voy a ser muy claro: no sobrevivirá en
una colonia que está al borde de un pantano. Tiene que marcharse de Merhavia.
La decisión debe tomarla usted hoy mismo. No tiene elección. Es una cuestión
de vida o muerte.

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Sélim Nassib El amante palestino

EL SEÑOR ALBERT
1923

El sol acaba de salir, el aire es polvoriento. Los purasangres árabes parecen


pesados, como pegados al suelo. Por eso sus aceleraciones repentinas resultan
aún más impresionantes. Envueltos en la luz indecisa y los olores a tierra
mojada y a estiércol de caballo, mozos, entrenadores y jinetes se mueven
siguiendo una coreografía rigurosa y eficaz. Un hombre ocupa el centro. En un
país donde todos los hombres llevan bigote, está afeitado. De pie, al borde de la
pista de carreras, se mueve poco, habla poco y nunca levanta la voz. Destaca
por su fragilidad. Todos le llaman jawaya Albert, señor Albert, con una solicitud
respetuosa y algo incómoda. Unos treinta años, estatura mediana, traje de lino,
lleva una gorra de tela blanca que le protege del sol rasante y resalta la
suavidad de la parte inferior de su rostro. En sus ojos negros y sus cejas espesas,
sus gestos lentos y sus manos finas y largas, se adivina Oriente. Aquí está en su
sitio, rodeado de sus caballos.
Sentado a unos diez metros en las gradas vacías, un hombre lleva un rato
mirándole. Por el aspecto parece extranjero, seguramente inglés. Alto, pelirrojo,
vestido de tweed, tiene la cara larga y la mirada viva. Los caballos pasan al
galope y enseguida desaparecen. El hombre estira las piernas, baja por las altas
gradas y se acerca a Albert Pharaon.
—Disculpe, era la única manera de hablar con usted. Soy John Fillmore,
representante del banco Barclays en Oriente Medio.
—¿En qué puedo servirle, señor Fillmore?
—Queremos comprar su banco de Haifa.
—¿Comprar mi banco? —pregunta Albert, que por primera vez mira a su
visitante.
—Barclays va a abrir una sede en Jerusalén y otra en Ammán, en
Transjordania. Su banco está sólidamente implantado en Haifa. Para cubrir el
norte de Palestina ganaríamos un tiempo precioso si nos hiciéramos con su
banco o al menos tuviéramos acciones.

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Sélim Nassib El amante palestino

—Al parecer la situación política no les preocupa —murmura Albert tras


un momento de silencio.
—Palestina lleva un par de años muy tranquila, tanto que el ejército
británico está repatriando la mayor parte de sus tropas. Ahora el reto es
económico. Hay que desarrollar el país, todo el país. Los bancos y las empresas
occidentales se instalan y abren sucursales con este propósito. Pero todo parece
estancado. Los bancos locales no invierten, excepto los bancos judíos.
—Bancos judíos, bancos árabes... ¿Cómo se las va a arreglar, señor
Fillmore?
—¿Cómo nos las vamos a arreglar sin el respaldo de los banqueros y
hombres de negocios árabes, señor Pharaon?
A Fillmore le gusta el ritmo pausado y directo del joven banquero. Es como
si la atención casi dolorosa que presta a los caballos ocultara cierta timidez,
quizá una dificultad.
—Me temo que en Palestina —dice Albert— la idea de un desarrollo
conjunto árabo-israelí no sea más que un sueño del imperio británico. Dudo que
llegue a hacerse realidad. Los judíos solo quieren trabajar con los suyos.
—Hay que invertir, señor Pharaon, ya lo sabe usted. Eso requiere una
energía que usted no tiene, y nosotros estamos dispuestos a aportársela.
Ha estado lloviendo una semana entera y el sol no podrá secar la pista de
carreras de hoy a mañana. Albert parece preocupado.
—No voy a vender mi banco de Haifa.
—Si me permite la pregunta, señor Pharaon, ¿es usted libanés o palestino?
—Para nosotros las cosas no son tan tajantes —contesta Albert sonriendo—.
Antes de que ustedes y sus amigos franceses dibujasen fronteras, en nuestras
tierras circulábamos libremente de una región a otra.
—Mi propuesta es firme, señor Pharaon.
—Albert, llámeme Albert. Mañana se disputa el Gran Premio. Venga y verá
correr a los caballos.
De soslayo, Albert percibe una figura vestida de azul que se le acerca. La
reconoce por su forma de andar; cada paso denota una vacilación, ciertas ganas
de retroceder. Ella ve que está acompañado y se detiene. Albert estrecha la
mano de John Fillmore. La chica da un rodeo para no cruzarse con él. Nina es
bonita y no lo sabe. Muy morena, alta, casi delgada, tiene los ojos acuosos,
inquietos, como alocados. Sus labios largos le surcan el rostro cuando sonríe.
Unas caderas de mujer han crecido de repente en su cuerpo de niña. Solo tiene
trece años.
Él hace ademán de abrirle los brazos y se domina; ella lo comprende. Se
acerca hasta tocarle, nota que está contento. Él no le pregunta por qué no está en
el colegio. Prefiere no entender nada, no sabría qué decir. La lleva hacia la pista.

18
Sélim Nassib El amante palestino

El aire es cálido y húmedo. La yegua está a treinta metros, a galope tendido,


volando a ras del barro. Su capa parda brilla y lanza destellos. Es Shaitán, cuello
de gacela, cuerpo macizo. Reciedumbre de toro al servicio de ligereza aérea,
miembros finos que le dan un andar de bailarina.
Nina está embelesada con esta mezcla de vigor y gracia, de fuerza y
vivacidad. Shaitán se acerca retumbando, como una amenaza. La muchacha da
un grito a su paso.
—Has llegado a tiempo —dice Albert entre risas.
—¡Es magnífica!
Nina se ha ruborizado. Es por el placer sensual, la sensación de libertad que
le ha infundido Shaitán. Albert siempre ha pensado que su sobrina es el único
ser vivo de su familia.

La gradería está repleta de una muchedumbre desbordada y festiva, las


escasas mujeres parecen islas en medio de un océano de hombres. Se huelen la
diversión y el sudor. Comen pipas de girasol y el suelo está lleno de cáscaras.
Este domingo del Gran Premio no queda una localidad vacía. Los vendedores
ambulantes, pisoteando a los espectadores, ofrecen sus pitos y molinetes. El
anillo humano que rodea la pista de carreras se estremece bajo un cielo tan
cegador que obliga a entornar los ojos.
Albert Pharaon está en la primera fila, con la tribuna oficial a la espalda.
Sus gemelos captan imágenes temblorosas de niños con la camisa
desabrochada, jóvenes que se comen el mundo, padres de familia cargados con
sus retoños, todo un Beirut popular que vive en otro planeta.
Por fin aparece Shaitán en la pista. Albert ve cómo tiembla de impaciencia,
bufando con todas sus fuerzas por los ollares. Tira coces, hace un extraño. El
jinete la sujeta con las bridas cortas; parece muy ligero. Albert apoya los codos
en la barandilla. Tiene muchos caballos. La única cuadra que puede rivalizar
con la suya es la de su primo Robert, que también es banquero. Pero ninguna
yegua le ha emocionado tanto como esta.
Nina está a su derecha y le toca la mano. Ha empezado la carrera. Shaitán
no tarda en dominar, sin entregarse todavía, sin destacar. Albert ha acordado
con el jinete que la sujete todo lo que pueda, lo cual no parece fácil. Excitada por
los purasangres que corren a su alrededor, el polvo y el fragor de los galopes,
tira del bocado, que la estorba. Con los gemelos, Albert ve la espuma que se le
forma en las comisuras de la boca. El jinete aguanta. Ya han recorrido la
primera curva y Shaitán conserva su posición. Mantiene el ritmo, su carrera es
perfecta. En la penúltima curva un caballo, de repente, amenaza con cerrarle el
paso. Para librarla, el jinete usa la fusta. La yegua hace un extraño repentino

19
Sélim Nassib El amante palestino

que la desequilibra haciéndole perder varios cuerpos. Al entrar en la recta está


casi entre los últimos. Es entonces cuando libera toda su energía. Ante miles de
espectadores, por fin se entrega y va dejando atrás a sus contrincantes uno a
uno. La muchedumbre se pone en pie. El silencio es total. Shaitán apenas toca el
suelo, solo tiene un caballo por delante. Sigue ganando terreno en los últimos
metros, pero no el suficiente. Le falta una cabeza y es segunda en la meta. Un
«¡oooooh!» de decepción se eleva en el hipódromo, seguido de un clamor que
celebra su proeza.
Albert Pharaon se ha levantado, como todos. No expresa ninguna emoción,
pero su sobrina, de pie a su lado, nota que está como petrificado, pálido, y que
apretuja compulsivamente el sombrero con la mano. Nina inclina la cabeza y la
apoya en su hombro. Albert da forma al sombrero, se vuelve y lo levanta
ligeramente para saludar a su primo Robert, cuyo caballo acaba de ganar el
Gran Premio.
En el salón de honor del hipódromo Robert Pharaon es la estrella del día.
Rodeado de ebanistería, sillones de cuero y grabados de caballos, sirve
champán a los colegas, a la buena sociedad, a los oficiales, al alto comisario
francés y al representante del imperio británico, a las mujeres con vestidos
extravagantes, a los hombres con chistera, al todo Beirut. La mayoría se conoce,
intercambian sonrisas y se aborrecen. Brindan por el caballo ganador pero
también por Shaitán. Sus miradas chispeantes delatan que disfrutan con la
rivalidad entre los dos Pharaon.
Albert se ha refugiado con John Fillmore junto a las ventanas dobles. En ese
medio cerrado y crispado, el banquero inglés es el centro de todas las miradas.
So pretexto de comentar la carrera, son muchos los que se acercan para
conocerle y enseguida se ponen a hablar de la política británica en Oriente
Próximo, de las consecuencias de la Declaración Balfour, que ha prometido a los
judíos un hogar nacional en Palestina, de la inmigración, de las compras de
tierras y de otros temas de actualidad.
—Siempre nos hemos llevado bien con los judíos. Son hijos de árabes como
nosotros.
—Los que vienen de Europa son harina de otro costal.
—¿Qué mosca les ha picado a ustedes? ¿Qué necesidad tenía Gran Bretaña
de prometer a los judíos un «hogar nacional» en un país árabe? No veo en qué
favorece esa política sus intereses.
—Es el «divide y vencerás».
—¿Dividir a quién? Los judíos no son ni el diez por ciento de la población
de Palestina. Los británicos se van a enemistar con una nación numerosa por
favorecer a una hipotética nación futura.

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Sélim Nassib El amante palestino

John Fillmore se limita a sonreír y mover la cabeza. En realidad, los otros


no le necesitan para seguir hablando. Albert aprovecha para escabullirse, pero
es sorprendido por su hermana Marcelle. Gruesa, con un vestido blanco de
volantes y acompañada de su marido, el marqués Jacques de Kraym, quiere ser
presentada. Siempre se comporta como si su hermano le debiera algo. Nunca ha
comprendido por qué Albert le pone mala cara. Ya se había acostumbrado, pero
la complicidad que ha surgido entre él y Nina, su hija, ha vuelto a sacarla de sus
casillas. Lo que no le impide mostrarse encantadora ante John Fillmore y
obsequiarle con su mejor sonrisa. Jacques de Kraym se inmiscuye sin más
preámbulos en la conversación:
—Puedo explicarles por qué Gran Bretaña aplica una política tan absurda
en Oriente. Simplemente porque los judíos son poderosos y tienen una fuerza
oculta capaz de obligar a la primera potencia mundial a actuar contra sus
propios intereses.
—Lo que acabas de decir es un tópico antisemita —dice Albert Pharaon,
que por primera vez sale de su mutismo.
—Entonces ¿cómo explicas tú ese enigma? —replica Jacques de Kraym.
—No lo explico. No sé nada de eso.
En medio del vocerío, la mirada de Albert se pierde. Ve a su sobrina, que
parece aburrida, apoyada contra la pared al otro lado de la sala. Se vuelve como
si él la hubiera tocado. En la mirada que le dirige, Albert advierte un
sentimiento de ahogo, un cierto reproche. Es una mirada de mujer. Albert la
saluda con un leve movimiento de la mano. Nina le sonríe. El rostro se le
ilumina, travieso, de nuevo infantil.
—Lo que yo sé —dice Jacques de Kraym levantando la voz— es que,
durante la Gran Guerra, los británicos prometieron a los árabes un gran Estado
independiente en pago a su apoyo contra los turcos. Incluso enviaron a
Lawrence de Arabia para convencerlos. Sin embargo, en cuanto cesaron las
hostilidades, la promesa cayó en el olvido en beneficio de otra, hecha a los
judíos. Hoy en día todo el pueblo árabe es víctima de esa perfidia.
Se hace el silencio y todas las miradas se dirigen a Fillmore. Este sigue
afectando indiferencia. Se toma su tiempo para encender la pipa y espera un
momento antes de decir:
—Tengo entendido que es usted marqués, señor De Kraym. No sabía que
hubiera títulos de nobleza en Oriente Próximo.
En el grupito cunde un regocijo mudo. A estos hombres de blanca
cabellera, que mandan por delante a sus primogénitos —hombres de negocios
que hacen de intermediarios entre el mundo árabe y Occidente—, notables
seguros de su poder y amos de un país en gestación, nada les gusta más que
estas escaramuzas para matar el aburrimiento.

21
Sélim Nassib El amante palestino

—La mayoría de nuestros títulos de nobleza son turcos —explica Jacques


de Kraym, algo desconcertado.
Junto a la puerta se produce un ligero revuelo. Ha entrado Irene. Lleva
puesto una especie de velo ocre transparente que apenas cubre su escaso pecho.
Tocada con un sombrero de plumas blancas, es menuda y los tacones altos la
desequilibran. Lleva los labios pintados de rojo vivo. Mientras camina con una
sonrisa maliciosa hacia Albert parece divertida, como un payaso al que le
hiciese gracia su propio aspecto.
—Señor Fillmore, permítame que le presente a mi mujer, Irene.
El inglés se ha dejado sorprender. Rehaciéndose, se inclina y besa la mano
de Irene Pharaon.
—¿De modo que es usted John Fillmore? —pregunta ella mirándole con
descaro.
—El mismo —contesta él bajando la vista.
—Solo se habla de usted, señor Fillmore. Por lo que he oído, ha venido
directamente de Londres. ¿Dónde se aloja?
—En el Saint-Georges.
—Lo construyó un pariente mío. Él mismo proyectó los soportales de la
fachada. Desde que se inauguró el hotel no he tenido ocasión de ver las
habitaciones. Dicen que son estupendas.
—En efecto.
—¿Va a quedarse mucho tiempo en Beirut?
—Mañana me voy a Haifa.
—Lástima. Venga a cenar esta noche, nuestra casa está abierta. Ya verá
como no lo lamenta.
Irene levanta la copa, quiere hacer un brindis pero no sabe por quién ni por
qué. Se ríe como si fuera una niña.
—No quería interrumpir —dice afectando apuro—. Sigan hablando de sus
cosas. ¿De qué estabais hablando? Dímelo, Jacques.
—Hablábamos de política —responde Jacques de Kraym.
—Y concretamente de su título de nobleza —le recuerda Fillmore con una
sonrisa gentil.
—No hay mucho que decir. Mi padre se enamoró de una princesa austríaca
con la que no podía casarse, porque era plebeyo. Pertenecía a una rica familia
cristiana. Entonces el Vaticano le otorgó el título de «marqués del Papa», una
distinción reconocida por todas las cortes de Europa. Fue así como pasó a
llamarse Musa de Kraym... y pudo casarse con la princesa, mi madre.
—Es realmente asombroso —dice Fillmore.
—Jacques no se lo ha contado todo —añade Irene Pharaon—. Cuando tuvo
edad para matricularse en la universidad, su madre se opuso a que estudiara

22
Sélim Nassib El amante palestino

derecho. Ya sabe, un marqués no trabaja. Le mandó a París recomendándole


que gastara el dinero a manos llenas. Primero se dedicó al bridge y luego al
póquer. Cuando volvió aquí, a Oriente, su único amor siguió siendo el juego. Es
el alma de los círculos de Beirut y Haifa. Es el rentista más fantástico que
conozco. Posee pueblos enteros. Y tiene una cualidad inestimable: sabe perder.
Albert deja de escuchar, desconecta. El flujo de palabras continúa, pero no
se esfuerza por comprender su significado. Sigue guardando la apariencia de
un hombre de mundo bien educado, pero en realidad está harto de la violencia
contenida de ese ambiente, de las mujeres que se birlan el marido unas a otras
entre sonrisas, de los muchachos violados por los curas, de las maldades
retorcidas, del dinero que impone su ley, de la pleitesía, de las familias... Ni
siquiera los dos hijos que ha tenido con Irene le parecen suyos. Aunque todavía
son muy pequeños, ya pertenecen al mundo artificial de las ayas, de las
conveniencias, de la buena educación. Un agobio. ¿Por qué se queda allí? ¿Qué
le retiene? Su pasividad le ahoga. Una vez más su mirada busca a su sobrina
Nina, Nina de Kraym. Pero en el lugar donde estaba antes ya no hay nadie.

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Sélim Nassib El amante palestino

PRIMERO DE MAYO
1928

Morris Myerson observa a su mujer, que camina entre los farolillos de


colores, los puestos ocupados por los grupos políticos, las banderas rojas y las
innumerables pancartas de la Histadrut, la central sindical judía. Con su
sencillo vestido blanco ceñido en la cintura parece una trabajadora. Sigue
teniendo un cuerpo vigoroso y firme, pero su paso se ha vuelto vacilante. La
sobresalta un «¡Viva el Primero de Mayo!» que alguien grita por un altavoz a su
paso, se detiene a oír las frases de un discurso lejano, y se vuelve con los
primeros acordes de una canción de kibbutz que antaño tarareaba. Su cabeza,
siempre en movimiento, parece la de un pájaro que avizora. Todo parece
intimidarla, los ecos de la «Internacional» y los versos patrióticos declamados
en yiddish. En medio de la fiesta, camina como aterida. Ni siquiera parece
reaccionar al ver a los obreros comiendo con sus familias en el césped soleado.
A pesar de sus dos partos ha adelgazado. Ya no tiene la cara redonda, la
piel se le ha pegado a los huesos, como si se hubiera secado, y resalta la fuerza
de su mirada. Sin embargo, Morris debe admitir que algo se ha apagado en sus
ojos. La voluntad de Golda permanece intacta, bien lo sabe, pero es una
voluntad que se ha quedado muda, como si le faltara una meta. Le pasa la
mano por la cintura. Golda se vuelve hacia él y sonríe.
—Está bien, ¿verdad? —pregunta.
—Sí, está bien.
Fue ella quien propuso que fueran a Herzlia al mitin del Primero de Mayo.
Se lo dijo esa mañana, durante el desayuno: «Podríamos salir de Jerusalén hacia
las doce, pasar por Tel Aviv para dejar a los niños con mi hermana e ir los dos».
Tras el tono práctico de su mujer, Morris percibió cierta aprensión. Cuando
salió del kibbutz Merhavia, Golda había renunciado a la acción política. Los
antiguos compañeros iban a verla a Jerusalén, pero ella ya no estaba en el ajo.
Había trazado una raya, no quería mirar atrás. Hoy se está arriesgando por
primera vez. Morris la acompaña con cierta cautela, como un marido

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Sélim Nassib El amante palestino

acompañaría a su mujer a ver a un antiguo amante, el amor de su vida. Otras


parejas pasean por las avenidas, abrazadas, y también grupos de adolescentes,
familias numerosas, obreros, intelectuales. La música y los eslóganes los unen
en un sentimiento común, hablan en idiomas de todo el mundo. Morris piensa:
Ya no se distinguen por ser judíos, porque todos lo son. Para presentarse tienen
que decir que son yemeníes, polacos, ucranianos, rusos, lituanos, alemanes,
sirios... En Palestina han podido hacer realidad una fantasía tan profunda como
inconfesable: ¡no ser judíos!
Golda se separa y echa a correr. Parece que ha visto algo o a alguien. Morris
camina hacia el borde del parterre central. Golda se vuelve y le invita a seguirla
con un movimiento de la cabeza. Él ve su sonrisa de niña maravillada, pero aún
indecisa. Una muchedumbre dispersa escucha a los oradores que se suceden en
la tribuna levantada al aire libre. Los discursos son exaltados, pero el ambiente
general es apacible. Sentados o tendidos en la hierba, los asistentes no prestan
demasiada atención. Hace sol, están contentos. Se han puesto sus mejores galas,
pero la condición de obrero se nota en el contorno de las uñas.
—¡Eres tú!
Golda examina a la mujer joven que ha hablado, más o menos de su edad,
pelirroja y con pecas, y no la reconoce.
—Es normal —dice la otra—. Te vi en el congreso de los kibbutzim, hace
unos cuatro años. Yo no tomé la palabra. Me llamo Esther Shapiro.
—Te presento a mi marido, Morris Myerson.
—Te abucheé cuando defendiste la nobleza de las faenas domésticas en el
kibbutz. ¡Qué lejos queda eso! Seguiste hablando a pesar de los gritos, ¡y en
yiddish!
—¿A qué te dedicas ahora? —pregunta Golda.
—Salí del kibbutz. Trabajo en la Histadrut, aquí, en Herzlia. Yo también me
he casado y tengo un niño pequeño.
—¿Y el kibbutz?
—Cuando lo añoro vuelvo por allí —contesta alegremente la mujer—. Está
en Rishon le-Tsion, muy cerquita. Evidentemente, no es lo mismo. El kibbutz
sigue siendo la experiencia más fascinante de mi vida, pero ya se acabó.
—¿Por qué? —insiste Golda, y Morris la nota alterada, quizá disgustada.
—Por los niños —contesta Esther—. Los veía crecer año tras año sin un
padre y una madre definidos. No tenían ninguna de nuestras referencias, se
enfrentaban a lo desconocido; se esperaba que llegarían a ser el Hombre Nuevo.
Creo que tuve miedo, simplemente.
—Pero ¿de qué?

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Sélim Nassib El amante palestino

—Si toda la sociedad judía de Palestina viviese en kibbutz, sería la regla


general. Pero eso era como un pequeño laboratorio. Tuve la impresión de que
usábamos a los niños como conejillos de Indias.
—Si hay algo nuevo que hemos creado en esta tierra, en toda la tierra, una
sola cosa de la que podamos estar orgullosos, y para siempre, es el kibbutz.
Hemos inventado una relación social, privada y sentimental, radicalmente
distinta, hemos eliminado las relaciones de sumisión, hemos suprimido el
sentimiento de propiedad y competencia. ¡No solo para nosotros, sino también
para nuestros hijos, desde su nacimiento!
—¡Sigues teniendo fe! —observa Esther entre risas.
—Sí —dice la joven con una sonrisa dura.
—Y tú, Golda, ¿qué haces ahora?
—¿Yo? Pues ahora vivo en Jerusalén...
A Morris no se le escapa la mirada furtiva que le dirige. Se pregunta cómo
va a contestar. Pero a Golda no le da tiempo. Un hombre irrumpe y le agarra
calurosamente los brazos. Ella se sobresalta, se ruboriza. David Remez es el
dueño de Solel Boneh, la empresa que construye las carreteras y las casas de
todo el yishuv. También es el hombre que en el congreso de los kibbutzim se
sentó a su lado. Durante toda la noche estuvieron conteniéndose para no caer el
uno en brazos del otro.
—¿Cuánto tiempo hace? —dice él, sin soltarla—. ¿Cuatro años?
—Y cinco meses.
Golda observa a David, que estrecha la mano de Morris y saluda a Esther.
Los ojos negros hundidos en las cuencas, el rostro rectangular y el bigote severo
le dan un aspecto aristocrático. Pero basta con que sonría, lo que no sucede a
menudo, para que se convierta en el más campechano de los hombres. Pasa el
brazo por debajo del de Golda y tira de él.
Ella tiene la impresión de que responde con retraso a sus preguntas
acaloradas, a su interés no disimulado por ella.
—¿Qué pasa, Golda? ¿Hay algún problema? —pregunta David después de
un silencio.
—No. Sigo con el trabajo de Solel Boneh en Jerusalén, el empleo que me
encontraste. También doy clases de inglés en un colegio privado. Morris sigue
trabajando en la biblioteca...
—Entonces, ¿qué pasa?
—Nada, solo que...
Suspira, pero no llega a decir nada más. De pronto los altavoces difunden
una voz fuerte, magnética, aterciopelada, una de esas escasas voces que te
hablan personalmente y te obligan a escuchar.

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Sélim Nassib El amante palestino

—Jean Jaurès, que defendió a Dreyfus, decía que para pasar de una
democracia republicana a una democracia socialista la única solución era
fortalecer a la clase obrera.
La voz se interrumpe y queda en suspenso, como si hubiera enunciado la
primera frase de un enigma.
—Pues bien, nosotros decimos que para transformar un pueblo de
comerciantes e intelectuales en una nación independiente la única solución es
formar una masa de trabajadores. Esto significa que nosotros mismos, como
pueblo, debemos transformarnos en trabajadores cultivando nuestra tierra,
viviendo de ella, desarrollando nuestra industria con nuestras propias manos.
Así es como la clase de trabajadores se convertirá en un pueblo de trabajadores,
porque solo un pueblo así es capaz de llevar a cabo la metamorfosis
indispensable para nuestro renacimiento nacional.
Los hombres y las mujeres empiezan a levantarse para ver qué aspecto
tiene el nuevo orador. David le dice a Golda al oído:
—Es Zalman Shazar, seguramente le conocerás. Es mi mejor amigo.
—No le había visto nunca —dice ella, desconcertada—. No me lo
imaginaba así.
Cara afilada, un bigote que dibuja dos pequeños rizos en la comisura de los
labios, gafas ovaladas con montura de plata; no hay nada impresionante en el
aspecto de Shazar, salvo que se mueve como un bailarín y lleva una rubashka, la
camisa del Este europeo, de cuello alto y abotonada a un lado, que Golda
conoce bien.
—No conozco a nadie tan entregado a la causa —prosigue David—. Dirige
el periódico Davar, fundado por él, y ha traducido a Rachel de Kinnereth. Estoy
seguro de que te va a gustar.
—Rachel de Kinnereth es mi poetisa preferida —murmura Golda.
—Dicen que han sido amantes —apunta Esther.
Al oír esto, a Golda se le encoge el corazón. Ha sido una abstinencia
demasiado larga. Esos dos hombres que han aparecido al mismo tiempo,
Zalman y David, funámbulo el uno, puntal el otro, para ella son uno solo. Como
los polos de un imán.
—Pero ¿acaso somos un pueblo? —clama Zalman Shazar—. ¡Ni siquiera
una tribu! Soy un hijo del exilio. Nací cautivo del miedo, de la opresión, de un
tumulto de deseos. No desperté verdaderamente hasta que en Minsk organicé
unos grupos para defendernos de los pogromos. Eso no formaba parte de la
tradición judía, es decir, de la tradición del exilio. Para romper con ella había
que asumir que esas agresiones eran intolerables y, por lo tanto, no podíamos
seguir soportándolas. ¡Vuestra presencia aquí, en este país, que es vuestro, es la
prueba más evidente!

27
Sélim Nassib El amante palestino

Los aplausos prorrumpen en el silencio que se ha hecho. El orador levanta


las manos para pedir calma, como si tuviera que concentrarse para reflexionar y
hacer reflexionar a los demás. David y Golda se adelantan hacia la tribuna,
seguidos de cerca por Morris y Esther. Se detienen cuando el gentío les cierra el
paso. Todos se han puesto de pie, y el eco de la voz empieza a atraer a los
paseantes de los alrededores.
—Hoy ya no estamos en corral ajeno y no le pedimos a nadie permiso para
vivir. Al contrario, reclamamos nuestro derecho a volver al país de nuestros
antepasados, asentarnos en él, cultivar su tierra y explotar sus recursos, sin
obstáculos.
¡En este país ya no somos extranjeros, sino los descendientes de quienes
eran sus dueños en el pasado! ¡Volvemos para quedarnos y es como si
hubiéramos nacido aquí!
Una aclamación formidable le responde, y algo impide a Golda unirse a
ella. El nudo que tiene en la garganta se estrecha aún más. Solo entonces admite
que Zalman es guapo. Se mueve con soltura en el escenario, su cuerpo y su
espíritu se funden. Una emoción física la embarga, al mismo tiempo que una
tristeza indecible. Los ojos de David están clavados en ella, frente inclinada,
cavernas que la escrutan. Zalman remacha:
—¡Porque no hemos vuelto aquí a título personal, como particulares, sino
como una colectividad nacional!
La ovación se repite y se redobla, de nuevo contenida por las manos del
orador, que no quiere interrupciones. Prosigue:
—Fuimos elegidos entre los pueblos para dar testimonio del Dios único,
pero dudamos de Él y Él nos condenó a una dispersión de mil años, una galut,
la forma de exilio reservada a Israel. Los otros pueblos sueñan simplemente con
su lugar de nacimiento, pero nosotros, los judíos, tenemos nuestras raíces en
Dios y en esta tierra que Él eligió para nosotros. Por eso nuestro regreso a Sión
no es solo material, sino también espiritual. Si tenéis alguna duda, id al Muro
de las Lamentaciones de Jerusalén. Quedaos allí un momento, frente a ese
último resto del templo del rey Salomón. Entonces no solo veréis, sino que
sentiréis con todo vuestro ser el secreto de la larga vida de nuestro pueblo.
¡Porque somos un pueblo!
No hace caso del clamor del público, ni siquiera lo oye. Está inspirado. Pasa
de un tema a otro, de la poesía a la política, del nacionalismo al socialismo, del
laicismo a la mística. Todos pueden seguir sin dificultad el hilo de su discurso
errático. No arenga a la muchedumbre con la boca, sino con los brazos y las
piernas, los hombros, las rodillas, con todo el cuerpo. A veces le habla a su
puño, a veces a sus dedos. Va y viene, da la espalda al público, se vuelve, se
apoya contra la pared sin interrumpir su monólogo interminable. Golda tiene la

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Sélim Nassib El amante palestino

impresión de que hasta sus huesos hablan. ¿Hablan? Gritan, rabian, exhortan,
suplican. Su cuerpo está en trance, se mueve en una espiral, en una danza
sincopada que la mujer, asombrada, reconoce inmediatamente como lo que en
verdad es: una danza hasídica.

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Sélim Nassib El amante palestino

JERUSALÉN - TEL AVIV


1928

Parece que los rostros fuesen a su encuentro, cuando es ella la que avanza.
En los zocos árabes tortuosos y estrechos se abre paso entre el gentío y
acompañada por el olor a especias recorre el laberinto de callejuelas. Solo le
interesa la orientación general. Corre como alguien que ya no sabe qué hacer.
De repente aparece ante ella el Muro de las Lamentaciones. La calle es tan
angosta que, para contemplarlo oblicuamente, tiene que retroceder y levantar la
vista. Siempre se ha burlado de las piedras viejas, los judíos religiosos no son
amigos suyos. Llevan tanto tiempo viviendo en esta ciudad que se han
acomodado. Las dos mezquitas más sagradas asoman por encima del muro, el
Santo Sepulcro está a trescientos metros de allí. Las tres religiones juntas
abruman a Jerusalén, y Golda ni siquiera es creyente, pero su respiración es
anhelante, el corazón le late con fuerza. Se adelanta y lo toca con la palma
derecha. El contacto es cálido. Una vieja llorosa introduce en una rendija un
papel cuidadosamente doblado; es una súplica o un deseo dirigido a Dios, un
kvitlash. En el muro hay miles de ellos. Los judíos siempre han venido aquí a
lamentarse de la destrucción del templo y de ser un pueblo diseminado.
Envuelto en el manto ritual, un joven reza golpeando la piedra con la frente. Su
cuerpo en trance se desarticula. Inclina el busto, lo endereza, echa la cabeza
hacia atrás, pone los ojos en blanco. Se agita con gran violencia, como si quisiera
desprenderse de sus miembros. Es como si una fuerza superior se hubiera
apoderado de su cuerpo y él se debatiera desesperadamente para sacársela. Ya
no está «separado». El muro y él se han unido en un gozo delirante, en una
fusión orgánica.

David se da cuenta de que no ha comido nada desde el almuerzo del día


anterior. Hasta el hecho de encontrarse allí, en su oficina de la sede de la
Histadrut en Tel Aviv (tan atestada de documentos, tan bien ordenada en su

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Sélim Nassib El amante palestino

cabeza), le parece sorprendente. Se ha quedado trabajando hasta las cinco de la


madrugada y luego ha dormido en el sofá del rincón; a las ocho se ha
despertado y ha reanudado el trabajo. Noche y día son palabras que ya no
tienen mucho sentido para él. Su vida es un discurrir continuo, interrumpido de
vez en cuando por algunas horas de sueño. Decide salir a comer algo.
Recorre cabizbajo los concurridos pasillos de la Histadrut, baja por las
escaleras y se dirige rápidamente hacia la salida. Un rayo le recibe en la calle,
seguido inmediatamente de un estruendo infernal. Antes de que salga del
edificio ya empiezan a caer granizos como guisantes. Una mujer mayor,
encogida bajo el aguacero, con la cabeza cubierta con una tela de lana mojada,
se resguarda debajo del mismo voladizo. Deja las bolsas en el suelo, levanta la
vista hacia él y se asombra. Él también se asombra; es Golda. ¡Ha cambiado
tanto en dos semanas! No da crédito a sus ojos.
—¿Qué te ha pasado, Golda?
Los labios le tiemblan ligeramente, Golda es incapaz de pronunciar palabra.
David la rodea con los brazos y ella, con un movimiento compulsivo, esconde la
cara en su cuello.
—Golda, ¿qué te pasa? —vuelve a preguntar él.
—Tengo... que coger el autobús para volver a Jerusalén.
—Olvídalo. Cuéntame. Tenías tan buen aspecto la última vez...
—Es precisamente ese mitin del Primero de Mayo...
No logra decir nada más, se le saltan las lágrimas sin que pueda evitarlo.
Remez está atónito. La mujer joven, fuerte y prometedora que había conocido
en Degania ha perdido la confianza en sí misma. ¡Parece tan agotada,
desesperada e inútil!
—Mira —le dice en voz baja—, vamos al bar. Allí me lo cuentas.
Golda está demasiado extenuada para resistirse. Se agacha para coger las
bolsas pero Remez se le adelanta. La toma del brazo y camina con ella por la
acera. En el bar se sientan a una mesa apartada. Las palabras de Golda son
como sus lágrimas: no puede pararlas.
—Te juro, David, que durante todos estos años lo he intentado todo, de
veras que lo he intentado. He procurado cuidar a Morris y quererle como se
merece, le he dado dos hijos, no he parado ni un solo día, he llevado la casa, he
trabajado duro... No llegaba a fin de mes, nadie llega, hay tanta miseria... pero
era mi deber de buena madre, de buena esposa, un esfuerzo sobrehumano
durante cuatro años. Me hice experta en pobreza, pero eso no impidió que
pasáramos hambre. Recuerdo que un día me eché a llorar porque no nos
quedaba dinero para comprar petróleo de quemar. ¿Te imaginas?
—No entiendo por qué te has dejado hundir así sin reaccionar.

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Sélim Nassib El amante palestino

—En eso consiste ser sionista, ¿no? —dice ella esbozando una sonrisa—. En
venir a Palestina, alegrarnos solo por el hecho de estar aquí y sufrir, sí, sufrir...
Dejé pasar las semanas, una tras otra. Pensaba que me estaba acostumbrando,
que acabaría acostumbrándome.
—¿Por qué no viniste a verme?
—¿Y qué te iba a decir? ¿Que la vida es difícil? Más lo era en Merhavia.
Pero allí teníamos otra motivación.
—A lo mejor estás hecha para la vida de kibbutz.
—Es lo que pensé yo también. Hace dos años, cuando Menahem tenía seis
meses, decidí irme a vivir a Merhavia con él. Era tan desdichada que Morris nos
dejó ir. Pero el kibbutz había cambiado: el pantano desecado, eucaliptos por
todas partes, césped... Yo quería volver a labrar la tierra, pero me encargaron la
guardería; tenía que cuidar de nueve niños, incluido el mío. Empecé a añorar a
Morris mucho más de lo que hubiera imaginado. Solo aguanté seis meses.
Cuando volví a Jerusalén con mi niño, ¡Morris se puso tan contento! Creyó que
yo había superado la crisis y que por fin íbamos a ser felices. Un mes después
me quedé embarazada de Sara. No me daba cuenta de que dos niños pequeños
en casa no es lo mismo que uno solo. Tenía que dejar a Menahem con unos
vecinos y llevarme a Sara conmigo al colegio donde daba clase. Varias semanas
después del nacimiento de Sara empecé a hundirme de nuevo. Era demasiado
tarde para cambiar de idea otra vez. Creí que podría resignarme. Pero llegó ese
Primero de Mayo, y tu amigo Zalman lo desbarató todo.
—¿Zalman?
—Lo que dijo ese día me rompió el corazón. Me reveló que la vida que yo
soñaba era posible, volvió a abrir todas mis heridas. Ayer seguí el consejo que
dio a la muchedumbre: fui al muro. No creo en Dios, pero el muro está vivo.
Puedo hablarle, oírle, tener una relación con él. Es como una fortaleza que ha
conservado la tierra a la espera de que regresaran los judíos.
Remez toma la mano de Golda por encima de la mesa. Ella baja la mirada
para que no vea sus lágrimas.
—¡David! ¡No sé qué hacer, ya no puedo más! ¡No vine a Eretz Israel para
esto!
Llega la camarera con la consumición. Ambos aprovechan para tomar
aliento. Esperan en silencio mientras coloca los platos y las bebidas.
—Escucha —dice Remez—, tienes que comprender que te has impuesto un
esfuerzo sobrehumano, inhumano, al desviarte de tu vocación. Ese es el origen
de tu sufrimiento. Un sufrimiento que no ayuda, que no conduce a nada. Yo me
paso el día resolviendo problemas más complicados. Tengo un método sencillo.
Dejo a un lado lo afectivo para sopesar fríamente la dificultad y los
instrumentos para enfrentarse a ella.

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Sélim Nassib El amante palestino

—¡Entonces, si lo sabes, dime cómo puedo afrontarla yo!


—No soy yo quien lo sabe, sino tú. Te dejas agobiar por los sentimientos,
tus hijos, tu marido, tu culpabilidad...
—¿Qué intentas decirme?
—Que llevas cuatro años perdiendo el tiempo. Esa vida que te empeñas en
llevar en Jerusalén no es la tuya. Haz lo que sea para salir de ese atolladero.
—¿Cómo?
—Para empezar, deja de menospreciarte. Tú tienes un gran talento, Golda,
y eso es precisamente lo que necesita el movimiento sionista. Llevo dos
semanas buscando desesperadamente a alguien capaz de hacer un trabajo...
—¿Qué trabajo? —pregunta Golda al instante.
—Aquí mismo, en la sede de la Histadrut de Tel Aviv. Se trata de crear
granjas escuela para enseñar agricultura a las chicas. Los tiempos han
cambiado. Los inmigrantes son más escasos y al yishuv cada vez llegan más
mujeres solas, animosas pero sin experiencia. Se empeñan en hacer todos los
trabajos reservados a los hombres, incluso adoquinar carreteras. Lo que pasa es
que no tienen formación y no saben organizarse ni vivir juntas. En realidad
nadie sabe.
—¡Sería estupendo! —dice Golda, con un brillo repentino en los ojos—.
Pero hay que vivir en Tel Aviv.
—Es imprescindible. La Histadrut te facilitará un piso en el barrio donde
vivimos todos. Estarás bien, ya verás. Es inútil disimularlo: todos nosotros
detestamos Jerusalén y a sus religiosos. Ellos no nos aprecian, y les pagamos
con la misma moneda. Tel Aviv es nuestra ciudad, nuestro barrio, nuestro
gueto familiar.
—Pero ¿cómo me las arreglaré? Morris, los niños...
—No te pongas dramática —dice Remez con cierta severidad—. La
mayoría de los responsables de la Histadrut o del partido tienen familia, y eso
no les impide trabajar. Puedes traerte a los niños. Tu hermana vive en Tel Aviv,
seguro que te echa una mano con ellos. Todavía no te conozco bien, pero lo que
llevas dentro es más fuerte que tú, Golda Myerson. Ya es hora de que decidas lo
que quieres hacer con tu vida.

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Sélim Nassib El amante palestino

BEIRUT - HAIFA
1928

Llama y no contesta nadie. Tras la puerta tallada, la casa parece dormida.


Vuelve a llamar. El eco es el de una gran cueva vacía. Alza la vista hacia las
ventanas. El día es límpido, el aire está saturado de luz. A su espalda, el césped
y los bosquetes están cortados a la perfección. Todo está en orden, excepto ella.
Las lágrimas le asoman a los ojos. Llama con fuerza. Un ruido, le parece oír un
ruido dentro. Aguza el oído. Alguien se acerca. Apoyada en su bastón, Mireille,
la madre de Irene Pharaon, le abre.
—¡Nina, la bella Nina!
El piropo le sienta como un tiro. Desde hace algún tiempo todos la llaman
así. Es verdad que sus formas se han redondeado, que su cuerpo flaco ha
adquirido una plenitud y una gracia que atraen las miradas. Pero esas miradas
no la halagan, la molestan. No se gusta, no se siente bonita. A sus diecisiete
años y medio lo único que quiere es que la dejen en paz. Sin embargo, ese
mismo deseo, ese ruego, esa ira infantil acentúan su atractivo. ¿Qué se le va a
hacer? Se queda en el umbral. Los grillos invisibles de los pinos piñoneros del
jardín han despertado y su canto intermitente la aturde. Con los libros bajo el
brazo, intenta hablar con normalidad, pero le tiemblan los labios. Mireille le
sonríe como solo pueden hacerlo los sordos.
—¿Qué? ¿Qué dices? ¡Habla más fuerte!
—¡Digo que si está el tío Albert! —grita Nina.
—Qué barbaridad, ya no oigo nada. Vamos, entra. Voy a por mi
trompetilla.
De mala gana, Nina sigue a la anciana señora por la casa. Hay una
oscuridad crepuscular, todas las cortinas todavía están corridas. Botellas de
licor vacías, vasos sucios, naipes sin recoger en los tapices verdes... Es evidente
que aún no han pasado los criados. Sin embargo, ya son casi las doce. Mireille
ha ido a buscar su trompetilla. En el sofá grande del cuarto de estar Nina ve a
dos hombres dormidos. Da un paso atrás y tira un velador.

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Sélim Nassib El amante palestino

—¿Quién está ahí?


La muchacha levanta la vista. Asomada a la barandilla, Irene Pharaon la
está mirando. Todavía lleva puesto el camisón.
—Soy yo, tía Irene —dice Nina en voz baja.
—Ya veo que eres tú, Nina. ¿Qué quieres?
—Saber si está el tío Albert.
—¿Albert? Pues no. Se ha ido... como de costumbre.
—¿A Haifa?
Calcula que lleva suficiente dinero encima para pagar un taxi colectivo.
Puede plantarse en Haifa en tres horas.
—No, anoche volvió de Haifa y esta mañana se ha marchado otra vez...
vamos a ver... ¿A Ginebra? ¿A Londres? No lo sé. A alguna parte de Europa. Ha
dicho que estará fuera diez días.
—¡Ya la tengo! —dice Mireille, que entra en la sala con la trompetilla en la
mano—. ¿Qué me decías?
A Nina no le quedan fuerzas para abrir la boca. Desde el piso de arriba
Irene grita:
—¿Qué hora es? Nina, ¿quieres comer algo? Espera, ahora bajo. ¿Adónde
vas? ¡Nina!
Camina por la ciudad. Maquinalmente. Ya ha abierto el camino en un
sentido, desde el liceo. Esta vez deambula. Se desvía, pasa por calles que no ha
recorrido nunca. Sin saber cómo, llega a la carretera que bordea el mar. El
viento está cargado de sal que se le pega a la cara, se seca en sus labios. Camina
conteniendo las lágrimas. Si estuviera Albert, él sabría qué hacer. Se habría
interpuesto, le habría ofrecido un punto de apoyo. Ahora no tiene a nadie. Un
torbellino la tira de los pies. Nina se resiste con todas sus fuerzas y se abandona
al mismo tiempo. Extrañamente, se siente cómplice de lo que le sucede. Algo
dentro de ella se lo dice. Su cuerpo le pertenece, siempre lo ha creído. Ahora
comprueba que todavía forma parte del entorno familiar. La entregan y ella lo
consiente con pasividad. Eso le da asco. Si Albert hubiera querido, se habría ido
con él. Pero no quiere, no puede querer eso. Nina llora. Levanta la vista y se da
cuenta de que está delante del Arus el-Bahr, la Novia del Mar, un café popular
situado al pie del faro. Entra. Es muy grande, las mesas de madera están al aire
libre. No hay nadie. Se sienta, pide un té. Ha sido feliz en ese café, solía venir
con sus amigas. Tardes enteras hablando, riendo. No deja que los pensamientos
que la asaltan sigan su curso. Procura vivir el momento. El té demasiado dulce
irradia calor en su vientre. Mira las olas que rompen en las rocas, se concentra
en ellas, intenta dejarse llevar por su flujo y reflujo. No puede. No consigue
dejar de existir.

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Sélim Nassib El amante palestino

Son las siete de la tarde cuando abre la puerta de su casa. De la cocina


llegan ruidos de conversación. El comedor está iluminado, la mesa puesta. Hay
flores. No hay nadie en el salón. Aprovecha para subir furtivamente a su cuarto.
Cierra la puerta. En la cama está extendido su vestido más provocador, el del
gran escote.

El coche avanza despacio por la carretera de la costa, vacía esta mañana de


domingo. Los asientos son de cuero, el paisaje marino se tiñe de extraños
colores a través de los cristales ahumados. La luz especial de Beirut, la costa, el
olor del mar trazan una geografía familiar que Albert Pharaon reconoce con
deleite. Por más que diga, cada vez que regresa se le ensancha el corazón. Sin
embargo, Europa le gusta. Ha pasado allí dos semanas. Todos los asuntos que
tenía pendientes están despachados. Pero, en cuanto ha terminado, ha vuelto a
sentir añoranza de Oriente. En realidad, no acaba de estar a gusto ni aquí ni allí.
Vive con un pie en cada sitio. Desde hace cuatro años cree haber resuelto su
problema con ese constante ir y venir.
El coche sale de la carretera de la costa y se dirige hacia la parte alta de la
ciudad. A esas horas estarán todos dormidos. Podrá pasar por casa, cambiarse e
ir a las caballerizas sin tropezarse con nadie. Hanna detiene el coche al pie de la
escalinata doble que lleva a la puerta de entrada.
—Te voy a necesitar dentro de media hora —dice Albert antes de subir.
El chófer lleva las maletas y vuelve al lado del coche. No le ha dado tiempo
a encender un cigarrillo cuando Albert sale precipitadamente. No es el mismo
hombre. Pálido, nervioso, con las mandíbulas apretadas, aparta a Hanna, que le
abría la portezuela trasera, se pone al volante y arranca en tromba.
—¡Albert, qué sorpresa! ¡Tan temprano! Creía que estabas en Milán... en
Zurich, yo qué sé...
—No juegues conmigo, Marcelle. ¿Dónde está Nina?
El hermano y la hermana se conocen demasiado bien. Entre ellos todo es
formulario, hasta las peleas, hasta los rituales de combate. Marcelle de Kraym,
sacada de la cama, se muestra belicosa.
—¡Vaya modales! Vuelves de viaje, vienes a mi casa y no das ni los buenos
días. Solías ser más educado. ¿Qué te pasa, mi pobre Albert?
—¡Me pasa esto!
Le arroja a la cara la tarjeta: «El marqués Jacques de Kraym y señora tienen
el gusto de invitarle a la boda de su hija Nina...». Marcelle coge al vuelo la
invitación. Su risa es triunfal.
—¿Así que es esto lo que te pone frenético? Pero, queridísimo hermano, no
eres tú el concernido. Creía que habías venido a felicitarme.

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Sélim Nassib El amante palestino

Albert no está para sarcasmos. Su flema ha desaparecido. De repente le sale


de dentro el terrateniente, el vástago de una dinastía de amos acostumbrados a
mandar. Con tono tajante pregunta a Marcelle por qué y a qué precio ha
vendido a su hija. La madre de Nina se encara a él esbozando una sonrisa. El
poder y la riqueza también corren por sus venas. ¿El novio? Un egipcio
riquísimo que se la va a llevar a vivir a El Cairo. ¿Su edad? Treinta y seis años,
sí, más del doble de la edad de Nina, ¿y qué? ¿Que si puede ver a su sobrina?
Lástima, acaba de marcharse. ¿Adónde? A la montaña, a alguna parte, a algún
lugar seguro donde no tiene ninguna posibilidad de encontrarla.
—¡La has secuestrado! —dice él, blanco de ira.
—No seas ridículo, Albert. Te conozco. La he puesto a buen recaudo para
impedir que eches su futuro por la borda. Ya se enjugará las lágrimas, tu
querida niña. ¿Por quién la has tomado? ¿Por una mosquita muerta? ¿Por una
cría que no sabe lo que pasa? ¡Estás ciego, querido Albert, y es ella quien te ha
cegado! No te preocupes por ella, la conozco mejor que tú. Es mi hija, es fuerte.
—Tú no la conoces. Ni siquiera la has mirado a la cara.
—¿Por qué pierdo el tiempo contigo? ¿Es que no te das cuenta? El marqués
de Kraym casa a su hija e invita a la ceremonia a toda la alta sociedad de Líbano
y Palestina. Ya lo verás con tus propios ojos, acudirán todos. ¿Por qué no iban a
acudir? Es verdad que Jacques ha estado al borde de la ruina... pero solo al
borde. Aunque no lo creas, en unos años ha perdido en el juego los treinta y
siete pueblos que posee en Palestina con todas sus tierras. Jamás habría podido
obtener y dilapidar tanto dinero líquido si los judíos no hubieran pagado en
efectivo y a buen precio. Aunque lo hubiésemos vendido todo, las acciones, las
casas, el barco y los caballos, con eso no habría bastado para pagar las deudas.
Jacques no ha trabajado nunca. ¿Qué podíamos hacer? Corríamos el peligro de
quedarnos fuera del gran mundo, ¿entiendes? ¡Fuera del gran mundo!
Albert vuelve a ser dueño de sí. Se da cuenta de que su cuñado está en una
situación tan apurada que la única solución es hablar a Marcelle como hombre
de negocios.
—¿Cuánto necesitas para anularlo todo? —pregunta con voz apagada.
—Tu fortuna no sería suficiente —responde Marcelle—. ¿De qué me
serviría tener un hermano y un marido arruinados a la vez? De todos modos no
pienso estar oyendo hasta el fin de mis días que fuiste tú, Albert, quien nos
salvó.
—¿Prefieres que sea ese egipcio?
—Se ha portado con una generosidad increíble. Ha negociado la moratoria
de las deudas, nos ha librado de ellas pagando solo una fracción. Aparte de eso,
pone sobre la mesa una cantidad enorme, sin contar con lo que deberá pagar
más adelante. Ya ves el interés que tiene por Nina.

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Sélim Nassib El amante palestino

—Un excelente negocio, no cabe duda.


—¡Menos guasa! —grita Marcelle volviendo a sacar las uñas—. ¿Qué tiene
de particular? Los matrimonios siempre han servido para eso. Ahí está la
gracia. Jacques regresa al gran mundo. Eso es todo. No hay nada nuevo. ¿Crees
que alguien se preocupa por Nina? Tú eres el único, solo tú. Así que deja de
preocuparte y todo irá sobre ruedas. La próxima vez que la veas estará vestida
de blanco, radiante, a la entrada de la catedral, del brazo de su novio.
—Quiero oírle a ella decir que está de acuerdo. Es lo único que pido.
—¿Lo único que pides? ¿Con qué derecho? Nina es menor y está sometida
a la autoridad de sus padres. No tienes ningún poder sobre ella. No eres su
padre, ni su hermano, ni su prometido. Pero te veo tan alterado que no puedo
dejar de hacerme algunas preguntas.
—¿Qué preguntas?
—No te hagas el tonto conmigo. No sé lo que os traéis entre manos, pero es
evidente que te has encaprichado de la niña. Salta a la vista. Lo siento por ti; no
serás el primero en besarla.
Albert Pharaon siente como si le dieran un mazazo. Palidece, agita los
brazos con un gesto de estupefacción y disgusto. La presión es demasiado
fuerte. Coge un jarrón, lo levanta sobre su cabeza y lo estrella a los pies de su
hermana. Las criadas aparecen por todas partes. De pie entre los añicos,
Marcelle grita:
—¡Así que es verdad! ¡Le has echado el ojo a mi pequeña! ¡Eres un tío
desnaturalizado! ¡No, si ya lo decía yo! ¡Por fin te quitas la máscara! ¿Cómo te
atreves a juzgarnos? ¿Acaso tú te casaste por amor? ¿Eres feliz con tu mujer?
¿Con tus hijos? Cruzas los salones poniendo cara de asco pero en realidad eres
igual que nosotros, exactamente igual. ¡El mismo tren de vida, los mismos
defectos! Perteneces a este mundo, a nuestro mundo, con todo tu ser. ¿Crees
que te salvas por no jugar a las cartas? ¿Te crees superior por eso? Lo que pasa
es que tu ruleta, tu timba, es el hipódromo. Pobre infeliz, te has gastado una
fortuna para comprar un purasangre que a duras penas es capaz de terminar
una carrera. Juegas y pierdes; eres igual que nosotros. Y levantas cabeza, igual
que nosotros. ¡Nina no es tuya, nunca te pertenecerá! ¡Y ahora sal de aquí, no
quiero volver a verte!

Son las once de la mañana cuando Albert Pharaon abre la puerta de su casa.
Acaba de pasar dos horas largas en compañía de sus caballos. Ahora está muy
tranquilo. Todos duermen. Se sienta a su escritorio y firma unos papeles.

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Sélim Nassib El amante palestino

—Marwan, me marcho por la mañana. Aún no están deshechas las maletas,


mételas en el Bentley. Hanna me llevará a Haifa. Luego traerá el coche y lo
dejará aquí.
—¿Debo decirle algo a la señora Irene?
—Que me he ido. Nada más.
—¿Va a venir a la boda de su sobrina, el sábado que viene?
—Este documento es un título de propiedad de Shaitán, lo he puesto a
nombre de Nina. Entrégaselo con esta carta. Cuento contigo.
La voz del viejo Marwan se vuelve ronca al decir:
—Entonces, señor Albert... ¿ya no volveré a verle?

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Sélim Nassib El amante palestino

LA CASA ROSADA
1929

Sobre la ladera de una colina, la casa de Haifa mira al cielo de frente y a la


bahía desde lo alto. Las villas ocupan la cima; las casas burguesas, el nivel
intermedio, y los barrios populares, la ciudad baja, alrededor del puerto. Por la
carretera que desciende se cambia de clase social a cada revuelta. Reconocible
por su piedra rosada, Villa Pharaon está en la parte alta, aislada entre dos
niveles. Esta suspensión en una lujosa tierra de nadie es perfecta para Albert. El
cielo ocupa la mayor parte de su campo de visión, el mar vertiginoso está a sus
pies, las escasas nubes son sus vecinos más cercanos. Desde el balcón circular
del primer piso contempla distraídamente su jardín descuidado, el estanque
octogonal de agua verdosa y, más allá, el precipicio impresionante. Albert
espera la lenta caída del sol sobre el horizonte, los cambios progresivos de luz.
No espera nada más. En la vida social no hay nada capaz de distraerle de su
apacible ociosidad. La actualidad política, que intenta seguir, no es más que un
ruido de fondo, una algarabía confusa y machacona. Solo quiere que le dejen en
paz. No para siempre, pero al menos de momento. Como en convalecencia, en
cura de desintoxicación.
Nayar le trae la prensa de la tarde. Viste una chilaba blanca y se retira sin
hacer ruido. Albert ha despedido a todo el servicio de la Casa Rosada menos a
él. Hijo de un egipcio que sirvió a los Pharaon toda su vida, el joven se ha
encontrado de repente solo y con responsabilidades, lo cual le impresiona
mucho. La devoción le brilla en los ojos, y para expresarla procura no molestar
nunca, pasando de una habitación a otra como un fantasma. Albert le aprecia
por eso, por su fidelidad, su ligereza, su discreción.
Hojea los periódicos. No hay nada interesante. En realidad, no es que haya
tomado la decisión de marcharse de Beirut y vivir solo, pero la boda forzosa de
su sobrina ha acentuado su descontento vital. Incapaz de poner cara de
circunstancias en semejante simulacro, ha dado la espantada, en cierto modo,
no podía hacer otra cosa. La imagen de Nina le acosaba. Se la imaginaba en El

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Sélim Nassib El amante palestino

Cairo, recién salida de la adolescencia y ya vendida. El hecho de no haber


podido ayudarla le sacaba de quicio, y la idea de relacionarse con quienes la
habían entregado le ponía enfermo. Había regresado a Líbano quince días
después, pero volvió a marcharse enseguida. No sabía cómo comportarse, era
incapaz de saberlo. En Haifa hace como que trabaja recibiendo de vez en
cuando a los responsables de su banco. Le gusta esta ciudad, tan nueva y
mestiza que nadie puede decir realmente que es de allí. En Beirut se ocupa más
de sus caballos que de sus hijos. Su hija y su hijo crecen sin él y tienen la vida
resuelta. Para Albert son unos extraños, y sus intentos de acercamiento no
cambian las cosas. En cuanto a Irene, al principio no creía que él se había
marchado de casa. Cuando se dio cuenta, comenzó a escribirle unas
sorprendentes cartas de amor, que él leía en Haifa con gran asombro.
Representaba el papel de la mujer amorosa, abandonada, y había terminado por
creérselo. Albert ha aceptado el papel que ella le adjudica, el del hombre que
huye. Sus visitas a Beirut son cada vez más espaciadas. Pero no ha perdido del
todo la costumbre de guardar las apariencias. Su actitud flemática disimula su
cobardía. Si fuese más libre se habría divorciado. Pero no, se esconde entre el
cielo y el mar. El refugio es ideal. Aquí vive una experiencia solitaria y sensual,
un vértigo inmóvil.
—Nayar, esta noche no cenaré en casa.
El joven criado, sorprendido, se detiene. Esa noche se celebra en Jerusalén
el cumpleaños del rey de Inglaterra, y Albert tiene ganas de ir a la fiesta.
Después de varias semanas de soledad siente curiosidad por irrumpir
bruscamente en el gran mundo, en el gran teatro, aunque solo sea por una
noche.

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Sélim Nassib El amante palestino

EL CUMPLEAÑOS DEL REY


1929

Tres coches suben por la carretera sinuosa, entre los pinos. Golda está en el
asiento trasero del segundo. Por las ventanillas abiertas penetran olores
intensos de monte. Cuatro años de reclusión doméstica la han vuelto ávida de
vida, una avidez que le ha permitido superar los obstáculos para estar donde
está hoy. A su derecha se sienta Zalman Shazar, y a su izquierda, David Remez.
Este ha cumplido todas sus promesas, la ha instalado y presentado. Golda
podría haber caído en sus brazos, David lo notaba pero prefería tomarse su
tiempo; ya llegaría el momento. Su amigo Zalman se le había adelantado. Era él
quien había dado fuerzas a Golda para renunciar a su vida familiar, quien se la
había llevado. Golda le estaba agradecida, y amaba su poesía. Pero no se
comprometía con nadie. En amor su apetito también era insaciable. Había
conseguido que la aceptaran en ese grupo viril de relaciones informales y rudas,
sin cerrarse ninguna puerta.
Los coches se detienen ante la Government's House. El edificio bien
iluminado del alto comisariado se recorta contra el cielo del atardecer. Bajan.
David Ben Gurion, Isaac Ben Zvi, Moshé Sharett, David Remez, Zalman Shazar,
Levi Eshkol, Haim Arlosoroff, sus ayudantes y sus guardaespaldas. Golda es su
intérprete. En Tel Aviv viven en el mismo barrio y se reúnen en casa de uno u
otro para arreglar el mundo en general y Palestina en particular. Para ellos la
garden party no es un simple acontecimiento social, sino una incursión en un
campo de batalla donde hay que mostrarse y hacer frente al enemigo.

El cumpleaños del rey siempre ha emocionado a lord Herbert Charles


Plumer. Tanto da que se celebre en Malta, Rodesia o Jerusalén; un alto
comisario siempre está en un pedazo de Gran Bretaña. Muy ufano con su
uniforme blanco, recibe a sus invitados en compañía de lady Plumer, el amor de
su vida. Ambos paladean el consabido ceremonial. Con un fondo musical de

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Sélim Nassib El amante palestino

gaitas tocadas por los Seaforth Highlanders, por el césped van y vienen los
trajes y uniformes de siempre: notables del lugar, mujeres elegantes con
vestidos vaporosos, maestros y misioneros, en suma, la sociedad colonial
británica, ese mundillo dividido en clanes, ex alumnos de Oxford o Cambridge,
aficionados al críquet o al polo, llegados para homenajear a su querido
soberano.
Plumer fue un guerrero temible, un héroe de la Gran Guerra. Pero la
contienda ha terminado y ya no tiene ambición, su carrera ha acabado. Es feliz
en Palestina y le gustaría quedarse aquí. Desde su llegada ha pedido a los
comisarios de distrito que no le presenten el informe diario: «¡No hay situación
política, así que no la inventen!».
—Míralos —dice Osama a Albert—. Puedes mirarlos tranquilamente. Para
ellos somos invisibles.
En efecto, los británicos solo hablan con otros británicos. Los únicos que
reciben a los invitados judíos o árabes son los oficiales encargados del contacto
con los «nativos».
—Esa mujer tan elegante del abanico de nácar se llama Annie Landau —
prosigue Osama—. Es más inglesa que los ingleses y más judía que los
sionistas.
Osama es director del banco Barclays de Haifa, pero no lo parece. Es
miembro de la familia más importante de Jerusalén, que es lo mismo que decir
de Palestina. Pero las familias, la suya y las demás, le traen sin cuidado. Es la
oveja negra de los Huseini y solo piensa en divertirse. Sus calaveradas han
obligado al clan a buscarle una ocupación en Haifa, la que sea con tal de
apartarlo de Jerusalén. Su franqueza le ha valido la inquina general y la amistad
de Albert, que ahora goza del espectáculo. La luz rasante altera los colores y da
un aspecto irreal a las cosas. Al pie de la residencia monumental, el césped
parece movedizo. Unos soldados con túnica roja jalonan el amplio espacio,
recorrido por un ejército de sirvientes.
La gente se arremolina junto a las puertas del jardín. Acompañado de un
numeroso séquito, el tío de Osama, Hay Amin al-Huseini, gran muftí de
Jerusalén, hace su entrada con gran pompa, vestido con chilaba y manto
blancos. Solo tiene treinta y tres años, pero su estatura y el fuego de su mirada
revelan una energía natural atemperada por el ejercicio del poder. Lord y lady
Plumer bajan por la corta escalinata para ir al encuentro de su principal
invitado árabe. La sonrisa de Hay Amin sorprende por su encanto.
—Se rodea de una trama invisible de influencias y lealtades —dice Osama
—. Tíos, primos, sobrinos... Todos están aquí, y todos vendidos a los británicos.
Ninguno me mira a la cara. Cuando me tropiezo con ellos hay como un agujero
en sus ojos. Están convencidos de que son los dirigentes naturales de la

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Sélim Nassib El amante palestino

sociedad palestina. Pero las elecciones acaba de ganarlas la familia rival, los
Nashashibi. Cuando el primer alto comisario británico nombró gran muftí a mi
tío, acto seguido le ofreció a Ragueb al-Nashashibi la alcaldía de Jerusalén. Así,
comprando a las dos familias rivales (y a las que dependen de ellas), los
británicos controlan el «poder» palestino y su «oposición», y la paz reina en el
país desde hace años. Los británicos imponen su tutela de la misma forma en
todos los rincones de su imperio. ¡Pero aquí la diferencia son los judíos!
El hombre que dirige la delegación judía es rechoncho, paticorto, moreno,
de frente amplia, y va muy mal vestido. Su chaqueta, demasiado estrecha,
parece a punto de reventar y el nudo de su corbata, más bien flojo, cierra una
camisa mal planchada. Sin embargo, da una clara impresión de energía intensa,
contenida. Tiene aspecto de bulldog... o de toro, piensa Albert al reconocer a
Ben Gurion, cuya foto ha visto a menudo en los periódicos. Los que le
acompañan (media docena de hombres y una mujer) no visten mejor que él.
Pero no parecen cohibidos, sino, por el contrario, muy seguros de sí mismos.
Lord y lady Plumer se vuelven hacia Ben Gurion, procurando mostrarse
exactamente igual de cordiales y amables que hace un momento con Hay Amin
al-Huseini. El alto comisario retiene al dignatario árabe, que se escabullía. Abre
los brazos e invita a los jefes de los dos bandos enfrentados a estrecharse la
mano; lo hacen a regañadientes, entre los aplausos de los invitados.
—Ahí tienes una fantasía británica —susurra Osama—; este shakehand será
portada en los periódicos de mañana.
Los británicos y sus esposas se agolpan alrededor de Hay Amin y su
séquito. Para ellos representan el Oriente, el exotismo y la emoción del
despotismo que andan buscando. Todas las imágenes bíblicas que tienen en la
mente, los pastores vestidos como en el tiempo de Abraham, las palmeras, las
dunas, las caravanas de camellos, están encarnadas por los árabes. En cambio,
nadie presta atención a Ben Gurion y sus acompañantes. En Londres los
británicos favorecen el sionismo, mientras que en Jerusalén los judíos les
incomodan. Saben que reconocen la autoridad británica solo de boquilla.
—Puede que los árabes sean engatusadores —dice Osama—, pero
generalmente se muestran sumisos y simpáticos. Son buenos súbditos. «Por lo
menos parecen contentos de vernos», me dijo un día un oficial británico que se
quejaba de la rudeza de los judíos. Y añadió: «Cuando los ingleses vienen a
Palestina, al principio son más o menos projudíos, enseguida se vuelven
proárabes y acaban siempre probritánicos».
Osama le señala a Albert todos los personajes judíos que van pasando:
Pinhas Rutenberg, que ha obtenido la concesión de la red eléctrica de Tel Aviv,
Yafo, Haifa y las demás ciudades importantes del país salvo Jerusalén; Ehud
Ben Yehuda, hijo de Eliezer Ben Yehuda, el hombre que sacó el hebreo de la

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Sélim Nassib El amante palestino

Biblia para convertirlo en un idioma corriente, y Zalman Shazar, dueño de


Davar, el periódico del partido laborista.
—La ideología, el fomento del hebreo, la moral del ejército, ahí le tienes.
Está hablando con David Remez, el hombre que dirige el imperio sindical de la
Histadrut y la empresa gigante de obras públicas Solel Boneh.
—¿Y la mujer que va con ellos?
—Es la primera vez que la veo.
Aunque está lejos, la figura femenina llama la atención de Albert Pharaon.
Se mueve, habla, ríe. La melena espesa y negra le cae sobre los hombros y
acompaña los movimientos vivos de su cabeza. Lleva un vestido de color crema
sobrio, como de obrera endomingada, pero su manera de moverse denota una
gran libertad. Parece decidida y arisca, pero al mismo tiempo amable. No hay
frivolidad ni afectación alguna en ese cuerpo.

Golda observa a Zalman Shazar. Detrás de sus gafas con montura de plata
los ojos de su amante no paran quietos, como si absorbieran la realidad con
avidez y no se les escapara un detalle. Él le dice a media voz:
—Los árabes camelan a los británicos, pero no les sirve de nada. Están
perdidos. No saben por dónde se andan ni lo que deben hacer. Los ingleses nos
sonríen, pero hasta su modo de querernos es antisemita. Nos han prometido un
hogar nacional en Palestina, sostienen que este país es nuestra patria natural.
Pero lo hacen para enviarnos a sus judíos y librarse de ellos.
La noche empieza a caer, las luces del jardín se encienden. Los grupos se
mezclan más. Albert tiene ganas de marcharse, Osama quiere quedarse. Un
hombre de unos cuarenta años se les acerca; es un palestino con traje claro,
bigote fino, diente de oro y sortija de sello.
—¡El ermitaño de la Casa Rosada, por fin! De todos mis vecinos, usted es
sin duda el que menos se deja ver. Me presento: Hasan Chukri, alcalde de
Haifa.
Albert estrecha la mano tendida. Chukri es la última persona con quien
querría tropezarse. Este notable de origen turco, cuyo poder se basa en el
clientelismo, no le inspira la menor simpatía. Marginado por los británicos, se
ha empeñado en demostrar que es más probritánico que nadie, hasta el extremo
de defender su proyecto de un hogar nacional judío. Las elecciones municipales
que acaba de ganar, con dos candidatos judíos sionistas en su lista, le ha vuelto
a abrir las puertas del ayuntamiento.
—Le felicito por su victoria en las municipales —dice Osama para sacar del
apuro a Albert, que no acierta a pronunciar palabra.

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Sélim Nassib El amante palestino

—Usted tiene una gran reputación, señor Osama, pero tampoco es fácil de
ver. Conozco personalmente a todos los miembros de su familia. No puedo
decir que me aprecien mucho (la rivalidad política es algo normal), pero lo que
nos une es más fuerte que lo que nos divide. ¿Acaso no somos musulmanes?
¿No compartimos la misma lengua y la misma cultura? Pertenecemos al mismo
mundo y, cada cual a su manera, tratamos de afrontar las situaciones nuevas.
Dicen que usted es un hombre fuera de lo común. Me gustaría saber cómo les
hace frente usted.
—Mal. Tengo que reconocerlo. Muy mal.
—¿Por qué?
—Me vine a vivir a Haifa hace algún tiempo. Pensaba que podría llevar una
vida tranquila, apartado de los trajines políticos. Pero cada vez me resulta más
difícil.
—¿Cuál es el motivo?
—¡El motivo son los comunistas! No quiero echarles la culpa a sus amigos
judíos, seguramente ellos no lo sabían, pero creo que un número indeterminado
de inmigrantes rusos han fingido ser sionistas para venir a Palestina, y aquí se
han quitado la máscara y han izado la bandera roja. ¿Me oye bien? ¡La bandera
roja!
—Sí, sí, le oigo. No hace falta que grite.
—¿Y qué dicen esos bolcheviques que han instalado su buró político en
Haifa? ¡Dicen que los campesinos árabes deben rebelarse contra sus señores
feudales, contra los efendis que los explotan, los oprimen y les chupan la
sangre!
—No se altere por eso, no vale la pena...
—¡Me altero porque es escandaloso! Mi familia y la suya tienen diferencias
políticas, pero estamos de acuerdo en preservar el orden social y mantener a
raya a los bolcheviques, los anarquistas y todos cuantos intentan sublevar a
nuestros campesinos contra nosotros. ¡Es lo mínimo!
Albert se da la vuelta, intentando contener la risa. Varios miembros de la
tribu Huseini están visiblemente nerviosos. Osama, fuera de sí, llama la
atención de todos. Con la frente sudorosa, Hasan Chukri procura tranquilizarle.
—Los comunistas de Haifa son una pequeña minoría. Le aseguro que no
van a alterar la tranquilidad de la ciudad ni la suya personal. Como alcalde, le
doy mi palabra.
—Tomo buena nota, señor Chukri, pero hay cosas peores aún. Desde hace
algún tiempo, frente a mi casa, en mi propia calle, tanto en el centro de la
ciudad como en las tierras baldías que están junto a la playa, cada vez hay más
vagabundos. No sé de dónde vienen ni lo que pretenden. Se plantan ahí sin
hacer nada, día y noche, mirando a los transeúntes con ojos de criminales y

46
Sélim Nassib El amante palestino

tramando vaya usted a saber qué fechorías. Son chusma, escoria. Atemorizan a
la gente. ¡Cada vez hay más! No entiendo a qué está esperando el ayuntamiento
para echarles de la ciudad.
—Mi querido señor Osama, no es tan fácil. Usted sabe tan bien como yo
que la mayoría de esas personas son campesinos inofensivos que se han
quedado sin trabajo y sin tierra... Es posible que entre ellos se hayan infiltrado
algunos delincuentes sedientos de venganza, pero no es motivo para...
—¿Por qué se han quedado sin trabajo y sin tierra? Porque la tierra se la
han comprado esos sionistas amigos de usted. Y ahora esos muertos de hambre
son responsabilidad suya. ¿Qué piensa hacer con ellos? También son sus
vecinos, que yo sepa.
—Se equivoca. No son de Haifa. Son campesinos que han venido a la
ciudad a buscar trabajo. Pero no hay trabajo. Ni siquiera lo encuentran los
judíos. Por razones estrictamente humanitarias no puedo decirles que se vayan
por donde han venido. Sería muy peligroso. Además, ¿adónde irían? La
situación es igual por doquier.
—Así que usted no puede hacer nada —insiste Osama—. ¡Eso quiere decir
que las cosas no van a cambiar!
Sin saber a qué santo encomendarse, Hasan Chukri ve que se acercan
David Remez y su acompañante.
—David, dichosos los ojos —dice—. Quiero presentarte a dos amigos:
Osama al-Huseini, sobrino de Hay Amin, y Albert Pharaon, propietario del
banco Pharaon.
—Encantado.
—Este es mi amigo David Remez —prosigue el alcalde de Haifa—, ya
habrán oído hablar de él. Y la señorita, la señora. ..
—... Golda Myerson.
Ella misma se presenta. El aplomo en su voz, el gesto, la mirada confirman
la primera impresión de Albert. Cuando la mano de la joven estrecha la suya,
nota en ella un ligero estremecimiento; la turbación asoma a su rostro, por un
momento pierde su seguridad. La mujer ya se ha recobrado, pero el joven
banquero no puede olvidar lo que acaba de percibir: la emoción bajo el
caparazón, la fragilidad. Pese a todo, ella le mira a los ojos, sin tratar de negarlo.
Eso le atrae aún más. Hay algo en ella que escruta y busca, algo desnudo,
impúdico, revelador de que irá hasta el fondo, sea cual sea ese fondo. Albert no
podría expresarlo mejor. Esa mujer de unos treinta años y rasgos finos interroga
de manera muda e insistente, como si en sus ojos no se hubiera resuelto aún el
enigma.
Golda se repone a duras penas. Creía que estaba saludando a un hombre,
un banquero, y de repente ha visto a otro: a su amigo Noam Pinski, resucitado

47
Sélim Nassib El amante palestino

de entre los muertos. Ese judío ucraniano había nacido en la misma ciudad que
ella, pero le había conocido en Milwaukee. Él tenía veintitrés años y ella,
catorce. Era guapo, y fue el primer hombre al que tuvo ganas de entregarse.
Incluso había decidido hacerlo, pero dos o tres semanas después él se cayó al
agua cuando pescaba en el lago y se ahogó. La muerte había fijado una imagen
de él eternamente joven. Y de pronto reaparece aquí, en Jerusalén, con los
rasgos de un extranjero. El parecido solo dura unos segundos. Cuando vuelve a
mirar, la mujer ya no lo encuentra tan asombroso e incluso llega a dudar de que
exista. La nariz no es la misma, ni la boca, tampoco la frente. Pero los gestos del
banquero, su forma de mover la cabeza, la fluidez que emana de él, todos esos
elementos inmateriales producen un precipitado fugaz que da cuerpo a Pinski.
Se queda con su nombre, Albert Pharaon, le gusta. Por su forma de vestir y su
porte, se diría que es europeo. Las primeras palabras que pronuncia confirman
esta impresión; su inglés es perfecto. Sin embargo, un ligero acento, unido a su
apellido exótico, contradice lo anterior. Golda no sabe a qué atenerse. Lo mira y
no consigue clasificarlo, como suele, en una categoría. Un híbrido, una
paradoja, uno de esos seres originales cuyo secreto guarda Oriente. Albert
Pharaon.
Curiosamente, él parece turbado. Golda nota que le cuesta separarse de
ella. A Pinski le pasaba lo mismo. La miraba con aire soñador y pensaba:
Todavía es demasiado joven (por lo menos eso supuso ella siempre). El
banquero también parece soñador. Ni siquiera escucha lo que le acaba de decir
Remez.
—Perdone —dice tras reponerse—, no le he oído.
—Le preguntaba si su banco pertenece a un grupo internacional o es local.
A Albert no se le escapa la sonrisa divertida de Osama al-Huseini, que
espera su respuesta.
—Es un banco familiar palestino-libanés —contesta.
—Y si yo le dijera: trabajemos juntos, ¿qué me respondería?
—¿Trabajar en qué, señor Remez?
—Me resulta un poco difícil decirlo en inglés...
Se vuelve hacia Golda y le habla en yiddish. Ella va traduciendo:
—La empresa de obras públicas Solel Boneh necesita financiación, y su
banco sin duda estará interesado en el desarrollo del país. Pueden prestarnos
dinero a un determinado interés, o invertir en algunos proyectos.
Albert apenas entiende lo que la mujer dice. Se recrea en el sonido de su
voz. Suave y acariciadora, no necesita elevarse para dar una sensación de
poder. Incluso cuando la joven ha dejado de traducir, Albert tiene la impresión
de que su diálogo prosigue.

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Sélim Nassib El amante palestino

—Todo depende de la clase de proyecto —interviene Osama de forma


intempestiva—. Soy el director del Barclays de Haifa. Si el negocio es
interesante, mi banco podría asociarse con el de Albert Pharaon.
Remez está sorprendido. No esperaba que un miembro del clan Huseini le
hiciese semejante propuesta. Sin esperar a la traducción de Golda, en su mal
inglés pregunta a Osama qué negocios podrían compartir.
—Precisamente estaba hablando de ello con el alcalde de Haifa —contesta
Osama—. Cada vez hay más gente sin casa en esta ciudad. ¿Por qué no
elaboramos juntos un plan ambicioso de viviendas populares para que tengan
un techo? Lo podríamos financiar conjuntamente, y Solel Boneh se encargaría
de la construcción. Ustedes tienen experiencia, puesto que construyen colonias
enteras.
Remez acoge la propuesta en silencio. Al cabo de un momento sonríe
maliciosamente.
—Querido señor Huseini, este jueguecito no resulta muy útil a la larga. Los
negocios son los negocios y la política, la política. Yo con ustedes solo quiero
hablar de negocios. ¿Qué me dice, señor Pharaon?
—No le prestaré dinero —dice Albert con un tono tranquilo y firme— ni le
venderé un solo dunum de mis tierras.
—¿Por qué? —pregunta Golda de inmediato.
—Porque me opongo por principio a una empresa que solo favorezca el
desarrollo de la sociedad judía en Palestina.
Golda y Albert se miran a los ojos durante un rato, como si jugaran a ver
quién baja antes la mirada.
—¿Sabe una cosa? —dice Remez con una sonrisa—. Entre nosotros, en el
movimiento sionista, he oído los mismos argumentos. Unos quieren que el
hogar nacional se desarrolle sin dejar de ser como hasta ahora, estrictamente
judío. A fin de cuentas, es nuestro proyecto inicial. Otros, en cambio, creen que
es preciso colaborar con la población local e incluso construir con ella una
sociedad binacional. No le ocultaré que esta tendencia es muy minoritaria.
¿Cómo no iba a serlo si los hombres como ustedes, abiertos, ricos, cierran las
puertas a cualquier forma de colaboración?
—Yo no cierro ninguna puerta —observa Albert—. Desde cierto punto de
vista incluso me alegro de que estén ustedes aquí, en Palestina. Pero vayamos al
grano. Estoy dispuesto a poner una libra esterlina sobre la mesa cada vez que
ustedes pongan otra, a condición de que ese dinero sirva para sufragar un
proyecto de desarrollo que beneficie a los judíos y a los árabes.
—Tendríamos que hablarlo en un lugar y un momento más adecuados —
afirma Remez—. Esta es mi tarjeta.

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Sélim Nassib El amante palestino

Sus gestos son fluidos, su aplomo, natural; no tiene tiempo que perder. Se
inclina y coge a Golda del brazo. Pero no es fácil librarse de la oveja negra de
los Huseini.
—¡Esa idea de los proyectos comunes es excelente! Estoy seguro de que el
Barclays estaría interesado. A fin de cuentas, fomentar la cooperación entre
judíos y árabes es el fundamento del mandato británico en Palestina. Ahí está
John Fillmore, vamos a preguntárselo. ¡John! Creo que ya conoce a Albert.
¿Quiere unirse a nosotros un momento?
John Fillmore se acerca acompañado de dos británicos, uno de paisano y el
otro uniformado, a los que presenta: sir Charles Montagu, del gabinete del alto
comisario, y Raymond Cafferata, jefe de la policía de Hebrón. En pocas palabras
Osama les pone al corriente de la conversación. Fillmore parece dubitativo.
—De entrada la idea es buena —afirma—, pero requiere una fuerte
voluntad política. Todos sabemos que en Palestina el problema no es solo
económico.
—En nombre de las autoridades mandatarias —interviene de forma
inopinada sir Charles Montagu—, puedo asegurarles que el gobierno de Su
Majestad vería con buenos ojos esta clase de proyectos. Soy miembro del
gabinete de lord Plumer y les aseguro que, si esta iniciativa sigue adelante, el
alto comisario hará lo que esté en su mano para favorecerla.
La intervención de Montagu sorprende a Albert. Por su aspecto y su
actitud, el hombre parece uno de esos oficiales británicos destinados al último
rincón del imperio. En principio debería adoptar la misma actitud discreta que
su administración, pero da la impresión de que la situación de Palestina le
afecta personalmente. Golda traduce al yiddish sus palabras. Remez parece
pensativo. Lo que había empezado como una conversación más bien
provocadora se está convirtiendo en un diálogo casi oficial. Exageradamente
afable, dice a través de Golda:
—Me alegro de hablar con usted, sir Montagu. Conocí a su tío, lord Edwin
Montagu, cuando era ministro de Su Majestad. Pertenece usted a una vieja y
noble familia judía inglesa y es para mí un honor darle la bienvenida a nuestra
casa, Eretz Israel.
—El gusto es mío —responde Montagu con tono glacial—. Acabo de llegar
a esta Palestina donde varias comunidades llevan mucho tiempo conviviendo
armoniosamente. ¿Qué piensa de la propuesta que acabamos de oír?
—Me parece tentadora, pero comprenderá que no estoy autorizado para
dar una respuesta sin consultarlo. Propongo que lo hablemos por separado,
cada cual con los suyos, y volvamos a reunimos, si llega el caso, para tratar del
asunto.

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Sélim Nassib El amante palestino

En los últimos gestos de Albert, su forma de inclinar la cabeza y levantarla,


ha reaparecido el fantasma de Noam Pinski. Cuando Golda se aleja con Remez,
se vuelve varias veces. Es como si Oriente le jugase una mala pasada. Para
disimular su turbación pregunta a Remez quién es Charles Montagu.
—El sobrino de un judío inglés, enemigo feroz del sionismo —contesta el
hombre—. Cuando se hizo la Declaración Balfour, Edwin Montagu era
miembro del gobierno británico y mandó una carta de protesta al primer
ministro, Lloyd George; decía que, si Palestina se convertía en el hogar nacional
del pueblo judío, «todas las organizaciones y todos los periódicos antisemitas se
preguntarán qué derecho tiene un judío a desempeñar una función en el
gobierno británico». El sobrino no es mejor que el tío. Pero nos avisaron tarde.
No pudimos hacer nada para impedir su nombramiento. Ahí le tenemos.
—¿Y entonces?
—Entonces, nada. Estas escaramuzas son frecuentes, es un juego social. La
conversación que acabas de oír quedará en nada. Todos lo saben. De vez en
cuando nos entretenemos con trifulcas como esta.

Osama quiere marcharse, pero Albert ya no tiene prisa. Golda Myerson le


ha dejado en un estado extraño, un poco desconcertado. Solo puede decir que le
ha impresionado y, en cierto modo, perturbado, pero esa turbación no le
desagrada. Le gustaría comprender, aunque tampoco está muy seguro. Su
deseo es abstracto, distraído. Sencillamente, no quiere marcharse de una fiesta
en la que siente la presencia de esa mujer. La ha perdido de vista pero le ha
quedado grabada su imagen, sus gestos, su sonrisa, su forma de mover el
vestido al darse la vuelta. No se había sentido tan intrigado desde... ¿cuándo?
¿Por qué una mujer tan segura se muestra tan trémula, y en especial con él? Sin
embargo, pertenece al clan sionista. Entre la posición de Remez y la suya no hay
diferencia. Sus gestos, su forma de moverse, las miradas que cruzan revelan
una confianza entre ellos de la que están excluidos los demás. Albert tiene la
impresión de que sin quererlo ha tocado el punto sensible de la joven, el punto
débil de su coraza. Él también está afectado, incómodo, nervioso. Le viene bien
la confusión que le rodea. El alcalde de Haifa ha desaparecido. Osama está
tirando de la lengua a Charles Montagu y se topa con la cortesía infranqueable
del diplomático. El oficial de policía Raymond Cafferata es más locuaz, pero
nadie atiende a lo que dice. Albert caza al vuelo unas frases:
—... hasta que me di cuenta de que era su timidez lo que me hacía sentir
torpe —dice Cafferata—. En cuanto me ve, retrocede y se da la vuelta, como si
quisiera esconderse. Es la primera vez que tengo una relación así con una
yegua, pero ¡menuda yegua!

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Sélim Nassib El amante palestino

—¿Tiene caballos? —le pregunta Albert volviendo repentinamente a la


realidad.
Observa por primera vez al oficial británico. Bien parecido, con algo de
campesino, quizá de buena familia, muy poco marcial a pesar de su uniforme
impecable.
—No son míos, sino de la brigada de Hebrón —contesta—, quince policías
de a pie y dieciocho a caballo, todos árabes excepto un judío. Tenemos una
cuadra con veinte monturas. No son nada del otro mundo, pero me gustan
mucho los caballos y me ocupo de ellos. La verdad es que no hay mucho que
hacer. En Hebrón soy el único británico, además de dos viejas misioneras. Allí
reina la tranquilidad y me paso el día a caballo, haciendo la ronda de los
cuarenta pueblos que están bajo mi autoridad. ¿Usted entiende de caballos?
Ahora lo comprende. Lo que le ha impresionado no ha sido lo que decía o
pensaba Golda Myerson, sino el animal que tenía ante sí. La ha visto moverse,
reír, darse la vuelta al marcharse. Ha descubierto algo en ella, un secreto, esa
mezcla improbable de fiera y pájaro herido. Ella no ha bajado la mirada. Ahora
Albert piensa que la ha mirado con la misma emoción que siente al mirar a...
—Los caballos son mi pasión —contesta, con ojos chispeantes.
—¡Venga a ver los míos! No son purasangres, pero tienen nervio y encanto.
Le enseñaré la yegua de la que hablaba. Y, a caballo, la comarca de Hebrón es
una maravilla. Si le gusta montar, se la mostraré.
—Es usted muy amable.
—Hum... Debo confesar que me siento un poco solo allí. Será bien recibido,
señor Pharaon. Anytime!
Otras personas se han puesto a hablar, Albert ya no sabe muy bien dónde
está. Osama ha desaparecido, ya ha caído la noche. Hay demasiado ruido y las
voces son demasiado fuertes. El viento ha cambiado de dirección y trae un
fuerte aroma de retama. Unos metros más allá ha empezado a tocar una
orquesta. Albert se da cuenta de que está al borde de una pista de baile
preparada sobre el césped. El grupito que le rodea se disuelve. Al quedarse solo
busca a Osama con la vista y no lo ve por ninguna parte. Para alejarse de la
música e ir en su busca cruza el césped de punta a punta, en dirección contraria
a los invitados, que caminan lentamente hacia la pista.
—¿Se ha perdido?
Se vuelve. Es ella. Y esa mirada que atraviesa, pero esta vez con un brillo
irónico que no había visto antes.
—Del todo —contesta.
Ella suelta una risita alegre, sorprendente en una mujer tan seria.
Enseguida se contiene. Se miran a los ojos. Los de Golda son muy azules, casi
translúcidos; puede mantener la mirada durante un rato sin pronunciar palabra.

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Sélim Nassib El amante palestino

Ahora casi todos los invitados están al otro lado del jardín, envueltos en un halo
de luz y música. Albert y Golda permanecen inmóviles en la oscuridad. Ella
vuelve a hablar, directa:
—Hace un momento me llevé una sorpresa enorme cuando le vi. Me
recordó a un amigo al que conocí en América. Resulta desconcertante, porque el
parecido tiene eclipses, aparece y desaparece.
—¿Quién es ese hombre?
—Se llamaba Noam Pinski. Su misma estatura, sus mismos gestos... y ahora
su misma sonrisa. Es terrible.
—¿Está muerto?
—Un accidente. Hace mucho.
—Lo siento.
—¿No será usted judío por casualidad?
—No. ¿Por qué?
—No lo sé. Qué raro... Si quiere le enseño unas fotos.
—Con mucho gusto.
Podría haber añadido que él también se había fijado en ella, incluso antes
de que se la presentaran. Pero no lo hace. Se siente incapaz de seducirla.
Prefiere el silencio, más acorde con el misterio de sentirse tan bien con esa
desconocida.
—¿Sabe una cosa? —dice Golda—. ¡No acabo de hacerme a la idea de que
sea usted árabe!
Albert sonríe sin decir nada. La mirada de la mujer se ilumina con un brillo
fugaz.
—¿Por qué dijo antes que se alegraba de que los judíos hayan venido a
Palestina?
—Dije: desde cierto punto de vista.
—¿Cuál?
—El mío, desde el que la estoy viendo, aquí, bajo el cielo inglés. Extranjera,
enormemente atractiva. Nadie se cree que usted vaya a fundar un Estado judío
en Palestina. Pero su fantasía tendrá unas consecuencias que no se imagina. Va
a arrojarnos en la modernidad como langostas en el agua hirviendo. Sin querer,
va a hacer que la sociedad tradicional, agobiante, a la que pertenezco se
desperece y tal vez estalle en pedazos.
—¿Es que me ha tomado por el príncipe azul? —pregunta ella, incrédula.
—Sus métodos son algo más brutales.
Golda mueve la cabeza y sonríe.
—¿Qué estoy haciendo aquí? Soy víctima de un parecido.
—No tiene aspecto de víctima.
—Gracias, pero eso no cambia nada. En realidad, usted me está vedado.

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Sélim Nassib El amante palestino

—¿Le han prohibido relacionarse con árabes?


—¡En absoluto! —contesta ella entre risas—. Además, usted no es árabe.
El eco de lo que dice resuena curiosamente en sus propios oídos. Quería
bromear y sus palabras caen en un silencio que se prolonga. Ninguno de los dos
se aparta. Y, como callan de nuevo, su proximidad resulta embarazosa. Hace un
momento se ha recogido el pelo, y tiene la frente y la cara despejada. Albert
observa de cerca su determinación, acentuada por la mirada penetrante y los
labios finos. Sin maquillaje, sin artificios. Una judía, piensa, sin saber muy bien
qué evoca en su mente esta palabra. Lo único que siente es que esa mujer joven
que le atrae no le pone obstáculos (tal vez no se los pone a nadie). Como si
careciese de esa capacidad de defensa, de repliegue, que sirve para guardar las
distancias. Si alargase la mano y la tocase, ella dejaría que lo hiciera.
Golda da repentinamente un paso atrás, como si volviese en sí. En ese
preciso momento se oye una fuerte explosión. Al instante aparece una corola
luminosa en el cielo negro, seguida de otras. ¡Fuegos artificiales! ¡Los fuegos
artificiales del cumpleaños del rey! Lo habían olvidado por completo. Los
cohetes se suceden a buen ritmo. Ellos miran juntos el cielo, que no termina de
apagarse. Albert observa a Golda a hurtadillas. Parece fascinada. Cada
explosión luminosa le arranca un gritito de alegría. Levanta los brazos, pero se
contiene, Albert nota que se contiene.
—Volvamos a vernos —dice él con voz un poco apagada, tocándole el
brazo.
Ella se vuelve y le mira, desde tan cerca que Albert puede ver el reflejo de
los fuegos artificiales en sus ojos.
—¿Dónde? —pregunta Golda.
—Donde quiera, fuera de la protección de los británicos.
—Estoy ocupada todos los días desde las siete de la mañana hasta las doce
de la noche.
—Pues entonces a las doce.
Golda le sostiene la mirada, no hay la menor vacilación en su voz cuando
dice:
—En mi casa de Tel Aviv, el jueves que viene. Le enseñaré fotos de Noam
Pinski.

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Sélim Nassib El amante palestino

LA CITA
1929

Reconoce sus voces en el hueco de la escalera. Mantiene la puerta abierta


para que entren, con la sensación de ser transparente. Invaden el piso, se sirven
unas copas, salen al balcón, se instalan en el salón sin dejar de hablar; al pasar
por la ciudad vieja de Jerusalén, Ehud Ben Yehuda ha visto a unos obreros
árabes rellenando una grieta en el muro. Remez afirma que esas supuestas
reparaciones en realidad son maniobras para arrogarse la propiedad del
edificio. Katznelson propone que escriban de inmediato una carta de protesta al
alto comisario. Arlosoroff piensa que la única solución sería comprar el muro y
todas las casas que lo rodean. Ben Yehuda apunta que eso es una quimera. El
multimillonario norteamericano Nathan Strauss ni siquiera ha querido aportar
las cinco mil libras que cuesta una casa que está en venta en ese perímetro, la de
los Jalidi.
Hace demasiado calor y ni siquiera de noche refresca. La propia Golda se
sorprende de su silencio. La discusión, por lo general, es un placer en sí mismo,
una forma de reunirse en la misma tienda para hacer conjeturas, debatir,
compartir, una vieja tradición judía. En la oración del Seder un hombre se
excluye si no sabe decir «nosotros». Golda sabe decirlo mejor que nadie, pero
esta noche no. Aunque lo intenta, no logra considerar que esa historia de la
grieta en el muro sea primordial.
Son las once menos diez. Los niños duermen en casa de Sheyna porque ella
quería estar libre esa noche. Ha trabajado todo el día tratando obstinadamente
de no recordar que por la noche estaba citada con Albert Pharaon. Ahora se
pregunta cómo se le ocurrió invitarle a su casa. No sabe quién es, ni siquiera
recuerda su cara. Si se cruzase con él por la calle no está segura de que lo
reconocería. Hasta su parecido con Noam Pinski se le antoja ahora un
espejismo. Recuerda perfectamente la cara de Noam: es inconfundible. Vuelve a
mirar el reloj; las once y cinco. Siente que se está poniendo nerviosa. Se ha
levantado un viento cálido que hincha las cortinas.

55
Sélim Nassib El amante palestino

—... pero con Jabotinsky, que acaba de instalarse en Israel, Ben Gurion va a
quedar desbordado por la derecha. Todo signo de moderación por nuestra
parte se interpretará como una cobardía...
Zeev Jabotinsky, cómo no. Desde que ha fundado su propio partido
político, todos hablan de ese brillante orador de extrema derecha. Golda le ha
oído hablar en público una vez. Proclamaba que la oposición visceral de los
árabes al proyecto sionista era perfectamente natural, y que el único modo de
contrarrestarla era lograr una mayoría judía en Palestina, con las armas en la
mano. Su discurso llegaba directo al corazón de quienes buscaban pelea. Pero
ofendía a los británicos y amenazaba con provocar un enfrentamiento general
para el que no estaba preparado el movimiento sionista.
—Lo que está claro —añade Remez— es que Jabotinsky cada vez tiene más
influencia. Nos hace aparecer como unos diplomáticos, mientras que él es el
guerrero. No podemos dejar que se abra esa grieta en el muro.
Golda se pregunta qué pasaría si Albert Pharaon se presentase en medio de
esa reunión. La idea le produce un ligero estremecimiento. Se hace tarde y los
invitados no se mueven. A Golda le irrita su propia impaciencia, su impotencia.
Tiene la impresión de que lo está echando todo a perder, empezando por su
propio placer. ¿Por qué se ha puesto en esta situación? ¿Qué necesidad había?
Si hubiese reflexionado un momento habría llamado al tal Pharaon para anular
la cita, pero no le gusta echarse atrás. ¿Qué va a decir a sus invitados para que
se vayan? A menos cuarto se pone de pie. Todos la imitan, del modo más
natural, para sorpresa de Golda. Hay un borrador de carta, se va a proteger el
muro, mañana seguirán hablando de ello. Rápidamente se despiden. Golda se
queda sola. Lejos de calmarla, esta soledad le produce un nerviosismo
incomprensible. No tiene tiempo para pensar. Va al cuarto de baño, se mira en
el espejo, se lava la cara, se cepilla el pelo pero se interrumpe, exasperada.
Vuelve al cuarto de estar, vacía un cenicero, recoge unos vasos... Se siente
abochornada. No tiene por qué hacer eso. Acaban de llamar a la puerta.
Abre y es él. Lo reconoce de inmediato. Tal como lo dejó en los jardines del
rey, tal como es. Todo lo que lleva puesto parece hecho de tela suave y
acariciadora. No lleva nada en las manos, solo el sombrero. Ha venido. Ella lo
mira con sorpresa y se dice: Es un hombre, un mensh. Con empaque,
consistencia, aura, cierta agudeza, una nobleza desamparada que solo le
pertenece a él. Su mirada brillante revela una sensualidad inconsciente de sí
misma. Desde luego que lo conoce, que no lo ha olvidado. De su parecido con
Noam no queda casi nada, como no sea una fuerte impresión de familiaridad.
Este desconocido no es un desconocido. Le parece de lo más natural verle en su
descansillo. Su porte aristocrático combina bien con el revoque amarillento de la
caja de la escalera, con el contador de agua.

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Sélim Nassib El amante palestino

Albert se sobresalta al verla detrás de la puerta. Tiene la impresión absurda


de que la ha sorprendido y de haber sido sorprendido él mismo. La puerta de
entrada abierta deja pasar el viento y el rumor lejano de las olas. Se queda
mirándola. Está allí, vive allí, en ese edificio de Tel Aviv que da al mar, tras esa
plaquita de hojalata donde ha podido descifrar «Myerson» en hebreo. Todo ese
tiempo la ha tenido en la cabeza. Golda Myerson. Rasgos de persona
voluntariosa, rostro franco, cuerpo sin defensa. Es ella, sin duda. La reconoce
por la sensación física que suscita en él. Lleva el pelo negro recogido en la nuca.
El calor la ha llevado a ponerse un vestido blanco, ligero, con el que juega el
viento. Bajo un escote recatado en exceso, el pecho agitado tensa la tela. Golda
lo mira con una expresión que recuerda al sufrimiento, lo examina, no tiene
miedo. Luego, de pronto, desvía la vista. Está demasiado llena. Albert tiene la
impresión de ser un intruso en su mundo, de haber roto el cristal justo en ese
lugar y haberla encontrado frente a él, desamparada, sorprendida.
Entra. Ella no se aparta. Empujada por el viento, la puerta se cierra con un
ligero portazo. Ese ruido es como una señal: están solos. Permanecen inmóviles,
incapaces de abrir la boca, tan cerca uno del otro que sus caras se confunden. El
brazo de Golda hace un vago gesto de bienvenida que se queda a medias. Se
atusa nerviosamente un mechón de pelo, palidece; hay algo en su interior que
sube y amenaza con desbordarse, cree que va a desmayarse. Él tiende las manos
y la sostiene por los codos. Golda parece aturdida, se le acerca.
Los brazos de Albert se cierran suavemente sobre sus caderas. No la besa,
no la estrecha, no dice nada. Siente su olor, el frescor de su aliento, todo lo que
fermenta en ella. Con un gemido profundo, casi inaudible, Golda se pega a él.
Solo el contacto, cuerpo contra cuerpo. Él ve las cortinas que bailan en el hueco
del balcón, los vasos en la mesita baja, la sala llena de humo y ondas vibratorias.
Nota en el ambiente la presencia de hombres. Su calor sigue ahí, alrededor de
ella, de Golda, la única mujer entre ellos.
Albert sonríe, ella le mira con gravedad renovada. Muy despacio, levanta la
mano hacia él. Le brillan los ojos, pero el gesto es de ciega. Sus dedos dibujan el
contorno de los pómulos, el hueco de las mejillas, la línea de la mandíbula. Se
deslizan rápidamente por los labios, se juntan en la frente y vuelven a bajar
cerrando los ojos a su paso. En ese momento ella cede, de repente, como una
presa que revienta con la presión. Se arrojan el uno contra el otro, pierden el
equilibrio, pierden el control de sí mismos, extraviados. Sus cuerpos chocan y se
lastiman sin freno. Sus bocas abiertas se buscan y se encuentran. Les faltan
dientes para morderse, brazos para estrecharse. Todos los canales están
abiertos, todos los golpes, permitidos. Se acometen en asaltos repetidos, hasta
las caricias les abrasan. En medio de los besos se separan y se miran con ojos
incrédulos, atónitos al reconocerse, todavía de pie, como unos recién llegados.

57
Sélim Nassib El amante palestino

Es más fuerte que ellos. Las palmas anchas de Albert se introducen, sin que él se
dé cuenta, bajo la ropa de Golda y recorren la intimidad de una piel que se eriza
de placer. Las manos de la mujer suben, arrancan la corbata, se agarran a la
camisa blanca y la abren de un golpe seco. Adelanta la cabeza y se agarra con
fuerza, sus labios devoran anhelantes el pecho demasiado liso de su amante. Se
detiene, él también. De repente, tranquilos, se miran a la cara. Esperan
pacientemente a que sus ojos lo aprueben.

—Es él, Noam Pinski —murmura Golda señalando con el dedo la foto.
—Pues no se me parece nada.
—Sí, se te parece.
—¡Hasta ahora no me habían tomado nunca por un jugador de béisbol!
Golda ríe. Están sentados en el suelo de piedra del balcón, se cubren los
hombros con la misma sábana y tienen el álbum de fotos en las rodillas. El aire
ha refrescado, casi se está bien. Todo está inmóvil, hasta las crestas de las olas
que titilan. A Albert le cuesta creer que la playa de Tel Aviv sea en realidad la
de Yafo, pero al asomarse ve las luces de la ciudad árabe. Más que convencerle,
esta proximidad le da la impresión de estar mirando su país desde otro.
Descubre con asombro que esa extrañeza le gusta.
—La foto se la hicieron en la tienda de Boris Shoenkerman, en pleno barrio
judío de Milwaukee. Se congregaban todos allí para hacer compras, solucionar
asuntos, pedir consejo. Había obreros, abogados, casamenteras, militantes
políticos, comerciantes...
—¿Querían venir a Palestina?
—La mayoría estaban encantados de vivir en Milwaukee y hacían lo
posible por integrarse. Solo había unos cuantos sionistas y nadie los tomaba en
serio. Los consideraban unos soñadores que sembraban dudas sobre el
patriotismo de los judíos americanos.
—Y tú, ¿qué hacías?
—Yo tenía trece o catorce años, y ellos por lo menos dieciocho. Era sionista,
pero demasiado joven. No me hacían caso. De modo que actuaba por mi cuenta.
Cuando tenía once años organicé mi primer mitin, y a los doce mi primera
manifestación.
—¿Y Noam Pinski?
—Tampoco me hacía caso. Decía que era su hermana pequeña, pero yo le
daba que pensar. Ni siquiera era sionista. Solo le gustaba el deporte, el esfuerzo
físico, su cuerpo. Eso me fascinaba. Pero se le notaba en la cara que era sensible,
vulnerable... Se parecía a ti, de veras.

58
Sélim Nassib El amante palestino

Albert la observa en silencio. Está sentada con las piernas cruzadas, sus
rodillas tocan las de él, lleva el pelo suelto. Está en Milwaukee, mirando por ese
balcón de Tel Aviv, adolescente de hombros derechos y expresión atenta a lo
que va a suceder. Lo que ha vivido está tan presente en ella como lo que vive
ahora. Conforme las cuenta, las historias que evoca pasan por su rostro, que se
mueve, cambia, se ilumina. Es una linterna mágica, piensa Albert. Está
ensimismada. Como un ser que camina por la oscuridad guiado por el instinto.
Exactamente como un animal, segura, intuitiva, sensual... Él tiende las manos y
la coge suavemente de los brazos.
Golda da un leve respingo, se interrumpe, sonríe. Se da cuenta de que
Albert no la escucha. Sus hombros nunca se habían acomodado así a las manos
de un hombre. Él la mira como si quisiera decirle algo. Su intensidad muda no
acaba de expresarse, parece emocionado, una fina película le humedece los ojos.
Ella nota que lo trastorna, pero ¿por qué? Sus manos la sujetan con fuerza. Con
qué ímpetu le responde ella, cabeza, brazos, hombros proyectados hacia
delante, dedos que se enroscan en la nuca, labios ardientes que recorren la cara.
Sentados con las piernas cruzadas, esta posición les impide juntar sus cuerpos.
Se apoyan, se arquean, se levantan sobre las rodillas, tiran el uno del otro con
todas sus fuerzas, en vano. Hunden la cabeza en el cuello del otro, se sujetan
por los hombros y vuelven a caer de espaldas, muertos de risa. Empieza a
clarear. Golda desenreda sus piernas, se levanta envolviéndose en la sábana y,
en ese movimiento, descubre el cuerpo de Albert. Él se endereza sobre el suelo
frío. Con los brazos apoyados detrás, la cabeza alta, la mira sonriendo. Hasta
desnudo es elegante, piensa Golda con arrobo.
—Ven. No podemos quedarnos aquí.
Albert se levanta y la sigue.

Abre los ojos y por un momento se pregunta dónde está. No conoce esa
habitación llena de muebles, ni esas paredes desde donde unos dirigentes
sionistas le miran fijamente. Le parece que está en la Unión Soviética. En medio
de un desorden de sábanas está Golda, boca abajo. No se le ve la cara. La mujer
desnuda atravesada en la cama le resulta tan desconocida como todo lo demás.
Puede decírselo a sí mismo, se lo dice. Así, de espaldas, es hermosa. El cuerpo
ambarino está tapado hasta los riñones, se diría que brota de la sábana. Un
cuerpo de campesina joven y recia, nada tosco, menudo, vigoroso, con huesos
redondos que lo suavizan. El pelo suelto le cubre la mitad de la espalda,
desparramado por su último movimiento. Duerme. Las hojas de la ventana
están abiertas y la luz anuncia un sol inminente. El pequeño despertador que
hay en el escritorio marca las cinco. Albert solo advierte la presencia de ese

59
Sélim Nassib El amante palestino

escritorio. También hay un armario lleno de papeles, una cómoda sin espejo, un
violonchelo en su funda, juguetes de niños. El espacio está ocupado según el
criterio de que debe caber todo, más o menos ordenado, sin más
consideraciones estéticas. Pero esa apariencia espartana y eficaz expresa una
vitalidad no exenta de fuerza.
Se levanta sin hacer ruido y se acerca a la ventana. El sol está justo encima
del horizonte. Sus rayos rasantes hacen brillar el polvo que hay entre las casas.
Las calles están desiertas. Es una ciudad extranjera. Albert busca con la vista un
detalle que pueda situarla en la geografía. No hay montañas ni colinas y tiene el
mar a la espalda. Desde la ventana piensa que el planeta Marte ha aterrizado en
su país, y que él está a bordo. Se sorprende deseándose buen viaje.
Al volverse le llama la atención la inquietud que se advierte en la mirada de
Golda. Arrodillada en medio de la cama, aprieta la sábana contra su pecho
como si le faltara el resuello, como si su amor, apenas reconocido, estuviera a
punto de desvanecerse o escaparse por la ventana. Él le dedica una amplia
sonrisa tranquilizadora. Golda se acuerda de él al ver su sonrisa, la oscilación
de su cuerpo, su forma de caminar hacia ella con los brazos abiertos. Él observa
todas sus metamorfosis, la inquietud trocada en alivio, el rostro que se
emociona e ilumina, aunque en él persiste cierta tristeza.

La abraza, sus cuerpos vuelven a encontrarse y a llamarse durante un rato


largo. Albert no sabe cuánto tiempo ha pasado. Solo sabe que la batalla ha sido
dura y el gozo, doloroso. Sin confesárselo, ha pensado que el día era una
amenaza creciente para ellos. Ella también lo ha sentido así, seguramente, y sus
abrazos han sido aún más feroces y desesperados. Albert lo recuerda como un
sueño del que al despertar solo se consiguen arrancar unos retazos.
Golda se ha puesto una bata fina, azul celeste, sujeta a la cintura. Parece
una trabajadora. Aunque intenta disimularlo, se nota que está nerviosa. Insiste
en prepararle una taza de té, algo de comer. Él no sabe decirle que no. La
separación está en los ojos de ambos, no hablan de ello. Están sentados a la
esquina de la mesa de madera, en la cocina exigua, y ni siquiera intentan hablar.
No dejan de mirarse, olvidan llevarse la taza a los labios.
Albert está apoyado contra la puerta, se va. La estrecha, inmóvil, entre sus
brazos. Ya ha clareado casi por completo, sus caras están en la oscuridad. Sus
narices se tocan, tienen los ojos llorosos y un nudo en la garganta.
—¿Mañana? —murmura Albert.
Esa única palabra provoca una revolución. Golda se ruboriza, se agita,
mueve la cabeza, se obliga a superar el desasosiego.

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Sélim Nassib El amante palestino

—No... Mañana no, imposible. Mañana me voy de viaje durante... cinco


días. No volveré hasta... el miércoles. Estarán los niños. Pero el jueves...
¡Parece tan agobiada! Albert le sonríe de nuevo.
—Entonces ¿el jueves?
A Golda se le ilumina la cara. Asiente con la cabeza.
—¿Aquí, a la misma hora?
Ella asiente de nuevo, varias veces. Albert conserva durante mucho tiempo
la imagen de ese rostro atormentado que se ilumina sin poder evitarlo.

61
Sélim Nassib El amante palestino

HEBRÓN
1929

Golda baja del tren y camina rápidamente hacia la salida. Un calor


insoportable la aplasta contra el andén, más sofocante que el del desierto de
Beersheba de donde viene. No corre el aire, saturado de humedad. Es como si
atravesara un obstáculo rezumante. Agarra el asa de la maleta. Su casa está a
diez minutos. Es jueves, son las doce, llega con veinticuatro horas de retraso y
ya no tiene sentido apresurarse, pero de todos modos se apresura.
No hay tráfico. Una docena de desamparados se apoyan contra el muro,
única presencia humana bajo el sol. Golda se detiene para cruzar. Ve cinco
edificios sin terminar, abandonados. La estancia en el desierto ha cambiado su
visión de las cosas. Le parece que Tel Aviv es una ciudad fantasma, que el tesón
necesario para hacerla surgir de la arena ya no existe. Mueve la cabeza; es el
bochorno, el mes de agosto. La gente se ha marchado de la ciudad, los más ricos
de veraneo, los británicos de permiso, los dirigentes judíos al congreso sionista
de Zurich...
Al subir por las escaleras oye abrirse la puerta y unos pasitos que bajan los
peldaños para ir a su encuentro. Ima, Ima! Los gritos de los dos niños resuenan
en la escalera. Deja la maleta en el suelo y les abre los brazos. Los críos se
aprietan con fuerza contra ella, entre gritos y lágrimas. De rodillas en el rellano,
Golda les besa una y otra vez antes de poder pronunciar la primera palabra.
—Tenía que haber vuelto ayer, lo sé... —Al ver sus caras radiantes
comprende que ya está perdonada—. Pero hoy no voy a trabajar. ¡Estaremos
juntos hasta la noche!
Menahem y Sara bailan a su alrededor, gritando. Parecen tan contentos que
a Golda se le saltan las lágrimas. La niñera carga con la maleta. Golda entra en
casa con los niños en las caderas.
Se afana en la cocina, prepara la comida, unos pastelillos, un bizcocho.
Menahem y Sara se han puesto unos delantalitos. No la dejan en paz, hablan los
dos a la vez, le dan noticias de Morris, con quien han pasado el último sabbat...

62
Sélim Nassib El amante palestino

Luego pasa a su habitación y ordena, zurce, cose, pone los botones que faltan.
Ellos la interrumpen continuamente para enseñarle los dibujos que han hecho,
para disfrutar del presente. Todo es rápido y lento a la vez. Con energía y
ternura, Golda hace como si su hogar fuese un hogar y ella misma una
verdadera madre judía.
Ha puesto la mesa. Anuda las servilletas en el cuello de sus hijos, les sirve,
les ve comer. Menahem devora con ansia mirándola de hito en hito con ojos
chispeantes. Sara, más pequeña, necesita ayuda. Llaman a la puerta. Golda deja
el tenedor.
En el descansillo hay un joven árabe, alto, tez morena, labios carnosos. A
Golda se le encienden las mejillas; cree que viene de parte de Albert. Él abre la
boca, es judío, habla en hebreo. Repuesta de su confusión, Golda le pide que
repita lo que acaba de decir.
—Ben Zvi quiere verte en Jerusalén. Tengo un coche abajo.
—¿Qué pasa? No sé nada, acabo de volver del desierto.
—Ayer hubo una manifestación que acabó mal.
Le hace pasar, cierra la puerta. Los niños han dejado de comer. Con el
tenedor en el aire y los ojos muy abiertos, ya han comprendido.

Antes de arrancar el joven le dice que se llama Shlomo, pero no siempre se


ha llamado así. Habla con acento; las jet y las hei no las pronuncia como todo el
mundo, dice «Yaafa» en vez de «Yafo». Habla demasiado, sin parar. Nacido en
Damasco, donde su padre era comerciante, se ha criado entre árabes, los
conoce, dice, no te puedes fiar de ellos, la única solución es conquistar el país
con las armas, es el único lenguaje que entienden. Su mirada es febril, mezcla de
excitación y espanto. Golda le interrumpe.
—¿Por qué se hizo la manifestación?
—Por Abraham Mizrahi.
—¿Quién es?
—Un joven judío de diecisiete años que vivía en el pueblo árabe de Lifta, no
lejos de Jerusalén. Estaba jugando a fútbol con unos amigos cuando el balón
cayó en un campo de tomates. Fue a recogerlo, pero una niña árabe lo había
encontrado e intentaba esconderlo debajo de la ropa. Él quiso quitárselo y ella
se puso a chillar. Acudieron los padres y otros lugareños, alguien golpeó a
Mizrahi en la cabeza con una barra de hierro y se la abrió. La noticia de su
muerte se ha extendido por Jerusalén. Esa misma noche, le dieron un estacazo
en la cabeza a un árabe, pero no murió...
—¿Y qué más?

63
Sélim Nassib El amante palestino

—Ayer el entierro de Mizrahi acabó en manifestación. Yo estaba en el


servicio de orden. Formamos cadenas humanas para impedir que la gente se
acercase al muro. Nuestros jefes nos habían dicho: «Sobre todo, evitad los
excesos». Pero no había manera. El grueso de la manifestación estaba formado
por las Juventudes de Jabotinsky, el Betar. Iban con palos y entraron en los
barrios árabes golpeando a la gente; mandaron a varios al hospital. Luego
rompieron todos los cordones y llegaron al muro. Allí sacaron la bandera
nacional y se pusieron a cantar el «Hatikvah». Los soldados británicos cargaban
con violencia, pero ellos se reagrupaban y gritaban: «¡El muro es nuestro! ¡El
muro es nuestro!», mientras agitaban sus banderas.
—¿Y tú qué hacías?
—Si no hubiera estado en el servicio de orden me habría unido a ellos. Por
lo menos hablan claro. Y los árabes, ahora, están locos de rabia.
El joven conduce por las calles desiertas con seguridad y nerviosismo,
Golda nota que le gusta hacerlo. Con gafas de sol y camisa caqui de manga
corta, se las da de tipo duro, pero tras esa máscara ella descubre que tiene
miedo. Aunque no lo reconozca, el peligro de la situación le pone un nudo en el
estómago.
—Hoy nuestros jefes han acudido a una reunión con ellos para reconciliarse
—prosigue—. Ha sido en casa de Charles Luke, el sustituto del alto comisario.
Antes de ir, Ben Zvi nos convocó para leernos la cartilla. Dijo que la consigna
«el muro es nuestro» es una provocación criminal. Nos echó la bronca: «Sabéis
de sobra que las dos grandes mezquitas están junto al muro y mañana es día de
oración para los musulmanes. Acudirán miles de campesinos de toda la zona, y
algunos irán armados. Hay mucha tensión y la cosa puede acabar fatal. De
modo que debemos calmar los ánimos, es nuestra única salida». Nunca le había
visto tan preocupado. Se han ido todos a Zurich, Ben Zvi se ha quedado solo.
—Tengo que pasar por la oficina de teléfonos.
Golda se da cuenta de que no podrá estar de vuelta antes de la medianoche.
En la oficina, la comunicación con Haifa se hace esperar mucho y, cuando por
fin se establece, el timbre suena sin que nadie descuelgue. La joven está muy
contrariada. La imagen de Albert llegando a su casa y encontrándose la puerta
cerrada le resulta insoportable. Durante su estancia en Beersheba había
acariciado tiernamente la idea de esa cita. Ahora no sabe qué hacer. Shlomo la
está esperando, se reúne con él.

En Jerusalén no hace tanto calor como en Tel Aviv. Desde que el coche
entra en la ciudad, Golda nota que el silencio allí es distinto. Lo que ha vaciado
las calles es una tensión invisible. Todas las tiendas están cerradas. No se ve ni

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Sélim Nassib El amante palestino

un triste policía, ni un triste soldado. La ciudad parece abandonada a su suerte.


Los vecinos están detrás de las persianas, las calles desiertas tienen algo de
amenazador. Shlomo, ojo avizor, conduce pegado a la acera.
—En Tel Aviv vivís rodeados de los vuestros —dice—, podéis hacer como
si los árabes no existieran.
La calle no nos pertenece, piensa Golda reviviendo una vieja desazón. Aquí
están por todas partes. Los carteles, los letreros, hasta el aire habla árabe. Todos
sus sentidos están alerta. Una extraña exaltación la embarga. Si el nerviosismo
tiene olor, habrá de ser este. Aparecen siluetas furtivas, ¿judíos?, ¿árabes? El
coche pasa de largo lentamente, ellos lo miran de soslayo, en el último
momento. El miedo está en sus ojos.
Por fin, en la central de Jerusalén, consigue comunicar. Con una voz que
hubiera deseado más firme, pide que la pongan con el señor Albert. El hombre
que está al otro lado repite en inglés: «No está», sin poder añadir nada más.
Golda llama a Shlomo. «No des ningún nombre —le indica—. Limítate a decir
que la persona con quien estaba citado esta noche el señor Albert no va a poder
ir. Eso es todo.» El joven se pone al aparato y habla en árabe. ¡Parece tan suelto
en esa lengua! Las palabras fluyen, sonríe, su expresión cambia, se vuelve casi
infantil. Aparta el auricular y cuchichea en hebreo: «Es un egipcio, tiene acento
egipcio...».

En la sede del partido, calle Yafo, el que abre la puerta es un zombi. Ben
Zvi, el hombre alto y esbelto a quien Golda había conocido tan seguro de sí
mismo, está como encogido. Tez grisácea, ojos vidriosos, se le ve absorto en sus
pensamientos. Todas las conversaciones cesan cuando entra. Los otros dos
negociadores le siguen, cabizbajos. Sin pronunciar palabra, los jóvenes
militantes que esperaban con Golda forman un corro.
—Lo hemos intentado todo —dice Ben Zvi—, pero no hemos llegado a
nada. Ni acuerdo ni comunicado conjunto.
Calla. Todos callan. La mirada de Ben Zvi se cruza con la de Golda. Ella le
conoce desde hace diez años. Le vio por primera vez en Milwaukee, cuando fue
a dar un mitin con el otro Ben, Ben Gurion. Supo entonces que había nacido en
Poltava y crecido en la misma tierra que ella. Un intelectual, pero también un
militar; había organizado un sistema de autodefensa contra los pogromos en
Rusia y luego, en Palestina, un cuerpo de guardias armados en las colonias
judías. Ahora es responsable de la Haganah, el embrión del ejército judío. Su
angustia es de muy mal agüero.
—El representante del muftí quería que firmáramos una declaración que
proclamara la soberanía plena y total de los árabes sobre el muro —prosigue—.

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Sélim Nassib El amante palestino

Nosotros no teníamos instrucciones al respecto, habíamos ido a firmar un


comunicado conjunto para llamar solemnemente a la calma. Tras varias horas
de discusión no pudimos salir del atolladero. Charles Luke nos propuso que
por lo menos anunciásemos que nos habíamos reunido, con la esperanza de que
así se rebajara la tensión. Pero Yamal al-Huseini se negó.
Se queda pensativo, como si recapitulase mentalmente las vicisitudes de la
fallida negociación. Los militantes están pendientes de sus labios. Ben Zvi
prosigue:
—Al final decidimos reunimos otra vez... pero no será hasta el lunes. Es
decir, que mañana viernes cada cual tendrá que arreglárselas por su cuenta.
—¿Qué podemos hacer y a qué esperamos para hacerlo? —dice Golda, no
tanto por la pregunta en sí como para romper el abatimiento general.
Parece que algo en el tono de su voz despierta a Ben Zvi. La mira
detenidamente y luego menea la cabeza. Un esbozo de sonrisa aparece en sus
labios, recobra el color, vuelve a ser él.
—Los británicos no nos serán de gran ayuda. Charles Luke, que ejerce de
interino, es un judío húngaro, pero se considera británico por encima de todo.
Carece de autoridad y efectivos; para todo el país dispone de mil quinientos
policías, la mayoría árabes, y ciento setenta y cinco soldados británicos. En mi
presencia llamó por teléfono a Ammán para pedir refuerzos con urgencia, pero
¿cuándo llegarán? En realidad solo podemos contar con nuestras propias
fuerzas. Tenemos toda la noche para preparar nuestra defensa.
Una vez que se ha soltado, Ben Zvi expone las medidas que deben tomar:
sacar de sus escondites todas las armas disponibles, repartirlas según el plan
establecido, burlar la vigilancia de los británicos, examinar la situación en todos
los barrios de Jerusalén, dar prioridad a aquellos donde los judíos están más
aislados... Poco a poco los responsables del servicio de orden recuperan la
confianza y empiezan a organizar su reducida tropa. A Golda le encargan que
se pegue al teléfono y se pase la noche avisando al movimiento sionista de todo
el mundo; para empezar, a los principales dirigentes reunidos en Zurich.
—Por desgracia, Ben Gurion no llegará antes del sábado —concluye Ben
Zvi—, lo mismo que el alto comisario británico. Tendremos que resistir hasta
entonces. Si los seguidores de Jabotinsky no echan demasiada leña al fuego,
tenemos posibilidades de limitar los daños a Jerusalén. El principal problema es
Hebrón; allí viven seiscientos judíos rodeados de veinte mil árabes. Hace diez
días les propuse mandar hombres para protegerles, pero son judíos chapados a
la antigua. Me contestaron que llevaban ochocientos años viviendo en la ciudad
y que las buenas relaciones con sus vecinos árabes eran su mejor protección.
Hebrón está a media hora de camino. Si pasa algo allí, no podremos hacer nada.

66
Sélim Nassib El amante palestino

Pasada Jerusalén, la carretera se estrecha y serpentea por las lomas que se


suceden hasta Hebrón. A ambos lados, los sembrados aparecen desiertos bajo el
sol; el viernes es día festivo. La hora es temprana, pero el aire que entra por la
ventanilla no refresca nada. Albert no se queja. El aroma de las hierbas del
campo y el zumbido de los insectos que saturan sus sentidos le sumen en un
ensueño placentero. No hace más que preguntarse quién será ese sirio que le
llamó ayer por teléfono. Según Nayar, era un damasceno (reconoció su acento,
muy distinto del de Alepo). Es todo lo que le ha podido decir. ¿Oyó una voz de
mujer, está seguro del recado, dijeron algo de volver a llamar? Frunciendo el
entrecejo, Nayar rebuscó detenidamente en su memoria, pero no, no encontraba
nada más. Albert se quedó hasta muy tarde esperando a que sonara el teléfono,
luego se acostó y se levantó temprano. Seguía sin noticias. No soportaba el
encierro, la decepción era demasiado fuerte. Ese viaje por una naturaleza
abrasada y sin presencia humana es lo que necesita.
Aparca el coche en el patio del cuartel de Hebrón, encantado de estar
rodeado de cuadras y olor a caballo. Es la tercera vez que responde a la
invitación que le hiciera el oficial de policía Cafferata en los jardines del rey.
Hoy su anfitrión ya está a caballo, enfundado en su uniforme caqui y tocado
con su casco colonial blanco. Un intérprete árabe traduce sus instrucciones a
cinco o seis policías, también montados. Al ver a Albert, desmonta y camina
hacia él.
—He intentado llamarle esta mañana —dice.
—¿Quería anular...?
—Mis superiores me han ordenado que haga una gira de inspección por los
pueblos. Nada de particular. Ha habido disturbios en Jerusalén. Mi misión es
asegurarme de que todo está tranquilo. Ya que ha venido, acompáñeme. He
mandado que ensillen a Amir para usted.
Antes de esos paseos a caballo, Albert se había adentrado poco por el país.
No soportaba el ambiente religioso de Jerusalén, y el de Hebrón, a su juicio, no
se quedaba a la zaga. En compañía de Cafferata era distinto. Ese oficial de
policía harto de soledad le había devuelto la afición por los caballos.
Seguidos a varios metros por los policías árabes, los dos hombres cabalgan
al paso por la calle principal de Hebrón. Cafferata cuenta lo que sabe. Los
enfrentamientos comenzaron por la mañana a la salida de las mezquitas que se
alzan junto al muro, y algunos árabes armados con palos y cuchillos se
dispersaron por el barrio judío. Hubo muchos heridos.
—La situación se ha enconado desde hace casi un año. Dos comunidades
que se llevan a matar, peleas estúpidas acerca del muro, rumores que provocan
estallidos de violencia... Durante la fiesta del Yom Kippur los judíos pusieron

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Sélim Nassib El amante palestino

delante del muro un biombo para separar a los hombres de las mujeres. Los
árabes consideraron que eso rompía el statu quo. Según ellos, después del
biombo vendrían las sillas, luego los bancos, luego los sombrajos so pretexto de
proteger a los fieles de la intemperie. Total, que se decidió quitar el biombo.
Lamentablemente la misión fue encomendada al sargento MacDuff, un oficial
británico demasiado estricto. A primera hora de la mañana del Yom Kippur,
cuando los creyentes estaban rezando, se presentó él con diez hombres
armados. Entonces ardió Troya. El shamosh se agarró al biombo, le arrastraron
varios metros y el biombo se desgarró. Los judíos protestaron por el sacrilegio y
salieron en manifestación, los árabes respondieron con más manifestaciones y
se llegó al enfrentamiento. Anteayer, ese mismo MacDuff había reprimido
violentamente a unos manifestantes judíos que gritaban: «¡El muro es nuestro!».
—Yo creía que el muro les pertenecía desde hace mucho —dice Albert.
—Yo también, pero parece que no es así. Es el cuento de nunca acabar.
—¿Está nervioso?
Cafferata exhibe una amplia sonrisa.
—Si el sargento MacDuff deja de hacer de las suyas, los incidentes de
Jerusalén se acabarán por sí solos. En Hebrón reina la tranquilidad.
Los dos jinetes pasan por delante de la cueva de Makpela, supuesta tumba
de Abraham; los árabes han construido encima la mezquita de Ibrahim, cuyos
alminares dominan el centro de la ciudad.
—Son las doce y media —dice el oficial— y los judíos están a punto de salir
de su oración. Hace un par de horas los fieles musulmanes rezaban en el mismo
sitio. ¿Nota usted el menor indicio de tensión? Los judíos de Hebrón han vivido
sin problemas durante el imperio árabe, luego durante el imperio otomano y
ahora con el mandato británico. Desde la Declaración Balfour y la llegada de
inmigrantes judíos, los niños árabes a veces les tiran piedras, pero en general las
relaciones son buenas. ¡Le aseguro que esto no se parece en nada a Irlanda!
La impresión se confirma en el ayuntamiento del primer pueblo árabe que
visitan, luego en el segundo y en el tercero. El representante del orden británico
es bien recibido. En los salones con bancos alrededor, los notables les brindan té
y observan todo el ceremonial de la hospitalidad. Las cosechas han sido buenas,
los silos están llenos, no hay nada que lamentar, a Dios gracias. De pueblo en
pueblo Cafferata comprueba que no hay ninguna queja importante. Por
supuesto, hay algunos conflictos locales, pero nadie habla de los judíos ni de
que exista tensión con ellos.
El clima no es muy distinto entre los judíos. Cafferata y Albert pasan por el
hotel regentado por la familia Schniorson: tranquilidad. Hacen un alto en la
escuela talmúdica de la ciudad, la yeshiva Slovodka, donde solo encuentran al
shamosh y a un joven estudiante inclinado sobre sus libros. Luego son recibidos

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Sélim Nassib El amante palestino

en el edificio de sillería del jefe de la comunidad de Hebrón, un tal Slonim,


director de banco y concejal, quien les asegura que todo está en calma. De todos
modos el oficial británico decide dejar de guardia a los policías que le
acompañan alrededor de las casas judías.
De vuelta al cuartel, los dos hombres cabalgan solos. Sus monturas van al
paso. Albert piensa en Golda. Ve su cara, su sonrisa, su frente obstinada, su
cuerpo pegado al suyo. Desde la anulación de la cita la ausencia duele. Necesita
verla y tocarla, aunque su relación con ella no encaje en ninguna categoría
amorosa. Quiere llamar a Nayar para ver si hay noticias de ella.
Envuelto en una nube de polvo, un grupo de jinetes viene a su encuentro.
Cafferata tira de las riendas al reconocer al cabo Mohamed Beshara, a quien
había apostado a la entrada de la ciudad, seguido de cuatro policías.
—¡Los que vuelven de la oración cuentan que los judíos están degollando a
los árabes en Jerusalén! —grita Beshara en su peculiar inglés—. Un coche tras
otro, todos dicen lo mismo. Tuve que dejarles pasar. Están muy alterados, la
noticia se va a propagar por la ciudad.
Sin dudarlo, Cafferata ordena al cabo que vaya al cuartel para telefonear a
Jerusalén y pedir refuerzos e instrucciones. Exige que todos los hombres
disponibles vayan inmediatamente al barrio judío para protegerlo. Volviendo
grupas, hace una seña a los otros cuatro policías para que le sigan al centro de la
ciudad. Albert, sin tiempo para pensar, pone su montura al galope y se une a
los demás.
—¿Se da cuenta de lo que me está pidiendo, de lo que me está exigiendo,
señora Myerson? —dice Charles Luke, blanco de ira—. Y usted también, señor
Ben Zvi. ¡Quieren que reparta fusiles entre los jóvenes judíos de Jerusalén para
que lo que ahora son desórdenes se conviertan en una batalla campal, para que
estalle la guerra civil en Palestina!
—Lo único que pido es que mi pueblo esté protegido —replica Golda,
hecha una furia—. ¡Todo mi pueblo, incluidas las mujeres y los niños! Es
responsabilidad suya, usted tiene el poder mandatario. ¡Si usted no puede
restablecer el orden, por lo menos deje que nos defendamos!
—Lo que me piden no hará más que agravar la situación. Precisamente
porque soy responsable, les contesto con un no categórico.
—Para venir aquí hemos pasado por la puerta de Yafo —dice Golda con
voz glacial—. Allí hemos visto a un viejo judío extenuado, ensangrentado, que
intentaba huir de sus atacantes. Estaba a la puerta de su tienda cuando unos
energúmenos que salían de la mezquita se abalanzaron contra él con palos. Uno
de nuestros guardaespaldas le ha llevado al hospital. No sé hasta qué punto
pretende usted olvidar sus orígenes, señor Luke, ni si en Hungría trataban
mejor a los judíos que en Rusia y Ucrania...

69
Sélim Nassib El amante palestino

—No le tolero esas insinuaciones, señora Myerson. No olvide que está


hablando con el representante de la Corona británica en Palestina.
—Un hombre es un hombre, con Corona británica o sin ella. Cuando era
niña también vi judíos indefensos, ensangrentados, corriendo por la calle sin
saber adónde ir. Precisamente por eso vine a Eretz Israel, para que situaciones
como esa no volvieran a repetirse jamás. ¡No sabía que el odio irracional a los
judíos nos perseguiría hasta aquí! ¡Ni que el representante de la Corona
británica se encogería de hombros e impediría que nosotros mismos nos
protegiéramos!
—Señor Ben Zvi —dice Luke con voz apagada—, usted es uno de los
principales responsables del movimiento sionista. En calidad de tal, le ruego
que le diga a su colaboradora que se ha pasado de la raya. No es usted tan
ingenuo como para creer que la situación de los judíos en Palestina es semejante
a la que han padecido en Europa central. En concreto, sabe muy bien que la
hostilidad de una parte de la población no tiene nada de «irracional»...
—¿Cómo? —grita Golda—. ¡Ahora justifica las agresiones contra nosotros!
¡Usted, un judío!
Ben Zvi agarra a Golda por el brazo para hacerla callar.
—Represento a la ejecutiva sionista —dice con voz átona—, y usted, señor
Luke, a la autoridad mandataria. La situación es demasiado grave para que nos
dejemos cegar por las pasiones. Ya sacaremos luego conclusiones. Ahora, de
responsable a responsable, me gustaría saber, simplemente, qué piensa usted
hacer.
—Preste atención. Por ahora hay doce heridos, nueve judíos y tres árabes.
Todavía no ha muerto nadie y no es el momento de sacar las armas de fuego.
Esta noche ha salido de Ammán un destacamento británico. Tiene que estar al
llegar. Hasta entonces los hombres de que dispongo harán lo que puedan.
—¡Pero la inmensa mayoría de esos hombres son árabes! —grita Golda.
Suena el teléfono. Luke lo coge, escucha un momento y cuelga.
—Acaban de matar a dos árabes con arma blanca en el barrio de Mea
Shearim. Son los primeros. Esto lo cambia todo; a partir de ahora se puede
temer lo peor.
Consternados, los dos representantes del movimiento sionista salen de la
oficina. Ben Zvi le dice a Golda:
—Apuesto a que detrás de esas dos muertes están las Juventudes de
Jabotinsky. Él espera ocupar el puesto de Ben Gurion desatando la violencia. ¡Es
terrible para los judíos de Jerusalén, y más aún para los de Hebrón!

70
Sélim Nassib El amante palestino

El galope de los caballos resuena en los adoquines de Hebrón. En el primer


barrio que atraviesan no parece que nada haya turbado la siesta. El calor es
sofocante, las calles están vacías. Cerca de la estación central de autobuses se
oyen los gritos y ruidos de la muchedumbre. Cafferata se da cuenta enseguida
de que nadie ha convocado a esa gente. Varias docenas de personas han
acudido espontáneamente a la plaza para ir en autobús a Jerusalén y ayudar a
los árabes de la ciudad «atacados por los judíos». Encima de un coche, tres o
cuatro hombres, entre ellos un jeque, arengan al gentío, que responde con gritos
de Allah akbar! (Dios es el más grande) y «¡Con nuestra vida, con nuestra sangre
te vengaremos, oh patria!».
Rápidamente Cafferata sitúa a sus hombres en las cuatro esquinas de la
plaza y, sin desmontar, se abre paso con aire decidido entre los presentes. La
aparición de los uniformes británicos calma un poco los ánimos de los oradores
y de quienes les escuchan. Al llegar junto al coche transformado en tribuna,
Cafferata desmonta y sube a la cubierta del vehículo. Se coloca al lado del jeque,
frente al gentío.
—¡Atención! —grita con voz potente—. ¡Presten atención!
La incomprensión se lee en los rostros. El policía que hace de intérprete no
está allí. Volviéndose hacia el jeque, Cafferata le pregunta a media voz:
—¿Sabe inglés?
El religioso niega con la cabeza. Con un gesto Cafferata pide a Albert que se
acerque y un momento después el banquero está subido a su lado.
—Es verdad que ha habido incidentes en Jerusalén, pero no han sido graves
—grita Albert traduciendo a Cafferata—. ¡No ha muerto nadie, no han matado a
nadie! Las noticias que les han llegado a ustedes son muy exageradas. Ha
habido dos o tres heridos leves, pero su vida no corre peligro.
—¡Mentira! —exclama de pronto un hombre que está en primera fila—. ¡Yo
estaba en Jerusalén! ¡He visto la sangre, los cuerpos en el suelo!
—Acabo de recibir el informe oficial de mis superiores —explica Cafferata
—. En una calle la gente se ha tendido en el suelo para protegerse de las
pedradas, pero insisto: ¡no ha muerto nadie! Ahora Jerusalén está en calma.
¡Vuelvan a sus casas!
—¡No escuchen a este inglés! —grita alguien en la multitud—. ¡Los ingleses
siempre protegen a los judíos!
—He oído a nuestro muftí pedir que empuñemos las armas para defender
los Santos Lugares —grita el hombre de la primera fila.
Cafferata le dice a Albert al oído:
—Eso es imposible. El muftí no puede haber hecho semejante llamamiento
en público. Pida a ese hombre que suba al coche.

71
Sélim Nassib El amante palestino

Albert tiende la mano y ayuda al hombre a subir. Cafferata apenas le deja


tiempo para enderezarse.
—¿Dice usted que ha oído personalmente al muftí hacer ese llamamiento?
—He oído que debemos luchar contra los judíos hasta la última gota de
sangre —contesta el hombre con voz sorda.
Cafferata y Albert palidecen.
—¿De labios del muftí? —insiste el oficial—. ¿Le ha oído decir eso? Esta
noche voy a ver a Hay Amin al-Huseini, de modo que dígame la verdad.
Júreme que dice la verdad. Hable sin temor. Dios le está viendo y escuchando.
El tiempo que tarda Albert en traducir ha reducido el ritmo. La gente está
atenta, pendiente de la respuesta, que tarda en llegar.
—Bueno... en realidad no era él —admite el hombre a regañadientes— sino
un jeque que habló justo antes.
—Y después —dice Cafferata alzando la voz—, cuando el muftí habló, ¿qué
dijo?
—Dijo que debíamos estar prevenidos.
—¿Qué más?
—Que debíamos mantener la sangre fría.
El color empieza a volver al rostro de los dos hombres.
—¿Han oído eso? —grita Cafferata y repite Albert.
La muchedumbre se agita. El oficial británico aprovecha rápidamente el
desconcierto.
—¡Ya lo ven! ¡Les he dicho la verdad! De Ammán han salido importantes
refuerzos de policía y están en camino. ¡En menos de una hora llegarán a
Jerusalén! La situación está controlada. No hagan caso de los extremistas que
tratan de enfrentar a las dos comunidades. ¡No caigan en la trampa! ¡Escuchen a
su muftí! Lo único que les pide es que estén prevenidos y vuelvan a sus casas.
¡Disuélvanse en calma!
Cafferata levanta los brazos y hace una seña a los cuatro policías montados
que rodean la concentración. Ellos se adelantan para dividir a la multitud,
según la técnica que les han enseñado en la escuela de policía. La gente,
desorientada por lo que acaba de oír, no opone resistencia. Con las rodillas un
poco flojas aún, Albert y Cafferata montan de nuevo. El cabo Beshara aparece
por el otro lado de la plaza, con el rostro lívido y el caballo lleno de espuma. Lo
espolea y atraviesa sin contemplaciones la multitud que se dispersa.
—¡Mi capitán, los alborotadores de la zona están llegando a Hebrón de
todas partes, montados en coches y camionetas! Ni siquiera esconden sus
armas. Los he visto con mis propios ojos entrar en pequeños grupos en el barrio
judío. Avanzan agrupados por el centro de las calles. Parece que nada podrá
detenerlos.

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Sélim Nassib El amante palestino

GANAS DE MATAR
1929

Han pasado dos días enteros y sigue sin noticias. No le ha llamado por
teléfono. Es ella quien tiene que llamar, y no lo hace. Albert le ha mandado un
telegrama, luego otro. Todo le molesta. La Casa Rosada se ha vuelto una
abstracción, la bahía de Haifa también. Él está como ausente. Ella sigue sin
llamar. El calor del final de la tarde crea formas movedizas en el aire. Nayar se
ha transformado en una sombra blanca. Descalzo, con su chilaba, sirve café,
desaparece, reaparece, trae los periódicos de la tarde llenos de grandes titulares.
Después de Hebrón ha habido otra matanza en Safad, asesinatos en Jerusalén,
varías colonias judías han sido arrasadas, grupos de árabes con palos han
intentado entrar en Tel Aviv, la violencia se ha extendido a toda Palestina.
En venganza, los judíos han linchado a varios árabes en Jerusalén. Unos
jóvenes exaltados han entrado en una mezquita y han hecho un auto de fe con
ejemplares del Corán. El alto comisario ha regresado a toda prisa de Londres y
ha ordenado a la aviación que bombardee los pueblos árabes para sofocar la
rebelión. Le han contestado que el país estaba en calma. La locura asesina ha
cesado tan deprisa como estalló, dejando estupefactas a las dos comunidades.
Ya no pasa nada, dicen los periódicos. La matanza solo ha sido un arrebato, un
paréntesis. Albert, hastiado, se levanta, coge las llaves al paso y sale.
Solo son las siete de la tarde, pero la carretera de la costa está casi vacía.
Hay mar de fondo, agitado, casi negro. Adelanta a varios coches y a unos
vehículos de la policía británica que patrullan. Conduce deprisa. En menos de
una hora ha llegado a Tel Aviv.
A la entrada de la ciudad unos jóvenes revisan la documentación y piden a
los conductores que abran los maleteros. Parecen nerviosos, algunos llevan
palos. Sus gestos son autoritarios; su voz, tajante. Registran sin contemplaciones
las camionetas y los coches árabes. Es la primera vez que Albert se tropieza con
las milicias de autodefensa judías. No tiene documentación, nunca la ha llevado
encima, le parece inconcebible que se la pidan alguna vez. Presiente lo que va a

73
Sélim Nassib El amante palestino

ocurrir, está loco de rabia. La camioneta que tiene delante arranca con una nube
de humo negro. Pisa el acelerador y avanza unos metros. El miliciano vacila un
segundo y le hace una seña para que siga. Seguramente le ha tomado por un
judío.
Tel Aviv se ha transformado en una ciudad muerta. Albert no siente la
tensión que precede a la catástrofe. Porque la catástrofe ya se ha producido. La
ciudad de los cafés y la noche está visiblemente de luto. Todo está cerrado. Los
escasos transeúntes pasan deprisa. En los cruces vigilan milicianos taciturnos.
Un giro más y ya está en la calle. Con el corazón encogido, palpitante, conduce
sin levantar la vista entre edificios que se parecen. El de Golda está al final. Hay
luz en todos los pisos menos en el suyo.
Apaga el motor. Todo está en silencio. El ruido del mar le invade los oídos,
se pregunta cómo no se ha percatado antes. No es el vaivén sosegado de las
olas, sino un fragor continuo, el fondo del aire mismo. Ahora es ensordecedor.
Albert baja, cierra la portezuela y camina hacia el portal del edificio, inclinado
contra el viento. Se ve a sí mismo subiendo por las escaleras con paso de
sonámbulo, seguir subiendo, llegar al segundo; el «Myerson» sigue allí.
Extrañamente, eso le tranquiliza. Mira a sus pies. Ninguna carta asoma por
debajo de la puerta, ningún telegrama. Golda está en casa, recoge el correo.
Albert se queda allí, en el descansillo. Ella está en Tel Aviv y no le llama. Albert
mira fijamente la puerta y ve lo que hay detrás, la sala, la mesita baja, las
cortinas, el balcón, el mundo desaparecido.
Son casi las doce de la noche cuando aparca el coche junto a la tapia de la
Casa Rosada. Ha tardado en volver. La figura blanca de Nayar le observa desde
la puerta. Albert pasa junto a él sin pronunciar palabra. Sus pasos vagan por la
gravilla. La luna está alta sobre el jardín silvestre y tiñe el cielo de azul oscuro,
eléctrico. Albert se detiene, con los pies en la hierba. Se oye el timbre del
teléfono. Antes de comprender, echa a correr.
—Soy yo.
Ella no dice nada más, él ha reconocido su voz. Grave, enronquecida, solo
dos sílabas. Albert se ha quedado mudo, ella también. Hablarse les supone un
esfuerzo casi sobrehumano. Golda dice:
—Esta noche has venido hasta mi puerta.
No hay música en su voz, no hay dulzura.
—Temía por ti —explica Albert en un susurro—. Tengo que verte.
—Por eso te llamo —sigue ella recalcando las sílabas—. No vengas más.
¿Has oído? Y deja de mandarme telegramas.
Albert se ha quedado helado. No es dolor, es una pena infinita lo que
siente. El silencio, al otro lado del hilo, es distinto; en vez de llenar, vacía. La
voz de Golda desvaría.

74
Sélim Nassib El amante palestino

—Con todo lo que está pasando, es imposible —dice—. Y aunque no pasara


nada.
—Golda, escúchame. Estaba en Hebrón, lo he visto todo.
Golda calla. Está pensando. Cuando vuelve a hablar lo hace con voz
desmayada.
—Ven ahora.

En cuanto abre la puerta, Golda se da la vuelta y camina hasta el centro de


la sala. El piso está perfectamente ordenado, como si ya no viviera allí. De pie,
con un vestido descolorido, el cuerpo petrificado de fatiga y tensión, la cara
ardiendo, ella le mira. Se acuerda de él, se acuerda de todo, pero a gran
distancia. Todas sus defensas están erizadas. Ojos de acero, armadura
impenetrable. Albert advierte en ella una desazón semejante a la suya, y la
misma incapacidad de convertir eso en palabras. El deseo de abrazarla y olerla
le duele hasta en los huesos. Ella se vuelve otra vez. En ese ambiente gélido,
Albert le cuenta en voz baja lo que ha visto en Hebrón, la calma extenuada de
los pueblos, el sol aplastante y las cosechas dormidas en los cobertizos. Con las
mandíbulas apretadas, Golda le escucha con todo su ser. Están frente a frente.
Sin apartar la vista de ella, él cuenta cómo llegó el rumor a la ciudad y se
propagó sin encontrar resistencia. Hay demasiada calma, hace demasiado calor,
la gente se arremolina, la sangre empieza a hervir. Albert notó el momento de la
alteración, cuando el gentío empezó a darse cuenta de que todo lo prohibido,
asesinatos, violaciones, saqueos, iba a ser posible por un momento. Habla de los
vidrios rotos en las aceras, los relinchos de los caballos espantados, el rabino y
su hija corriendo por la calle, la exaltación sombría de los asesinos al descubrir
de repente que entre ellos y sus víctimas ya no había obstáculos.
Golda titubea. Necesita un momento de silencio, pero Albert no puede
parar. Cafferata y ocho policías montados galoparon hasta el barrio judío.
Pusieron en fuga a los amotinados que rodeaban las casas y las apedreaban. Los
judíos se habían refugiado en las azoteas. Cafferata les gritó que bajaran a sus
casas y se encerraran. Delante de la escuela talmúdica vieron el cadáver de un
estudiante, Shumuel Halevy, cosido a puñaladas. El shamosh había salvado el
pellejo escondiéndose en el pozo.
—Te tenía siempre delante —dice Albert bajando la frente—. No podía
marcharme ya.
Golda no reacciona. Su cuerpo está tan rígido que el temblor que lo recorre
es imperceptible. Tiene la mirada fija en un punto situado más allá de Albert,
pero está pendiente de sus labios. Él se ve impelido a hablar. Sin desalentarse,
Cafferata exigió unos refuerzos que todos le negaban. La noche pasó sin

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Sélim Nassib El amante palestino

novedad, milagrosamente, y por la mañana se diría que todo había terminado.


En cuanto amaneció, las patrullas recorrieron las calles. Los tenderos judíos se
preguntaban si era prudente abrir. El hotelero Schniorson salía de su
establecimiento con el jeque Maraka; le había cogido del brazo, eran amigos. El
día anterior ambos habían puesto en fuga a unos jóvenes árabes que pretendían
atacar a los judíos. Albert se distrae, pierde el hilo. Sus palabras acaban
muriéndose.
—¿Y luego? —grita Golda.
—Había dieciocho policías a caballo. Cafferata les había dado fusiles por
primera vez...
Se interrumpe de nuevo. Los ojos de Golda son de fuego. Él sostiene su
mirada.
—Oímos unos gritos, había gente que corría, el ruido llegaba de una calle
muy cercana, acudimos a toda prisa, los últimos asesinos huían, salían de la
casa de Eliezer Dan. Yo lo encontré; yacía en el comedor con su mujer, rodeado
de quince cadáveres de hombres, mujeres y niños repartidos por todas las
habitaciones. Al abrir la puerta de otra casa encontramos a diecinueve
estudiantes asesinados.
Hay terror en los ojos de Golda, un pozo sin fondo, herida antigua, mortal,
que se reabre en el presente. Albert lo sabe. Ella tenía cuatro años cuando
comprendió lo que era un pogromo. El recuerdo de este hecho le metió el miedo
en el cuerpo. Es una sensación que llevó siempre consigo y de la que solo se
libró al llegar aquí, a Palestina, es decir, su hogar.
Ahora Golda habla con ternura, y verdaderamente a él. Lo mira y lo ve. Su
rostro está muy blanco en la penumbra, y serio. Por primera vez se deja llevar
hacia Albert, empieza a aceptarle como espejo. Es un arranque casi
imperceptible. Pero él, por primera vez, no se siente solo, y puede que ella
tampoco.
—Llevo nueve años viviendo en Palestina —dice Golda con aire pensativo
—, y ahora me doy cuenta de hasta qué punto fueron pacíficos. Llegué a creer
que no volvería a producirse ningún estallido insensato de violencia contra
nosotros. Pero el pogromo nos persigue. El mismo instinto asesino, el mismo
odio ciego, el mismo olor a sangre. Bien mirado, solo ha cambiado el color de
los uniformes.
—No puedes decir eso —murmura Albert acercándose a ella—. Había
árabes tendidos en la calle, asesinados por haber tratado de impedir que los
revoltosos atacasen a los judíos. La imprevisión de los británicos ha sido
criminal. Con diez soldados en el lugar se habría evitado la tragedia. Pero
Cafferata se ha comportado con honor y valentía. En una calle ordenó a sus
hombres que rodeasen a dos jóvenes judíos que huían de los alborotadores. A

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Sélim Nassib El amante palestino

uno le alcanzó una piedra en la cabeza, el otro recibió un navajazo, al pie del
caballo de Cafferata, que se encabritó y lo desarzonó. Cafferata se levantó, cogió
su fusil y montó en otro caballo para perseguir a los asesinos. Le oí ordenar a
sus hombres que disparasen contra la muchedumbre. Él mismo abrió fuego;
mató a un amotinado e hirió a otros tres. Corría de un lado a otro, su soledad
era patética. En Rusia las autoridades miran a otro lado cuando hay matanzas
de judíos. Dejan que la plebe actúe, eso cuando no les echan una mano. En
Hebrón han matado a sesenta y siete judíos, pero a otros cuatrocientos los han
escondido sus vecinos árabes. Los asesinos eran unos pocos. No era un
pogromo.
Una cólera terrible, helada, que da miedo, transforma a la joven en estatua
de sal.
—¡Sesenta y siete! ¡Sesenta y siete! ¿Cómo te permites contarlos? ¿Y a partir
de qué número es un pogromo, según tú?
—No era un pogromo, Golda.
Ella tiembla de pies a cabeza. Sus ojos llamean, una expresión de odio
intenso le deforma la cara, el furor la lleva a balbucear.
—A todos los muertos los han enterrado en una fosa común —replica—, a
todos los supervivientes los han evacuado bajo protección, ya no queda ni un
solo judío en esa ciudad donde vivían desde hace ochocientos años. ¿Cómo
llamas a eso?
Termina a voz en grito. Albert comprende que debe tranquilizarla
enseguida, con unas palabras bastaría. Pero no le salen esas palabras. Ni
siquiera está seguro de querer pronunciarlas. Eso no era un pogromo. Oye la
respiración sibilante de Golda, como si estuviera calentándose antes de volver a
estallar.
—Tú no conoces la sociedad palestina —murmura Albert—. Es pobre, tres
cuartas partes son analfabetos. No entienden lo que les pasa. Les compran sus
tierras y los labradores, convertidos en fantasmas, vagan por las calles de Haifa
y otras ciudades. Ni siquiera saben a quién quejarse ni a quién acusar. Durante
diez años los palestinos se han fiado de sus dirigentes, sin percatarse de que
eran unos incapaces o unos traidores. Cuando lo han comprendido, algunos se
han vuelto locos y han respondido de mala manera a esa violencia sutil que se
ejercía contra ellos. Es horrible. Pero estáis en esta tierra, con esta gente. No
tenéis elección. No tenéis más remedio que vivir con nosotros.
No le ha prestado atención, está ofuscada. Pero al oír las últimas palabras
de Albert se estremece como si le diera un calambre. Tiene ganas de matarlo, se
da cuenta de que quiere matarlo. Grita:
—¿Nosotros? ¿Quiénes son ese «nosotros»? Hemos venido aquí para no
volver a depender de nadie, ¿entiendes? ¡Los únicos nosotros somos nosotros!

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Sélim Nassib El amante palestino

Albert recibe la frase como una bofetada. Su cuerpo permanece inmóvil,


clavado como una montaña, negándose obstinadamente a moverse. No es una
decisión sino una evidencia. No puede aceptarlo. Su vida entera se decide en
ese momento, la de ella también. Golda está de pie, temblando de ira, con el
rostro desencajado. Pero sus gritos la han desahogado, ya no puede ir más allá.
Albert camina hacia ella sin saber lo que hace. Fascinada, ella ve cómo se acerca
y le agarra las muñecas con la determinación de un hombre que toma lo que le
pertenece. Se resiste inútilmente. Albert la sujeta con firmeza por los hombros y
la cintura, la mantiene frente a él para obligarla a mirarle y a reconocer de
nuevo su cara. Golda no cede. Haciendo acopio de fuerzas, libera sus brazos y
sus caderas con puñetazos y arañazos, entre gritos. Pero todos sus gestos la
introducen de nuevo, poco a poco, en la intimidad de su amante. Y, cuando él
por fin le responde y le devuelve cada golpe, ambos aceptan la batalla. Es una
guerra a muerte entre sus cuerpos, una guerra amarga, sin cuartel, en la que
nada puede saciarlos. Se acometen el uno al otro, chocan, se abrazan
desesperadamente, sintiendo el deseo irresistible de despedazarse para que no
quede nada de ellos ni de su amor imposible.

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Sélim Nassib El amante palestino

A PUERTA CERRADA
1929-1933

El verano está terminando y una primera lluvia torrencial, todavía cálida,


anuncia el invierno. No hay otoño en esa tierra. El aguacero saca a Albert de su
sueño. La ventana está abierta, el viento entra con fuerza, descubre que está
solo en el cuarto. Las cinco de la madrugada. Las paredes lo miran. El sitio de
Golda todavía está caliente, oye el agua correr en el cuarto de baño. Ahora
vuelve. Con los ojos entornados, Albert ve cómo atraviesa el espacio y cierra la
ventana. Está despeinada, camina con paso soñoliento. Sin advertir que su
amante está despierto, deja caer el albornoz con un movimiento de los hombros
y se muestra en su desnudez. Tiene un cuerpo ambarino, fino y al mismo
tiempo torneado, lleno de vitalidad. Dobla las rodillas y se desliza bajo la
sábana ligera. Albert vuelve a cerrar los ojos. En la oscuridad nota que el cuerpo
de Golda se acerca al suyo. Está tumbado de espaldas. Ella le pasa un brazo por
los hombros, coloca delicadamente una pierna sobre sus muslos, pega la cadera
a la de él. Por su respiración acompasada, Albert comprende que ha vuelto a
dormirse. Un calor delicioso invade su vientre, un bienestar insólito. Sus
cuerpos unidos no tienen peso, navegan en una alfombra voladora, como
desvanecidos.
Dos comisiones recorren el país para investigar la matanza de Hebrón, una
británica y la otra por cuenta de la Sociedad de Naciones. Albert ha testificado
ante ambas. No le ha dicho nada a Golda. Han renunciado a hablar de política.
Se reúnen cuando pueden, de noche, en secreto, sin hacerse preguntas. Han
dejado a un lado las palabras. Su sensualidad es ahora más salvaje, muda, casi
insostenible. La atracción mutua que sienten es como enfermiza. Semana tras
semana se han juntado y rechazado en el mismo movimiento, heridos,
enardecidos, volviendo a empezar.

79
Sélim Nassib El amante palestino

Arropados con las gruesas mantas contemplan desde el balcón la última


tormenta del invierno. Los relámpagos iluminan por dentro el magma gris en el
que se confunden cielo y mar, unas olas monstruosas rompen contra la
carretera de la costa, la humedad les cala los huesos. Golda aprieta las manos de
su amante y se estremece con cada trueno. La naturaleza desatada la fascina y la
asusta.
Habla de Kiev, donde nació. Allí no hay mar, todo el país está cercado. La
primera vez que vio el océano, en América, sintió que se le ensanchaba el
corazón. En Tel Aviv es distinto. Golda cree que los que viven en una ciudad a
la orilla del mar tienen una referencia geográfica permanente. Están mejor
situados en el espacio y, por lo tanto, son más equilibrados. Albert le dice que el
mar invita a hacer locuras. Propone que bajen a la playa. Ella le mira como si
hubiera perdido la razón. Él añade que a lo único que se arriesgan es a mojarse,
que no van a encontrarse con nadie, que no tema, pues el tiempo es tan malo
que hasta los dirigentes sionistas se quedan en casa. La mirada de Golda va
varias veces de Albert al mar embravecido. Le brillan los ojos, pero niega con la
cabeza. La simple idea de mostrarse con su amante en un espacio abierto le da
terror.
Albert insiste. Nunca han paseado juntos, nunca se han besado al aire libre.
Entre risas, le dice que es una cobarde, una mujer timorata. Ella se arrebuja con
la manta. Él la coge de la muñeca y hace ademán de arrastrarla hacia la puerta.
Golda se resiste, se agarra a los barrotes, ríe también. La lluvia le da en la cara,
deja caer la manta. Albert, emocionado, abre la suya y la vuelve a cerrar sobre la
desnudez de la joven.
Para Albert, el hecho de tener una amante judía no es nada extraordinario
en sí mismo. En Haifa se conocen muchas historias de amor entre judíos y
árabes, algunos incluso viven juntos. Es Golda la especial. Su sionismo es un
sacerdocio, una pasión, la sal de su vida. Vino a Palestina para eso, para ser una
judía entre judíos. Si la descubrieran, su amante palestino haría trizas el
principio mismo de su militancia. Y, como esa historia no puede existir, pues no
existe. Cada visita de Albert es un accidente, una locura a la que Golda siempre
cede. Su amante es una excepción, un hombre sin circunstancia, sin historia,
siempre desnudo. Albert podría haber alquilado o comprado para ella una casa
en un barrio desconocido, por ejemplo en Yafo, lindante con Tel Aviv, pero eso
habría creado una atadura que Golda rechaza tercamente. Todo tiene que
ocurrir en su casa, momentos furtivos, momentos robados, encuentros sin
mañana pero repetidos. Albert no puede hablar de este amor con nadie.
Excepto con Nina, cada vez que viaja a El Cairo. Desdichada, recluida, separada
de su familia, su sobrina preferida ha llegado a ser, un mes tras otro, su única
confidente.

80
Sélim Nassib El amante palestino

Una noche, cuando están juntos, llaman a la puerta. Ella, sin asustarse, se
levanta, se pone una bata y sale de la habitación. Albert oye cómo da una vuelta
a la llave. Eso le divierte. Se ha convertido en el amante escondido en el
armario, y no en un armario cualquiera, sino en el sanctasanctórum sionista.
Parece una ironía de la historia. Albert espera. No, ni siquiera eso. Está allí,
irrefutable. Aguza el oído y distingue varias voces masculinas que hablan bajo.
A Golda no la oye. Se la imagina allí sentada, muy seria, desnuda bajo la bata.
La puerta del balcón está abierta de par en par, todavía es verano. Poco después
Golda vuelve, sin decir nada. Se desnuda, se acuesta, se da la vuelta, se sienta,
enciende un cigarrillo. Se queda un rato mirando al vacío y expulsa el humo por
la nariz con un suspiro. Está a kilómetros de allí, Albert la oye pensar. Golda
menea la cabeza, baja la frente, su mirada tropieza con él. Albert nota que se
sorprende al verle acostado junto a ella. Se incorpora. Golda hace ademán de
acercársele, se detiene, su cuerpo retrocede. La noticia que acaban de darle la
tiene sobre ascuas, no puede guardársela por más tiempo. El gobierno británico
ha publicado un libro blanco que recoge los argumentos de las dos comisiones
de investigación sobre Hebrón. La conclusión es que la inmigración judía es la
causa principal de la hostilidad árabe y las matanzas, y propone interrumpirla
inmediatamente para evitar nuevas desgracias. Lágrimas de rabia asoman a los
ojos de Golda pero no las deja caer. Aprieta los dientes con una indignación, un
rencor y una determinación inquebrantables. Está temblando. Albert no se
atreve a tocarla. Sentado con las piernas cruzadas en el desorden de las sábanas,
su cuerpo inmóvil está inclinado hacia ella, ojos abiertos, manos tendidas. Pero
en sus adentros siente un alivio enorme. La inmigración va a cesar. Es el final de
la pesadilla para los árabes, y para los judíos, el final de una utopía desastrosa.
A pesar de todas las desilusiones, e incluso gracias a ellas, los protagonistas no
tendrán más remedio que poner los pies en el suelo, mirarse unos a otros,
hablarse, reconocerse, por fin.

Otra vez el otoño. Cuánto la echa de menos. Una delegación sionista


recorre Europa para hacer una campaña contra el libro blanco y Golda forma
parte de ella. Albert sigue su recorrido en el Palestine Post y otros periódicos
judíos. Hasta se atreve con el hebreo. En Gran Bretaña, Golda ha hablado en
asambleas de mujeres, de trabajadores, de intelectuales e incluso de mineros
escoceses. A estos últimos les explicó que Eretz Israel y Escocia tienen el mismo
tamaño y ambas son naciones oprimidas. Al día siguiente habló en Londres, en
el congreso de sindicatos del imperio británico. Por iniciativa de los delegados

81
Sélim Nassib El amante palestino

árabes, africanos y asiáticos, la sala sobreexcitada impidió que Ben Gurion


tomara la palabra. Ben Gurion, pálido, se retiró. Golda subió a la tribuna.
Aprovechando un momento de vacilación, gritó que el «derecho al retorno» de
los judíos a su patria ancestral estaba garantizado por la Declaración Balfour y
que ahora, trece años después, el imperio británico se disponía,
vergonzosamente, a incumplir su promesa. Le dio tiempo a decir que «el
pogromo de judíos inocentes» en Hebrón y otros lugares señalaba trágicamente
la necesidad de un hogar nacional judío, antes de que los delegados árabes
reaccionaran y armaran un escándalo. «Temblé al oír sus valientes palabras —
escribe Ben Gurion en el periódico—. Su discurso hizo mella en la conferencia.
Habló con ingenio, con aplomo, amargamente, con dolor y sensibilidad.» La
estrella de Golda cada vez brilla más en el movimiento sionista de Palestina.
Albert podría estar casi orgulloso de ella. Su capacidad para reñir con todas
sus fuerzas una batalla perdida le maravilla. Es un ser de carne y hueso, lucha y
sufre realmente, pero lo hace en pos de una idea quimérica del mundo. Con sus
ciudades, sus pueblos y su arraigo ancestral, la sociedad palestina, por el
contrario, es real, tan permanente y antigua como los gritos de los campesinos
que se llaman de un bancal a otro. En trece años los judíos han comprado el
cuatro por ciento de la tierra. Nadie, excepto ellos, cree que vayan a ser capaces
de sustituir un país por otro. Albert será un amante oculto, pero la realidad en
la que viven él y ella es, indiscutiblemente, la suya.

Le ha dicho por teléfono que, si él pudiera ir, ella retrasaría veinticuatro


horas su regreso. Le ha costado reconocer su voz, alegre, impaciente, excitada.
Ha volado en el primer avión. El taxi sube con dificultad por la carretera
empinada y sinuosa. Cada revuelta descubre un paisaje insensato. Está
atardeciendo, la luz rasante enciende las flores silvestres hasta donde alcanza la
vista. Perseguidos por las sombras, los rojos y amarillos estallan. Albert tiene la
impresión de estar en la montaña libanesa, pero aquí todos hablan griego. El
ambiente, los aromas, las sensaciones son los mismos, con la ventaja de estar en
el extranjero. En Chipre no los conoce nadie. En el coche que sube a Kakopetria,
Albert está tan emocionado como en su primera cita.
Ella está sentada a una mesa redonda, en la terraza del hotel, vestida de
blanco, se lleva un vaso a los labios; las sombrillas aún están abiertas. Más lejos,
detrás de ella, hay dos o tres mesas ocupadas. La primavera se ha adelantado, y
no hay casi nadie. Golda ve a Albert y se levanta, nerviosa, conteniéndose para
no correr hacia él. Tiene una expresión radiante y él nota con sorpresa que está
ligeramente maquillada. ¡Ella! Albert se acerca, se detiene. Allí están los dos
frente a frente, a cara descubierta; nunca se habían visto así. No llevan nada en

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Sélim Nassib El amante palestino

las manos, solo su deseo. El instante se prolonga, corazón encogido, delicia,


vértigo, ya no necesitan darse prisa. El último paso lo dan a la vez. Todo lo que
no han experimentado hasta ahora, todo lo que han estado esperando durante
años, los arroja en brazos del otro. Se estrechan con fuerza, emocionados al
recuperar la familiaridad de sus gestos y sus cuerpos. La sensación de
quebrantar una prohibición les pone un nudo en la garganta. Se miran
temblando. Ninguno de los dos retrocede. Se besan bajo el cielo, a la vista de
todos.
El lujoso hotel en lo alto de la montaña parece vacío, todo para ellos solos.
Cenan con champán en la terraza, beben y rompen las copas. Pasean por el
pueblo cogidos de la cintura; los gestos amorosos más corrientes les parecen
una maravilla. El deseo mutuo que sienten les hace volver al hotel. Albert
observa la metamorfosis de Golda, su nueva libertad. Por la noche la joven
vibra con un júbilo increíble. Se le cuelga del cuello. La alegría está en su
vientre, en sus ojos, en los gestos lánguidos y curiosos de sus brazos. Hasta que
amanece, su cabellera cubre el pecho de su amante.
La noche pasa. Apenados, viajan en el mismo avión y se separan a la
llegada. Hasta que llega a Haifa, Albert no se entera por los periódicos de por
qué estaba Golda tan contenta: el libro blanco se ha anulado. Ben Gurion y
Weizmann han ganado un pulso increíble, han logrado que se revoque una
decisión del imperio británico.

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Sélim Nassib El amante palestino

LA RUPTURA
1933

Albert vuelve a la Casa Rosada después de una breve estancia en Beirut. La


magnífica puesta del sol en la bahía de Haifa no logra apaciguarle. En el espejo
del cuarto de baño descubre sus primeras canas. Los libaneses que tienen tierras
en Palestina las venden sin pensárselo dos veces, firman los papeles como si las
transacciones no tuviesen ninguna realidad. Para ellos Beirut es París, creen que
se han vuelto franceses. Como Palestina es inglesa, pertenece a otro continente.
Nayar aparece con una limonada. Albert no le ha pedido nada. Adivina que
el joven criado intenta mostrarse amable, pues el mal humor de su amo siempre
le da terror. Deja la bandeja y se retira sin que Albert haya abierto la boca.
Ha descubierto que Zeev Jabotinsky frecuenta mucho la capital libanesa. Le
gusta tanto que ha alquilado una habitación para todo el año en el hotel Saint-
Georges. Un primo de Albert le describe como un hombre divertido y culto,
nada que ver con el fascista judío que cabría imaginar. Le invitan a todas partes.
Las grandes familias se lo disputan, forma parte del paisaje. Sus planteamientos
siguen siendo los mismos, «la hostilidad entre árabes y judíos es natural, hay
que estar preparados para la guerra», pero los expone con tal finura que los
beirutíes están embobados con él.
El rumor de sus amoríos con Golda ha empezado a circular. Albert cree que
ha partido de Irene. Vive sola desde hace años, tiene muchos amantes pero
disfruta contando que su marido se acuesta con la enemiga. Los dos hijos de
Albert le miran mal. Nunca le han conocido realmente, y ahora es un completo
desconocido para ellos. El resto de la familia está consternado. Tíos, tías y
primos temen que acusen a Albert de trabajar para los sionistas. ¿Les habrá
vendido tierras, se habrá comprometido con ellos, los nacionalistas árabes le
habrán amenazado? En realidad no temen por su vida. Solo temen que esa
supuesta relación con Golda sea perjudicial para sus negocios, para el banco,
para su reputación. La burguesía libanesa recibe a Jabotinsky en sus salones y
se alarma por los amores clandestinos de Albert. ¡Beirut es así!

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Sélim Nassib El amante palestino

Al descruzar las piernas Albert da un golpe al velador. El vaso de limonada


cae y se rompe. Aparece Nayar, debía de estar espiando detrás de la puerta.
Hastiado, se levanta, entra en la casa, se dirige a su cuarto, da una vuelta y sale
de nuevo al jardín. El joven sirviente está acabando de recoger los pedazos.
Mientras maneja el recogedor y la escoba, dedica a su amo su mejor sonrisa.
Albert comprende en ese momento a qué es debido su propio nerviosismo.
Golda embarca mañana por la mañana rumbo a Nueva York. Esta noche viene a
Haifa a un concierto. Es su última noche en la ciudad de Albert, en su mundo, y
le ha pedido que no aparezca. Él ha aceptado. Piensa en lo violento de la
situación; ella le ha hecho cómplice de su desaparición.

A la luz de los faros, un gentío considerable se agolpa junto a la entrada,


bajo las bombillas que dibujan en letras gigantes «Plage Azizié». La confusión
es enorme. Envueltos en una nube de polvo, una multitud de chicos jóvenes,
algunos con el torso desnudo, grita, se empuja, intenta entrar a toda costa.
Shlomo reduce la velocidad, pasa al lado de la muchedumbre y conduce junto a
la tapia hasta una puerta con el letrero «Entrada de artistas». Deja allí a Golda y
a Morris. Golda reconoce enseguida al joven sonriente del cartel. Raya en el
pelo impecable, chaqueta blanca, pajarita y un clarinete sobre las rodillas. Su
nombre, Benny Goodman, está escrito en letras de oro. Golda le conoció en
Chicago, tocaba el clarinete en la calle, era su vecino, tenía once hermanos, eran
una familia judía muy pobre. El hecho de encontrarle ahora en Eretz Israel,
después de tantos avatares, la emociona. Goodman les ha dejado dos entradas y
Morris está encantado. Su compañía, el reencuentro con el pequeño Benny
convertido en el rey del swing, que esto suceda en Haifa y que mañana ella
embarque rumbo a Estados Unidos dan a la velada un toque sentimental.
Entre bastidores, rodeado de sus músicos, Goodman no puede contener las
lágrimas cuando la ve. Guapa, risueña, Golda le toca las manos como un niño.
Perdido en el mundo, él se siente del mismo país que ella. La sala, en
penumbra, está tan llena que hay gente de pie junto a la pared e incluso entre
las mesas. Algunos se sientan en el suelo, al borde del espacio que sirve de
escenario. Se apagan las luces. En su mesa de la primera fila, Golda parece
respaldada por el público, sin que ningún obstáculo la separe del joven músico.
Este la mira como si se dispusiera a tocar para ella sola, se lleva el clarinete a los
labios y ataca una deslumbrante improvisación, secundado de inmediato por
sus músicos. Los espectadores permanecen extrañamente en silencio durante un
buen rato. Escuchan el diálogo que se entabla entre los instrumentos y aplauden
a destiempo. Atrapada por el ritmo, Golda se abstrae completamente de la sala.
No sabe a quién, pero le está agradecida a alguien. A sus espaldas, el rumor

85
Sélim Nassib El amante palestino

aprobatorio del público refuerza su sentimiento. Es una caja de resonancia


invisible, una amplificación anónima y potente. El balanceo del swing, su
misterio grave y ligero han cautivado a la sala, que da rienda suelta a su
emoción desde el final de la primera pieza. Antes de que se apaguen los
aplausos, el clarinetista renueva la magia, hincha los carrillos y toca de nuevo.
Su soplo hace vibrar el instrumento y este propaga la vibración en el aire
caldeado. El público entra en resonancia, se exalta con la música, se deja llevar,
contiene el aliento y vuelve a estallar en aclamaciones.
Golda siente una mirada en la nuca. Desde un lugar preciso de la sala
oscura, tiene la impresión de que unos ojos le recorren los hombros, le erizan el
vello. La sensación es ligera como una pluma. No quiere darse la vuelta, ese
cosquilleo la distrae, la música ya no es la misma. Aprovecha la ovación que
acoge el final de una pieza para mirar hacia atrás. En ese momento una luz viva
ilumina la sala y se apaga varias veces, un destello ambiental de sala de baile.
De nuevo en la oscuridad, la imagen persiste y se agranda en las retinas de
Golda. El local es enorme, está lleno hasta los topes, más que un club de jazz es
una sala de fiestas, y los ventanales dan al mar. La mayoría del público es árabe.
Los notables de Haifa están sentados a grandes mesas, como en las comidas
familiares. Hay muchos jóvenes, hijos de la burguesía palestina y otros de
origen más modesto. Juerguistas, curiosos, mujeres solas, excéntricos, amantes
de la música. Muchas mesas están ocupadas por judíos que hablan árabe o
hebreo, en parejas o en familia. La algarabía resuena en los oídos de Golda. En
el centro de la imagen desvanecida, en el brillo luminoso que ha dejado tras
ella, Golda sigue viendo a Albert Pharaon.
Es una alucinación. Está sentado a una mesa justo enfrente del escenario,
con los hombros erguidos, y la mira ardientemente. Parece desproporcionado
con su traje, Golda apenas lo reconoce, ha perdido la costumbre de verlo
vestido. Está solo. Su presencia tiene una intensidad fuera de lo común,
totalmente volcada en ella.
Golda vuelve a mirar atrás, es más fuerte que ella. Otro destello, la sala
oscila, vertiginosa, la silla está vacía, Albert es una sombra amenazadora que
avanza con paso decidido y ciego hacia su meta, ella, sentada junto a Morris en
la primera fila, prisionera de su mesa, y Benny Goodman sigue tocando. Una
palidez mortal le sube por el espinazo y se difunde por la nuca. Reconoce ese
paso de su amante, sabe lo que va a pasar, no hay nada que pueda detenerle. ¡Él
sabe que su relación no resiste la luz, lo sabe! Ha venido por eso, adrede, ahora
está segura, para ver cómo se quema de un chispazo. Solo está a tres metros, ya
adelanta el brazo. En ese momento el clarinete emite unas notas singulares con
una alternancia de aceleración y suavidad, una carrera entre dos principios que
cada vez va más deprisa. Algunos aplausos celebran la ejecución. La música

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Sélim Nassib El amante palestino

cambia otra vez, rebrota con nuevos compases, mezclados con los antiguos,
subiendo escalonadamente, con vaivenes incesantes, hacia un punto que podría
ser la culminación. Golda se levanta y huye de Albert. Ahora todos los
instrumentos están tocando a la vez, y los gritos de entusiasmo, y los bravos.
Morris no se ha dado cuenta de nada, se diría que la sala entera acompaña a
Golda en su carrera.
Atraviesa la vidriera y sale a la humedad salina. Se vuelve dispuesta a
enfrentarse, hecha un basilisco. No hay nadie. La sombra negra de Albert se ha
quedado detrás de la puerta, a varios metros de distancia. Avanza como en un
sueño, a cámara lenta. Alrededor de ellos no hay nadie. Las guirnaldas
luminosas dan un aspecto fantasmagórico al lugar. No hay nadie en las
tumbonas alineadas en la playa, nadie en las mesas de bar colocadas bajo los
árboles. La flamante piscina, la zona de juegos y las casetas están vacías. El
rumor de las olas es apaciguador, pero hay demasiada oscuridad para ver el
mar.
Albert toca a Golda y ella da un respingo. Su rostro se altera, se deforma
con un rictus de pánico y disgusto. Retrocede como un animal acorralado, caído
en una trampa, amenazado de muerte. Jadea, con la garganta petrificada,
incapaz de pronunciar palabra. Albert comprende que Golda está lejos de él, al
otro lado, libre de su atracción. O más bien es él quien se ha librado de la
atracción de ella. La ve en su realidad, y el espejo que ella le presenta le hace
daño.
Albert ha rasgado la pantalla, regresa al mundo. Golda lo mira con una
agudeza casi indecente, con una debilidad extrema, como si tratara de imprimir
en ella una última imagen. Su amante, muy tranquilo, se da la vuelta y se aleja a
grandes zancadas.

87
Sélim Nassib El amante palestino

LLEGADOS DE ALEMANIA
1934

Varios metros detrás de él, unos soldados británicos salidos de la nada


arrastran unas vallas para cerrar el muelle. Otros hacen lo mismo doscientos
metros más allá. Albert se encuentra atrapado sin poderlo remediar. El puerto
nuevo de Haifa es otro planeta, un decorado para gigantes. Entre esos tinglados
y almacenes de dimensiones enormes tiene la impresión de haber encogido. Ya
no reconoce nada. La propia Haifa ha experimentado un crecimiento
espectacular. Lo que antes era un pueblo a la orilla del mar se ha convertido en
una de las principales ciudades industriales del país, y un tercio de sus vecinos
son judíos.
En el centro del espacio delimitado por las vallas hay un barco atracado, un
barco grande y dormido. No se sabe muy bien si es de pasajeros o mercante.
Los soldados lo rodean a intervalos regulares, unos hombres de paisano forman
un segundo círculo, mientras otros colocan en el muelle unas mesas largas de
madera y apilan papeles en ellas. A pesar de su aparente dinamismo, sus gestos
son cansinos. El costado del barco se abre y deja al descubierto un agujero negro
del que salen hombres, mujeres y niños. Es la primera vez que Albert ve
inmigrantes tan de cerca, casi se mezcla con ellos. Son zombis. Se diría que el
suelo se ha abierto bajo sus pies y han caído, una caída interminable hasta
aterrizar en ese muelle. Avanzan lentamente, parpadeando, y en la cara de
todos se lee la misma ausencia estupefacta. Sin embargo, no forman una masa.
Aún no han tenido tiempo de adquirir el color gris y uniforme de los
refugiados. Tienen la ropa ajada, pero muchos visten con elegancia y algunos
aún parecen aristócratas berlineses. Otros irradian un sufrimiento aturdido,
tienen manos finas, rasgos angulosos y ojos hundidos en las cuencas. La
mayoría son pobre gente, más fáciles de someter, víctimas del desastre, como
todo el mundo.
—¿De qué lado está usted?

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Sélim Nassib El amante palestino

Un joven militar británico le hace la pregunta con agresividad. Albert no


acaba de entender, vacila.
—¿Es judío?
—No.
—¡Entonces póngase al otro lado de la barrera!
Albert observa la juventud del inglés, su arrogancia inútil, su ignorancia.
En ese trozo de muelle imaginario nadie sabe ya quién es quién. Desde que
rompió con Golda todo está así, todo lo que le rodea, desquiciado. Todo le
resulta extraño. Con paso lento cruza la barrera, tras la que esperan los
descargadores de muelle árabes. Se hace un sitio entre ellos. Sus pieles curtidas
huelen a sudor y esfuerzo, tienen el semblante serio. Nadie dice nada, la tensión
se palpa en el ambiente, aglutina en un solo cuerpo mudo a los trabajadores que
miran a los recién llegados.
Detrás de las mesas colocadas en el muelle una muchacha con un altavoz
empieza un discurso de bienvenida en hebreo, que traduce al alemán un
compañero suyo. Es muy joven, su voz es firme y clara. Dice que después de
tantos sufrimientos y desmanes los exiliados han llegado por fin a su casa,
donde no tienen nada que temer. Los que quisieron olvidar su origen y fundirse
con otros pueblos han tenido una experiencia amarga y cruel, pero Eretz Israel
recibe con los brazos abiertos tanto a los descarriados como a los demás,
siempre que sean judíos. Da la impresión de que los recién llegados no acaban
de entender. Despavoridos, aislados unos de otros, su desconcierto es tal que
parecen haber olvidado dónde están. La muchacha pasa a los asuntos prácticos.
Les pide que se pongan en fila y preparen la documentación. Al lado de Albert,
un descargador entrado en años salta la barrera y se abalanza, gritando y
blandiendo su gancho, contra los recién llegados. Está solo, es viejo, su
acometida es irrisoria, pero está rojo de ira y su voz suena tan ahogada que
parece a punto de desplomarse. Dos soldados británicos le sujetan sin
dificultad. Como en una coreografía, los jóvenes de paisano se introducen la
mano bajo la chaqueta al mismo tiempo. Alrededor de Albert brota
instantáneamente un grito colectivo de rabia, un aullido hacia el cielo, informe,
puño levantado, pura furia, al que responde un grito similar de los
descargadores árabes agolpados tras la barrera del otro extremo, a doscientos
metros de allí. El doble clamor pasa por encima de las cabezas de los
inmigrantes: «¡Palestina es nuestro país, los judíos son nuestros perros! ¡Con
nuestra sangre, con nuestra alma, te vengaremos, oh, patria!». Empiezan a volar
las piedras. Atrapados entre dos fuegos, sin entender lo que pasa, los judíos
alemanes no saben qué hacer. Las piedras caen a su alrededor. Algunos
empiezan a retroceder hacia el barco para resguardarse, pero la mayoría se
quedan quietos, rígidos.

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Sélim Nassib El amante palestino

Se oye una orden y los soldados disparan al aire. El sonido provoca un


amago de pánico y la multitud árabe retrocede unos metros. Los soldados
aprovechan para franquear las barreras y disolver a los manifestantes a
culatazos. Uno de los descargadores, un gigante de pelo blanco, resiste a pie
firme. A los soldados que avanzan hacia él les grita en un inglés macarrónico
que el viejecillo es vecino suyo, le conoce, tienen que soltarlo, se ha vuelto loco,
qué se le va a hacer.
Albert también experimenta esa mezcla de rabia e ira impotente. Aún no
sabe contra quién dirigirla. No contra los inmigrantes judíos ni, ciertamente,
contra los soldados británicos. Solo le queda la chica que está detrás de la mesa,
tan segura de sí misma, tan ciega, tan Golda. Y la propia situación, que encoge
el corazón, tan inextricable que la mecha se prende sola. Se deja arrastrar por la
muchedumbre que retrocede y se detiene a unos treinta metros de las vallas.
Los gritos arrecian, con nuestra sangre, con nuestra sangre, y las piedras vuelan
otra vez, pero los inmigrantes ya están fuera de su alcance.
De repente se oye un clamor distinto. De entre los barracones salen
corriendo unos treinta matones, algunos en camiseta, con porras, gritando en
hebreo y profiriendo insultos en griego. Son los famosos descargadores judíos
«importados» de Salónica para el tráfico judío del puerto de Haifa, cuyas peleas
con los descargadores árabes suelen ocupar las páginas de sucesos de los
periódicos. Los soldados corren y forman un cordón entre los dos grupos antes
de que lleguen a las manos. También ellos parecen acostumbrados. Apretando
la mandíbula, con el fusil atravesado sobre el pecho, se enfrentan con esa
arrogancia que aún le queda al imperio británico. Albert piensa en esos jóvenes
reclutas, en lo absurdo de su situación, en ese muelle de ninguna parte:
descargadores judíos, descargadores árabes, inmigrantes judíos, y se pregunta
qué hacen allí. Los descargadores judíos se detienen a poca distancia de los
uniformes profiriendo gritos amenazadores y agitando sus porras; los árabes
blanden sus ganchos y les devuelven los insultos; el árabe se mezcla con el
hebreo y el griego; la misma escena, idéntica, se desarrolla tras la otra barrera, a
doscientos metros de allí, dando la impresión de que la situación puede
reproducirse indefinidamente. Los judíos alemanes siguen en la tierra de nadie
delimitada por las barreras, olvidados, perdidos, suspendidos sobre la
geografía.

En el venerable vestíbulo del banco Pharaon una extraña pareja espera a


Albert bajo la gran araña. Hoy todo es así, ciertos detalles se cuelan en los
ambientes más familiares y ponen en duda su coherencia. El hombre,
treintañero, traje raído, mejillas hundidas, ojos febriles; la mujer, muy joven,

90
Sélim Nassib El amante palestino

alta y algo huesuda, lleva un vestido ceñido hecho con retales de colores. Tiene
el pelo negro y muy corto, facciones angulosas, ojos como el carbón, paisaje
lóbrego en cuyo centro destaca una gran boca roja. Los empleados y clientes les
rodean, una época posterior ha irrumpido por descuido en la suya.
—¿Es usted el señor Pharaon? —pregunta el hombre.
Su voz es suave; su acento, alemán.
—Sí, soy yo.
El hombre esboza una sonrisa intensa y su cara se ilumina. En un instante
su expresión seria y dolorosa se ha vuelto casi ingenua. Se llama Emil Stein, se
ocupaba de decorados de teatro en Munich, ella se llama Ada y era profesora de
baile. Llevan tres meses en Palestina. No fue una elección libre, el resto del
mundo se había cerrado. Albert les hace pasar a su despacho. La joven va
delante. En sus andares no hay nada que recuerde a algo reconocible. Parece
que se derrumbe y se enderece a cada paso, sus largos brazos oscilan a los lados
del cuerpo para mantener el equilibrio; su gracia es improbable y, sin embargo,
evidente. La sigue su compañero, tan tranquilo y estable como ella caótica.
Después de tomar asiento, Emil Stein abre una caja de hojalata que llevaba bajo
el brazo y saca un fajo de billetes.
—Mil setecientos cincuenta dólares. Por suerte los cambiamos antes de que
el marco se hundiera.
El tono es humilde y a la vez solemne, lo mismo que el movimiento de
dejar el fajo sobre la mesa. Ada, en cambio, parece completamente distraída. Se
revuelve en su asiento, mira a todas partes con una inquietud sin objeto en los
ojos. Son como dos contrarios emparejados, los polos de un imán que se
repelen. Albert no se ocupa nunca de los asuntos del banco, pero es evidente
que se trata de otra cosa.
—¿Qué les pasa? —pregunta.
Emil Stein suspira aliviado y se arrellana en su asiento. Los ojos de Ada
dejan de escrutar las paredes y miran a Albert. Él oye por primera vez la voz
ronca de la mujer, cálida, extranjera, a veces desentonada.
—Allí nos echaban en cara que fuéramos judíos —dice ella—, aquí nos
obligan a serlo. No hay solución. Pero tiene que haberla.
—Me encantaría que así fuera —dice Albert.
—Para nosotros, depositar nuestro dinero en su banco ya es un comienzo
—murmura Emil.
—No acabo de entender.
Emil le explica, habla atropelladamente: Alemania era un taller gigante,
cada cual trabajaba en su rincón pensando en el presente y nadie te preguntaba
si eras judío. Luego cerraron los teatros, y las clases de danza, ya no había
dinero, y a veces ni comida siquiera. Ada y él acababan de tener un hijo, se

91
Sélim Nassib El amante palestino

llama Hugo. La crisis era general, dondequiera que fueses. Siguieron luchando,
haciendo otras cosas, la necesidad era muy fuerte, pero la hostilidad feroz
resultó más fuerte aún. Sin darse cuenta, Ada gesticula expresando los
sentimientos que el relato de Emil le inspira. Golda puso la misma cara una
noche, cuando todas las luces del pasado se proyectaban en su piel. Las dos
mujeres no se parecen nada, se podría decir incluso que una es lo contrario de la
otra. Sin embargo, a Albert le conturba observar que Ada tiene la misma
capacidad para hacer que su cuerpo sea hipnótico. La imagen de Golda, de esa
imposibilidad llamada Golda, se mezcla con la de la joven alemana que mueve
los labios ante él. Emil Stein dice que el mundo al que pertenecen pendía de un
hilo y que ese hilo se ha roto. Las palabras se le traban en la garganta, Ada
respira hondo para calmarse. Albert les ofrece unos cigarrillos. En el gran
despacho los tres fuman en silencio.
—Fue al llegar aquí cuando nos convertimos en judíos —prosigue Emil con
voz ronca—. Ya lo éramos allí, desde luego, pero rechazábamos esa clasificación
hecha por el enemigo. En Palestina no podemos permitirnos ese lujo. Han sido
amables con nosotros, y acogedores, y eficaces, y la verdad es que sin ellos no sé
lo que habría sido de nosotros. Pero su forma de hablarnos remarcaba siempre
nuestro error: nos habíamos creído alemanes, cuando solo éramos judíos. Nos
miraban como si hubiéramos renegado de ser judíos, y eso nos sulfuraba. Como
si la victoria electoral de los nazis fuese la prueba de que los judíos debían
retirarse del mundo para vivir juntos en un mismo gueto.
—No solo hay judíos en este país —dice Albert.
—Me gano la vida como encargado de obra, la mayoría de los obreros son
árabes y hablamos por señas. Pero ellos no existen. Construyen las casas de los
judíos y luego desaparecen como si nunca hubieran estado allí. Ada y yo
vivimos en una de esas casas, en el este de Haifa, una hilera de pequeños
edificios todos iguales. Para no asfixiarnos nos hemos aficionado a pasear por la
ciudad vieja, donde las calles y las casas tienen una larga historia. Llevamos
mucho tiempo buscándole, señor Pharaon.
Ada asiente con una sonrisa de oreja a oreja, Emil también tiene una
expresión traviesa. Ambos parecen burlarse de la vida.
—Hemos visto su edificio y nos hemos parado delante —prosigue Emil—.
Un banco llamado Pharaon no se ve todos los días. La fachada, los arcos, la
piedra labrada, ¡todo parecía tan irreal! Hemos entrado y no le hemos visto a
usted. Nos hemos quedado mirando las alfombras y las arañas de cristal, los
empleados, los clientes, la animación de los despachos... Teníamos la impresión
de estar en alguna parte.
—Pues qué suerte —comenta Albert entre risas—, porque yo, la verdad, ya
no sé muy bien dónde estoy.

92
Sélim Nassib El amante palestino

Emil Stein ríe con él, lo mismo que Ada. Luego callan de nuevo, pero esta
vez es un silencio relajado.
—No soy creyente y la religión no significa nada para mí —añade Emil—,
pero en la Biblia hay una historia que me gusta, la de José, que, perseguido por
sus hermanos, acaba refugiándose en el país del faraón.
Albert ríe, pero esta vez con una emoción que le sorprende, sobre todo
cuando ve que a su visitante se le saltan las lágrimas. A Ada la turbación que
siente le produce pánico.
—Si no tienen nada que hacer esta noche —dice Albert—, vengan a cenar a
mi casa. Vivo en una casa antigua. Una casa de ensueño, pero también muy
real. Ya verán, les gustará.

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Sélim Nassib El amante palestino

TIEMPOS MODERNOS
1935

La primera vez que fueron a cenar, Ada no llegó a sentarse a la mesa que
estaba preparada en el jardín; se puso rígida. Era demasiado, demasiado
solemne para ella, obsceno incluso. Sus grandes labios rojos articulaban la
palabra, obs-ceeno, y se le saltaban las lágrimas. Entre Emil y ella estalló una
violenta discusión. Albert fue en busca de Nayar para pedirle que lo retirase
todo, el mantel almidonado, las copas de cristal. Cuando volvía al jardín oyó los
gritos de sus invitados. La voz de Ada, de tan aguda, parecía a punto de
quebrarse. Era como si algo o alguien chillara dentro de su garganta, casi daba
miedo. Albert se quedó detrás de la puerta de cristal. Vio que Emil se levantaba
y salía de la casa.
Ada se puso a mirar el agujero negro de la bahía de Haifa y no se movió.
Sus finos hombros se estremecían. Albert se acercó. No sabía qué hacer, no hizo
nada. Al final ella se dio la vuelta, con los ojos completamente secos; parecían
más grandes. Con voz muy baja le dijo que lo sentía mucho, que esa clase de
peleas habían llegado a ser habituales desde que Emil y ella estaban en
Palestina. Como tanteando, apoyó la frente en el pecho de Albert. Él
permaneció inmóvil, ella también, con ese único punto de contacto. Tardó un
buen rato en separarse. Con sus gestos lentos, como al ralentí, Albert descorchó
una botella. Bebieron.
Luego Ada estuvo viendo la casa. Albert caminaba detrás. Era
extraordinario, ella daba vida a cada una de las habitaciones. Las paredes, las
proporciones, las ventanas abiertas, parecía que todo le gustaba y le hablaba.
No solo eso, sino que encontraba milagrosamente su sitio. Reconocía con
gratitud ese lugar donde nunca había estado. Tocaba la piedra lisa y dejaba que
su mano se deslizara por ella placenteramente. Nunca había estado la casa tan
habitada como esa noche, por la gracia de una mujer joven. Cenaron en la
hierba. Ella no quiso marcharse. Un poco achispada, dijo que ese lugar ya le
pertenecía. Albert mandó a Nayar que preparase la habitación de invitados.

94
Sélim Nassib El amante palestino

Notó que se deslizaba en su cama, sus piernas desnudas rozaron las de él.
Ada llevaba puesta la chaqueta de pijama que le había dejado. Metió la cabeza
bajo las sábanas. Su cuerpo delgado no era más que una forma inmóvil. El alba
empezaba a clarear en el contorno de las cortinas. Ada asomó la cara. Sus ojos
negros brillaban en la penumbra como si la luz emanara de ellos. Albert
propuso que se preparasen un té. Ella lo miraba sin moverse. Él intentó pasar
por encima de su cuerpo. A mitad del movimiento Ada se destapó y le enlazó
firmemente con los brazos y las piernas. Su fuerza era increíble, Albert no
imaginaba que pudiera ser tan musculosa.
Por la sonrisa roja y dulce que esbozó ella, se diría que estaba soñando.
Albert recuerda el momento en que Ada se levantó para quitarse la chaqueta
del pijama y dejó al descubierto unos pechos asombrosamente túrgidos para un
cuerpo tan flaco. Recuerda la lentitud de sus gestos, el temblor de los miembros,
lo aterciopelado de la piel prohibida. Fue algo suave y estremecedor durante un
momento prolongado, pero de repente Ada se agitó, su cuerpo seco y liso se
descontroló. Una fuerza oscura, ajena, de intenciones dudosas, la levantaba
como un pelele y parecía que iba a desarticularla. Ella respondía con una
energía feroz dejando que hablaran sus caderas, abriendo los brazos, bailando.
Todos los demonios de su vientre se habían despertado. Albert estaba pasmado.
Los muslos de Ada eran como una presa de acero alrededor de su pelvis. Él era
su punto fijo. Pero Ada se movía como una yegua loca erguida sobre él, un
animal salvaje. Gritaba como si tuviese que expulsar, escupir, vomitar la
pesadilla que había en su interior. Empujaba, buscaba, y sus brazos partían
hacia el cielo, su pubis se tendía desesperadamente, y sus ojos lloraban;
empezaba otra vez y otra vez hasta el improbable espasmo final, el magnífico y
doloroso remate. Albert lo recuerda. A esta primera cópula le siguieron otras
más sosegadas, y el tiempo ya no tuvo sentido. Recuerda los labios
entreabiertos, la respiración entrecortada y sin embargo paciente, los ojos
negros algo velados que no dejaban de mirarle cuando, muy poco a poco,
llegaba el placer. Por fin consiguieron separarse.
—A partir de ahora —dijo ella en voz baja— tú eres mi amante palestino.

A partir del día siguiente Ada abrió la Casa Rosada. Se trajo a Emil y a
todos sus amigos. La mansión lujosa se convirtió en un mundo, el mundo de
Ada. Alemania entró en casa de Albert. Los visitantes abrían su puerta, algunos
ni siquiera sabían quién era. Día tras día, en sus oídos resonaban una tragedia y
un mundo que él desconocía, mientras otra tragedia seguía desarrollándose
ante sus ojos. El azar le había colocado en la intersección de los dos mundos, y
dondequiera que mirase veía a Ada. Solo ella les daba unidad. Su forma de

95
Sélim Nassib El amante palestino

cambiar de sitio le fascinaba. Se desplazaba de uno a otro, fluida y transparente,


creaba vínculos sin proponérselo. Era el centro y el intruso a la vez, extraña
mezcla. Nunca miraba a Albert; sus ojos pasaban con las pestañas bajas. Le
hablaba, le sonreía, pero solo de soslayo. En público no existía para él. Emil no
estaba resentido con Albert, le miraba a los ojos. Nadie engañaba a nadie. Emil
quería a Ada, conocía su fragilidad y ansiaba proteger el equilibrio que ella
acababa de encontrar.
Nada impedía a Albert entregarse a ese amor. No se atrevía a creérselo,
pero se lo creía: el futuro traía una promesa, se había vuelto deseable. Como un
sediento privado de esperanza durante demasiado tiempo, sintió una euforia
desbocada. ¿Y si fueran ellos, los judíos alemanes desarraigados, el acicate que
había estado esperando inútilmente hasta entonces? ¿Por qué no? No eran
sionistas y no aspiraban a una sociedad separada. La desgracia les había
obligado a refugiarse en un mundo árabe que no rechazaban, ¿por qué no iban
a poder transformarlo? Los judíos alemanes habían creado una organización,
Brit Shalom, partidaria de un Estado binacional judío y árabe. Por fin la utopía
sionista de los orígenes empezaba a mostrarse tal cual era: irrealizable. Palestina
tenía una oportunidad para salir de su largo sopor y ser habitable. Una voz
interior seguía diciéndole que era un iluso, que la sociedad palestina percibía la
llegada masiva de judíos alemanes como una amenaza mortal. Pero Albert ya
no escuchaba esa voz. Estaba demasiado contento. Veía a Ada cruzar el jardín
sin atreverse a decirle nada. Y se estremecía al pensar que esa noche, quizá, la
tendría entre sus brazos.

Sin darse cuenta Albert se ha acostumbrado al ritmo semanal del sabbat.


Ninguno de sus visitantes reza, ninguno bendice el pan y el vino, pero todos
trabajan en empresas judías y el ligero ambiente festivo que contribuyen a crear
ese día hasta los más descreídos acaba por contagiarle. Es sabbat. A media tarde
los invitados juegan al ajedrez en el jardín o están tumbados a la sombra de los
árboles. Se conocen de Alemania. Continuamente aparecen caras nuevas. Cada
oleada de inmigración está marcada por un suceso trágico: unos huyeron
después de los primeros saqueos de tiendas judías, otros después de las
primeras quemas de libros, otros después de las leyes raciales de Nuremberg,
otros después de los incendios de sinagogas. De todos modos, se habían
quedado sin trabajo. Tan solo durante el primer año de los nazis en el poder, la
mitad de los judíos alemanes se había quedado en el paro. Al partir habían
encargado a sus amigos y vecinos que protegieran sus casas y bienes, pero
semana tras semana esos amigos y vecinos también se presentan allí. Su llegada
revela un agravamiento de la situación y al mismo tiempo contribuye a hacerla

96
Sélim Nassib El amante palestino

explosiva en Palestina. En esa carrera alocada hacia el abismo, la Casa Rosada y


su jardín, que termina abruptamente sobre la bahía, son su refugio. La
vegetación exuberante está descuidada, el cielo abierto les libera. Ada es la
única que se aventura dentro de la casa. Va de un lado a otro, nadie le pide
nada, Emil la ve pasar a lo lejos.
Los inseparables hermanos Meyer aparecen en la puerta del jardín. Parecen
fantasmas de sí mismos, pálidos, temblorosos, desaliñados.
—¿Quién es Ezedin al-Qasam? —gritan.
Todos los rodean. Están cubiertos de polvo.
—Por poco nos linchan a la salida de Tel Aviv. Unos energúmenos que se
cubrían la cara con kefias encendieron neumáticos para cortar la carretera y
apedrearon el autobús. Gritaban en árabe, no se les entendía nada.
Conseguimos pasar entre la humareda, pero al llegar a Haifa, en la plaza
mayor, nuestro autobús se vio rodeado por una muchedumbre amenazadora y
cada vez llegaba más gente por las calles. No podíamos avanzar ni retroceder,
las piedras rompieron todas las ventanillas. El conductor nos dijo que nos
tumbáramos bajo los asientos. Hombres, mujeres, niños, judíos con tirabuzones,
pero también algunos árabes, todos gritaban, rezaban, lloraban. Los
alborotadores intentaban volcar el autobús, que se bamboleaba cada vez más,
incluso cuando intervinieron los soldados británicos para liberarnos. Y todo el
tiempo les oíamos gritar ese nombre: ¡Ezedin al-Qasam! ¡Ezedin al-Qasam!
¿Quién es ese tío?
—Un jeque predicador al que mataron los británicos hace unos días —dice
Albert—. Hoy le enterraban en Haifa. Desde hace años recorría los pueblos
llamando a los campesinos expulsados a la guerra santa contra los judíos y los
británicos. Por incitación suya mataron a tres kibbutznik y dos granjeros judíos.
Cuando el gran muftí no quiso sumarse a un llamamiento a la insurrección,
decidió actuar por su cuenta, instaló su guarida en los montes de Samaria y
estuvo escondiéndose de cueva en cueva con un grupo de facciosos durante
varios días. Los británicos acabaron descubriéndole, pero no quiso rendirse, de
modo que lo mataron. Es lo peor que podían haber hecho.
—¿Por qué?
—Porque hasta hace tres días era un desconocido. Solo era un jefecillo
terrorista local, pero, como ha muerto así, con las armas en la mano, puede
convertirse en una leyenda. Desde su muerte, hace tres días, en todas las
ciudades del país hay manifestaciones espontáneas en las que se grita su
nombre.
Es un poco irreal. Los invitados se miran. Comprenden ese momento en
que un pueblo que ha acumulado rabia impotente rompe las amarras y toma las
calles. Saben que ese estallido puede hacer que la tierra tiemble bajo sus pies,

97
Sélim Nassib El amante palestino

pero no tienen conciencia clara de lo que está pasando. Todo sucede en un


lejano país que también se llamaría Palestina.
Sentados en la pared del estanque, los hermanos Meyer son los únicos que
se hacen una idea cabal del peligro.
—Tengo una buena noticia —les dice Albert—. Podrán viajar a Ammán.
En el rostro de los dos hermanos se dibuja una fuerte emoción, que borra
instantáneamente su angustia. Se levantan y abrazan a Albert. Ambos eran
arquitectos del Bauhaus de Berlín. Sin rechistar, habían cambiado su pasión por
las casas de líneas desnudas para ir a Palestina a cepillar tablas y clavar clavos.
Se habían hecho carpinteros en Tel Aviv. Y ahora el emir Abdallah les ha
encargado la ebanistería del palacio que está construyendo en Ammán. Un
amigo de Albert ha hecho de intermediario.
Los zumbidos de los insectos y unos ladridos lejanos amplifican el silencio.
Las palmeras se mecen en la ladera. Todo está en calma. Ada se acerca, nadie le
presta atención. Le tiembla la mandíbula, como si tiritara.
—Soy una mala judía, no soy judía —grita con su voz áspera—. No quiero
aprender hebreo, no voy a quedarme aquí. El país que me dé un visado será el
mío. Mi lengua es la danza. Iré a cualquier parte, daré clases a la espera de
volver a Munich. ¡El régimen nazi no va a durar eternamente y solo tengo
veintidós años!
Ada está de pie delante del estanque, balanceando los brazos, sola frente a
todos. El sol poniente ilumina sus formas huesudas, sus piernas desnudas, su
vestido de colores vivos. Los demás pueden hablar, acalorarse, expresar como
pueden sus tribulaciones. Excepto cuando grita, Ada nunca dice nada. Su
cuerpo libre, doloroso, cargado de tensiones, encarna todas las contradicciones.
Es la modernidad y a la vez su fracaso. Albert tiene ganas de tomarla en sus
brazos.

98
Sélim Nassib El amante palestino

EL ENTIERRO
1936

Albert volvía de Jerusalén a Haifa y pinchó una rueda del coche. No había
nadie por los alrededores, era una carreterita rural que serpenteaba entre
colinas. No le quedaba más remedio que cambiar la rueda y no estaba seguro de
lograrlo. Una familia de campesinos árabes apareció en la carretera, surgidos de
la nada. Parecía un espejismo. El hombre con chilaba y kefia, la madre con un
crío en brazos, arropado en una manta. Tras ellos caminaba un niño de diez
años. Sus pobres atavíos volaban al viento. Se detuvieron sin pronunciar
palabra a pocos metros del coche. Albert les saludó y les preguntó si había
algún pueblo cerca. No contestaron, como si no entendieran la lengua. Albert
siguió a lo suyo. El hombre se acercó silenciosamente, seguido a cierta distancia
por los demás. Muy erguido, como si lo hiciera ante la historia, se presentó y
nombró la aldea de la que procedía. Hablaba un árabe clásico muy puro. Al crío
acababan de operarle en el hospital de Jerusalén y volvían a la aldea andando.
Calló. Un poco sorprendido, Albert preguntó dónde estaba esa aldea. El
hombre señaló un lugar en la montaña que le obligaría a dar un rodeo de unos
veinte kilómetros.
La familia se mantenía a tres o cuatro metros de él. Incluso a esa distancia
Albert percibía el olor de las telas gruesas nunca lavadas, el olor del sudor, del
ganado, de la pobreza. La mujer, detrás del hombre, había empezado a hablar:
el niño todavía estaba enfermo, necesitaba descansar y el camino era largo.
Albert iba a decirles que les llevaría cuando el hombre sacó de su chilaba un
pañuelo grasiento, lo desató y presentó su contenido con un gesto solemne:
unas monedas de plata. Albert, incómodo, hizo un gesto de negación antes de
ponerse la mano sobre el corazón y abrir las portezuelas. Con una expresión
terrible, el hombre alzó la mano para cerrar el paso a su familia mientras con la
otra mostraba el pañuelo abierto. Cada gesto se transformaba en su contrario.
Albert dijo con voz potente que se sentía ofendido, insultado incluso. ¿Cómo
iba a aceptar dinero por hacerle un favor a un hermano? La mujer se echó a

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Sélim Nassib El amante palestino

llorar, suplicó a su marido que se tragara el orgullo y aceptara el generoso


ofrecimiento del forastero. Albert pensó que tendría que acabar implorando al
hombre que tuviera a bien subir a su coche. El otro permanecía de pie en medio
de la carretera, rostro grave, mano firme, intratable. Dándose por vencido,
Albert dobló el pañuelo sobre las monedas y, sosteniéndolo con dos dedos, lo
llevó hasta el salpicadero.
La carretera que llevaba a la aldea era una pista imprecisa, llena de baches
y piedras, que desaparecía y reaparecía entre las lomas. La familia hedía de tal
modo que incluso con todas las ventanillas abiertas el aire era irrespirable. El
hombre iba delante, la mujer y los niños detrás. El crío no lloraba. Estaba
muerto. El hombre se lo confesó a Albert con voz quebrada. La operación en el
hospital había salido mal, en realidad no había habido ningún hospital. El niño
había muerto, poco importaba cómo, e iban a la aldea a enterrarlo. Albert
detuvo el coche en el arcén. Miró al padre, al crío, a la madre que lo sostenía
envuelto en harapos, y les tocó la mano. Les dijo que iba a asistir al entierro.
Una lágrima surcó las mejillas curtidas del hombre. Con un gesto de
incomodidad y vergüenza envolvió las monedas que estaban en el salpicadero
y se metió el pañuelo en las profundidades de la chilaba.
Albert se encontró en la primera fila del entierro, junto a los hombres de la
familia. Detrás de ellos caminaba una veintena de campesinos enmudecidos por
el dolor. Los seguían las mujeres, que se daban golpes en el pecho y cantaban
sus lamentos. Era una escena primitiva que se repetía en el presente. El mismo
ritual, la misma naturaleza abrasada por el sol, los mismos gritos. Pero el dolor
de ese día era intolerable, porque no se trataba únicamente de muerte, sino de
vida no vivida, de no vida, de futuro inexistente.
La aldea no tendría más de diez casas y el cementerio dibujaba un pequeño
cuadrado en lo alto de la loma. Los gritos y los llantos arreciaron. La tumba era
minúscula y los olores que subían de ella embriagaban los sentidos. La tierra.
Albert percibía físicamente su sensualidad y tibieza, era la sustancia misma de
la historia. Con las palmas abiertas ante ellos como libros, los campesinos
recitaron la Fatiha, primera sura del Corán: «A Ti solo servimos y a Ti solo
imploramos ayuda». Los lamentos agudos se superponían al murmullo
lúgubre, lo masculino y lo femenino se mezclaban en una misma canción. Allí,
al borde de la tumba, rodeado de tanta aflicción, Albert comprendió de pronto
que Ada no tenía nada que ver con ese país. No había llegado a esa tierra por
voluntad propia, su destino no estaba indisolublemente unido al de él. Ese
éxtasis macabro, la relación de la gente con su vida y su muerte, no iba con ella,
nunca iría con ella.
Volvió a Haifa como un zombi, el coche rodaba solo. No durmió en toda la
noche. La desaparición de la imagen de Ada le obsesionaba. ¿Por qué? Era

100
Sélim Nassib El amante palestino

Golda. Se pasó toda la noche intentando quitársela de la cabeza. Lo sabía,


siempre lo había sabido: solo Golda estaba unida de un modo tan orgánico a esa
tierra. Ella no se iría nunca. Pasara lo que pasara, su apego a la tierra seguiría
siendo tan fuerte como el de los campesinos. Ella era la llave evidente, pero una
llave amarga que no abría, que dolía. En un arranque de lucidez, Albert admitió
que estaba unido a ella para siempre, condenado de por vida. Porque era a ella,
a Golda, a quien amaba. Y porque con ella todo eso era imposible.
Despertó a media tarde, vestido en la cama. Ada estaba inclinada sobre él y
tardó unos segundos en reconocerla. Ella le preguntó qué le pasaba, si estaba
enfermo. Albert negó con la cabeza. Tenía la boca pastosa, la jaqueca le ofuscaba
la mente. Todo había vuelto de golpe. Con una tristeza infinita pasó los brazos
alrededor del cuello de la joven y la estrechó. Ella ni siquiera parecía
asombrada.
Se levantó y la condujo a la terraza oeste que tanto le gustaba a Ada. Ella se
dejó llevar sin cruzar una mirada ni hacer preguntas. Su presencia era
apaciguadora. En la terraza Albert le contó todo de un tirón, su ilusión y el
papel que había tenido Ada en ella, el niño muerto, el entierro, su amor a
Golda. Lo contaba llorando. Ada nunca le había visto llorar. Acurrucada, le
escuchaba con inusitada intensidad, sin alterarse. Su calma de entonces era
como la imagen simétrica de su locura habitual.
¿Qué se había creído él? ¿Que iban a vivir los dos juntos plácidamente?
¿Siendo como eran y con ese país alrededor? ¿Una bonita historia de amor en
un mundillo de judíos alemanes emigrantes? De todos modos, eso no hubiera
durado mucho. Lo único que ella sentía era amor y agradecimiento por esos
días despreocupados, esos días robados que había pasado con él. También le
estaba agradecida por los demás. Él los había acogido sin pensárselo dos veces,
en su casa habían encontrado la paz. Su acogida había sido magnífica, por lo
que había tenido de libre y casi inconsciente. ¿Qué quería hacer ahora? ¿Poner
fin a esa experiencia, a esa vida en común? ¿Quedarse solo para ver cómo se
hundía su país? ¿Mortificarse un día y otro por su amor a una mujer
inaccesible? Ada hablaba como si se jugase la vida, muy directa, con rabia, los
pies bien plantados en la tierra y la cabeza erguida. El corazón de Albert latía
con fuerza. El futuro seguía siendo negro, pero esa mujer le ofrecía una luz. Ada
calló. Su cuerpo se encogió al tiempo que lanzaba un largo suspiro. Se ruborizó,
sonrió, sus ojos eran dos rendijas. Miró a Albert a través de las pestañas.
—Tu casa tiene que seguir abierta —dijo en un murmullo.
—Tú y yo...
—Lo sé, ya no puedes. Lástima. Se acabó.
Los amigos seguían viniendo. La vida era como antes, salvo que Ada
miraba a Albert a hurtadillas, tenía los ojos puestos en él. Emil se acercaba poco

101
Sélim Nassib El amante palestino

a poco a ella. Albert estaba muy agradecido a ese mundo que le rodeaba y le
salvaba la vida, pero su atención estaba en otra parte. Contemplaba con mirada
vacía y fascinada los acontecimientos que estremecían su país. Ya no pensaba
en términos políticos. Veía las huelgas de los árabes, a veces violentas, como
una protesta contra la imposibilidad de vivir juntos, una forma patética de
reclamar atención y consideración, la oscura expresión de un despecho
amoroso. Leía en la vida lo que leía en su corazón. Le gustaba estar solo y que
allá fuera hubiese jaleo. Le dejaban en paz. Ada se encargaba de ello sin que los
demás se dieran cuenta, y él menos que nadie. Vivió así mes tras mes, y todos
vivieron con él. No pensaba concretamente en Golda, pero ella siempre estaba
allí. Su imagen estaba en el fondo de sus ojos, flotaba en su mente y aparecía sin
avisar, como una puñalada.

102
Sélim Nassib El amante palestino

GOLDA
1937

Nayar la sigue como un fantasma. La melena negra respinga sobre sus


hombros, su paso es vivo. Es guapa, fuerte, hermosa por su fuerza. Albert se
levanta y va a su encuentro. Ella lleva un vestido de flores de manga corta y un
pañuelito en la mano. Tiene algo de primaveral. Su imagen tiembla en la calina,
el viento agita el bajo de su vestido, sus andares se reconocerían entre mil.
Albert mueve la cabeza para volver en sí. No cabe duda. Es realmente ella. La
mira como si nada pudiera apagar su sed de verla, la ha echado terriblemente
de menos, todo le sorprende. Ella le dice en voz baja:
—Estás pálido, te conservas bien, has adelgazado.
Las facciones de ella son más marcadas, pero Albert no tiene ganas de
hablar de eso. Una vieja sonrisa le sube a los labios.
—¿Qué tal? —Es lo único que pregunta.
—Me he mudado, vivo sola con mis hijos. Los últimos seis meses, cuando
les daba un beso por la mañana, no sabía si los volvería a ver por la noche. La
carretera de Jerusalén a Tel Aviv se ha convertido en la más peligrosa del país.
En el momento menos esperado te encuentras con una piedra, un tiro, una
bomba.
Calla. A él le habría gustado que siguiera hablando, tan solo para recuperar
la familiaridad de su voz. Con gesto torpe la invita a sentarse. Ella pasa a su
lado y se detiene. Levanta la vista, la mano, hacia su cara. La recorre muy
despacio con la yema de los dedos. Cierta vez hizo exactamente lo mismo.
Albert está inmóvil. El brazo de Golda vuelve a caer, olvida dar un paso atrás.
Se aspiran profundamente. Albert no sabe si puede tocarla, a esa mujer, si la
conoce de nuevo. No está seguro de querer saber. Ella ha venido, es lo
importante. De momento esa inmovilidad le gusta.
—¿Y tú? —murmura ella, casi pegada a su pecho.
—Nada. Leo los periódicos, oigo la radio, el conflicto pasa bajo mis
ventanas. Nunca creí que los palestinos serían capaces de mantener una huelga

103
Sélim Nassib El amante palestino

de seis meses. Veo cómo se transforman en pueblo. No tengo ganas de


moverme, me paso todo el tiempo regañando contigo.
Golda ríe. Se separa. Recompone el semblante. La vacilación ha
desaparecido de su mirada; ha venido con una intención concreta. Albert le
pone la mano en la boca para impedir que hable y ella le mira, asombrada. Él
dobla las rodillas y se sienta en la hierba, la arrastra consigo. Lo único que le
pide es que vea la Casa Rosada, el jardín, el paisaje desde aquí. Sabe que nada
es posible, su cuerpo se lo dice. Pero la atracción entre ellos sigue intacta. La
sombra de las nubes solitarias pasa sobre la ciudad, allá abajo. Los judíos y los
árabes recuperan el aliento, se lamen las heridas, sueñan quizá. Albert no se
siente distinto de ellos. No tiene una verdadera esperanza. Solo se alegra de que
la violencia haya callado por un momento y de que Golda esté a su lado,
milagrosamente. Querría volverse hacia ella y besarla. Ella le respondería
mordiéndole los labios. Sus bocas estarían rojas, sus miradas se aguzarían
mutuamente. La habría saboreado, se habría asegurado de su materialidad,
nada más.
—He venido a decirte que la situación en Haifa puede volverse muy
peligrosa.
Él apenas la escucha. Su mirada vaga por la rugosidad de la piel, la
redondez del cuello, el pecho que se eleva. Intenta recuperar a la Golda que
conocía. Esta se le parece mucho, es casi ella. Golda le coge de los hombros y le
sacude levemente.
—La comisión británica nos ha comunicado sus conclusiones: partición de
Palestina entre un Estado judío, que ocupará un tercio del país, y un Estado
árabe en el resto. Nada de judíos en un Estado árabe ni de árabes en un Estado
judío.
Los británicos se encargarán, si es preciso, del traslado forzoso de las
poblaciones. Jerusalén tendrá un estatuto internacional, Haifa será totalmente
judía.
Los labios de Golda se mueven, sus ojos le miran, su expresión tiene una
determinación insensata. Todo indica que se ha convertido en una mujer de
poder. Albert no entiende ni una palabra de lo que dice. ¿Cómo es eso? ¿Los
árabes de Galilea o de Haifa van a recoger sus bártulos y dejar sus casas porque
los judíos quieren vivir solos? ¿De lo contrario los británicos les evacuarán
manu militari? ¿Y los judíos van a quedarse con la tercera parte del país,
previamente desalojada?
Allá abajo un paquebote maniobra para entrar en el puerto lleno de barcos
atracados en los muelles. Para Albert ese paisaje familiar es tangible como el
viento en la piel, el olor del monte, el canto de los grillos. ¿Qué es lo real?, se
pregunta. Golda le observa ardientemente.

104
Sélim Nassib El amante palestino

—Los seis meses de huelga árabe de los que tan orgulloso pareces han sido
una bendición para nosotros. A cada palestino que ha dejado de trabajar le ha
sustituido un judío. Todos los acontecimientos nos han despejado el camino.
Hemos puesto en pie una estructura de Estado judío que se ha desarrollado
mejor de lo esperado y que será vital cuando estalle la guerra en Europa.
—¿Por qué has venido a verme, Golda?
—Hay grupos judíos dispuestos a pasar a la acción en Haifa. No tienes idea
de lo violentos que son. Ten cuidado.
Se levanta, cabizbaja. Albert está emocionado por primera vez. Siente que
Golda teme por él. Su máscara de aplomo y orgullo ha caído, se le ha nublado la
vista. Por un momento él la recupera y la reconoce. No le da tiempo a
reaccionar. Ella ha vuelto la cabeza, ya no está.

105
Sélim Nassib El amante palestino

ADA
1937

La explosión es mucho más fuerte que de costumbre, los cristales de la Casa


Rosada tiemblan. Albert sale al jardín justo cuando se produce la siguiente.
Abajo, en la ciudad, se ven dos enormes columnas de humo. Suenan las sirenas
de las ambulancias. La metralla casi se ha convertido en un ruido de fondo, ni
siquiera interrumpe las conversaciones. Albert enciende la radio: la primera
bomba ha explotado en el mercado de las sandías, repleto de gente; la segunda,
en el mercado de hortalizas. Los hospitales no dan abasto. Han sido los
extremistas judíos del Irgún, su cuarto atentado en Haifa.
Alguien llama a la puerta. Nayar no está. Albert va a abrir. Es Ada, lívida,
con su hijo Hugo en brazos. Un reguero de sangre le cruza el pecho, desde el
hombro hasta la cadera, casi en línea recta. Los ojos de la mujer están
desorbitados, abre la boca con dificultad.
—No nos pasa nada. Ni a él ni a mí. ¡Es la sangre de otro!
El niño, aterrorizado, se aferra al cuello de su madre, que lo sujeta con
fuerza. Albert les lleva a una habitación y cierra las contraventanas. En cuanto
pone la cabeza en la almohada, Hugo queda medio inconsciente. Gime
horriblemente, da puñetazos y patadas en el vacío. Arrodillada al pie de la
cama, Ada intenta calmarlo sujetándole los hombros y hablándole en alemán.
Detrás de ella Albert aguarda en la penumbra. Al poco tiempo solo oye el
murmullo de Ada. El niño, rendido, se ha quedado dormido. La mujer sigue
hablándole, cada vez más bajo. Permanece de rodillas, con la frente apoyada en
las mantas, y al final exhala un largo suspiro que termina con un escalofrío
nervioso.

La comunicación con Ammán es mala y Albert tiene que hablar más fuerte
de lo que habría deseado. Cuelga y una vez más va a mirar por la rendija de la
puerta. Ada sigue dormida, lo mismo que Hugo. Emil está sentado al pie de la

106
Sélim Nassib El amante palestino

cama, ensimismado. Ha venido a toda prisa con la cara manchada de pintura,


con más aspecto de obrero que nunca. Albert abre un poco la puerta y le hace
una seña. Emil se levanta. Ada lo oye y le coge la mano. Se separa de su hijo y
se pone también de pie. Emil la sostiene. Con paso vacilante Ada camina hasta
el jardín. El sol del final de la tarde todavía calienta. Se da cuenta de que ha
dormido todo el día. Se sienta en una butaca de mimbre, de espaldas a la
ciudad.
Aparece Nayar con unos refrescos. Todavía incapaz de hablar en inglés, les
da a entender por señas a la joven y su acompañante lo mucho que lo siente.
—¿Estáis dispuestos a marcharos del país? —pregunta Albert.
—Sin dudarlo —contesta Emil.

107
Sélim Nassib El amante palestino

1948

Nayar cierra el portón tras de sí y toma aliento. Los colores vivos del jardín
lo tranquilizan, los olores intensos le producen un suave vértigo, la primavera
está pletórica. De no ser por el estrépito de la guerra, creería que él también
forma parte de esa paz vegetal en plena madurez, a punto de reventar con la
subida de la savia. Tiene cuarenta años, pero su mirada sigue siendo infantil.
Pasa de una habitación a otra buscando a Albert. Ha vuelto la electricidad. La
radio desgrana noticias que no escucha nadie. Nayar se siente solo en el mundo.
Vuelve a salir al jardín, nervioso. Albert no está en ninguna parte. Por fin lo ve,
sentado detrás de la fila de árboles suspendidos sobre la ciudad y el puerto.
—¡Señor Albert, creía que se lo habían llevado!
Las sienes de Albert están blancas, los años han marcado sus facciones y
ahondado su entrecejo. No da señales de haberle oído. Su atención vaga entre
las columnas de humo que suben del centro y del arrabal sudeste de Haifa. Está
tan elegante como siempre, pero ha adelgazado tanto que el cuerpo le flota
dentro del traje. Tiene la piel apergaminada y su figura demacrada podría
disolverse en el aire. Lo que ha pasado le ha afectado profundamente. Lo que
ha pasado, no puede decirlo de otro modo. Su mente es incapaz de abarcarlo.
Esos fantasmas retorcidos de dolor, millones, las familias de Ada y Emil
aniquiladas, todos los suyos. Lleva once años sin ver a Golda. Le ha escrito:
estoy contigo, pienso en ti; pobres palabras. Ella no ha contestado. Ella, la
historia de amor con ella, Palestina, todo ha palidecido.
Con gestos desordenados Nayar abre la bolsa de tela y vacía el contenido
en el suelo.
—Bogavante en conserva, crema de espárragos, champiñones, chocolate
suizo, espaguetis de Italia, guindas en armagnac, dos botellas de vino francés y
una botella de whisky de doce años.
El extraño inventario hace que Albert vuelva en sí.
—¿Dónde has encontrado todo eso?
—Enfrente, en casa del señor Boutagy.
—Su villa lleva varios meses cerrada.

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Sélim Nassib El amante palestino

Nayar se sonroja. Toca una lata.


—Un obús ha hecho un agujero en la pared de la cocina, que Dios me
perdone.
—Pero eso es pillaje —dice Albert con una leve sonrisa.
—¿Usted cree? —pregunta Nayar, alarmado.
—Digamos que más bien un botín de guerra.
Calla, cansado de hablar, pero Nayar parece tan desconcertado que hace un
esfuerzo.
—Recuperar las reservas de los fugitivos es perfectamente moral, y ese
whisky me parece oportuno.
Varias fortísimas explosiones seguidas hacen temblar el suelo, una salva de
diez deflagraciones, como si hubieran bombardeado la casa. Nayar se tira al
suelo, Albert se dobla en su asiento. Vuelve el silencio. Miran alrededor. No hay
ningún destrozo a la vista, ningún vidrio roto, ningún incendio. La casa está
intacta, el jardín exuberante bajo el sol, pero allá abajo, en la ciudad vieja, se ven
unos hongos de humo, seguidos con retraso por el estruendo de los impactos.
—Viene de detrás de la casa —dice Albert—. Son los morteros que ha
emplazado la Haganah en lo alto de la colina. Esta vez creo que la conquista de
Haifa va en serio.
Nayar se levanta, con la cara tan blanca como su chilaba, asombrado de
estar vivo aún.
—¿Y ahora por qué?
—Esta mañana el general británico Stockwell ha declarado que declinaba
toda responsabilidad en la ciudad.
—¿Qué significa eso?
—Significa que la Haganah tiene manos libres para echársenos encima
cuando se le antoje.
Otra serie de explosiones le responde, tan terrorífica como la anterior.
Nayar vuelve a caer de bruces y empieza a gritar:
—Señor Albert, ¿qué vamos a hacer?
—No tengas miedo, los obuses nos pasan por encima. De momento no hay
peligro.
—¡Pero no nos quedaremos aquí!
—Yo sí. Pero tú eres egipcio y no tienes nada que ver con esta guerra.
Deberías marcharte.
—¡Pues claro que debería marcharme, todo el mundo se va! No querría
faltarle al respeto, señor Albert, pero usted no acaba de enterarse. Ahora los
judíos tienen un verdadero ejército, con tanques. Han ganado la batalla de
Castel, tienen el camino hacia Jerusalén expedito. Yafo, Tiberíades y Safed están
sitiados, Haifa también. Ya no queda nadie para defendernos. La ciudad va a

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caer. En Deir Yassin, la semana pasada, el Irgún mató a doscientos cuarenta y


cinco hombres, mujeres y niños.
—La frontera libanesa solo está a una hora de camino. Te daré dinero y una
dirección en Beirut. Si supieras conducir te dejaría mi coche.
—¿Y usted?
—Es vergonzoso. Los banqueros, los terratenientes y los políticos se han
largado y han dejado aquí a los pobres, que corren como pollos con la cabeza
cortada.
—¿Es que va a cambiar algo si se queda?
—No, pero no me apetece nada verme en una carretera, rodeado de un
tropel de refugiados. Aquí estoy en primera fila. Creo que si me quedo es por
cansancio.

Los morteros solo han callado al amanecer. Cada minuto de calma parece
una bendición. Nayar sigue esperando. En vez de chilaba lleva puestos una
camisa de cuadros y un pantalón, que le hacen sentirse extraño. La calle por la
que baja está desierta, huele a azufre y a chamusquina. Camina entre cascotes,
postes retorcidos y cables eléctricos atravesados en la calzada. ¿Dónde está la
gente? La ciudad está extrañamente muda, vacía incluso de pájaros.
Cerca del centro aparecen unas figuras, fantasmas que se cruzan con
miradas de incomprensión. Después de la noche que han pasado, salen de sus
casas y descubren, con paso vacilante, el nuevo rostro de su calle. Aunque
parecen zombis, su presencia tranquiliza a Nayar. Cada vez son más
numerosos. Nadie habla, el silencio es espeso como una niebla. De repente un
silbido solitario cruza el aire, seguido de una explosión a cincuenta metros de
allí. El haz de fuego ilumina las caras. La gente se asusta, retrocede, mira al
cielo, sin moverse, esperando lo que vendrá a continuación. No hay ningún
obús, ningún ruido más, solo una racha de viento que trae un regusto de humo.
Los muertos vivientes caminan despacio por el centro de la calle. Nayar piensa
que debería salir de allí y seguir su camino, pero se queda entre ellos, atrapado
por la extraña pasividad colectiva.
Se oye un fragor a lo lejos, un estrépito de cadenas acompañado de
disparos aislados.
—¡Los tanques! ¡Ya vienen los judíos!
El grito acaba bruscamente con la parálisis. En un momento, un viento de
pánico recorre todo el barrio. La gente entra a toda prisa en sus casas y sale
cargando con niños, maletas, hatillos, colchones, cacharros de cocina, los
bártulos que hasta entonces eran su vida. Familias enteras llenan de pronto la
calle, niños por docenas. «¡Que vienen los judíos!» El estrépito de las cadenas se

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amplifica, los disparos parecen más nutridos. Sin duda los árabes de Haifa han
sacado las pocas armas que tenían. Estallan obuses aquí y allá sin que nadie les
preste atención. Hombres y mujeres, sobrecogidos, solo piensan en huir a toda
prisa.
Nayar se va con ellos. En vez de seguir hacia el puerto, tuerce a la derecha y
busca una salida que le permita llegar a Líbano por carreteras secundarias. A
quinientos metros divisa una columna de la Haganah que avanza directamente
hacia él. El espectáculo de los vehículos blindados y los soldados judíos con el
uniforme un poco desaliñado lo deja atónito; por primera vez tiene la impresión
de que es real. En su vida ha corrido tanto. La calle por donde ha pasado hace
un momento está irreconocible. A pesar de las bombas y la metralla, una
muchedumbre considerable ocupa la calzada, empujándose, tirando, gritando,
girando sobre sí misma en un remolino sin fin. ¿Hacia dónde ir? «¡Todas las
salidas están cortadas, estamos atrapados!», grita uno. «¡La carretera del puerto
sigue abierta!», chilla otro, y el gentío se encamina sin pensárselo dos veces en
esa dirección. Nayar no tiene tiempo de decidirse, el tropel lo arrastra.
Desembocan en la calle Allenby, completamente atascada. La masa de
gente se aplasta contra los vehículos parados, coches, carretas, bicicletas,
caballos, autobuses con la cubierta repleta de bultos y seres humanos de todas
las edades. La inmovilidad no tarda en hacerse insoportable. Los hay que
mantienen el decoro, pero la mayoría de los fugitivos empujan, atropellan,
golpean, pisotean a sus vecinos en su vano intento de avanzar. A ambos lados
de la calle están apostados varios soldados británicos con cara de
circunstancias. Nadie les ha dicho si tienen que obligar a la gente a marcharse o
a quedarse. A falta de órdenes, se limitan a mostrar cómo ha quedado el
imperio británico al término de su mandato en Palestina: inútil y aturdido.
—¡Árabes de Haifa, no huyáis!
Una voz fuerte, eléctrica, resuena sobre la muchedumbre atrapada. La
gente mira a todos lados. Reconocen el peculiar acento árabe del que habla:
Shabatai Levy, el alcalde.
—¡Volved a casa! Poned un trapo blanco en el balcón, no sufriréis ningún
daño.
Nayar divisa el coche blanco estacionado en un promontorio, con un
altavoz que difunde el mensaje. El vehículo está rodeado de judíos armados.
Nayar ya no sabe qué pensar. Shabatai Levy, nombrado por los británicos, no
ha tenido mala aceptación entre los palestinos gracias a su origen árabe. Pero
¿por qué pide a los vecinos que se queden si el ejército de los judíos está
bombardeando Haifa precisamente para provocar su huida? El coche se aleja
repitiendo su mensaje y sembrando la misma sensación de incomprensión y
recelo.

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—¡No nos podemos fiar de los judíos! —grita un hombre—. ¡Acordaos de


Deir Yassin!
Ese nombre hace que cunda la alarma entre la gente. Deir Yassin! «¡Que
vienen los judíos!» Allah akbar! «¡Todos al puerto!» Como por ensalmo, ahora es
posible avanzar. Nayar no tiene opción, la masa le arrastra de nuevo.
El sol se eleva sobre miles de hombres, mujeres y niños agolpados en las
escolleras, las calles y las playas de alrededor. El puerto propiamente dicho está
cercado por la Haganah, que impide la entrada. Lo único que busca la inmensa
multitud es una salida al mar, la que sea. A Nayar le empujan y el agua le da
miedo, no sabe nadar. Prisionero de la multitud, es arrastrado metro a metro
hacia las embarcaciones, las barcas de pesca, los barcos de cabotaje, los de
recreo, las barcazas, asaltados por los fugitivos. Los obuses siguen cayendo
desde el Carmelo para acelerar el movimiento. Con sus hijos en brazos, los
hombres y las mujeres de las primeras filas intentan embarcarse, pero la presión
es tan fuerte que muchos caen al agua. Trabados por la ropa, los que se ahogan,
los demasiado jóvenes, los demasiado viejos, los demasiado débiles gritan, se
debaten y tienden las manos con desesperación. Una enorme barca cargada de
familias apretujadas se aleja de la orilla y unas sombras mojadas, acarreando
con sus bultos y su prole, corren tras ella en el agua. Un marinero golpea con un
remo los dedos de los que se agarran a la borda, pero los perseguidores son
muchos. A treinta metros de la playa, Nayar ve cómo la barca gigante se inclina,
zozobra y arroja al mar su cargamento humano. Un grito unánime brota de la
superficie del agua. Otras barcas intentan alejarse de la costa, hay peleas, cada
cual intenta salvar el pellejo, la gente se ahoga en medio de la indiferencia
general.
Al final aparecen varias lanchas británicas. Por un altavoz los marinos de
Su Majestad anuncian que los que lo deseen podrán subir a bordo siempre que
lo hagan con orden y disciplina. Una sarta de insultos y gritos de rabia les
contesta. Las motoras son asaltadas igual que las demás embarcaciones. Por
mucho que los marinos disparen al aire y la emprendan a culatazos, la turba es
imparable. Los primeros en llegar consiguen encaramarse en la popa,
provocando un cabeceo peligroso. Nayar se pega a una pared y logra detenerse.
La gente se desliza de nuevo por el muelle como por una cinta transportadora y
cae al agua en racimos. Los que no dejan la vida pierden sus enseres. Pero,
muertos o vivos, todos guardan en el bolsillo, envuelta en un pañuelo, la llave
del regreso.

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PARTIR, QUEDARSE
1948

Albert no sabría decir cuánto tiempo hace que se ha marchado Nayar. Se ha


quedado dormido y se despierta en el mismo sitio, como si se hubiera
desmayado, en la hierba del jardín. En realidad no duerme, sino que las
imágenes tienen una persistencia que alarga el tiempo y lo anula. Haga lo que
haga, está ausente. La masa humana que rodea el puerto le parece inmóvil,
forma orgánica de contornos movedizos, hormigueo cercado por explosiones
rojas y amarillas como fuegos artificiales. La comezón está en su propio cuerpo,
no pasa nada, le lloran los ojos de tanto mirar fijamente. La imagen se enturbia,
se vuelve borrosa antes de grabarse en su mente.
Entorna los párpados y vuelve a abrirlos. Un largo brazo centelleante ha
salido del magma humano, la carretera de Líbano, la arteria por la que huye la
sangre atropelladamente. Albert menea la cabeza para despejarse. A esa
distancia es difícil creer que ese flujo constante esté formado por personas.
Coches, carretas y caballos están atrapados allí, su desplazamiento casi
imperceptible mide el ritmo del movimiento. Albert mira, no deja de mirar,
todo se graba lenta, perdurablemente. Su ciudad se vacía ante él, él mismo se
vacía.
Vuelve a despertarse. Es posible que esta vez haya dormido de verdad.
¿Cómo puede saberlo? Cae la noche, la oscuridad se extiende por la ciudad
como un manto. La negrura avanza poco a poco, no se enciende ninguna luz.
Pero no han cortado la electricidad. No comprende por qué el corazón se le
encoge de ese modo horrible. Lo sabe, no quiere saberlo. Todos se han ido. Está
solo en su colina.
Unos reflectores se encienden y esparcen en el puerto una luz brillante que
revela una febril actividad. Es el día y la noche, la frontera a partir de la cual
empieza una nueva historia. Unas grúas gigantescas descargan los barcos
amarrados, mientras que otros esperan su turno. Vehículos militares, cañones,
armas, municiones, todo pasa por encima de las cabezas y se acumula en los

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muelles. Unos soldados corren. Han ganado, tienen prisa, ya no necesitan


esconderse. Los camiones que cargan salen del puerto y recorren la ciudad. Sus
faros dibujan trazos de luz en la oscuridad.
Dice que acaba de llegar a Haifa, en misión, el centro de la ciudad la ha
estremecido, lo que ha visto, una pesadilla, ese cuerpo enorme sin rastro de
vida. Está a un metro de él, ¿cómo ha entrado? Él también está de pie, quizá
para recibirla, no se acuerda bien. Ella ha subido a la Casa Rosada tan pronto
como ha podido, cómo no iba a acordarse, temía que él también se hubiese
marchado. Albert la mira; no es ella, ella no está ahí. Es un espectro de sí
misma.
Ella toma suavemente la cabeza de su amante y lo besa. Él le devuelve el
beso con la punta de los labios. Los de ella están ligeramente salados. El puerto
quizá, la orilla del mar. ¿Qué hace aquí? Tal vez forma parte de la delegación
que ha venido a tomar posesión del fantasma de la ciudad, siempre hay una.
Ella le observa en silencio. Todo su rostro le mira, la nariz, la barbilla, el pecho
redondo. Albert la reconoce. Sus ojos son penetrantes. Ha venido a pedirle que
se quede. Es preciso que los árabes de Haifa se queden, es muy importante. ¿De
qué está hablando? Partir, quedarse, ni siquiera se le ha pasado por la cabeza.
¿Qué pretende? Ella no tiene nada más que decirle. Su expresión es exaltada,
alucinada, Haifa acaba de caer. Albert no diría que está alegre, no, sabe cómo se
pone cuando lo está. Se acuerda. Ahora una sombra le cubre la cara, él la ve
perfectamente, una sombra negra, tenaz, profunda. Su silencio es inmenso,
lleno de muertos, demasiado humanos, los suyos. No encuentra rastro de sí
mismo en ese silencio.
Albert vacila. La noche se le come la mitad de la cara. Tiene la sensación de
estar abierto a todos los vientos. ¿Por qué está ella de pie? Está mirando a través
de él, que se ha vuelto transparente. Albert tiene miedo, ella es muy real. Ella
sigue hablando, él ya no consigue concentrarse. ¿Con quién está hablando esa
mujer?

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CRONOLOGÍA

1917 El ministro británico de Asuntos Exteriores, lord James Balfour, comunica


a los dirigentes sionistas que el imperio británico es favorable al
establecimiento de un hogar nacional judío en Palestina. La declaración
desata la ira de los árabes.
1917-1921 El ejército británico ocupa el país. El imperio otomano se hunde. La
Sociedad de Naciones confía a Gran Bretaña un mandato sobre Palestina.
Motines árabes contra la inmigración judía y la compra de tierras.
1929 Enfrentamientos en Jerusalén entre judíos y árabes alrededor del Muro de
las Lamentaciones. Los británicos se ven desbordados. Matanza en la
comunidad judía de Hebrón. Todos los judíos se van de la ciudad.
1930 El gobierno británico publica un libro blanco que preconiza la suspensión
de la inmigración judía en Palestina, luego cambia de parecer. Más motines
árabes.
1933 Los judíos alemanes y austríacos, huyendo de los nazis, empiezan a llegar
a Palestina.
1936-1939 Rebelión árabe de tres años que al final es sofocada. Los británicos
publican otro libro blanco en el que proponen la partición del país. Los
árabes no lo aceptan.
1939-1945 Guerra mundial. Los británicos intentan congelar la situación en
Palestina sin lograrlo realmente. Acabada la guerra, la revelación de la
verdad del Holocausto judío conmociona al mundo.
1945-1947 Estados Unidos sustituye poco a poco a Gran Bretaña como protector
del Estado de Israel en gestación. Gran Bretaña se dispone a poner fin a su
mandato en Palestina.
1947-1948 La ONU propone un plan de partición aceptado por los judíos y
rechazado por los árabes. Los británicos se retiran. El 14 de mayo de 1948 se
proclama el Estado de Israel. Unos setecientos mil palestinos se encaminan
al exilio. Los ejércitos árabes intervienen. Son vencidos y rechazados.

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AGRADECIMIENTOS

Doy las gracias a Fuad-el-Jury por haberme contado su historia, a Julien


Husson por su revisión tan completa, a Judith Brouste por su comprensión, a
Jean-Daniel Baltassat por su confianza, a Bernard Barrault y Leonello Brandolini
por su paciencia, y a mi hija Assia Nassib-Turquier-Zauberman por todo.

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ESTE LIBRO HA SIDO IMPRESO


EN LOS TALLERES DE
LIMPERGRAF. MOGODA, 29
BARBERA DEL VALLES (BARCELONA)

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