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Nassib, Sélim - El Amante Palestino
Nassib, Sélim - El Amante Palestino
palestino
Sélim Nassib
Traducción de
Juan Vivanco
Lumen
narrativa
Título original: Un amant en Palestine
ISBN: 84-264-1498-2
Depósito legal: B. 23.349-2005
Impreso en Limpergraf
Mogoda, 29. Barberà del Valles (Barcelona)
H414982
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Queremos dejar bien claro que nuestra intención es favorecer a aquellas personas,
de entre nuestros compañeros, que por diversos motivos: económicos, de situación
geográfica o discapacidades físicas, no tienen acceso a la literatura, o a bibliotecas
públicas. Pagamos religiosamente todos los cánones impuestos por derechos de
autor de diferentes soportes. Por ello, no consideramos que nuestro acto sea de
piratería, ni la apoyamos en ningún caso. Además, realizamos la siguiente…
RECOMENDACIÓN
y la siguiente…
PETICIÓN
PRÓLOGO
A finales de los años veinte Líbano estaba bajo mandato francés y Palestina
bajo mandato británico; las fronteras aún eran recientes y los dos territorios casi
formaban el mismo país.
En esos años, los judíos que avistaban las costas de Palestina tenían la
sensación de estar abordando la realidad de su vida. Reconocían las colinas, sus
nombres originales. Se veían a sí mismos saliendo de la sombra para
materializarse por fin, para tener por fin un cuerpo. Esta sensación tan intensa
les impedía poner un rostro a las figuras que habitaban en su tierra. Regresaban
de una ausencia muy larga.
Los árabes les veían como peligrosos lunáticos que irrumpían en su paisaje.
La culpa era de los ingleses. Hasta un niño habría comprendido que la idea de
crear un país donde ya había otro era una quimera. Las calles, la gente, la tierra,
la historia, la región, todo lo hacía imposible. Desde hacía siglos llegaban a
Palestina unos «locos por Jerusalén» de todos los pelajes, cargados de utopías.
Pero los de ahora eran obstinados. Se plantaban allí y avanzaban como si su
terquedad tuviese que ser más dura que la piedra, su sueño más fuerte que la
realidad. Era ridículo.
Sin embargo, año tras año, los signos se han invertido inexplicablemente. El
estado judío se ha vuelto realidad y ellos, pueblo palestino, unos fantasmas.
Han ido cambiando de lugar, cuerpo a cuerpo.
A finales de los años veinte Albert Pharaon vivía en Líbano. Miembro de
una rica familia palestina, banquero sin ambición, no se encontraba a gusto en
Beirut. La vida mundana le aburría, su única pasión eran los caballos. A
menudo volvía a Haifa, su ciudad natal, a tres horas por carretera, hasta que un
día se quedó allí, abandonando a su mujer y a sus hijos. La noticia escandalosa
se propagó: Albert tenía una amante judía en Palestina. Se llamaba Golda Meir.
Yo conocía esta historia porque Albert Pharaon era el abuelo de mi amigo
Fuad. Me parecía inverosímil. ¿Cómo iba a caer en los brazos de un amante
palestino la pasionaria del sionismo, su encarnación misma?
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KIBBUTZ
1923
Regina lleva puesto el vestido blanco nuevo que se trajo por si acaso. Da
unas vueltas sobre sí misma en el cuarto húmedo de colores apagados, y el
vestido toma vuelo y deja al descubierto las piernas desnudas. Rubia,
bronceada, gordezuela, resulta graciosa con esos ojos traviesos y la sonrisa
pícara que le provoca un ligero temblor de la comisura de los labios. Es el
primer día de abril despejado después de una semana de lluvia torrencial. Es la
víspera del Sabbat y el tiempo es demasiado bueno para volver a Jerusalén.
Nazaret es nuevo para ella, no conoce a nadie. De repente se encuentra perdida
en una calle donde solo hay árabes que pasan de largo como si no la vieran. Se
sienta encima de la maleta y espera. Es lo que hace cuando no sabe qué hacer.
La tierra húmeda la amodorra, casi se queda dormida. Un campesino intrigado
(siempre hay alguno) baja de su carreta y se le acerca.
—¿Kibbutz? —pregunta.
Parece dispuesto a ayudarla. Ella se levanta.
Detrás de un recodo aparecen las formas del monte Tabor, redondas,
femeninas, erosionadas por los siglos. Sobre el horizonte, el sol poniente
enciende las nubes por dentro, que ahora parecen montañas proyectadas en el
cielo, henchidas de colores. El kibbutz se ve muy pequeñito bajo su peso, como
aplastado entre el cielo y la tierra. Para Regina es una visión casi sobrenatural.
En Milwaukee solo ha conocido la vida intensa del barrio judío de Walnut
Street, donde se crió. Aún estaría allí si, a los ocho años, Golda no hubiese
aparecido en su ciudad, en su clase, en su calle. Esa niña rusa que tanto se hizo
querer y a la que estaba dispuesta a seguir hasta el fin del mundo.
El mal olor del pantano, de entrada, sorprende a Regina. Al poco rato ya no
lo distingue, integrado en el aire que respira. La vieja mula anda muy despacito
por los guijarros, pero anda. Visto de cerca, el kibbutz parece encogido, rodeado
por un feo muro de cemento con troneras. La carreta se detiene en la entrada.
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se meten en los ojos, las orejas y la nariz. Bajo un sol de justicia, día tras día van
secando el pantano para sembrar y plantar árboles.
La joven encuentra a Morris metido en una zanja. Con una estaca intenta
romper la superficie rocosa para llegar a la tierra que hay debajo. El sudor le
forma un cerco en la espalda. Le llama en voz baja:
—¡Morris!
El marido de Golda levanta la cabeza. Está irreconocible. En su cara
demacrada y cubierta de grasa, los ojos, dentro de los círculos de metal, parecen
muy grandes. Brillan de fiebre. Su sonrisa es más radiante que nunca. Suelta la
estaca, se endereza poniéndose en jarras y sale de su agujero con dificultad.
Abre los brazos.
—Estoy demasiado sucio para abrazarte.
—¡Me da igual! —dice ella abalanzándose sobre él.
Morris se quita las gafas cubiertas de polvo y deja al descubierto dos
redondeles claros alrededor de los ojos. Tiene un ligero temblor, pero no deja de
sonreír. Ella se fija en sus manos. Están llenas de ampollas, muchas reventadas,
y sangran por las heridas. Morris es violonchelista.
—¿Qué tal? —murmura Regina.
Él la mira con semblante complacido y ausente.
—Golda no está. Hasta la noche no volverá.
—¿Qué tal, Morris?
—Es duro, pero bien. ¡Mira!
Regina se vuelve. La puesta del sol ha provocado un incendio. El rojo y el
negro se mezclan esparciendo una luz sanguínea de fin del mundo. Morris
guarda silencio.
—Es aún más sobrecogedora cuando el trabajo es tan absurdo... y tan
desesperante —acaba diciendo en voz muy baja.
—¿Desesperante?
—Sí. Nadie puede acometer una tarea como esta y esperar que sea rentable.
Está claro que trabajamos por otra cosa. —¿Por qué?
—No lo sé... Hace tantos siglos que a los judíos no se les permite labrar la
tierra que se ponen a hacerlo como locos. Es algo casi místico, aunque no
seamos creyentes...
—¿Y tú hablas así?
—Sí, yo. Ese impulso animal que espolea a los kibbutznik me conmueve
profundamente, pero yo no lo siento, y te aseguro que lo lamento, porque es la
única forma de sobrevivir en este infierno.
En la muralla suena una campana. Lentamente, los forzados voluntarios
van saliendo, uno tras otro, de sus agujeros, trastabillando en el barro, con el
apero al hombro. Regina camina con la sensación de participar en una
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procesión de muertos vivientes. Alguien entona una canción en hebreo, una voz
singular, femenina, un poco cascada pero fuerte, y las siluetas informes, del
color de la tierra, se unen en coro. Regina se estremece. Se incorpora al final de
la fila. Morris, que camina a su lado, está tan agotado que a duras penas puede
colocar un pie delante de otro. Con los ojos entornados, parece borracho, ido.
Los hombres y las mujeres entran en el patio y van directamente a las
duchas. Se quitan sus atavíos y los amontonan a la entrada. Regina se aparta.
Morris se detiene en la puerta. Todavía es incapaz de ducharse desnudo con los
demás.
En el barracón comedor Regina se abre paso entre los kibbutznik que rodean
a su amiga. Golda está radiante. El pelo largo, recogido en la nuca, resalta un
rostro mucho más maduro. Su belleza parece más viva. Su cuerpo se ha
fortalecido, se ha endurecido en la adversidad. No se desenvuelve mal rodeada
de tantos hombres. Toda su voluntad se concentra en sus labios apretados, finos
como cuchillos. En sus ojos, Regina vuelve a ver ese fuego, esa ansia terrible de
comerse el mundo, solo que esta vez parece que ya ha empezado el festín. Es
como si un olivo joven hubiera brotado, recio, en un baldío. Golda descubre a
su amiga, que avanza hacia ella. Se le ilumina la cara, sus ojos grises azulados se
entornan de placer. Las dos mujeres se funden en un abrazo, se miran, vuelven
a abrazarse.
—¡Cómo me alegro de que hayas venido! —dice Golda entrelazando sus
dedos con los de su amiga—. Quédate conmigo. —Se vuelve hacia los demás—.
¡Si supierais lo que os he echado de menos! No sabéis cómo os agradezco que
me nombrarais delegada. Cuando trabajamos aquí, día y noche, agachando el
lomo, a veces nos sentimos aislados. Vuelvo de Degania con este mensaje: ¡No
estamos solos! ¡Ha surgido un formidable movimiento en Eretz Israel! ¡No solo
en los kibbutzim, sino también en las ciudades, las fábricas, los sindicatos, en
toda la comunidad judía palestina, el yishuv! Ni siquiera en sueños podía
imaginar que mis ojos verían lo que han visto en estos tres días. ¡Estamos vivos!
¡Y tenemos la fuerza, el valor y la fe necesarios para llegar hasta el final!
Los kibbutznik, agotados, la abrazan. Tienen veinte años y viven todos
juntos. Obedecen las reglas draconianas que se han impuesto con una
exaltación adolescente. No les importa estar delgados y pasar hambre. Lo están
experimentando todo por primera vez. Han levantado cabeza, se han
emancipado al mismo tiempo de los guetos de la Europa central y de sus
padres. Morris, sentado en una esquina de la mesa, sonríe desde lejos con
admiración. Parece demasiado cansado para tenerse en pie. Golda se le acerca y
le rodea la cabeza con los brazos. Él parece feliz. Todos parecen felices, sin saber
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muy bien por qué; tampoco se lo plantean. Tienen ojos despiertos, demasiado
humanos, cuesta sostener su mirada. Pasan el tiempo cantando. Su cuerpo es un
caos de deseo y danza hasídica. Se han apartado de la religión, pero la
alucinación perdura. Es la noche del sabbat.
Morris levanta el tenedor y lo vuelve a bajar, como si pesara demasiado
para él.
—No tengo hambre. Creo que voy a acostarme ya —le dice a su mujer.
—Voy contigo.
Morris niega con la mano y se levanta a duras penas. Le tiembla todo el
cuerpo. Golda le acompaña. Regina le ve alejarse, con paso vacilante,
rechazando tercamente el apoyo que le brinda su mujer. Ella le deja en la puerta
y vuelve para cenar.
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distinguiréis dos sonidos; uno, largo y melodioso, que significa: «Hay un orden,
el sol sale y se pone, el espíritu de Dios reina en la tierra y en el cielo», y otro
ahogado, entrecortado, trágico, que dice: «¡Es un mundo en el que el padre
mata a su propio hijo, todo esto es un puro caos, una locura!». El segundo
sonido es el grito de Sara. Cuando comprendió que Abraham había estado a
punto de sacrificar a su hijo por orden de Dios sin decirle nada a ella, dio un
grito terrible y cayó fulminada, muerta. De modo que el sacrificio de Isaac fue
un verdadero sacrificio, solo que la víctima fue Sara. Sucedió en Hebrón, a
pocos kilómetros de aquí.
—Ninguna sociedad puede vivir si se niega a sacrificar a sus hijos —dice
Golda en voz muy baja.
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—Su madre, tan simpática como siempre. Pero él, ¿qué puede hacer?
Resulta penoso verle escuchar sus discos una y otra vez hasta la saciedad.
—Si nos damos por vencidos ahora, demostraremos que esta vida es
imposible para una pareja. No puedo aceptar esa conclusión.
Regina conoce bien ese tono duro y obstinado de su amiga. No le
sorprende. Sin embargo, en sus palabras tajantes percibe algo más que la
terquedad de Golda: un placer, una voluptuosidad que son nuevos para ella.
—Me da la impresión de que en Degania te ha pasado algo.
—Sí, es verdad —afirma Golda sin andarse con rodeos—. Algo que nunca
olvidaré. Estaban todos allí, los dos Ben, Ben Gurion y Ben Zvi, Katznelson,
Levi Eshkol y David Remez. ¿Te das cuenta? Seis o siete hombres nada más, y
todo el futuro de Eretz Israel depende de ellos.
—¿Cómo son, vistos de cerca?
—Ben Gurion es tan excepcional que no te atreves ni a hablarle. ¡Pero todos
son guapos, todos son eléctricos, bolas de energía! No te imaginas lo que es
tratar con ellos todo el día, llamarles por su nombre de pila.
—¿Se fijaron en ti?
—Anoche, en la cena, David Remez se sentó a mi lado.
—¿Te acostaste con él?
—Pasamos la noche hablando. Nunca había estado con alguien tan
poderoso.
—¿Y le has gustado?
—Creo que sí... Pero no aceptan fácilmente a una mujer en su grupo. Se han
interesado por mí porque hablo inglés y porque se relacionan sobre todo con el
mundo anglosajón.
—¿Entonces?
—Entonces, nada. Me dijeron que a lo mejor recurren a mí alguna vez.
Saben dónde encontrarme. Eso es todo; cada cual se fue por su lado y yo he
vuelto aquí.
—¿Estás descontenta?
—Estoy encantada. Esta vida me llena, tengo una suerte enorme, no podría
soñar nada mejor.
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EL SEÑOR ALBERT
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PRIMERO DE MAYO
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—Jean Jaurès, que defendió a Dreyfus, decía que para pasar de una
democracia republicana a una democracia socialista la única solución era
fortalecer a la clase obrera.
La voz se interrumpe y queda en suspenso, como si hubiera enunciado la
primera frase de un enigma.
—Pues bien, nosotros decimos que para transformar un pueblo de
comerciantes e intelectuales en una nación independiente la única solución es
formar una masa de trabajadores. Esto significa que nosotros mismos, como
pueblo, debemos transformarnos en trabajadores cultivando nuestra tierra,
viviendo de ella, desarrollando nuestra industria con nuestras propias manos.
Así es como la clase de trabajadores se convertirá en un pueblo de trabajadores,
porque solo un pueblo así es capaz de llevar a cabo la metamorfosis
indispensable para nuestro renacimiento nacional.
Los hombres y las mujeres empiezan a levantarse para ver qué aspecto
tiene el nuevo orador. David le dice a Golda al oído:
—Es Zalman Shazar, seguramente le conocerás. Es mi mejor amigo.
—No le había visto nunca —dice ella, desconcertada—. No me lo
imaginaba así.
Cara afilada, un bigote que dibuja dos pequeños rizos en la comisura de los
labios, gafas ovaladas con montura de plata; no hay nada impresionante en el
aspecto de Shazar, salvo que se mueve como un bailarín y lleva una rubashka, la
camisa del Este europeo, de cuello alto y abotonada a un lado, que Golda
conoce bien.
—No conozco a nadie tan entregado a la causa —prosigue David—. Dirige
el periódico Davar, fundado por él, y ha traducido a Rachel de Kinnereth. Estoy
seguro de que te va a gustar.
—Rachel de Kinnereth es mi poetisa preferida —murmura Golda.
—Dicen que han sido amantes —apunta Esther.
Al oír esto, a Golda se le encoge el corazón. Ha sido una abstinencia
demasiado larga. Esos dos hombres que han aparecido al mismo tiempo,
Zalman y David, funámbulo el uno, puntal el otro, para ella son uno solo. Como
los polos de un imán.
—Pero ¿acaso somos un pueblo? —clama Zalman Shazar—. ¡Ni siquiera
una tribu! Soy un hijo del exilio. Nací cautivo del miedo, de la opresión, de un
tumulto de deseos. No desperté verdaderamente hasta que en Minsk organicé
unos grupos para defendernos de los pogromos. Eso no formaba parte de la
tradición judía, es decir, de la tradición del exilio. Para romper con ella había
que asumir que esas agresiones eran intolerables y, por lo tanto, no podíamos
seguir soportándolas. ¡Vuestra presencia aquí, en este país, que es vuestro, es la
prueba más evidente!
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impresión de que hasta sus huesos hablan. ¿Hablan? Gritan, rabian, exhortan,
suplican. Su cuerpo está en trance, se mueve en una espiral, en una danza
sincopada que la mujer, asombrada, reconoce inmediatamente como lo que en
verdad es: una danza hasídica.
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Parece que los rostros fuesen a su encuentro, cuando es ella la que avanza.
En los zocos árabes tortuosos y estrechos se abre paso entre el gentío y
acompañada por el olor a especias recorre el laberinto de callejuelas. Solo le
interesa la orientación general. Corre como alguien que ya no sabe qué hacer.
De repente aparece ante ella el Muro de las Lamentaciones. La calle es tan
angosta que, para contemplarlo oblicuamente, tiene que retroceder y levantar la
vista. Siempre se ha burlado de las piedras viejas, los judíos religiosos no son
amigos suyos. Llevan tanto tiempo viviendo en esta ciudad que se han
acomodado. Las dos mezquitas más sagradas asoman por encima del muro, el
Santo Sepulcro está a trescientos metros de allí. Las tres religiones juntas
abruman a Jerusalén, y Golda ni siquiera es creyente, pero su respiración es
anhelante, el corazón le late con fuerza. Se adelanta y lo toca con la palma
derecha. El contacto es cálido. Una vieja llorosa introduce en una rendija un
papel cuidadosamente doblado; es una súplica o un deseo dirigido a Dios, un
kvitlash. En el muro hay miles de ellos. Los judíos siempre han venido aquí a
lamentarse de la destrucción del templo y de ser un pueblo diseminado.
Envuelto en el manto ritual, un joven reza golpeando la piedra con la frente. Su
cuerpo en trance se desarticula. Inclina el busto, lo endereza, echa la cabeza
hacia atrás, pone los ojos en blanco. Se agita con gran violencia, como si quisiera
desprenderse de sus miembros. Es como si una fuerza superior se hubiera
apoderado de su cuerpo y él se debatiera desesperadamente para sacársela. Ya
no está «separado». El muro y él se han unido en un gozo delirante, en una
fusión orgánica.
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—En eso consiste ser sionista, ¿no? —dice ella esbozando una sonrisa—. En
venir a Palestina, alegrarnos solo por el hecho de estar aquí y sufrir, sí, sufrir...
Dejé pasar las semanas, una tras otra. Pensaba que me estaba acostumbrando,
que acabaría acostumbrándome.
—¿Por qué no viniste a verme?
—¿Y qué te iba a decir? ¿Que la vida es difícil? Más lo era en Merhavia.
Pero allí teníamos otra motivación.
—A lo mejor estás hecha para la vida de kibbutz.
—Es lo que pensé yo también. Hace dos años, cuando Menahem tenía seis
meses, decidí irme a vivir a Merhavia con él. Era tan desdichada que Morris nos
dejó ir. Pero el kibbutz había cambiado: el pantano desecado, eucaliptos por
todas partes, césped... Yo quería volver a labrar la tierra, pero me encargaron la
guardería; tenía que cuidar de nueve niños, incluido el mío. Empecé a añorar a
Morris mucho más de lo que hubiera imaginado. Solo aguanté seis meses.
Cuando volví a Jerusalén con mi niño, ¡Morris se puso tan contento! Creyó que
yo había superado la crisis y que por fin íbamos a ser felices. Un mes después
me quedé embarazada de Sara. No me daba cuenta de que dos niños pequeños
en casa no es lo mismo que uno solo. Tenía que dejar a Menahem con unos
vecinos y llevarme a Sara conmigo al colegio donde daba clase. Varias semanas
después del nacimiento de Sara empecé a hundirme de nuevo. Era demasiado
tarde para cambiar de idea otra vez. Creí que podría resignarme. Pero llegó ese
Primero de Mayo, y tu amigo Zalman lo desbarató todo.
—¿Zalman?
—Lo que dijo ese día me rompió el corazón. Me reveló que la vida que yo
soñaba era posible, volvió a abrir todas mis heridas. Ayer seguí el consejo que
dio a la muchedumbre: fui al muro. No creo en Dios, pero el muro está vivo.
Puedo hablarle, oírle, tener una relación con él. Es como una fortaleza que ha
conservado la tierra a la espera de que regresaran los judíos.
Remez toma la mano de Golda por encima de la mesa. Ella baja la mirada
para que no vea sus lágrimas.
—¡David! ¡No sé qué hacer, ya no puedo más! ¡No vine a Eretz Israel para
esto!
Llega la camarera con la consumición. Ambos aprovechan para tomar
aliento. Esperan en silencio mientras coloca los platos y las bebidas.
—Escucha —dice Remez—, tienes que comprender que te has impuesto un
esfuerzo sobrehumano, inhumano, al desviarte de tu vocación. Ese es el origen
de tu sufrimiento. Un sufrimiento que no ayuda, que no conduce a nada. Yo me
paso el día resolviendo problemas más complicados. Tengo un método sencillo.
Dejo a un lado lo afectivo para sopesar fríamente la dificultad y los
instrumentos para enfrentarse a ella.
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BEIRUT - HAIFA
1928
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Son las once de la mañana cuando Albert Pharaon abre la puerta de su casa.
Acaba de pasar dos horas largas en compañía de sus caballos. Ahora está muy
tranquilo. Todos duermen. Se sienta a su escritorio y firma unos papeles.
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LA CASA ROSADA
1929
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Tres coches suben por la carretera sinuosa, entre los pinos. Golda está en el
asiento trasero del segundo. Por las ventanillas abiertas penetran olores
intensos de monte. Cuatro años de reclusión doméstica la han vuelto ávida de
vida, una avidez que le ha permitido superar los obstáculos para estar donde
está hoy. A su derecha se sienta Zalman Shazar, y a su izquierda, David Remez.
Este ha cumplido todas sus promesas, la ha instalado y presentado. Golda
podría haber caído en sus brazos, David lo notaba pero prefería tomarse su
tiempo; ya llegaría el momento. Su amigo Zalman se le había adelantado. Era él
quien había dado fuerzas a Golda para renunciar a su vida familiar, quien se la
había llevado. Golda le estaba agradecida, y amaba su poesía. Pero no se
comprometía con nadie. En amor su apetito también era insaciable. Había
conseguido que la aceptaran en ese grupo viril de relaciones informales y rudas,
sin cerrarse ninguna puerta.
Los coches se detienen ante la Government's House. El edificio bien
iluminado del alto comisariado se recorta contra el cielo del atardecer. Bajan.
David Ben Gurion, Isaac Ben Zvi, Moshé Sharett, David Remez, Zalman Shazar,
Levi Eshkol, Haim Arlosoroff, sus ayudantes y sus guardaespaldas. Golda es su
intérprete. En Tel Aviv viven en el mismo barrio y se reúnen en casa de uno u
otro para arreglar el mundo en general y Palestina en particular. Para ellos la
garden party no es un simple acontecimiento social, sino una incursión en un
campo de batalla donde hay que mostrarse y hacer frente al enemigo.
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gaitas tocadas por los Seaforth Highlanders, por el césped van y vienen los
trajes y uniformes de siempre: notables del lugar, mujeres elegantes con
vestidos vaporosos, maestros y misioneros, en suma, la sociedad colonial
británica, ese mundillo dividido en clanes, ex alumnos de Oxford o Cambridge,
aficionados al críquet o al polo, llegados para homenajear a su querido
soberano.
Plumer fue un guerrero temible, un héroe de la Gran Guerra. Pero la
contienda ha terminado y ya no tiene ambición, su carrera ha acabado. Es feliz
en Palestina y le gustaría quedarse aquí. Desde su llegada ha pedido a los
comisarios de distrito que no le presenten el informe diario: «¡No hay situación
política, así que no la inventen!».
—Míralos —dice Osama a Albert—. Puedes mirarlos tranquilamente. Para
ellos somos invisibles.
En efecto, los británicos solo hablan con otros británicos. Los únicos que
reciben a los invitados judíos o árabes son los oficiales encargados del contacto
con los «nativos».
—Esa mujer tan elegante del abanico de nácar se llama Annie Landau —
prosigue Osama—. Es más inglesa que los ingleses y más judía que los
sionistas.
Osama es director del banco Barclays de Haifa, pero no lo parece. Es
miembro de la familia más importante de Jerusalén, que es lo mismo que decir
de Palestina. Pero las familias, la suya y las demás, le traen sin cuidado. Es la
oveja negra de los Huseini y solo piensa en divertirse. Sus calaveradas han
obligado al clan a buscarle una ocupación en Haifa, la que sea con tal de
apartarlo de Jerusalén. Su franqueza le ha valido la inquina general y la amistad
de Albert, que ahora goza del espectáculo. La luz rasante altera los colores y da
un aspecto irreal a las cosas. Al pie de la residencia monumental, el césped
parece movedizo. Unos soldados con túnica roja jalonan el amplio espacio,
recorrido por un ejército de sirvientes.
La gente se arremolina junto a las puertas del jardín. Acompañado de un
numeroso séquito, el tío de Osama, Hay Amin al-Huseini, gran muftí de
Jerusalén, hace su entrada con gran pompa, vestido con chilaba y manto
blancos. Solo tiene treinta y tres años, pero su estatura y el fuego de su mirada
revelan una energía natural atemperada por el ejercicio del poder. Lord y lady
Plumer bajan por la corta escalinata para ir al encuentro de su principal
invitado árabe. La sonrisa de Hay Amin sorprende por su encanto.
—Se rodea de una trama invisible de influencias y lealtades —dice Osama
—. Tíos, primos, sobrinos... Todos están aquí, y todos vendidos a los británicos.
Ninguno me mira a la cara. Cuando me tropiezo con ellos hay como un agujero
en sus ojos. Están convencidos de que son los dirigentes naturales de la
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sociedad palestina. Pero las elecciones acaba de ganarlas la familia rival, los
Nashashibi. Cuando el primer alto comisario británico nombró gran muftí a mi
tío, acto seguido le ofreció a Ragueb al-Nashashibi la alcaldía de Jerusalén. Así,
comprando a las dos familias rivales (y a las que dependen de ellas), los
británicos controlan el «poder» palestino y su «oposición», y la paz reina en el
país desde hace años. Los británicos imponen su tutela de la misma forma en
todos los rincones de su imperio. ¡Pero aquí la diferencia son los judíos!
El hombre que dirige la delegación judía es rechoncho, paticorto, moreno,
de frente amplia, y va muy mal vestido. Su chaqueta, demasiado estrecha,
parece a punto de reventar y el nudo de su corbata, más bien flojo, cierra una
camisa mal planchada. Sin embargo, da una clara impresión de energía intensa,
contenida. Tiene aspecto de bulldog... o de toro, piensa Albert al reconocer a
Ben Gurion, cuya foto ha visto a menudo en los periódicos. Los que le
acompañan (media docena de hombres y una mujer) no visten mejor que él.
Pero no parecen cohibidos, sino, por el contrario, muy seguros de sí mismos.
Lord y lady Plumer se vuelven hacia Ben Gurion, procurando mostrarse
exactamente igual de cordiales y amables que hace un momento con Hay Amin
al-Huseini. El alto comisario retiene al dignatario árabe, que se escabullía. Abre
los brazos e invita a los jefes de los dos bandos enfrentados a estrecharse la
mano; lo hacen a regañadientes, entre los aplausos de los invitados.
—Ahí tienes una fantasía británica —susurra Osama—; este shakehand será
portada en los periódicos de mañana.
Los británicos y sus esposas se agolpan alrededor de Hay Amin y su
séquito. Para ellos representan el Oriente, el exotismo y la emoción del
despotismo que andan buscando. Todas las imágenes bíblicas que tienen en la
mente, los pastores vestidos como en el tiempo de Abraham, las palmeras, las
dunas, las caravanas de camellos, están encarnadas por los árabes. En cambio,
nadie presta atención a Ben Gurion y sus acompañantes. En Londres los
británicos favorecen el sionismo, mientras que en Jerusalén los judíos les
incomodan. Saben que reconocen la autoridad británica solo de boquilla.
—Puede que los árabes sean engatusadores —dice Osama—, pero
generalmente se muestran sumisos y simpáticos. Son buenos súbditos. «Por lo
menos parecen contentos de vernos», me dijo un día un oficial británico que se
quejaba de la rudeza de los judíos. Y añadió: «Cuando los ingleses vienen a
Palestina, al principio son más o menos projudíos, enseguida se vuelven
proárabes y acaban siempre probritánicos».
Osama le señala a Albert todos los personajes judíos que van pasando:
Pinhas Rutenberg, que ha obtenido la concesión de la red eléctrica de Tel Aviv,
Yafo, Haifa y las demás ciudades importantes del país salvo Jerusalén; Ehud
Ben Yehuda, hijo de Eliezer Ben Yehuda, el hombre que sacó el hebreo de la
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Golda observa a Zalman Shazar. Detrás de sus gafas con montura de plata
los ojos de su amante no paran quietos, como si absorbieran la realidad con
avidez y no se les escapara un detalle. Él le dice a media voz:
—Los árabes camelan a los británicos, pero no les sirve de nada. Están
perdidos. No saben por dónde se andan ni lo que deben hacer. Los ingleses nos
sonríen, pero hasta su modo de querernos es antisemita. Nos han prometido un
hogar nacional en Palestina, sostienen que este país es nuestra patria natural.
Pero lo hacen para enviarnos a sus judíos y librarse de ellos.
La noche empieza a caer, las luces del jardín se encienden. Los grupos se
mezclan más. Albert tiene ganas de marcharse, Osama quiere quedarse. Un
hombre de unos cuarenta años se les acerca; es un palestino con traje claro,
bigote fino, diente de oro y sortija de sello.
—¡El ermitaño de la Casa Rosada, por fin! De todos mis vecinos, usted es
sin duda el que menos se deja ver. Me presento: Hasan Chukri, alcalde de
Haifa.
Albert estrecha la mano tendida. Chukri es la última persona con quien
querría tropezarse. Este notable de origen turco, cuyo poder se basa en el
clientelismo, no le inspira la menor simpatía. Marginado por los británicos, se
ha empeñado en demostrar que es más probritánico que nadie, hasta el extremo
de defender su proyecto de un hogar nacional judío. Las elecciones municipales
que acaba de ganar, con dos candidatos judíos sionistas en su lista, le ha vuelto
a abrir las puertas del ayuntamiento.
—Le felicito por su victoria en las municipales —dice Osama para sacar del
apuro a Albert, que no acierta a pronunciar palabra.
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Sélim Nassib El amante palestino
—Usted tiene una gran reputación, señor Osama, pero tampoco es fácil de
ver. Conozco personalmente a todos los miembros de su familia. No puedo
decir que me aprecien mucho (la rivalidad política es algo normal), pero lo que
nos une es más fuerte que lo que nos divide. ¿Acaso no somos musulmanes?
¿No compartimos la misma lengua y la misma cultura? Pertenecemos al mismo
mundo y, cada cual a su manera, tratamos de afrontar las situaciones nuevas.
Dicen que usted es un hombre fuera de lo común. Me gustaría saber cómo les
hace frente usted.
—Mal. Tengo que reconocerlo. Muy mal.
—¿Por qué?
—Me vine a vivir a Haifa hace algún tiempo. Pensaba que podría llevar una
vida tranquila, apartado de los trajines políticos. Pero cada vez me resulta más
difícil.
—¿Cuál es el motivo?
—¡El motivo son los comunistas! No quiero echarles la culpa a sus amigos
judíos, seguramente ellos no lo sabían, pero creo que un número indeterminado
de inmigrantes rusos han fingido ser sionistas para venir a Palestina, y aquí se
han quitado la máscara y han izado la bandera roja. ¿Me oye bien? ¡La bandera
roja!
—Sí, sí, le oigo. No hace falta que grite.
—¿Y qué dicen esos bolcheviques que han instalado su buró político en
Haifa? ¡Dicen que los campesinos árabes deben rebelarse contra sus señores
feudales, contra los efendis que los explotan, los oprimen y les chupan la
sangre!
—No se altere por eso, no vale la pena...
—¡Me altero porque es escandaloso! Mi familia y la suya tienen diferencias
políticas, pero estamos de acuerdo en preservar el orden social y mantener a
raya a los bolcheviques, los anarquistas y todos cuantos intentan sublevar a
nuestros campesinos contra nosotros. ¡Es lo mínimo!
Albert se da la vuelta, intentando contener la risa. Varios miembros de la
tribu Huseini están visiblemente nerviosos. Osama, fuera de sí, llama la
atención de todos. Con la frente sudorosa, Hasan Chukri procura tranquilizarle.
—Los comunistas de Haifa son una pequeña minoría. Le aseguro que no
van a alterar la tranquilidad de la ciudad ni la suya personal. Como alcalde, le
doy mi palabra.
—Tomo buena nota, señor Chukri, pero hay cosas peores aún. Desde hace
algún tiempo, frente a mi casa, en mi propia calle, tanto en el centro de la
ciudad como en las tierras baldías que están junto a la playa, cada vez hay más
vagabundos. No sé de dónde vienen ni lo que pretenden. Se plantan ahí sin
hacer nada, día y noche, mirando a los transeúntes con ojos de criminales y
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tramando vaya usted a saber qué fechorías. Son chusma, escoria. Atemorizan a
la gente. ¡Cada vez hay más! No entiendo a qué está esperando el ayuntamiento
para echarles de la ciudad.
—Mi querido señor Osama, no es tan fácil. Usted sabe tan bien como yo
que la mayoría de esas personas son campesinos inofensivos que se han
quedado sin trabajo y sin tierra... Es posible que entre ellos se hayan infiltrado
algunos delincuentes sedientos de venganza, pero no es motivo para...
—¿Por qué se han quedado sin trabajo y sin tierra? Porque la tierra se la
han comprado esos sionistas amigos de usted. Y ahora esos muertos de hambre
son responsabilidad suya. ¿Qué piensa hacer con ellos? También son sus
vecinos, que yo sepa.
—Se equivoca. No son de Haifa. Son campesinos que han venido a la
ciudad a buscar trabajo. Pero no hay trabajo. Ni siquiera lo encuentran los
judíos. Por razones estrictamente humanitarias no puedo decirles que se vayan
por donde han venido. Sería muy peligroso. Además, ¿adónde irían? La
situación es igual por doquier.
—Así que usted no puede hacer nada —insiste Osama—. ¡Eso quiere decir
que las cosas no van a cambiar!
Sin saber a qué santo encomendarse, Hasan Chukri ve que se acercan
David Remez y su acompañante.
—David, dichosos los ojos —dice—. Quiero presentarte a dos amigos:
Osama al-Huseini, sobrino de Hay Amin, y Albert Pharaon, propietario del
banco Pharaon.
—Encantado.
—Este es mi amigo David Remez —prosigue el alcalde de Haifa—, ya
habrán oído hablar de él. Y la señorita, la señora. ..
—... Golda Myerson.
Ella misma se presenta. El aplomo en su voz, el gesto, la mirada confirman
la primera impresión de Albert. Cuando la mano de la joven estrecha la suya,
nota en ella un ligero estremecimiento; la turbación asoma a su rostro, por un
momento pierde su seguridad. La mujer ya se ha recobrado, pero el joven
banquero no puede olvidar lo que acaba de percibir: la emoción bajo el
caparazón, la fragilidad. Pese a todo, ella le mira a los ojos, sin tratar de negarlo.
Eso le atrae aún más. Hay algo en ella que escruta y busca, algo desnudo,
impúdico, revelador de que irá hasta el fondo, sea cual sea ese fondo. Albert no
podría expresarlo mejor. Esa mujer de unos treinta años y rasgos finos interroga
de manera muda e insistente, como si en sus ojos no se hubiera resuelto aún el
enigma.
Golda se repone a duras penas. Creía que estaba saludando a un hombre,
un banquero, y de repente ha visto a otro: a su amigo Noam Pinski, resucitado
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de entre los muertos. Ese judío ucraniano había nacido en la misma ciudad que
ella, pero le había conocido en Milwaukee. Él tenía veintitrés años y ella,
catorce. Era guapo, y fue el primer hombre al que tuvo ganas de entregarse.
Incluso había decidido hacerlo, pero dos o tres semanas después él se cayó al
agua cuando pescaba en el lago y se ahogó. La muerte había fijado una imagen
de él eternamente joven. Y de pronto reaparece aquí, en Jerusalén, con los
rasgos de un extranjero. El parecido solo dura unos segundos. Cuando vuelve a
mirar, la mujer ya no lo encuentra tan asombroso e incluso llega a dudar de que
exista. La nariz no es la misma, ni la boca, tampoco la frente. Pero los gestos del
banquero, su forma de mover la cabeza, la fluidez que emana de él, todos esos
elementos inmateriales producen un precipitado fugaz que da cuerpo a Pinski.
Se queda con su nombre, Albert Pharaon, le gusta. Por su forma de vestir y su
porte, se diría que es europeo. Las primeras palabras que pronuncia confirman
esta impresión; su inglés es perfecto. Sin embargo, un ligero acento, unido a su
apellido exótico, contradice lo anterior. Golda no sabe a qué atenerse. Lo mira y
no consigue clasificarlo, como suele, en una categoría. Un híbrido, una
paradoja, uno de esos seres originales cuyo secreto guarda Oriente. Albert
Pharaon.
Curiosamente, él parece turbado. Golda nota que le cuesta separarse de
ella. A Pinski le pasaba lo mismo. La miraba con aire soñador y pensaba:
Todavía es demasiado joven (por lo menos eso supuso ella siempre). El
banquero también parece soñador. Ni siquiera escucha lo que le acaba de decir
Remez.
—Perdone —dice tras reponerse—, no le he oído.
—Le preguntaba si su banco pertenece a un grupo internacional o es local.
A Albert no se le escapa la sonrisa divertida de Osama al-Huseini, que
espera su respuesta.
—Es un banco familiar palestino-libanés —contesta.
—Y si yo le dijera: trabajemos juntos, ¿qué me respondería?
—¿Trabajar en qué, señor Remez?
—Me resulta un poco difícil decirlo en inglés...
Se vuelve hacia Golda y le habla en yiddish. Ella va traduciendo:
—La empresa de obras públicas Solel Boneh necesita financiación, y su
banco sin duda estará interesado en el desarrollo del país. Pueden prestarnos
dinero a un determinado interés, o invertir en algunos proyectos.
Albert apenas entiende lo que la mujer dice. Se recrea en el sonido de su
voz. Suave y acariciadora, no necesita elevarse para dar una sensación de
poder. Incluso cuando la joven ha dejado de traducir, Albert tiene la impresión
de que su diálogo prosigue.
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Sus gestos son fluidos, su aplomo, natural; no tiene tiempo que perder. Se
inclina y coge a Golda del brazo. Pero no es fácil librarse de la oveja negra de
los Huseini.
—¡Esa idea de los proyectos comunes es excelente! Estoy seguro de que el
Barclays estaría interesado. A fin de cuentas, fomentar la cooperación entre
judíos y árabes es el fundamento del mandato británico en Palestina. Ahí está
John Fillmore, vamos a preguntárselo. ¡John! Creo que ya conoce a Albert.
¿Quiere unirse a nosotros un momento?
John Fillmore se acerca acompañado de dos británicos, uno de paisano y el
otro uniformado, a los que presenta: sir Charles Montagu, del gabinete del alto
comisario, y Raymond Cafferata, jefe de la policía de Hebrón. En pocas palabras
Osama les pone al corriente de la conversación. Fillmore parece dubitativo.
—De entrada la idea es buena —afirma—, pero requiere una fuerte
voluntad política. Todos sabemos que en Palestina el problema no es solo
económico.
—En nombre de las autoridades mandatarias —interviene de forma
inopinada sir Charles Montagu—, puedo asegurarles que el gobierno de Su
Majestad vería con buenos ojos esta clase de proyectos. Soy miembro del
gabinete de lord Plumer y les aseguro que, si esta iniciativa sigue adelante, el
alto comisario hará lo que esté en su mano para favorecerla.
La intervención de Montagu sorprende a Albert. Por su aspecto y su
actitud, el hombre parece uno de esos oficiales británicos destinados al último
rincón del imperio. En principio debería adoptar la misma actitud discreta que
su administración, pero da la impresión de que la situación de Palestina le
afecta personalmente. Golda traduce al yiddish sus palabras. Remez parece
pensativo. Lo que había empezado como una conversación más bien
provocadora se está convirtiendo en un diálogo casi oficial. Exageradamente
afable, dice a través de Golda:
—Me alegro de hablar con usted, sir Montagu. Conocí a su tío, lord Edwin
Montagu, cuando era ministro de Su Majestad. Pertenece usted a una vieja y
noble familia judía inglesa y es para mí un honor darle la bienvenida a nuestra
casa, Eretz Israel.
—El gusto es mío —responde Montagu con tono glacial—. Acabo de llegar
a esta Palestina donde varias comunidades llevan mucho tiempo conviviendo
armoniosamente. ¿Qué piensa de la propuesta que acabamos de oír?
—Me parece tentadora, pero comprenderá que no estoy autorizado para
dar una respuesta sin consultarlo. Propongo que lo hablemos por separado,
cada cual con los suyos, y volvamos a reunimos, si llega el caso, para tratar del
asunto.
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Ahora casi todos los invitados están al otro lado del jardín, envueltos en un halo
de luz y música. Albert y Golda permanecen inmóviles en la oscuridad. Ella
vuelve a hablar, directa:
—Hace un momento me llevé una sorpresa enorme cuando le vi. Me
recordó a un amigo al que conocí en América. Resulta desconcertante, porque el
parecido tiene eclipses, aparece y desaparece.
—¿Quién es ese hombre?
—Se llamaba Noam Pinski. Su misma estatura, sus mismos gestos... y ahora
su misma sonrisa. Es terrible.
—¿Está muerto?
—Un accidente. Hace mucho.
—Lo siento.
—¿No será usted judío por casualidad?
—No. ¿Por qué?
—No lo sé. Qué raro... Si quiere le enseño unas fotos.
—Con mucho gusto.
Podría haber añadido que él también se había fijado en ella, incluso antes
de que se la presentaran. Pero no lo hace. Se siente incapaz de seducirla.
Prefiere el silencio, más acorde con el misterio de sentirse tan bien con esa
desconocida.
—¿Sabe una cosa? —dice Golda—. ¡No acabo de hacerme a la idea de que
sea usted árabe!
Albert sonríe sin decir nada. La mirada de la mujer se ilumina con un brillo
fugaz.
—¿Por qué dijo antes que se alegraba de que los judíos hayan venido a
Palestina?
—Dije: desde cierto punto de vista.
—¿Cuál?
—El mío, desde el que la estoy viendo, aquí, bajo el cielo inglés. Extranjera,
enormemente atractiva. Nadie se cree que usted vaya a fundar un Estado judío
en Palestina. Pero su fantasía tendrá unas consecuencias que no se imagina. Va
a arrojarnos en la modernidad como langostas en el agua hirviendo. Sin querer,
va a hacer que la sociedad tradicional, agobiante, a la que pertenezco se
desperece y tal vez estalle en pedazos.
—¿Es que me ha tomado por el príncipe azul? —pregunta ella, incrédula.
—Sus métodos son algo más brutales.
Golda mueve la cabeza y sonríe.
—¿Qué estoy haciendo aquí? Soy víctima de un parecido.
—No tiene aspecto de víctima.
—Gracias, pero eso no cambia nada. En realidad, usted me está vedado.
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LA CITA
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—... pero con Jabotinsky, que acaba de instalarse en Israel, Ben Gurion va a
quedar desbordado por la derecha. Todo signo de moderación por nuestra
parte se interpretará como una cobardía...
Zeev Jabotinsky, cómo no. Desde que ha fundado su propio partido
político, todos hablan de ese brillante orador de extrema derecha. Golda le ha
oído hablar en público una vez. Proclamaba que la oposición visceral de los
árabes al proyecto sionista era perfectamente natural, y que el único modo de
contrarrestarla era lograr una mayoría judía en Palestina, con las armas en la
mano. Su discurso llegaba directo al corazón de quienes buscaban pelea. Pero
ofendía a los británicos y amenazaba con provocar un enfrentamiento general
para el que no estaba preparado el movimiento sionista.
—Lo que está claro —añade Remez— es que Jabotinsky cada vez tiene más
influencia. Nos hace aparecer como unos diplomáticos, mientras que él es el
guerrero. No podemos dejar que se abra esa grieta en el muro.
Golda se pregunta qué pasaría si Albert Pharaon se presentase en medio de
esa reunión. La idea le produce un ligero estremecimiento. Se hace tarde y los
invitados no se mueven. A Golda le irrita su propia impaciencia, su impotencia.
Tiene la impresión de que lo está echando todo a perder, empezando por su
propio placer. ¿Por qué se ha puesto en esta situación? ¿Qué necesidad había?
Si hubiese reflexionado un momento habría llamado al tal Pharaon para anular
la cita, pero no le gusta echarse atrás. ¿Qué va a decir a sus invitados para que
se vayan? A menos cuarto se pone de pie. Todos la imitan, del modo más
natural, para sorpresa de Golda. Hay un borrador de carta, se va a proteger el
muro, mañana seguirán hablando de ello. Rápidamente se despiden. Golda se
queda sola. Lejos de calmarla, esta soledad le produce un nerviosismo
incomprensible. No tiene tiempo para pensar. Va al cuarto de baño, se mira en
el espejo, se lava la cara, se cepilla el pelo pero se interrumpe, exasperada.
Vuelve al cuarto de estar, vacía un cenicero, recoge unos vasos... Se siente
abochornada. No tiene por qué hacer eso. Acaban de llamar a la puerta.
Abre y es él. Lo reconoce de inmediato. Tal como lo dejó en los jardines del
rey, tal como es. Todo lo que lleva puesto parece hecho de tela suave y
acariciadora. No lleva nada en las manos, solo el sombrero. Ha venido. Ella lo
mira con sorpresa y se dice: Es un hombre, un mensh. Con empaque,
consistencia, aura, cierta agudeza, una nobleza desamparada que solo le
pertenece a él. Su mirada brillante revela una sensualidad inconsciente de sí
misma. Desde luego que lo conoce, que no lo ha olvidado. De su parecido con
Noam no queda casi nada, como no sea una fuerte impresión de familiaridad.
Este desconocido no es un desconocido. Le parece de lo más natural verle en su
descansillo. Su porte aristocrático combina bien con el revoque amarillento de la
caja de la escalera, con el contador de agua.
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Es más fuerte que ellos. Las palmas anchas de Albert se introducen, sin que él se
dé cuenta, bajo la ropa de Golda y recorren la intimidad de una piel que se eriza
de placer. Las manos de la mujer suben, arrancan la corbata, se agarran a la
camisa blanca y la abren de un golpe seco. Adelanta la cabeza y se agarra con
fuerza, sus labios devoran anhelantes el pecho demasiado liso de su amante. Se
detiene, él también. De repente, tranquilos, se miran a la cara. Esperan
pacientemente a que sus ojos lo aprueben.
—Es él, Noam Pinski —murmura Golda señalando con el dedo la foto.
—Pues no se me parece nada.
—Sí, se te parece.
—¡Hasta ahora no me habían tomado nunca por un jugador de béisbol!
Golda ríe. Están sentados en el suelo de piedra del balcón, se cubren los
hombros con la misma sábana y tienen el álbum de fotos en las rodillas. El aire
ha refrescado, casi se está bien. Todo está inmóvil, hasta las crestas de las olas
que titilan. A Albert le cuesta creer que la playa de Tel Aviv sea en realidad la
de Yafo, pero al asomarse ve las luces de la ciudad árabe. Más que convencerle,
esta proximidad le da la impresión de estar mirando su país desde otro.
Descubre con asombro que esa extrañeza le gusta.
—La foto se la hicieron en la tienda de Boris Shoenkerman, en pleno barrio
judío de Milwaukee. Se congregaban todos allí para hacer compras, solucionar
asuntos, pedir consejo. Había obreros, abogados, casamenteras, militantes
políticos, comerciantes...
—¿Querían venir a Palestina?
—La mayoría estaban encantados de vivir en Milwaukee y hacían lo
posible por integrarse. Solo había unos cuantos sionistas y nadie los tomaba en
serio. Los consideraban unos soñadores que sembraban dudas sobre el
patriotismo de los judíos americanos.
—Y tú, ¿qué hacías?
—Yo tenía trece o catorce años, y ellos por lo menos dieciocho. Era sionista,
pero demasiado joven. No me hacían caso. De modo que actuaba por mi cuenta.
Cuando tenía once años organicé mi primer mitin, y a los doce mi primera
manifestación.
—¿Y Noam Pinski?
—Tampoco me hacía caso. Decía que era su hermana pequeña, pero yo le
daba que pensar. Ni siquiera era sionista. Solo le gustaba el deporte, el esfuerzo
físico, su cuerpo. Eso me fascinaba. Pero se le notaba en la cara que era sensible,
vulnerable... Se parecía a ti, de veras.
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Albert la observa en silencio. Está sentada con las piernas cruzadas, sus
rodillas tocan las de él, lleva el pelo suelto. Está en Milwaukee, mirando por ese
balcón de Tel Aviv, adolescente de hombros derechos y expresión atenta a lo
que va a suceder. Lo que ha vivido está tan presente en ella como lo que vive
ahora. Conforme las cuenta, las historias que evoca pasan por su rostro, que se
mueve, cambia, se ilumina. Es una linterna mágica, piensa Albert. Está
ensimismada. Como un ser que camina por la oscuridad guiado por el instinto.
Exactamente como un animal, segura, intuitiva, sensual... Él tiende las manos y
la coge suavemente de los brazos.
Golda da un leve respingo, se interrumpe, sonríe. Se da cuenta de que
Albert no la escucha. Sus hombros nunca se habían acomodado así a las manos
de un hombre. Él la mira como si quisiera decirle algo. Su intensidad muda no
acaba de expresarse, parece emocionado, una fina película le humedece los ojos.
Ella nota que lo trastorna, pero ¿por qué? Sus manos la sujetan con fuerza. Con
qué ímpetu le responde ella, cabeza, brazos, hombros proyectados hacia
delante, dedos que se enroscan en la nuca, labios ardientes que recorren la cara.
Sentados con las piernas cruzadas, esta posición les impide juntar sus cuerpos.
Se apoyan, se arquean, se levantan sobre las rodillas, tiran el uno del otro con
todas sus fuerzas, en vano. Hunden la cabeza en el cuello del otro, se sujetan
por los hombros y vuelven a caer de espaldas, muertos de risa. Empieza a
clarear. Golda desenreda sus piernas, se levanta envolviéndose en la sábana y,
en ese movimiento, descubre el cuerpo de Albert. Él se endereza sobre el suelo
frío. Con los brazos apoyados detrás, la cabeza alta, la mira sonriendo. Hasta
desnudo es elegante, piensa Golda con arrobo.
—Ven. No podemos quedarnos aquí.
Albert se levanta y la sigue.
Abre los ojos y por un momento se pregunta dónde está. No conoce esa
habitación llena de muebles, ni esas paredes desde donde unos dirigentes
sionistas le miran fijamente. Le parece que está en la Unión Soviética. En medio
de un desorden de sábanas está Golda, boca abajo. No se le ve la cara. La mujer
desnuda atravesada en la cama le resulta tan desconocida como todo lo demás.
Puede decírselo a sí mismo, se lo dice. Así, de espaldas, es hermosa. El cuerpo
ambarino está tapado hasta los riñones, se diría que brota de la sábana. Un
cuerpo de campesina joven y recia, nada tosco, menudo, vigoroso, con huesos
redondos que lo suavizan. El pelo suelto le cubre la mitad de la espalda,
desparramado por su último movimiento. Duerme. Las hojas de la ventana
están abiertas y la luz anuncia un sol inminente. El pequeño despertador que
hay en el escritorio marca las cinco. Albert solo advierte la presencia de ese
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escritorio. También hay un armario lleno de papeles, una cómoda sin espejo, un
violonchelo en su funda, juguetes de niños. El espacio está ocupado según el
criterio de que debe caber todo, más o menos ordenado, sin más
consideraciones estéticas. Pero esa apariencia espartana y eficaz expresa una
vitalidad no exenta de fuerza.
Se levanta sin hacer ruido y se acerca a la ventana. El sol está justo encima
del horizonte. Sus rayos rasantes hacen brillar el polvo que hay entre las casas.
Las calles están desiertas. Es una ciudad extranjera. Albert busca con la vista un
detalle que pueda situarla en la geografía. No hay montañas ni colinas y tiene el
mar a la espalda. Desde la ventana piensa que el planeta Marte ha aterrizado en
su país, y que él está a bordo. Se sorprende deseándose buen viaje.
Al volverse le llama la atención la inquietud que se advierte en la mirada de
Golda. Arrodillada en medio de la cama, aprieta la sábana contra su pecho
como si le faltara el resuello, como si su amor, apenas reconocido, estuviera a
punto de desvanecerse o escaparse por la ventana. Él le dedica una amplia
sonrisa tranquilizadora. Golda se acuerda de él al ver su sonrisa, la oscilación
de su cuerpo, su forma de caminar hacia ella con los brazos abiertos. Él observa
todas sus metamorfosis, la inquietud trocada en alivio, el rostro que se
emociona e ilumina, aunque en él persiste cierta tristeza.
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HEBRÓN
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Luego pasa a su habitación y ordena, zurce, cose, pone los botones que faltan.
Ellos la interrumpen continuamente para enseñarle los dibujos que han hecho,
para disfrutar del presente. Todo es rápido y lento a la vez. Con energía y
ternura, Golda hace como si su hogar fuese un hogar y ella misma una
verdadera madre judía.
Ha puesto la mesa. Anuda las servilletas en el cuello de sus hijos, les sirve,
les ve comer. Menahem devora con ansia mirándola de hito en hito con ojos
chispeantes. Sara, más pequeña, necesita ayuda. Llaman a la puerta. Golda deja
el tenedor.
En el descansillo hay un joven árabe, alto, tez morena, labios carnosos. A
Golda se le encienden las mejillas; cree que viene de parte de Albert. Él abre la
boca, es judío, habla en hebreo. Repuesta de su confusión, Golda le pide que
repita lo que acaba de decir.
—Ben Zvi quiere verte en Jerusalén. Tengo un coche abajo.
—¿Qué pasa? No sé nada, acabo de volver del desierto.
—Ayer hubo una manifestación que acabó mal.
Le hace pasar, cierra la puerta. Los niños han dejado de comer. Con el
tenedor en el aire y los ojos muy abiertos, ya han comprendido.
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En Jerusalén no hace tanto calor como en Tel Aviv. Desde que el coche
entra en la ciudad, Golda nota que el silencio allí es distinto. Lo que ha vaciado
las calles es una tensión invisible. Todas las tiendas están cerradas. No se ve ni
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En la sede del partido, calle Yafo, el que abre la puerta es un zombi. Ben
Zvi, el hombre alto y esbelto a quien Golda había conocido tan seguro de sí
mismo, está como encogido. Tez grisácea, ojos vidriosos, se le ve absorto en sus
pensamientos. Todas las conversaciones cesan cuando entra. Los otros dos
negociadores le siguen, cabizbajos. Sin pronunciar palabra, los jóvenes
militantes que esperaban con Golda forman un corro.
—Lo hemos intentado todo —dice Ben Zvi—, pero no hemos llegado a
nada. Ni acuerdo ni comunicado conjunto.
Calla. Todos callan. La mirada de Ben Zvi se cruza con la de Golda. Ella le
conoce desde hace diez años. Le vio por primera vez en Milwaukee, cuando fue
a dar un mitin con el otro Ben, Ben Gurion. Supo entonces que había nacido en
Poltava y crecido en la misma tierra que ella. Un intelectual, pero también un
militar; había organizado un sistema de autodefensa contra los pogromos en
Rusia y luego, en Palestina, un cuerpo de guardias armados en las colonias
judías. Ahora es responsable de la Haganah, el embrión del ejército judío. Su
angustia es de muy mal agüero.
—El representante del muftí quería que firmáramos una declaración que
proclamara la soberanía plena y total de los árabes sobre el muro —prosigue—.
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delante del muro un biombo para separar a los hombres de las mujeres. Los
árabes consideraron que eso rompía el statu quo. Según ellos, después del
biombo vendrían las sillas, luego los bancos, luego los sombrajos so pretexto de
proteger a los fieles de la intemperie. Total, que se decidió quitar el biombo.
Lamentablemente la misión fue encomendada al sargento MacDuff, un oficial
británico demasiado estricto. A primera hora de la mañana del Yom Kippur,
cuando los creyentes estaban rezando, se presentó él con diez hombres
armados. Entonces ardió Troya. El shamosh se agarró al biombo, le arrastraron
varios metros y el biombo se desgarró. Los judíos protestaron por el sacrilegio y
salieron en manifestación, los árabes respondieron con más manifestaciones y
se llegó al enfrentamiento. Anteayer, ese mismo MacDuff había reprimido
violentamente a unos manifestantes judíos que gritaban: «¡El muro es nuestro!».
—Yo creía que el muro les pertenecía desde hace mucho —dice Albert.
—Yo también, pero parece que no es así. Es el cuento de nunca acabar.
—¿Está nervioso?
Cafferata exhibe una amplia sonrisa.
—Si el sargento MacDuff deja de hacer de las suyas, los incidentes de
Jerusalén se acabarán por sí solos. En Hebrón reina la tranquilidad.
Los dos jinetes pasan por delante de la cueva de Makpela, supuesta tumba
de Abraham; los árabes han construido encima la mezquita de Ibrahim, cuyos
alminares dominan el centro de la ciudad.
—Son las doce y media —dice el oficial— y los judíos están a punto de salir
de su oración. Hace un par de horas los fieles musulmanes rezaban en el mismo
sitio. ¿Nota usted el menor indicio de tensión? Los judíos de Hebrón han vivido
sin problemas durante el imperio árabe, luego durante el imperio otomano y
ahora con el mandato británico. Desde la Declaración Balfour y la llegada de
inmigrantes judíos, los niños árabes a veces les tiran piedras, pero en general las
relaciones son buenas. ¡Le aseguro que esto no se parece en nada a Irlanda!
La impresión se confirma en el ayuntamiento del primer pueblo árabe que
visitan, luego en el segundo y en el tercero. El representante del orden británico
es bien recibido. En los salones con bancos alrededor, los notables les brindan té
y observan todo el ceremonial de la hospitalidad. Las cosechas han sido buenas,
los silos están llenos, no hay nada que lamentar, a Dios gracias. De pueblo en
pueblo Cafferata comprueba que no hay ninguna queja importante. Por
supuesto, hay algunos conflictos locales, pero nadie habla de los judíos ni de
que exista tensión con ellos.
El clima no es muy distinto entre los judíos. Cafferata y Albert pasan por el
hotel regentado por la familia Schniorson: tranquilidad. Hacen un alto en la
escuela talmúdica de la ciudad, la yeshiva Slovodka, donde solo encuentran al
shamosh y a un joven estudiante inclinado sobre sus libros. Luego son recibidos
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GANAS DE MATAR
1929
Han pasado dos días enteros y sigue sin noticias. No le ha llamado por
teléfono. Es ella quien tiene que llamar, y no lo hace. Albert le ha mandado un
telegrama, luego otro. Todo le molesta. La Casa Rosada se ha vuelto una
abstracción, la bahía de Haifa también. Él está como ausente. Ella sigue sin
llamar. El calor del final de la tarde crea formas movedizas en el aire. Nayar se
ha transformado en una sombra blanca. Descalzo, con su chilaba, sirve café,
desaparece, reaparece, trae los periódicos de la tarde llenos de grandes titulares.
Después de Hebrón ha habido otra matanza en Safad, asesinatos en Jerusalén,
varías colonias judías han sido arrasadas, grupos de árabes con palos han
intentado entrar en Tel Aviv, la violencia se ha extendido a toda Palestina.
En venganza, los judíos han linchado a varios árabes en Jerusalén. Unos
jóvenes exaltados han entrado en una mezquita y han hecho un auto de fe con
ejemplares del Corán. El alto comisario ha regresado a toda prisa de Londres y
ha ordenado a la aviación que bombardee los pueblos árabes para sofocar la
rebelión. Le han contestado que el país estaba en calma. La locura asesina ha
cesado tan deprisa como estalló, dejando estupefactas a las dos comunidades.
Ya no pasa nada, dicen los periódicos. La matanza solo ha sido un arrebato, un
paréntesis. Albert, hastiado, se levanta, coge las llaves al paso y sale.
Solo son las siete de la tarde, pero la carretera de la costa está casi vacía.
Hay mar de fondo, agitado, casi negro. Adelanta a varios coches y a unos
vehículos de la policía británica que patrullan. Conduce deprisa. En menos de
una hora ha llegado a Tel Aviv.
A la entrada de la ciudad unos jóvenes revisan la documentación y piden a
los conductores que abran los maleteros. Parecen nerviosos, algunos llevan
palos. Sus gestos son autoritarios; su voz, tajante. Registran sin contemplaciones
las camionetas y los coches árabes. Es la primera vez que Albert se tropieza con
las milicias de autodefensa judías. No tiene documentación, nunca la ha llevado
encima, le parece inconcebible que se la pidan alguna vez. Presiente lo que va a
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ocurrir, está loco de rabia. La camioneta que tiene delante arranca con una nube
de humo negro. Pisa el acelerador y avanza unos metros. El miliciano vacila un
segundo y le hace una seña para que siga. Seguramente le ha tomado por un
judío.
Tel Aviv se ha transformado en una ciudad muerta. Albert no siente la
tensión que precede a la catástrofe. Porque la catástrofe ya se ha producido. La
ciudad de los cafés y la noche está visiblemente de luto. Todo está cerrado. Los
escasos transeúntes pasan deprisa. En los cruces vigilan milicianos taciturnos.
Un giro más y ya está en la calle. Con el corazón encogido, palpitante, conduce
sin levantar la vista entre edificios que se parecen. El de Golda está al final. Hay
luz en todos los pisos menos en el suyo.
Apaga el motor. Todo está en silencio. El ruido del mar le invade los oídos,
se pregunta cómo no se ha percatado antes. No es el vaivén sosegado de las
olas, sino un fragor continuo, el fondo del aire mismo. Ahora es ensordecedor.
Albert baja, cierra la portezuela y camina hacia el portal del edificio, inclinado
contra el viento. Se ve a sí mismo subiendo por las escaleras con paso de
sonámbulo, seguir subiendo, llegar al segundo; el «Myerson» sigue allí.
Extrañamente, eso le tranquiliza. Mira a sus pies. Ninguna carta asoma por
debajo de la puerta, ningún telegrama. Golda está en casa, recoge el correo.
Albert se queda allí, en el descansillo. Ella está en Tel Aviv y no le llama. Albert
mira fijamente la puerta y ve lo que hay detrás, la sala, la mesita baja, las
cortinas, el balcón, el mundo desaparecido.
Son casi las doce de la noche cuando aparca el coche junto a la tapia de la
Casa Rosada. Ha tardado en volver. La figura blanca de Nayar le observa desde
la puerta. Albert pasa junto a él sin pronunciar palabra. Sus pasos vagan por la
gravilla. La luna está alta sobre el jardín silvestre y tiñe el cielo de azul oscuro,
eléctrico. Albert se detiene, con los pies en la hierba. Se oye el timbre del
teléfono. Antes de comprender, echa a correr.
—Soy yo.
Ella no dice nada más, él ha reconocido su voz. Grave, enronquecida, solo
dos sílabas. Albert se ha quedado mudo, ella también. Hablarse les supone un
esfuerzo casi sobrehumano. Golda dice:
—Esta noche has venido hasta mi puerta.
No hay música en su voz, no hay dulzura.
—Temía por ti —explica Albert en un susurro—. Tengo que verte.
—Por eso te llamo —sigue ella recalcando las sílabas—. No vengas más.
¿Has oído? Y deja de mandarme telegramas.
Albert se ha quedado helado. No es dolor, es una pena infinita lo que
siente. El silencio, al otro lado del hilo, es distinto; en vez de llenar, vacía. La
voz de Golda desvaría.
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uno le alcanzó una piedra en la cabeza, el otro recibió un navajazo, al pie del
caballo de Cafferata, que se encabritó y lo desarzonó. Cafferata se levantó, cogió
su fusil y montó en otro caballo para perseguir a los asesinos. Le oí ordenar a
sus hombres que disparasen contra la muchedumbre. Él mismo abrió fuego;
mató a un amotinado e hirió a otros tres. Corría de un lado a otro, su soledad
era patética. En Rusia las autoridades miran a otro lado cuando hay matanzas
de judíos. Dejan que la plebe actúe, eso cuando no les echan una mano. En
Hebrón han matado a sesenta y siete judíos, pero a otros cuatrocientos los han
escondido sus vecinos árabes. Los asesinos eran unos pocos. No era un
pogromo.
Una cólera terrible, helada, que da miedo, transforma a la joven en estatua
de sal.
—¡Sesenta y siete! ¡Sesenta y siete! ¿Cómo te permites contarlos? ¿Y a partir
de qué número es un pogromo, según tú?
—No era un pogromo, Golda.
Ella tiembla de pies a cabeza. Sus ojos llamean, una expresión de odio
intenso le deforma la cara, el furor la lleva a balbucear.
—A todos los muertos los han enterrado en una fosa común —replica—, a
todos los supervivientes los han evacuado bajo protección, ya no queda ni un
solo judío en esa ciudad donde vivían desde hace ochocientos años. ¿Cómo
llamas a eso?
Termina a voz en grito. Albert comprende que debe tranquilizarla
enseguida, con unas palabras bastaría. Pero no le salen esas palabras. Ni
siquiera está seguro de querer pronunciarlas. Eso no era un pogromo. Oye la
respiración sibilante de Golda, como si estuviera calentándose antes de volver a
estallar.
—Tú no conoces la sociedad palestina —murmura Albert—. Es pobre, tres
cuartas partes son analfabetos. No entienden lo que les pasa. Les compran sus
tierras y los labradores, convertidos en fantasmas, vagan por las calles de Haifa
y otras ciudades. Ni siquiera saben a quién quejarse ni a quién acusar. Durante
diez años los palestinos se han fiado de sus dirigentes, sin percatarse de que
eran unos incapaces o unos traidores. Cuando lo han comprendido, algunos se
han vuelto locos y han respondido de mala manera a esa violencia sutil que se
ejercía contra ellos. Es horrible. Pero estáis en esta tierra, con esta gente. No
tenéis elección. No tenéis más remedio que vivir con nosotros.
No le ha prestado atención, está ofuscada. Pero al oír las últimas palabras
de Albert se estremece como si le diera un calambre. Tiene ganas de matarlo, se
da cuenta de que quiere matarlo. Grita:
—¿Nosotros? ¿Quiénes son ese «nosotros»? Hemos venido aquí para no
volver a depender de nadie, ¿entiendes? ¡Los únicos nosotros somos nosotros!
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A PUERTA CERRADA
1929-1933
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Una noche, cuando están juntos, llaman a la puerta. Ella, sin asustarse, se
levanta, se pone una bata y sale de la habitación. Albert oye cómo da una vuelta
a la llave. Eso le divierte. Se ha convertido en el amante escondido en el
armario, y no en un armario cualquiera, sino en el sanctasanctórum sionista.
Parece una ironía de la historia. Albert espera. No, ni siquiera eso. Está allí,
irrefutable. Aguza el oído y distingue varias voces masculinas que hablan bajo.
A Golda no la oye. Se la imagina allí sentada, muy seria, desnuda bajo la bata.
La puerta del balcón está abierta de par en par, todavía es verano. Poco después
Golda vuelve, sin decir nada. Se desnuda, se acuesta, se da la vuelta, se sienta,
enciende un cigarrillo. Se queda un rato mirando al vacío y expulsa el humo por
la nariz con un suspiro. Está a kilómetros de allí, Albert la oye pensar. Golda
menea la cabeza, baja la frente, su mirada tropieza con él. Albert nota que se
sorprende al verle acostado junto a ella. Se incorpora. Golda hace ademán de
acercársele, se detiene, su cuerpo retrocede. La noticia que acaban de darle la
tiene sobre ascuas, no puede guardársela por más tiempo. El gobierno británico
ha publicado un libro blanco que recoge los argumentos de las dos comisiones
de investigación sobre Hebrón. La conclusión es que la inmigración judía es la
causa principal de la hostilidad árabe y las matanzas, y propone interrumpirla
inmediatamente para evitar nuevas desgracias. Lágrimas de rabia asoman a los
ojos de Golda pero no las deja caer. Aprieta los dientes con una indignación, un
rencor y una determinación inquebrantables. Está temblando. Albert no se
atreve a tocarla. Sentado con las piernas cruzadas en el desorden de las sábanas,
su cuerpo inmóvil está inclinado hacia ella, ojos abiertos, manos tendidas. Pero
en sus adentros siente un alivio enorme. La inmigración va a cesar. Es el final de
la pesadilla para los árabes, y para los judíos, el final de una utopía desastrosa.
A pesar de todas las desilusiones, e incluso gracias a ellas, los protagonistas no
tendrán más remedio que poner los pies en el suelo, mirarse unos a otros,
hablarse, reconocerse, por fin.
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LA RUPTURA
1933
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cambia otra vez, rebrota con nuevos compases, mezclados con los antiguos,
subiendo escalonadamente, con vaivenes incesantes, hacia un punto que podría
ser la culminación. Golda se levanta y huye de Albert. Ahora todos los
instrumentos están tocando a la vez, y los gritos de entusiasmo, y los bravos.
Morris no se ha dado cuenta de nada, se diría que la sala entera acompaña a
Golda en su carrera.
Atraviesa la vidriera y sale a la humedad salina. Se vuelve dispuesta a
enfrentarse, hecha un basilisco. No hay nadie. La sombra negra de Albert se ha
quedado detrás de la puerta, a varios metros de distancia. Avanza como en un
sueño, a cámara lenta. Alrededor de ellos no hay nadie. Las guirnaldas
luminosas dan un aspecto fantasmagórico al lugar. No hay nadie en las
tumbonas alineadas en la playa, nadie en las mesas de bar colocadas bajo los
árboles. La flamante piscina, la zona de juegos y las casetas están vacías. El
rumor de las olas es apaciguador, pero hay demasiada oscuridad para ver el
mar.
Albert toca a Golda y ella da un respingo. Su rostro se altera, se deforma
con un rictus de pánico y disgusto. Retrocede como un animal acorralado, caído
en una trampa, amenazado de muerte. Jadea, con la garganta petrificada,
incapaz de pronunciar palabra. Albert comprende que Golda está lejos de él, al
otro lado, libre de su atracción. O más bien es él quien se ha librado de la
atracción de ella. La ve en su realidad, y el espejo que ella le presenta le hace
daño.
Albert ha rasgado la pantalla, regresa al mundo. Golda lo mira con una
agudeza casi indecente, con una debilidad extrema, como si tratara de imprimir
en ella una última imagen. Su amante, muy tranquilo, se da la vuelta y se aleja a
grandes zancadas.
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LLEGADOS DE ALEMANIA
1934
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alta y algo huesuda, lleva un vestido ceñido hecho con retales de colores. Tiene
el pelo negro y muy corto, facciones angulosas, ojos como el carbón, paisaje
lóbrego en cuyo centro destaca una gran boca roja. Los empleados y clientes les
rodean, una época posterior ha irrumpido por descuido en la suya.
—¿Es usted el señor Pharaon? —pregunta el hombre.
Su voz es suave; su acento, alemán.
—Sí, soy yo.
El hombre esboza una sonrisa intensa y su cara se ilumina. En un instante
su expresión seria y dolorosa se ha vuelto casi ingenua. Se llama Emil Stein, se
ocupaba de decorados de teatro en Munich, ella se llama Ada y era profesora de
baile. Llevan tres meses en Palestina. No fue una elección libre, el resto del
mundo se había cerrado. Albert les hace pasar a su despacho. La joven va
delante. En sus andares no hay nada que recuerde a algo reconocible. Parece
que se derrumbe y se enderece a cada paso, sus largos brazos oscilan a los lados
del cuerpo para mantener el equilibrio; su gracia es improbable y, sin embargo,
evidente. La sigue su compañero, tan tranquilo y estable como ella caótica.
Después de tomar asiento, Emil Stein abre una caja de hojalata que llevaba bajo
el brazo y saca un fajo de billetes.
—Mil setecientos cincuenta dólares. Por suerte los cambiamos antes de que
el marco se hundiera.
El tono es humilde y a la vez solemne, lo mismo que el movimiento de
dejar el fajo sobre la mesa. Ada, en cambio, parece completamente distraída. Se
revuelve en su asiento, mira a todas partes con una inquietud sin objeto en los
ojos. Son como dos contrarios emparejados, los polos de un imán que se
repelen. Albert no se ocupa nunca de los asuntos del banco, pero es evidente
que se trata de otra cosa.
—¿Qué les pasa? —pregunta.
Emil Stein suspira aliviado y se arrellana en su asiento. Los ojos de Ada
dejan de escrutar las paredes y miran a Albert. Él oye por primera vez la voz
ronca de la mujer, cálida, extranjera, a veces desentonada.
—Allí nos echaban en cara que fuéramos judíos —dice ella—, aquí nos
obligan a serlo. No hay solución. Pero tiene que haberla.
—Me encantaría que así fuera —dice Albert.
—Para nosotros, depositar nuestro dinero en su banco ya es un comienzo
—murmura Emil.
—No acabo de entender.
Emil le explica, habla atropelladamente: Alemania era un taller gigante,
cada cual trabajaba en su rincón pensando en el presente y nadie te preguntaba
si eras judío. Luego cerraron los teatros, y las clases de danza, ya no había
dinero, y a veces ni comida siquiera. Ada y él acababan de tener un hijo, se
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llama Hugo. La crisis era general, dondequiera que fueses. Siguieron luchando,
haciendo otras cosas, la necesidad era muy fuerte, pero la hostilidad feroz
resultó más fuerte aún. Sin darse cuenta, Ada gesticula expresando los
sentimientos que el relato de Emil le inspira. Golda puso la misma cara una
noche, cuando todas las luces del pasado se proyectaban en su piel. Las dos
mujeres no se parecen nada, se podría decir incluso que una es lo contrario de la
otra. Sin embargo, a Albert le conturba observar que Ada tiene la misma
capacidad para hacer que su cuerpo sea hipnótico. La imagen de Golda, de esa
imposibilidad llamada Golda, se mezcla con la de la joven alemana que mueve
los labios ante él. Emil Stein dice que el mundo al que pertenecen pendía de un
hilo y que ese hilo se ha roto. Las palabras se le traban en la garganta, Ada
respira hondo para calmarse. Albert les ofrece unos cigarrillos. En el gran
despacho los tres fuman en silencio.
—Fue al llegar aquí cuando nos convertimos en judíos —prosigue Emil con
voz ronca—. Ya lo éramos allí, desde luego, pero rechazábamos esa clasificación
hecha por el enemigo. En Palestina no podemos permitirnos ese lujo. Han sido
amables con nosotros, y acogedores, y eficaces, y la verdad es que sin ellos no sé
lo que habría sido de nosotros. Pero su forma de hablarnos remarcaba siempre
nuestro error: nos habíamos creído alemanes, cuando solo éramos judíos. Nos
miraban como si hubiéramos renegado de ser judíos, y eso nos sulfuraba. Como
si la victoria electoral de los nazis fuese la prueba de que los judíos debían
retirarse del mundo para vivir juntos en un mismo gueto.
—No solo hay judíos en este país —dice Albert.
—Me gano la vida como encargado de obra, la mayoría de los obreros son
árabes y hablamos por señas. Pero ellos no existen. Construyen las casas de los
judíos y luego desaparecen como si nunca hubieran estado allí. Ada y yo
vivimos en una de esas casas, en el este de Haifa, una hilera de pequeños
edificios todos iguales. Para no asfixiarnos nos hemos aficionado a pasear por la
ciudad vieja, donde las calles y las casas tienen una larga historia. Llevamos
mucho tiempo buscándole, señor Pharaon.
Ada asiente con una sonrisa de oreja a oreja, Emil también tiene una
expresión traviesa. Ambos parecen burlarse de la vida.
—Hemos visto su edificio y nos hemos parado delante —prosigue Emil—.
Un banco llamado Pharaon no se ve todos los días. La fachada, los arcos, la
piedra labrada, ¡todo parecía tan irreal! Hemos entrado y no le hemos visto a
usted. Nos hemos quedado mirando las alfombras y las arañas de cristal, los
empleados, los clientes, la animación de los despachos... Teníamos la impresión
de estar en alguna parte.
—Pues qué suerte —comenta Albert entre risas—, porque yo, la verdad, ya
no sé muy bien dónde estoy.
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Emil Stein ríe con él, lo mismo que Ada. Luego callan de nuevo, pero esta
vez es un silencio relajado.
—No soy creyente y la religión no significa nada para mí —añade Emil—,
pero en la Biblia hay una historia que me gusta, la de José, que, perseguido por
sus hermanos, acaba refugiándose en el país del faraón.
Albert ríe, pero esta vez con una emoción que le sorprende, sobre todo
cuando ve que a su visitante se le saltan las lágrimas. A Ada la turbación que
siente le produce pánico.
—Si no tienen nada que hacer esta noche —dice Albert—, vengan a cenar a
mi casa. Vivo en una casa antigua. Una casa de ensueño, pero también muy
real. Ya verán, les gustará.
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TIEMPOS MODERNOS
1935
La primera vez que fueron a cenar, Ada no llegó a sentarse a la mesa que
estaba preparada en el jardín; se puso rígida. Era demasiado, demasiado
solemne para ella, obsceno incluso. Sus grandes labios rojos articulaban la
palabra, obs-ceeno, y se le saltaban las lágrimas. Entre Emil y ella estalló una
violenta discusión. Albert fue en busca de Nayar para pedirle que lo retirase
todo, el mantel almidonado, las copas de cristal. Cuando volvía al jardín oyó los
gritos de sus invitados. La voz de Ada, de tan aguda, parecía a punto de
quebrarse. Era como si algo o alguien chillara dentro de su garganta, casi daba
miedo. Albert se quedó detrás de la puerta de cristal. Vio que Emil se levantaba
y salía de la casa.
Ada se puso a mirar el agujero negro de la bahía de Haifa y no se movió.
Sus finos hombros se estremecían. Albert se acercó. No sabía qué hacer, no hizo
nada. Al final ella se dio la vuelta, con los ojos completamente secos; parecían
más grandes. Con voz muy baja le dijo que lo sentía mucho, que esa clase de
peleas habían llegado a ser habituales desde que Emil y ella estaban en
Palestina. Como tanteando, apoyó la frente en el pecho de Albert. Él
permaneció inmóvil, ella también, con ese único punto de contacto. Tardó un
buen rato en separarse. Con sus gestos lentos, como al ralentí, Albert descorchó
una botella. Bebieron.
Luego Ada estuvo viendo la casa. Albert caminaba detrás. Era
extraordinario, ella daba vida a cada una de las habitaciones. Las paredes, las
proporciones, las ventanas abiertas, parecía que todo le gustaba y le hablaba.
No solo eso, sino que encontraba milagrosamente su sitio. Reconocía con
gratitud ese lugar donde nunca había estado. Tocaba la piedra lisa y dejaba que
su mano se deslizara por ella placenteramente. Nunca había estado la casa tan
habitada como esa noche, por la gracia de una mujer joven. Cenaron en la
hierba. Ella no quiso marcharse. Un poco achispada, dijo que ese lugar ya le
pertenecía. Albert mandó a Nayar que preparase la habitación de invitados.
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Notó que se deslizaba en su cama, sus piernas desnudas rozaron las de él.
Ada llevaba puesta la chaqueta de pijama que le había dejado. Metió la cabeza
bajo las sábanas. Su cuerpo delgado no era más que una forma inmóvil. El alba
empezaba a clarear en el contorno de las cortinas. Ada asomó la cara. Sus ojos
negros brillaban en la penumbra como si la luz emanara de ellos. Albert
propuso que se preparasen un té. Ella lo miraba sin moverse. Él intentó pasar
por encima de su cuerpo. A mitad del movimiento Ada se destapó y le enlazó
firmemente con los brazos y las piernas. Su fuerza era increíble, Albert no
imaginaba que pudiera ser tan musculosa.
Por la sonrisa roja y dulce que esbozó ella, se diría que estaba soñando.
Albert recuerda el momento en que Ada se levantó para quitarse la chaqueta
del pijama y dejó al descubierto unos pechos asombrosamente túrgidos para un
cuerpo tan flaco. Recuerda la lentitud de sus gestos, el temblor de los miembros,
lo aterciopelado de la piel prohibida. Fue algo suave y estremecedor durante un
momento prolongado, pero de repente Ada se agitó, su cuerpo seco y liso se
descontroló. Una fuerza oscura, ajena, de intenciones dudosas, la levantaba
como un pelele y parecía que iba a desarticularla. Ella respondía con una
energía feroz dejando que hablaran sus caderas, abriendo los brazos, bailando.
Todos los demonios de su vientre se habían despertado. Albert estaba pasmado.
Los muslos de Ada eran como una presa de acero alrededor de su pelvis. Él era
su punto fijo. Pero Ada se movía como una yegua loca erguida sobre él, un
animal salvaje. Gritaba como si tuviese que expulsar, escupir, vomitar la
pesadilla que había en su interior. Empujaba, buscaba, y sus brazos partían
hacia el cielo, su pubis se tendía desesperadamente, y sus ojos lloraban;
empezaba otra vez y otra vez hasta el improbable espasmo final, el magnífico y
doloroso remate. Albert lo recuerda. A esta primera cópula le siguieron otras
más sosegadas, y el tiempo ya no tuvo sentido. Recuerda los labios
entreabiertos, la respiración entrecortada y sin embargo paciente, los ojos
negros algo velados que no dejaban de mirarle cuando, muy poco a poco,
llegaba el placer. Por fin consiguieron separarse.
—A partir de ahora —dijo ella en voz baja— tú eres mi amante palestino.
A partir del día siguiente Ada abrió la Casa Rosada. Se trajo a Emil y a
todos sus amigos. La mansión lujosa se convirtió en un mundo, el mundo de
Ada. Alemania entró en casa de Albert. Los visitantes abrían su puerta, algunos
ni siquiera sabían quién era. Día tras día, en sus oídos resonaban una tragedia y
un mundo que él desconocía, mientras otra tragedia seguía desarrollándose
ante sus ojos. El azar le había colocado en la intersección de los dos mundos, y
dondequiera que mirase veía a Ada. Solo ella les daba unidad. Su forma de
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EL ENTIERRO
1936
Albert volvía de Jerusalén a Haifa y pinchó una rueda del coche. No había
nadie por los alrededores, era una carreterita rural que serpenteaba entre
colinas. No le quedaba más remedio que cambiar la rueda y no estaba seguro de
lograrlo. Una familia de campesinos árabes apareció en la carretera, surgidos de
la nada. Parecía un espejismo. El hombre con chilaba y kefia, la madre con un
crío en brazos, arropado en una manta. Tras ellos caminaba un niño de diez
años. Sus pobres atavíos volaban al viento. Se detuvieron sin pronunciar
palabra a pocos metros del coche. Albert les saludó y les preguntó si había
algún pueblo cerca. No contestaron, como si no entendieran la lengua. Albert
siguió a lo suyo. El hombre se acercó silenciosamente, seguido a cierta distancia
por los demás. Muy erguido, como si lo hiciera ante la historia, se presentó y
nombró la aldea de la que procedía. Hablaba un árabe clásico muy puro. Al crío
acababan de operarle en el hospital de Jerusalén y volvían a la aldea andando.
Calló. Un poco sorprendido, Albert preguntó dónde estaba esa aldea. El
hombre señaló un lugar en la montaña que le obligaría a dar un rodeo de unos
veinte kilómetros.
La familia se mantenía a tres o cuatro metros de él. Incluso a esa distancia
Albert percibía el olor de las telas gruesas nunca lavadas, el olor del sudor, del
ganado, de la pobreza. La mujer, detrás del hombre, había empezado a hablar:
el niño todavía estaba enfermo, necesitaba descansar y el camino era largo.
Albert iba a decirles que les llevaría cuando el hombre sacó de su chilaba un
pañuelo grasiento, lo desató y presentó su contenido con un gesto solemne:
unas monedas de plata. Albert, incómodo, hizo un gesto de negación antes de
ponerse la mano sobre el corazón y abrir las portezuelas. Con una expresión
terrible, el hombre alzó la mano para cerrar el paso a su familia mientras con la
otra mostraba el pañuelo abierto. Cada gesto se transformaba en su contrario.
Albert dijo con voz potente que se sentía ofendido, insultado incluso. ¿Cómo
iba a aceptar dinero por hacerle un favor a un hermano? La mujer se echó a
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a poco a ella. Albert estaba muy agradecido a ese mundo que le rodeaba y le
salvaba la vida, pero su atención estaba en otra parte. Contemplaba con mirada
vacía y fascinada los acontecimientos que estremecían su país. Ya no pensaba
en términos políticos. Veía las huelgas de los árabes, a veces violentas, como
una protesta contra la imposibilidad de vivir juntos, una forma patética de
reclamar atención y consideración, la oscura expresión de un despecho
amoroso. Leía en la vida lo que leía en su corazón. Le gustaba estar solo y que
allá fuera hubiese jaleo. Le dejaban en paz. Ada se encargaba de ello sin que los
demás se dieran cuenta, y él menos que nadie. Vivió así mes tras mes, y todos
vivieron con él. No pensaba concretamente en Golda, pero ella siempre estaba
allí. Su imagen estaba en el fondo de sus ojos, flotaba en su mente y aparecía sin
avisar, como una puñalada.
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GOLDA
1937
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—Los seis meses de huelga árabe de los que tan orgulloso pareces han sido
una bendición para nosotros. A cada palestino que ha dejado de trabajar le ha
sustituido un judío. Todos los acontecimientos nos han despejado el camino.
Hemos puesto en pie una estructura de Estado judío que se ha desarrollado
mejor de lo esperado y que será vital cuando estalle la guerra en Europa.
—¿Por qué has venido a verme, Golda?
—Hay grupos judíos dispuestos a pasar a la acción en Haifa. No tienes idea
de lo violentos que son. Ten cuidado.
Se levanta, cabizbaja. Albert está emocionado por primera vez. Siente que
Golda teme por él. Su máscara de aplomo y orgullo ha caído, se le ha nublado la
vista. Por un momento él la recupera y la reconoce. No le da tiempo a
reaccionar. Ella ha vuelto la cabeza, ya no está.
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ADA
1937
La comunicación con Ammán es mala y Albert tiene que hablar más fuerte
de lo que habría deseado. Cuelga y una vez más va a mirar por la rendija de la
puerta. Ada sigue dormida, lo mismo que Hugo. Emil está sentado al pie de la
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1948
Nayar cierra el portón tras de sí y toma aliento. Los colores vivos del jardín
lo tranquilizan, los olores intensos le producen un suave vértigo, la primavera
está pletórica. De no ser por el estrépito de la guerra, creería que él también
forma parte de esa paz vegetal en plena madurez, a punto de reventar con la
subida de la savia. Tiene cuarenta años, pero su mirada sigue siendo infantil.
Pasa de una habitación a otra buscando a Albert. Ha vuelto la electricidad. La
radio desgrana noticias que no escucha nadie. Nayar se siente solo en el mundo.
Vuelve a salir al jardín, nervioso. Albert no está en ninguna parte. Por fin lo ve,
sentado detrás de la fila de árboles suspendidos sobre la ciudad y el puerto.
—¡Señor Albert, creía que se lo habían llevado!
Las sienes de Albert están blancas, los años han marcado sus facciones y
ahondado su entrecejo. No da señales de haberle oído. Su atención vaga entre
las columnas de humo que suben del centro y del arrabal sudeste de Haifa. Está
tan elegante como siempre, pero ha adelgazado tanto que el cuerpo le flota
dentro del traje. Tiene la piel apergaminada y su figura demacrada podría
disolverse en el aire. Lo que ha pasado le ha afectado profundamente. Lo que
ha pasado, no puede decirlo de otro modo. Su mente es incapaz de abarcarlo.
Esos fantasmas retorcidos de dolor, millones, las familias de Ada y Emil
aniquiladas, todos los suyos. Lleva once años sin ver a Golda. Le ha escrito:
estoy contigo, pienso en ti; pobres palabras. Ella no ha contestado. Ella, la
historia de amor con ella, Palestina, todo ha palidecido.
Con gestos desordenados Nayar abre la bolsa de tela y vacía el contenido
en el suelo.
—Bogavante en conserva, crema de espárragos, champiñones, chocolate
suizo, espaguetis de Italia, guindas en armagnac, dos botellas de vino francés y
una botella de whisky de doce años.
El extraño inventario hace que Albert vuelva en sí.
—¿Dónde has encontrado todo eso?
—Enfrente, en casa del señor Boutagy.
—Su villa lleva varios meses cerrada.
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Los morteros solo han callado al amanecer. Cada minuto de calma parece
una bendición. Nayar sigue esperando. En vez de chilaba lleva puestos una
camisa de cuadros y un pantalón, que le hacen sentirse extraño. La calle por la
que baja está desierta, huele a azufre y a chamusquina. Camina entre cascotes,
postes retorcidos y cables eléctricos atravesados en la calzada. ¿Dónde está la
gente? La ciudad está extrañamente muda, vacía incluso de pájaros.
Cerca del centro aparecen unas figuras, fantasmas que se cruzan con
miradas de incomprensión. Después de la noche que han pasado, salen de sus
casas y descubren, con paso vacilante, el nuevo rostro de su calle. Aunque
parecen zombis, su presencia tranquiliza a Nayar. Cada vez son más
numerosos. Nadie habla, el silencio es espeso como una niebla. De repente un
silbido solitario cruza el aire, seguido de una explosión a cincuenta metros de
allí. El haz de fuego ilumina las caras. La gente se asusta, retrocede, mira al
cielo, sin moverse, esperando lo que vendrá a continuación. No hay ningún
obús, ningún ruido más, solo una racha de viento que trae un regusto de humo.
Los muertos vivientes caminan despacio por el centro de la calle. Nayar piensa
que debería salir de allí y seguir su camino, pero se queda entre ellos, atrapado
por la extraña pasividad colectiva.
Se oye un fragor a lo lejos, un estrépito de cadenas acompañado de
disparos aislados.
—¡Los tanques! ¡Ya vienen los judíos!
El grito acaba bruscamente con la parálisis. En un momento, un viento de
pánico recorre todo el barrio. La gente entra a toda prisa en sus casas y sale
cargando con niños, maletas, hatillos, colchones, cacharros de cocina, los
bártulos que hasta entonces eran su vida. Familias enteras llenan de pronto la
calle, niños por docenas. «¡Que vienen los judíos!» El estrépito de las cadenas se
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amplifica, los disparos parecen más nutridos. Sin duda los árabes de Haifa han
sacado las pocas armas que tenían. Estallan obuses aquí y allá sin que nadie les
preste atención. Hombres y mujeres, sobrecogidos, solo piensan en huir a toda
prisa.
Nayar se va con ellos. En vez de seguir hacia el puerto, tuerce a la derecha y
busca una salida que le permita llegar a Líbano por carreteras secundarias. A
quinientos metros divisa una columna de la Haganah que avanza directamente
hacia él. El espectáculo de los vehículos blindados y los soldados judíos con el
uniforme un poco desaliñado lo deja atónito; por primera vez tiene la impresión
de que es real. En su vida ha corrido tanto. La calle por donde ha pasado hace
un momento está irreconocible. A pesar de las bombas y la metralla, una
muchedumbre considerable ocupa la calzada, empujándose, tirando, gritando,
girando sobre sí misma en un remolino sin fin. ¿Hacia dónde ir? «¡Todas las
salidas están cortadas, estamos atrapados!», grita uno. «¡La carretera del puerto
sigue abierta!», chilla otro, y el gentío se encamina sin pensárselo dos veces en
esa dirección. Nayar no tiene tiempo de decidirse, el tropel lo arrastra.
Desembocan en la calle Allenby, completamente atascada. La masa de
gente se aplasta contra los vehículos parados, coches, carretas, bicicletas,
caballos, autobuses con la cubierta repleta de bultos y seres humanos de todas
las edades. La inmovilidad no tarda en hacerse insoportable. Los hay que
mantienen el decoro, pero la mayoría de los fugitivos empujan, atropellan,
golpean, pisotean a sus vecinos en su vano intento de avanzar. A ambos lados
de la calle están apostados varios soldados británicos con cara de
circunstancias. Nadie les ha dicho si tienen que obligar a la gente a marcharse o
a quedarse. A falta de órdenes, se limitan a mostrar cómo ha quedado el
imperio británico al término de su mandato en Palestina: inútil y aturdido.
—¡Árabes de Haifa, no huyáis!
Una voz fuerte, eléctrica, resuena sobre la muchedumbre atrapada. La
gente mira a todos lados. Reconocen el peculiar acento árabe del que habla:
Shabatai Levy, el alcalde.
—¡Volved a casa! Poned un trapo blanco en el balcón, no sufriréis ningún
daño.
Nayar divisa el coche blanco estacionado en un promontorio, con un
altavoz que difunde el mensaje. El vehículo está rodeado de judíos armados.
Nayar ya no sabe qué pensar. Shabatai Levy, nombrado por los británicos, no
ha tenido mala aceptación entre los palestinos gracias a su origen árabe. Pero
¿por qué pide a los vecinos que se queden si el ejército de los judíos está
bombardeando Haifa precisamente para provocar su huida? El coche se aleja
repitiendo su mensaje y sembrando la misma sensación de incomprensión y
recelo.
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PARTIR, QUEDARSE
1948
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CRONOLOGÍA
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AGRADECIMIENTOS
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