El “espíritu del capitalismo” se metió en los asuntos humanos bastante tarde
en la historia. Antes de eso, los mercados para comprar y vender estaban plagados de restricciones legales y morales. Una persona que dedicaba su vida a hacer dinero no era vista como un buen modelo a seguir. La ambición, la avaricia y la envidia estaban entre los pecados mortales. La usura (hacer dinero del dinero) era una ofensa contra Dios.
Recién en el siglo XVIII la ambición se volvió moralmente respetable. Ahora se
consideraba saludablemente prometeano transformar la riqueza en dinero y ponerlo a trabajar para ganar más dinero, porque al hacerlo uno estaba beneficiando a la humanidad.
Esto inspiró el estilo de vida estadounidense, donde el dinero siempre habla. El
fin del capitalismo significa simplemente el fin de la necesidad de escucharlo. La gente empezaría a disfrutar de lo que tiene, en lugar de siempre querer más. Uno puede imaginar una sociedad de tenedores de riqueza privados, cuyo principal objetivo es llevar una buena vida, no convertir su riqueza en “capital”.
Los servicios financieros se achicarían, porque los ricos no siempre querrían
volverse más ricos. A medida que más y más gente empezara a sentir que tiene lo suficiente, uno podría esperar que el espíritu de ganar perdiera su aprobación social. El capitalismo habría hecho su trabajo y la motivación de ganar recuperaría su lugar en la galería de los canallas.
La deshonra de la ambición es factible sólo en aquellos países cuyos
ciudadanos ya tienen más de lo que necesitan. Y aún allí, mucha gente todavía tiene menos de lo que necesita. La evidencia sugiere que las economías serían más estables y los ciudadanos más felices si la riqueza y el ingreso estuvieran distribuidos de manera más equitativa. La justificación económica para las grandes desigualdades de ingresos, la necesidad de estimular a la gente para que sea más productiva, colapsa cuando el crecimiento deja de ser tan importante.