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El Sofá
El Sofá
frente a la muerte y lo
han contado, podrán
entender lo que ese sofá
podía inspirar. Ese viejo
sofá en sí no tenía nada
fuera de lo normal, pero
sí los que me
guardiaban a cada lado.
A la derecha, mi futuro
suegro; a la izquierda,
mi futuro cuñado.
Ambos, largamente habían traspasado la barrera de la
mayoría de edad. A mí me faltaba aún un año. Por gentileza
me habían invitado a ver un partido … mientras mi novia
terminaba de arreglarse. Gentileza es un decir, porque me
miraban con ojos de bisturí hambriento de practicante de
medicina.
O mejor, en la jerga de la
tecnología actual, me miraban
como esos escáner de
aeropuerto que buscan drogas
en las maletas.
Demás estaba decir que yo no
movía un dedo y mis dientes
recién cepillados brillaban con una sonrisa más falsa que
emoticón de spam.
Era un partido del torneo local en el que sobresalían uno o
dos jugadores de cada equipo. De pronto, un pase largo
desde la defensa hace que el puntero corriera como
desesperado por la banda y… la pelota salió por el lateral.
Pero el jugador, haciéndose del ñembotavy siguió la jugada
como si nada hubiera pasado y lanzó el centro. El número
nueve saltó más que los defensores y cabeceó la pelota
enviándola hacia el arco. Y fue gol.
El grito del viejo hizo estremecer
todo el barrio, se cagaba de risa
festejando la “inteligencia”, la
“astucia”, de quien había
seguido la jugada sin que el
réferi se diera cuenta de que ya
había salido.
Su hijo, mi cuñado -perdón,
futuro cuñado-, evidentemente
era del equipo que estaba en desventaja, pues dijo que eso
estaba mal, que el árbitro era ciego, que el línea era un
vendido y miles de puteadas de todos los colores.
La discusión padre-hijo hizo que se olvidaran de mí. El
suegro con “su experiencia” recordaba que los jugadores
sudamericanos eran luego muy vivos, más que los europeos,
por eso triunfaban en el exterior. Como anécdota refirió que
había un técnico uruguayo que era el maestro en este tipo de
artes.
A sus jugadores, por
ejemplo, les enseñaba que
en el momento de
producirse un córner
tomaran un puñito de arena
para cuando su socio
chutase el tiro. Y justo
cuando todos –hasta el
árbitro- miraban hacia
arriba, hacia donde iba la
pelota, el jugador “distraida-
mente” arrojaba la arena a los ojos del arquero rival para ce-
garlo y dejarlo indefenso.
Por supuesto, esa técnica había sido refinada por otros
adiestradores. En vez de arena, al entrar a la cancha el
jugador malintencionado llevaba escondido entre sus ropas
un pequeño alfiler.
A la hora del córner,
cuando se producía el
forcejeo normal entre
defensores y atacantes, el
alfiler pinchaba
dolorosamente al arquero
y entre tantos jugadores
lo distraía y ni siquiera podía identificar al agresor. Este
después de actuar de avispa, lo primero que debía hacer era
arrojar el arma para evitar alguna tarjeta roja.
Y así las variantes eran muchas, como colocar un honditero
detrás del arco para cuando viniera el corner … o mejor, un
penal. Un certero balitazo en el momento preciso sin ninguna
duda era motivo de distracción, plagueo y gol. La “sabiduría”
del papá no tenía comparación. Era una negra enciclopedia
de las cosas que no había que hacer, pero que eran
necesarias para ganar un partido.
El hijo, ofendido, tanto por el gol
recibido hacía instantes como
por la goleada de experiencia no
tuvo mejor estrategia que
acusarlo de deshonesto.
El viejo, aún más orgulloso por
el piropo recibido echó lágrimas
a causa de las carcajadas. El
hijo filosofaba tratando de
hacerle entrar en razón: