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UN INCIDENTE

 Daniil Charms (1905-1942). Dramaturgo y cuentista ruso, renovó la prosa rusa a través
del absurdo, la ironía, la parodia, y el humor negro. Su verdadero nombre era Daniil
Ivanovich Yuvachov. Su obra es precursora de la literatura del absurdo.

C ierta vez Orlov se dio un atracón de guisantes en puré y se murió. Krilov se


enteró de aquello y también murió. Y Spiridonov se murió por su cuenta. Y la
mujer de Spiridonov se cayó del aparador. Y los hijos de Spiridonov se
ahogaron en un estanque. Y la abuela de Spiridonov se dio a la bebida y salió a rodar
por los caminos. Y Mijailov dejó de peinarse y cogió sarna. Y Kruglov dibujó una dama
que empuñaba un látigo y se volvió loco. Y Perejrestov recibió un giro postal de
cuatrocientos rublos y empezó a darse tanta importancia que lo echaron del trabajo.

Son buenas personas, pero incapaces de tener los pies sobre la tierra.

EL ECLIPSE
 Augusto Monterroso (1921-2003). Narrador y ensayista guatemalteco. Premio
Príncipe de Asturias de las Letras 2000. Autor de La oveja negra y demás fábulas,
Animales y hombres, Movimiento perpetuo o la novela Lo demás es silencio, entre
otros.

C uando Fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría
salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y
definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la
muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la
España distante, en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera
una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo de su labor
redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible, que


se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el
lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas.
Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura
universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se
esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel
conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

–Si me matáis –les dijo–, puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus


ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de Fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre
vehemente sobre una piedra de los sacrificios (brillante bajo la luz opaca de un sol
eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin
prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares,
que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin
la valiosa ayuda de Aristóteles.

SEMOS MALOS
 Salarrué, pseudónimo de Salvador Salazar Arrué (1899-1975). Cuentista y novelista
salvadoreño, figura consular de la literatura latinoamericana, antecesor del realismo
mágico. Sus ejes temáticos alternan los arrabales de la ciudad con el mundo del campo.
Es autor de Cuentos de Cipotes, Cuentos de barro, El Cristo negro, etc.

G oyo Cuestas y su “cipote” hicieron un “arresto”, y se “jueron” para Honduras


con el fonógrafo. El viejo cargaba la caja en la bandolera; el muchacho, la bolsa
de los discos y la trompa achaflanada, que tenía la forma de una gran
campánula; flor de “lata” monstruosa que “perjumaba” con música.
– Dicen quen Honduras abunda la plata.
– Sí, tata, y por ái no conocen el fonógrafo, dicen…
– Apurá el paso, vos; ende que salimos de Metapán trés choya.
– ¡Ah!, es que el cincho me viene jodiendo el lomo.
– Apéchalo, no siás bruto.

“Apiaban” para sestear bajo los pinos chiflantes y odoríferos. Calentaban café con
ocote. En el bosque de “zunzas”, las “taltuzás” comían sentaditas, en un silencio
nervioso. Iban llegando al Chamelecón salvaje. Por dos veces “bian” visto el rastro de la
culebra “carretía”. Angostito como “fuella” de “pial”. Al “sesteyo”, mientras
masticaban las tortillas y el queso de Santa Rosa, ponían un “fostró”. Tres días
estuvieron andando en lodo, atascado hasta la rodilla. El chico lloraba, el “tata”
maldecía y se “reiba” sus ratos.

El cura de Santa Rosa había aconsejado a Goyo no dormir en las galeras, porque las
pandillas de ladrones rondaban siempre en busca de “pasantes”. Por eso, al crepúsculo,
Goyo y su hijo se internaban en la montaña; limpiaban un puestecito al pie “diún palo”
y pasaban allí la noche, oyendo cantar los “chiquirines”, oyendo zumbar los zancudos
“culuazul”, enormes como arañas, y sin atreverse a resollar, temblando de frío y de
miedo.
– ¡Tata: bran tamagases?...
– Noijó, yo ixaminé el tronco cuando anochecía y no tiene cuevas.
– Si juma, jume bajo el sombrero, tata. Si miran la brasa nos hallan.
– Sí, hombre, tate tranquilo. Dormite.
– Es que currucado no me puedo dormir luego.
– Estírate, pué…
– No puedo, tata, mucho yelo…
– ¡A la puerca, con vos! Cuchuyate contra yo, pué…
Y Goyo Cuestas, que nunca en su vida había hecho una caricia al hijo, lo recibía
contra su pestífero pecho, duro como un “tapexco”; y rodeándolo con ambos brazos, lo
calentaba, hasta que se le dormía encima, mientras él, con la cara “añudada” de
resignación, esperaba el día en la punta de cualquier gallo lejano.

Los primeros “clareyos” los hallaban allí, medio congelados, adoloridos,


amodorrados de cansancio; con las feas bocas abiertas y babosas, semiarremangados en
la “manga” rota, sucia y rayada como una cebra.

Pero honduras es honda en el Chamelecón. Honduras es honda en el silencio de su


montaña bárbara y cruel; Honduras es honda en el misterio de sus terribles serpientes,
jaguares, insectos, hombres… Hasta el Chamelecón no llega su ley; hasta allí no llega
su justicia. En la región se deja –como en los tiempos primitivos- tener buen o mal
corazón a los hombres y a las otras bestias; ser crueles o magnánimos, matar o salvar a
libre albedrío. El derecho es claramente del más fuerte.

Los cuatro bandidos entraron por la palizada y se sentaron luego en la plazoleta del
rancho, aquel rancho náufrago en el cañaveral cimarrón. Pusieron la caja en medio y
probaron a conectar la bocina. La luna llena hacía saltar “chingastes” de plata sobre el
artefacto. En la mediagua y de una viga, pendía un pedazo de venado “olisco”.
– Te digo ques fológrafo.
– ¿Vos bis visto cómo lo tocan?
– ¡Ajú!...En los bananales los ei visto…
– ¡Yastuvo!...

La trompa trabó. El bandolero le dio cuerda, y después, abriendo la bolsa de los


discos, los hizo salir a la luz de la luna como otras tantas lunas negras.

Los bandidos rieron, como niños de un planeta extraño. Tenían los “blanquiyos”
manchados de algo que parecía lodo, y era sangre. En la barranca cercana, Goyo y su
“cipote” huían a pedazos en los picos de los “zopes”; los armadillos habíanles ampliado
las heridas. En una masa de arena, sangre, ropa y silencio, las ilusiones arrastradas
desde tan lejos, quedaban abonadas tal vez para un sauce, tal vez para un pino…

Rayó la aguja, y la canción se lanzó en la brisa tibia como una cosa encantada. Los
cocales pararon a lo lejos sus palmas y escucharon. El lucero grande parecía crecer y
decrecer, como si colgado de un hilo lo remojaran subiéndolo y bajándolo en el agua
tranquila de la noche.

Cantaba un hombre de fresca voz, una canción triste, con guitarra.

Tenía dejos llorones, hipos de amor y de grandeza. Gemían los bajos de la guitarra,
suspirando un deseo; y desesperada, la “prima” lamentaba una injusticia.

Cuando paró el fonógrafo, los cuatro asesinos se miraron. Suspiraron…

Uno de ellos se echó a llorar en la “manga”. El otro se mordió los labios. El más
viejo miró al suelo “barrioso” donde su sombra le servía de asiento, y dijo después de
pensarlo muy duro:
– Semos malos.
Y lloraron los ladrones de cosas y de vidas, como niños de un planeta extraño.

LA PRENDA
 Alejandro Alonso. Escritor y divulgador de ciencia mexicano, especializado en arte
gótico y de misterio. Radica en la ciudad de México y considera a la ciudad del Cusco
como su segunda morada. Ha publicado poesía y relato breve, entre otros, Eldorado,
Práctica Mortal, México.

E ntonces prosperaba el negocio. ¿Cuántos clientes exprimía tu cartera?, ¿treinta?


Y todos con el riguroso quince por ciento de rédito. Cierto, ya constituía un
capital, pero nada considerable, y por eso no arriesgabas una moneda. Nadie
escapaba de tus manos, así rezaba el trato: girado el dinero, obtenías a cambio una
garantía, el mejor salvoconducto que asegurara el pago. El deudor firmaba una letra que
vencía en un plazo no mayor de tres meses, y con ésta amparabas el embargo de sus
bienes. Pero la crisis no permitía riesgos, por eso decidiste exigir una prenda a cambio
cuyo monto rebasara, sustancialmente, el valor del préstamo.
Las cuentas giraban entre uno y tres meses. Cada fin de semana recibías una parte
proporcional hasta completar el pago del dinero. Gozabas de una renta exenta de
impuestos o cualquier gravamen, sólo bonanza. La clave, lo sabías muy bien, estaba en
la desconfianza, en no fiarse de nadie. Al ahogado lo sacabas del apuro, siempre y
cuando la fortuna te llevara a flote.
En poco tiempo, el mercado de Morelos cayó en tus manos. El primer cliente,
agradecido por el favor, recomendó a otro, y éste a otro más.
¿Quién tuvo el acierto de poner a doña Inés en tu camino? No recuerdas. Sin mayor
preámbulo visitaste a la anciana para comprobar su solvencia, pero la impresión no te
halagó: acorazada por su joroba, con el mendrugo del cuerpo siempre sarmentoso, ávida
la mirada y el eterno harapo del mandil que le colgaba de la falda.
Ella no pidió el favor, que la sacaras del atolladero, como los otros; antes bien,
exigió el préstamo, como si tuvieras la obligación de satisfacerla. Y lo más curioso fue
que nadie te había pedido una cantidad que, según tus reglas, debía tener un amparo
contundente. Su fonda, tapizada por un lustroso cochambre, se sostenía de milagro. El
menú variaba entre sopa aguada, frijoles y refrescos; y la clientela, puros teporochos:
¿cómo podía obtener ganancias del mugrero?
La anciana adivinó tu desconcierto, bajó la cortina metálica del local y, ante los
cucarachones que trepanaban intrépidos las costras de la pared, desabotonó la blusa.
Sobre el pecho surcado de arrugas mostró su aval. No disimulaste la ambición, tu rostro
se desencajó embelesado por la alhaja.
Esa misma tarde, mientras depositabas cada billete sobre la mesa, doña Inés firmó la
letra, pero cuando llegó el momento de la transacción, se negó a darte la prenda de
empeño, alegando que cada peso sería repuesto y que, en caso de no cubrir el pago, la
presea pasaría a tus manos, antes no; luego, importándole poco tus amenazas, te echó
del lugar.
Todavía la maldeciste afuera de la fonda. Después, empequeñecido por el desprecio,
te marchaste con el recuerdo de aquel brillo carmesí. Un consuelo terminó
reconfortándote: de seguro la anciana no pagaría nada, y en un futuro próximo poseerías
la joya.
Pero no fue así, la doña cubrió su cuota semanal con un cumplimiento religioso hasta
liquidar la deuda. Al cabo de dos meses, ante tus narices, rompió la letra que la
comprometía.
Lo sabías muy bien, tarde o temprano volvería a pedir prestado; y esta vez no
soltarías el dinero por menos de un veinte por ciento de rédito; por supuesto, con la
prenda de empeño de por medio. Aceptó y se repitió la historia, el préstamo giró bajo
sus condiciones, volvió a insultarte y terminó por correrte de su negocio. Al cabo de tres
meses, sin faltar un peso, liquidó el segundo adeudo.
Trataste de comprar la joya una fortuna por el capricho pero Doña Inés lo asumió
como otro préstamo. Ya planeabas ahogar a la anciana con un treinta por ciento de
rédito. No chistó. Firmó el trato. Sentías el resplandor de la mina en tus bolsillos. Y para
no perder costumbre, sus pagos comenzaron a fulminar la quimera.
A medida que vencía el plazo, doña Inés acaparaba tu atención. La noche anterior al
sábado del finiquito penetraste entre sueños en su casa. Ella aguardaba acostada, la
blusa abierta mostraba el rubí gozoso, lo arrancaste de su pecho y un dolor inédito te
obligó a soltarlo. La palma de tu mano humeaba lacerada por el fuego; mientras la
anciana, ajena a la visita, seguía dormida.
La mañana siguiente, a primera hora, con el sabor reseco de la pesadilla entre labios,
marchabas listo para que la doña pagara el ominoso treinta por ciento o de lo contrario...
Pero
esta vez te aguardaba una sorpresa: ¡la fonda estaba cerrada! Según algunos
comerciantes, doña Inés llevaba varios días enferma.
¡Vaya preocupación! ¿Cómo podía faltar al pago? ¡No existía excusa! Y en menos de
media hora husmeabas al pie de su casa. Tocaste y la puerta giró sin resistencia. La
humedad de la enferma impregnaba el ambiente, predominaba el hálito de la pobreza, la
cercanía de la muerte. Cocina, baño, estancia y recámara, todo era un cuarto de cuatro
paredes. A un lado de la cama, sobre el apolillado buró, con la imagen carcomida de la
virgen de Guadalupe como testigo, rebozaba el treinta por ciento que aún la
comprometía contigo, el único vestigio de dignidad. Contaste el dinero, ni un billete
más ni un billete menos.
La pálida secreción de la anciana terminó por hipnotizarte. Dormía absorta, con el
pecho descubierto y los huesos salientes con el rubí que resoplaba inmóvil.
Respetuoso, tomaste la joya para esconderla en la bolsa del pantalón. Después de
todo, cualquiera la robaría, además era lo justo: la anciana disfrutó tu dinero e incluso te
humilló. Libre del remordimiento, luego de abandonar la casa, respirabas aliviado la
densidad de la calle, acariciando goloso la adquisición, pero un sobresalto en plena
marcha te detuvo: ¡olvidaste el dinero al pie de la cama! ¿Cómo pudo pasar?
Regresaste. Otra vez, la pila de billetes esperaba, tal y como la habías dejado; lo que no
seguía igual, y que debiste descubrir antes de aliviar la ambición, era la cama vacía.
Impulsivo, empuñaste el aval que seguía latiendo, caliente y enérgico, dentro de tu
bolsa. Bajo el umbral de la puerta, doña Inés, sonriente, observando la escena, con la
blusa sangrada por la herida del pecho, se disponía a aclarar la cuenta.

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