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Los cuatro pasos principales de Cristo

CONTENIDO

1. Encarnación
2. Crucifixión
3. Resurrección
4. Ascensión
La primera persona que se mezcló con Dios fue Jesús (Mt. 1:21-23). ¿Pueden ver por qué Él es
tan precioso para nosotros? Porque en Él se puede apreciar la mezcla universal de Dios con la
humanidad. Debemos pasar tiempo en la presencia del Señor, y decirle: “Señor, revélame el
significado de la mezcla de Dios con el hombre”. Debemos preguntarnos: “¿Me he percatado de
este hecho? ¿Lo he experimentado? ¿Vivo en esta realidad?”. Si tuviésemos comunión con el
Señor al respecto, estoy seguro de que experimentaríamos un cambio radical en nuestras vidas.
Nos daríamos cuenta de que somos “peculiares”, personas “extrañas”, diferentes del resto de la
sociedad, debido a que Dios se halla mezclado con nosotros. ¡Cuán maravilloso es que seres
humanos como nosotros podamos tener a Dios como nuestra vida morando en nosotros y
ocupando todo nuestro ser!

DIOS FUE EXPRESADO EN EL HOMBRE

Ahora llegamos al segundo punto de este primer paso principal que Cristo dio. En la
encarnación de Cristo vemos que Dios se expresó por medio de un hombre. Esto también es
contrario a nuestra mentalidad natural. Siempre pensamos que sería maravilloso si Dios se
manifestara a nosotros directamente, pero éste no es Su plan. El plan de Dios consiste en
manifestarse en el hombre y por medio del hombre. Ésta es la clave que nos permite entender
los cuatro evangelios: Dios se expresa en un hombre; un hombre auténtico que llevó una vida
humana en la tierra, pero que al mismo tiempo expresó a Dios.

El Evangelio de Juan nos dice que el Señor es el Verbo de Dios, que este Verbo es Dios mismo
(1:1), y que un día se hizo hombre (v. 14). En este evangelio vemos al Señor actuando, viviendo,
andando, laborando y haciendo todas las cosas en la tierra como cualquier otro hombre. Aunque
hizo milagros, la vida que Él llevo era una vida humana, y Su andar era un andar humano. Unas
veces sintió hambre, y otras veces sintió sed. En cierta ocasión le pidió a una mujer que le diera a
beber un poco de agua (4:7). Hubo momentos en que se sintió cansado (v. 6) y algunas veces
incluso lloró (11:35). ¡Él era cien por cien hombre! Con todo, en este hombre —en Su vida, en Su
andar y en Su obra— Dios se manifestó. Esto es lo mismo que Dios desea hacer hoy. Él desea
manifestarse por medio de la humanidad.

¿Se habían dado cuenta de que los cristianos deben ser personas muy humanas? Cuando era
joven, poco después de ser salvo, se me ocurrió algo maravilloso: pensé que cuanto más distinto
fuese de otros, más espiritual sería. Pero un día el Señor abrió mis ojos y me mostró que mi
pensamiento no era espiritual, sino más bien peculiar. Pude ver que no son mis peculiaridades
lo que debía manifestarse a través de mí, sino Dios mismo. Comprendí que una vez que fuera
lleno de Dios y poseído por Él, entonces manifestaría a Dios en mi vida. Entendí que debía ser
muy humano y, al mismo tiempo, muy espiritual. Hoy en día, algunas personas piensan que si se
vuelven peculiares y se comportan en forma distinta de los demás, serán espirituales. Pero no es
así. Cuanto más espirituales seamos, más común será nuestro comportamiento.
Permítanme contarles la siguiente historia. Hace aproximadamente veintidós años vivíamos y
trabajábamos en cierta ciudad del norte de China. En aquel entonces muchos de nosotros
queríamos crecer en el amor al Señor y ser más espirituales. Un grupo de hermanas,
influenciadas por ciertos escritos, quisieron poner en práctica las enseñanzas que habían leído.
Procuraban guardar silencio, ser muy amables, obrar pausadamente y hablar siempre en voz
baja. Pero al cabo de poco tiempo, descubrí que esto no era espiritualidad, sino solamente
imitación. Era una imitación sin vida. Un día, conversando con estas hermanas, les dije:
“Hermanas, si quieren ser espirituales, deben proceder con rapidez, hablar rápidamente y nunca
traten de ser calladas. Si alguna entre ustedes llega a enojarse, será espiritual”. Ellas
exclamaron: “Oh, hermano Lee, ¡usted está exagerando demasiado! Nosotras quizás nos hemos
ido a un extremo, y ahora usted quiere que nos vayamos al otro”. Entonces les pregunté dónde
se hallaba el equilibrio, y respondieron: “Ni en un extremo ni en el otro. Debemos esforzarnos
por mantenernos en un punto medio y ser equilibradas”. Ser espiritual no consiste en guardar
silencio ni en ser amable; tampoco consiste en nunca enojarse. Ser espiritual simplemente
significa que Dios ocupe nuestro ser por completo. Debemos darnos cuenta qué clase de vida
Dios desea que llevemos. Él no desea que llevemos una vida en la que hagamos el bien, sino una
vida que esté llena de Cristo, ocupada por Dios y mezclada con Dios en todo aspecto.

Cuando nuestro Señor estuvo en la tierra, pese a que era cien por cien hombre, vivía por Dios
(Jn. 6:57). Nunca hizo nada por Sí mismo (5:19, 30; 6:38; 8:28) ni habló nada por Su propia
cuenta (7:16-17; 14:10). Nuestro Señor estaba exento de pecado, no tenía una naturaleza
pecaminosa. Desde una perspectiva natural, Él ni siquiera sabía lo que era el pecado (2 Co.
5:21). Con todo, Él se negó y se rechazó a Sí mismo. En todo momento, tomó a Dios como Su
vida; anduvo en Dios, laboró por medio de Dios y habló solamente de parte de Dios. Ésta es la
vida que Dios desea que llevemos. La vida cristiana consiste en que Dios, en Cristo, sea nuestra
vida y nuestro todo, día tras día y momento a momento. Debemos negarnos y rechazarnos a
nosotros mismos. Tenemos que renunciarnos a nosotros mismos y tomar a Dios como nuestra
vida. Esto no es sólo una doctrina. ¡Esta es una vida! Es una vida en forma práctica en la que
tomamos a Dios como nuestro todo momento a momento.

Cristo fue lo que nosotros debemos ser. Él es el modelo que debemos seguir. Él es la Cabeza, y
nosotros somos el Cuerpo. Dios obró la maravilla más grande del universo al mezclarse con un
hombre: Jesucristo. Sin embargo, Dios no se detuvo allí, sino que busca hacer lo mismo hoy.
¡Dios ahora está mezclándose con miles y miles de personas! Él ha venido haciendo esto en los
pasados dos mil años, pero el hombre sencillamente no lo ha comprendido. Dios desea
mezclarse con nosotros, pero nosotros no hemos cooperado con Él. En estos dos últimos
milenios, se han impartido muchas enseñanzas cristianas, pero algo ha faltado: la mezcla de
Dios con el hombre. ¡Oh, que podamos percatarnos de que Dios desea, en Cristo, ser nuestra
vida y nuestro todo, así como lo fue para Cristo!

SE LLEVÓ A CABO POR EL ESPÍRITU

¿Cómo se lleva a cabo la encarnación? Primero, debemos ver cómo se llevó a cabo la
encarnación en Cristo. La Biblia nos dice que Él nació del Espíritu Santo (Mt. 1:18, 20). Después
de esto, no nos dice mucho hasta que cumplió treinta años de edad, pero creemos que durante
esos años Él debió haber sido lleno del Espíritu Santo. Él nació del Espíritu Santo y fue lleno del
Espíritu Santo; sin embargo, al comenzar Su obra para Dios, vino a Juan el Bautista para ser
bautizado por él. El significado del bautismo es que somos terminados por medio de la muerte y
la sepultura. Hermanos y hermanas, ésta es una experiencia muy profunda. Hemos nacido del
Espíritu Santo, y posiblemente también hemos experimentado el ser llenos del Espíritu Santo;
pero debemos aprender esta lección: si queremos ser usados por Dios para cumplir Su propósito
en esta era, debemos ponernos una vez más en las manos del Señor para que Él nos ponga fin.
Debemos morir y ser sepultados. Aun si fuésemos tan espirituales como lo fue el Señor Jesús a
Sus treinta años de edad, deberíamos ponernos una vez más en Sus manos a fin de ser
sepultados. Fue después de que el Señor fue bautizado que el Espíritu Santo descendió sobre Él
(Mt. 3:16) y que recibió el bautismo del Espíritu Santo.

Éste es un ejemplo del trabajo del Espíritu Santo que tiene que ver con nuestra experiencia. El
Señor Jesucristo había nacido del Espíritu Santo y había sido lleno del Espíritu Santo
interiormente; sin embargo, aún necesitaba más del Espíritu Santo a fin de ser equipado y
fortalecido para cumplir el propósito de Dios en esta era. Él necesitaba que el Espíritu Santo
descendiera sobre Él. Este ejemplo nos permite ver que hay tres pasos en la obra que realiza el
Espíritu Santo: (1) engendrar, (2) llenar y (3) revestir o bautizar. Interiormente, debemos poseer
la vida de Dios que proviene del Espíritu de vida y debemos ser llenos de este Espíritu.
Exteriormente, debemos ser revestidos y bautizados en el Espíritu Santo. Este es nuestro
equipo, nuestra capacitación para cumplir el propósito de Dios en esta era.

Debemos considerar en la presencia del Señor las experiencias que Él tuvo del Espíritu Santo.
Nosotros también necesitamos pasar por las mismas experiencias. Interiormente, necesitamos
nacer del Espíritu Santo y ser llenos de Él; le necesitamos como nuestra vida. Exteriormente,
necesitamos ser bautizados en Él y revestidos de Él, a fin de estar equipados de poder para llevar
a cabo la obra de Dios. Pero todo esto depende de una sola cosa: debemos aprender
continuamente la lección de negarnos a nosotros mismos, de renunciarnos a nosotros mismos y
de tener comunión con el Señor todo el tiempo. Si hemos de tener una vida que esté mezclada
con Dios mismo y lleve a cabo Su propósito, debemos estar en el Espíritu. Sólo entonces
podremos llevar una vida y una obra que agraden a Dios.

Oren mucho al respecto. Busquemos las experiencias verdaderas de la obra que realiza el
Espíritu Santo, ser llenos de Él interiormente y ser revestidos de Él exteriormente.
CAPÍTULO DOS

CRUCIFIXIÓN

Ahora llegamos al segundo paso principal de Cristo: Su crucifixión. Consideremos desde el


comienzo por qué era necesario que Cristo fuera crucificado. Él era la manifestación de Dios y la
mezcla de Dios con el hombre. Él llevó una vida llena de Dios. En Él no había nada pecaminoso
ni mal alguno. Su vida era una en la cual se podía percibir a Dios. No obstante, según el
propósito eterno de Dios, Él tenía que morir. ¿Por qué? Antes de ser salvo, me explicaron que
Cristo tenía que morir por nosotros debido a que éramos pecaminosos. Si bien esto es verdad,
hay razones más importantes por las que Cristo tenía que morir. Esperamos que el Señor nos
conceda verlas más claramente.

LA PRIMERA RAZÓN POR LA QUE CRISTO TENÍA QUE MORIR

Hay por lo menos tres razones por las que Cristo tenía que ser crucificado. Primero, el hombre
es caído y la creación ha sido corrompida por el enemigo; por lo tanto, es necesario que tanto el
hombre como la creación fueran juzgados. Por un lado, el hombre está en contradicción a la
santidad y justicia de Dios y “carece de la gloria de Dios” (Ro. 3:23); por otro lado, la creación
fue sujetada a vanidad y a esclavitud de corrupción (8:20-21). Así que, el hombre y la creación
deben ser juzgados por Dios.

Veamos esto desde otro punto de vista. Dios tenía un plan, y Satanás intervino para estorbar, e
incluso impedir, el cumplimiento de este plan. Sin embargo, él nunca podrá tener éxito. Es
posible que Satanás logre estorbar el plan eterno de Dios y ocasionar demoras, pero jamás podrá
impedir que éste se lleve a cabo. Dios ciertamente cumplirá lo que se ha propuesto. De manera
que la pregunta que debemos hacernos es: ¿Cómo podía Dios cumplir Su propósito eterno, dado
que el hombre estaba en una condición caída y la creación se había corrompido? La respuesta
es: por medio de la redención a través del juicio. Por eso Cristo tenía que morir en la cruz. Ésta
es la razón por la que Él tenía que ser juzgado por la humanidad caída y la creación corrompida.
Mediante este juicio, Dios podría redimir a la humanidad caída, y recobrar la creación
corrompida. Así que, la muerte de Cristo le permitió a Dios, por una parte, llevar a cabo Su
juicio, y por otra, efectuar la redención. Esto nos muestra la sabiduría de Dios. Dios utilizó la
obra de Satanás para Su propio beneficio.

Todos sabemos que éramos pecadores (Ro. 5:19). Somos pecadores por nacimiento, debido a
que somos descendientes de Adán. Los niños que nacen en este país, que son hijos de
extranjeros, automáticamente se hacen estadounidenses. No necesitan ser naturalizados, pues
de hecho son estadounidenses por nacimiento. Asimismo, nosotros nacimos pecadores. No
importa cuán buenos hubiesen sido nuestros padres ni cuán buenos nosotros seamos, todos
somos pecadores por nacimiento y todos hemos pecado (3:23). Dios tiene que juzgar a los
pecadores. Pero, ¿dónde y cómo fuimos juzgados? No hay duda de que necesitamos ser
redimidos, pero, ¿dónde y cómo fuimos redimidos? Debemos respondernos estas preguntas
delante de Dios y delante de nosotros mismos. Debemos tener la plena certeza de que ya hemos
sido salvos del juicio de Dios y que hemos sido redimidos. ¡Podemos declarar confiadamente
que hemos sido librados del juicio de Dios y que hemos sido redimidos por Él! Hermanos y
hermanas, no sólo fuimos juzgados hace dos mil años en la cruz y en Cristo, sino que también
fuimos redimidos por Él. ¡Alabado sea el Señor! Cristo fue juzgado por nosotros mediante Su
muerte (1 P. 2:24; 3:18), y gracias a este juicio, Dios nos redimió. Él sólo puede redimir lo que ha
juzgado. Dios solamente redime lo que juzga. Ningún pecador puede ser redimido si antes no ha
sido juzgado en la cruz. ¡Pero alabado sea el Señor! Ya que Cristo fue juzgado, también logró
redención por nosotros (He. 9:12; Ro. 3:24). En el momento en que fuimos juzgados con Cristo
en la cruz, fuimos también redimidos. Dios juzgó tanto al hombre pecaminoso como a la
creación corrompida, y, al mismo tiempo, los redimió (Col. 1:20-22). ¿Por qué? Debido a que
Dios necesita tanto la humanidad como la creación para cumplir Su propósito eterno. Por eso
Cristo tenía que morir.

LA SEGUNDA RAZÓN POR LA QUE CRISTO TENÍA QUE MORIR

La segunda razón por la que Cristo tenía que morir es más profunda que la anterior. Era
necesario que Cristo muriera para poner fin a la vieja creación, e incluso a la humanidad, pues
sólo así Él podía producir una nueva creación. Existe un principio fundamental en el universo, y
es el siguiente: lo viejo tiene que irse para dar lugar a lo nuevo. La vieja humanidad y la vieja
creación deben terminarse, para que la nueva pueda venir. ¿Cómo podía llevarse esto a cabo?
Mediante la muerte de Cristo. ¿Quién es este Cristo? Él es la Cabeza de toda creación (Ef. 1:22).
Toda la creación se conserva unida en Cristo (Col. 1:17); Él es la Cabeza, el centro y el
representante de toda la creación. La muerte de Cristo en la cruz significó, por tanto, el fin de
toda la creación representada en Cristo. Nosotros y toda la creación fuimos anulados mediante
la muerte de Cristo, por ella y en ella.

La economía de Dios consiste en que Cristo haga morir a toda la creación. Según dicha
economía, nosotros fuimos crucificados (Ro. 6:6; Gá. 2:20; 5:24), ¡aun antes de haber nacido!
Aunque usted haya nacido hace apenas unos cincuenta años, fue crucificado hace dos mil años.
Desde el punto de vista humano, esto es imposible, pero no es así en el contexto de la economía
de Dios. Toda la creación fue anulada mediante la crucifixión de Cristo. Ésta es la razón por la
cual Cristo tenía que morir.

LA TERCERA RAZÓN POR LA QUE CRISTO TENÍA QUE MORIR

En tercer lugar, Cristo debía morir a fin de impartirse a nosotros como nuestra provisión de
vida. ¿Alguna vez han considerado que todas nuestras comidas se componen de alimentos que
han tenido que morir? Hablemos del pescado, por ejemplo. ¿Nos lo comeríamos vivo? No, el pez
tiene que morir primero. Todo lo que comemos, hasta una manzana o una naranja, debe morir
de antemano. Cada día, mientras comemos, estamos “matando” los alimentos al masticarlos.
¡“Matamos” las frutas, los peces y el ganado! Nada puede convertirse en nuestro alimento, a
menos que primero muera. Si echamos un granito de trigo en la tierra, crecerá, porque hay vida
en él. Pero si hacemos del grano nuestro alimento, lo matamos al comerlo. Así, pues, debemos
comprender que Cristo debía morir para poder impartirse en nosotros como nuestro suministro
de vida. Aun si no fuéramos pecadores, todavía sería necesario que Cristo muriera por nosotros.
Él tenía que morir para poder ser nuestro suministro de vida.

En algunas partes del mundo, las mujeres son las que matan los pollos para prepararlos. ¿Acaso
ellas los matan porque sean pecaminosas? ¿Acaso dicen: “Querido pollo, puesto soy una
pecadora infeliz, tú debes morir por mí”? ¡Por supuesto que no! El hecho de que el pollo muera
no tiene nada que ver con el pecado. Ellas simplemente los matan para recibir un suministro de
vida.

Cristo es el alimento vivo que descendió del cielo. Pero no podíamos ingerirle a menos que Él
muriera. Lo que Él dijo en Juan 6:53-56, con respecto a Sí mismo como el pan de vida, alude a
Su muerte. Así que, Él tenía que morir, ¡y alabado sea el Señor porque murió! Cada vez que
celebramos la mesa del Señor, presenciamos los símbolos: un pan y una copa de vino. El pan
representa el cuerpo de Cristo, y el vino representa Su sangre. El hecho de que la sangre esté
separada del cuerpo, denota Su muerte. En la mesa del Señor exhibimos Su muerte (1 Co. 11:26).
Cristo murió para darse a nosotros como nuestro suministro de vida. Ésta es la razón más
profunda por la cual Cristo tenía que morir.

LA MUERTE DE CRISTO FUE


UNA MUERTE TODO-INCLUSIVA

Ya hemos visto las razones por las que Cristo murió. Hablemos ahora de otro aspecto
relacionado con Su crucifixión: Su muerte fue una muerte todo-inclusiva. Hace
aproximadamente treinta años, escuché la predicación de un siervo de Dios. Él dijo: “Si ustedes
preguntan a los judíos quién fue el que murió en la cruz, dirán que fue un hombre insignificante.
Para ellos, el Señor era simplemente un individuo llamado Jesús. En cambio, si les preguntan a
los creyentes, les dirán que el que murió fue su Salvador y Redentor, el Señor Jesucristo. Aun
más, si hicieran esta misma pregunta a cristianos que conocen al Señor de una manera más
profunda, dirán: ‘No solamente mi Señor murió, sino que también yo y todos los demás
cristianos fuimos crucificados con Él’”. Luego este siervo del Señor añadió: “Ahora bien, si le
hicieran la misma pregunta a Dios, Él les respondería: ‘En realidad, toda la creación, toda fue
crucificada’”.

En aquel entonces no pude entender lo que quiso decir. Me pregunté: “¿Cómo puede ser esto?”.
Entonces el Señor me mostró lo que ocurrió con el arca de Noé. El arca estaba flotando sobre
aguas profundas, es decir, tuvo que pasar por el juicio del diluvio. Junto con el arca, todo lo que
estaba en ella también pasó por este juicio. Si le preguntáramos a Noé si pasó por el diluvio,
ciertamente respondería: “¡Por supuesto, yo estaba dentro del arca!”. Si hiciéramos la misma
pregunta al ganado y a los animales que se hallaban dentro del arca, todos ellos nos
responderían lo mismo.
El arca tipifica a Cristo, y las ocho personas de la familia de Noé nos representan a nosotros.
Además, los animales que estaban en el arca tipifican toda la creación. De manera que todas las
personas redimidas y toda la creación estaban en Cristo, y murieron juntamente con Él. Cuando
Cristo fue crucificado, todas las cosas que estaban incluidas en Él, pasaron también por la
muerte. Su muerte es todo-inclusiva.

Permítanme darles otro ejemplo. Cuando Cristo murió en la cruz, el velo del templo se rasgó de
arriba abajo. Puesto que en el velo había querubines bordados, éstos fueron rasgados cuando el
velo se rasgó. Este velo es también un tipo de Cristo, y los querubines son un tipo de los seres
vivientes. En Cristo, todos los seres vivientes fueron “rasgados” en la cruz. Por consiguiente, la
muerte de Cristo en la cruz es una muerte todo-inclusiva. Allí morimos usted y yo, y toda la
creación.

Hermanos y hermanas, debemos comprender que la muerte todo-inclusiva de Cristo en la cruz


resolvió todos los problemas que había en el universo entre Dios y Su creación. Satanás, el
pecado, las enfermedades, la muerte, el mundo y la naturaleza humana caída, todos fueron
problemas que quedaron resueltos en la cruz. Todos hemos pecado, y el pecado engendra la
enfermedad y la muerte. Además, en el universo se encuentra Satanás con todas sus huestes: los
principados, las potestades, los gobernadores, las autoridades y las huestes de maldad que
operan en el aire. Otro problema somos nosotros mismos; de hecho, somos el principal
problema subjetivo. Otro problema es el mundo, el ambiente que nos rodea, que es el reino de
Satanás. Estos representan problemas no sólo para nosotros, sino también para Dios, ya que
estorban el cumplimiento de Su plan eterno. Fue por esta razón que Dios tuvo que eliminarlos y
quitarlos de en medio. Pero, ¿cómo lo hizo? Por medio de la muerte de Cristo.

Después de crear a Adán, Dios le confió todas las cosas y lo puso por cabeza y representante de
toda la creación. Por medio de la caída de Adán el pecado entró en el hombre y comenzó a morar
en cuerpo caído (Ro. 7:20, 23). Así que, desde la caída del hombre, Satanás ha estado localizado
en el hombre. Además, todos los poderes malignos y el mundo maligno están relacionados a
Satanás (Ef. 2:2; 6:12; 1 Jn. 5:19). Por lo tanto, después de la caída, Satanás, con todos los
poderes relacionados con él, están localizados en el hombre. Más tarde, Cristo se hizo hombre, el
representante de toda la creación. Por consiguiente, debemos comprender que cuando Cristo se
hizo hombre, Satanás ya estaba en el hombre. En el Antiguo Testamento encontramos un tipo de
esto, por cierto bastante extraño, a saber: la serpiente de bronce que estaba sobre una asta.
Sabemos que éste es un tipo de Cristo porque el Señor dijo en Juan 3:14: “Y como Moisés
levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado”.
¿Cómo puede una serpiente ser un tipo de Cristo? Debido a que Cristo se vistió con un hombre
que estaba siendo ocupado por Satanás. El hombre se identificó con Satanás, la serpiente. A los
ojos de Dios, toda la humanidad, ya que está saturada de Satanás, no es más que una serpiente.
Todo lo que está en la serpiente ahora está en nosotros. ¿Alguna vez han confesado delante del
Señor, diciendo: “Oh Señor, soy tan pecaminoso como Satanás, la serpiente. Señor, sé que
delante de Ti soy también una serpiente”? Cuando Cristo el Señor se hizo hombre, Él se vistió de
“semejanza de carne de pecado” (Ro. 8:3), que es la semejanza de la serpiente. Pero, alabado sea
el Señor que la serpiente de bronce sólo tenía la semejanza, no la naturaleza, de la serpiente.
Cristo nunca se vistió de la naturaleza pecaminosa; sólo se vistió de la semejanza, tomó la forma,
de la carne pecaminosa. A los ojos de Dios, cuando Cristo fue crucificado, tenía sólo la
semejanza de la serpiente. Esto significa que no sólo el hombre fue crucificado con Cristo, sino
también Satanás. Cristo, mediante Su muerte, destruyó al diablo (He. 2:14; Jn. 12:31) y todas sus
huestes. Todas las cosas relacionadas con Satanás —los principados y las potestades (Col. 2:15),
el mundo (Jn. 12:31; Gá 6:14), el pecado, la enfermedad, la muerte y las personas pecaminosas—
fueron destruidas en la cruz. La cruz puso fin a todo y resolvió todos los problemas. Incluso las
ordenanzas de la ley que había contra nosotros, fueron clavadas en la cruz (Col. 2:14).

La cruz es extremadamente importante tanto para Dios como para nosotros. Ahora podemos
decirle al Señor: “Señor, ahora entiendo claramente. Todas las cosas que pertenecen a la vieja
creación fueron aniquiladas. Todos los problemas —el pecado y los pecados, la enfermedad y la
muerte, Satanás y sus fuerzas de maldad, el mundo, mi naturaleza pecaminosa y las ordenanzas
de la ley— fueron resueltos una vez y para siempre en la cruz. ¡Alabado sea el Señor!”.

LA APLICACIÓN
DE LA MUERTE DE CRISTO

Ahora debemos hacernos esta pregunta: ¿Cómo podemos aplicar esta muerte de Cristo? Cristo
murió en la cruz una vez y para siempre, pero ¿cómo podemos aplicar Su muerte hoy de manera
personal? Recordemos que Cristo, mediante el Espíritu eterno, se ofreció a Sí mismo (He. 9:14)
para morir en la cruz. Por consiguiente, es únicamente por medio del Espíritu Santo que
podemos aplicar la muerte de Cristo a nosotros mismos. No podemos entender esto con nuestra
mente ni debemos tratar de considerarnos muertos, ya que esto no servirá de nada. La muerte
de Cristo no se halla en nuestra mente, sino en el Espíritu de Cristo. Por tanto, si queremos
aplicar la muerte de Cristo a nosotros mismos, debemos estar en el Espíritu de Cristo. Debemos
tocar al Señor, y tener una comunión viviente con Él. En lugar de estar en nuestra mente, parte
emotiva o voluntad, debemos estar en el Espíritu. No es suficiente que nos consideremos
muertos. De hecho, cuanto más nos esforcemos por considerarnos muertos, más vivos
estaremos. Pero cuando estamos en el Espíritu y tenemos una comunión viva con el Señor,
tenemos la experiencia de estar muertos. Permítanme darles un ejemplo. Cierto hermano se
había casado con una hermana muy buena. Este hermano era franco y sencillo, pero la hermana
era alguien que murmuraba mucho y que tenía una personalidad muy misteriosa. Ella era una
verdadera prueba para este hermano. Un día acudió a uno de los colaboradores para tener
comunión, y dijo: “Hermano, ¿qué debo hacer? Mi esposa es muy buena y amable, pero le gusta
murmurar mucho y es tan misteriosa”. El colaborador le contestó que según el capítulo 5 de
Efesios, él simplemente debía amarla. Entonces este hermano replicó: “Hermano, eso ya lo sé,
¡pero me es imposible amarla! Cada vez que estamos juntos no puedo ser paciente con ella”. El
colaborador, viendo que el capítulo 5 de Efesios no era de mucha ayuda, le recomendó leer el
capítulo 6 de Romanos, y dijo: “Hermano, lo que tienes que hacer es considerarte muerto”. Así
que el hermano aceptó el consejo y se marchó a su casa para tratar de “considerarse muerto”.
Pero al cabo de poco tiempo, regresó y dijo: “Hermano, lo que usted me recomendó no me ha
dado ningún resultado, pues cuanto más trato de considerarme muerto, ¡más vivo me
encuentro! ¡No puedo morir al considerarme muerto!”.
¿Cuál era la razón por la que no podía morir? La respuesta es muy sencilla: para morir tenemos
que estar en el Espíritu Santo. Debemos tener un contacto vivo con el Señor, quien es una
persona viviente. Solamente en el Espíritu, Su muerte será eficaz en nuestra experiencia. La
eficacia de la muerte de Cristo revelada en Romanos 6, se halla en el Espíritu mencionado en
Romanos 8. Cuando tenemos un contacto vivo con el Señor viviente, en el Espíritu,
comprobamos que Su muerte nos “aniquila” interiormente. Después de muchas luchas, este
hermano finalmente recibió la ayuda requerida. Comprendió que lo único que necesitaba era
tener un contacto vivo con el Señor, a fin de experimentar la eficacia de Su muerte. Finalmente,
aprendió la lección y la puso en práctica. A cada momento procuró mantener su contacto con el
Señor, y después de cierto tiempo pudo testificar: “Cuanto más contacto tengo con el Señor, más
muerto me encuentro y más experimento el poder que me aniquila interiormente".

Hermanos y hermanas, les recomiendo que acudan al Señor viviente cada día, e incluso a cada
momento, para que puedan tocarle en el Espíritu. De este modo, experimentarán el poder de la
muerte de Cristo. Cuanto más contacto tengamos con el Señor, más nos aniquilará Su muerte.
Debemos vivir en el Espíritu si queremos experimentar la muerte de Cristo. Repito una vez más
que sólo podremos experimentar la muerte de Cristo por el Espíritu Santo, si tenemos una
comunión viva con el Señor viviente.

Debemos comprender que nada que provenga de nosotros mismos es bueno ni es algo que
complace a Dios. Mediante la crucifixión de Cristo, Dios puso fin a todo lo nuestro. Él ya nos ha
dado el Espíritu, que ahora mora en nosotros. Por consiguiente, lo único que tenemos que hacer
es vivir y andar según este Espíritu, y mantener un contacto vivo con el Señor viviente.
Entonces, por medio del Espíritu Santo, comprobaremos la eficacia de la muerte de Cristo.
CAPÍTULO TRES

RESURRECCIÓN

Ahora llegamos al tercer paso principal que Cristo dio: Su resurrección. Después de morir,
Cristo fue resucitado. ¿Cuál era el pensamiento divino en esto? Dios había planeado que toda la
creación fuera creada por medio de Cristo y que se conservara unida en Él (Col. 1:16-17). Cristo
debía ser el instrumento por el cual se produciría la creación y también debía ser el centro de
ella. Luego, en cierto momento, Dios consideró poner fin a todas las cosas, al hacerlas morir en
Cristo. Pero aquí no termina todo, ya que Dios en Cristo jamás podría ser conquistado por la
muerte. La muerte nunca puede retener a Cristo (Hch. 2:24), pues Él es el origen de la vida. Así
que Él entró en la muerte voluntariamente, y salió de ella valientemente. Así como todas las
cosas fueron creadas por medio de Cristo y se les dio muerte juntamente con Cristo, así también
todas las cosas fueron resucitadas con Cristo. Éste es el pensamiento divino: crear todas las
cosas en Cristo, luego hacerlas morir con Cristo, y finalmente resucitarlas con Cristo.

Como creyentes que somos, nosotros debemos pasar por todos estos procesos. Es un hecho que
fuimos creados, y, por la misericordia de Dios, tuvimos que morir. Ahora debemos darnos
cuenta de que también fuimos resucitados juntamente con Cristo. Los incrédulos tal vez sólo
conozcan el paso inicial del proceso. Si bien es cierto que fueron creados, debido a que nunca
han experimentado la muerte de Cristo, no tienen parte alguna en su resurrección. Nosotros, en
cambio, compartimos con Él tanto Su muerte como Su resurrección. Morimos juntamente con
Cristo, y fuimos resucitados también con Él. La historia de Cristo es nuestra experiencia. Él pasó
por la muerte, y nosotros estábamos incluidos en Él. Ahora, Él está en resurrección, y ¡alabado
sea el Señor, porque nuevamente estamos en Él! Estamos en esta resurrección debido a que
estamos en Él.

Tal vez se pregunten: “¿Para qué Dios hizo morir todas las cosas con Cristo y después las hizo
resucitar con Él?”. La respuesta a esta pregunta es completamente ajena a nuestro
entendimiento. Al efectuar la creación, Dios no se mezcló con los seres creados en ningún
aspecto. Si escudriñamos las Escrituras, concluiremos que el hombre, cuando fue creado, no
recibió la vida de Dios. No hubo nada de Dios que se mezclara con el hombre. Sin embargo,
mediante la muerte y la resurrección de Cristo, ¡Dios se mezcló con el hombre!

DIOS Y EL HOMBRE SE MEZCLARON

¿Cómo se mezcló Dios con el hombre? Esto es algo que excede nuestra imaginación. Cristo se
encarnó y llegó a ser un hombre dentro del cual estaba Dios, quien es la fuente de la vida. Este
hombre, Cristo, se comparó a Sí mismo con un grano de trigo (Jn. 12:24). Como sabemos, la
vida está dentro del grano. Puesto que ésta se halla dentro del grano, necesita ser liberada. ¿De
qué forma es liberada? Mediante la muerte. Si plantamos un grano de trigo, y éste muere, la vida
presente en él será liberada, a fin de crecer y dar fruto. Producirá muchos granos, los cuales son
el resultado de que la vida haya sido liberada. El grano representa al hombre Jesús; la vida
contenida en este grano es la propia vida de Dios; y los muchos granos representan a todos los
que han sido regenerados (1 P. 1:3). Nosotros somos los muchos granos que contienen la vida
divina. Anteriormente nada de Dios se había mezclado con nosotros, pero ahora, mediante la
muerte y la resurrección de Cristo, Dios mismo se ha mezclado con nosotros en vida. Poseemos,
por tanto, la vida de Dios. Tenemos ahora a Dios dentro de nosotros como nuestra vida. Hemos
sido creados de nuevo. Cristo, quien ahora es nuestra vida, es la corporificación misma de Dios
en nosotros. Ser cristianos es mucho más que ser perdonados, redimidos y salvos, pues implica
también el hecho de mezclarnos con Dios en Cristo y por Su Espíritu. Somos uno con Dios; Él
vive en nosotros. Cristo nos creó, nos introdujo en la muerte, y también nos introdujo en la
resurrección. Todas Sus experiencias son nuestras. Cuando Él murió, nosotros morimos, y
cuando resucitó, nosotros fuimos resucitados. Morir equivale a ser liberados, y ser resucitados
equivale a unirnos a otra persona. Por medio de la muerte fuimos liberados de todo lo que tenía
que ver con Adán. La caída de Adán nos encerró en una cárcel, pero la muerte de Cristo abrió las
puertas de esta cárcel, y ahora somos libres. Pero aquí no termina todo, pues mediante la
resurrección, hemos sido unidos a todo lo que es de Cristo. De manera que hemos muerto a todo
lo que es de Adán, y hemos resucitado para participar de todo lo que es de Cristo, debido a que
estamos unidos con Dios en Cristo y por el Espíritu Santo.

He estado viajando por muchos años y he conocido a un número considerable de cristianos de


diversos trasfondos y enseñanzas, y me he podido dar cuenta de que muy pocos de ellos
entienden la resurrección de Cristo. El apóstol Pablo dijo que su deseo era conocer a Cristo y el
poder de Su resurrección. Hay algo aquí que es misterioso y sobrepasa nuestros conceptos
humanos. Quizás usted diga: “Hermano, yo sé lo que es la resurrección de Cristo”. Yo le
preguntaría: “¿Qué significa la resurrección?”. Por mucho tiempo he estado recopilando himnos
acerca de la resurrección de Cristo, y prácticamente no he encontrado ni uno que sea útil. Dichos
himnos sólo hablan de la resurrección de Cristo como si fuera un simple hecho histórico. Todo lo
que dicen es: “Cristo ha resucitado, ¡aleluya!”. Es difícil encontrar un himno que nos diga que
debemos experimentar la resurrección interiormente, o que la resurrección ha introducido a
Cristo en nosotros o que en la resurrección, somos uno con Él.

CRISTO NUESTRA VIDA

Hace aproximadamente unos veinticinco años atrás, un hermano me preguntó si había


experimentado el bautismo del Espíritu Santo. Le dije: “Por favor discúlpeme si antes de
responder a su pregunta le hago otra: ¿Entiende usted lo que es la resurrección de Cristo?”. Él
respondió: “Sé que el Señor resucitó tres días después de morir y ser sepultado”. Yo le dije:
“Hermano, ¿sabía usted que esa resurrección tiene que ver con usted?”. Me dijo: “O, sí. Si el
Señor no hubiera resucitado, nunca podría ser mi Salvador. Nunca habría ascendido a los cielos
como mi Sumo Sacerdote para interceder por mí”. Le dije: “Eso es cierto, pero sólo tiene que ver
con el aspecto objetivo de la resurrección. ¿Podría decirme algún aspecto subjetivo de la
resurrección?”. Me respondió que no sabía lo que quería decir la palabra subjetivo, y entonces le
cambié la pregunta. “Hermano, ¿posee usted una vida espiritual?”. Me contestó que sí, y le
pregunté: “¿Cuál es la vida espiritual que posee?”. Dijo: “Mi vida espiritual es la vida de Dios que
está en el Espíritu Santo”. Entonces le pregunté: “¿Cuál es esta vida de Dios que está en el
Espíritu?”.

Si uno hace preguntas específicas como las que acabo de mencionar, la mayoría de los cristianos
no serían capaces de responderlas adecuadamente. Sin embargo, espero que hoy ustedes puedan
entender que nuestra vida espiritual no es nada menos que el propio Cristo resucitado. El Cristo
resucitado es nuestra vida. Incluso en este mismo momento, Cristo sigue siendo el Señor
resucitado como nuestra vida. Comúnmente hablamos de la vida de Cristo, pero en las
Escrituras no encontramos dicha expresión. En lugar de hablar de la vida de Cristo, debemos
hablar de Cristo como nuestra vida.

En China, en 1944, dije a un grupo de creyentes: “Supongamos que ustedes fueran a predicar el
evangelio a Mongolia, y que solamente llevaran con ustedes el Evangelio de Juan y se limitaran a
hablar a las personas según este evangelio. Supongamos que después de poco tiempo, les
preguntaran a los creyentes: ‘Amigos, ¿dónde está Jesucristo hoy? ¿Ascendió Él a los cielos o
no?’”. Ésta no sería una pregunta fácil de responder. Si ellos dijeran: “No”, yo diría: “Sí”; y si
dijeran: “Sí”, yo diría: “No”. Lucas y Marcos nos dicen claramente que unos días después de la
resurrección, el Señor ascendió a los cielos, pero el Evangelio de Juan no menciona nada de esto.
Al parecer este evangelio no habla de la ascensión de Cristo a los cielos. Pero, leamos más
cuidadosamente, pues, en el día de la resurrección, muy temprano por la mañana, Él sí ascendió
al cielo, y luego, ese mismo día, descendió de nuevo. Por la mañana ascendió al cielo, y por la
noche vino a Sus discípulos. Desde entonces, nunca ha dejado a Sus discípulos. Lean las
Escrituras una vez más. En el capítulo 20, en la madrugada, cuando María Magdalena quiso
tocar al Señor, y Él dijo: “No me toques, porque aún no he subido a Mi Padre; mas ve a Mis
hermanos, y diles: Subo a Mi Padre y a vuestro Padre, a Mi Dios y a vuestro Dios” (vs. 16-17).
Después, en la noche de ese mismo día, Él vino al lugar donde estaban reunidos los discípulos
(vs. 19-20). Y una semana después, vino a ellos otra vez y dijo a Tomás: “Acerca tu mano, y
métela en Mi costado” (vs. 26-27). El Señor le dijo a Tomás que le tocara, pero a María se lo
impidió porque para ese entonces aún no había ascendido a Su Padre. Esto comprueba que
durante ese intervalo el Señor había ido a estar con Su Padre en el cielo, pero que no se quedó
allí. Al parecer fue allí en secreto, y regresó también en secreto.

Supongamos que ustedes me vieran en Los Ángeles por la mañana, y luego volvieran a verme
por la tarde. Es probable que ustedes supusieran que he estado allí todo el día, y no se dieran
cuenta de que fui y regresé de San Francisco en avión. Fui allí secretamente, y regresé de allí
secretamente. Esto es lo que nos describe el Evangelio de Juan.

Después de que el Señor vino a los discípulos en la noche del día de la resurrección, en ningún
momento se nos dice que Él se hubiera ido y los hubiera abandonado otra vez. Según el
Evangelio de Juan, Él vino y nunca volvió a dejarlos. Anteriormente pareció decirles: “No os
dejaré huérfanos. Os dejaré sólo por un poco, pero vendré a vosotros” (14:18-19). El Señor los
dejó cuando murió, y regresó a ellos después de la resurrección. Se ausentó no más de setenta y
dos horas.
Antes de Su muerte, el Señor estaba limitado por Su cuerpo, y sólo podía estar entre Sus
discípulos, pero no en ellos. Sin embargo, después de la resurrección, cuando el Señor vino a Sus
discípulos, pudo entrar en ellos. ¿Cómo pudo suceder esto? Mientras Él estaba en Su cuerpo, no
podía entrar en ellos; para ello tenía que ser transfigurado. Por lo tanto, mediante la muerte y la
resurrección, Su cuerpo fue transfigurado y Él llegó a ser el Espíritu. Esa noche, estando las
puertas cerradas en el lugar donde estaban reunidos los discípulos, vino el Señor, y sopló en
ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn. 20:22). A partir de ese momento, el Señor nunca
volvió a dejarlos, pues ahora permanecía en ellos. Primero, el Señor fue encarnado y se hizo
hombre, y como tal, estaba limitado por Su cuerpo. Luego, mediante Su muerte y resurrección,
Su cuerpo fue transfigurado y llegó a ser Espíritu. Primero, estaba con nosotros, pero ahora está
en nosotros. Ahora el Señor como Espíritu permanece siempre con nosotros, puesto que vive en
nosotros (14:16-17; Ro. 8:9-10). Él es nuestra vida de resurrección.

APLICAR A CRISTO COMO VIDA

Hablemos ahora de este asunto en términos muy prácticos. Ya que usted es un cristiano que ha
sido regenerado, ¿cómo trata a las personas? Ya que es un hermano que posee a Cristo como su
vida, ¿cómo se relaciona con los hermanos? ¿Depende usted para ello de Cristo, o lo hace por sí
mismo? Tratar a un hermano por medio de Cristo es estar en el Espíritu. Debemos relacionarnos
unos con otros en el Espíritu.

¿Qué significa estar “en el Espíritu”? En primer lugar, debemos percatarnos de que Cristo ahora
vive con nosotros como el Espíritu. Él es el Espíritu (2 Co. 3:17), el “Señor Espíritu” (v. 18),
porque cuando fue transfigurada Su carne, Él llegó a ser el Espíritu (1 Co. 15:45). Él está en
nosotros hoy como nuestra vida (Col. 3:4). En segundo lugar, ya que Cristo es nuestra vida,
debemos vivir por Cristo (Jn. 6:57) y no por nosotros mismos. He aquí un problema, que
muchos de nosotros tenemos a Cristo como nuestra vida, pero no vivimos por Él. En tercer
lugar, es crucial que sepamos que Cristo vive en nuestro espíritu (2 Ti. 4:22; Ro. 8:16), y no en
nuestra mente, parte emotiva o voluntad. ¿No hemos experimentado a veces que hay algo en lo
profundo de nuestro ser que disiente de nosotros, que no está de acuerdo con lo que pensamos,
sentimos o resolvemos hacer? En realidad, ese algo es el Señor Espíritu. A veces nos
proponemos decirle algo a cierta persona, y ese algo que está en nuestro interior nos dice:
“¡No!”. ¿No ha sido ésta nuestra experiencia? Esto sucede muy a menudo cuando ministramos la
Palabra. Resolvemos hablar acerca de cierto tema, pero algo en nuestro interior objeta. Parece
decirnos: “Olvídate de lo que quieres compartir”. Al parecer el Señor siempre nos está
molestando, nunca nos da libertad, y siempre nos pide que hagamos lo que Él nos dice. Y debe
ser así; nosotros somos quienes debemos obedecer al Señor Espíritu (Ro. 8:4), y no lo contrario.
Él es la vida de resurrección que vive en nosotros, y nosotros debemos seguirlo.

Todos tenemos una vida natural, pero debemos renunciar a ella y tomar solamente a Cristo
como nuestra vida. No debemos servir al Señor dependiendo de nuestra mente o nuestra parte
emotiva, sino en nuestro espíritu (1:9). Cada vez que vengamos a las reuniones, debemos estar
muertos a nosotros mismos, a nuestros deseos, a nuestros pensamientos y a lo que amamos.
Debemos decirle al Señor: “Tú eres mi vida; vivo por Ti y no por mi voluntad, mi mentalidad, o
mi conocimiento”. Muy frecuentemente, mientras estamos en la reunión, nos gustaría expresar
cierto pensamiento o sentimiento. Sin embargo, tenemos que olvidarnos de nuestros propios
pensamientos y emociones, y recordar solamente que el Señor es nuestra vida y que debemos
vivir por Él. A menudo vienen hermanos y hermanas a hacerme preguntas sobre la manera
correcta de reunirnos. Siempre les respondo que la manera correcta es Cristo mismo quien es el
Espíritu. Debemos olvidarnos de todos los formalismos, las opiniones y nuestra manera de
pensar. Debemos decir: “Señor, Tú eres mi vida. Todo lo que hago aquí al ministrar o al servir, lo
hago dependiendo de Ti como vida y no por mí mismo. Quiero aprender a cómo vivir por Ti”.

Es por eso que les pregunté cómo se relacionan ustedes con las personas y con los hermanos y
hermanas. Deben aprender a relacionarse con las personas por medio de Cristo. Si en la práctica
le tomamos como nuestra vida, Él será real para nosotros.

Es preciso que conozcamos a Cristo tal como lo expresó el apóstol Pablo, cuando dijo: “A fin de
conocerle, y el poder de Su resurrección” (Fil. 3:10). Tenemos que conocerle como la vida de
resurrección. No debemos conocerle sólo a manera de conocimiento, enseñanzas o doctrinas, ni
conforme a nuestra mente, emociones, deseos o nuestra voluntad, sino que debemos conocerle
en el Espíritu.

En cierta ocasión un hermano me preguntó si era correcto que los cristianos bromearan. Yo le
contesté: “En las Escrituras no encontramos ninguna norma o mandamiento al respecto. Ya que
Cristo no nos dio tal ley, no me atrevería a decir si está bien o mal. No obstante, sí debo decirle,
que si va a bromear, consúltele primero a Cristo. Tómelo a Él como su vida. Si puede bromear en
Cristo, hágalo. Si Él es su vida mientras bromea, entonces está bien que lo haga. Usted mismo
sabe si Cristo estará de acuerdo con su bromear. La única regla es Cristo mismo”. Hoy solamente
existe una ley, una regla, una norma: Cristo mismo, esto es, el Cristo todo-inclusivo como
nuestra vida en resurrección.

¿Cómo debemos tratar a las personas? ¡Simplemente tomando a Cristo como nuestra vida!
Cristo resucitó para ser nuestra vida. Espero que nos percatemos de este hecho de manera
positiva en nuestra vida diaria. Escuchar o leer al respecto no es suficiente; es preciso que lo
pongamos en práctica. Debemos tomar a Cristo como nuestra vida en cada ocasión. ¡Cuán real y
práctico es esto! Si practicamos esto, pronto seremos llenos de Él en nuestro espíritu (Ef. 5:18).
Seremos llenos de Cristo y todo nuestro ser llegará a estar saturado del Espíritu. El Señor hoy
busca esta clase de personas. ¡Vivir por Cristo es la verdadera espiritualidad!
CAPÍTULO CUATRO

ASCENSIÓN

Ahora llegamos al cuarto paso principal de Cristo: Su ascensión. Ya hemos visto la encarnación,
la crucifixión y la resurrección. Por medio de la resurrección, la creación ascendió de categoría, y
nosotros fuimos regenerados y llegamos a ser los miembros del Cuerpo de Cristo. Sin embargo,
el Cuerpo como tal aún no había sido formado. Fue por medio de la ascensión de Cristo que
todos estos miembros llegaron a ser un Cuerpo viviente. Después de Su ascensión a los cielos,
Cristo bautizó a todo Su Cuerpo mediante el derramamiento del Espíritu Santo (Hch. 2:1-4, 16-
18, 33), y en ese bautismo todos los miembros llegaron a ser un solo Cuerpo (1 Co. 12:13).
Después de Su ascensión, Él también dio muchos dones, a saber: apóstoles, profetas,
evangelistas, pastores y maestros (Ef. 4:8, 11-12), los cuales fueron dados para edificar el
Cuerpo.

En cada uno de los cuatro pasos principales que dio Cristo, hubo un logro importante. En Su
encarnación, Cristo se unió a la creación. Por medio de Su crucifixión, Él puso fin a toda la
creación. Por medio de Su resurrección, Cristo introdujo la nueva creación con todos los que han
sido regenerados como los miembros vivientes de Su Cuerpo. Sin embargo, esto solamente
produjo los materiales, mas no la edificación. El Cuerpo fue formado solamente después que
Cristo ascendió a los cielos y derramó el Espíritu Santo de poder. Y también fue entonces que Él
dio dones para la edificación del Cuerpo.

Ciertamente fuimos crucificados juntamente con Cristo y también fuimos regenerados para ser
miembros vivientes de Cristo. Pero, ¿vivimos como miembros del Cuerpo y tomamos a Cristo
como nuestra vida? Muchos cristianos hoy en día simplemente no parecen ser miembros de
Cristo porque en su vida diaria no viven por medio de Él. Cuando vivimos por Cristo y le
tomamos como nuestra vida, entonces somos en la práctica miembros vivientes y hermanos
auténticos. A veces cuando un hermano me dice: “Ese sí es un verdadero hermano”, yo le
pregunto lo que quiere decir con eso, y la respuesta que generalmente recibo es: “¡Oh, es que él
es una persona muy sincera, agradable y amable!”. Entonces meneo la cabeza y le digo: “No,
hermano. Es posible que un hermano sea amable y no sea un verdadero hermano”. Es posible
que seamos muy encantadores y amables, y no dependamos de Cristo en nuestro vivir. Tal vez
seamos personas “agradables” o “amables” por nacimiento. He conocido a muchas personas
tanto del oriente como del occidente que son muy “amables” por naturaleza, y nunca han
recibido a Cristo. No debemos decir que porque un hermano es amable es un verdadero
hermano. Ser un hermano auténtico significa ser alguien que vive por Cristo, que es un miembro
viviente para el Cuerpo. Noten que no digo simplemente un miembro “del Cuerpo”, sino un
miembro “para el Cuerpo”.

Quizás seamos miembros vivientes y verdaderos hermanos, pero ¿hemos sido edificados junto
con otros? Es un hecho que estamos unidos a Cristo y que se nos puso fin en la cruz, y es verdad
que tomamos a Cristo como nuestra vida, pero ¿somos ahora miembros en el Cuerpo? Debemos
estar en la ascensión de Cristo como también en Su resurrección.

EL ADVENIMIENTO
DEL ESPÍRITU SANTO

Cristo les dijo a Sus discípulos que a menos que Él se fuera, el Espíritu Santo no vendría (Jn.
16:7). Cuando el Espíritu Santo vino, Jesús también vino en el Espíritu Santo (14:17-18). Él fue
transfigurado del cuerpo al Espíritu (1 Co. 15:45). Es por eso que después de haber resucitado, Él
regresó en el Espíritu en un cuerpo resucitado (Jn. 20:19). En el Espíritu, Él sopló en los
discípulos, y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (v. 22). Así, por medio de la resurrección, Él se
introdujo en los discípulos como el Espíritu de vida.

Hoy en día muchos creen que el Espíritu Santo nunca vino antes del día de Pentecostés. Sin
embargo, en la noche del día de la resurrección, Cristo vino y sopló en los discípulos, y les dijo:
“Recibid el Espíritu Santo”. Esto indica que el Espíritu Santo entró en los discípulos esa misma
noche. Así que, en la madrugada del día de la resurrección, el Señor fue al Padre por un tiempo
breve (v. 17), y en la noche, descendió a los discípulos con el Espíritu de vida.

Esto lo confirma otro hecho. Antes del día de Pentecostés los ciento veinte discípulos estuvieron
orando unánimes por diez días (Hch. 1:13-15). ¿Creen ustedes que si no tuvieran el Espíritu
Santo de vida en ellos, habrían experimentado semejante unanimidad por diez días? Si ustedes
intentaran hacerlo, les aseguro que en poco tiempo se estarían peleando. Recordemos cómo los
discípulos contendían entre sí antes de la muerte del Señor (Lc. 22:24). Todos procuraban ser el
primero. Pero después de la resurrección, esos humildes pescadores de Galilea tuvieron la
valentía de dejar su propia tierra para irse a vivir a Jerusalén, pese a todas las amenazas que
había en contra de ellos (Jn. 20:19). No sólo se fueron allí y permanecieron juntos, sino que
además oraron unánimes por diez días. Esto ciertamente no se debió a ellos mismos sino al
Espíritu de vida que ahora moraba en ellos. Incluso Pedro tuvo el valor de ponerse en pie y dar
un mensaje basado en las Escrituras, en el que demostraba cómo las profecías se habían
cumplido (Hch. 1:15-20). Esto ciertamente se debió al Espíritu de verdad. Todo esto nos muestra
que los discípulos ya habían recibido el Espíritu de vida antes de Pentecostés. Ellos llegaron a
ser miembros vivientes, aunque en ese entonces aún no habían sido formados como Cuerpo. Era
por eso que tenían que esperar hasta ser investidos de poder desde lo alto (Lc. 24:49), es decir,
hasta ser bautizados en el Espíritu Santo (Hch. 1:5, 8) por medio del cual serían formados en un
Cuerpo viviente.

Hoy en día, los hijos del Señor confunden estas cosas. Algunos dicen que el bautismo del
Espíritu Santo es la segunda bendición. Otros dicen que éste tiene como objetivo la
santificación. Todo esto no es nada mas que confusión. El bautismo en el Espíritu Santo tenía la
finalidad de formar el Cuerpo (1 Co. 12:13). Mientras que la resurrección de Cristo cumplió el
propósito de regenerar a los miembros vivientes por causa del Cuerpo, Su ascensión hizo que
descendiera el Espíritu Santo de poder para que fuéramos bautizados en un solo Cuerpo.
LOS DOS ASPECTOS DE LA OBRA QUE REALIZA EL ESPÍRITU SANTO

Debemos comprender que la obra que realiza el Espíritu Santo posee dos aspectos. Un aspecto
lo realiza como el Espíritu de vida que mora en nosotros, y el otro, como el Espíritu de poder que
viene sobre nosotros. Hay un versículo que abarca ambos aspectos, y dice: “Porque en un solo
Espíritu fuimos todos bautizados en un solo Cuerpo ... y a todos se nos dio a beber de un mismo
Espíritu” (1 Co. 12:13). Estos dos asuntos, el bautismo y el beber, tienen que ver con nosotros,
pero no denotan lo mismo. Una cosa es ser bautizado en agua, y otra cosa es beber el agua.
Asimismo, una cosa es ser bautizados en el Espíritu Santo, y otra cosa es beber del Espíritu
Santo. Debemos beber del Espíritu Santo para poder ser llenos de Él, y debemos ser bautizados
en el Espíritu Santo para ser revestidos por Él.

En el Evangelio de Juan, el Señor usa dos figuras para referirse al Espíritu Santo. En el capítulo
7, Él compara al Espíritu Santo con el agua que podemos beber, y en el capítulo 20, lo compara
al aliento. Tanto el agua como el aliento están relacionados con la vida. En cambio, en los libros
escritos por Lucas, se usan otras dos figuras. En Lucas 24:49, el Espíritu Santo es comparado
con un vestido; y en Hechos 2:2, se le compara con un viento recio. El aliento es para tener vida,
mientras que el viento recio es para tener poder. Como cristianos que somos, por un lado
debemos beber del Espíritu de vida para ser llenos de vida, y por otro, debemos vestirnos del
Espíritu Santo de poder para ser equipados con poder, a fin de servir y ministrar.

Permítanme darles un ejemplo. Cuando estoy en mi casa, puedo beber una taza de té tras otra,
hasta llenarme de agua. Quizás eso sea suficiente si voy a estar en mi casa, pero no es suficiente
si tengo que irme a la reunión a ministrar. Antes de irme a la reunión debo vestirme
apropiadamente. Por el hecho de haber bebido agua, no puedo decir que ¡no importa cómo me
vista! Por cierto, no puedo irme a la reunión en pijama. Uno debe vestirse apropiadamente
según lo que va a hacer.

Los discípulos recibieron el Espíritu de vida el día de la resurrección, pero cuando el Señor
estaba a punto de ascender a los cielos, les dijo: “Quedaos vosotros en la ciudad, hasta que seáis
investidos de poder desde lo alto” (Lc. 24:49). Esto quiere decir que en el día de la resurrección,
el Señor trajo el agua viva para que la gente bebiera, y que en el día de Pentecostés los revistió
con el uniforme apropiado de poder. De este modo, ellos fueron habilitados y equipados para
ministrar.

Supongamos, por otro lado, que yo estoy vestido apropiadamente pero tengo hambre y sed.
Tengo que salir a ministrar, pero me es imposible conseguir un poco de agua para beber. Así que
voy a la reunión sediento. Externamente estoy vestido adecuadamente, pero interiormente me
hace falta algo. Los cristianos, por tanto, necesitamos al Espíritu Santo interiormente como
Espíritu de vida y, exteriormente, como Espíritu de poder. Así seremos fortalecidos con la vida y
equipados con el poder.

Hermanos y hermanas, ¿cuál es nuestra condición? ¿Estamos llenos interiormente del Espíritu
Santo de vida? Y, ¿estamos vestidos externamente del Espíritu Santo de poder? Si queremos ser
un miembro viviente y activo del Cuerpo de Cristo debemos estar llenos interiormente del
Espíritu Santo como vida, y estar vestidos externamente del Espíritu Santo como poder.
Entonces seremos fuertes a causa de la vida y estaremos equipados con poder para ejercer
nuestra función en el Cuerpo. Si los creyentes cada vez que se reúnen delante del Señor no
ejercen debidamente su función, se debe a estas dos cosas. Por un lado, no muchos están llenos
internamente del Espíritu Santo de vida, y por otro, son muy pocos los que están vestidos
externamente del Espíritu Santo de poder.

Cuando el Señor me llamó a servirle, muy pronto me di cuenta que carecía tanto de algo interior
como de algo exterior. ¡Oh, cuán evidente era esto para mí! Acudí al Señor y oré y oré hasta que
descubrí que interiormente necesitaba la vida del Espíritu Santo, y exteriormente, el poder del
Espíritu Santo. Así que me consagré al Señor una y otra vez. Esperé en el Señor, y me dispuse a
ser disciplinado por Él. Aprendí a ejercitar mi Espíritu para cooperar con Él, como también a
negarme a mí mismo. Asimismo, me percaté de mi necesidad de experimentar el bautismo en el
Espíritu Santo. Alabo al Señor porque después de cierto tiempo tuve la certeza de estar lleno
interiormente del Espíritu Santo, como también de estar revestido exteriormente de Él. Desde
ese entonces todo fue distinto; mi ministerio cambió y experimenté una gran liberación.

CÓMO PODEMOS EXPERIMENTAR


AL ESPÍRITU SANTO

Quizás ahora usted se esté preguntando: “¿Cómo podemos tener esta clase de experiencia?”. ¡La
respuesta es tan sencilla que no la van a creer! Si usted desea ser lleno interiormente del Espíritu
Santo, lo único que tiene que hacer es aprender a ejercitar su espíritu para tocar al Señor de una
manera viviente, y negarse a usted mismo continuamente. ¡Le aseguro que será lleno del
Espíritu Santo! Cada vez que surja algún conflicto entre usted y el Señor, deje que el Señor lo
derrote y nunca trate de derrotarlo. Debe estar siempre dispuesto a decir: “Señor, me rindo”. No
sea tan fuerte como lo fue Jacob. Si usted lucha con el Señor, Él tocará la coyuntura de su muslo
y le hará cojear. Aprenda a ejercitar su espíritu y a negarse todo el tiempo. Entonces será lleno
del Espíritu Santo. No pregunte cuándo ni cómo sucederá, pues esto no está en sus manos. Deje
eso en manos del Señor.

Ahora bien, ¿cómo podemos ser vestidos de poder desde lo alto? Permítanme darles un ejemplo:
supongamos que soy un hermano que no tiene ninguna idea de cómo cocinar; lo único que sabe
es comer. Así que, es muy sencillo: ¡simplemente me siento a comer lo que ya está preparado! La
mesa está servida y simplemente escojo lo que quiero comer. ¿Sabían ustedes que el bautismo
en el Espíritu Santo es un hecho consumado? Se llevó a cabo hace casi dos mil años. Ahora lo
único que tenemos que hacer es tomarlo.

EL BAUTISMO EN EL ESPÍRITU SANTO

En el libro de Hechos encontramos cinco ocasiones en que el Espíritu Santo fue derramado. La
primera vez sucedió en el día de Pentecostés (2:1-4); la segunda vez fue derramado sobre los
creyentes samaritanos (8:14-17); la tercera vez se derramó sobre el apóstol Pablo, después de
que éste fue salvo (9:17); la cuarta vez fue derramado en la casa de Cornelio (10:44-47; 11:16-17);
y la quinta vez el Espíritu se derramó sobre los creyentes de Éfeso (19:1, 2, 6). Ninguno de estos
cinco casos tiene que ver con ser llenos interiormente del Espíritu Santo, sino más bien con el
derramamiento del Espíritu Santo. En el día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió sobre
los discípulos. En Samaria, cuando dos de los apóstoles impusieron sus manos sobre los
creyentes, el Espíritu Santo vino sobre ellos. Lo mismo ocurrió en el caso de Pablo, en la casa de
Cornelio y con los creyentes de Éfeso. Ninguno de estos casos tiene que ver con el ser
interiormente llenos del Espíritu Santo; no obstante, solamente a dos casos se les llamó el
“bautismo en el Espíritu Santo”: a lo que aconteció en el día de Pentecostés y a lo que sucedió en
la casa de Cornelio. En el día de Pentecostés, Cristo, la Cabeza, bautizó en el Espíritu Santo a la
parte judía de Su Cuerpo, y más tarde, en la casa de Cornelio, Cristo, la Cabeza, bautizó en el
Espíritu Santo a la parte gentil de Su Cuerpo. De este modo, estas dos partes llegaron a ser una
sola, y en un mismo Espíritu fueron bautizadas en un solo Cuerpo (1 Co. 12:13). Así, el bautismo
en el Espíritu Santo fue efectuado una vez y para siempre. Por consiguiente, no necesitamos ser
bautizados en el Espíritu Santo por segunda vez, sino simplemente experimentar el bautismo en
el Espíritu Santo que ya fue efectuado. Así como no necesitamos ser crucificados otra vez debido
a que la obra que Cristo realizó en la cruz fue consumada, tampoco necesitamos ser bautizados
en el Espíritu Santo otra vez. Cristo, la Cabeza, ya bautizó a todo el Cuerpo en el Espíritu Santo.
Por lo tanto, lo único que nos queda por hacer es experimentar lo que la Cabeza ya hizo al
Cuerpo.

De los cinco casos que se mencionan en Hechos, a sólo dos se les llama bautismo en el Espíritu
Santo; los otros tres incluyen la imposición de manos. Esto implica que el Cuerpo ya había sido
bautizado en el Espíritu Santo, y que ahora este bautismo era trasmitido a los nuevos miembros
por un representante del Cuerpo. Por medio de esta transmisión, nosotros también podemos
experimentar lo que el Cuerpo ya tiene. El único requisito es que nuestra relación con el Cuerpo
sea buena. Éste es el significado de la imposición de manos: tener una buena relación con el
Cuerpo. Cuando un representante del Cuerpo impone manos sobre un nuevo miembro del
Cuerpo, lo que ha experimentado el Cuerpo es transmitido al nuevo miembro. Incluso cuando
Pablo aún era Saulo, necesitó que un pequeño discípulo llamado Ananías le impusiera las
manos. ¿Acaso dijo Saulo: “¿Y tú quién eres? ¡Tú no eres nadie! Yo exijo que sea Pedro quien me
imponga las manos”. Si ésta hubiese sido la actitud de Saulo, su relación con el Cuerpo no habría
sido apropiada. Esta fue una prueba para él, pero ¡pasó esta prueba! Él se sometió al Cuerpo
porque quería guardar una relación apropiada con él. Entonces, Ananías, como representante
del Cuerpo, impuso manos sobre este recién convertido. El Espíritu Santo de Dios, como el
aceite derramado sobre la cabeza, descendió hasta este nuevo miembro, y él fue revestido del
Espíritu Santo.

Si hemos de experimentar el bautismo en el Espíritu Santo, primeramente tenemos que


comprender que el Señor ya ascendió, y que Su señorío y autoridad como Cabeza ya han sido
establecidos. Pedro se puso en pie el día de Pentecostés, y habló a la gente, diciendo: “Sepa,
pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis,
Dios le ha hecho Señor y Cristo” (Hch. 2:36). Fue debido a que ya había sido establecido como
Señor y Cabeza que Él derramó el Espíritu de poder sobre Su Cuerpo (v. 33).
En segundo lugar, debemos guardar una buena relación con el Cuerpo, de modo que podamos
decirle a la Cabeza: “Señor, conozco Tu Cuerpo. Soy un miembro que ha sido regenerado y que
tiene una relación apropiada con el Cuerpo. Sobre esta base reclamo el bautismo en el Espíritu
Santo que ya se efectuó sobre Tu Cuerpo”. Entonces experimentaremos el maravilloso bautismo
en el Espíritu Santo. Si no hemos entendido la ascensión de Cristo ni estamos bien con relación
al Cuerpo, no importa cuánto oremos y permanezcamos en Su presencia, nos será difícil tener
esta experiencia. El bautismo en el Espíritu ya es un hecho consumado. El alimento está sobre la
mesa, ¡simplemente tomémoslo!

Sobre la mesa están servidos dos platillos que podemos disfrutar. Uno es el ser llenos
interiormente del Espíritu Santo, y el otro, el derramamiento del Espíritu Santo. Si queremos
ser llenos del Espíritu Santo interiormente, tenemos que aprender a ejercitar nuestro espíritu, a
fin de tener una comunión viva con el Señor viviente, y también tenemos que aprender a
negarnos a nosotros mismos todo el tiempo. Si ustedes hacen esto, les aseguro que serán llenos
del Espíritu Santo interiormente. Si queremos experimentar el derramamiento del Espíritu
Santo, debemos darnos cuenta de que el Señor hoy en día está en ascensión, que Él es Señor y
Cabeza de todos en la iglesia, y que debemos guardar una buena relación con el Cuerpo. Sólo así
podremos reclamar lo que ya ha recibido el Cuerpo, y seremos revestidos de poder desde lo alto.
Hagámoslo.

CONCLUSIÓN

La encarnación, la crucifixión, la resurrección y la ascensión, todas ellas, han sido consumadas.


Cuando aceptamos la crucifixión de Cristo, recibimos el perdón, la justificación, la redención y
mucho más. Cuando aceptamos la resurrección de Cristo, somos regenerados. Cuando
aceptamos la ascensión de Cristo, recibimos poder desde lo alto. Cristo ya ha efectuado todo
esto. Todos estos asuntos constituyen las buenas nuevas, el evangelio. Cada vez que vayamos a
predicar el evangelio, debemos hablarles a las personas de estos cuatro asuntos: Su encarnación,
crucifixión, resurrección y ascensión. Entonces recibirán el perdón, la justificación, la redención,
la regeneración y el bautismo en el Espíritu Santo. Interiormente, serán llenas del Espíritu de
vida y, exteriormente, serán revestidas del Espíritu de poder.

Vayamos todos al Señor y oremos al respecto. Tengo la certeza de que algo sucederá. No se
contenten solamente con oír estas palabras. Esto es algo que tenemos que hacer. Acudamos al
Señor y tengamos comunión con Él al respecto. Debemos entender claramente dónde estamos
hoy. Tenemos que nacer de nuevo del Espíritu Santo, ser llenos interiormente del Espíritu Santo
como vida y ser revestidos exteriormente del Espíritu Santo como poder. Entonces seremos
llenos y revestidos del Dios Triuno. Seremos saturados de Él y nos mezclaremos con Él, y así
seremos miembros vivientes y activos del Cuerpo de Cristo.

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