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La cámara fulminante:

los retratos semi-pictóricos de José Luis Cuevas

Iván Ruiz

Mención honorífica ::: Premio Nacional de Ensayo sobre Fotografía 2010


CONACULTA, INAH y Gobierno de San Luis Potosí
La cámara fulminante 2

No sabe qué es lo que ve, pero lo que ve le quema ...


["Quid videat, nescit; sed quod videt uritur illo"]
Ovidio, Metamorfosis (Narciso y Eco)
La cámara fulminante 3

El doble punctum

En un breve y brillante ensayo sobre La cámara lúcida, Michael Fried formula

una hipótesis provocativa sobre el modo en que se ha venido interpretando uno

de los temas centrales del libro de Barthes: “... quiero sugerir que al poner todo

el énfasis, como normalmente se viene haciendo, en la respuesta puramente

subjetiva del espectador ante el punctum, se termina por diluir la idea principal

de Barthes o, por lo menos, no se logra captar lo que está en juego en su

distinción principal” (2008: 8). Insistir, como lo han hecho diversos autores, 1 en

el “llamado” pasional que una fotografía ejerce sobre el espectador, sólo

conduce a la suavización de una tesis que para Fried tiene una innegable

filiación «antiteatral»:2 el punctum es definido como un pinchazo o marca que

descuella del studium, pero que no es resultado de una búsqueda intencional

del fotógrafo; más bien, de un encuentro fortuito o casual con el observador.3

1
Victor Burgin citado por Fried: “Es la naturaleza privada de la experiencia lo que define al
punctum” (2008: 7). Dominique Baqué: “Por el contrario, el punctum designa un interés
eminentemente singular, fuertemente emocional que golpea al sujeto de forma brutal sobre el
registro del disfrute (2003: 84).
2
Para Fried, lo antiteatral vendría a caracterizar el espíritu modernista pictórico que buscaba
anular el lugar del espectador en la experiencia estética, por marcado contraste con la obra de
ciertos artistas englobados bajo las etiquetas de «minimal art», «primary structures» y «specific
objetcts», los cuales a pesar de perseguir una causa literalista (Frank Stella: «what you see is
what you see»), promulgaron más bien toda una experiencia teatral en sus obras. Para Fried:
“la adopción literalista de la objetualidad no es otra cosa que un alegato a favor de un nuevo
género de teatro, y el teatro ahora es la negación del arte. La sensibilidad literalista es teatral
porque, para empezar, está relacionada con las actuales circunstancias en las que el
espectador se encuentra con la obra literalista. Mientras que en el arte anterior ‹lo que se
consigue con la obra se localiza estrictamente dentro [de ella]›, la experiencia que se tiene del
arte literalista lo es de un objeto en una situación –una situación que, prácticamente por
definición, incluye al espectador” (2004: 179).
3
“Esta vez no soy yo quien va a buscarlo (del mismo modo que invisto con mi consciencia
soberana el campo del studium), es él quien sale de la escena como una flecha y viene a
punzarme” (Barthes, 1989: 64). El subrayado es mío.
La cámara fulminante 4

Aquí se concentra la fuerza de la tesis barthesiana y a su vez la decantación

que Fried hace con su propia teoría sobre la antiteatralidad:4 la punzada

germina con mayor vivacidad en el momento en que la fotografía se emancipa

no sólo del fotógrafo (esto es, de sus intenciones directas),5 sino además de la

foto misma en tanto soporte de inscripción; surge entonces una experiencia

fantasmática, del orden de lo imaginario, que anula la capacidad verbal y

gestual del espectador, sólo para agudizar el extrañamiento de, o en torno a, lo

fotográfico. El ejemplo radical es propuesto por el mismo Barthes: “En el fondo

–o en el límite– para ver bien una foto vale más levantar la cabeza o cerrar los

ojos. ‹La condición previa de la imagen es la vista›, decía Janouch a Kafka. Y

Kafka, sonriendo, respondía: ‹Fotografiamos cosas para ahuyentarlas del

espíritu. Mis historias son una forma de cerrar los ojos›” (1989: 104).

Entendido de esta manera, el punctum desborda la experiencia subjetiva

del espectador, y con ello su capacidad discursiva o argumentativa (él apenas

puede presentir o vislumbrarlo y vuelve en su indiscernibilidad incluso con los

ojos cerrados), para cuestionar con toda su intensidad la especificidad de lo

fotográfico, que marca precisamente el arranque de la exploración de Barthes. 6

La inversión de este razonamiento, o bien, el constreñir el punctum a la

4
Fried hace una analogía entre el punctum que no es buscado intencionalmente, con el
requerimiento de Diderot de que el espectador sea tratado como si no estuviera allí: “de pie,
frente a la pintura, o sentado ante el tableau representado o, por expresarlo de una manera
ligeramente diferente, que nada en una pintura o en un tableau pintado o representado
presuponga que está ahí para el espectador. Los trabajos pictóricos o técnicas escénicas que
fallaban a la hora de cumplir con este criterio experiencial fueron caracterizados
peyorativamente como thêatral, teatrales” (2008: 23).
5
“Ciertos detalles podrían ‹punzarme›. Si no lo hacen, es sin duda porque han sido puestos allí
intencionalmente por el fotógrafo” (1989: 95).
6
“Me embargaba, con respecto a la Fotografía, un deseo ‹ontológico›: quería, costase lo que
costase, saber lo que aquélla era ‹en sí›, qué rasgo esencial la distinguía de la comunidad de
las imágenes.” (1989: 29)
La cámara fulminante 5

experiencia del sujeto a tal grado de perderse en una profunda

autocomplacencia, es precisamente aquello que Fried intenta remover de la

interpretación barthesiana.

Si bien tiene razón Baqué cuando asocia directamente el punctum a la

experiencia de goce descrita por el propio Barthes en otro de sus textos

célebres (“el placer es decible, el goce no lo es”, 1982: 35), dicha indecibilidad

tiene que ser conducida, más que al espectador, a la esencia enigmática de lo

fotográfico. Y esto es precisamente aquello que Fried se propone al subrayar lo

que Barthes define como un «nuevo punctum»:

En el tiempo (al principio de este libro: qué lejos queda) en que me


interrogaba sobre mi apego hacia ciertas fotos, había creído poder distinguir
un campo de interés cultural (el studium) y ese rayado inesperado que
acudía a veces a atravesar ese campo y que yo llamo punctum. Ahora sé
que existe otro punctum (otro «estigma») distinto del «detalle». Este nuevo
punctum, que no está ya en la forma, sino que es de intensidad, es el
Tiempo, es el desgarrador énfasis del noema («esto-ha-sido»), su
representación pura (1989: 164-165).

En el «esto-ha-sido» se concentra, ahora sí, la esencia de la fotografía: su

antes y su después constituyen la constatación de la muerte: una catástrofe que

ha tenido lugar o que está por venir, que adviene en el acto de percepción

fotográfica: “Tanto si el sujeto ha muerto como si no, toda fotografía es siempre

esta catástrofe” (1989: 165). Es en estos términos que el nuevo punctum hace

estallar la subjetividad y con ello todo registro estetizante del detalle (es decir,

del primer punctum): en definitiva, si un punctum «me lastima» y «me punza»

es porque en él se prefigura mi propia muerte. Fried lo interpreta así: “... el


La cámara fulminante 6

punctum de la muerte está latente en las fotografías contemporáneas para

brotar de ellas, revelarse (como en el sentido fotográfico del término) por medio

del inexorable paso del tiempo” (2008: 42). Concebido de este modo, el

punctum se transforma en una experiencia aterradora ya que detenta la muerte

de un sujeto fotografiado el cual no duda en mimetizarse con el yo que lo

observa; por lo tanto, debemos entender que ese punctum que «sale de la

escena como una flecha y viene a punzarme», previamente ha operado con

toda efectividad sobre otro sujeto en el acto mismo de fotografiar.7

Este ensayo tratará de desplazarse en ese movimiento de dos terminales, en el

doble punctum que concentra el sentido mortífero del acto fotográfico. El

primero de ellos se refiere al detalle que despunta del studium pero que además

contiene el noema de la fotografía: dicho detalle funciona como una sugerente

invitación por parte de esa mirada congelada que nos encara y nos invita a

tocarla hasta el punto del delirio amoroso.8 Mientras que el segundo punctum

–manifestado indudablemente por el primero– se refiere específicamente a ese

otro flechazo, fulminante, que sale de la cámara directamente al blanco para

acabar con la viveza de lo fotografiado.9 El engrane de este doble movimiento

7
“Ese punctum, más o menos borroso bajo la abundancia y la disparidad de las fotos de
actualidad, se lee en carne viva en la fotografía histórica: en ella siempre hay un aplastamiento
del Tiempo: esto ha muerto y esto va a morir.” (1989: 167).
8
Barthes sobre Avedon: “... delante de una fotografía de Avedon, nos comunicamos siempre
con el modelo: no solamente nos habla, o mejor aún, por más desgarrador, nos quiere hablar,
sino que también le respondemos, queremos responderle, a través de la imposibilidad misma
en que nos hallamos de despegarnos de esa imagen que nos retiene sin repetirse (¿es por lo
tanto amorosa la relación que mantenemos con estas fotos?)” (1977: 144).
9
Barthes da algunos indicios de este proceso asociado específicamente con la muerte: “...
aquél o aquello que es fotografiado es el blanco, el referente, una especie de pequeño
simulacro, de eidôlon emitido por el objeto, que yo llamaría en buen grado el Spectrum de la
La cámara fulminante 7

se localiza, no en los posibles discursos de fotógrafos y modelos que podamos

reconstruir en torno a la actividad fotográfica, más bien, en un efecto de sentido

que propongo denominar, apoyado por Gilles Deleuze, «rostreidad»,10 el cual

emerge, en un primero momento, de la pose o la actividad de posar frente a la

cámara y, en una segunda fase, por medio del encuentro cara a cara entre el

espectador y la fotografía.

Se trata de dos encuentros, dos fases intensivas en torno a lo fotográfico, que a

su modo reactivan el poder de una cámara que se resiste a ser reducida a su

condición de herramienta o de instrumento de alta sofisticación tecnológica.11

Frente a la “negación consistente y consciente de la cámara como eje

vertebrador de la definición de Fotografía” (González Flores, 2005: 108), este

ensayo aspira a devolver a la cámara su capacidad de simbolización y de

perturbación en torno a lo “real”; una cámara que además de constituir en sí

misma el topos de la epistemología moderna en torno a la visualidad objetiva, 12

hace lo correspondiente con el lugar del deseo y de la fascinación por una

Fotografía porque esta palabra mantiene a través de su raíz una relación con ‹espectáculo› y le
añade algo terrible que hay en toda fotografía: el retorno de lo muerto” (1989: 33-34).
10
Rostreidad, en principio, como una imagen de afección (esto es, una imagen que contiene y
en donde germina el afecto) la cual se destaca de entre otras por su cualidad de primer plano,
que vendría a ser su esencia: “... no hay primer plano de rostro, el rostro es en sí mismo primer
plano, el primer plano es por sí mismo rostro, y ambos son el afecto, la imagen-afección”
(1984:132)
11
Laura González Flores es explícita al respecto: “La cámara es la herramienta esencial de la
fotografía. O más que eso: rebasa la cualidad de las herramientas de ser una prolongación del
cuerpo humano en la transformación de la naturaleza. Porque, además de cambiar el aspecto
de la materia natural para producir objetos con „información‟ cultural como haría cualquier otra
herramienta, la cámara produce esa transformación de manera homogénea y homogeneizante:
no sólo es una herramienta, sino una máquina” (2005: 112).
12
De nueva cuenta, González Flores: “En conclusión, la cámara es un modelo epistemológico y
no sólo una herramienta para la reproducción del mundo. Su principio estructural constituye el
paradigma dominante que describe la posición del observador delante del mundo en una
cultura, la occidental, cuyo sentido primordial de orden y razón es la visión” (2005: 116).
La cámara fulminante 8

imagen que punza y destella. Por lo tanto, una cámara que fulmina, truena y

relampaguea no sólo en el momento de su ejecución, sino además en el de la

contemplación de su obra.
La cámara fulminante 9

Rostreidad

Cuando Barthes afirma, sin cortapisa: “lo que fundamenta la naturaleza de la

Fotografía es la pose” (1989: 138), debemos entender que la esencia fotográfica

se concentra, en gran medida, en ese gesto de descanso, de pausa o de

intervalo (pose proviene del latín pausare), el cual pone en relación a la cámara

con el sujeto a fotografiar, el objetivo o “blanco”. En tal medida, siguiendo la

argumentación de este autor, el gesto de posar arrastra en su cristalización

fotográfica el “esto-ha-sido”, el noema de la muerte. Dos ejemplos extremos –el

de un fotógrafo y el de un modelo– lo demuestran con contundencia.

Primer caso. Nan Goldin ha realizado un proyecto de largo aliento por medio del

cual ha replanteado la noción tradicional de pose: en sus retratos, la pose

buscada, fabricada, el «instante decisivo», parece sucumbir ante el gesto

espontáneo del cuerpo. Su cámara se mueve libremente en los escenarios,

tratando de incorporarse, lo más natural posible, en el universo íntimo de sus

modelos, muchos de ellos amigos suyos inmersos en una miserable

cotidianeidad que ella conoce muy bien pues creció en ese mismo seno de

drogadictos, enfermos de SIDA, homeless, travestis, homosexuales...: la escena

neoyorquina underground de los años setenta. Su cámara le ha servido como

instrumento de salvación y, a su vez, como medio por el cual ha otorgado

identidad a esos sujetos sin nombre, automarginados y desterrados de la historia

con H mayúscula. Sin embargo, y a pesar de lo que sostiene la propia artista, su


La cámara fulminante 10

cámara no ha operado como una “caricia” para sus modelos y mucho menos

como un elemento neutro, carente de interpretación y de cosificiación

deshumanizante. Basta recordar el llamado crítico que Donald Kuspit ha hecho

precisamente sobre este aspecto: la cámara de Goldin ha explotado hasta tal

punto la miseria de sus modelos que ella misma, en su afán de autorretratarse

con el rostro golpeado y maquillado [1], ha llegado al límite patético de una

vacuidad celebratoria, típica de la imaginería visual del posmodernismo.13 La

“espontaneidad” en las poses de sus modelos, y en la suya propia, son la

constatación de un impulso de muerte14 el cual se regodea en su autodestrucción

y se cristaliza por intervención de la cámara fotográfica.

Segundo caso. Al inicio de La cámara lúcida, Barthes relata con gracia la

invitación que ciertos fotógrafos le hicieron para servir como modelo e indica

con precisión la inquietud que se le presentó de inmediato ante tal proposición:

“una imagen –mi imagen– va a nacer: ¿me parirán como un individuo antipático

o como un ‹buen tipo›? ¡Ah, si yo pudiese salir en el papel como en una tela

13
“Creo que en el hecho de maquillarse antes de fotografiar su propio rostro maltratado, Goldin
muestra su deseo de ser una celebridad, así como que en cierta medida es una especie de
posante, como todos aquellos a los que fotografía, que sigue un guión prefijado por la cultura
popular. Este maquillaje opera como un velo seductor, que al mismo tiempo oculta y revela: a
través de él uno alcanza a vislumbrar las magulladuras de Goldin, pero éstas parecen por igual
una ilusión y una realidad; es más, parecen ser una parte singularmente dramática de su
maquillaje, una forma de dramatizarse a sí misma, de conferirse a sí misma una presencia
adicional. Ella es sólo un actor más interpretando un papel, aun cuando esté interpretando el
papel más importante de todos, el de su propia vida desgraciada” (2007: 174).
14
A raíz del comentario de un modelo de Goldin (Luc de Sante, quien afirma: “Todos íbamos
camino a la muerte, al mismo tiempo lo sabíamos y no queríamos saberlo. Al principio había
gente que caía a causa de una sobredosis, el suicidio o ahogada en sus propios vómitos, pero
después el SIDA empezó a llevarse a los que verdaderamente parecían estar más vivos hasta
el momento”), Kuspit explica que estas personas: “actuaban impulsados por su angustia de
aniquilación, esa humillante patología de ‹ausencia de identidad›” (2007: 169).
La cámara fulminante 11

clásica, dotado de un aire noble, pensativo, inteligente, etc.!” (1989: 41). Pronto

se disipa tal duda, pues a pesar de que él pose como otro a través de una

«fabricación» de identidad (una suerte de desdoblamiento por medio de la cual

decide “dejar flotar sobre los labios y en los ojos una ligera sonrisa”), se da

cuenta de que esa imagen que aprehende la fotografía es un residuo vacuo

producto de una indiferenciación:

Un excelente fotógrafo, un día, me fotografió; creí leer en esa imagen la


pesadumbre de un reciente duelo: por una vez la Fotografía me reproducía
a mí mismo; pero algo más tarde encontré esta misma foto en la tapa de un
libelo; mediante el artificio de un tiraje, yo tenía sólo un horrible rostro
desinteriorizado, siniestro e ingrato como la imagen que los autores del libro
querían dar de mi lenguaje (1989: 47-48).

La conclusión a la que llega Barthes sobre el acto de posar es elocuente: “En el

fondo, a lo que tiendo en la foto que toman de mí (la ‹intención› con la que

miro), es a la Muerte: la Muerte es el eidos de esa foto” (1989: 48). En definitiva,

es este acto de posar frente a la cámara, de descansar frente a ella, el

escenario primigenio donde acontece el primer flechazo que lastima, punza,

pero que además “roba” y extermina la vivacidad del modelo para arrojar un

rostro vacío de expresión y de emotividad, reforzando con ello la creencia mítica

de que la cámara roba el alma de los sujetos.15 Pero más allá de la mitología, la

15
Joan Fontcuberta lo explica del siguiente modo: “El temor a que la imagen nos robe el alma
se halla enormemente extendido, incluso más allá de la superstición y la magia negra, y puede
adoptar múltiples variedades, desde las estatuillas del vudú hasta los espejos como objetos
maléficos. En el Congo, por ejemplo, algunas tribus de habla bantú se sirven de unos fetiches
antropomórficos que llevan un pequeño espejo en la zona del ombligo cuya misión consiste
justamente en arrancar y aprisionar el alma del enemigo invocado. Pero la imagen de un espejo
es fugaz y el reflejo no queda retenido. La fotografía, en cambio, ese „espejo con memoria‟,
según se llamaba al daguerrotipo, inmoviliza nuestra imagen para siempre, con todo lujo de
La cámara fulminante 12

importancia sobre la pose es radical: si la naturaleza de la fotografía reside en

ella, esto se debe a que la pose no es resultado ni de una intencionalidad del

fotógrafo, ni de una actitud buscada por el modelo (es desde este punto de vista

que los retratos, y especialmente los autorretratos de Goldin, son

profundamente artificiales). La pose constituye lo auténticamente fotográfico en

la medida en que no hay un control o una técnica que la pueda prescribir: ésta

emerge, por más paradójico que parezca, con una profunda naturalidad que se

alcanza a ver, exclusivamente, por medio de lo que el mismo Barthes denomina

«intención» de lectura: “al mirar una foto incluyo fatalmente en mi mirada el

pensamiento de aquel instante, por breve que fuese, en que una cosa real se

encontró ante el ojo” (1989: 138).

No es difícil deducir que ese instante constituye un punctum de muerte el

cual se graba sobre los materiales sensibles de la fotografía para posteriormente

“revelarse” con ayuda de la intención de lectura: es precisamente ese instante en

donde se van a jugar todas las cartas de la rostreidad y, por decirlo de algún

modo, su intensidad. No se trata únicamente del rostro congelado por la imagen;

es el instante que destella, que punza por salir de la fotografía y trata de herir, no

a quien lo busca intencionalmente, sino a quien lo encuentra casual y

fatídicamente, sólo para reflejar a aquél que lo encuentra su propia muerte. Doble

punctum que se concentra en la fórmula que Barthes utiliza en otro momento de

su ensayo: vis-à-vis (frente a frente) la cual simboliza ese juego de espejos y de

yuxtaposición de niveles que produce la doble direccionalidad de la flecha que

detalles y la verdad como pátina. Una inmovilización y un aprisionamiento que nos acercará
ineluctablemente a la idea de la muerte” (1997: 30).
La cámara fulminante 13

asaetea tanto al modelo como al espectador. Es en ese momento de revelación

donde la rostreidad actúa de modo más contundente: ella hace ver lo vivo y lo

muerto en un solo instante, que se yuxtapone a ese otro instante primigenio. En

otro ensayo sobre fotografía, Barthes explica: “... el arte de Avedon es hacer fotos

inmóviles, y, desde ese momento, inagotables como un objeto de fascinación: lo

que fascina está a la vez muerto y vivo, y por eso es fascinante. Los cuerpos que

Avedon fotografía son en cierto sentido cadáveres, pero esos cadáveres tienen

ojos vivos que nos miran y que piensan” (1977/2001: 143).

Esta es la clave, o el momento de enclave, para comprender una de las tesis

más fascinantes de Barthes sobre la fotografía, la cual, a su vez, constituye el

motor de arranque de este ensayo: el rostro fotografiado –y la rostreidad como

su efecto de sentido global que incluso puede anular al rostro como tal–

constituye el lugar tanto de inscripción como de manifestación de «la muerte en

persona»; inscripción de un instante de despojamiento de identidad vital que

acontece entre el fotógrafo y el modelo en el acto fotográfico, y manifestación

de una correspondencia dramática, e inesperada, entre el espectador y el

punctum de muerte en el acto de comunión con la fotografía. Por supuesto, se

trata de un proceso denso y complejo que se camufla por la artificialidad del

propio medio, sin que ello implique una desontologización de lo fotográfico.


La cámara fulminante 14

En La cámara lúcida, Barthes propone un término que sostiene parte de

este camuflaje (el «aire»)16, pues mientras el aire se encuentre activo en la

fotografía, existe la posibilidad de sostener el doble movimiento de inscripción y

manifestación de la muerte, el cual da viveza y extrañeza a un retrato como el

de Philip Randolph17 [2]: “El aire es así la sombra luminosa que acompaña al

cuerpo; y si la foto no alcanza a mostrar ese aire, entonces el cuerpo es un

cuerpo sin sombra, y una vez que la sombra ha sido cortada, como el mito de la

Mujer sin Sombra, no queda más que un cuerpo estéril” (1989: 185; el

subrayado es mío). Si ese aire falta en la foto, el sujeto muere para siempre y

con ello se desdibuja la esencia de lo fotográfico.

Así como el aire hace más enigmática y perturbadora la experiencia de la

rostreidad (y con ello intensifica el enigma de lo fotográfico), en este ensayo me

propongo trabajar, más que con un concepto, con un fenómeno fotográfico que

opera de modo semejante; me refiero a lo «semi-pictórico». Ubicado en las

mediaciones de la pintura con la fotografía, lo semi-pictórico abraza dos gestos

de la rostreidad; en específico, dos series del fotógrafo mexicano José Luis

Cuevas (Ciudad de México, 1973), tituladas El hombre promedio y Creyentes,

así como algunos retratos de otros fotógrafos mexicanos contemporáneos, me

permitirán desarrollar con mayor amplitud el sentido de dichos gestos los cuales

16
Barthes define al aire como una ley de la fotografía que no se puede probar en la medida en
que es indecible: “El aire no es tampoco una simple analogía –por extrema que sea–, como lo
es el ‹parecido›. No, el aire es esa cosa exorbitante que hace inducir el alma bajo el cuerpo
–animula, pequeña alma individual, buena en unos, mala en otros–“ (1989: 183).
17
“Avedon ha fotografiado al líder del Labor norteamericano, Philip Randolph (que acaba de
morir en el momento en que escribo estas líneas); en la foto leo un aire de ‹bondad› (ninguna
pulsión de poder: es seguro)” (1989: 185).
La cámara fulminante 15

relacionan de modo estrecho la pose del modelo con el doble punctum: me

refiero a la mirada perdida y a los ojos cerrados. Pero antes de avanzar en esta

línea, vale la pena indagar la filiación de lo semi-pictórico con lo que parece ser

su género fotográfico (la fotografía plástica), pues en una posible desvinculación

entre una y otra denominación emergen diferencias fundamentales que

conciernen a la rostreidad.
La cámara fulminante 16

Lo semi-pictórico

“La fotografía no es literal”. Con esta sola afirmación, cuya autoría es de Peter

Henry Emerson (1889/2003: 77), podemos comenzar a cuestionar uno de los

lugares comunes –esto es, una opinión “censada” en la reflexión sobre

fotografía– que más ha afectado el desarrollo mismo de esta expresión artística:

la marcada oposición entre pintura y fotografía y con ella la emergencia de la

categoría: pictorialismo vs. purismo. Por supuesto, se trata de una oposición

que en un principio tendió a reforzar a la fotografía como tal, en un intento

vehemente por otorgarle una determinada especificidad, e identidad, entre las

otras artes que ya contaban con un noble linaje histórico. Cuando Emerson

sostiene con firmeza tal postura, desdibuja no sólo dicha oposición, sino

además –y quizá fundamentalmente– la “pureza” del medio: la fotografía no es

literal porque a pesar del registro casi fidedigno que ha llegado a alcanzar

gracias al desarrollo óptico-tecnológico de la cámara, ante ella se impone un

punto de vista que se traduce de modo irreductible como un acto de

interpretación. Berger avanza precisamente sobre este aspecto, ya esbozado

años atrás por el propio Emerson18 y otros tantos autores, para complejizar el

proceso de aprehensión de imágenes por medio de la cámara fotográfica: el

fotógrafo no sólo tiene que estar en el lugar oportuno y capturar algo que valga
18
“Por el contrario, el artista, usando la fotografía como medio, escoge su tema, selecciona los
detalles, generaliza el conjunto, como hemos ya demostrado, y así presenta su visión de la
naturaleza. Esto no es copiar ni imitar la naturaleza, sino interpretarla, que es todo lo que puede
hacer un artista, y el nivel de perfección depende de su técnica y de sus conocimientos sobre
esta técnica; y el cuadro que resulta, sea cual fuere el método de expresión, será bello en
proporción a la belleza del original y a la habilidad del artista” (1889/2003: 77).
La cámara fulminante 17

la pena;19 además, debe hacer consciente tal observación a partir de una

revelación (“hacer consciente la observación”) que juega entre lo presente y lo

ausente, entre lo que se ve y lo que no se ve. 20 En ese límite resbaladizo se

concentra la fuerza de una fotografía, más que de instantes decisivos, de

subjetividades interpretativas las cuales, como afirma Berger, definen la

“construcción de una visión total de la realidad” (1968/2006: 16).

Mi primer acercamiento a los retratos de José Luis Cuevas produjo una

fascinación estética a raíz, precisamente, del reconocimiento de una

construcción que no duda en la eficacia del medio fotográfico y que sin embargo

convoca, por ausencia (y en este sentido, por “interpretación”), una serie de

atributos pictóricos que establecen una novedosa síntesis entre el retrato

pictórico y el retrato fotográfico. En la comunidad global de artistas que

participan de este tipo de experimentación, la cual tiende a borrar las fronteras

entre pintura y fotografía (Pierre Gonnord, Rineke Dijkstra, Hendrik Kerstens,

Erwin Olaf...), la propuesta de Cuevas, por un lado, se deslinda de la hibridación

que caracteriza a la «fotografía plástica» y a su correlato histórico (la

posmodernidad) y, por el otro, delinea un punto de contacto entre pintura y

fotografía a partir del cual construye un retrato fotográfico perturbador. Algunas

19
Berger decodifica este mensaje como sigue: “He decidido que merece la pena registrar lo que
estoy viendo” (1968/2006: 100).
20
Dos ideas de Berger al respecto: “Al mismo tiempo que registra lo que se ha visto, por su
propia naturaleza, se refiere siempre a lo que no se ve” y “La única decisión que puede tomar el
fotógrafo es del momento que elige aislar. Sin embargo, esta aparente limitación es lo que
confiere a la fotografía su fuerza singular. Lo que muestra invoca lo que no muestra”
(1968/2006: 13 y 14).
La cámara fulminante 18

fotografías de la serie El hombre promedio (2008), me ayudarán a sostener tal

hipótesis.

El hombre promedio consiste en un proyecto de retratos fotográficos de

oficinistas y empleados de la Ciudad de México. Nada sobresaliente que decir

de estos sujetos, ningún gesto de aristocracia que nos remita a las funciones

sociales que el retrato pictórico cumplió a lo largo de la historia las cuales se

diluyeron, precisamente, por la emergencia de la fotografía.21 «Hombres sin

atributos» que fueron abordados por el fotógrafo en sus recorridos cotidianos

por la ciudad y cuya fisonomía singular, de acuerdo con la explicación que

ofrece el propio Cuevas,22 tiende a ser homogeneizada en la medida en que los

rostros se mimetizan debido a su parecido o, en otras palabras, a su falta de

identidad. Sin embargo, contrario a lo que el fotógrafo declara, cada uno de

estos retratos da testimonio específico de una indagación radical sobre la

fisonomía de sus modelos; basta ver con atención uno solo de estos retratos

[3]. En su papel de agente interpretativo, Cuevas ahonda en la densidad del

21
Berger explica este fenómeno histórico como sigue: “El inicio del declive del retrato pictórico
coincidió más o menos con la aparición de la fotografía, de modo que su justificación inmediata
–como ya había empezado a formularse a finales del siglo XIX– fue que el fotógrafo había
reemplazado al pintor retratista. La fotografía era más fiel, más rápida y mucho más barata,
tanto que ofrecía la posibilidad de retratarse a cualquier persona, algo que hasta entonces
había sido el privilegio de una pequeña élite. A fin de rebatir la lógica transparente de este
argumento, los pintores y sus mecenas se inventaron una serie de cualidades misteriosas,
metafísicas, con las que demostrar que lo que ofrecía el retrato pictórico era incomparable [...]
Todo ello es doblemente falso. En primer lugar, niega el papel interpretativo del fotógrafo, que
es considerable. En segundo lugar, otorga a los retratos pictóricos una percepción psicológica
que está ausente en el noventa y nueve por ciento de ellos” (1969/2006: 20).
22
“La serie „El hombre promedio‟ muestra a oficinistas y empleados abordados en sus
recorridos diarios en la Ciudad de México. El resultado: retratos de gente como cualquier otra,
símiles del rostro de millones de personas que en su conjunto conforman una sociedad como
cualquier otra, con el mismo rostro.” En: http://joseluiscuevas.blogspot.com/
La cámara fulminante 19

rostro para subrayar, no el «territorio vacío» de la rostreidad tal y como Baqué

(2003: 133) denomina a los rostros-faz de Thomas Ruff [4] o de Roland Fischer

[5], más bien, para acentuar un aspecto que bien podría ser definido como

plástico. La plasticidad emerge en una insólita captura que si bien presupone

una detención, una pausa, un instante congelado, da aliento a una expresión

que punza y, en casos como este retrato, imprime un sello de vitalidad a la

musculatura facial; en este sentido, se trata de una exploración cercana a los

rostros deformes de algunos autorretratos de Francis Bacon [6] en los cuales la

faz de un hombre-bestia es golpeada por una fuerza invisible23 que produce

todo un espectáculo facial: zonas dilatadas, contraídas, estiradas, aplastadas,

barridas. Pero la plasticidad, por lo menos en Cuevas, también puede hallarse

en la cristalización de un solo gesto [7], el cual aglutina y expone una zona de

marcas o huellas faciales que producen, como en algunos retratos de Pierre

Gonnord [8], una superficie densamente táctil.

Se entenderá, entonces, que lo plástico no se reduce a lo pictórico y

mucho menos consiste en su emulación hasta el punto de una profunda parodia

(como ocurre en Cindy Sherman o Yasumasa Morimura [9], cuya obra vendría a

ser la versión caricaturizada del «pictorialismo»);24 tampoco consiste en la

exploración contemporánea de ciertos motivos pictóricos que han realizado, de

23
La idea de la «fuerza invisible» proviene del estudio que Gilles Deleuze dedica a la pintura de
Bacon y a su adherencia a la tesis de Klee (la pintura consiste en hacer visible lo invisible): “La
tarea de la pintura se define como el intento de hacer visibles fuerzas que no lo son” (2002: 63).
24
“El pictorialismo, con rigor, se desarrolló desde finales del siglo XIX hasta la I Guerra Mundial,
siguiendo unos cánones específicos, sintetizados y razonados a posteriori por P. L. Anderson
(Pictorial Photograpgy. Its Principles and Practice, 1917) y J. W. Gillies (Principles of Pictorial
Photography, 1923), y utilizando el anuario inglés Photograms of the Year como plataforma;
entre sus correligionarios sobresalen Demachy en Europa y Mortensen en los Estados Unidos”
(Fontcuberta, 2003: 26).
La cámara fulminante 20

modo rigurosamente fotográfico, autores como Hendrik Kerstens [10]. Defino a

la plasticidad, más bien, como un punto intermedio de la visualidad –quizá un

punto ciego, pues en efecto, no se deja ni se hace ver–, en el cual ciertos

rasgos pictóricos son transformados, esto es, interpretados, por virtud del medio

fotográfico. La plasticidad emerge, precisamente, en el momento en que la

pintura y la fotografía dejan de ser concebidos como «géneros» artísticos y, tal

como sostiene Laura González Flores, pasan a ser “recursos técnicos

específicos de un nuevo género mayor, el Arte” (2005: 204).

Ahora bien, a pesar de que la plasticidad es el término que mejor explica la

propuesta fotográfica de los retratos de Cuevas y el fenómeno de la rostreidad

que estamos indagando, lo cierto es que la inmediata filiación con la fotografía

plástica (término que si bien no fue acuñado por Dominique Baqué, ella lo

populariza en el campo de la fotografía a raíz de su libro homónimo y de las

distintas denominaciones que ahí propone),25 desdibuja en su totalidad el

propósito de este ensayo. Esto se debe, en especial, al énfasis tan grande que

la autora ha hecho con respecto al vínculo entre fotografía y posmodernidad, 26

25
“... el modernismo cree en la existencia de una esencia de la pintura, de la escultura, de la
fotografía, etc. Precisamente, hoy en día, la creencia en tal esencia se ha perdido mientras no
dejan de proliferar obras de mezcla, obras híbridas. En fotografía, esta hibridación ha dado
lugar a lo que denominaremos, a falta de un vocablo más adecuado, 'fotografías-pinturas',
'fotografías-esculturas', 'fotografías-videos', etc." (2003: 191).
26
“Se va a instaurar una criba –criba que se perpetúa hasta hoy en día– entre dos posturas
fotográficas: por un lado, lo que el crítico Jean-François Chevrier ha calificado como „artistas
que utilizan la fotografía‟ y, por el otro, los fotógrafos „puros‟ –por no decir puristas–. En otros
términos, por un lado los que pretenden inscribir su práctica fotográfica en el campo de las artes
plásticas y no únicamente en el campo fotográfico, y movilizan la fotografía como un posible
soporte sin excluir en absoluto el recurso, conjunto o paralelo, de otros soportes. Y lo que, por el
contrario, se consideran los herederos de una historia específica, la historia de la fotografía, y
pretenden proseguirla mediante una práctica radicalmente exclusiva del medio fotográfico [más
La cámara fulminante 21

produciendo así, más que una categoría específica de análisis (que es

justamente de lo que adolece su libro), la descripción de un numeroso y

heteróclito conjunto de fotografías que responden a un aire de época, pero que

en ningún caso hacen lo respectivo a propósito del ambicioso título de la obra.

Por esta razón, y aprovechando la definición que yo mismo he dado de

plasticidad, propongo un segundo término que recupera la fuerza semántica del

primero: lo semi-pictórico, es decir, lo que se encuentra a mitad de camino entre

la pintura y la fotografía. Dicho concepto, a la vez que marca el punto

intermedio de la visualidad, proyecta la continuidad de la exploración misma en

los términos que establece una experimentación fotográfica que no cesa y que

además responde, no ya a una indagación sobre la especificidad de los

«medios», más bien, a una construcción discursiva con tintes particulares.27

En este sentido, los retratos semi-pictóricos, como los de José Luis

Cuevas que analizaremos a continuación, son aquellas fotografías en las cuales

se advierte una búsqueda que bien podría ser reconocida a partir de una

escisión entre fotografía y pintura la cual, a pesar de la separación como tal

entre uno y otro medio, consolida un discurso sobre la rostreidad el cual se

allá de las contradicciones de esta taxonomía] ... lo que se pone en juego, de forma radical, con
esta línea divisoria establecida de ahora en adelante, no es sino el fin de la autonomía del
campo fotográfico. Conviene evaluar equilibradamente las consecuencias de este fin de la
autonomía: con la entrada de la fotografía en el campo de las artes plásticas, se abre también la
posibilidad –que desarrollará ad infinitum el posmodernismo– de la hibridación, de la mezcla y
del mestizaje, la contaminación de los medios que constituye, sin lugar a dudas, una de las
principales determinaciones del arte contemporáneo” (2003: 43).
27
Ésta es la conclusión a la que llega Laura González Flores; más que analizar la diferencia de
los medios fotográfico y pictórico, lo importante –por lo menos desde una óptica
contemporánea– consiste en dilucidar su profundo paralelismo en las construcciones
discursivas en tanto ideologías de lo visual: “La técnica pasa a un segundo plano por detrás de
la finalidad de las imágenes y de sus valores culturales subyacentes.” Y más adelante: “Lo
verdaderamente definitorio de una Obra fotográfica o pictórica reside en una determinada
situación dentro de un discurso crítico-ideológico” (2005: 298 y 299).
La cámara fulminante 22

nutre de efectos pictóricos sin convocar de modo explícito a la pintura.

Precisamente, cuando Ossip Brik llama la atención sobre el giro que Rodchenko

dio en su carrera (el paso de pintor a fotógrafo), explica: “Su labor principal es

abandonar los principios de la composición pictórica en fotografía y hallar otros

principios, leyes específicamente fotográficas que sirvan para realizar y

componer imágenes fotográficas” (1926/2003: 127). Es entonces este proceso

de hallar otros principios, concretamente fotográficos, aquello que define un tipo

de retrato semi-pictórico, esto es, una formulación visual que abandona las

reglas o los principios de similitud con la pintura y con todo pictorialismo, y que

no obstante, en su propio desarrollo, encuentra principios fotográficos los

cuales, sin dejar de ser fotografía, convocan por ausencia un componente

pictórico; he ahí lo perturbador y lo enigmático de este fenómeno que Barthes

distinguió con perspicacia: “la Fotografía no es ni una pintura ni... una fotografía;

es un Texto, es decir, una meditación compleja, extremadamente compleja,

sobre el sentido” (1977/2001: 145). A continuación me concentraré en dos de

estos hallazgos fotográficos en los retratos de Cuevas.


La cámara fulminante 23

Sujetos anestesiados

Como Fried lo hace notar, Barthes tiene una particular fascinación por las

fotografías que lo miran, como este último indica, “directamente a los ojos”

(1989: 188). En ese gesto frontal se concentra una de las paradojas del acto

fotográfico que Barthes resume en la pregunta: ¿cómo es posible mirar sin ver?,

pues siguiendo su argumentación, podemos hallar en ciertas fotografías y,

especialmente a través de la pose del modelo, un fenómeno antinatural 28 que

desvincula a la vista, en tanto acto de percepción atenta (en su sentido

fenomenológico), de la mirada, que en este caso sólo detenta la capacidad de

dirigir los ojos del modelo hacia la cámara y, en un segundo plano, hacia el

espectador. El resultado de dicho proceso es, en definitiva, escandaloso, pues a

pesar de este hecho antinatural, en esas fotografías que seducen a Barthes

–aquellas que lo miran sin ver– el «aire» se hace presente.

Así explica la rareza de la pose de ese chico con un perrito en la fotografía

de André Kertész [11]: él “mira al objetivo con sus ojos tristes, ansiosos,

asustados: ¡qué pensatividad tan lastimosa, tan desgarradora! De hecho, no

mira nada; retiene hacia adentro su amor y su miedo: la Mirada es esto” (1989:

191). Me gustaría proponer que tal retención, la cual expone la mirada y

28
“La mirada fotográfica tiene algo de paradójico que encontramos también algunas veces en la
vida: el otro día, en el café, un adolescente, solo, reseguía con la vista toda la sala; a veces su
mirada se posaba en mí; tenía yo entonces la certeza de que me miraba sin que por ello
estuviese seguro de que me viese: distorsión inconcebible: ¿cómo mirar sin ver? Diríase que la
Fotografía separa la atención de la percepción, y que sólo muestra la primera, a pesar de ser
imposible sin la segunda; se trata, lo que es aberrante, de un noesis sin noema, de un acto de
pensamiento sin pensamiento, de un apuntar sin blanco” (1989: 188 y 189).
La cámara fulminante 24

absorbe sólo una parte del dolor del modelo (la otra se disipa en el “aire”), es el

resultado de un primer modo en que la cámara fulminante opera en el retrato:

me refiero a la anestesia.

Además de la metáfora sobre la cacería que subraya un aspecto

eminentemente violento del acto fotográfico,29 el proceder de la cámara también

puede ser imaginado a partir de una equivalencia con el acto quirúrgico, en

específico, no cuando pensamos propiamente en la pesquisa de imágenes que

exige desplazamiento corporal y que hace del fotógrafo un auténtico cazador

(un paparazzo, en el mundo del espectáculo), más bien en las condiciones en

que se efectúa una fotografía posada, esto es, un retrato. Ahí, el modelo es un

paciente que descansa sobre una “plancha” para ser observado con atención

tanto por el fotógrafo/médico como por su equipo de trabajo. De entre el

sofisticado instrumental con que se realiza una operación de este tipo, destaca

la intervención de una cámara que, al momento de “disparar”, produce en el

modelo una especie de letargo, como si el disparo mismo equivaliera a una

anestesia que funciona para minimizar el dolor, cumpliendo así el propósito

para el cual el paciente ha sido convocado. Un retrato que surge en estas

condiciones pone de manifiesto una mirada sin ver, es decir, una mirada frontal

de la cual ha sido sustraído parcialmente el dolor del paciente/modelo sólo para

29
González Flores desarrolla esta metáfora a partir de las equivalencias semántico/lingüísticas:
“La cámara es un aparato que prepara el objeto o la realidad para su control y consumo por
parte del sujeto u observador. No es ninguna coincidencia que el léxico que se utiliza para
describir la acción de la cámara sugiera lo predatorio. ¿Acaso no decimos que, gracias a la
cámara, tomamos fotos? ¿No disparamos cuando apretamos el obturador...? Así, en el nivel
lingüístico se establecen una serie de correspondencias metafóricas en las que la cámara se
torna arma, la acción caza y el fotógrafo cazador” (2005: 123).
La cámara fulminante 25

exhibir el acto mismo de retención a través de sus ojos fijos. Me detendré en

dos tipos de anestesia que lleva a cabo la cámara fulminante.

La serie que Maya Goded (Ciudad de México, 1970) realizó sobre las

prostitutas del barrio de La Merced, titulada Sexo-servidoras, constituye una

muestra elocuente de este tipo de mirada: ni el cuerpo envejecido de una

anciana que aún ejerce el oficio [12], ni el de una prostituta más joven [13],

tienen equivalente, ni guardan proporción alguna, con la proyección de su

mirada frontal; de ese centro de poder se desprende un aire que se disemina

por todo el encuadre y que refuerza una distancia que las hace ver como un

objeto de contemplación: un objeto muerto, es verdad, el cual transmite una

profunda serenidad (¿una «naturaleza muerta»?).30 El dolor manifestado en el

discurso de la fotógrafa,31 e intensificado a partir de una innegable marginación

de las prostitutas en la vida social de nuestro país, aquí ha sido suavizado por

la anestesia de una cámara que no duda en exterminar al modelo (y con ello a

su historia), sólo para ostentar una mirada que acaricia en su lejanía y que

interpela al espectador a pesar del dolor absorbido por la anestesia.

30
“La fotografía lo estetiza y cosifica todo por igual, transforma la naturaleza en un trofeo, igual
que el cazador cuando se cobra una pieza. Si embargo, como señala Celeste Olaquiaga, al
revés que el cazador, el fotógrafo no mata el cuerpo, sino la vida de las cosas. Sólo deja la
carcasa, el envoltorio, el contorno morfológico: a través del visor cualquier trozo del mundo se
transfigura necesariamente en una naturaleza muerta, un retazo de naturaleza muerta
inquietantemente quieta e inerte. No es posible para la fotografía más género que la naturaleza
muerta. Porque tanto el principio básico de la memoria como el de la fotografía es que las cosas
han de morir en orden para vivir para siempre.” (Fontcuberta, 1997: 70).
31
Cito las palabras de Goded sobre este proyecto: "Quería involucrarme en un trabajo que me
permitiera profundizar en las raíces de la desigualdad, la trasgresión, nuestro cuerpo, el sexo, la
virginidad, la maternidad, la niñez y la vejez, el deseo y las cosas que nos faltan. Quería hablar
sobre el amor y la carencia de amor. Quería conocer a las mujeres" (2005).
La cámara fulminante 26

En estos retratos “antigoldinianos”, Goded ha realizado una singular

hazaña que consiste, como bien explica Fried retomando un argumento central

de Barthes, en lograr vencer la teatralidad (en específico, en una condición de

pose absolutamente teatral, en la cual el modelo tiene conciencia de que está

siendo retratado), a pesar de que sus modelos no son “seres humanos

excepcionales” (2008: 57). Así como ocurre con el chico retratado por Kertész,

la mirada de estas prostitutas es desgarradora no porque en ella se advierta un

“aire” explícito de sufrimiento, sino porque su mirada se dirige al espectador

como un auténtico memento mori: un recordatorio de muerte despojado de toda

literalidad, el cual funciona a partir de una simbolización que insiste en la

fugacidad de la vida humana. Una muerte, entonces, que ya se efectuó en el

momento en que operó la cámara sobre el sujeto, y además una muerte que

está por venir a través de esa mirada suave, producto de una anestesia

moderada, la cual sale de la fotografía y hiere con firmeza al espectador

(nuevamente, el doble punctum).

Una segunda manera en que la cámara anestesia es peculiarmente

perturbadora: en este caso, el retratado apenas logra esquivar el “disparo”,

mantiene una relación de distancia con el dispositivo y por ello mismo la

anestesia recubre parcialmente el dolor o, quizá sea más preciso decir, el sentir

del modelo. Un gesto que “refleja” esta situación consiste en la resistencia a mirar

directo a la cámara, y, como resultado de esto, en perder la concentración del

centro del cuadro, produciendo con ello una mirada absolutamente inquietante,
La cámara fulminante 27

pues no es serena, no desafía y por lo mismo no encara al espectador; sin

embargo, en esa mirada perdida del centro se condensa un «suplemento

indecible»32 que concierne directamente a la rostreidad. En específico, tres

retratos de una serie de José Luis Cuevas a la que ya hemos hecho referencia

con anterioridad, me ayudarán a demostrar tal vinculación.

No cabe duda que algunos retratos de El hombre promedio [14, 15 y 16] poseen

una determinada filiación iconográfica con un proyecto pictórico que Géricault

realizó hacia 1820 [17 y 18] por encargo del psiquiatra Jean-Étienne Esquirol;

pero se trata solamente de la equivalencia de un solo motivo que la fotografía

transforma de modo contundente, demostrando así la fuerza de lo semi-

pictórico en el trabajo de Cuevas. En los retratos del pintor, el propósito

«realista»33 es evidente: el cromatismo equilibrado que apunta hacia los

detalles pictóricos del rostro y el acento dramático de la atmósfera constituyen

la base de esos retratos de “locos”. Por su parte, en los retratos de Cuevas,

nada más antirealista que un fondo oscuro el cual tiende a anular la ilusión de

profundidad para destacar una planitud reforzada a partir de un contraste

elemental que se debe a la elección del blanco y negro como resolución

cromática. Pero más allá de las marcadas diferencias, lo que perturba en

ambos casos (y que el retrato de Cuevas lleva a un extremo delirante,

32
Barthes: “...el séptimo sentido [refiriéndose a siete sentidos que advierte en una fotografía de
Avedon] es precisamente el que se resiste a todos los otros, es el suplemento indecible, la
evidencia de que, en la imagen, hay siempre algo más: lo inagotable, lo intratable de la
Fotografía (¿el deseo?)” (1977/2001: 146).
33
Un realismo que no es imitación de la naturaleza (una franca oposición al neoclasicismo de
David), sino “rechazo moral de la concepción clásico-cristiana del arte como catarsis” (Argan,
1991: 47).
La cámara fulminante 28

precisamente por la ausencia de un recurso de explicación causal) es simple y

sencillamente, la mirada perdida. ¿Por qué estos hombres sin atributo no miran

de frente a la cámara; por qué no confrontan al dispositivo que les dispara; por

qué la anestesia no es “efectiva” y por qué, a pesar de que no nos miran, nos

ven (para invertir el ejemplo anterior de Barthes) y con su ver nos lastiman?

Frente a este cúmulo de cuestionamientos, sólo contamos con una certeza: si

esta mirada posee tanta fuerza a pesar de su esquivamiento o de su no

frontalidad (fuerza que impulsa una travesía que corre del acto fotográfico hacia

el acto de observación), es porque se trata de la mirada total: “un efecto de

verdad y [simultáneamente] un efecto de locura” (Barthes, 1985: 191).

Aprehender esta mirada en toda su densidad es un acto imposible a pesar

de un marcado detallismo pictórico que sólo acentúa cierto dramatismo y con

ello la innegable “ilustración” de una locura prescrita médicamente: la

monomanía (Géricault a través de Esquirol); exponer esta mirada eliminando el

vínculo con la locura como una enfermedad es lo posible, pues se trata de una

exposición con un valor de expulsión:34 aquello que saca de los límites del

cuadro y que se presentifica en su pureza absoluta. Concebida de este modo, la

mirada perdida en los retratos de Cuevas se nos arroja esquivamente al rostro

34
Para Jean-Luc Nancy: “el retrato no consiste simplemente en revelar una identidad o un ‹yo›.
Esto es siempre, sin duda, lo que se busca: de ahí que la imitación tenga primeramente su fin
en una revelación (en un develamiento que haría salir al yo del cuadro; o sea, en un
‹destelamiento›...) Pero esto sólo puede hacerse –si se puede, y este poder y esta posibilidad
son lo que está precisamente en juego– a condición de poner al descubierto la estructura del
sujeto: su sub-jetidad, su ser-bajo-sí, su ser-dentro de sí, por consiguiente afuera, atrás,
adelante. O sea, su exposición. El ‹develamiento› de un ‹yo› no puede tener lugar más que
poniendo esta exposición en obra y en acto: pintar o figurar ya no es entonces reproducir, y
tampoco revelar, sino producir lo expuesto-sujeto. Pro-ducirlo: conducirlo hacia delante, sacarlo
afuera.” (2006: 15 y 16).
La cámara fulminante 29

no sólo para apelar a nuestra sensibilidad (ni siquiera alcanza a simbolizarse en

memento mori): ella nos implica, nos absorbe, nos concierne como una imagen

total. Esto constituye un grado límite de la rostreidad: más allá del rostro como

una delimitación facial, la rostreidad puede manifestarse o expulsarse con

ayuda de una mirada perdida que, paradójicamente, conoce bien su derrotero.


La cámara fulminante 30

Sujetos deslumbrados

Un término al que se le ha prestado poca atención en La cámara lúcida es el de

«choque»; éste aparece para señalar una aprehensión fotográfica que no se

encuentra programada previamente, es decir, un momento de impacto o una

toma inesperada la cual, en palabras de Barthes, es perfecta en la medida en

que “se efectúa sin que lo sepa el sujeto fotografiado” (1989: 73). El choque

posee toda una correspondencia antiteatral que Fried relaciona con los

proyectos de ciertos fotógrafos y cineastas consistentes en retratar a personas

con cámaras ocultas. Además de Walker Evans, quien en colaboración con el

escritor James Agee recorrió durante tres años los vagones del metro de Nueva

York con una cámara escondida entre dos botones de su abrigo para conseguir

retratos espontáneos de los pasajeros [19], destaca el antecedente que Susan

Sontag refiere en uno de sus ensayos:

Antes de Evans, Paul Strand utilizó cámaras ocultas para grabar personas
anónimas en las calles. Evans también utilizó este tipo de cámaras; en
concreto, ‹unas falsas lentes señuelo›, atornilladas a su cámara a un ángulo
de noventa grados, con la esperanza de que al captar a sus sujetos
desprevenidos, quedara registrada en su película cierta ‹calidad ontológica›
escurridiza (2005: 111).

Ahora bien, a pesar de esta visión renovada de un cierto realismo antiteatral, el

concepto de choque me parece más contundente debido a su propio


La cámara fulminante 31

significado, y quisiera explicarlo por medio de un gesto que nace como una

reacción de defensa en el acto de posar o modelar: los ojos cerrados.

En un trabajo que podría ser definido como una etnografía de la espiritualidad

contemporánea, José Luis Cuevas ha realizado una serie fotográfica sobre los

miembros de distintas sectas o congregaciones las cuales, escindidas del brazo

católico-apostólico-romano, han proliferado de modo notable en los últimos

años.35 De esta serie, titulada en un primer momento Creyentes, y Terrenal para

su participación en la XIV Bienal de Fotografía del Centro de la Imagen, tres

retratos me resultaron francamente singulares [20, 21 y 22]. En ellos podemos

observar, de acuerdo con el testimonio del fotógrafo, a: “personas con

deficiencia mental ayudados por una iglesia cristiana de Bogotá. Muy elegantes,

saco y corbata, pelo corto al ras del cráneo, facciones que apenas sugieren

alguna anormalidad. Los ojos cerrados, entre sufriendo y gozando” (2009). En

los tres retratos se advierte la contundencia de un choque entre la cámara y los

modelos: al cerrar sus ojos, éstos rechazan la cámara y por tanto la actividad de

posar o fabricar una imagen de sí mismo como otro pierde fuerza... sin

embargo, a pesar de la resistencia, el dispositivo es implacable, no sólo porque

extermina a los modelos, sino también porque los exhibe en el instante en el

cual el deslumbramiento por el cual cierran sus ojos se transforma en un

35
Cuevas lo explica en estos términos: “La diversidad de caminos es sorprendente; los hay
gozosos y apacibles, oscuros y retorcidos. Hay profetas que viven en Miami pidiendo diezmos y
otorgando bendiciones con cargo a la tarjeta; ateos que adoran extraterrestres; individuos
bendecidos bajo un triple seis; hay posesiones, milagros en venta, falsos favores, nuevos
jesucristos, etcétera. Estos son signos de una época confusa, de una sociedad paradójica que
se aferra a lo terrenal y que al mismo tiempo toma la primera opción que encuentra, necesitada
de una vereda espiritual que le otorgue paz y fe” (2010).
La cámara fulminante 32

alumbramiento de rostreidad: nacimiento y expulsión de un punctum de muerte

que subvierte un solo motivo pictórico, tal y como explicaré a continuación.

La serie fotográfica que Mariana Gruener llevó a cabo en el quirófano de un

hospital, titulada Geografías ocultas, trabaja con un tipo de iluminación «core-

light»36 que estetiza cuerpos inertes, anestesiados y quizá a punto de morir, por

medio de un ataque de luz frontal el cual delinea una cuidadosa composición

fotográfica [23 y 24], apuntando con ello la fabricación de una novedosa

“naturaleza muerta” del cuerpo herido que debe parte de su originalidad a una

de las pinturas más célebres de Rembrandt: La lección de anatomía del Dr.

Nicolaes Tulp (1632) [25]. Por otra parte, aunque Cuevas utiliza un recurso

semejante de iluminación, su propósito es distinto: la luz está ahí, no para

acentuar el dramatismo de la composición ni su centro óptico, más bien, como

la evidencia directa de un rayo que hiere el rostro del modelo: un auténtico

choque de luz –una descarga de electricidad– que ataca y fulmina, por principio,

los ojos y posteriormente el cuerpo en su totalidad. Si bien Modigliani exploró la

extrañeza de los “rostros-cuenca” en una atmósfera pictórica de serenidad [26],

y posteriormente Aziz+Coucher, gracias a la intervención tecnológica, barrieron

los ojos y la boca de sus modelos en su serie Dystopia [27], Cuevas prefiere

detenerse en la acción simbólica misma de cerrar los ojos –la cual cuenta con

36
Me apropio de este término del lenguaje cinematográfico. De acuerdo con Revault
D‟Allonnes, la «core-light»: “es una iluminación clásica, organizada a modo de un núcleo: la
fuente principal o ataque se sitúa en el centro del campo, en medio de los actores, que quedan
como irradiados por esta iluminación marcadamente jerárquica y dramatizadora al mismo
tiempo” (2003: 59).
La cámara fulminante 33

un antecedente fotográfico explícito (las fotografías de niños muertos)–37 y con

ello consigue un efecto más perturbador incluso que aquél que Andrés

Carretero (Ciudad de México, 1981) registra a partir de la mirada

simbólicamente “enceguecida” de los albinos en su serie Fenotipos38 [28].

Al constreñir a sus modelos a un encuadre asfixiante producto de un

primer plano y a un dispositivo eminentemente violento que les dispara (además

del ataque de luz correspondiente), la cámara de Cuevas hace que uno de ellos

[21] decline la cabeza y con tal gesto se produce otro “foco” de atención: su

cráneo iluminado.

Este nuevo memento mori corresponde de modo absoluto a un hallazgo

fotográfico que si bien se nutre de la tradición pictórica-iconográfica

correspondiente a la Vanitas [29], recarga el valor del punctum de muerte en

tanto rostreidad: especialmente en este retrato, el rostro-faz está negado, no

como recurso de una «heterología»39 la cual desvincula la causa natural del ser

37
Cf. Gutierre Aceves. “Imágenes de la inocencia eterna”, en Artes de México (El arte ritual de
la muerte niña), número 15, 1992, pp. 27-49. Margaret Hooks. “Recuerdos de inocencia”,
traducción de Patricia Gola, en Luna Córnea, núm. 9, 1996, pp. 90-93; y de Daniela Marino.
“Plegaria a un niño dormido: iconografía del ritual funerario del angelito en México”, en Journal
of American Culture, vol. 20, 1997, pp. 45-49.
38
En la serie Fenotipos, Carretero elabora una serie de sugerentes retratos de algunos
miembros de la comunidad albina, en los cuales se enfatiza un desplazamiento simbólico que
coloca a sus modelos en una especie de set fotográfico; un «fuera de lugar» como lo denominó
Juan Antonio Molina, en “Fuera de lugar. Retratos y emplazamientos de Andrés Carretero”
(2010).
39
Este término aparece en otro texto de Barthes en donde analiza la obra del fotógrafo Bernard
Faucon: “... en cuanto a las fotografías de Bernard Faucon, adivinamos de qué región proviene:
de la región de la heterología, o roce de lenguajes diferentes, casamientos de especies
naturales heterogéneas: unos maniquíes, objetos ya captados por su mismo estatuto, son
sorprendidos por segunda vez en medio de una multitud de objetos reales, familiares, gastados,
empezados [...] ... la heterología se debe a que la expresión eufórica de los rostros de cera se
perpetúa en cierto modo independientemente de las acciones a las que los maniquíes se
entregan: ¿qué puede resultar más turbador que un aire que continúa y que desmiente la ley de
La cámara fulminante 34

humano a partir de una hibridación entre seres ficticios y seres humanos (como

ocurre en los trabajos de Keith Cottingham, Bernard Faucon o Nancy Burson),

más bien como la ostentación explícita de un acto de resistencia frente a la

cámara. En el resistir del modelo, la rostreidad actúa con más decisión en el

momento en que su rostro se desploma y cede su lugar al cráneo

resplandeciente: por refracción, su luz nos ilumina, nos alumbra, y es la

intensidad de ese foco de luz aquella que choca con nosotros, y al encararnos,

nos engendra en el seno mismo de la imagen fotográfica.

la expresión, es decir, de la correspondencia del interior y del exterior, de la causa y del efecto?”
(1978/2001: 162).
La cámara fulminante 35

( a modo de conclusión )

Después de examinar detalladamente estos retratos semi-pictóricos, podemos

corroborar que el punctum de muerte conserva la frescura que presenta en la

fase incoativa de la percepción fotográfica: éste adviene en el momento de un

choque o, con más precisión, de una iluminación; una iluminación de rostreidad.

Barthes lo dijo así: “Para percibir el punctum ningún análisis me sería, pues, útil

(aunque quizás, a veces, como veremos, el recuerdo sí): basta con que la

imagen sea suficientemente grande, con que no tenga que escrutarla (no serviría

de nada), con que, ofrecida en plena página, la reciba en pleno rostro” (1989: 88).
La cámara fulminante 36

Adenda

En definitiva, la rostreidad, por ser ella misma un efecto de sentido de esta

cámara fulminante, constituye un lugar inventado, ficticio.40 Los retratos semi-

pictóricos de Cuevas contribuyen precisamente a reforzar el carácter de mentira

que ya de sí porta el medio fotográfico desde su nacimiento y que Paul Valéry

reconoció tempranamente: “la fotografía se atreve incluso a practicar la mentira,

grande y siempre floreciente especialidad de la palabra” (1939/2010: 29). Pero

esta mentira que se nos arroja al rostro por medio de una mirada perdida o de

un gesto de contracción ocular, lastima, punza, se nos clava en el cuerpo sólo

para recordarnos el poder de transgresión de la ficción.

En un bello filme del realizador danés Christoffer Boe (Reconstruction,

2003), el narrador advierte, antes de comenzar a narrar propiamente las

historias que se irán engarzando: “Todo es ficción, una reconstrucción, pero aún

así duele”.

Esta cámara que miente no sólo aniquila a sus modelos, también a quien por

descuido, o por auténtica comunión con la fotografía, encara y padece una

potencia de la rostreidad. En tal medida, el espectador se transforma en un

40
“La cámara no ilumina necesariamente nuestro entendimiento sino que, como sugería
Flusser, está forzada a vérselas con lo oscuro y lo sombrío, con los espectros y las apariencias.
Contrariamente a lo que la historia nos ha inculcado, la fotografía pertenece al ámbito de la
ficción mucho más que al de las evidencias. Fictio es el participio de fingere que significa
„inventar‟. La fotografía es pura invención. Toda la fotografía. Sin excepciones” (Fontcuberta,
1997: 167).
La cámara fulminante 37

Narciso de la fotografía: no aquél que se enamora de su imagen, 41 sino como

bien aclara Paul Quignard, el que perece por sus propios ojos debido a una

mirada, en segundo grado, que lo consume.

41
Quignard afirma sobre esta deformación en la interpretación mítica: “No sé de dónde han
sacado los modernos que Narciso se amaba a sí mismo y que por eso fue castigado. No han
tomado esta leyenda de los griegos. Tampoco de los romanos. Esta interpretación del mito
supone una conciencia de sí mismo, una hostilidad hacia la domus personal del cuerpo, así
como la profundización de la anacoresis interior que trajo consigo el cristianismo. El mito es
simple: un cazador queda estupefacto ante la mirada –ignora que es la suya– que ve en la
superficie de un arroyo en el bosque. Cae dentro del reflejo que lo fascina, muerto por esa
mirada frontal” (2005: 187).
La cámara fulminante 38

La cámara fulminante :
los retratos semi-pictóricos de José Luis Cuevas

El doble punctum 03

Rostreidad 09

Lo semi-pictórico 16

Sujetos anestesiados 23

Sujetos deslumbrados 30

( a modo de conclusión ) 35

Adenda 36

Referencias bibliográficas 39

Fotografías 41
La cámara fulminante 39

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“Terrenal” de José Luis Cuevas García

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La cámara fulminante 41

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La cámara fulminante 43

5. Thomas Ruff. Portrait (Isabelle Graw), 1988

6. Francis Bacon. Tres estudios para un autorretrato, 1974


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7. José Luis Cuevas. De la serie: El hombre promedio, 2008

8. Pierre Gonnord. De la serie: Utópicos (Michel), 2006


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9. Yasumasa Morimura. An Inner dialogue with Frida Kahlo (Hand shaped earring), 2001

10. Hendrik Kerstens. Bag, 2007


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11. André Kertész. El perrito, 1928

12 y 13. Maya Goded. De la serie: Sexo-servidoras, 2000


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14, 15 y 16. José Luis Cuevas. De la serie: El hombre promedio, 2008


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17 y 18. Théodore Géricault. Retrato de mujer loca, h. 1822

19. Walker Evans. De la serie: Many are called, h. 1966


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20 21

José Luis Cuevas. De la serie: Creyentes, 2009


22
La cámara fulminante 50

23 y 24. Mariana Gruener. De la serie: Geografías ocultas, 2006

25. Rembrandt. Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, 1632


La cámara fulminante 51

26. Modigliani. Mujer sentada con vestido azul, 1918 27. Aziz+Cucher. De la serie: Dystopya (Chris), 1994
La cámara fulminante 52

28. Andrés Carretero. De la serie: Fenotipos, 2008

29. Pieter Claesz. Vanitas Still Life, 1630

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