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CAPÍTULO V

A pesar de su estado, todavía intentaba descifrar origen y convicciones de la mujer que les

hablaba.

Tenía facciones hindúes y predecía que profesaría la misma religión. Tono, forma y

contenido eran idénticos a cualquier discurso escupido por cualquier practicante de cualquier

religión que Él tanto detestaba.

El tablón de madera que golpeaba incesantemente su cabeza no le permitía escuchar más

que un monótono ronroneo en un raquítico inglés, contestado casi siempre por Ella.

Daba la impresión que se interesaba por el reniego de la recepcionista del motel, pero su

vista estaba clavada un metro más allá de la mujer. Intentaba descifrar el misterio de su imagen

reflejada en los espejos. Averiguar si la cara que veía detrás del mostrador, ahora convertido en

púlpito para guarda de buenas costumbres por la improvisada sacerdotisa hindú, era la misma de

anoche. Se preguntaba por qué el saludable color que le devolvía el espejo del baño del bar hacía

solo unas horas, era ahora el fondo blanco mortecino de un puzzle imposible de componer. Donde

las desordenadas piezas eran sus propios ojos, boca, nariz y labios.

El robo de la botella de Río Bravo en el bar les impuso continuar la noche al margen de una

especie humana que, a veces, detestaban. Conductas grupales o condiciones individuales les

originaban un rechazo difícil de sobrellevar.

El posterior encierro en el coche, tras vaciar la máquina de hielo del hotel, con el ron y el

vaso de la habitación para el cepillo de dientes, tuvo tanto de misantropía como de fascinación

mutua. El persuasivo dosel construido a su alrededor no fue indiferente al resto de clientes del hotel.
La música, el bullicio en el pequeño recinto y su trepidante estado de embriaguez provocaron la

enojada respuesta de sus vecinos de habitación.

La supuesta mujer hindú llegó a las seis de la mañana, poco antes de la salida del sol y la

partida de los clientes más adelantados. Una armonía, difícil de conseguir en grupos organizados,

había llevado a los conservadores turistas del motel a la firma de un tratado con el unánime

desacuerdo sobre el comportamiento de la pareja. Y, como no, a trasladar sus quejas a la

administración del establecimiento.

El padre de una de esas familias los había despertado del coche, minutos antes de salir,

dormidos en una postura humillante. El maxilar inferior a punto de separarse del superior. Un hilillo

de baba deslizándose por la arruga que se dibuja en la comisura de los labios. Y el reproductor de

cd's del coche, al volumen necesario para convertirse en improvisado despertador del resto de

clientes del hotel. El hedor a alcohol concentrado en el interior del vehículo fue invencible en su

batalla contra la náusea. El hombre tuvo que apartarse a una distancia que no comprometiera su

vómito. Ellos, sin ser conscientes de dónde estaban, abandonaron torpemente el coche desafiando la

gravedad en los pocos metros que separaban su habitación del parking del motel.

Rápidamente, se sumergieron en la excitación de los sueños que provoca el excesivo

consumo de música y alcohol.

Todavía tuvieron otro desagradable despertar en el perturbado y recién inaugurado día. La

mujer de piel color moreno amarillento que ahora tenían enfrente, martilleó el teléfono de la

habitación primero y se magulló los nudillos en la puerta después, pretendiendo tirarlos de la cama.

Habían pasado tres horas del límite horario permitido para abandonar el hotel. Les transmitía la

queja de los clientes, les recriminaba el vaciado de la máquina de hielo y les comunicaba la tasa

extra que tendrían que abonar por su tardía salida. Con la batalla moral perdida de antemano por la

escasez de fuerzas para combatir, pagaron y salieron con las maletas al parking, donde habían

terminado la noche anterior acompañados de la botella de ron.

Sin un bocado en el estómago, sin un café y sin cruzar una sola palabra, se metieron en el
pestilente ambiente del coche. Arcadas de rechazo mientras Él, mecánicamente, presionaba el play

del reproductor de cd's. Sonaba “American music” de The Blasters, banda preceptora de Los Lobos

en su tránsito del folckore al rock'n'roll. Era la misma canción que sonaba cuando los despertaron,

con sus cuellos víctimas de la incomodidad del coche. Y ahora se disponía a acompañarlos en la

salida de un pueblo donde dejaban abundantes vestigios de su presencia.

Cualquier ruido era un calvario para sus baqueteadas cabezas, donde las tormentas de dolor

que sucedían al anticiclón, eclosionaban con la intensidad de un crochet en el adversario. Pero los

recientes y dulces recuerdos les hicieron volverse uno al otro y dedicarse una traviesa sonrisa de

complicidad.

Una enorme cabaña de madera, a la salida de la ciudad, hacía las funciones de café. De

nombre "High Sierra", era el último vestigio de la película rodada por Raoul Walsh.

Entraron y pidieron café y pastel de chocolate para Ella y huevos revueltos acompañados

por zumo de naranja para Él. El hambre y la posibilidad de encontrarse con alguna amistad

cimentada durante la noche, les hizo devorar la comida.

Llenaron el depósito del coche y antes de partir, miraron por última vez las casas del pueblo

con la sierra al fondo. Él aceleró, saliendo en retirada. Fue la última medida para burlar problemas

en la pequeña ciudad. Y le pidió a Ella que cambiara el cd.

Comenzaba un nuevo día.

“Sittin in the kitcken a house in Macon


Loretta's singing on the radio
Smell of coffee eggs and bacon
Car wheels on a gravel road.”*

* "Sentado en la cocina de una casa en Macon /Loretta canta en la radio / Olor a café huevos y bacon / Ruedas de
coche sobre un camino de grava."
-Anoche olvidaste Bruselas.

Ella, con la resaca asediada por un ejército de chocolate y el cerebro en punto muerto, lo

miró extrañada sin saber de qué le hablaba.

-Anoche. En el bar. La lista de conciertos. No incluiste Bruselas. Ya sabes, Lucinda

Williams, el bar de la Grand Place, el gato que nos mendigaba marisco en la cena, el mercadillo del

Domingo por la mañana. Al oírla he recordado, me ha venido a la memoria todo el fin de semana.

-Y los bombones, -le recordó Ella.

-Y los bombones -repitió Él como si le hubieran golpeado con un martillo en la rodilla de

sus recuerdos, mientras la miraba con los pies apoyados en la guantera del coche. Los rayos del sol

del mediodía se reflejaban en sus gafas de sol y en las manos tenía apoyada una bolsa de surtido de

dulces ya medio vacía.

El calor comenzaba a hacerse insufrible a las puertas del Death Valley.

En su cabeza retumbaban las palabras de Ella la noche anterior y se decía a sí mismo que

hubiera sido más razonable no terminar en tan mal estado.

Una lengua de asfalto se abría paso entre un desierto de rocas y podían ver cómo bajaba por

el valle y volvía a desaparecer por las montañas. El coche parecía haberse contagiado de la lentitud

de sus ocupantes y sufría con ellos el inclemente sol que azotaba la tierra por la que viajaban.

Hubo poca conversación, solo gestos de aprobación de paisajes que habían visto en otros

lugares.

Lugares lejanos de donde estaban y, a la vez, lejanos de donde eran.

Puntos muy distantes entre sí pero unidos por memoria y sensaciones vividas juntos.

Remotos espacios de la Tierra donde la variedad del paisaje se medía en rutinas y

pertenencias de las gentes que los habitaban. Cómo se desplazaban, qué y cómo comían, sus

atuendos, el color de la piel, y qué y cómo rezaban.


Vieron esa misma tierra en otras circunstancias. Circunstancias que sometían a las naciones

que las poblaban.

Pasaron la parte de las dunas apurando la enésima botella de agua y reencontrándose a sí

mismos. Sin darse cuenta llegaron al Death Valley Junction y tomaron dirección a Las Vegas. La

pasividad que produce estar sentado en un reducido espacio, comenzó a agitarles la sangre. La

impaciencia relevó a la agonía de la resaca y sus ideas comenzaron a atropellar sus mentes ante la

excitación de un nuevo destino.

Una explosión de luz artificial les recibió cuando entraban en la ciudad a pesar de que el sol

no mostraba ningún indicio de ponerse.

Llegaron escépticos a un lugar que quedaba lejos de los arquetipos que ellos apreciaban,

pero la simple divergencia que originaba entre adictos y opositores, les impulsaba a conocerlo. El

tráfico y el paisaje urbano les provocaron sosiego al circular por el Strip. Su capacidad de estupor

crecía en cada metro que recorrían, ante las escenas que sus retinas difícilmente podían asimilar.

Jamás habían visto un lugar que tuviera ni un lejano parentesco por donde ahora transitaban.

Conocer lo desconocido, fin último del viajero, era suficiente pago por la visita.

Un aluvión de clanes familiares, parejas y enloquecidos jóvenes saturaban la avenida. Cada

manzana que sobrepasaban exhibía más y mayores muestras de extravagante ostentación.

“La ciudad nunca duerme”, formulaba algún reclamo publicitario. Y los luminosos de los

establecimientos, encendidos día y noche, incitaban a un permanente desorden excesivamente

tentador.

Mercaderes del vicio y centinelas de la decencia compartían esquinas de la ciudad para, con

sugerentes reclamos, imponer sus negocios a los viandantes. Ellos, desde una temprana existencia,

se asociaron con los primeros y ya ardían en deseos de recorrer las grotescas calles.

Llegaron hasta el final de la enorme avenida y decidieron buscar alojamiento en el


downtown. Cuando entraban en el Lady Luck, uno de los abundantes hoteles-casino de la ciudad,

cientos de pensionistas americanos perdían su paga en las tragaperras del hall. El ridículo coste de

la habitación era solo un pretexto para seducir ludópatas.

Ellos, con su nula pretensión de catar las apuestas, comenzaban jugando a favor.

El hotel estaba frente a Fremont Street y la cadencia de monedas y máquinas despedía una

cautivadora música que, cinco minutos después, distorsionaba hasta lo insoportable.

Localizar los ascensores para subir hasta el piso 15, donde les asignaron la habitación, fue

como entrar en el laberinto de una atracción de feria. Restaurantes, mesas de juego y salas donde se

representaban infames funciones, aseveraban la secundaria condición del hotel.

Un grupo de enanos bañándose en la piscina, fue lo primero que vio Ella cuando se asomó a

la ventana de la habitación. La altura reducía el tamaño de los objetos y los hacía parecer ridículos.

Mientras, Él deambulaba por el pasillo del hotel buscando algo con que resarcirse de la

amonestación infligida por la, ya convencido, beata mujer hindú. Conforme recuperaba energía en

el camino, le martirizaba la idea de no haber podido defender su orgullo ante la meapilas. Su

cerebro consumido por la resaca le enviaba violentas secuencias donde la aburrida oratoria de la

víctima era dramáticamente interrumpida. Un abrecartas situado en el mostrador de recepción era

impulsado por su mano y perforaba la negra retina de la inquisidora mujer.

Cuando dio con lo que buscaba, una sonrisa le atravesó la cara y pensó en lo triste de vivir

vetado a los paraísos terrenales. Tuvo un instante de lástima para los cautivos de divinos dogmas,

antes de pulsar el botón y recoger una buena cantidad de hielos expulsados por la máquina celestial.

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