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Lunes 13 de agosto de 2007

El CUERVO

Desde aquella mañana olvido muchas cosas. Recuerdo que era un sábado y que el día
había amanecido frío y oscuro. El capitán, la tarde anterior, nos había extendido los
permisor para ir a visitar a la familia, antes de salir a ocupar el nuevo destino, en el
campo de entrenamiento de infantería localizad cerca de la frontera. Tenía la
convicción, como hombre de armas, de tener un espíritu bien templado, eso decían en el
cuartel, gracias al arrojo que siempre había demostrado en las acciones bélicas en las
que había participado contra los alzados en armas. Siempre pensé que era, en parte,
generosidad de los compañeros y los mandos. Hoy lo sé con certeza, después de mi
reacción ante el extraño acontecimiento que me ocasionaría la pérdida de libertad, por
mi falta de frialdad ante el suceso. El día había amanecido borrascoso. El cuartel situado
en la parte más elevada del páramo estaba levantado sobre un amplio mirador: El valle
se abría amplio y extenso a nuestros pies y era visible solamente los pocos días del año
en que amanecía despejado y el sol lucía en el cenit. La oscuridad, la calima, el frío y el
agua que no paraba de caer, lenta y monótona, empapándolo todo, eran parte del
ambiente cotidiano. Los bosques húmedos, los árboles vestidos de líquenes y musgos, el
deambular de la diversa fauna por los alrededores del cuartel y el trinar de los pájaros,
nos distraía el ánimo en las tardes de invierno: alces, osos y lobos merodeaban cerca de
las alambradas buscando desperdicios.

Durante días enteros reinaba una niebla blanca y espesa que no permitía ver a más de
dos metros de distancia. También es cierto que los desplazamientos dentro del cuartel
eran cortos y seguros: El comedor, la enfermería, los lavabos y los dormitorios estaban
separados por amplios corredores de fácil acceso mientras que la cabeza de mando se
encontraba situada contra un empinado e inaccesible muro de granito que coronaba la
montaña. Las garitas se distribuían cada sesenta metros, sobre un vasto perímetro, en un
terreno quebrado y tortuoso, a las que se accedía, las primeras veces, por puro instinto
de orientación, desarrollado por necesidad, bien guardado en la memoria, como lo hacen
los animales que viven en el bosque. Tampoco necesitábamos de termómetros para
acertar con la temperatura exterior, bastaba con mirar cuidadosamente las plantas de
alfalfa, si sus hojas reflejaban la luz, las temperaturas estaban bajo cero; si se observaba
el rocío sobre sus hojas la temperatura se encontraba por encima de los cinco grados
atigrados.

No era la primera vez que abandonaba el regimiento para visitar a los míos. He de
aclarar que llevaba tres años prestando el servicio en la misma guarnición. Debe quedar
claro, que los senderos que recorría los conocía bien, guardaba en la memoria cada
vuelta y recoveco del camino, cada árbol, cerca o acequia que lo atravesara, donde
estaba habitado o donde el bosque era más espeso, más denso y por lo mismo menos
seguro. Estaba acostumbrado a él. Lo seguía como quien va al trabajo, tranquilo,
seguro, a salvo de cualquier sorpresa. No importaba la estación del año en que lo
recorriera. En primavera era más dulce, más vivo, mas lleno de colorido, del piar de los
rajaros y de los ruidos producidos por los diversos animales que lo recorrían; los árboles
se vestían con nuevas galas, musgos líquenes y flores y el aire de suaves olores; las
fuentes bajaban henchidas y cantarinas. El verano era seco, caluroso y en el camino se
agradecían los remansos en las quebradas para refrescar el cuerpo en sus mansas aguas.
En Otoño, gracias a las lluvias y antes de que empezaran las nevadas, recorría el
sendero dejando sobre el barro fresco mis pisadas, para seguir, pasadas las brumas del
invierno, mis recuerdos. Durante el invierno, nada, allí no se podía ni pensar, el frío, la
nieve, y la calima lo congelaban todo y, el último, había sido especialmente duro, las
dificultades se habían multiplicado y se había hecho intolerable la convivencia. Todos
esperábamos a que terminara el invierno para regresar a la normalidad y alejar, con ella,
el espanto de la monotonía, la rutina y la incertidumbre. La noche iba a ser larga, como
siempre ocurrida, cuando nos anunciaban que tendríamos algunos días de descanso.
Todos nos poníamos nerviosos, como niños, y cualquier ruido proveniente del exterior
nos sobresaltaba. Pensábamos en las novias y en los besos que nos debíamos; en las
juergas que nos esperaban al lado de nuestros amigos. Acudían a nuestra mente los
recuerdos de otros días y, esta vez, en lo que nos depararía nuestro nuevo destino, en la
nueva guarnición, cerca de la frontera. La casa, como de costumbre, nos abriría sus
puertas con el calor y los olores de siempre, y, al rededor del hogar, los niños y los
cuentos del abuelo: Las hadas, las brujas, las ninfas y los maravillosos personajes de
nuestra fantasía.

Aquella mañana me levante temprano, el frío era intenso, atenuado por mi alegría, por
la voluntad de salir y emprender el camino, por el ansia de ver a mis padres, a mi novia
y a los amigos. Todo en mi era una barahúnda de emociones incontroladas. Desayune
con prisa y salí del acantonamiento con paso marcial. En la puerta, saludé en posición
de firmes la bandera, me despedí de los compañeros y del Capitán al grito de ¡Buen
viaje!
-¡Buen viaje! -respondieron-
-¡En la frontera nos vemos, no lo olvides!
-¡Hasta pronto, hasta pronto, Capitán!

Emprendí el camino a buen paso, sin esforzarme, conociendo la larga jornada que tenía
por delante y confiando en que haría buen tiempo. Entre el petate llevaba lo
indispensable, el menaje propio del soldado compuesto por unas mudas de ropa, rancho
para dos días, un puñado de municiones y sobre el hombro derecho el fusil: La novia,
según el comandante, la cual debía estar siempre reluciente, bien puesta y lista para
prestar el servicio. El camino de la montaña al valle era agreste y empinado y en ésta
estación, duro, frío y resbaloso. La nieve no terminaba de fundirse, el empedrado del
camino estaba liso, por lo que con frecuencia me deslizaba golpeándome al caer... En
algunos sitios podían verse, sin esfuerzo, las huellas de diversos animales que invitaban
a estar alerta. Los árboles del entorno, la gran mayoría de hoja caduca, estaban aun
desnudos, esqueletos donde se peinaba el viento, silbando con monotonía y a veces se
enredaba en las delgadas ramas quebrándolas con estruendo poniendo en alerta todos
mis sentidos. La acequia no rielaba, su superficie estaba congelada y un extraño rumor
se producía en su vientre. Era el ruido de algo que se mueve con fragor, raudo,
precipitándose contra las rocas del lecho, sin dejar huella de su presencia, salvo cuando
entraba en los remansos, apaciguándose, meciendo las algas. Hacia el medio día hice un
alto en el camino para descansar un poco y reponer las fuerzas. Tome algún alimento y
cerré los ojos un rato. Pensaba en la soledad del camino. En toda la mañana no me había
cruzado con nadie ni había visto ningún animal, solo el canto de algún gorrión
preparando su casa de primavera o el canto de algún búho sorprendido al amanecer y,
en lo más profundo del bosque, el canto del urogallo o el berrear de algún ciervo. Estaba
cansado y el paisaje no terminaba de gustarme. Los árboles desnudos, de contorsionadas
ramas, parecían gesticular, como si quisieran abrazar al viajero, tomarlo entre sus brazos
para quedarse con él. Recordé, entonces, los cuentos de fantasmas, de ninfas, de bruja,
de hadas, gnomos y personajes maravillosos con que el abuelo lleno nuestras tardes de
hastío en fantásticas veladas. Me estremecí pensando en aquellos personajes de ficción
y en la noche que se aproximaba. Recogí los bártulos y apreté el paso. El camino se
hacía cada vez más pendiente y escabroso en la medida en que se aproximaba al valle.
Era como si fuera indispensable saltar al vacío para alcanzar las tierras bajas y, con
ellas, la tranquilidad de espíritu. Se adhirió a mi mente, a mi cuerpo, a todo mí ser un
extraño presentimiento. Tenía miedo. Era un soldado acobardado sin saber a qué...

El sol rumbo al ocaso. La tarde color malva y la neblina que comenzaba a cubrirlo todo
hacían el camino más difícil. Se difuminaban los contornos de las cosas y el esfuerzo
visual era cada vez mayor. Avanzaba con dificultad por los difíciles recodos del camino.
Me esforzaba adivinando lo que tenia al frente: Todas las formas se confundían y los
ruidos, no sé por qué eran más perceptibles, lo que me obligaba a agudizar el oído. No
quería ser sorprendido por un animal o por un salteador de caminos. Seguía adelante
con determinación puestos los cinco sentidos en cada paso. La luz del sol escapaba por
el horizonte y estaba quedando a merced de las tinieblas. Escuche un fuerte batir de alas
sobre las copas de los árboles y luego un ruido fuerte de algo que cae... luego silencio...,
un profundo silencio. Me detuve un instante, afine el oído y la vista pero no escuchaba
ni veía nada fuera de las sombras borrosas del entorno. Me coloque el petate a las
espaldas y agarre, con fuerza, el fusil con las dos manos, en posición de combate,
avance con sigilo, en cuclillas, con el alma en vilo y el corazón golpeándome en el
pecho como un martillo y con la esperanza de que no fuera nada...

Agudice mas la vista y, al fondo del camino, sobre la gruesa rama de un viejo chopo, un
pájaro inmenso, negro y misterioso, me miraba fijamente. Quede paralizado por unos
instantes sin apartar la vista de aquella visión. Recupere el aliento, puse la rodilla
izquierda en tierra y me eche el fusil al hombro, sin pestañear, a la espera del siguiente
movimiento. El pájaro no me quitaba sus brillantes ojos de encima. Me miraba como si
estuviera midiendo su presa, su pico afilado y corvo brillaba bajo las últimas luces de la
tarde mientras permanecía quieto y agazapado en su rama... De pronto, abrió sus
inmensas alas, estiro el cuello, abrió el pico y se lanzo sobre mí en medio de un
horroroso graznido. Un fogonazo ilumino el entorno y retumbo por el bosque y por
entre las cañadas un seco estampido. No vi caer el animal... No pare de correr hasta
llegar al valle... Los recuerdos aun me estremecen...
- Soldado X, ¿salió Usted de franquicia el sábado de los luctuosos hechos?
-Si, sí Señor, así fue.
-¿Se encontró Usted, por el camino, con alguna persona?
-No. No señor.
-¿Vio o hubo algún suceso extraño que llamara su atención?
-Sí. Sí, Señor, al atardecer, cuando el sol se ponía en el horizonte y la neblina subía del
valle para instalarse en las cumbres, escuche en el bosque, sobre las copas de los árboles
un ruidoso batir de alas que me sorprendió. Luego, sobre un viejo chopo vi un pájaro
inmenso, negro de corvo pico que me miraba fijamente. Yo me asuste. Me eche el fusil
al hombro y le dispare cuando emprendió el vuelo para atacarme. No vi si cayo o no
porque me lance a correr, sin tomar aliento, hasta que alcance el valle...

-Soldado, el pájaro del que Usted habla era la vieja Achieta, mujer de ochenta años, mal
llamada por sus vecinos la bruja. ¡Queda Usted detenido por homicidio!

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