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CAPÍTULO III

Dos noches atrás, cuando entraba en el Parque Nacional Yosemite, la sorpresa de la

comodidad del encargo le demostró que la decisión había sido acertada.

Las advertencias y consejos de su broder Hernán y su prieta Lupe se correspondían con dos

medrosos que jamás estarían a su nivel.

Cuando se adentró en el Parque nomás llevaba unas horas plagiando la vida de dos

desconocidos. Mientras lo atravesaba, la confianza le llevó a aproximar el Chevy hasta tal punto al

coche acechado que el bíper de seguimiento se aceleró a un volumen que hizo volar su corazón. Los

acantilados de granito se elevaron como muros imposibles de sortear. El agua de las cascadas lo

cubría y veía alejarse las burbujas que formaba su propio jadeo mientras naufragaba. Y las ramas de

las gigantescas secuoyas lo atrapaban en un delirio de angustia provocado por un entorno

desacostumbrado. Decidió continuar y abandonar la zona protegida, donde evitaría una prematura

coincidencia con su objetivo. Sirviéndose del coche como albergue y sin la previsión de una larga

estancia, se estableció en la confluencia de la ruta que se dirige hacia el sur y la que lleva hasta el

Mono Lake. Desde el instante en que detuvo el motor del coche suspiró porque el ansia de contacto

con la naturaleza de la pareja gringa se agotara lo antes posible.

Hoy amanecía por segunda vez desde que dejó su casa para ir al trabajo, y ni en el
argumento de la más irreal fábula podía concebir que alguien decidiera pasar dos noches entre

aquellas selváticas montañas. Menos exótico que hostil era el juicio del jomboy sobre la saludable

vida al aire libre. Dos anocheceres fueron más que suficientes para plantearse dudas sobre un bisnes

que de momento no tenía ni el suspense de lo imprevisible, ni la acción de la esperada batalla. El

tedio de la soledad del día y el pánico atroz a los anónimos ruidos de la noche, le dieron mala onda.

El estado de ansia que provoca la falta de víveres, constituyó el tercer infortunio de la misión.

Soportar una noche más sin refugio y con un desierto por estómago lo asumía inviable.

Durante dos días sólo comió el lonche que llevó de casa e inmundos despojos abandonados por

montañeros.

Se quedó absorto pasando el único arma que portaba, un filero que usaba a partes iguales en

los breiks laborales y en las algaradas con la clika, por las rugosidades de la última pieza de fruta

comestible. Pensó en la costanera de Mazatlán, las olas, el olor a fritura del pescado, los puestos de

cocos y paletas de helado y los pelícanos sobrevolando por encima de sus cabezas.

El padecimiento en lugar desconocido lo dirigió a los mejores recuerdos con su ruca y su

familia.

Lupe llegó en sus teens a los Yunaites, después de morir su padre y acompañada por su

madre. Ni la jefita ni ella se acostumbraron a la violenta y angustiosa vida del Este de Los Ángeles.

Su madre no llegó a cumplir el segundo año de wet back y murió con la amargura de leer en la cara

de su hija que cruzar la frontera no fue una buena decisión.

La incomprensión de la ciudad de Los Ángeles les hizo limitar sus movimientos a un ínfimo

círculo de cuadras. En ocho años de supervivencia en la ciudad Californiana, la Avenida César

Chávez había sido la punta del compás que dibujaba un arco hacia el norte, por debajo del Dodgers

Stadium, y otro al sur, por encima del distrito de Watts. Fue el área que perteneció a Chávez

Ravine, el pueblo que los inmigrantes mexicanos erigieron al lado y al margen del centro de Los

Ángeles en la década de los cuarenta. El corporativista gobierno angelino se lo cambió por un

estadio de béisbol.
La nostalgia de familia y amigos en San Francisco, limitó sus vidas a ir y volver del

dormitorio rentado en el distrito de Mission a sus lugares de trabajo. Padecían la resignación de la

rutina y ninguno de los dos tropezó con algo que se aproximara a la felicidad.

Sus propósitos estaban tan enfrentados que era una quimera la posibilidad de que sus

caminos se entrelazaran. Hacer lana de volada era el fin de vivir para Benito. Dejar una tierra donde

nunca encontró su lugar, el deseo de Lupe. Hoy añoraba las batallas perdidas y le ahogaba el

desamparo de su vieja.

Las estaciones de radio fueron el único sostén en las cumbres del Yosemite. En plena

naturaleza, las rolas y los comerciales que sonaban a través del stéreo del Chevy, le provocaban el

sentimiento de estar más cerca del mundo que él conocía. Conseguían evadirlo de la soledad de la

nada y le daban ánimos para seguir y superar los malos momentos en los que, por su alocada

simpleza y necedad, se sumía en las oscuras profundidades del miedo. El final del viaje por el túnel

de la inquietud y el desasosiego, siempre estaba escenificado en las últimas horas que pasó en Los

Ángeles. La crueldad, el éxodo y la calumnia a su jaina, lo hostigaban en un colérico delirio.

-”La clica bajaba bien brava. Habíamos wachado una muvi bien violenta. La balasera más

grande que jamás hayas visto, honey. Unos mexicanos le habían partido la madre a un gringo. Le

ataron las manos a un carro y lo jaloneaban dándole vueltas a un patio. Pero los compas del gringo

decidieron darle un aliviane. Simón, carnal, al ratón vaquero estaban lloviendo plomazos a todo

mecate. Cuatro gringos contra una bola de pinches militares mexicanos, mija. Y así bajábamos la

raza, vieja, bien caldeadita. Dispuestos a romperles la madre a esos pinches putos chanates de

Watts. Porque la vida es un riesgo, honey. Y a la raza no la friega ningún bato, nel ni madres.”

-Lupe apoyaba su cabeza contra el cristal de salida de emergencia en el bus de la Greyhound que los
llevaba a San Francisco, horas después de la muerte de un aprendiz de black gangsta. Escuchaba a

Benito en su ilusorio relato de los hechos. Ella, consciente del inmaduro juicio de quien le hablaba,

callaba sin aprobar la actitud de embustero y seductor adolescente de su boifren. Y Benito, delatado

por la arrogancia de sus palabras, revelaba el temor sufrido en el verdadero escenario de la tragedia.

La impavidez de Pike Bishop cargando el rifle después de coger con la puta mexicana, siendo

conocedor de la proximidad de su muerte, era la antítesis del estado de agitación que se había

apoderado del grupo cuando decidieron salir de caza. La única conexión entre el Grupo Salvaje de

Sam Peckinpah y la clica de Benito era su condición de perdedores.

Cuando bajaban por Alameda Street en dirección a Watts, armados con bates y camisetas de

los Dodgers, no era para jugar un partido de béisbol. Iban dispuestos a vengar el agravio de un

negro sobre una plebita de su barrio.

Caminaban ajenos a la verdadera humillación que supuso el expolio de tierras sufrido por

sus antepasados en los años 50, cuando fueron expropiados por la ciudad de Los Ángeles para erigir

el estadio del equipo que idolatraban.

Marchaban ajenos al sepelio del mundo exclusivo que los mexicanos construyeron en el

barrio Chávez Ravine. Ajenos a los gritos de dolor del adobe de las casas cuando era derribado por

excavadoras en “nombre del progreso”.

Caminaban con provocadora arrogancia y el arrojo de la ineptitud, conocedores del asilo que

les proporcionaba el grupo. Las direcciones de los viandantes eran alteradas para no pasar cerca de

la banda que había hecho suya la calle.

Poco después de entrar en el barrio de Watts, un chico negro, diferente de los jomboys solo

en el color del cuero, estaba concentrado con miraba codiciosa en los walkman de saldo que lucían

tras la luna de un escaparate. Una ligera sensación de pasos acercándose a su espalda fue el brutal

preludio de cómo fue sacado de su abstracción, cuando el más decidido de los cholos levantó el bate

para hacer un jonrón y lo incrustó contra la rizada cabeza del muchacho. Mientras miraba cómo

minúsculos trozos de oscuro cuero cabelludo habían quedado pegados en el bate, otro del grupo
remataba la transa aprovechando la inmovilidad del cuerpo vuelto hacia el cielo. Tres nuevas

descargas en la cara con la fuerza que lanzaba el “Toro Valenzuela”, fueron suficientes para que la

víctima no se levantara jamás.

El reclamo de walkmans de ocasión quedó teñido con la sangre de su rostro.

La inconsciencia del ser golpeado les produjo unos instantes de indecisión, que se rompieron

con los gritos de una mujer y la carrera del primer bateador en dirección a casa.

Benito tenía dos yunques atados a sus tenis y la mirada fija en la deformada cara del negro.

El brotar de la sangre en el oscuro fondo de su piel carecía del dramatismo que ofrece el contraste

en la palidez de un blanco, pero el miedo a la aceptación del hecho bloqueó su reacción hasta que

oyó llorar las sirenas de los placas. Pocos minutos después estaba tan atropellado en casa de Lupe,

que no podía articular palabra.

Ella tomó el dinero y la decisión de partir lo más al norte que les permitiera su poca feria

ahorrada.

La escena era tan nítida como la imagen de sí mismo en el lago donde se había lavado al

amanecer. Le resultaba difícil imaginar un lugar más lúgubre en el planeta. La escasez de agua y las

piedras formando tétricas formas humanas, daban una siniestra imagen al paisaje que únicamente

frecuentaba de día y evitaba en la noche.

-Órale Mono Lake, eres tan feo como un chango. A poco parece que estoy wachando una

muvi futurista.

El bíper de su busca sonó, salió acelerado hacia el coche, llegó hasta el cruce y a los pocos

minutos los vio pasar. Se le escapó un suspiro de alivio.

Dormiría en cama y comería caliente.

Comenzó a actuar atorado, se paró unos segundos y respiró profundamente. -"La prisa

mata"-, recordó. Tomó el carro, prendió un cigarrillo y salió lentamente a la pequeña carretera que
bajaba hacia el sur.

Pasó por pequeños pueblos que dejaban atrás los grandes árboles que hablaban con el viento

de la noche.

A veces su biper sonaba, detenía el coche y dejaba pasar el tiempo. No quería correr el

riesgo de acercarse demasiado y sembrar recelo en los güeros.

A la entrada de un pueblo de nombre Lone Pine el bíper no dejó de sonar tras detener el

carro. Esperó una hora y, muy despacio, mirando a los dos lados de la carretera para localizar el

Petit Cruiser azul, comenzó a atravesar la localidad.

Los turistas saturaban el lugar a primera hora de la tarde.

Cuando llegó a mitad de la calle que partía la localidad en dos, lo vio aparcado en la puerta

de un motel. Pasó despacio, sin apartar la vista del carro.

Se decidió por el motel más asequible a las afueras del pueblo. Necesitaba sosiego e

higiene. Se desplomó en la cama tras la ducha de agua caliente y, cuatro horas más tarde, ya de

anochecida, se despertó con el estómago encogido de hambre.

El cartel de No vacancies colgaba de todos los hoteles cuando volvía andando por la

carretera hacia el pueblo. El Petit Cruiser, inerte delante del motel, le hizo sospechar que los güeros

se habían abandonado al reposo.

Se llegó hasta un viejo restoran mexicano que descubrió entrando a la pequeña ciudad.

Ocupó un taburete a mitad de la amplia barra y pidió una cheesburger, quesadillas y una soda.

Cuando se disponía a engullir el primer bocado caliente en varios días, los vio sentados en la

última mesa. La escasa concurrencia le facilitó reconocerlos. La güera de espaldas y el güero

ofreciéndole su cara de pinche gringo.

A pesar de la distancia se sintió incómodo por su presencia y volvió a padecer la codicia de

la fortuna ajena. Brindaban con Corona por una relación de camaradería y esbozos de vida
imposibles para sí mismo.

De repente notó que alguien se le acercaba desde el fondo del restoran. Benito sujetaba

media hamburguesa con la boca y la otra mitad se le deshacía entre los dedos. Tenía las dos manos

enfangadas en una masa sanguinolienta de ketchup y mostaza. Y cuando oyó que le preguntaban

por un bar dónde tomar una cerveza sólo pudo exhibir una bocaza llena de dientes y carne de tercera

categoría.

-Is there any music bar around here for a beer? -le preguntó el güero.

Sufrió una parálisis cerebral transitoria y quedó incapacitado para vocalizar una sola letra.

Ni un gruñido pudo articular. Miró al güero de reojo y pensó que el cazador había sido cazado.

El dueño del local intervino y lo liberó del estúpido contratiempo.

-Over there nomás, señor -le contestó el camarero. Y el güero volvió a su mesa a seguir

departiendo con su compañera.

-¿Paseando? -Le interrumpió el dueño que ya enlazaba una conversación con otra

desanimado por la falta de clientes.

-De paso, para visitar la familia en Las Vegas.

-Chale, la ciudad de la chingada. Todos están corrompidos. Solo de oír el nombre se me

enchina el cuero. Cuídate chamaco y aprovecha bien la chance, porque si no pillas un buen jale,

terminaras echando hueva y te archivarán de volada. Eso sí, las mamasitas que circulan por allí

están a toda madre, simón carnal, tienen las mejores carrocerías. ¿De aventón?

-No, llevo mi propio carro -contestó Benito con una mezcla de soberbia y hastío por la

cantinela del mesero.

La incomodidad del dueño le hizo olvidarse de los güeros y sin darse cuenta, mientras

apuraba el último bocado, tenía a la pareja a su espalda camino de la puerta de salida.

Disimuladamente, los wachó salir del restoran y oyó cómo se despedían del dueño en un lindo

español. Todavía alcanzó a ver a través de los grandes ventanales del local, cómo entraban en un

antro situado al otro lado de la calle.


Un tequila y el sosiego que obtuvo con la partida de los güeros, le depararon un desenlace

bien chido. Se despidió del dueño en condición de último cliente y volvió carretera abajo de camino

al motel.

Su estampa de pachuco del siglo XXI, con amplios livais, gorra de los Dodgers, camisa

abierta y sobrada de talla y grotesca cadena color amarillo-oro de la que pendía un ordinario

medallón, combatía contra su temperamento titubeante. Las sombras en la noche de la ingenua

ciudad y la cobardía de la soledad le hicieron acelerar sus cortos pasos y llegar al hotel en un breve

instante.

-Madrecita mía de Guadalupe, llévame en tu corazón. -Nunca se encomendaba, aunque lo

había visto hacer toda la vida a sus padres, y por primera vez le sirvió de aliviane mientras se

dormía.

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