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CAPÍTULO II

La procesión de clientes esperando rentar un vehículo en una de las agencias de la calle

O'Farrell en Frisco era desesperante. Aparatos de aire acondicionado tullidos. Humedad

gobernando un ambiente irrespirable.

La estudiada cortesía de los empleados a la hora de indagar sobre los destinos de los clientes

no desconcertaba a nadie. Horas de tediosa espera. Folletos publicitarios bailando sobre las caras

aliviando el sofocante calor.

El cansancio crecía y los niveles de paciencia en la hastiada fila flaqueaban. La cadena

humana, que giraba varias veces sobre sí misma, había adoptado el modo de traslado de un

parsimonioso reptil.

-¿Agarraste la onda, Benito? El carro, los lugares, el contacto.

-Simón, bos. Lo tengo bien guardado en la chompeta – El chico reforzó la afirmación

apoyando su índice derecho sobre la sien y mirando fijamente al hombre que le interpelaba.

La hipócrita confianza no vencía a su evidente indecisión. A pesar de las incontables

ocasiones en que el patrón le instigó en aceptar un cometido al margen de horarios y funciones, la

duda perduraba una vez admitido.

Durante los últimos días trituró en su cabeza la oportunidad que se le presentaba de obtener
dietas con un trabajo fácil. Lo animaba la posibilidad de no terminar de limpiacarros.

La segura discrepancia de su jaina, Lupe, le hacía vacilar.

Decidió en contra de su naturaleza insegura y aceptó las reglas de un torneo en el que él

mismo sería su principal rival.

Nada más abrir el juego cometía el primer desliz.

En su proyecto no incluía a la persona con la que compartía sus pesares.

En cuanto el patrón se ausentó del garage, Benito invadió la pequeña y mugrienta oficina

situada en los bajos de la agencia.

La responsabilidad que supone una decisión riesgosa se le agarró a la garganta. Con la mano

encima del teléfono sentía el temor a una mentira descubierta. Le impedía levantar el auricular, y

hablar sin la vacilación que provoca un sentimiento de culpa.

-¿Bueno? -Contestó una voz al otro lado.

-Qué onda, honey. Te foneo desde el parkeadero de la agencia. I'm sorry, pero el bos me

pide que trabaje overtaim. La pura neta. Tiene un bisnes bien padre y estaré fuera de la ciudad un

par de días. Tengo que colgar, no puedo usar este fone. Si me checa el bos, se me encabrona. Te

vuelvo a llamar en el breik. Kisses, honey.

Apoyó el auricular en la base del teléfono y cerró los ojos esperando la condena por la

infamia.

Navegaban juntos, pero sus caminos se mantenían paralelos sin saludarse en ningún punto.

Lupe quería volver a la tierra que la vio nacer. Odiaba los Yunaites.

A Benito no le gustaba la tierra de sus jefitos.

“No eres un gallo, honey. Eres gente humilde y te sobra corazón, pero no para maldades. No

puedes andar de malo siendo bueno.” Recordaba sus palabras con tanta nitidez, que Lupe parecía

sentada a su lado.

Ella lo sacó de las gangs cuando vivían en el Este de Los Ángeles. Ser espectador en una

reyerta impulsó el alejamiento de familia y amigos siendo casi plebitos. Huyeron hacia el norte en
un bus de la Greyhound, con un ridículo presupuesto.

Se ensimismó en el auricular intentando concentrarse en su nuevo cometido y olvidar a Lupe

y sus reproches.

Combatía contra sí mismo y recordaba la tierra de sus padres. La misma donde Lupe vio la

luz. Grandes trocas del año, enérgicos stéreos, trajes nuevos y fajos de dólares. "Sin posición en la

vida no eres nada, y no es el momento de rajarse." Pensó.

Falto de codicia.

Falto de carácter.

No le mortificaba su pobreza, solo que se la mencionaran. La amargura le recorría la sangre.

El pánico y el temor a que Lupe no volviera a confiar en él, le destrozaba por dentro. Pero el orgullo

le vencía.

Aceptaría el regreso, pero no como un quebrado.

-Chale homs. Ponte alalva pendejo. -Hernán, compañero de Benito en la agencia,

evidenciaba su veredicto en contra de la decisión tomada por su compa.

-Órale man. No te agüites conmigo, cabrón. -Contestó Benito.

-Te van a partir la madre, cabrón. Esos pinches putos son una bola de razos. A mí me

chingaron un vez y nomás les dije ahí nos vidrios cocodrilo. -Insistía Hernán en el intento de que

Benito renunciara a la misión.

-Chale, ese. Estoy en el plan “disfrute ahora y pague después”, homs.

-Wacha lo que tienes alrededor, carnal. Wacha el patrón. Wacha el garage. Mugre, carnal,

solo mugre.

-No me periquees cabrón. Me vale madres cuando te las tiras de abusao. Nomás un jale y

agarro descuento.

-Tienes una ruca que me vale madres, carnal. Y nomás andas rifándote el cuero, homs.
-Yo soy bien bravo, carnal. Me rifo la vida con quien quiera, o qué? -Reaccionó Benito.

-Suaveciiiiito, ese. Sigue tu onda, homs. Nomás piénsalo bien antes de dar un placazo.

-Es un bisnes bien chingón, ese. Mucha raza lo ha hecho por una buena lana.

-No seas güey y deja el bisnes para otro bato. Dos años atrás que te conozco y eres bien ley.

Eres buena onda, ese. Y ahí nomás, que quiero lo más nais p'a ti y tu chavita, pero nomás ahí te lo

digo, güey -remató Hernán.

En los días de dudas Hernán siempre intentó disuadir a su broder de aceptar la transa. Ahora

ultimaba sin éxito la tentativa final.

De espaldas a Benito, se encajó la grasienta gorra de béisbol con la visera vuelta hacia atrás.

Incrustó sus manos en los bolsillos del mono de trabajo y se fue, con ritmo cansino, a rematar el

carro que le había ocupado media jornada.

Benito lo acompañó con la mirada y llegó a considerar, durante unos segundos, un probable

compadreo entre Hernán y su jaina. Era la única relación que sustentaba en San Francisco, al

margen de Lupe. Y ahora lo veía bien enchilado por la decisión tomada. Pensó en la posibilidad de

una intriga concertada para desbaratar cualquier intento de desviarse del aburrido sendero que Lupe

le marcaba en los últimos meses. Una vida de moderación, lejos de la insensatez vivida en Los

Ángeles.

Insensatez de asaltos, estragos y connivencia con la muerte.

Una pareja que pasaba entre él y Hernán le hizo olvidarse de su amigo y compañero. Clavó

sus ojos en ellos y observó como se acercaban al coche que horas antes había limpiado.

El mismo en el que había instalado un microchip de seguimiento y fabricado un doble

fondo.

Un microchip de seguimiento para vivir en espejo la vida de las dos personas que ahora

contemplaba por primera vez en su vida.


Un doble fondo para rellenar con una carga que no conocía y que le entregarían unos tipos

en la ciudad de Las Vegas.

Unos tipos que tampoco conocía.

Una carga de medio millón de dólares.

El pulso se le aceleró.

Los observaba abriendo la cajuela y metiendo los bultos. Con la parsimonia que acarrean

aquellos que consideran que el tiempo es algo secundario y los faculta para disfrutar de cada

momento, por inapreciable que sea.

Tras un beso conectaron el stéreo, pusieron música para gringos viejos y salieron

pausadamente.

Con la manga de su mono de trabajo llegó a formar un ojo de buey en el mugriento cristal

del despacho para seguirlos con la vista, hasta que se desaparecieron por la rampa del garage

camino del exterior.

Minutos después de su salida, recuperó la consciencia y miró la hoja de ruta que su mano

arrugaba con fuerza. La misma que habían pasado los empleados de la oficina de atención al

público al jefe y éste le trasladó a él. Vio nombres de lugares y ciudades. Tijuana le recordó casetas

de inmigración, días con sus noches de cuerpo entumecido en camiones de la Greyhound, Lupe,

veranos de Mazatlan.

El resto, nombres conocidos de sus largas horas ante la tiví imposibles de ubicar en el mapa.

Lentamente, con los ojos cerrados, se encajó la gorra de béisbol y comenzó a pensar en

Lupe.

Las piernas le flojeaban.

“Chale homs, es la primera vez, voy a dejar de ser un pinche culero como el pinche bato ese

de Hernán. Simón que sí, o qué?”.

Tomó un pequeño Chevy. El tráfico y el calor en el centro de San Francisco eran asfixiantes,

pero tuvo la sensación de que los límites de su vida eran inagotables. Comenzó a sentirse parte de
un mundo del que hasta hoy no había sido partícipe. Ahora era una gota más en un mar de vehículos

y gente desconocida. No era aficionado a la música, pero el sentir el corazón alegre le llevó a

sintonizar estaciones. Se quedó con la Ké Buena. Sonaba Estoy enamorada de Yolanda Pérez.

“Cada día están más cortas


esas faldas que te pones
tengo miedo que un día de estos salgas en puros calzones.
Tú no me entiendes dad!
Yo no soy niña dad!
Yo voy a tener novio and I don't care if you get mad.
Estoy enamorada y mi padre no lo entiende...”

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