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Hepburn
Por Giancarlo Cappello1
Se fue con estilo, es decir, nos dejó. De improviso, cuando quiso. Porque así
era ella. Había nacido en Hartford, Connecticut el 12 de mayo de 1907 en
una familia estadounidense de clase alta y talante liberal. Su padre era
médico, su madre abogada y activista por los derechos de la mujer, pero ella
quiso actuar. La pinta de muchacho, los pantalones holgados y la voz nasal,
no eran los mejores pergaminos de una aspirante a actriz. Las otras mujeres
se presentaban a las pruebas impecables y a la moda, pero Kate era distinta.
Era bastante alta y su cabello corto la hacía ver más alta. Solía andar con un
suéter de hombre que entallaba a su espalda con un alfiler y un viejo
sombrero de fieltro con agujerito en el ala. La suya no era la estampa de una
mujer descuidada, producto de la pobreza o el mal gusto, sino la de una
excéntrica atractiva. Por más curiosa que resultara su vestimenta, elegía
diseños que le iban bien y ocultaban sus formas femeninas para fijar la
atención en su increíble rostro, anguloso, lleno de pecas. Pecas, por cierto,
que de pequeña le preocuparon mucho, temerosa de que la rechazaran. Anne
Edwards, biógrafa de la actriz, cuenta que fue la madre de Kate quien borró
ese miedo advirtiéndole: “Hija, no debes olvidar nunca que Jesucristo,
Alejandro Magno y Leonardo Da Vinci eran pelirrojos y pecosos y mira dónde
llegaron”. No vamos a discutir la fuentes en las que se basó la señora
Hepburn, pero le agradecemos sobremanera el empujón.
Así nos hicimos sus amantes, los que ahora pasan los 60 y los que la
conocimos en el retiro. Cuando a finales de ese junio nos dejó, orgullosa, con
elegancia, con dignidad, las luces de Broadway se apagaron por 10 minutos
en su honor. Cuando volvieron a brillar, la multitud estalló en aplausos. "Ella
fue probablemente la dama más llena de gracia que hubo alguna vez". La
frase fue recogida por distintos cables de prensa y los viudos de Katharine
Hepburn todavía nos secamos una lágrima. Porque la seguimos queriendo
tanto.