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Los viudos de Katharine

Hepburn
Por Giancarlo Cappello1

“Hay mujeres y mujeres... y además Kate.


Hay actrices y actrices... y además está Kate”
Frank Capra

Se fue con estilo, es decir, nos dejó. De improviso, cuando quiso. Porque así
era ella. Había nacido en Hartford, Connecticut el 12 de mayo de 1907 en
una familia estadounidense de clase alta y talante liberal. Su padre era
médico, su madre abogada y activista por los derechos de la mujer, pero ella
quiso actuar. La pinta de muchacho, los pantalones holgados y la voz nasal,
no eran los mejores pergaminos de una aspirante a actriz. Las otras mujeres
se presentaban a las pruebas impecables y a la moda, pero Kate era distinta.

Era bastante alta y su cabello corto la hacía ver más alta. Solía andar con un
suéter de hombre que entallaba a su espalda con un alfiler y un viejo
sombrero de fieltro con agujerito en el ala. La suya no era la estampa de una
mujer descuidada, producto de la pobreza o el mal gusto, sino la de una
excéntrica atractiva. Por más curiosa que resultara su vestimenta, elegía
diseños que le iban bien y ocultaban sus formas femeninas para fijar la
atención en su increíble rostro, anguloso, lleno de pecas. Pecas, por cierto,
que de pequeña le preocuparon mucho, temerosa de que la rechazaran. Anne
Edwards, biógrafa de la actriz, cuenta que fue la madre de Kate quien borró
ese miedo advirtiéndole: “Hija, no debes olvidar nunca que Jesucristo,
Alejandro Magno y Leonardo Da Vinci eran pelirrojos y pecosos y mira dónde
llegaron”. No vamos a discutir la fuentes en las que se basó la señora
Hepburn, pero le agradecemos sobremanera el empujón.

Su primera aparición fue como figurante en La Zarina, una obra sobre


Catalina la Grande; era una de las cuatro damas de compañía, no tenía
texto, pero cuando aparecía en el escenario, la chica despeinada y con
modos ligeramente masculinos desaparecía y daba paso a una presencia que
se apoderaba del escenario. De allí pasó a Broadway, interviniendo en varias
producciones teatrales antes de debutar en el cine, en la RKO, al lado de
John Barrymore con "Doble sacrificio" (1932). Su papel debut como Sydney
1
Licenciado en Comunicaciones por la Universidad de Lima y Magister en Literatura
por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Se desempeña como guionista de
televisión y docente universitario.
Fairfield fue muy auspicioso y sólo al año siguiente, con "Gloria de un día",
lograría su primer Oscar.

Dueña de una gran seguridad en sí misma y de una honesta arrogancia, Kate


tenía una forma de ser tan individual, que a veces provocaba rechazo y
críticas. Le gustaba vivir como un hombre, era independiente, manejaba su
propio auto, le encantaba pilotear aviones y aeroplanos y se movía por todo
el mundo a sus anchas. Su vocación liberal y su apoyo a la causa de los
derechos de la mujer, la convirtieron en la mágica encarnación del espíritu de
ese siglo XX que empezaba a cuajar.

Ese mismo espíritu le impedía asistir a eventos publicitarios fuera de los


platós, hecho que enfurecía a sus productores y que no terminaba de
contentar al público de la época. Por eso, y por el modesto suceso de sus
películas, fue conocida como "veneno para la taquilla". Pudo ser Scarlett
O’Hara en Lo que el viento se llevó, pero sus antecedentes la traicionaron.
Muchos de los que deseaban verla hundida en su propio orgullo se frotaron
las manos cuando rompió sus lazos con la R.K.O y se refugió en Broadway.
Ilusos, la distancia sólo consiguió que su figura creciera como se forjan las
leyendas.

En 1928 se casó con Ludlow Smith, un aristocrático norteamericano de quien


se divorció pocos años después. Pero pretendientes nunca le faltaron. La
prensa buscaba detalles de sus affairs con el millonario Howard Hughes y con
el empresario teatral Leland Hayward que, entre otras cosas, le compró los
derechos de la obra teatral The Philadelphia Story para que pudiera
protagonizarla en el cine. Sin embargo, el gran amor estaría por llegar.

Con "Historias de Filadelfia" (1940), Katharine Hepburn se reconcilió con su


público y las salas de cine se llenaron para verla. Era la gran revancha. Ahora
ella pondría las reglas. A fines de los cuarenta conoció a Spencer Tracy. Se
cruzaron en la antesala del gerente de producción de la Warner. Tracy ya era
famoso y sería pareja de Kate en su próxima película. Ella no quiso sentirse
menos y aprovechando los tacos que llevaba puestos debajo de su gran
estatura, miró hacia abajo al actor y le dijo al tiempo que le extendía la
mano: “Espero igualar su talla, señor Tracy”. A lo que Spencer contestó
inmediatamente: “No se preocupe, me encargaré de ponerla a mi altura”. Y
así nació uno de los duetos más memorables de la historia del cine. Juntos
protagonizaron 9 películas. "Adivina quien viene a cenar esta noche" (1967),
por la cual Kate consiguió de nuevo el Oscar, fue la última de este ciclo, pues
Tracy fallecería poco después.

Aunque nunca se casaron, porque él tenía mujer, un hijo enfermo y su fe no


le permitía la idea del divorcio, su amor era conmovedor. “Fue raro
-confesaría Kate en sus memorias- Al principio Spencer creía que yo que era
lesbiana porque siempre andaba en pantalones y me movía como si fuera un
hombre. Pero esas ideas duraron muy poco y luego ambos nos reíamos de lo
que cada uno pensaba acerca del otro. Era un irlandés típico, a veces tomaba
mucho y se ponía mal. No se por qué lo quise tanto. Sólo puedo decir que
jamás hubiera podido dejarlo”.

En los siguientes decenios trabajó para la televisión y esporádicamente para


el cine. Cuando aparecía en el ecran, era a lo grande. De esta época destaca
"En el estanque dorado" (1981), que le valió un nuevo Oscar, aunque
posteriormente aparecería en producciones sin interés como "Un asunto de
amor" (1994) y en una versión de "Tu y yo" dirigida por Warren Beatty, que
supuso su última aparición en el cine.

Desde el retiro en su casa de Connecticut, Kate siguió vigente, instalada en


los corazones de sus amantes de butaca y de la gente común. Fue una
especie de voz de la conciencia que los norteamericano fueron desoyendo:
“El cine podría ser uno de nuestros grandes medios de educación hoy en día.
Sin embargo, ante una película que intente analizar una situación en la que
todos estamos envueltos, en lugar de estimular al pueblo a seguir en su
propia lucha de forma simple y honesta, al público se le induce a que no oiga
ni diga ni haga nada”. Y lo declaraba al New York Herald Tribune en 1938, en
su apogeo como actriz.

En 1984 una encuesta estadounidense entre mil quinientos adolescentes


pedía que nombrasen a diez héroes contemporáneos. Kate apareció en el
séptimo lugar, la única mujer en una lista que incluía nombres como Michael
Jackson, Clint Eastwood y el Papa. De hecho, Kate estaba un lugar encima
del Papa. Había roto las barreras de la edad y del sexo. Había desmitificado
la vejez, algo a lo que los jóvenes temían, apareciendo de edad avanzada en
la pantalla, sin miedo a que la cotejaran con su asombrosa imagen de
juventud. Aún con setenta y siete años, su rostro en la portada de una
revista era capaz de vender tantos ejemplares como las más cotizadas
damas de la época. Se había convertido en un símbolo y aunque podía
evadirse de la realidad, prefería compartir las apuestas y angustias de todos:
el McCarthysmo, el movimiento pro derechos civiles, el feminismo, los
rehenes de Irán, hasta se cuadró en primera línea ante la reducción de
beneficios para los ancianos, los pobres, las minorías y las mujeres durante
la administración Reagan. Todavía seguía encarnando el espíritu de un
magullado siglo XX y aquellas máximas de integridad, fortaleza, valor y
fidelidad con las que había crecido.

Así nos hicimos sus amantes, los que ahora pasan los 60 y los que la
conocimos en el retiro. Cuando a finales de ese junio nos dejó, orgullosa, con
elegancia, con dignidad, las luces de Broadway se apagaron por 10 minutos
en su honor. Cuando volvieron a brillar, la multitud estalló en aplausos. "Ella
fue probablemente la dama más llena de gracia que hubo alguna vez". La
frase fue recogida por distintos cables de prensa y los viudos de Katharine
Hepburn todavía nos secamos una lágrima. Porque la seguimos queriendo
tanto.

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