Es muchísima la cortesía que manifiesta esta consumidora. Espera que el
señor mayor y la muchacha de los tres nenes agarren el carro antes que ella. No hay que tener prisa. Su visita a este lugar amerita tiempo, paciencia, espíritu. Carro en mano, muestra su tarjeta de ingreso, no olvida agarrar su libreta de cupones y comienza a deslizarse por su destino, este lugar de cosas inmensas. Su marido va a su lado en señal de la mayor seguridad habida. Este es, de hecho, su momento. Sí, el marido no compone mucho el resto de la semana pero siempre dice presente a la hora de asistir al gran almacén, que es el nuevo espacio de su hombría, de demostrar que aún tiene una importancia sustancial en el núcleo familiar: cargar las cajas enormes, comprar la bebida del hogar, poner en uso alguna tarjeta de crédito como si no le pesara. Como les decía, ella mueve su carro. Domina la escena. La inmensidad de este destino la engrandece a ella también. Cuando salga de aquí, y durante todo el tiempo que permanezca fuera, pensará críticamente en esa devoción por lo enorme y ordinario. Ahora, sin embargo, es el momento de la entrega absoluta, de la inconsciencia. Se sumergirá en ellas sin cuestionamientos. Bueno, casi. Porque piensa. O sea, se lo pregunta. Cómo es posible que los medios pretendan convencerla de que existe tal cosa como una “crisis de alimentos”. Es inminente, aseguran. Ya ocurrió. ¿No conocen este lugar descomunal, iluminadísimo? Vuelve a observar la próxima estación de su destino y se dice (no es irreverencia política sino sentido común) ‘¿De qué hablan?’ A cada hora encarece cada alimento. En general, en los últimos nueve meses han aumentado en un 45%. El trigo nada más se ha disparado en un 130%. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, (CEPAL), la indigencia en la región crecerá de 68,5 a 84,2 millones de personas. Unjú. ¿Que una cajita de maíz ya no es una cajita de maíz? ¿Que ese maíz, y el azúcar, y el aceite son ahora otra cosa, fuentes de energía, como si fuera petróleo? Dirán lo que quieran, vuelve ella, pero es absurdo que se pretenda convencer a la gente de semejante asunto en medio de este exceso, de este abismo que es su club- almacén más cercano y que cada vez cala más en la médula familiar. Quieren que se entre en razón, que se comprenda que el precio del petróleo es insostenible, que se están buscando sustitutos de energía cuya materia prima son estos alimentos y eso nos va a virar a todos la tortilla. Pero aquí estamos, dentro de la propia evidencia de que nada puede contra nosotros. Aquí estamos en el comprobante de la salvación: Whole foods sale. Dicen que la crisis va a cambiar el mundo, que los pobres se morirán de hambre, precisamente en el momento de más abundancia de la historia. Irremediablemente, sólo en América Latina y el Caribe, unas 10 millones de personas pasarán a la indigencia debido al aumento en los precios de la comida. Esto sin contar a los que pasarán a ser pobres, que será una cifra similar. Para los economistas, no es lo mismo ser indigente que ser pobre. Pero aquí quién es pobre, piensa ella, lo piensa de buena lid. Extiende la mano y prueba esa carne en tiritas que ya viene lista para calentar. Le dice al marido que agarre tres bolsas, para que duren. Lo sabe en el fondo, que el viaje a este lugar es excesivamente grotesco, desequilibrado, tiene su perversidad. Pero los especiales la deslumbran, para qué negarlo. Ni hablar de ese sitio álgido, casi mágico, donde guardan las frutas y los vegetales, todos tan coloridos, tan frescos, impecables. Es inevitable asaltar cada rincón, cargar con todos. Son demasiados en cada envase, y está consciente de que jamás podrán comer tanto vegetal, tanta fruta, pero los compra de todos modos, diciéndose que así provocará un cambio radical en la dieta familiar. “De hoy en adelante, comeremos frutas y vegetales, montañas de ellos todos los días y todas las noches. Seremos la gente más saludable de todo Guaynabo, del área metropolitana, de Puerto Rico”. Así justifica su vulgar exageración, sus dólares y centavos lanzados río abajo como preludio de una podredumbre anunciada. También están todas esas etiquetas de ‘Organic’ y es que -hay que decirlo- la desarman. Sospecha que todo es un gran ‘bluff’ pero, sin embargo, cuando está frente a esa etiqueta es como si la hipnotizaran. La sobrecoge esa ilusión breve de salvación, y se asegura que ese producto la librará de todos esos males terribles que acechan por todas partes: cáncer, sobrepeso, calvicie prematura. Con lo que no puede es con la mayonesa gigante. Hasta ahí llega todo su candor, su insensatez casi involuntaria. Rehúsa adquirir un pote de mayonesa que le dure toda la vida. Qué clase de consumidores pueden hacer una cosa como esa. Es que se los imagina: “Haremos ensalada de papa todos los días”. Así se convencerán de su absurdo. Así cargarán, tan orgullosos, con su pote de 1,900 onzas. Hasta ahí llega su inconsciencia, su contrariedad, dice. Hasta ahí su acto, esa extraña predisposición a la apología del exceso.