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E dad mide menos que muchos teléfonos móviles, unos ocho centí-
metros, de la cabeza al trasero. Es fácil encontrarlos cerca de las
iglesias, por ejemplo. No porque sean muy religiosos o les guste entonar can-
tos gregorianos al caer el sol, sino porque allí las condiciones son muy favo-
rables (para su gusto): es oscuro, se está tranquilo y hace menos frío que en
el exterior. Los murciélagos ratoneros son inquilinos bastante exigentes: por
lo general, no les gusta ni el frío excesivo ni el ruido. Sobre todo el ruido: eso
es lo que menos soportan.
¿Por qué? De momento, esa es una pregunta sencilla: casi salta a la vista la
respuesta. En comparación con otros animales, los murciélagos no tienen ore-
jas, sino antenas parabólicas. Sus pabellones auditivos son más grandes que
toda la cabeza. Si un ser humano naciera con unas pantallas de ese calibre,
lo llamarían Dumbo y lo exhibirían en los circos, para mayor susto de los leo-
nes y los tigres.. Pero entre los murciélagos es normal e incluso estu-
pendo, porque les sirve para hacer algo extraordinario: ver con el
oído.