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Con un repentino y seco pero efectivo ³ahí´, el siempre atento copiloto proclamó el avistamiento del cartel que
indicaba la entrada al resort. Estaba sobre nuestro lado de la carretera, al igual que nuestra suerte.
na entrada pedregosa separa por escasos 50 metros la
carretera de la recepción. Parqueamos a la sombra,
bajamos, estiramos nuestras arrugadas ropas, sacudimos a
palmazos las migas de nuestras faldas, nos sentíamos
húmedos, pegajosos, el carro despedía un calor que era
aun más intenso que el del ambiente. Mientras caminaba,
una expectativa danzaba en mi cabeza, me preguntaba por
el primer contacto con el lugar, el tipo de gente que nos
encontraríamos, si evidenciaríamos nuestro propósito con
nuestra conducta« De repente, mis pensamientos se
diluyen ante un amistoso ³hola´ que emana de la
sonriente boca del recepcionista, quien luce una camiseta
azul que reza ³Club Mi Amor´ a la altura del corazón.
Desde el restaurante se accede al hotel a través de un corto sendero selvático, en medio de dos fuentes artificiales
desde las que un pato blanco nos mira pasar con indiferencia mientras escarba con el pico debajo de su ala. El
sendero nos guía hasta un pesado portón que el recepcionista abre con dificultad; al atravesarlo, nos miramos
mutuamente con la fotógrafa. El lugar es bellísimo. Nos recibe una bifurcación de senderos que deja entrever un
gran jacuzzi, una cama colgante y una piscina central que nos hace relamer. A nuestro paso emanan personas,
vestidas, que cierran las puertas de sus habitaciones, miran nuestras maletas, saludan amistosamente, a veces, solo
con un movimiento de cabeza. Me siento en una peli de Tarantino« es un motel de Las Vegas, mis maletas
desbordan dinero, soy el asesino, la fotógrafa es mi musa con Ítaca recortada. Tomamos el camino de la izquierda,
la habitación es la 33, dos camas dobles, tele baño, aire« bien. Casi enciendo la tele, pero debo resistir la adicción,
un día a la vez. Miro a través de las persianas, afuera me espera un mundo desconocido al que nos lanzamos
empotrados en nuestros atuendos de piscina, negros ambos, como una especie de luto veraniego.
Se vislumbra un ir y venir de cuerpos a través de los resquicios que dejan las matas. En nuestro camino hacia la
piscina nos chocamos de frente con un cuarentón de bronceado parejo, pene circunciso semierecto y un apenas
prominente abdomen cervecero, que persigue al administrador para comprobar si puede quedarse pasada la media
noche. Su esposa lo mira risueña, deseando un sí por respuesta, tendida sobre una reposera. Ella trabaja en un
hospital. Él, es hombre de ley y, según ella, un fanático del nudismo quien desde hace dos años la arrastra a cuanto
reducto nudista encuentra en el país. Ella por añadidura al principio, por convencimiento ahora, elige estar sin ropa,
se siente libre.
Se dio al segundo y espontáneamente; charlamos con ellos de todo un poco, sí también de fútbol ±que se puede
hacer±, y mientras lo hacemos, de tanto en tanto emergen de las habitaciones varios personajes, hombres, mujeres,
parejas, algunos desnudos con paños en sus brazos. Miran exentos de lívido, algunos ni lo hacen, otros saludan, sus
cuerpos dibujan diferentes formas, se dirigen a la otra piscina, la que está detrás del rancho que divide a ambas.
no que contiene una barra, mesones de madera, luces de disco y hasta un tubo de baile en un rincón.
En el borde opuesto de la piscina, Antonio, del rubro salud, de no mucha estatura y cuerpo bien formado, absorto de
toda esta situación e incluso hasta de los presentes, se entretiene con la última de Dan Brown sentado junto a su
regordeta esposa que se unta protector solar. Me acerco con el libro por excusa, le pregunto que lee, si le gusta. Me
responde que es buena, siempre en la onda de los templarios, masones, siempre con Robert Landon. Nunca saludo a
su esposa, no cruzamos miradas, no la quiero interrumpir en su idilio con el dios Febo.
Como uno se debe al trabajo y tiene una responsabilidad para con la empresa, nos vimos obligados a probarlo. Para
ser honestos, la posición cansa un poco los hombros y es más dolorosa la espera del próximo golpe que el latigazo
en sí, aunque algunos, sinceramente, los sentí como un ajuste de antiguas rencillas laborales.
El sol caía lentamente y nos dirigimos a observar un ruidoso partido de volibol en la piscina pequeña, al otro lado
del rancho, tomamos lugar de espectadores en unas sillas plásticas y nos dedicamos a disfrutar del espectáculo. Los
equipos se dividían por sexos y los hombres, de espaldas a nosotros, quienes parecían no distraerse con lo que el
lado opuesto de la red ofrecía en cada salto, estaban arrasando. El partido no era técnicamente de lo mejor, pero no
sé en qué punto lograba mantener su atractivo.
En una cama contigua a la cancha de ³vóley´ acuático un esbelto cuerpo femenino del que solo veo tal vez lo que
necesito ver, intenta reponerse de la agitada noche, salpicada de tanto en tanto por el efecto de algún potente remate
o del efectivo vuelo de dos jugadores al efectuar un bloqueo.
Con la caída del sol algunos van regresando a sus habitaciones, a paso lento, de a dos. A risa amigable, de a tres.
Conforme se torna más oscuro, comienzan a emerger luces ocultas tras las matas. n par de veinteañeras
guapileñas acercan con destreza y sin distracción los primeros ³jacuzzi service´, al tiempo que pueblan de candelas
el lugar. El ambiente se torna cálido y parecemos reencontrarnos todos bajo el mismo espacio y bajo una luz
diferente. Me siento cansado, pero hay una energía extraña en el aire, algo va a suceder.
Debemos ser unas 13 parejas más algunas personas solas, el rango de edades va desde unos 22 a los 60. Algunos
van vestidos de noche, algunos aún de playa, otros desnudos, todos integrados en un contrastante carnaval estético
que a nadie parece importarle demasiado. Se me ocurre, es una muestra más de la libertad en que deciden vivir.
Por un segundo me siento externo, invasor, mentiroso, todos hablan con todos, se mezclan en una danza social, ríen
indiscriminadamente, se conocen; yo los estudio, los observo, los juzgo, los traiciono, me vestí de desnudo para
comer en su mesa.
Veo que poco a poco todo va subiendo de tono, los diálogos, los bailes, los roces, que se tornan más largos y
profundos. Las parejas se entremezclan pero es solo por momentos, luego todo vuelve a la calma como si hubiese
sido producto de mi imaginación.
Se rigen por unos códigos de propiedad privada que escapan a mi cuadratura mental, parece que si bien no todo es
de todos, si se presta, se toca, se prueba, se usa, se degusta y se devuelve.
Son las ocho y treinta de la noche. Del rancho que divide las piscinas, emana música, creo que es salsa o merengue,
algunos se mueven hacia allá, nosotros también. Nos ubicamos a un costado de una especie de pista de baile, sobre
unos mesones de madera típica, pedimos cervezas, algunos bailan desnudos, otros completamente vestidos para la
ocasión. Nada es muy formal ni estructurado, la gente entra y sale de la pista con cada tema, se abordan, bailan,
hacen payasadas, coquetean, se tocan, se ríen, se abandonan. Con la fotógrafa, nos tiramos a pista para desplegar
nuestra inimitable muestra de rigidez articular. Algunas parejas se escurren juntas rumbo a las habitaciones. Espero
que no se deba a nuestra precaria actuación.
Bridgite, canadiense cincuentona, en perfecto estado, principal animadora de la fiesta de anoche, ya se encuentra
dentro del agua, café en mano. No podemos comprender de dónde saca la energía: ³vos solo vivís una vez, baby´,
nos responde. Ella y su marido están de paso rumbo a Bocas del Toro en Panamá, viven cerca de Sámara y este año
decidieron no trabajar. Nudistas desde no recuerdan bien cuando, se enteraron del lugar en un club de San José y no
quisieron perdérselo.
Es menos de un kilómetro de camino selvático que se detiene abruptamente frente a un río donde solo resta
retornar. Caminar desnudo por el sendero es un tanto incómodo para nuestras costumbres citadinas. Otros en el
camino, no lucen nada mal y pienso que es en realidad nuestra naturaleza.