El chofer de la familia d’Amore descansaba en su diván, junto a él la niñera de la familia
d’Amore abrochaba su último rizo de la tarde; era su día libre. Al chofer le encantaba pasear en el auto que la familia le prestaba para llevarlos a múltiples lugares, el trabajo del señor, la escuela de los niños y la florería de la señora d’Amore. Más que los libros de novecientas páginas, más que un día soleado en Londres, lo que el chofer amaba era manejar el Rolls Royce. La niñera gustaba de ir a museos, sentir el óleo de las pinturas que resbala por sus pupilas y el eco de sus días en la playa, tan cercanos como una sandía recién partida en la ciudad donde llueve todo el tiempo. -Vamos al cine, yo invito. -Mejor vamos a la playa, tengo tantas ganas de ir, no tienes idea. -La playa, querida, está a muchos kilómetros de aquí. -Llévame, por favor. La niñera cerró los ojos y sintió los dedos de marea que el chofer elevaba con suavidad hacia su cuello. Dos amantes, con los ojos cerrados, se encontraban en la orilla del mar que luego enardecía en olas de sangre y ráfagas de vientos que se contagian de ola en ola. La mar estaba en calma de nuevo. Al pie de la puerta, un viento septembrino los envolvió en un suspiro. El Rolls Royce se dejó conducir hasta algún lugar de la ciudad, pero ella insistía. -Llévame a la playa, por favor. -Pero si son las seis de la tarde, cómo alcanzaremos a llegar a las doce si nos vamos. -Vámonos. Y el gentil automóvil cedía como si supiera a dónde llevarlos, con precisión de un reloj de arena, con la virtud de sus cuatro ruedas acariciando el pavimento húmedo y casi con vida. Al chofer nadie le dijo cómo manejar un Rolls Royce, sólo imaginaba que lo hacía, así como imaginaron juntos cada noche de sábado ir a la insondable playa.