Subiste al tren y te reconocí al instante, en mis ojos se precipitó la náusea,
calculé los pasos que debía avanzar para llegar a ti: en siete estaría en tu esternón. Te miré furtiva, me miraste con descuido, sin reconocerme. Caminé hacia ti temblándome las mandíbulas de odio y prisa. Cuando estuve a tu lado te miré a los ojos y hundí la navaja entre tus costillas. Noté tu cuerpo terso, contraído. Tras la séptima puñalada caíste retorcido y por tus ojos comprendí que comprendías: siete puñaladas, una por cada cómplice, una por cada violación, una por cada año que tiene mi hija: Isabel.