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Control

Antonio de Orbe
No fue tanto el agudo dolor de cabeza como la vaga y desconcertante
sensación de extrañeza, de no tener el completo control de sí mismo, lo que
llevó a Erbo a detener su vehículo y quitarse el escáner. Disimulado en un
cómodo y elegante casco de cuero que cubría poco más que el pelo, su
escáner de última generación, tenía todas las características de la versión
Estándar. El módulo de pensamiento, el de cálculo y el enciclopédico eran
excelentes. Resultaba imprescindible para relacionarse con otros humanos
que llevaran casco, que salvo ancianos inadaptados, menores de catorce para
los que su uso estaba prohibido y algunos frikis, eran la mayoría.
Contraviniendo las normas de uso que recomendaban al menos doce horas
semanales de interacción sin casco, en los últimos dos años sólo se lo había
quitado para dormir y en las pocas ocasiones en las que acudía a los
establecimientos de contacto verbal sin escáner. Erbo se puso de nuevo el
casco y arrancó su vehículo. Siempre le había gustado conducir y con
frecuencia superaba las velocidades permitidas. Mientras negociaba unas
cerradas curvas pudo ver el trazado de la vía, el resto de vehículos, el
rendimiento del motor, la adherencia y otros parámetros de conducción como
no los había visto nunca gracias al módulo sensorial de su casco. Sabía que
los cascos con versión Estándar y Premium incorporaban el mismo chip y que
los primeros tenían desactivadas una serie de funciones superiores. Erbo
había crackeado el código interno del casco y ahora disponía gratis de una
versión Premium. El módulo más interesante era el sensorial. La percepción
olfativa mejorada le permitía conocer a distancia el estado de ánimo de las
personas y apreciar si una mujer aceptaría un flirteo o un hombre quería
matarte. Erbo aumentó la velocidad en una recta multiplicando por tres el
límite autorizado. El refuerzo de la audición era excelente, pero la
extraordinaria experiencia visual proporcionada por el casco era sin duda la
gran estrella. Entró en unas curvas rápidas y al salir de ellas aceleró de nuevo.
O creyó ser él el que aceleraba. Sintió una dolorosa punzada entre los ojos.
Algo había hecho incorrectamente al crackear el casco, se había saltado algún
paso o había entendido incorrectamente alguna instrucción. Ahora veía todo
con una nitidez asombrosa. Su corazón excitado comenzó a pedirle que
parara. Frena, pensó, frena. En lugar de hacerlo se dejó llevar por una
irresistible sensación de velocidad que embriagaba su pensamiento. Superaba
ya en la recta seis ve ces la velocidad permitida cuando llegó otra zona de
curvas rápidas. Negoció con brillantez las primeras dos curvas y en la tercera
perdió el control de su vehículo y se estrelló contra unas rocas. Cuando el
casco comenzó a emitir señales de auxilio Erbo ya estaba muerto.

Madrid, siete de octubre de 2010

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